Dortmunder se sonó la nariz y dijo:
– Capitán, usted no sabe cuánto aprecio la atención personal que me ha demostrado.
Ya no sabía qué hacer con el pañuelo de papel, así que lo convirtió en una bolita y lo conservó en el puño.
El capitán Oates le dirigió una breve sonrisa, se puso en pie detrás de su escritorio, dio media vuelta hasta donde estaba Dortmunder y le palmeó el brazo, diciendo:
– Poder ayudar a alguien es una gran satisfacción, la mayor.
El tipo era un funcionario moderno, educado en la universidad, atlético, enérgico, reformista, idealista, sociable. Dortmunder lo odiaba.
El capitán añadió:
– Le acompaño hasta la puerta, Dortmunder.
– No, por favor, capitán -contestó Dortmunder. Sentía el pañuelo, frío y pegajoso, adherido a la palma.
– Para mí será un placer -dijo el capitán-. Verle cruzar esa puerta y saber que nunca más cometerá un delito, que nunca más estará de nuevo entre estas paredes, y saber que una parte de su rehabilitación se debe a mí. No puede imaginar el placer que esto me proporciona.
Dortmunder no sentía placer alguno. Había vendido su celda por trescientos dólares (barato, dado que contaba con agua caliente y un túnel directo hasta la enfermería) y se suponía que le entregarían el dinero en cuanto estuviera fuera. No podía cobrarlo antes porque podían quitárselo en el control final. ¿Pero cómo podrían entregárselo con el capitán pegado a sus talones?
Gastó desesperadamente su último cartucho y dijo:
– Capitán, ha sido en esta oficina donde siempre le he visto a usted, donde he escuchado su…
– Vamos, vamos, Dortmunder -interrumpió el capitán-, podemos hablar de camino a la puerta.
Así fue como se dirigieron hacia la salida, juntos. En el último tramo del amplio patio, Dortmunder vio a Creasey, el encargado de entregarle los trescientos dólares, dirigiéndose hacia ellos, pero se paró de repente. Creasey hizo un discreto gesto que quería decir: «No se ha podido hacer nada».
Dortmunder hizo otro gesto, que quería decir: «Que se vayan todos al diablo, ya sé que no se puede hacer nada».
Cuando llegaron a la puerta, el capitán se detuvo y le tendió la mano, diciéndole:
– Buena suerte, Dortmunder. ¿Puedo decirle que espero no tener que verle más?
Era un chiste, porque se rió.
Dortmunder cambió el pañuelo a su mano izquierda. Estaba empapado y rezumaba en su palma. Le dio la mano al capitán y dijo:
– Yo también espero no tener que verle más, capitán.
No era un chiste, pero de todos modos se rió.
De repente, la expresión del capitán se hizo un tanto vidriosa:
– Sí -afirmó-, sí.
Dortmunder se volvió y el capitán se miró la palma de la mano.
Una vez abierta la puerta principal, Dortmunder salió. La puerta se cerró. Por fin estaba libre, su cuenta con la sociedad estaba saldada. También había perdido trescientos dólares, ¡maldita sea! Contaba con ese dinero. Todo lo que tenía eran diez pavos y un billete de tren.
Furioso, tiró el pañuelo de papel en la acera.
Basura.
Kelp vio salir a Dortmunder a la luz del sol y quedarse parado un minuto, mirando a su alrededor. Kelp conocía esa sensación, ese primer minuto de libertad, al aire libre, al sol libre. Esperó, para no interrumpir a Dortmunder su placer, pero cuando por fin Dortmunder comenzó a caminar por la acera, Kelp puso en marcha el motor y condujo el gran coche negro lentamente calle abajo, tras él.
Era un coche impresionante, un Cadillac con cortinas, pequeñas persianas en el cristal trasero, aire acondicionado; un mecanismo que permitía mantener la velocidad deseada sin tener que pisar el acelerador; otro que por la noche bajaba las luces largas cuando se cruzaba con otro coche; toda clase de inventos para ahorrar trabajo. Kelp se había hecho con él la noche anterior en Nueva York. Había preferido llegar conduciendo, en vez de tomar el tren, por lo que salió en busca de un coche la noche antes, y encontró éste en la Calle 67. Llevaba una placa de identificación de médico. Él, automáticamente, elegía esos coches, porque los médicos suelen dejar las llaves puestas. Una vez más, la clase médica no le había defraudado.
Ahora ya no llevaba la credencial, por supuesto. No en vano el Estado se había pasado cuatro años enseñándole cómo hacer placas de identificación para coches.
Se deslizó, pues, tras Dortmunder, con el largo y negro Cadillac ronroneando, las llantas crujiendo sobre el sucio asfalto. Kelp pensaba cuán agradable sería para Dortmunder ver una cara amiga en cuanto pisara la calle. Estaba a punto de hacer sonar el claxon cuando, de repente, Dortmunder se volvió y vio el silente coche negro con cortinas en las ventanillas laterales que lo seguía; una expresión de pánico se le asomó a la cara y se puso a correr como un loco por la acera, a lo largo del muro gris de la cárcel.
En el panel de mandos había cuatro botones que accionaban las cuatro ventanillas del Cadillac. El único problema era que Kelp nunca recordaba qué botón correspondía a cada ventanilla. Apretó uno de ellos y el cristal de la ventanilla trasera de la derecha se deslizó hacia abajo.
– ¡Dortmunder! -gritó, apretando el acelerador.
El Cadillac pegó un salto hacia adelante. No se veía por los alrededores otra cosa que el coche negro y al hombre corriendo. Se vislumbraba el muro alto y gris de la cárcel y, al otro lado de la calle, las sórdidas casitas permanecían cerradas y mudas, con sus ventanas cegadas por visillos y cortinas.
Kelp iba haciendo eses por la calzada, totalmente distraído por su confusión respecto a los botones de las ventanillas. El cristal de la ventanilla trasera izquierda bajó y Kelp volvió a gritar el nombre de Dortmunder, pero Dortmunder aún no podía oírlo. Sus dedos encontraron otro botón, apretó, y el cristal de la ventanilla trasera derecha subió de nuevo.
El Cadillac alcanzó el bordillo dando tumbos, los neumáticos se cruzaron de través en el espacio poblado de hierbajos entre el bordillo y la acera, y entonces el coche de Kelp se dirigió directamente hacia Dortmunder, quien se volvió y, apoyándose de espaldas contra la pared, levantó los brazos y se puso a gritar como una plañidera en un entierro.
En el último momento, Kelp pisó el freno. Era un freno potente y lo apretó a fondo, y el Cadillac se detuvo en seco, lanzando a Kelp contra el volante.
Dortmunder tendió una mano temblorosa y la apoyó en el tembloroso capó.
Kelp intentó salir del coche, pero con el nerviosismo apretó otro botón, justamente el que bloqueaba de forma automática las cuatro puertas.
– ¡Malditos médicos! -bramó Kelp, apretando todos los botones que veía, y por fin se tiró del coche como un submarinista huyendo de un pulpo.
Dortmunder seguía inmóvil contra la pared, levemente inclinado hacia adelante, apoyándose con una mano en el capó. Estaba gris, y su palidez no era exclusivamente carcelaria.
Kelp se le acercó.
– ¿De qué huyes, Dortmunder? -preguntó-. Soy yo, tu viejo compañero, Kelp.
Levantó la mano. Dortmunder le dio un puñetazo en el ojo.
– Todo lo que tenías que hacer era tocar la bocina -dijo Dortmunder. Estaba furioso porque le escocía el nudillo despellejado contra el pómulo de Kelp. Se llevó el nudillo a la boca.
– Iba a hacerlo, pero me armé un lío -contestó Kelp-. Pero ya no hay ningún problema.
Iban camino de Nueva York por la autopista, con el Cadillac a ciento veinte kilómetros por hora. Kelp sostenía el volante con una mano y de vez en cuando echaba un vistazo afuera para ver si seguían en el carril; por lo demás, este coche se conducía solo.
