VI. Arquímedes, constructor de rompeolas

– Los rompeolas son el misterio más grande de la ingeniería -exageró Alberto Lamiel, abriendo los brazos-. Sí, tío Ricardo, la ciencia y la técnica han resuelto todos los misterios del Universo, menos ése. ¿Nunca te lo habían dicho?

Desde que el tío Ataúlfo me presentó a este sobrino suyo, ingeniero graduado en M.I.T. y considerado ei as de la familia Lamiel, el joven triunfador que me llamaba tío a pesar de no serlo, pues era sobrino de Ataúlfo por la otra rama de la familia, me había caído algo antipático, porque hablaba demasiado y con un tonito inaguantablemente pontifical. Pero, a todas luces, la antipatía no era recíproca, porque, desde que lo conocí, multiplicaba sus atenciones conmigo y me demostraba un aprecio tan efusivo como incomprensible. ¿Qué interés podría tener para este joven brillante y exitoso, que construía edificios por doquier en la expansiva Lima de los ochenta, un oscuro traductor expatriado que volvía al Perú después de tantos años y lo miraba todo entre nostálgico y alelado? No sé cuál, pero Alberto perdía mucho tiempo conmigo. Me había llevado a conocer los barrios nuevos -Las Casuari-nas, La Planicie, Chacarilla, La Rinconada, Villa-, las urbanizaciones de veraneo que brotaban como hongos en las playas del Sur, y mostrado algunas casas rodeadas de parques, lagos y piscinas que parecían salidas de las películas de Hollywood. Como me oyó decir un día que una de las cosas que más envidiaba de niño a mis amigos miraflorinos era que muchos de ellos fueran socios del Regatas -yo tenía que meterme al Club a escondidas o nadando desde la playita vecina de Pescadores-, me invitó a almorzar a la vieja institución chorrillana. Tal como me lo dijo, las instalaciones del Club eran ahora modernísimas, con sus canchas de tenis y frontón, sus piscinas olímpica y temperada y las dos nuevas playas ganadas al mar gracias a dos largos rompeolas. También resultó cierto que el restaurante Alfresco, del Regatas, preparaba un arroz con mariscos, que, acompañado de cerveza helada, sabía a gloria. El panorama, en este mediodía de noviembre, gris, nublado, de un invierno que se resistía a irse, con los fantasmales acantilados de Barranco y Miraflores medio borrados por la neblina, me removía muchas imágenes del fondo de la memoria. Lo que acababa de decirme sobre los rompeolas me sacó del devaneo en que estaba sumido.

– ¿Hablas en, serio? -le pregunté, picado de curiosidad-. La verdad, no me lo creo, Alberto.

– Yo tampoco me lo creía, tío Ricardo. Pero, te juro que es así.

Era un muchacho alto y agringado, atlético -venía al Regatas a jugar paleta y frontón todos los días a las seis de la mañana-, con el pelo cortado casi al rape, muy moreno, que transpiraba suficiencia y optimismo. Mezclaba en sus frases palabritas en inglés. Tenía una novia en Boston con la que se iba a casar dentro de unos meses, apenas se graduara ella de ingeniero químico. Él había rechazado varias ofertas de trabajo en Estados Unidos luego de recibirse con honores en M.I.T. para venir al Perú a «hacer patria», porque si todos los peruanos privilegiados se iban al extranjero «¿quién iba a meter el hombro y sacar adelante nuestro país?». Con sus buenos sentimientos de patriota me estaba jalando las orejas, pero lo hacía sin darse cuenta. Alberto Lamiel era la única persona de su medio social que lucía tanta confianza en el futuro del Perú. En esos meses finales del segundo gobierno de Fernando Belaunde Terry -fines de 1984-, con la inflación disparada, el terrorismo de Sendero Luminoso, los apagones, los secuestros y la perspectiva de que el Apra, con Alan García, ganara las elecciones del próximo año, había mucha incertidumbre y pesimismo en la clase media. Pero a Alberto nada parecía desmoralizarlo. Andaba con una pistola cargada en su camioneta por si lo asaltaban y la sonrisa siempre en la cara. La posibilidad de que Alan García llegara al poder no lo asustaba. Había asistido a una reunión de empresarios jóvenes con el candidato aprista y le pareció «bastante pragmático, nada ideológico».

– O sea, un rompeolas no sale bien o mal debido a causas técnicas, cálculos acertados o errados, aciertos o defectos de construcción, sino a extraños conjuros, a la magia blanca o negra -le tomé el pelo-. ¿Eso es lo que quieres decirme, tú, ingeniero graduado en M.I.T.? ¿La brujería ha llegado a Cambridge, Massachusetts?

– Eso mismo, si lo quieres poner así -me festejó él. Pero volvió a ponerse serio y a afirmar, con enérgicos movimientos de cabeza-: Un rompeolas funciona o no funciona por razones que la ciencia no está en condiciones de explicar. El asunto es tan fascinante que estoy escribiendo un pequeño report para la revista de mi universidad. Te encantaría conocer a mi informante. Se llama Arquímedes, un nombrecito que le cae al pelo. Un personaje de película, tío Ricardo.

Luego de oír las historias de Alberto, los rompeolas del Club Regatas que divisábamos desde la terraza de Alfresco cobraban una aureola legendaria, de monumentos ancestrales, espolones de piedras que no sólo estaban allí, hendiendo el mar, para obligarlo a retirarse, entregando una ceja de playa a los bañistas, sino como reminiscencias de una vieja estirpe, construcciones medio urbanas, medio religiosas, productos a la vez de pericia artesanal y de una sabiduría secreta, sagrada y mítica antes que práctica y funcional. Según mi supuesto sobrino, para construir un rompeolas, determinar exactamente el lugar donde debía ser erigida aquella armazón de bloques de piedras superpuestas o unidas con mezcla, no era suficiente, ni siquiera necesario, el menor cálculo técnico. Lo indispensable era el «ojo» del práctico, especie de brujo, chamán, adivinador, a la manera del rabdomante que detecta los pozos de agua oculta bajo la superficie de la tierra, o del maestro chino de Feng Shui que decide la dirección en que debe ser orientada una casa y los muebles que la ocupan para que los futuros habitantes vivan en paz y disfruten de ella, o, en su defecto, se sientan hostilizados y empujados a desavenencias y fricciones, capaz de detectar por palpito o ciencia infusa -como lo venía haciendo desde hacía medio siglo en la costa de Lima el viejo Arquímedes- dónde construir el rompeolas para que las aguas lo aceptaran y no le sacaran la vuelta arenándolo, socavándolo, doblegándolo por los flancos, impidiéndole cumplir su cometido de rendir al mar.

– A los surrealistas les hubiera encantado oír una cosa así, sobrino -le dije yo, señalando los rompeolas del Regatas sobre los que revoloteaban gaviotas blancas, patillos negros y una bandada de alcatraces de mirada filosófica y buches como cucharones-. Los rompeolas, el perfecto ejemplo de lo maravilloso-cotidiano.

– Después me explicarás quiénes son los surrealistas, tío Ricardo -dijo el ingeniero, llamando al mozo e indicándome de manera perentoria que él pagaría la cuenta-. Ya veo, aunque te hagas el escéptico, mi historia de los rompeolas te ha dejado knocked out de la impresión.

Sí, me había dejado intrigadísimo. ¿Hablaba en serio? Lo que me contó Alberto me estuvo dando vueltas desde ese día, yéndose y volviendo a mi conciencia de tanto en tanto, como si intuyera que siguiendo esa leve huella iba a encontrarme de pronto con la cueva de un tesoro.

Había vuelto a Lima por un par de semanas, de manera un tanto precipitada, con la intención de despedir y enterrar al tío Ataúlfo Lamiel, quien había sido llevado de urgencia a la Clínica Americana, con su segundo ataque cardíaco, y sometido a una operación a corazón abierto, sin muchas esperanzas de sobrevivir a la prueba. Pero, sorprendentemente, sobrevivió y parecía incluso en franco proceso de recuperación con sus ochenta años y sus cuatro by-passes. «Tu tío tiene más vidas que un gato», me dijo el doctor Castañeda, el cardiólogo de Lima que lo operó. «La verdad, yo creí que de ésta no salía.» Mi tío Ataúlfo intervino para decir que era yo, con mi venida a Lima, quien le había devuelto la vida, y no los matasanos. Ya había dejado la Clínica Americana y convalecía en su casa, cuidado por una enfermera permanente y por Anastasia, la criada nonagenaria que lo había acompañado toda la vida. La tía Dolores había fallecido un par de años atrás. Aunque traté de alojarme en un hotel, él insistió para llevarme a su casita de dos pisos, no lejos del Olivar de San Isidro, donde tenía sitio de sobra.

El tío Ataúlfo había envejecido mucho y era ahora un hombrecito frágil que arrastraba los pies y delgadito como un palo de escoba. Pero conservaba la cordialidad desbordante de siempre y se mantenía alerta y curioso, leyendo, ayudándose con una lupa de filatelista, tres o cuatro periódicos diarios, y escuchando todas las noches las noticias para saber cómo andaba el mundo en que vivimos. A diferencia de Alberto, el tío Ataúlfo tenía sombrías prevenciones sobre el futuro inmediato. Creía que Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) tenían para rato y desconfiaba del triunfo del Apra en las próximas elecciones que las encuestas pronosticaban. «Será el puntillazo para el pobre Perú, sobrino», se quejaba.

Yo volvía a Lima después de casi veinte años. Me sentía un extranjero total, en una ciudad en la que casi no quedaba rastro de mis recuerdos. La casa de mi tía Alberta había desaparecido y, en su lugar, surgido un feo edificio de cuatro pisos. Lo mismo ocurría por doquier en Miraflores, donde apenas resistía la modernización una que otra de esas casitas con jardines de mi infancia. Todo el barrio se había despersonalizado con una profusión de edificios de alturas desiguales y la multiplicación de comercios y bosques aéreos de avisos luminosos que competían en vulgaridad y mal gusto. Gracias al ingeniero Alberto Lamiel, había podido echar una ojeada a los barrios miliunanochescos donde se habían desplazado los ricos y acomodados. Estaban rodeados por las gigantescas barriadas, llamadas ahora, eufemísticamente, pueblos jóvenes, donde se habían refugiado millones de campesinos bajados de la sierra, huyendo del hambre y la violencia -las acciones armadas y el terrorismo estaban concentrados en la región de la sierra central principalmente-, que malvivían en casuchas de esteras, palos, latas, trapos o lo que fuera, en asentamientos donde, en la mayoría, no había agua, ni luz, ni desagües, ni calles, ni transporte. Esa coexistencia de la riqueza y la pobreza hacía que, en Lima, los ricos parecieran más ricos y los pobres más pobres. Muchas tardes, cuando yo no salía a reunirme con mis viejos amigos del Barrio Alegre o con mi flamante sobrino Alberto Lamiel, me quedaba conversando con el tío Ataúlfo y este tema volvía obsesivamente a nuestra conversación. A mí me parecía que las diferencias económicas entre la muy pequeña minoría de peruanos que vivía bien y disfrutaba de educación, trabajo, diversiones, y los que a duras penas sobrevivían en condiciones pobres o misérrimas, se habían agravado en estas dos décadas. Según él, era una falsa impresión, debido a la perspectiva que yo traía de Europa, donde la existencia de una enorme clase media diluía y borraba esos contrastes entre los extremos. Pero en el Perú, donde la clase media era muy delgada, aquellos enormes contrastes habían existido siempre. El tío Ataúlfo vivía consternado con la violencia que se abatía sobre la sociedad peruana. «Siempre sospeché que esto podía pasar. Ya está, ha ocurrido. Menos mal que la pobre Dolores no llegó a verlo.» Los secuestros, las bombas de los terroristas, la destrucción de puentes, carreteras, centrales eléctricas, el ambiente de inseguridad y vandalismo, se lamentaba, retrasarían muchos años más ese despegue del país hacia la modernidad en el que el tío Ataúlfo nunca había dejado de creer. Hasta ahora. «Yo ya no veré ese despegue, sobrino. Ojalá que tú sí.»

Nunca pude darle una explicación convincente de por qué la niña mala no quiso venir a Lima conmigo, porque yo tampoco la tenía. Tomó con disimulado escepticismo que ella no hubiera podido abandonar su trabajo porque, precisamente en esta época del año, la compañía tenía que hacer frente a una demanda abrumadora de convenciones, conferencias, bodas, banquetes y celebraciones de toda índole, lo que le impedía tomarse un par de semanas de vacaciones. Yo no me lo creí tampoco, allá en París, cuando ella esgrimió ese pretexto para no acompañarme, y se lo dije. La niña mala acabó entonces por reconocerme que no era cierto, que, en realidad, no quería venir a Lima. «¿Y por qué. se puede saber?», la tentaba yo. «¿No extrañas tanto la comida peruana? Pues, te propongo un par de semanas con todas las exquisiteces de la gastronomía nacional, el ceviche de corvina, el chupe de camarones, el arroz con pato, el lomito saltado, la causa, el seco de chabelo y todo lo que se te antoje.» No hubo forma, ni en serio ni en broma aceptó mis señuelos para convencerla. No iría al Perú, ni ahora ni nunca. No volvería a poner los pies allá ni por un par de horas. Y cuando yo quise cancelar el viaje, para no dejarla sola, ella insistió en que viajara, alegando que, justamente en esta época, estarían en París los Gravoski, a los que podía recurrir si en algún momento necesitaba ayuda.

Encontrar ese trabajo había sido el mejor remedio para su estado de ánimo. También la ayudó, me parece, que, después de superar las mil complicaciones, nos casáramos y ella se convirtiera, según le gustaba decirme a veces en la intimidad, en «una mujer que, por primera vez en su vida, a punto de cumplir 48 años, tenía sus papeles en regla». Yo pensé que siendo la personita inquieta y libérrima que siempre había sido, trabajar en una compañía que organizaba «eventos sociales» la aburriría muy pronto, y que sería una empleada tan poco competente que la despedirían. No fue así. Al contrario, al poco tiempo se ganó la confianza de su jefa. Y ocuparse, hacer cosas, asumir obligaciones, aunque fuera pedir precios en hoteles y restaurantes, cotejarlos y negociar descuentos," averiguar lo que las empresas, asociaciones, familias, aspiraban a tener -qué clase de paisajes, hoteles, menús, espectáculos, orquestas- en torno a sus encuentros, banquetes, aniversarios, lo tomaba muy a pecho. No sólo trabajaba en la oficina, también en la casa. En las tardes y en las noches, yo la oía, pegada al teléfono, discutiendo detalles de esos contratos con infinita paciencia o dando cuenta a Martine, su jefa, de las gestiones del día. A veces, debía viajar a provincias -generalmente a Provenza, la Costa Azul o Biarrhz- acompañando a Martine, o enviada por ésta. Entonces, me llamaba todas las noches, y me contaba, con lujo de detalles, sus quehaceres del día. Le había hecho bien tener su tiempo ocupado, adquirir responsabilidades y ganar dinero. Otra vez se vestía con coquetería, iba a peluquerías, masajistas, manicuristas y pedicuristas, y constantemente estaba dándome la sorpresa de un cambio de maquillaje, peinado o atuendo. «¿Haces esto para estar a la moda o para tener siempre enamorado a tu marido?» «Lo hago sobre todo porque a los clientes les encanta verme bonita y elegante. ¿Te da celos?» Sí, me daba. Yo seguía enamorado de ella como un becerro y creo que ella lo estaba también de mí, porque, salvo pequeñas crisis pasajeras, desde aquella noche en que estuve a punto de zambullirme en el Sena, advertía unos detalles en nuestra relación antes impensables en ella. «Esta separación de dos semanas será una prueba», me dijo, la noche de mi partida. «A ver si te enamoras más de mí p me dejas por una de esas peruanitas traviesas, niño bueno.» «Para peruanitas traviesas, tengo de sobra contigo.» Había conservado su esbelta silueta -iba siempre los fines de semana al gimnasio de l'avenue Montaigne a hacer ejercicios y nadar- y su cara seguía fresca y animosa.

Nuestro matrimonio fue toda una aventura burocrática. Aunque a ella la tranquilizaba saber que ahora tenía por fin su situación en regla, yo sospechaba que si algún día, por alguna razón, las autoridades de Francia se ponían a escarbar sus papeles, descubrirían que nuestro matrimonio tenía tantos vicios de fondo y de forma que era inválido. Pero no se lo decía, y menos ahora que, luego de cumplirse los dos años de casados, el gobierno francés acababa de concederle la nacionalidad, sin sospechar que la flamante madame Ricardo Somocurcio ya había sido antes naturalizada francesa por matrimonio con el nombre de madame Robert Arnoux.

Para poder casarnos hubo que fabricarle papeles falsos, con un nombre distinto al que tenía cuando se casó con Robert Arnoux. No lo hubiéramos conseguido sin la ayuda del tío Ataúlfo. Cuando le describí, a grandes rasgos, el problema, sin darle más explicaciones que las indispensables y evitando los detalles escabrosos de la vida de la niña mala, me respondió en el acto que no necesitaba saber más. El subdesarrollo tenía soluciones prontas, aunque algo onerosas, para casos como éste. Y, dicho y hecho, en pocas semanas me envió una partida de nacimiento y otra de bautizo, impartidas por la municipalidad y la parroquia de Huaura, a nombre de Lucy Solórzano Cajahuaringa, con las que, siguiendo sus instrucciones, nos presentamos ante el cónsul del Perú en Bruselas, amigo suyo. El tío Ataúlfo le había explicado previamente por carta que Lucy Solórzano, novia de su sobrino Ricardo Somocurcio, había perdido todos sus papeles, incluido el pasaporte, y necesitaba uno nuevo. El cónsul, una reliquia humana de chaleco, leontina y monóculo, nos recibió con una prudente pero educada frialdad. No nos hizo una sola pregunta, por lo que entendí que había sido informado por el tío Ataúlfo de más cosas de las que aparentaba saber. Fue amable, impersonal y guardó todas las formas. Ofició al Ministerio de Relaciones Exteriores y por intermedio de éste al de Gobierno y Policía, y envió copias de las partidas de nacimiento y de bautizo de mi novia, pidiendo autorización para extender un nuevo documento. Al cabo de dos meses la niña mala tenía un pasaporte flamante y una identidad nueva, con la que pudimos gestionarle, siempre en Bélgica, una visa de turista para Francia, avalada por mí, francés nacionalizado y residente en París. De inmediato iniciamos los trámites en la alcaldía del Cin-quiéme, en la plaza del Panteón. Allí nos casamos Finalmente, en octubre de 1982, un mediodía otoñal, con la sola

compañía de los Gravoski, que oficiaron de testigos. No hubo banquete de bodas ni celebración alguna porque esa misma tarde partí yo a Roma con un contrato de dos semanas en la FAO.

La niña mala estaba mucho mejor. Me costaba trabajo a veces verla haciendo una vida tan normal, entretenida con su trabajo y, me parecía, contenta, o por lo menos resignada a esa vida pequeñoburguesa que hacíamos, trabajando mucho toda la semana, preparando la comida en las noches y yendo al cine, al teatro, a una exposición o a un concierto y a cenar en la calle los fines de semana, casi siempre solos, o con los Gravoski cuando estaban aquí, pues ellos seguían pasando varios meses al año en Princeton. A Yilal lo veíamos sólo en los veranos, pues el resto del año permanecía en un colegio de New Jersey. Sus padres habían decidido que se educara en los Estados Unidos. No había huella en él del antiguo problema. Hablaba y crecía con normalidad y parecía muy bien integrado al mundo estadounidense. Nos enviaba postales o una cartita cada tanto y la niña mala le escribía todos los meses y siempre le estaba despachando algún regalo.

Aunque dicen que sólo los imbéciles son felices, confieso que me sentía feliz. Compartir mis días y mis noches con la niña mala me llenaba la vida. A pesar de lo cariñosa que era conmigo, en comparación con lo glacial que había sido en el pasado, ella había conseguido, en efecto, hacerme vivir siempre intranquilo, con la aprensión de que, un buen día, de la manera más inesperada, volvería a las andadas y se esfumaría sin decirme adiós. Siempre se las arreglaba para hacerme saber, o mejor dicho adivinar, que había uno o varios secretos en su vida diaria, una dimensión de su existencia a la que yo no tenía acceso y de la que podía provenir en cualquier momento un terremoto que echaría abajo nuestra convivencia. No me acababa de entrar a la cabeza que Lily la chilenita aceptara que el resto de su vida fuera lo que era ahora: la de una parisina de clase media, sin sorpresas ni misterio, sumida en una estrictísima rutina y desprovista de aventuras.