Dortmunder se sentía exhausto. Trescientos dólares tirados a la basura, un susto de muerte, casi atropellado por un maldito loco en un Cadillac y con el nudillo despellejado; todo en el mismo día.
– ¿Por qué diablos has ido a buscarme? -preguntó-. Me dieron un billete para el tren. No hacía falta que nadie me recogiera con su coche.
– Estoy seguro de que necesitas trabajo -respondió Kelp-. A menos que ya tengas algo planeado.
– No tengo nada planeado -aseveró Dortmunder. Ahora que lo pensaba, también esto le ponía de mal humor.
– Bueno, tengo algo muy especial para ti -dijo Kelp, con una sonrisa de oreja a oreja.
Dortmunder decidió parar de quejarse.
– Muy bien. Puedo escucharte. ¿Cuál es la historia?
– ¿Has oído hablar alguna vez de un sitio llamado Talabwo? -preguntó Kelp.
Dortmunder frunció el ceño.
– ¿No es una de esas islas del sur del Pacífico?
– No, es un país. En África.
– Nunca oí hablar de él. He oído hablar del Congo.
– Es cerca de ahí, creo.
– Esos países son todos muy calientes, ¿no es así? Quiero decir, con temperaturas muy altas.
– Sí, pienso que sí -contestó Kelp-. No lo sé; nunca estuve.
– No creo que tenga ganas de ir ahí -dijo Dortmunder-. También hay muchas enfermedades y matan a mucha gente blanca.
– Solamente a las monjas. Pero el trabajo no es allí, es aquí mismo, en nuestra querida y vieja Norteamérica.
– Ah. -Dortmunder se chupó el nudillo, y luego interrogó-: ¿Entonces para qué hablas de ese otro lugar?
– ¿Talabwo?
– Sí, Talabwo. ¿Por qué hablar de él?
– Ya llegaremos a eso -dijo Kelp-. ¿Oíste hablar de Akinzi?
– ¿Es ese médico que escribió un libro sobre sexo? -preguntó Dortmunder-. En la cárcel quise pedirlo en la biblioteca, pero tenían una lista de espera de doce años. Me anoté en ella por si lo devolvían mientras estaba en libertad condicional, pero nunca conseguí el libro. El que lo escribió se murió, ¿no?
– No estoy hablando de eso -dijo Kelp. Delante de él iba un camión, así que tuvo que ocuparse del volante por un minuto. Tomó el otro carril, dejó atrás el camión y retomó su carril. Luego miró a Dortmunder y continuó-: Estoy hablando de un país. Otro país que se llama Akinzi. -Y deletreó la palabra.
Dortmunder meneó la cabeza.
– ¿También es en África?
– Ah, de ése sí que oíste hablar.
– No, pero lo he adivinado.
– Ah. -Kelp echó un vistazo a la autopista-. Sí, es otro país de África. Había allí una colonia británica, y cuando se independizó se armó el gran lío, porque había dos poderosas tribus y ambas querían gobernar, así que hubo una guerra civil y por fin decidieron dividirlo en dos países, Talabwo y Akinzi.
– Sabes un montón de cosas sobre ese asunto -dijo Dortmunder.
– Me lo contaron.
– Pues hasta ahora no le veo la gracia.
– Ahora te cuento. Parece ser que una de esas tribus tiene un diamante, una joya a la cual acostumbraban a rezarle como a un dios, y se ha convertido en su símbolo. Como una mascota. Como la tumba del soldado desconocido, algo parecido.
– ¿Un diamante?
– Se supone que vale medio millón de dólares -contestó Kelp.
– ¡La puta!
– Por supuesto, es imposible traficar con una cosa así, es demasiado conocido. Y costaría mucho.
Dortmunder asintió con la cabeza.
– Es lo que me imaginaba, cuando creía que ibas a proponerme que robáramos el diamante.
– Eso es lo que voy a proponerte -dijo Kelp-. Ése es el asunto: robar el diamante.
Dortmunder sintió que se estaba poniendo otra vez de mal humor. Sacó el paquete de Camel del bolsillo de la camisa.
– Si no lo podemos vender, ¿para qué coño lo vamos a robar?
– Porque tenemos un comprador -respondió Kelp-. Paga treinta mil dólares por cabeza para conseguir el diamante.
Dortmunder se puso un cigarrillo en la boca y el paquete en el bolsillo.
– ¿Cuántos hombres? -preguntó.
– Creo que cinco.
– Son ciento cincuenta de los grandes por una piedra de medio millón de dólares. Una verdadera ganga.
– Ganamos treinta de los grandes cada uno -apuntó Kelp.
Dortmunder apretó el encendedor del salpicadero.
– ¿Y quién es el tipo? ¿Algún coleccionista?
– No, es el embajador de Talabwo en la ONU.
Dortmunder miró a Kelp.
– ¿Quién…? -preguntó.
El encendedor, ya caliente, saltó del salpicadero y cayó al suelo. Kelp lo repitió.
Dortmunder cogió el encendedor y encendió su cigarrillo.
– Explícate -le ordenó.
– Claro -dijo Kelp-. Cuando la colonia británica se dividió en dos países, Akinzi se quedó con la ciudad donde se guardaba el diamante. Pero Talabwo es el país cuya tribu siempre tuvo el diamante. La ONU mandó gente para hacer de mediadores en la situación, y Akinzi pagó una suma por el diamante, pero el dinero no es el problema. Talabwo quiere el diamante.
Dortmunder sacudió el encendedor y lo tiró por la ventanilla.
– ¿Por qué no se declaran la guerra? -preguntó.
– Las fuerzas de los dos países están muy equilibradas. Son un par de pesos pesados; se arruinarían mutuamente y ninguno de los dos ganaría.
Dortmunder dio una calada al cigarrillo y echó el humo por la nariz.
– Si robamos el diamante y se lo damos a Talabwo -dijo-, ¿por qué Akinzi no puede presentarse ante la ONU y decirles: «Hagan que nos devuelvan nuestro diamante»? -Estornudó.
– Talabwo no va a divulgar que lo tiene -contestó Kelp-. No quiere exhibirlo ni nada por el estilo; lo único que quieren es tenerlo. Es un símbolo para ellos. Como aquellos escoceses que robaron la piedra de Scone hace unos años.
– ¿Los quiénes que hicieron qué?
– Fue algo que sucedió en Inglaterra -respondió Kelp-. No importa; en cuanto al asunto del diamante, ¿te interesa?
– Depende -dijo Dortmunder-. ¿Dónde está guardado el diamante?
– En este momento lo exhiben en el Coliseo de Nueva York. Hay una Exposición Panafricana con toda clase de cosas de África, y el diamante forma parte de la exposición de Akinzi.
– Entonces se supone que tenemos que sacarlo del Coliseo.
– No necesariamente -replicó Kelp-. La exposición estará de gira un par de semanas. Pasará por una gran cantidad de sitios diferentes, y viajará en tren y en camión. Tendremos muchas oportunidades de echarle la mano encima.
Dortmunder asintió con un gesto.
– Muy bien -comentó-. Conseguimos el diamante y se lo damos a ese tipo…
– Iko -dijo Kelp, pronunciando Iko y acentuando mucho la primera sílaba.
Dortmunder arrugó el entrecejo.
– ¿Eso no es una cámara japonesa?
– No, es el embajador de Talabwo en la ONU. Y si te interesa el trabajo, es a él a quien debemos ver.
– ¿Sabe que voy a ir?
– Claro -contestó Kelp-. Le dije que lo que necesitábamos era un cerebro, y le dije que Dortmunder era el mejor cerebro para un negocio así, y que si teníamos suerte te localizaríamos para que prepararas el asunto para nosotros. No le conté que acaban de soltarte.
– Bien -dijo Dortmunder.