Nunca estuvimos tan unidos como en los meses que siguieron a nuestra reconciliación, llamémosla así, aquella noche en la que el desconocido clochard surgió en medio de la lluvia y la oscuridad, en el Pont Mirabeau, para salvarme la vida. «¿No sería el mismo Dios en persona el que te cogió de las piernas, niño bueno?», se burlaba ella. Nunca se creyó del todo que estuve a punto de matarme. «Cuando uno quiere suicidarse, lo hace, y no hay clochard que te lo impida, Ricardito», me dijo más de una vez. En esa época todavía los ataques de terror le sobrevenían de cuando en cuando. Entonces, exangüe, con los labios cárdenos, muy pálida y con grandes ojeras, no se apartaba de mí un solo segundo. Me seguía por toda la casa como un perrito faldero, tomada de mi mano, prendida de mi correa o mi camisa, porque ese contacto físico le daba la mínima seguridad sin la cual, me decía balbuceando, «me desintegraría». Verla sufrir de esa manera me hacía sufrir a mí también. Y, algunas veces, la inseguridad que la poseía en medio de la crisis era tal que ni siquiera al baño podía ir sola; muerta de vergüenza, con los dientes chocándole, me pedía que entrara con ella al excusado y la tuviera de la mano mientras hacía sus necesidades.

Nunca pude hacerme una idea precisa de la naturaleza del miedo que de pronto la invadía, sin duda porque ello no tenía una explicación racional. ¿Eran imágenes difusas, sensaciones, presentimientos, la adivinación de que algo terrible estaba por abatirse sobre ella y destrozarla? «Eso y mucho más.» Cuando padecía uno de esos ataques de miedo, que por lo general le duraban unas horas, esa mujercita tan audaz y de tanto carácter se volvía tan indefensa y vulnerable como una niñita de pocos años. Yo la sentaba en mis rodillas y la hacía acurrucarse contra mí. La sentía temblar, suspirar, aferrada a mí con una desesperación que nada atenuaba. Al cabo de un rato, caía dormida en un sueño profundo. Luego de una o dos horas, despertaba y estaba bien, como si nada le hubiera ocurrido. Todos mis ruegos para que aceptara volver a la clínica de Petit Clamart fueron inútiles. Al final, dejé de insistir porque la sola mención del tema la enfurecía. En esos meses, pese a estar tan unidos físicamente, apenas hacíamos el amor, porque ni siquiera en la intimidad de la cama alcanzaba la mínima tranquilidad, el momentáneo abandono, para entregarse al placer.

El trabajo la ayudó a salir de ese período difícil. Las crisis no desaparecieron de golpe, pero fueron haciéndose menos frecuentes y también menos intensas. Ahora, parecía mucho mejor, convertida casi en una mujer normal. Bueno, en el fondo yo sabía que ella no sería nunca una mujer normal. Y tampoco quería que lo fuese, porque lo que yo amaba en ella era también lo indómito e imprevisible de su personalidad.

En las charlas que reñíamos durante su convalecencia, el tío Ataúlfo nunca me hizo preguntas sobre el pasado de mi mujer. Le enviaba saludos, estaba encantado de tenerla en la familia, esperaba que alguna vez se animara a venir a Lima para conocerla, pues, en caso contrario, a él, a pesar de sus achaques, no le quedaría otro remedio que ir a visitarnos a París. Tenía enmarcada en una mesita de la sala la foto que le enviamos, tomada el día de nuestro matrimonio, al salir de la alcaldía, con el telón de fondo del Panteón.

En esas charlas, generalmente en las tardes, después del almuerzo, que se prolongaban a veces horas, hablábamos mucho del Perú. Él había sido un belaundista entusiasta toda su vida, pero ahora, apenado, me confesó que el segundo gobierno de Belaunde Terry lo había decepcionado. Salvo devolver los periódicos y los canales expropiados por la dictadura militar de Velasco Alvarado, no se había atrevido a corregir ninguna de las seudoreformas de aquélla, que habían empobrecido y enconado aún más al Perú, y, además, habían provocado una inflación que daría el triunfo al Apra en las próximas elecciones. Y, a diferencia de su sobrino Alberto Lamiel mi tío no se hacía ilusiones con Alan García. Yo me decía que, sin dupla, había en el país donde yo había nacido y del que me había apartado de una manera cada día más irreversible, muchos hombres y mujeres como él, básicamente decentes, que, a lo largo de toda una vida, habían soñado con un progreso económico, social, cultural y político, que hiciera del Perú una sociedad moderna, próspera, democrática, con oportunidades abiertas a todos, sólo para verse frustrados una y otra vez, y que, como el tío Ataúlfo, llegaban a la vejez -a orillas de la muerte- aturdidos, preguntándose por qué en vez de avanzar retrocedíamos y estábamos ahora peor -con más contrastes, desigualdades, violencias e inseguridad- que cuando empezaron a vivir.

– Qué bien hiciste en irte a Europa, sobrino -era su estribillo, que repetía atusándose la barbita entrecana que se había dejado crecer-. Imagínate lo que sería de ti si te hubieras quedado a trabajar aquí, con todos estos apagones, bombas y secuestros. Y la falta de trabajo para los jóvenes.

– No estoy tan seguro, tío. Sí, es verdad, tengo una profesión que me permite vivir en una ciudad maravillosa. Pero, allá, he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés, aunque tenga un pasaporte que diga que lo soy. Allá seré siempre un méteque. Y he dejado de ser un peruano, porque aquí me siento todavía más extranjero que en París.

– Pues, supongo que sabes que, según una encuesta de la Universidad de Lima, el sesenta por ciento de los jóvenes tienen, como primera aspiración en la vida, irse al extranjero; la inmensa mayoría a Estados Unidos y el resto a Europa, a Japón, a Australia, a donde sea. Cómo podríamos reprochárselo, ¿no es cierto? Si su país no puede darles ni trabajo, ni oportunidades, ni seguridad, es lícito que quieran marcharse. Por eso le tengo tanta admiración a Alberto. Hubiera podido quedarse en Estados Unidos con un magnífico puesto y prefirió venir a romperse el alma por el Perú. Ojalá no lo lamente. Él te ha tomado mucho aprecio, ¿te has dado cuenta, no, Ricardo?

– Sí, tío, y yo también a él. La verdad, es muy amable. Gracias a mi sobrino he conocido otras caras de Lima. La de los millonarios y la de las barriadas.

Precisamente en ese momento sonó el teléfono y era Alberto Lamiel, que me llamaba.

– ¿Te gustaría conocer al viejo Arquímedes, el constructor de rompeolas del que te hablé?

– Claro que sí, hombre -le dije, entusiasmado.

– Están construyendo un nuevo espigón en La Punta y el ingeniero de la municipalidad es mi amigo Chicho Cánepa. Mañana en la mañana, si te parece. Pasaré a buscarte a las ocho. ¿No es muy temprano para ti, no?

– Me debo haber vuelto muy viejo, tío Ataúlfo, a pesar de tener sólo cincuenta años -le dije a éste, cuando colgué el teléfono-. Porque, Alberto, siendo tu sobrino, es en realidad mi primo. Pero él se empeña en llamarme tío. Debo parecerle prehistórico.

– No es eso -se rió el tío Ataúlfo-. Como vives en París, le inspiras respeto. Vivir en esa ciudad es toda una credencial para él, equivale a haber triunfado en la vida.

A la mañana siguiente, puntual como un reloj, Alberto pasó unos minutos antes de las ocho, acompañado del ingeniero Cánepa, encargado de los trabajos en la playa de Cantolao y el muelle de La Punta, un hombre ya mayor,.de anteojos oscuros y con una gran barriga cervecera. Éste se bajó de la camioneta Cherokee de Alberto y me cedió el asiento de adelante. Los dos ingenieros llevaban pantalones vaqueros, camisas abiertas y casacas de cuero. Me sentí ridículo con mi ternito, mi camisa de cuello y mi corbata junto a esos caballeros de atuendo deportivo.

– Le va a impresionar mucho el viejo Arquímedes -me aseguró el ingeniero amigo de Alberto, al que éste le decía Chicho-. Es un loco lindo. Lo conozco hace veinte años y todavía me deja boquiabierto con las historias que cuenta. Es un mago, ya lo verá. Y un contador de anécdotas amenísimo.

– Habría que ponerle una grabadora, te juro, tío Ricardo -empalmó Alberto-. Sus historias de los rompeolas son macanudas, yo ando siempre jalándole la lengua.

– Todavía no me cabe en la cabeza lo que me contaste, Alberto -dije yo-. Sigo pensando que me has estado tomando el pelo. Me parece imposible que para construir un espigón en el mar se necesite más un brujo que un ingeniero.

– Pues, mejor créaselo -lanzó una carcajada Chicho Cánepa-. Porque, si alguien lo sabe soy yo, por experiencia amarga.

Le dije que dejara de ustearme, que no era tan viejo, y que a partir de ahora nos tuteáramos.

Ibamos siguiendo la carretera de la playa, rumbo a Magdalena y San Miguel, al pie de los acantilados desnudos y, a nuestra izquierda, un mar agitado y medio oculto por la neblina en el que, a pesar de ser todavía invierno, había algunos tablistas corriendo olas enfundados en sus trajes de goma. Silentes, borrosos, cabalgaban sobre el mar, algunos con los brazos en alto y balanceando el cuerpo para guardar el equilibrio. Chicho Cánepa contó lo que le había ocurrido con uno de los espigones de la Costa Verde que acabábamos de dejar atrás, ese a medio hacer que lucía un mástil en la punta. La Municipalidad de Miraflores le había encargado ensanchar la pista y construir dos rompeolas para ganarle una playa al mar. No tuvo ninguna dificultad con el primero, que se erigió en el lugar que Arquímedes aconsejó. Chicho quería que el segundo estuviera a distancia simétrica del otro, entre los restaurantes Costa Verde y La Rosa Náutica. Arquímedes se obstinó: no iba a resistir, el mar se lo tragaría.

– No había ninguna razón para que no resistiera -dijo el ingeniero Cánepa, enfático-. Yo sé de esas cosas, para eso he estudiado. Las olas y las corrientes eran las mismas que golpeaban al primero. La línea de ruga, idéntica, así como la profundidad del zócalo marino. Los peones me insistieron que le hiciera caso a Arquímedes, pero me pareció un capricho de un viejo borracho para justificar su sueldo. Y lo construí donde me pareció. ¡En mala hora, amigo Ricardo! Le metí el doble de piedras y de mezcla que al primero, y el maldito se me arenaba una y otra vez. Provocaba remolinos que alteraban todo el entorno y creaban corrientes y mareas que volvieron la playa un peligro para los bañistas. En menos de seis meses, el mar me hizo trizas el endemoniado espigón y lo dejó hecho la ruina que has visto. Cada vez que paso por ahí me arde la cara. ¡Un monumento a mi vergüenza! La Municipalidad me multó y resulté perdiendo plata.

– ¿Qué explicación te dio Arquímedes? ¿Por qué no podía construirse ahí el rompeolas?

– Las explicaciones que te da no son explicaciones -dijo Chicho-. Son cojudeces. Como «El mar no lo acepta ahí», «Ahí no encaja», «Ahí se va a mover y, si se mueve, el agua lo tumba». Huevadas así, sin pies ni cabeza. Brujerías, como tú dices, o lo que sea. Pero, después de lo que me pasó en la Costa Verde, yo, calladito, lo que el viejo diga. En materia de rompeolas, no hay ingeniería que valga: él sabe más.

La verdad, me sentía impaciente por conocer a esa maravilla de carne y hueso. Alberto dijo que ojalá lo encontráramos en plena observación del mar. Entonces, Arquímedes se volvía un espectáculo: sentado en la playa con las piernas cruzadas como un Buda, inmóvil, petrificado, podía pasarse horas escudriñando las aguas, en estado de metafísica comunicación con las fuerzas ocultas de las mareas y los dioses de las honduras marinas, interrogándolos, escuchándolos o rezándoles en silencio. Hasta que, por fin, parecía resucitar. Mascullando algo se ponía de pie y, haciendo un enérgico ademán, sentenciaba: «Sí se puede», o «No se puede», en cuyo caso había que irse a buscar otro lugar propicio para el rompeolas.

Y, entonces, de pronto, a la altura de la placita de San Miguel empapada por la garúa, sin sospechar la con moción que iba a desencadenar en mi intimidad, al ingeniero Chicho Cánepa se le ocurrió decir:

– Es un viejo lindo y fantaseador. Siempre anda contando extravagancias, porque también le dan delirios de grandeza. En una época se inventó que tenía una hija en París y que se lo iba a llevar a vivir allá, con ella, ¡a la Ciudad Luz!

Fue como si la mañana se hubiera quedado de repente a oscuras. Sentí la acidez que me producía a veces una antigua úlcera al duodeno, un chisporroteo de luces de fogueo en la cabeza, no sé exactamente qué más sentí pero fueron muchas cosas y, en ese momento, supe por qué, desde que a Alberto Lamiel se le ocurrió contarme en el Regatas la historia de Arquímedes y los rompeolas de Lima, había sentido ansiedad, la extraña comezón que precede a lo inesperado, la premonición de un cataclismo o de un milagro, como si aquella historia contuviera algo que me concernía profundamente. A duras penas me aguanté las ganas de abrumar a preguntas a Chicho Cánepa por lo que acababa de decir.

Apenas bajamos de la camioneta en el malecón Figueredo de La Punta, frente a la playa de Cantolao, supe quién era Arquímedes sin necesidad de que me lo señalaran. No se estaba quieto. Caminaba con las manos en los bolsillos, a la orilla misma donde venían a morir los suaves tumbos en la playita de piedras y guijarros negros que yo no había vuelto a ver desde mi adolescencia. Era un cholo blancón y misérrimo, esmirriado, con los pelos ralos y revueltos, alguien que había traspasado seguramente hacía tiempo esa edad donde comienza la vejez, la anodina estación en la que desaparecen las distancias cronológicas y un hombre puede tener setenta, ochenta y acaso noventa años sin que se note mucho la diferencia. Vestía una camisa azul raída, en la que apenas quedaba un botón y a la que el viento de la fría y gris mañana inflaba, dejando ver el pecho lampiño y huesudo del viejo, que, algo curvado sobre sí mismo y tropezando en las piedras de la playa, iba de un lado al otro, dando unas zancadas de garza y amenazando con derrumbarse a cada paso.

– ¿Ése es, no es cierto? -les pregunté.

– Quién va a ser, sino él -dijo Chicho Cánepa, Y, haciendo bocina con las manos, gritó-: ¡Arquímedes! ¡Arquímedes! Ven, aquí hay alguien que quiere conocerte. Vino desde Europa para verte la cara, figúrate.

El viejo se detuvo y su cabeza dio un respingo. Nos miró, desconcertado. Luego, asintió y avanzó hacia nosotros, haciendo equilibrio sobre las piedras negras y plomizas de la. playa. Cuando estuvo más cerca, pude verlo mejor. Tenía las mejillas hundidas, como si hubiera perdido toda la dentadura, y le partía el mentón una hendidura que bien podía ser una cicatriz. Lo más vivo y potente de su persona eran sus ojos, pequeños y acuosos pero intensos y beligerantes, que miraban sin pestañear, con fijeza insolente. Debía de ser muy viejo, sí, por las arrugas de su frente y las que rodeaban sus ojos y daban a su cuello la apariencia de una cresta de gallo, y por las manos nudosas de uñas negras que tendió para saludarnos.

– Eres tan famoso, Arquímedes, que, aunque no te lo creas, mi tío Ricardo ha venido desde Francia a conocer al gran constructor de rompeolas de Lima -le dijo Alberto, dándole una palmada en la espalda-. Quiere que le expliques cómo, por qué, sabes dónde se puede levantar un rompeolas y dónde no.

– Eso no se explica -me estiró la mano el viejo, despidiendo una lluviecita de saliva al hablar-. Eso se siente en las tripas. Mucho gusto, caballero. ¿Es usted un franchute, entonces?

– No, soy peruano. Pero vivo allá hace muchos años.

Tenía una vocecita cascada y aguda y apenas terminaba las palabras, como si le faltara el resuello para pronunciar todas las letras. Casi sin hacer una pausa, apenas me hubo saludado se dirigió a Chicho Cánepa:

– Lo siento, pero creo que aquí no se va a poder, ingeniero.

– Cómo que crees -se enfureció éste, alzando!a voz-. ¿Estás o no estás seguro?

– No estoy seguro -reconoció el viejo, incómodo, frunciendo todavía más la cara. Hizo una pausa y, echando una ojeada veloz al océano, añadió-: Mejor dicho, ni siquiera sé si estoy seguro. No se enoje usted conmigo, pero hay algo como que me dice que no.

– No jodas, pues, Arquímedes -protestó el ingeniero Cánepa, manoteando-. Tienes que darme una conclusión categórica. O, carajo, no te pago.

– Es que a veces el mar es una hembra mañosa, de esas que dicen «sí, pero no», «no, pero sí» -se rió el viejo, abriendo de par en par una bocaza en la que se veían apenas dos o tres dientes. Y entonces me di cuenta de que su aliento estaba impregnado de un olor fuerte y picante, a algún cañazo o pisco muy recio.

– Estás perdiendo tus poderes, Arquímedes -le dio otra palmada afectuosa mi sobrino Alberto-. Antes nunca dudabas en estas cosas.

– No creo que sea así, ingeniero -dijo Arquímedes, poniéndose muy serio. Señaló con un ademán las aguas verde grisáceas-. Son cosas del mar, que tiene sus secretos, como todo el mundo. Casi siempre me doy cuenta a la primera luqueada si se puede o no se puede. Pero esta playa de Cantolao es bien jodida, tiene sus truquitos y me despista.

La resaca y el ruido de los tumbos al golpear contra las piedras de la playa eran muy fuertes y, por momentos, la voz del viejo se me perdía. Le descubrí un tic: de tanto en tanto se llevaba una mano a la nariz y la sobaba, muy rápido, como espantando un insecto.

Se habían acercado un par de hombres con botas y casacas de lona con unas letras amarillas estampadas que decían «Municipalidad del Callao». Chicho Cánepa y Alberto hicieron un aparte con ellos. Oí que aquél les decía, sin importarle que lo oyera Arquímedes: «Ahora resulta que el pendejo no está seguro si se puede o no se puede. Así que la decisión tendremos que tomarla nosotros, nomás».

El viejo estaba a mi lado, pero no me miraba. Ahora tenía de nuevo la vista clavada en el mar y, al mismo tiempo, movía despacito los labios, como rezando o hablando solo.

– Arquímedes, me gustaría invitarlo a almorzar -le dije, en voz baja-. Para que me hable un poco de los rompeolas. Es un tema que me interesa muchísimo. Usted y yo solos. ¿Aceptaría?

Volvió la cabeza y me clavó su mirada quieta, ahora grave. Lo había desconcertado mucho mi invitación. Una expresión de recelo asomó entre sus arrugas y frunció el ceño:

– ¿A almorzar? -repitió, confuso-. ¿Adonde?

– A donde usted quiera. A donde le guste. Usted elige el lugar y yo lo invito. ¿Aceptaría?

– ¿Y, cuándo? -ganó tiempo el viejo, escrutándome con desconfianza creciente.

– Ahora. Hoy, por ejemplo. Digamos que lo recojo aquí mismo, a eso de las doce, y nos vamos a almorzar juntos donde usted escoja. ¿Aceptaría?

Después de un rato, asintió, sin dejar de mirarme, como si yo, de pronto, me hubiera vuelto una amenaza para él. «¿Qué demonios puede querer este sujeto conmigo?», decían sus ojos quietos y líquidos, de un color pardo amarillento.

Cuando, media hora después, Arquímedes, Alberto, Chicho Cánepa y los tipos de la Municipalidad del Callao acabaron de discutir, y mi sobrino y su amigo subieron a la camioneta que habían dejado cuadrada en el malecón Figueredo, les anuncié que yo me quedaría por aquí. Quería caminar un poco por La Punta, recordando mi juventud, cuando a veces veníamos con mis amigos del Barrio Alegre a los bailes del Regatas Unión y a enamorar a unas mellizas rubiecitas, las Lecca, que vivían cerca de aquí y que participaban en los campeonatos de veleros del verano. Luego me regresaría a Miraflores en un taxi. Se quedaron un poco sorprendidos, pero, al final, partieron, no sin recomendarme que tuviera mucho cuidado dónde me metía, el Callao estaba lleno de pericotes y los atracos y los secuestros estaban a la orden del día últimamente.