El mayor Patrick Iko, rechoncho, negro y bigotudo, estudiaba el expediente que le habían pasado sobre John Archibald Dortmunder y sacudía la cabeza con divertido ademán. Podía entender por qué Kelp no le había dicho que Dortmunder acababa de cumplir condena, al fallarle uno de sus famosos planes, pero lo que Kelp no entendía era que el mayor quisiera echar un vistazo a los antecedentes de cada uno de los hombres a tener en cuenta. Naturalmente, tenía que ser muy cuidadoso en la elección de los hombres a quienes quería confiar el Diamante Balabomo. No podía correr el riesgo de elegir tipos sin escrúpulos, que una vez rescatado el diamante de Akinzi quisieran quedárselo para ellos.
La enorme puerta de caoba se abrió y el secretario del mayor, un joven negro delgado y discreto, cuyas gafas reflejaban la luz, entró y anunció:
– Señor, dos caballeros quieren verle. El señor Kelp y otro hombre.
– Hágalos pasar.
– Sí, señor. -Y el secretario salió.
El mayor cerró el expediente y lo puso en un cajón del escritorio. Se puso de pie y sonrió con suave cordialidad a los dos hombres blancos que caminaban hacia él cruzando la espaciosa alfombra oriental.
– Señor Kelp -dijo-, ¡qué alegría verle de nuevo!
– Lo mismo digo, mayor Iko -contestó Kelp-. Éste es John Dortmunder, el amigo de quien le hablé.
– Señor Dortmunder -el mayor se inclinó levemente-, ¿quieren sentarse?
Todos se sentaron, y el mayor se puso a estudiar a Dortmunder. Siempre le fascinaba ver a una persona de carne y hueso después de haberla conocido sólo a través de un expediente: palabras mecanografiadas sobre hojas de papel manila en una carpeta, fotocopias de documentos, recortes de diarios, fotos. Aquí estaba el hombre a quien el expediente intentaba describir. ¿Con cuánta aproximación?
En cuestión de hechos, el mayor Iko sabía lo suficiente sobre John Archibald Dortmunder. Sabía que tenía treinta y siete años, que había nacido en una pequeña ciudad del centro de Illinois, que había crecido en un orfanato, que había servido en el ejército de Estados Unidos en Corea durante la acción policial, pero que desde entonces se había pasado al otro bando en el juego de policías y ladrones, que había estado preso dos veces y que había cumplido su segunda condena bajo libertad condicional esa misma mañana. Sabía que Dortmunder había sido arrestado muchas otras veces durante investigaciones de robos, pero que ninguno de esos arrestos se mantuvo. Sabía que Dortmunder nunca había sido detenido por ningún otro delito y que no existía ni el menor indicio de que hubiera participado en asesinatos, incendios premeditados, violaciones o secuestros. Y sabía que Dortmunder se había casado en San Diego en 1952 con una camarera de un club nocturno llamada Honeybun Bazoom, a quien le ganó un inapelable divorcio en 1954.
¿Qué le revelaba ahora el propio hombre? Sentado bajo la luz directa del día que entraba a raudales por las ventanas que daban al parque, a lo que más se parecía era a un convaleciente. Un poco gris, un poco cansado, la cara un poco arrugada, con su delgado cuerpo que le daba un aspecto frágil. El traje era, evidentemente, nuevo, y era obvio que de la peor calidad. Los zapatos eran visiblemente viejos, pero estaba claro que habrían costado lo suyo cuando fueron nuevos. La ropa indicaba un hombre acostumbrado a vivir bien, pero que en los últimos tiempos había tenido una mala racha. Los ojos de Dortmunder, cuando se encontraban con los del mayor, eran mates, vigilantes y, a la vez, inexpresivos. Un hombre que sabía mantener la boca cerrada, pensó el mayor, y un hombre que tomaría sus decisiones sin apresurarse y luego las mantendría.
Pero ¿mantendría su palabra? El mayor pensó que valía la pena correr el riesgo y dijo:
– Bienvenido otra vez al mundo, señor Dortmunder. Me imagino que la libertad le resulta agradable de nuevo.
Dortmunder y Kelp se miraron.
El mayor sonrió y añadió:
– El señor Kelp no me lo contó.
– Ya sé -dijo Dortmunder-. Usted estuvo investigando sobre mí.
– Por supuesto -confirmó el mayor-. ¿No lo hubiera hecho usted en mi lugar?
– Quizá también yo debería hacer investigaciones sobre usted -contestó Dortmunder.
– Tal vez sí -dijo el mayor-. En la ONU se alegrarán mucho de hablarle de mí. O si no, llame a su propio Departamento de Estado; estoy seguro de que tendrán una ficha mía por ahí.
Dortmunder se encogió de hombros.
– No importa. ¿Qué averiguó sobre mí?
– Que probablemente pueda confiar en usted. El señor Kelp me dijo que sabe hacer buenos planes.
– Lo intento.
– ¿Qué pasó la última vez?
– Algo anduvo mal -respondió Dortmunder.
Kelp, acudiendo en defensa de su amigo, dijo:
– Mayor, no fue culpa suya, fue sólo la mala suerte. Él no podía suponer que…
– He leído el informe -le contestó el mayor-. Gracias…
Y le dijo a Dortmunder:
– Era un buen plan y tuvo mala suerte, pero me alegra comprobar que no pierde usted el tiempo justificándose.
– No quiero volver sobre eso -dijo Dortmunder-. Mejor hablemos de su diamante.
– Mejor. ¿Puede conseguirlo?
– No lo sé. ¿Qué ayuda puede darnos?
El mayor arrugó el entrecejo.
– ¿Ayuda? ¿Qué clase de ayuda?
– Quizá necesitemos armas. Tal vez uno o dos coches, tal vez un camión, depende de cómo planeemos el trabajo. Podemos necesitar alguna otra cosa.
– Sí, sí -afirmó el mayor-. Puedo suministrarles cualquier material que necesiten, claro.
– Bien. -Dortmunder asintió con la cabeza y sacó un arrugado paquete de Camel de su bolsillo. Encendió un cigarrillo y se inclinó hacia adelante para dejar la cerilla en el cenicero del escritorio del mayor-. Respecto al dinero -dijo-, Kelp me comentó que son treinta de los grandes por cabeza.
– Treinta mil dólares, sí.
– ¿No importa cuántos hombres sean?
– Bueno, tiene que haber un límite. No quiero que aliste un ejército.
– ¿Cuál es su límite?
– El señor Kelp habló de cinco hombres.
– Muy bien. Eso significa ciento cincuenta de los grandes. ¿Y qué pasa si lo hacemos con menos hombres?
– Seguirían siendo treinta mil dólares por cabeza.
– ¿Por qué? -preguntó Dortmunder.
– No quisiera animarle a intentar el robo con pocos hombres. Así es que son treinta mil por cabeza, sin que importe cuántos estén implicados.
– Hasta cinco.
– Si me dice que seis son absolutamente necesarios, pagaré por seis.
Dortmunder asintió y dijo:
– Más los gastos.
– ¿Cómo, por favor?
– Éste va a ser un trabajo de dedicación exclusiva durante casi un mes, tal vez seis semanas -expuso Dortmunder-. Necesitamos pasta para vivir.
– Quiere decir que necesita un adelanto sobre los treinta mil.
– No, quiero decir que necesito dinero para los gastos, además de los treinta mil.
El mayor negó con la cabeza.
– No, no -aseveró-. Lo siento, ése no era el trato. Treinta mil dólares por cabeza y nada más.
Dortmunder se puso de pie y aplastó el cigarrillo en el cenicero del mayor. Siguió encendido. Dortmunder dijo:
– Hasta la vista. Vamos, Kelp. -Y se dirigió hacia la puerta.
El mayor no podía creerlo. Los llamó.
– ¿Se van?
Dortmunder se volvió desde la puerta y lo miró.
– Sí.
– Pero ¿por qué?
– Usted es demasiado mezquino. Me pondría nervioso trabajar para usted. Si le pidiera un arma, no me daría más que una bala.
Dortmunder agarró el pomo de la puerta.