Di un largo paseo, remontando los malecones Figueredo, Pardo y Wiese. Las grandes casonas de cuarenta o cincuenta años atrás lucían descoloridas, mordidas y ensuciadas por la humedad y el tiempo, y sus jardines marchitos. Aunque en franca decadencia, el barrio guardaba rastros de su antiguo esplendor, como una vieja señora que arrastrara consigo una sombra de la belleza que fue. Estuve curioseando las instalaciones de la Escuela Naval, a través de las rejas. Vi a un grupo de cadetes, con uniformes blancos de diario, desfilando, y a otro que, a la orilla del embarcadero, ataba los cabos de una lancha al muelle. Y, mientras, todo el tiempo, me repetía: «Es imposible. Es absurdo. Un disparate sin pies ni cabeza. Olvídate de esa fantasía, Ricardo Somocurcio». Era una demencia suponer semejante asociación. Pero, al mismo tiempo, recapacitaba: ya me habían pasado bastantes cosas en la vida para saber que nada era imposible, que las más estrafalarias e inverosímiles coincidencias y ocurrencias podían suceder cuando estaba de por medio esa mujercita que era ahora mi mujer. A pesar de las decenas de años que no volvía por aquí, La Punta no había cambiado tanto como Miraflores, tenía siempre un aire señorial, pasado de moda, una pobreza elegante. Ahora entre las casas, también habían surgido algunos edificios impersonales y opresivos, como en mi antiguo barrio, pero eran escasos y no llegaban a destruir del todo la armonía del conjunto. Las calles estaban casi desiertas, salvo por alguna que otra sirvienta que venía de hacer las compras, y alguna que otra ama de casa que empujaba un cochecito con un niño o había sacado a su perro a orinar a la orilla del mar.

A las doce llegué de nuevo a la playa de Cantolao, ahora casi enteramente cubierta por la neblina. Sorprendí a Arquímedes en la postura en que me lo había descrito Alberto: sentado como un Buda, inmóvil, mirando fijamente el mar. Estaba tan quieto que una bandada de gaviotas blancas caminaba alrededor de él, indiferente a su presencia, picoteando entre las piedras en busca de algo de comer. El rumor de la resaca era más fuerte. A ratos, las gaviotas chillaban al mismo tiempo: un sonido entre ronco y agudo, a veces estridente.

– Sí se puede construir el rompeolas -dijo Arquímedes al verme, con una sonrisita de triunfo. Y chasqueó los dedos-: Al ingeniero Cánepa le voy a dar un alegrón.

– ¿Ahora sí está usted seguro?

– Segurísimo, claro que sí -dijo, moviendo varias veces la cabeza y con un tonito jactancioso. Sus ojitos brillaban de satisfacción.

Me señaló el mar con absoluta convicción, como indicándome que la evidencia estaba allí para cualquiera que se dignara verla. Pero yo lo único que veía era una lengua de agua gris verdosa, manchada de espuma, que embestía contra las piedras, provocando un ruido simétrico y por momentos estruendoso, y se retiraba dejando unas madejas de yuyos color marrón. La neblina avanzaba y pronto nos iba a envolver.

– Me deja usted maravillado, Arquímedes. ¡Qué facultades tiene! ¿Qué ha pasado desde esta mañana, cuando usted dudaba, y ahora, en que por fin está seguro? ¿Ha visto algo? ¿Ha oído algo? ¿Ha sido un pálpito, una adivinación?

Como vi que el viejo tenía dificultades para incorporarse, lo ayudé, tomándolo del brazo. Era delgadito, sin músculos, de huesos blandos, como la extremidad de un batracio.

– He sentido que sí se podía -me explicó Arquímedes, callándose de inmediato, como si ese verbo pudiera aclarar todo el misterio.

Remontamos en silencio la empinada playa pedregosa, hacia el malecón Figueredo. Al viejo se le hundían en las piedras, las zapatillas agujereadas y, corno me pareció que en cualquier momento se iba a caer, lo cogí otra vez del brazo para sostenerlo, pero él se zafó, con un gesto de fastidio.

– ¿Dónde quiere que vayamos a almorzar, Arquímedes?

Dudó un segundo y, después, señaló hacia el borroso y fantasmal horizonte del Callao.

– Allá, en Chucuito, conozco un sitio -dijo, dudando-. El Chim Pum Callao. Hacen buenos ceviches, con pescado fresquito. A veces, el ingeniero Chicho va allá a empujarse unas butifarras.

– Estupendo, Arquímedes. Vamos allá. Me gusta mucho el ceviche y hace siglos que no me como una butifarra.

Mientras caminábamos hacia Chucuito escoltados por una brisa fría, oyendo los chillidos de las gaviotas y el estrépito del mar, le dije a Arquímedes que el nombre de ese restaurante me recordaba a la hinchada del Sport Boys, el celebérrimo equipo de fútbol del Callao, que, en los partidos en el Estadio Nacional, en la calle José Díaz, cuando yo era niño, atronaba las tribunas con esa barra estentórea: «¡Chim Pum! ¡Callao! ¡Chim Pum! ¡Callao!». Y, también, que, pese a todos los años pasados, recordaba siempre a esa pareja milagrosa de delanteros del Sport Boys, Valeriano López y Jerónimo Barbadillo, el terror de todos los defensores que se enfrentaban al cuadro de las camisetas rosadas.

– A Barbadillo y a Valeriano López los conocí yo de muchachos -dijo el viejo; caminaba algo encogido, mirando al suelo, y el viento alborotaba sus pelos ralos y blancuzcos-. Hasta pateamos pelota juntos algunas veces en el estadio del Potao, donde el Boys entrenaba, o en los descampados del Callao. Antes de que se hicieran famosos, por supuesto. En esa época, los futbolistas jugaban sólo por la gloria. A lo más, les caían propinas, de cuando en cuando. A mí me gustaba mucho el fútbol. Pero nunca fui buen futbolista, no tenía resistencia. Me cansaba rápido y llegaba al segundo tiempo jadeando como un perro.

– Bueno, usted tiene otras habilidades, Arquímedes. Eso que usted domina, dónde construir los rompeolas, lo sabe muy poca gente en el mundo. Es una genialidad sólo suya, le aseguro.

El Chim Pum Callao era una fondita de mala muerte, en una de las esquinas del Parque José Calvez. Los alrededores estaban llenos de vagos y chiquillos que vendían dulces, loterías, maní, manzanas confitadas, en unos carritos de madera o en tablas tendidas sobre caballetes. Arquímedes debía andar por aquí con frecuencia, porque saludaba con la mano a los transeúntes y algunos perros callejeros vinieron a enredarse en sus pies. Al entrar al Chim Pum Callao, la patrona del local, una negra gorda con ruleros que atendía detrás del mostrador, un largo tablón apoyado en dos barriles, lo saludó con afecto: «Hola, viejito rompeolero». Había unas diez mesitas rústicas, con asientos que eran bancas, y sólo una parte del techo tenía calamina; en la otra, abierta, se divisaba el cielo nuboso y triste del invierno. Una radio tocaba a todo volumen una salsa de Rubén Blades: Pedro Navaja. Nos sentamos en una mesa cerca de la puerta, pedimos ceviches, butifarras y una cerveza Pilsen bien helada.

La negra con ruleros era la única mujer en todo el local. Casi todas las mesas estaban ocupadas, por dos, tres o cuatro comensales, hombres que debían de trabajar por las cercanías pues algunos tenían los guardapolvos que llevan los obreros de los frigoríficos y, en una mesa, al pie de las bancas, había unos cascos y maletines de electricistas.

– ¿Qué es lo que usted quería saber, caballero? -abrió el fuego Arquímedes. Me miraba lleno de curiosidad y, a intervalos sincrónicos, se llevaba la mano a la nariz, para sobársela y espantar al inexistente insecto-. A qué debo esta invitación, quiero decir.

– Cómo descubrió que tenía usted esa facultad para adivinar las intenciones del mar -le pregunté-. ¿De niño? ¿De joven? Cuénteme. Todo lo que me pueda decir al respecto me interesa mucho.

Se encogió de hombros, como si no recordara o como si la cosa no mereciera que se ocuparan de ella. Murmuró que alguna vez un periodista de La Crónica había venido a entrevistarlo sobre eso y pareció que enmudecía. Por fin, murmuró: «No son cosas que pasan por mi cabeza y por eso no puedo explicarlo. Sé dónde se puede y dónde no. Pero, hay veces que me quedo en ayunas. Quiero decir, no siento nada». Volvió a quedarse callado un buen rato. Sin embargo, apenas trajeron la cerveza y brindamos y nos tomamos un trago, se lanzó a hablar y a contarme su vida, con bastante desenvoltura. No había nacido en Lima, sino en la sierra, en Fallanca, pero su familia bajó a la costa cuando él estaba apenas empezando a caminar, de manera que no tenía ningún recuerdo de la sierra y era como si hubiera nacido en el Callao. Se sentía un chalaco cabal, de corazón. Había aprendido a leer y escribir en la Escuela Fiscal Número 5, de Bellavista, pero no terminó ni siquiera la primaria porque, para «parar la olla de la familia», su padre lo puso a trabajar de vendedor de helados, en un triciclo de una heladería famosísima, ya desaparecida, que estaba en la avenida Sáenz Peña: La Deliciosa. De niño y de joven había sido un poco de todo, ayudante de carpintero, albañil, mandadero de una agencia de aduanas, hasta que por fin entró a trabajar como ayudante de una lancha pesquera, que tenía su base en el Terminal Marítimo. Ahí empezó a descubrir, sin darse cuenta cómo ni por qué, que él y el mar «se entendían como dos yuntas». Sabía olfatear antes que nadie dónde había que tirar las redes porque allí vendrían a buscar comida los bancos de anchoveta y también dónde no, porque allí las malaguas espantarían a los peces y no picaría el anzuelo ni un mísero bagre. Se acordaba muy bien de la primera vez que ayudó a construir un espigón en el mar del Callao, a la altura de La Perla, más o menos donde termina la avenida de las Palmeras. Todos los esfuerzos de los maestros de obra para que la estructura resistiera el oleaje fueron inútiles. «¿Qué mierda pasa, por qué se arena todo el tiempo esta maldita cojudez?» El contratista, un chinocholo chiclayano cascarrabias, se jalaba los pelos y mandaba a la concha de su madre al mar y a todo el mundo. Pero, por más que puteara y carajeara, el mar decía nones. Y, cuando el mar dice nones, es nones, caballero. En esa época él no había cumplido aún veinte años y andaba saltón porque todavía podían levarlo para el servicio militar.