El mayor dijo:
– Esperen.
Dortmunder esperó, con la mano en el pomo.
El mayor lo pensó rápidamente, calculando el presupuesto.
– Le doy cien dólares por semana y hombre, para los gastos -ofreció.
– Doscientos -dijo Dortmunder-. Nadie puede vivir en Nueva York con cien dólares por semana.
– Ciento cincuenta -replicó el mayor.
Dortmunder vaciló, y el mayor podía ver que estaba tratando de decidir si, de todas maneras, se mantenía en los doscientos.
Kelp, que se mantuvo sentado todo ese tiempo, comentó:
– Es un precio justo, Dortmunder. ¡Qué cuernos!, es sólo por unas semanas.
Dortmunder se encogió de hombros y retiró la mano del pomo.
– Muy bien -dijo, y volvió a sentarse-. ¿Qué puede decirme acerca de cómo está protegido ese diamante y dónde lo guardan?
Una fluctuante y delgada cinta de humo se desprendió del Camel que seguía ardiendo, como si un diminuto cheroqui estuviera alimentando una hoguera en el cenicero. La columna de humo se alzaba entre el mayor y Dortmunder, haciendo que aquél bizqueara cuando trataba de enfocar la cara de Dortmunder. Pero era demasiado orgulloso para aplastar el cigarrillo o mover la cabeza, así que bizqueaba con el ojo medio cerrado, mientras contestaba a las preguntas de Dortmunder.
– Todo lo que sé es que los akinzi lo tienen muy bien custodiado. He intentado saber detalles, cuántos guardias, por ejemplo, pero han mantenido el secreto.
– Pero ahora está en el Coliseo.
– Sí, forma parte de la exposición de Akinzi.
– Muy bien. Vamos a echarle un vistazo. ¿Cuándo recibiremos nuestro dinero?
El mayor miró sin comprender:
– ¿Su dinero?
– Los ciento cincuenta semanales.
– Ah. -Todo estaba sucediendo demasiado rápido-. Voy a llamar a nuestra oficina de finanzas, abajo. Pueden pasar por allí cuando salgan.
– Bien. -Dortmunder se puso en pie y un segundo después lo hizo Kelp. Dortmunder dijo-: Me pondré en contacto con usted, si necesito algo.
Al mayor no le cabía ninguna duda de ello.
– Para mí, eso no vale medio millón de dólares -dijo Dortmunder.
– Son exactamente treinta mil -aseguró Kelp-. Para cada uno.
El diamante, polifacético, intensamente brillante y apenas más pequeño que una pelota de golf, descansaba en un pequeño trípode blanco forrado de satén rojo sobre una mesa cubierta de cristal por los cuatro lados y el techo. El cubo de cristal era de aproximadamente un metro setenta de lado por dos de alto, y a una distancia de un metro cuarenta, más o menos, estaba rodeado por una cinta de terciopelo rojo anudada a unos puntales, formando un amplio cuadrado, para mantener a una distancia prudencial a los curiosos. En cada esquina del cuadrado más grande, justo dentro de la cinta, estaba apostado un guarda negro de uniforme azul oscuro y con su arma en la cadera. En uno de los pedestales del templete (similar a un templete de música) un pequeño letrero indicaba en letras mayúsculas: DIAMANTE BALABOMO, y reseñaba la historia de la piedra con fechas, nombres y lugares.
Dortmunder observaba a los guardas. Parecían aburridos, pero no dormidos. Estudió el cristal, cuyo color verdoso denotaba una buena cantidad de metal en su composición. Antibalas, antirrobo. Los ángulos del cubo de cristal estaban rematados con acero cromado, al igual que la parte por donde el cristal se apoyaba en el suelo.
Se encontraban en el segundo piso del Coliseo; el techo estaba a unos nueve metros sobre sus cabezas y una gran claraboya rodeaba tres de sus lados. La Exposición de Arte y Cultura Panafricana se extendía de un extremo al otro de las cuatro plantas dedicadas a la muestra, y sus principales obras se exhibían en el segundo piso. La altura del techo hacía rebotar el ruido que la gente producía al pasar ante las obras expuestas.
Al no ser Akinzi una nación africana ni muy grande ni muy importante, el Diamante Balabomo no ocupaba el centro de la sala, pero como se consideraba una joya excepcional, tampoco estaba arrinconado contra la pared ni se exhibía en la cuarta planta. Ocupaba un lugar bastante visible, a gran distancia de cualquier salida.
– Ya he visto lo suficiente -dijo Dortmunder.
– También yo -convino Kelp.
Salieron del Coliseo y cruzaron por Columbus Circle hasta Central Park, y tomaron un camino que se dirigía al lago. Dortmunder dijo:
– No va a ser fácil sacar esa piedra de ahí.
– No, no va a serlo -respondió Kelp.
– Pienso que tal vez debamos esperar a que empiece la exposición itinerante.
– Para eso todavía falta tiempo, y a Iko no le gustaría tenernos sentados por ahí sin hacer nada, a ciento cincuenta semanales por cabeza.
– Olvídate de Iko. Si hacemos el trabajo, yo soy el único responsable. Me arreglaré con Iko; no te preocupes.
– De acuerdo, Dortmunder, como tú digas.
Caminaron hasta el lago y una vez allí se sentaron en un banco. Era el mes de junio, y Kelp miraba a las chicas que pasaban. Dortmunder, sentado, contemplaba el lago.
No sabía qué pensar de ese proyecto, ni siquiera sabía si le gustaba o no. Le agradaba la idea del dinero seguro y lo fácil que parecía transportar el pequeño objeto que tenían que robar, y estaba seguro de que podría evitar que Iko le causara problemas; pero, en cualquier caso, tendría que ser cauto. Ya había fracasado dos veces; no estaría bien fracasar otra vez. No quería pasarse el resto de sus días comiendo la bazofia que dan en la cárcel.
¿Qué era lo que no le gustaba, entonces? Bueno, por un lado, andaban detrás de un objeto valorado en medio millón de dólares, y era razonable pensar que un objeto valorado en tal cantidad estuviera fuertemente custodiado. No sería fácil arrebatarles esa piedra a los akinzi. Los cuatro guardas y el cristal antibalas, probablemente, sólo eran el aspecto más elemental de las defensas.
Por otro lado, aunque se las arreglaran para largarse con la piedra, había que contar con que la policía iría tras ellos. La policía suele dedicar más tiempo y energía a perseguir a la gente que roba un diamante de medio millón de dólares que a correr tras quien roba una televisión portátil. También intervendrían los detectives de las compañías de seguros, y, a veces, eran peor que los policías.
Y, por último, ¿cómo podía saber si se podía fiar de Iko? Ese pájaro era demasiado melifluo.
– ¿Qué piensas de Iko? -preguntó.
Kelp, sorprendido, dejó de mirar a una chica con medias verdes y contestó:
– Es un buen tipo, creo. ¿Por qué?
– ¿Te parece que nos pagará?
Kelp se rió.
– Seguro que pagará -dijo-. Quiere el diamante, tiene que pagar.
– ¿Y qué pasa, si no lo hace? No encontraríamos otro comprador en ningún lado.
– La compañía de seguros -aseguró Kelp de inmediato-. Pagarían ciento cincuenta de los grandes por una piedra de medio millón de dólares en cualquier momento.
Dortmunder asintió con la cabeza.
– Quizás -dijo-, ése sería el mejor sistema.
Kelp no le entendió.
– ¿Cuál…?
– Dejamos que Iko financie el golpe. Pero cuando consigamos el diamante, en vez de entregárselo a él, se lo vendemos a la compañía de seguros.
– No me gusta eso -respondió Kelp.
– ¿Por qué no?
– Porque él sabe quiénes somos, y si el diamante es un símbolo importante para el pueblo de ese país, podrían enfadarse mucho con nosotros si nos lo quedáramos, y no me atrae demasiado la posibilidad de que todo un país africano ande tras de mí, por muchos dólares que haya en juego.
– Está bien -dijo Dortmunder-. Ya veremos qué hacemos.
– Un país entero tras de mí -comentó Kelp y se estremeció-. No me gustaría nada.
– Muy bien.
– Cerbatanas y flechas envenenadas -continuó Kelp, y se estremeció de nuevo.
– Creo que ahora emplean métodos más modernos -replicó Dortmunder.
Kelp lo miró.
– ¿Dices eso para que me sienta mejor? Armas inglesas y aviones.
– Tranquilízate -dijo Dortmunder. Y para cambiar de tema agregó-: ¿A quién te parece que podemos llevar con nosotros?
– ¿El resto del equipo? -Kelp se encogió de hombros-. No sé. ¿Qué clase de tipos necesitamos?
– Es difícil saberlo. -Dortmunder miró ceñudo hacia el lago, ignorando a una chica con medias rayadas que pasaba-. Nada de especialistas, excepto tal vez un cerrajero. Pero no un experto en cajas fuertes ni nadie por el estilo.
– ¿Necesitaremos ser cinco o seis?
– Cinco -respondió Dortmunder, y sacó a relucir una de sus normas de siempre: si no puedes hacer un trabajo con cinco hombres, no lo puedes hacer de ningún modo.
– Muy bien -dijo Kelp-. Así que necesitamos un conductor y un cerrajero, y sería útil alguien que vigile.
– Exacto -afirmó Dortmunder-. El cerrajero podría ser aquel tipo bajito de Des Moines. ¿Sabes quién te digo?
– ¿Algo parecido a Wise…, Wiseman…, Welsh?
– ¡Whistler! -dijo Dortmunder.
– ¡Eso es! -aseguró Kelp, y sacudió la cabeza-. Está entre rejas. Lo cazaron por soltar un león.
Dortmunder volvió la cabeza y miró a Kelp.
– ¿Qué hizo?
– No me eches la culpa -contestó-. Eso es lo que oí. Llevó a sus chicos al zoológico. Estaba aburrido y empezó a jugar con las cerraduras, completamente distraído, como nos podría pasar a ti o a mí, y, de repente, el león estaba suelto.
– Qué bonito -dijo Dortmunder.
– No me eches la culpa a mí -reiteró Kelp, y luego agregó-: ¿Qué te parece Chefwick? ¿Lo conoces?
– El ferroviario loco. Está más loco que una cabra.
– Pero es un gran cerrajero -afirmó Kelp-. Y está disponible.
– Está bien. Llámalo.
– Lo haré -dijo Kelp, mirando pasar a dos chicas vestidas en tonos verdes y dorados-. Ahora necesitamos un conductor.
– ¿Qué te parece Lartz? ¿Te acuerdas de él?
– Olvídalo. Está en el hospital.
– ¿Desde cuándo?
– Desde hace unas dos semanas. Chocó contra un avión.
Dortmunder le dirigió una lenta y sostenida mirada.
– ¿Qué dices?
– No me eches la culpa -volvió a decir Kelp-. Según me contaron, estaba en la boda de un primo suyo en la Isla y volvía a la ciudad, pero tomó el Van Wyck Express en dirección equivocada; cuando se dio cuenta estaba en el aeropuerto Kennedy. Iría un poco borracho, supongo, y…
– Ya… -dijo Dortmunder.
– Sí. Confundió las señales, y después de dar vueltas y vueltas, terminó en la pista diecisiete y chocó con el avión de la Eastern Lines que acababa de llegar de Miami.
– La pista diecisiete -murmuró Dortmunder.
– Eso me dijeron.
Dortmunder sacó su paquete de Camel y, pensativo, se llevó uno a la boca. Le ofreció a Kelp, pero Kelp negó con la cabeza diciendo:
– Dejé de fumar. La publicidad contra el cáncer me convenció.
Dortmunder se quedó con la cajetilla en el aire, y dijo:
– Publicidad contra el cáncer.
– Sí. En la televisión.
– Hace cuatro años que no veo la televisión.
– Lo que te has perdido.
– Parece que sí -contestó Dortmunder-. Publicidad contra el cáncer…
– Así es. Te ponen los pelos de punta. Ya lo sabrás cuando veas uno de esos anuncios.
– Sí -dijo Dortmunder. Guardó el paquete y encendió el cigarrillo-. Volviendo a lo del conductor… ¿Has oído si le ha sucedido algo extraño a Stan Murch últimamente?
– ¿Stan? No. ¿Qué le ha pasado?
Dortmunder volvió a mirarlo.
– Sólo te lo preguntaba…
Kelp se encogió de hombros, perplejo.
– La última vez que oí algo de él estaba perfectamente.
– Entonces, por qué no llamarle.
– Si estás seguro de que está bien…
Dortmunder suspiró.
– Lo llamaré y se lo preguntaré -dijo.
– Bueno, y ahora qué me dices de nuestro vigilante.
– No se me ocurre nadie.
Kelp lo miró sorprendido.
– ¿Por qué? Tienes buen tino.
Dortmunder suspiró.
– ¿Qué pasa con Ernie Danforth? -preguntó.
Kelp meneó la cabeza.
– Abandonó el rollo.
– ¿Abandonó?
– Sí, se hizo cura. Eso me contaron. Estaba viendo esa película de Pat O'Brien en la última…
– Está bien. -Dortmunder se puso de pie. Tiró el cigarrillo al lago-. Quiero saber algo de Alan Greenwood -dijo con voz firme-, y sólo quiero que me digas sí o no.
Kelp se quedó perplejo otra vez. Parpadeando ante Dortmunder, interrogó:
– ¿Sí o no qué?
– ¡Si lo podemos utilizar!
Una anciana que miraba a Dortmunder con mala cara desde que tiró el cigarrillo al lago, palideció de pronto y se alejó rápidamente.
– Claro que lo podemos utilizar. ¿Por qué no? Greenwood es un buen tipo.
– ¡Lo voy a llamar! -gritó Dortmunder.
– Te estoy oyendo -dijo Kelp-. Te estoy oyendo.
Dortmunder miró a su alrededor.
– Vamos a tomar un trago -dijo.
– Bueno -respondió Kelp, levantándose de un salto-. Lo que tú digas. Vale, vale.
Conducía por una recta.
– Muy bien, chico. -Stan Murch masculló entre sus apretados dientes-. Eso es.
Iba encorvado sobre el volante, los dedos dentro de sus guantes de cabritilla aferrados al volante, su pie tenso sobre el acelerador, sus ojos recorriendo todos los mandos, controlando todos los indicadores: velocímetro, cuentakilómetros, la aguja del depósito, la temperatura, el reloj. Hacía presión contra el cinturón de seguridad, como queriendo impulsar el coche, y veía la larga y brillante parte delantera de su automóvil acercarse más y más al tipo que le precedía. Lo adelantaría por la derecha y, una vez hecho, tendría vía libre.
Pero el tipo lo había visto acercarse y Murch pudo ver cómo se alejaba el coche, huyendo del peligro.
No. No sucedería nada. Murch miró por el retrovisor, detrás de él, y vio que todo estaba en orden. Apretó con fuerza el acelerador. El Mustang aceleró la marcha, se precipitó hacia el Pontiac verde y cruzó dos carriles. Murch aflojó el acelerador. Había dejado bien claro quién era quién, y ahora tenía que tomar el desvío.
«Canarsie», decía la señal. Murch condujo su coche fuera de la autopista girando por la rotonda y salió a la autovía de Rockaway, una carretera larga y ancha, bordeada de casas en construcción, supermercados y filas de casas iguales.
Murch vivía con su madre en la Calle 99 Este, a unas pocas manzanas de la autopista de Rockaway. Hizo un giro a la derecha y otro a la izquierda, aminoró cuando llegó a mitad de la calle, vio que el taxi de su madre estaba en la entrada de coches y siguió hasta un espacio libre cerca de la esquina. Cogió el disco que había comprado -Sonidos de Indianápolis- del asiento trasero y caminó hasta su casa. Era una casa adosada para dos familias, en la que él y su madre ocupaban las tres habitaciones y media que tenía el primer piso, y varios inquilinos ocupaban las cuatro habitaciones y media del segundo. El primer piso tenía sólo tres habitaciones y media, porque la que podría ser la cuarta era un garaje.