Entonces, Arquímedes se había puesto a pensar, a reflexionar, y, en lugar de putearlo, se le ocurrió «hablarle al mar». Más todavía que eso, «a escucharlo como se escucha a un amigo». Se llevó la mano a la oreja y adoptó una expresión atenta y sometida, como si ahora mismo estuviera recibiendo las confidencias secretas del océano Una vez, el párroco de la iglesita del Carmen de la Legua le había dicho: «¿Tú sabes a quién escuchas, Arquímedes? A Dios. El te dicta esas cosas sabias que dices sobre el mar». Bueno, tal vez, tal vez Dios vivía en el mar. Y así fue, pues. Se puso a escuchar y entonces sí, caballero, el mar le hizo sentir que, si en vez de levantarlo ahí, donde no quería, lo plantaban cincuenta metros más al norte, hacia La Punta, «el mar se resignaría al rompeolas», fue y se lo dijo al maestro de obras. El chiclayano, primero, se cagó de risa, como era de suponer. Pero, después, de pura desesperación, dijo: «Probemos, maldita sea». Probaron en el sitio que sugirió Arquímedes y el rompeolas le paró los machos al mar. Ahí estaba todavía, enterito, resistiendo los clones. Se corrió la voz y Arquímedes se fue haciendo fama de «brujo», de «mago», de «rompeolero». Desde entonces, no se hacía un rompeolas en toda la bahía de Lima sin que los maestros de obra o los ingenieros lo consultaran. No sólo en Lima. A él lo habían llevado a Cañete, a Pisco, a Supe, a Chincha, a un montón de sitios, para que asesorara en la construcción de espigones. Tenía el orgullo de decir que, en toda su larga vida profesional, muy pocas veces se había equivocado. Aunque algunas sí, porque el único que no se equivoca nunca es Dios, y tal vez el Diablo, caballero.

El ceviche ardía como si el ají que llevaba fuera rocoto arequipeño. Cuando la botella de cerveza quedó vacía, pedí otra, que nos tomamos despacio, saboreando unas excelentes butifarras de chancho en pan francés, bien acompañadas de una salsa de lechuga, cebollas y ají. Animado por lo:, vasos de cerveza, en uno de los silencios de Arquímedes, me atreví por fin a hacerle la pregunta que me quemaba la garganta hacía tres horas

– Me han dicho que tiene usted una hija en París.;Es cierto, Arquímedes?

Se me quedó mirando, intrigado de que yo estuviera al tanto de esas intimidades de la familia. Y, poco a poco, la expresión distendida que tenía se le fue avinagrando. Antes de contestarme, se sobó la nariz con furia y espantó con un latigazo de su mano al invisible insecto.

– De esa descastada, no quiero saber nada- Gruñó-. Y menos hablar de ella, caballero. Le juro que si, arrepentida, viniera a verme, le cerraría en la nariz la puerta di1 mi casa.

Al verlo tan enojado, le pedí excusas por mi impertinencia. Había oído decir a uno de los ingenieros de esta mañana lo de su hija, y, como yo vivía también en París, me dio curiosidad, pensé que a lo mejor la conocía. No habría mencionado el asunto si hubiera sospechado que a él lo fastidiaba.

Sin responder nada a mis explicaciones, Arquímedes siguió dando cuenta de su butifarra y bebiendo traguitos de cerveza. Como casi no le quedaban dientes, masticaba con dificultad, haciendo ruidos con la lengua, y se demoraba en tragar cada bocado. Incómodo con el largo silencio, convencido de que había cometido un error preguntándole por su hija -¿qué esperabas oír, Ricardito?-, alcé la mano para llamar a la negra con ruleros a pedirle la cuenta. Y, en ese mismo momento, Arquímedes se lanzó otra vez a hablar:

– Porque ésa es una descastada, se lo juro -afirmó, la cara fruncida en una expresión muy severa-. Ni para el entierro de su madre mandó plata. Una egoísta, eso es lo que es. Se fue allá y nos dio la espalda. Se creerá muy arriba y que eso le da derecho a despreciarnos, ahora. Como si no llevara en sus venas la misma sangre de su padre y su madre.

Estaba hecho una verdadera furia. Al hablar, hacía unas muecas que le arrugaban más la cara. Murmuré de nuevo que sentía haberle tocado ese tema, no era ni intención hacerle pasar un mal rato, que habláramos de otra cosa. Pero él no me escuchaba. En sus ojos fijos, las pupilas brillaban, líquidas e incandescentes.

– Yo me rebajé a pedirle que me llevara allá, cuando hubiera podido ordenárselo, para eso soy su padre -dijo, golpeando la mesa. Los labios le temblaban-. Me rebajé, me humillé. Ella no tenía que mantenerme, nada de eso. Yo trabajaría en lo que fuera. Por ejemplo, ayudando a construir los rompeolas. ¿No se construyen rompeolas, allá en París? Bueno, pues, entonces yo podía trabajar allá en eso. Si soy bueno aquí, por qué no allá. Lo único que le mendigué fue el pasaje. No para su madre, ño para sus hermanos. Sólo a mí. Yo me rompería el lomo, ganaría, ahorraría e iría llevando al resto de la familia poco a poco. ¿Era mucho pedir? Era poco, casi nada. ¿Y cuál rué su proceder? No contestarme más una carta. Ni una, nunca más, como si la espantara la idea de verme caer por allá. ¿Es eso lo que hace una hija? Yo sé por qué digo que se volvió una descastada, caballero.

A la negra con ruleros que se había acercado a la mesa contoneándose como una pantera, en vez de la cuenta le pedí otra cerveza bien fría. El viejo Arquímedes había hablado tan alto que de varias mesas se volvieron a mirarlo. Él, al darse cuenta, disimuló, tosiendo, y bajó la voz.

– Al principio sí se acordaba de su familia, eso también hay que decirlo. Bueno, muy de cuando en cuando, pero algo es mejor que nada -prosiguió, más calmado-. No cuando estaba en Cuba; allá, parece, por las cosas de la política, no podía escribir cartas. Eso es al menos lo que dijo después, cuando se fue a vivir a Francia, ya casada. Entonces, sí, de vez en cuando, para Fiestas Patrias, o mi cumpleaños, o para las Navidades, mandaba una carta y un chequecito. Qué trajines para cobrarlo. Llevar al banco papeles de identidad y en el banco se tiraban no sé cuánto en comisiones. Pero, en fin, en esa época, aunque muy de tarde en tarde, se acordaba que tenía una familia. Hasta que le pedí el pasaje para Francia. Ahí cortó. Nunca más. Hasta hoy. Como si toda su parentela se hubiera muerto. Nos enterró, le digo. Ni siquiera cuando uno de sus hermanos le escribió pidiendo ayuda, para ponerle una lápida de mármol a su madre, se dignó contestar.

Serví a Arquímedes un vaso de la espumosa cerveza que la negra de los ruleros acababa de traer y me serví otro. Cuba, casada en París: qué duda podía caber. Quién sino ella. Ahora, yo me había puesto a temblar. Me sentía desasosegado, como si de la boca del viejo fuera a salir en cualquier momento una revelación terrible. Dije «Salud, Arquímedes» y los dos bebimos un largo trago. Desde mi posición podía ver una de las zapatillas agujereadas del viejo, por la que asomaba un tobillo nudoso, con costras o suciedades, entre las que caminaba una hormiguita que él parecía no sentir. ¿Era posible semejante coincidencia? Sí, lo era. Ahora no me cabía la menor duda.

– Yo creo que la conocí, alguna vez -dije, simulando hablar por hablar, sin ningún interés personal-. ¿Su hija estuvo becada en Cuba por un tiempo, no? ¿Y, después, se casó con un diplomático francés, cierto? Un señor que se apellidaba Arnoux, si no me equivoco.

– No sé si era diplomático o qué, ella ni siquiera nos mandó una fotografía -respingó Arquímedes, manoteando su nariz-. Pero, era un franchute importante y ganaba buena plata, eso me dijeron. ¿No tiene, en esos casos, una hija, obligaciones con la familia? Sobre todo, si su familia es pobre y pasa penalidades.

Volvió a tomar otro traguito de cerveza y quedó ensimismado, un buen rato. Una música chicha, desafinada y monótona, entonada por Los Shapis reemplazó a la salsa. En la mesa del lado, los electricistas hablaban de las carreras de caballos del domingo y uno de ellos juró: «En la tercera, Cleopatra es una fija». De pronto, acordándose de algo, Arquímedes levantó la cabeza y me clavó sus ojitos afiebrados:

– ¿Usted la conoció?

– Creo que sí, vagamente.

– El tipo ese, el franchute, ¿tenía mucha plata, de veras?

– No lo sé. Si hablamos de la misma persona, era un funcionario de la Unesco. Una buena posición, sin duda. Su hija, las veces que la vi, estaba siempre muy bien vestida. Era una mujer guapa y elegante.

– Otilita siempre soñó con lo que no tenía, desde chiquita -dijo Arquímedes, de pronto, dulcificando la voz y esbozando una inesperada sonrisa llena de indulgencia-. Era muy viva, en el colegio sacaba premios. Eso sí, tenía delirios de grandeza desde que nació. No se conformaba con su suerte.

No pude contener la carcajada y el viejo se me quedó mirando, desconcertado. Lily la chilenita, la camarada Arlette, madame Robert Arnoux, Mrs. Richardson, Kuriko y madame Ricardo Somocurcio, se llamaba, en realidad, Otilia. Otilita. Qué risa.

– Nunca me hubiera imaginado que se llamaba Otilia -le expliqué-. Yo la conocí con otro nombre, el de su marido. Madame Robert Arnoux. En Francia se usa así, cuando una mujer se casa adopta el nombre y el apellido de su marido.

– Vaya costumbres -comentó Arquímedes, sonriendo y alzando los hombros-. ¿Hace mucho que no la

ve?