El actual inquilino, un comerciante de pescados llamado Friedkin, estaba sentado al aire libre en lo alto de la escalera exterior del segundo piso. La mujer de Friedkin obligaba a su marido a sentarse al aire libre siempre que no hubiera ventisca ni se produjera una explosión atómica. Friedkin le hizo una seña, un olor marino se desprendía de él, y gritó:
– ¿Qué haces, muchacho?
– Uh -dijo Murch. Hablar con la gente no era su fuerte. La mayoría de sus conversaciones las mantenía con los automóviles.
Entró en su casa y llamó:
– Mamá. -Se quedó esperando en la cocina.
Su madre estaba abajo, en la habitación extra. Al lado de las habitaciones disponían de un sótano semiacabado, que la mayoría de los vecinos consideraban un cuarto de estar, en la húmeda planta baja. Murch y su madre convirtieron ese vulnerable habitáculo en el dormitorio de Murch.
La madre de Murch subió y dijo:
– Ya estás aquí.
– Mira lo que he traído -dijo Murch, y le enseñó el disco.
– Ponlo -ordenó ella.
– Bueno.
Entraron en la salita y mientras ponía el disco en el plato, Murch preguntó:
– ¿Cómo es que volviste tan temprano a casa?
– ¡Bah! -respondió ella disgustada-. Un policía descarado me echó del aeropuerto.
– Subiste a más de un cliente, otra vez -dijo Murch.
– Bueno, ¿por qué no? -chilló ella-. Esta ciudad tiene escasez de taxis, ¿no es así? Tendrías que ver a toda esa gente allí fuera, en el aeropuerto; tienen que esperar media hora, una hora; podrían hacer un viaje a Europa antes de conseguir un taxi para ir a Manhattan. Así que trato de ayudar un poco. A ellos no les importa, a los clientes no les importa, tienen que pagar la misma tarifa, de todas maneras. Y a mí me beneficia; cobro dos o tres veces la tarifa. Y eso ayuda a la ciudad, mejora su condenada imagen. Pero intenta explicarle eso a un poli. Pon el disco.
– ¿Por cuánto tiempo te retiraron el permiso?
– Por dos días -respondió ella-. Pon el disco.
– Mamá -dijo, poniendo la aguja sobre el disco en movimiento-, me gustaría que no corrieras esos riesgos. No nos sobra el dinero.
– Tienes bastante para gastártelo en discos. Pon el disco.
– Si hubiera sabido que te iban a retirar el permiso por dos días…
– Siempre estás a tiempo para conseguir un trabajo. Pon el disco.
Herido en su amor propio, Murch tomó el brazo del tocadiscos, lo retiró y lo colocó sobre el soporte, y apoyó sus manos en las caderas.
– ¿Es eso lo que quieres? -preguntó-. ¿Quieres que me ponga a trabajar en correos?
– No, no me hagas caso -contestó su madre, repentinamente arrepentida. Se levantó y le palmeó la mejilla-. Sé que algo llegará para ti muy pronto. Pero cuando tienes dinero, Stan, nadie sobre la faz de la tierra lo gasta con más facilidad que tú.
– Muy cierto -respondió Murch más tranquilo, pero aún un poco malhumorado.
– Pon el disco -dijo su madre-. Quiero oírlo.
– Por supuesto.
Murch posó la aguja sobre el borde del disco. La sala se llenó de chillidos de neumáticos, rugidos de motores y chirridos de engranajes.
Escucharon en silencio la cara uno y cuando acabó, Murch dijo:
– Es un buen disco.
– Creo que es de los mejores, Stan -convino su madre-. De veras. Pon la otra cara.
– Bueno.
Murch se dirigió al tocadiscos y dio la vuelta al disco. Sonó el teléfono.
– ¡Coño! -exclamó.
– Déjalo que suene -dijo su madre-. Pon la otra cara.
Murch puso la otra cara y el timbre del teléfono quedó sepultado bajo el súbito bramido de treinta motores de coches.
Pero quien quiera que llamara no se daba por vencido. En los silencios del disco seguía oyéndose el timbre del teléfono: una presencia molesta. Un corredor que tomaba la última curva a doscientos kilómetros por hora no tenía por qué prestar atención al teléfono.
Murch acabó por sacudir la cabeza, disgustado, se encogió de hombros, miró a su madre y descolgó el auricular:
– ¿Quién es? -preguntó, gritando por encima de los ruidos del disco.
Una voz distante contestó:
– ¿Stan Murch?
– Sí, soy yo.
La voz distante dijo algo más.
– ¡Soy Dortmunder!
– ¡Ah, sí! ¿Cómo estás?
– ¡Bien! ¿Dónde vives, en medio de una feria internacional?
– ¡Espera un segundo! -gritó Murch. Dejó el auricular y apagó el tocadiscos-. Lo pondré de nuevo dentro de un minuto -le dijo a su madre-. No hay mal que cien años dure.
Murch regresó al teléfono.
– Hola, ¿Dortmunder?
– Así está mejor -dijo Dortmunder-. ¿Qué hiciste, cerraste la ventana?
– No, era un disco.
Hubo un largo silencio.
Murch dijo:
– ¿Dortmunder?
– ¡Aquí estoy! -contestó Dortmunder, pero su voz se oía más débil que antes. Después más fuerte otra vez-: Me pregunto si estarás disponible para un trabajo de chófer.
– Por supuesto.
– Te espero esta noche en el O. J. Bar and Grill, en la avenida Amsterdam -dijo Dortmunder.
– De acuerdo. ¿A qué hora?
– A las diez.
– Ahí estaré. Hasta luego, Dortmunder.
Murch colgó el auricular y le dijo a su madre:
– Bueno, parece que pronto tendremos algo de dinero.
– Estupendo -contestó la madre-. Pon el disco.
Murch volvió a poner la cara dos, desde el principio.
– Tuuu-tuuu… -dijo Roger Chefwick.
Sus tres trenecitos corrían al mismo tiempo sobre las vías que ocupaban todo el sótano. Había cambios, señales luminosas, toda clase de aparatos. Los guardabarreras se asomaban por sus casetas y agitaban sus banderas. Los vagones descubiertos se detenían en determinados sitios para cargar cereales, avanzaban y volvían a detenerse para descargar los cereales. Los vagones postales recogían los paquetes del correo. Sonaban campanas en los pasos a nivel de las autopistas, las barreras bajaban para volver a levantarse cuando ya había pasado el tren. Sucedían muchas cosas.
– Tuuu-tuuu -dijo Roger Chefwick.
Chefwick, un hombre bajo, escuálido, en las postrimerías de la madurez, estaba sentado en un alto taburete ante un gran tablero, y sus hábiles manos se movían sobre una infinidad de transformadores y conmutadores. La alta plataforma de madera laminada, de un metro veinte de ancho, flanqueaba tres paredes del sótano; en el centro, Chefwick, parecía un espectador en el cinerama. Maquetas de casas, de árboles, e incluso de montañas, aportaban realismo al escenario. Sus trenes se deslizaban a través de puentes y túneles, sobre intrincados carriles con curvas a distintos niveles.
– Tuuu-tuuu -dijo Roger Chefwick.
– Roger -lo llamó su mujer.
Chefwick se giró y vio a Maude, plantada en mitad de la escalera del sótano. Maude era una mujer pulcra, agradable; Maude era la pareja perfecta, y él sabía cuán afortunado era por estar con ella.
– Sí, querida -respondió.
– Te llaman por teléfono, Roger.
– Vaya, justo ahora -suspiró Chefwick-. Un momento.
– Voy a decírselo -dijo ella, y volvió a subir las escaleras.