– Mucho, sí. No sé siquiera si vive todavía en París. Siempre que se trate de la misma persona, claro. La peruana que le digo había estado en Cuba y se casó allá, en La Habana, con un diplomático francés. Él se la llevó luego a vivir a París, en los años sesenta. Allí nos vimos por última vez hará cuatro o cinco años. Recuerdo que hablaba mucho de Miraflores, decía que había pasado su infancia en ese barrio.

El viejo asintió. En su mirada acuosa, la nostalgia había desplazado a la furia. Tenía el vaso de cerveza en el aire y soplaba la espuma del borde, despacito, igualándola.

– Es la misma -afirmó, asintiendo varias veces a la vez que se sobaba la nariz-. Otilita vivió en Miraflores cuando era chiquilla, porque su madre trabajó de cocinera en una familia que vivía por allá. Los señores Arenas.

– ¿En la calle Esperanza? -pregunté.

El viejo asintió, clavándome los ojos, sorprendido.

– ¿Eso también lo sabe usted? ¿Cómo es que sabe tantas cosas de Otilita?

Pensé: «¿Cómo reaccionaría si le digo: Porque ella es mi mujer?».

– Bueno, ya se lo dije. Su hija se acordaba siempre de Miraflores y de su casita de la calle Esperanza. Es un barrio donde yo viví de chico, también.

Detrás del mostrador, la negra con ruleros seguía los compases dislocados de Los Shapis moviendo la cabeza a uno y otro lado. Arquímedes bebió un largo trago y quedó un bozal de espuma alrededor de sus labios hundidos.

– Desde que era de este tamaño, Otilita se avergonzaba de nosotros -dijo, enfureciéndose otra vez-. Ella quería ser como los blancos y los ricos. Era una chiquilla resabida, llena de mañas. Bastante despierta, pero de armas tomar. No cualquiera se manda mudar al extranjero sin tener un cobre, como hizo ella. Una vez ganó un concurso, en Radio América. Imitando a los mexicanos, i los chilenos, a los argentinos. Y tenía apenas nueve o diez años, creo. Como premio, le regalaron unos patines. Se conquistó a la familia esa donde su madre trabajaba de cocinera. Los señores Arenas. Se los ganó, le digo. La trataban como a una niñita de la casa. La dejaban ser amiga de su hija. La maleducaron, pues. Desde entonces, se avergonzaba más de ser hija de su madre y de su padre. O sea, desde chiquillita se veía lo descastada que sería de grande.

De pronto, a estas alturas de la conversación, empecé a sentirme hastiado. ¿Qué hacía aquí, metiendo la nariz en esas intimidades sórdidas? ¿Qué más quenas saber, Ricardito? ¿Para qué? Empecé a buscar un pretexto para despedirme, porque, de repente, el Chim Pum Callao se volvió una jaula. Arquímedes seguía hablando de su familia. Todo lo que contaba me deprimía y entristecía más. Por lo visto, tenía un montón de hijos, en tres mujeres diferentes, «todos reconocidos». Otilita era la hija primogénita de su primera mujer, ya fallecida. «Dar de comer a doce bocas, mata», repetía, con expresión resignada. «A mí, me ha ido moliendo. No sé cómo tengo fuerzas todavía para seguir ganándome el pan, caballero.» En efecto, se lo veía gastado y frágil. Sólo sus ojos, vivos y dispuestos, mostraban voluntad de continuar; el resto de su cuerpo parecía vencido y acobardado.

Debían de haber pasado lo menos dos horas desde que entramos al Chim Pum Callao. Todas las mesas, salvo la nuestra, se habían quedado vacías. La patrona apagó la radio, insinuando que era hora de cerrar. Pedí la cuenta, pagué, y, al salir a la calle, le rogué a Arquímedes que me aceptara como regalo un billete de cien dólares.

– Si alguna vez se vuelve usted a topar allá en París con Otilita, dígale que se acuerde de su padre y que no sea tan mala hija, que en la otra vida la pueden castigar -me dio la mano el viejo.

Se quedó mirando el billete de cien dólares como si fuera un objeto caído del cielo. Creí que iba a llorar de la emoción. Balbuceó: «¡Cien dólares! Dios se lo pagara, caballero». Yo pensé: «¿Y si le dijera: Es usted mi suegro, Arquímedes, figúrese?».

Cuando, en la misma plaza José Calvez, después de un rato apareció un taxi destartalado al que paré por señas, una nube de chiquillos desarrapados me rodeaba, con las manos estiradas, pidiendo limosna. Le indiqué al chofer que me llevara a la calle Esperanza, en Miraflores.

En el largo trayecto, en la carcocha humeante y traqueteante, lamenté haber provocado aquella conversación con Arquímedes. Me sentía apenado hasta los huesos pensando en lo que debía de haber sido la niñez de Otilita en una de esas barriadas del Callao. Sabiendo que me era imposible acercarme a una realidad tan remota de la miraflorina que me había tocado la suerte de vivir, la imaginaba de pequeñita, en la promiscuidad y la mugre de esas casuchas contrahechas de las orillas del Rímac -al pasar junto, a ellas, el taxi se llenó de moscas- donde las vivienda? se confundían con las pirámides de basuras acumuladas allí quién sabe desde cuándo, y la escasez, la precariedad, la inseguridad de cada día, hasta que, regalo providencial, había conseguido la madre aquel trabajo de cocinera, en una familia de clase media, en un barrio residencial, adonde había conseguido arrastrar a su hija mayor. Imaginaba las mañas, mimos, gracias, de que Otilita, la niña dotada de un instinto excepcionalmente desarrollado para la supervivencia y la adaptación, se fue valiendo hasta conquistar a los dueños de casa. Primero, se reirían de ella; luego, les caería en gracia lo vivaracha que era la hijita de la cocinera. Le regalarían los zapatitos, los vestiditos, que iban quedando chicos a la verdadera niña de la casa, a Lucy, la otra chilenita. De este modo, la hijita de Arquímedes habría ido trepando, consiguiendo un lugar-cito en la familia Arenas. Hasta que, al fin, alcanzaría el derecho de poder jugar, salir, de igual a igual, como una amiga, como una hermana, con la niña de la casa, aunque ésta fuera a un colegio privado y ella a una escuelita fiscal. Ahora sí estaba claro, después de treinta años, por qué la chilenita Lily de mi infancia no quería tener enamorado ni invitaba a nadie a su casa de la calle Esperanza. Y, sobre todo, estaba clarísimo por qué había decidido montar aquel teatro, desperuanizarse, transubstanciarse en una chilenita para ser admitida en Miraflores. Me sentía enternecido hasta las lágrimas. Estaba loco de impaciencia por tener a mi mujer en mis brazos, quería acariciarla, mimarla, pedirle perdón por la infancia que tuvo, hacerle cosquillas, contarle chistes, hacer el payaso para escucharla reír, prometerle que nunca volvería a sufrir.

La calle Esperanza no había cambiado tanto. La recorrí dos veces, de la avenida Larco hasta el Zanjón, ida y vuelta. La librería Minerva seguía en la esquina frente al Parque Central, aunque ya no estaba en ella, detrás del mostrador, atendiendo a los clientes, aquella señora italiana de cabellos blancos, siempre tan seria, la viuda de José Carlos Mariátegui. No existía ya el Gambrinus, el restaurante alemán, ni la tienda de cintas y botones donde alguna vez acompañé a hacer compras a la tía Alberta. Pero el edificio de tres pisos donde vivían las chilenitas seguía allí. Angosto, apretado entre una casa y otro edificio, descolorido, con sus balconcitos de pasamanos de madera, se lo veía pobretón y anticuado. En ese departamento de cuartos oscuros y estrechos, en aquel huequito junto a la cocina que sería el cuarto de la servidumbre y donde su madre le tendería cada noche un colchón en el suelo, Otilita habría sido infinitamente menos desdichada que en la casa de Arquímedes. Y, acaso, aquí mismo, cuando era todavía una mocosita impúber, tomó ya la temeraria decisión de salir adelante, haciendo lo que fuera, de dejar de ser Otilita la hija de la cocinera y el constructor de rompeolas, de huir para siempre de esa trampa, cárcel y maldición que era para ella el Perú, y partir lejos, y ser rica -sobre todo eso: rica, riquísima-, aunque para ello tuviera que hacer las peores travesuras, correr los riesgos más temibles, cualquier cosa, hasta convertirse en una mujercita fría, desamorada, calculadora, cruel. Sólo lo había conseguido por cortos períodos y lo había pagado carísimo, dejando pedazos de su piel y de su alma en el camino. Cuando la recordé, en el peor período de sus crisis, sentada en el excusado, temblando de miedo, prendida de mi mano, tuve que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Claro que tenías razón, niña mala, de no querer volver al Perú, de odiar al país que te recordaba todo lo que habías aceptado, padecido y hecho para escapar de él. Hiciste muy bien en no acompañarme en este viaje, amor mío.

Di un largo paseo por las calles de Miraflores siguiendo los itinerarios de mi juventud: el Parque Central, la avenida Larco, el Parque Salazar, los malecones. Tenía el pecho estrujado por la urgencia de verla, de oír su voz. Por supuesto, nunca le diría que había conocido a su progenitor. Por supuesto, jamás le confesaría que sabía su verdadero nombre. Otilia, Otilita, qué risa, no le iba para nada. Por supuesto, me olvidaría de Arquímedes y de todo lo que le había escuchado esta mañana.

Cuando llegué a su casa, el tío Ataúlfo estaba ya acostado. La viejita Anastasia me había dejado la comida servida en la mesa, bajo una cubierta para que se conservara caliente. Comí sólo un bocado y, apenas me levanté de la mesa, fui a encerrarme en la salita. Me molestaba hacer una llamada internacional, porque sabía que el tío Ataúlfo no me dejaría pagársela, pero tenía tanta necesidad de hablar con la niña mala, de oír su voz, de decirle que la extrañaba, que me decidí. Sentado en el sillón de la esquina en el que el tío Ataúlfo leía sus periódicos, donde estaba la mesita del teléfono, con la habitación a oscuras, la llamé. El teléfono repiqueteó varias veces sin que nadie lo levantara. ¡La diferencia de horas, claro! En París eran las cuatro de la madrugada. Pero, precisamente, era imposible que la chilenita -Otilia, Otilita, qué risa- no oyera el teléfono. Si estaba en el velador, junto a su oreja. Y ella tenía el sueño muy ligero. La única explicación era que hubiera salido en uno de esos viajes de trabajo a los que la enviaba Martine. Subí a mi cuarto arrastrando los pies, frustrado y tristón. Por supuesto, no pude pegar los ojos porque cada vez que sentía llegar el sueño, me despertaba, sobresaltado y lúcido, viendo dibujarse en las sombras el rostro de Arquímedes, mirándome burlón y repitiendo el nombre de su hija mayor: Otilita, Otilia. ¿Sería posible que? No, una idea estúpida, un ataque de celos ridículos en un cincuentón. ¿Otro jueguecito, para tenerte intranquilo, Ricardito? Imposible, cómo hubiera podido sospechar ella que la ibas a llamar por teléfono hoy, a estas horas de la noche. La explicación lógica era que no estaba en casa porque había salido en viaje de trabajo, a Biarritz, a Niza, a Cannes, a cualquiera de esas ciudades balneario donde se celebraban convenciones, conferencias, encuentros, bodas y demás pretextos que buscaban los franceses para beber y comer como heliogábalos.

La seguí llamando los tres días siguientes y nunca contestó el teléfono. Consumido por los celos, ya no vi nada, ni a nadie, y sólo conté los días eternos que faltaban para tomar el avión de vuelta a Europa. El tío Ataúlfo advirtió mi nerviosismo, a pesar de que yo exageraba los esfuerzos por parecer normal, y acaso justamente por eso. Se limitó a preguntarme dos o tres veces si no me sentía bien, porque apenas probaba bocado y porque no acepté una invitación a salir a comer y a una peña criolla a escuchar a mi cantante preferida, Cecilia Barraza, que me hizo el amable Alberto Lamiel.

Al cuarto día partí de regreso a París. El tío Ataúlfo escribió a la niña mala de su puño y letra una carta pidiéndole perdón por haberle robado a su marido estas dos semanitas, pero, añadía, esta visita del sobrino había sido milagrosa, lo había ayudado a sortear un mal trance y asegurado una larga longevidad. No dormí, no comí, las casi dieciocho horas que tomó el vuelo, por una larguísima escala del avión de Air France en Pointe-á-Pitre, para reparar una avería. ¿Qué me esperaría esta vez, al abrir la puerta de mi departamento de la École Militaire? ¿Otra cartita de la niña mala, diciéndome, con la frialdad de antaño, que había decidido partir porque ya estaba harta de esa aburrida vida de ama de casa pequeñoburguesa, cansada de preparar desayunos y tender camas? ¿Podía seguir con esas gracias, a su edad?

No. Cuando abrí la puerta del departamento de Joseph Granier -la mano me temblaba y no conseguía encajar la llave en la cerradura-, ahí estaba ella, esperándome. Me abrió los brazos con una gran sonrisa:

– ¡Por fin! Ya me estaba cansando de andar sólita y abandonada.

Se había vestido como para una fiesta, con un vestido muy escotado y los hombros al aire. Cuando le pregunté a qué se debían esas elegancias, me dijo, mordisqueándome los labios:

– A ti, tonto, a quién se van a deber. Te he estado esperando desde la mañanita, llamando a Air France todo el tiempo. Me dijeron que el avión se había quedado varias horas en la Guadalupe. A ver, déjame ver cómo te han tratado en Lima. Vienes con más canas, me parece. De tanto extrañarme, supongo.

Parecía contenta de verme y yo me sentía obviado y avergonzado. Me preguntó si quería tomar, comer algo, y, como me vio bostezando, me empujó hacia el dormitorio: «Anda, anda, échate a dormir un rato, yo me ocupo de tu maleta». Me quité los zapatos, el pantalón y la camisa y, simulando dormir, la espié con los ojos entrecerrados. Desempacaba despacio, concentrada en lo que hacía, con mucho orden. Iba separando la ropa sucia y la metía en una bolsa que luego llevaría a la lavandería. La limpia, la acomodaba cuidadosamente en el clóset. Las medias, los pañuelos, el terno, la corbata. De tanto en tanto echaba una mirada a la cama y me parecía que su expresión se tranquilizaba al verme allí. Tenía cuarenta y ocho años y nadie lo creería viendo su silueta de modelo. Estaba muy bonita con ese vestido verde claro, que dejaba sus hombros y parte de su espalda desnuda, y maquillada con tanto esmero. Se movía despacio, con gracia. En una de ésas la vi acercarse -yo cerré los ojos del todo y entreabrí la boca, simulando dormir- y sentí que me cubría con la colcha. ¿Podía ser una farsa todo aquello? Jamás de los jamases. Pero, por qué no, con ella la vida podía volverse en cualquier momento teatro, ficción. ¿Le preguntaría por qué no me había contestado el teléfono estos últimos días? ¿Trataría de averiguar si había estado en viaje de trabajo? ¿O, mejor, te olvidabas de ese asunto y te sumergías en esta tierna mentira de la felicidad doméstica? Sentía un cansancio infinito. Más tarde, cuando estaba empezando a pescar el sueño de verdad, la sentí que se echaba a mi lado. «Qué tonta, te he despertado.» Estaba vuelta hacia mí, y con una de sus manos me revolvía los cabellos. «Estás llenándote de canas, viejito», se rió. Se había quitado el vestido y los zapatos y la enagua que llevaba era de un tono mate claro, parecido al de su piel.

– Te he extrañado -me dijo, de pronto, poniéndose muy seria. Me clavaba sus ojos color miel de una manera que, de golpe, me recordó la mirada fija del constructor de rompeolas-. En las noches, no podía dormir, pensando en ti. Casi todas las noches me he masturbado, imaginando que me hacías venirme con tu boca. Una noche llore, pensando que re podía pasar algo, una enfermedad, un accidente. Que me llamarías para decirme que habías decidido quedarte en Lima con una peruanita y que no te vería más.

Nuestros cuerpos no se tocaban. Ella tenía siempre su mano sobre mi cabeza, pero, ahora, pasaba las yemas de sus dedos sobre mis cejas, mi boca, como para verificar que estaban de verdad allí. Sus ojos seguían muy serios. Había en el fondo de sus pupilas un brillo acuoso, como si estuviera conteniéndose las ganas de llorar.

– Una vez, hace un montón de años, en este mismo cuarto me preguntaste qué era para mí la felicidad, ¿te acuerdas, niño bueno? Y yo te dije que era el dinero, encontrar un hombre poderoso y muy rico. Me equivocaba. Ahora sé que tú eres para mí la felicidad.

Y, en ese momento, cuando iba a tomarla en mis brazos porque los ojos se le habían llenado de lágrimas, la campanilla del teléfono repiqueteó, haciéndonos dar un pequeño brinco a los dos.

– ¡Ah, por fin! -exclamó la niña mala, levantando el fono-. El maldito teléfono. Lo arreglaron. Oui, oui, monsieur. Ca marche tres bien, maintenant! Merci.

Antes de que colgara yo había saltado sobre ella y la abrazaba, apretándola con todas mis fuerzas. La besaba con furia, con ternura, se me atropellaba la voz mientras le decía:

– ¿Sabes qué es lo más bonito, lo que más me ha alegrado de todas esas cosas que me has dicho, chilenita? «Oui, oui, monsieur. Ca marche tres bien, maintenant".

Ella se echó a reír y murmuró que era la huachafería menos romántica de todas las que le había dicho hasta ahora. Mientras la desnudaba y me desnudaba yo, le dije al oído, sin dejar un momento de besarla: «Te llame cuatro días seguidos, a todas horas, de noche, al amanecer, y, como no contestabas, me volví loco de desesperación. No comí, no viví, hasta ver que no te habías ido, que no estabas con un amante. Me ha vuelto la vida al cuerpo, niña mala». La oía retorcerse con las carcajadas. Cuando me obligó con sus dos manos a apartarle la cara para mirarme a los ojos, todavía la risa le impedía hablar. «¿De veras estabas loco de celos? Qué buena noticia, todavía estás enamorado de mí como un becerro, niño bueno.» Fue la primera vez que hicimos el amor sin dejar de reírnos.

Al fin, nos quedamos dormidos, entreverados y felices. En el sueño, de tanto en tanto, yo abría los ojos para verla. Nunca sería tan dichoso como ahora, jamás volvería a sentirme tan colmado. Nos despertamos ya de noche y, luego de ducharnos y vestirnos, llevé a la niña mala a cenar a La Closerie des Lilas, donde, como dos amantes en luna de miel, nos hablábamos bajito, mirándonos a los ojos, tomados de la mano, sonriendo, besándonos, mientras bebíamos una botella de champagne. «Dime alguna cosa bonita», me rogaba ella, de tanto en tanto.

Al salir de La Closerie des Lilas, en la pequeña placita donde la estatua del Mariscal Ney amenaza con su sable a las estrellas, a orillas de l'avenue de l'Observatoire, sentados en una banca, había dos clochards. La niña mala se detuvo y me los señaló:

– ¿Es ése, el de la derecha, el clochard que te salvó la vida esa noche, en el Pont Mirabeau, no es cierto?

– No, no creo que fuera él.

– Sí, sí-taconeó ella, enojada, ansiosa-. Es él, dime que sí es él, Ricardo.

– Sí, sí, fue él, tienes razón.

– Dame toda la plata que tengas en la cartera -me ordenó-. Los billetes y el sencillo también.

Hice lo que me pedía. Ella, entonces, con el dinero en la mano, se acercó a los dos clochards. La miraron como a un bicho raro, me imagino, pues estaba demasiado oscuro para verles las caras. Inclinada sobre él, la vi hablarle, entregarle el dinero, y, finalmente, vaya sorpresa, besar al clochard en las mejillas. Luego vino hacia mí, sonriendo como una niña que acaba de hacer una buena acción. Se cogió de mi brazo y echamos a andar por el boulevard Montparnasse. Hasta la École Militaire teníamos una buena media hora de marcha. Pero no hacía frío y no iba a llover.

– Ese clochard creerá que ha tenido un sueño, que se le apareció un hada caída del cielo. ¿Qué le dijiste?

– Muchas gracias, señor clochard, por haberle salvado la vida a mi felicidad.

– Te estás volviendo huachafita tú también, niña mala -la besé en los labios-. Dime otra, otra, por favor.

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