Chefwick se giró de nuevo hacia el tablero de control. El tren número uno estaba cerca de la estación de carga de Chefwick, así que lo envió a su destino original, Center City, a través del túnel de Maude Mountain y las estaciones. Como el tren número dos estaba acercándose a la estación de Rogerville, lo hizo continuar hacia una vía secundaria para dejar la vía principal libre. Eso permitía que el tren número tres pudiera encaminarse a Smoke Pass. Era un itinerario algo complicado, pero por fin Chefwick lo apartó de las montañas de Southern y lo desvió hacia el ramal que llevaba a la antigua Seaside Mining Corporation. Después, contento con su trabajo, desconectó los mandos y subió.
La cocina, diminuta, blanca y tibia, estaba impregnada de olor a chocolate. Maude lavaba platos junto al fregadero.
– Mmm. Qué bien huele -comentó Chefwick.
– Estará listo dentro de un momentito -dijo ella.
– Me muero de ganas -dijo él, sabiendo que eso la complacía, y cruzó la diminuta casa hacia la salita, donde estaba el teléfono. Se sentó en el sofá cubierto por una cretona, cogió el auricular y preguntó suavemente:
– ¿Sí?
Una voz ronca dijo:
– ¿Chefwick?
– Sí.
– Soy Kelp. ¿No te acuerdas?
– ¿Kelp? -El nombre le sonaba, pero Chefwick no era capaz de recordar exactamente por qué-. Lo siento, yo…
– En la panadería -dijo la voz.
Entonces se acordó. Por supuesto, el atraco a la panadería. -¡Kelp! -dijo, contento de haberlo recordado-. ¡Qué alegría oírte de nuevo! ¿Cómo te va?
– Por aquí y por allá… Ya sabes cómo son las cosas. Lo que yo… -Bueno, me alegro de oír tu voz otra vez. ¿Cuánto tiempo hace que…?
– Un par de años. Lo que yo…
– No sé cómo pude olvidar tu nombre. Debía de estar pensando en otra cosa.
– Sí, claro. Lo que yo…
– ¡Oh, pero si no te he dejado decirme para qué me has llamado! -dijo Chefwick-. Te escucho. Silencio.
– ¿Oye? -preguntó Chefwick.
– Sí.
– Ah, estás ahí.
– Sí -dijo Kelp.
– ¿Querías algo? -preguntó Chefwick. Sonó como si Kelp suspirara profundamente antes de decir:
– Sí, quería algo. Quería saber si estás disponible.
– Espera un momento, por favor -dijo Chefwick. Dejó el auricular en el borde de la mesa, se levantó, fue hasta la cocina y le preguntó a su mujer:
– Querida, ¿cómo andan nuestras finanzas?
Maude se secó las manos con el delantal, lo miró pensativa y después dijo:
– Creo que tenemos unos setecientos dólares en la cuenta.
– ¿Nada en el sótano?
– No. Saqué los últimos trescientos a finales de abril.
– Está bien -dijo Chefwick. Volvió a la salita, se sentó en el sofá, cogió el auricular y preguntó:
– ¿Oye?
– Sí -respondió Kelp. Su voz parecía aburrida.
– Me interesa -dijo Chefwick.
– Bien -dijo Kelp, aunque su voz seguía sonando aburrida-. Esta noche nos reuniremos a las diez, en el O. J. Bar and Grill, en la avenida Amsterdam.
– De acuerdo -dijo Chefwick-. Te veré a las diez.
– Vale -respondió Kelp.
Chefwick colgó, se puso en pie, volvió a la cocina y dijo:
– Saldré un rato esta noche.
– No hasta muy tarde, espero.
– No, esta noche no creo. Discutiremos algunas cosas, nada más. -Chefwick tenía una mirada picara, una sonrisa de duende en los labios-. ¿Ya está listo el chocolate?
Maude le sonrió con indulgencia.
– Me parece que ya lo puedes probar -le contestó.
– ¡Así que éste es tu apartamento! -dijo la chica.
– Mmm. Sí -respondió Alan Greenwood, sonriendo. Cerró la puerta y se metió las llaves en el bolsillo-. Ponte cómoda.
La chica estaba de pie en el centro de la habitación y dio una vuelta, muy admirada.
– Bueno, he de admitir que está muy cuidado para ser un apartamento de soltero.
Greenwood fue hacia el bar y dijo:
– Hago lo que puedo. Pero echo en falta un toque femenino.
– No se nota para nada -replicó ella-. Para nada.
Greenwood encendió el fuego de la chimenea.
– ¿Qué tomas?
– Oh -dijo ella, encogiéndose de hombros con coquetería-, algo suave.
– Acércate -dijo Greenwood; abrió el mueble bar, en la biblioteca, y preparó un Rob Roy lo bastante dulce como para disimular una buena cantidad de whisky.
Cuando se volvió, la chica estaba admirando un cuadro colgado entre las ventanas con cortinas de terciopelo castaño.
– ¡Oh, qué interesante! -comentó.
– Es El rapto de las sabinas. En términos simbólicos, por supuesto. Aquí tienes tu copa.
– Ah, gracias.
Se preparó su copa (poco whisky y mucha agua), y dijo:
– Brindo por ti… -Luego, sin apenas pausa, añadió-: Miranda.
Miranda sonrió y agachó la cabeza, agradablemente turbada.
– Por nosotros -susurró.
Él sonrió asintiendo.
– Por nosotros.
Bebieron.
– Ven a sentarte -dijo Greenwood, llevándola al sofá tapizado de gamuza blanca.
– ¡Oh! ¿Esto es gamuza?
– Mucho más cálido que el cuero -contestó él suavemente, tomándola de la mano. Se sentaron.
Sentados el uno junto al otro, contemplaron un momento la chimenea; luego, ella dijo:
– Parece leña de verdad, ¿no es cierto?
– Y sin cenizas -respondió él-. Me gustan las cosas… limpias.
– Ah, sé lo que quieres decir -aseguró ella con una brillante sonrisa.
Greenwood le pasó el brazo alrededor de los hombros; ella levantó la barbilla. Sonó el teléfono.
Greenwood cerró los ojos y los abrió de nuevo.
– No le hagas caso -dijo.
El teléfono sonó otra vez.
– Tal vez sea algo importante -respondió Miranda.
– Tengo un contestador para atender las llamadas. Recibirá el mensaje.
El teléfono sonó otra vez.
– Yo tenía pensado poner un contestador automático -dijo ella. Se movió hacia adelante; le apartó el brazo, se giró hacia él y, sentada sobre una pierna doblada, le preguntó-: ¿Es muy caro?
El teléfono sonó por cuarta vez.
– Unos veinticinco al mes -contestó Greenwood con una sonrisa ya algo forzada-. Pero no es mucho, con lo útil que resulta.
Quinta vez.
– Por supuesto. Y así no se pierden las llamadas importantes.
Sexta.
Greenwood procuró reír con naturalidad.
– Por supuesto -afirmó-, no son siempre tan seguros como uno quiere.
Séptima.
– Ésa es la costumbre de la gente, hoy en día -dijo ella-. Nadie está dispuesto a trabajar en serio por un jornal decente.
Octava.
– Así es.
Se acercó más a él.
– ¿Tienes un tic en el párpado? En el ojo derecho.
Novena.
Greenwood se llevó bruscamente una mano a la cara.
– ¿Ah, sí? Me pasa a veces, cuando estoy cansado.
– Ah, ¿estás cansado?
Décima.
– No -respondió él rápidamente-, no en especial. Tal vez la luz del restaurante, que era un poco mortecina, me haya hecho forzar la…
Undécima.
Greenwood se abalanzó hacia el teléfono, agarró de un tirón el auricular y gritó:
– ¿Qué pasa?
– ¿Hola?
– ¡Hola, hable usted! ¿Qué quiere?
– ¿Greenwood? ¿Alan Greenwood?
– ¿Quién habla? -preguntó Greenwood.
– ¿Es usted Alan Greenwood?
– ¡Coño, sí! ¿Qué es lo que quiere?-Pudo ver por el rabillo del ojo que la chica se había levantado del sofá y estaba de pie, mirándolo.
– Soy John Dortmunder.
– Dort… -Se dominó, tosió-. Ah -dijo, mucho más calmado-. ¿Cómo andan las cosas?
– Muy bien. ¿Estás disponible para un trabajito?
Greenwood miró la cara de la chica al mismo tiempo que pensaba en su cuenta del banco. Ninguna de las perspectivas era placentera.
– Sí, estoy disponible -respondió. Trató de sonreír a la chica, pero no obtuvo respuesta. Lo estaba mirando cautelosamente.
– Tenemos una reunión esta noche -dijo Dortmunder-. A las diez. ¿Estás libre?
– Sí, me parece que sí -contestó Greenwood sin alegría.
Dortmunder entró el O. J. Bar and Grill de la avenida Amsterdam a las diez menos cinco. Dos clientes jugaban una partida en la máquina del millón, y otros tres, en la barra, rememoraban a Irish McCalla y a Betty Page. Detrás de la barra estaba Rollo, alto, corpulento, calvo y mal afeitado, con una sucia camisa blanca y un sucio delantal blanco.
Dortmunder ya había advertido a Rollo acerca de la reunión, esa misma tarde, pero se detuvo ante la barra un segundo, como una cortesía, y preguntó:
– ¿No ha llegado nadie todavía?
– Un tipo -contestó Rollo-. Ha pedido una cerveza. Me parece que no lo conozco. Está al fondo.
– Gracias.
– Para usted un whisky doble, ¿no es cierto? Solo.
– Me sorprende que te acuerdes -dijo Dortmunder.
– No olvido a mis clientes -respondió Rollo-. Me alegro de verlo de nuevo. Si quiere le doy la botella.
– Gracias otra vez -dijo Dortmunder, y siguió su camino. Dejó atrás a los nostálgicos y pasó ante dos puertas con sendos dibujos de unas siluetas caninas y en las que se leía POINTERS y SETTERS, respectivamente; pasó frente a la cabina telefónica y la puerta verde del fondo y entró en una habitación cuadrada, con el suelo de cemento. Las paredes estaban prácticamente cubiertas, desde el suelo hasta el techo, de cajas de cerveza y otras bebidas alcohólicas. En el centro del cuarto había un pequeño espacio libre donde justo cabían una vieja mesa destartalada con un tapete de fieltro verde, media docena de sillas y una pequeña bombilla con una tulipa de latón que colgaba de un largo cable negro.
Stan Murch estaba sentado ante la mesa, con medio vaso de cerveza frente a él. Dortmunder cerró la puerta y dijo:
– Has llegado pronto.
– Hice un buen tiempo -respondió Murch-. En vez de ir por el camino que rodea el Belt, subí por Rockaway Parkway hasta Grand Army Plaza y seguí derecho por la avenida Flatbush hasta el puente de Manhattan. Desde allí, por la Tercera Avenida y por el parque hasta la Setenta y Nueve. De noche se puede hacer más rápido por ese recorrido que si se rodea el Belt Parkway y se sigue por el túnel de Battery y West Side Highway.
Dortmunder lo miró.
– ¿Ah, sí?
– De día es el mejor camino -contestó Murch-. Pero por la noche las calles de la ciudad son igual de buenas. Mejor.
– Qué interesante -dijo Dortmunder, y se sentó.
Se abrió la puerta y entró Rollo con un vaso y una botella de algo que se llamaba Amsterdam Liquor Store Bourbon: «Nuestra propia marca de fábrica». Rollo puso la botella y el vaso frente a Dortmunder y dijo:
– Fuera hay un tipo que, me parece, viene a la reunión. Ha pedido un jerez. ¿Le pongo el Doble-O?
– ¿Ha preguntado por mí?
– Ha preguntado por un tal Kelp. ¿Es el Kelp que yo conozco?
– El mismo -dijo Dortmunder-. Tiene que ser uno de los nuestros. Hazlo pasar.
– Lo haré. -Rollo miró el vaso de Murch-. ¿Quiere otra ronda?
– No, todavía me queda -respondió Murch.
Rollo dirigió una mirada a Dortmunder y salió. Un minuto después entró Chefwick con su copa de jerez.
– ¡Dortmunder! -exclamó sorprendido-. Fue con Kelp con quien hablé por teléfono, ¿no es cierto?
– Estará aquí dentro de un momento -dijo Dortmunder-. ¿Conoces a Stan Murch?
– Creo que no tengo el gusto.
– Stan es nuestro chófer. Stan, éste es Roger Chefwick, nuestro cerrajero. El mejor en su oficio.
Murch y Chefwick inclinaron la cabeza mascullando unas palabras, y Chefwick se sentó a la mesa y preguntó:
– ¿Falta alguno?
– Sólo dos -contestó Dortmunder, y entró Kelp, trayendo un vaso.
– Dice que tienes la botella -dijo a Dortmunder.
– Siéntate -respondió Dortmunder-. Todos os conocéis, ¿no?
Sí. Todos dijeron hola, y Kelp se echó whisky en su vaso. Murch tomó un sorbo de cerveza.
Se abrió la puerta y Rollo asomó la cabeza.
– Afuera hay un tipo que ha pedido un Dewar's con agua y me ha preguntado por usted -le dijo a Dortmunder-, pero en realidad no sé si…
Dortmunder preguntó:
– ¿Por qué no?
– No me parece que esté sobrio.
Dortmunder hizo una mueca.
– Pregúntale si se llama Greenwood, y si es él, hazlo pasar.
– Está bien. -Rollo miró la cerveza de Murch e interrogó-: ¿Está todo bien?
– Perfecto -contestó Murch. Su vaso aún contenía un cuarto, pero la cerveza ya no tenía espuma-. A menos que quiera traerme un poco de sal.
Rollo le dirigió una mirada a Dortmunder.
– Ahora mismo -dijo, y salió.
Un poco después entró Greenwood con la bebida en la mano y un salero en la otra.
– El camarero me ha dicho que el que estaba tomando cerveza quería esto -dijo. Parecía achispado, pero no borracho.
– Es para mí -dijo Murch.
Murch y Greenwood fueron presentados; después Greenwood se sentó y Murch echó un poco de sal en la cerveza, que recobró algo de espuma. La bebió a sorbos.
Dortmunder dijo:
– Bueno, ya estamos todos -miró a Kelp-. ¿Quieres contar tú el asunto?
– No -contestó Kelp-. Hazlo tú.
– Muy bien -dijo Dortmunder. Les contó el plan y agregó-: ¿Alguna pregunta?
Murch inquirió:
– ¿Cobramos ciento cincuenta por semana hasta que hagamos el trabajo?
– Así es.
– Entonces, ¿para qué hacerlo?
– Tres o cuatro semanas es todo lo que conseguiremos del mayor Iko -dijo Dortmunder-. Tal vez seiscientos por cabeza. Prefiero tener los treinta mil.
Chefwick preguntó:
– ¿Quiere sacar el diamante del Coliseo o prefiere esperar a que esté en camino?
– Eso lo hemos de decidir nosotros -respondió Dortmunder-, Kelp y yo estuvimos allí el otro día y parece muy bien custodiado, pero podría ser que reforzaran aún más la vigilancia durante la gira. ¿Por qué no vais mañana a ver qué os parece?
Chefwick asintió.
– Perfecto -dijo.
– Una vez que consigamos el diamante, ¿por qué devolvérselo al mayor? -preguntó Greenwood.
– Es el único comprador -respondió Dortmunder-. Kelp y yo hemos considerado todas las posibilidades que hay.
– Por esa razón somos flexibles en nuestras opiniones -dijo Greenwood.
Dortmunder paseó la mirada por los demás.
– ¿Más preguntas? ¿No? ¿Ninguno abandona? ¿No? Bien. Mañana vais al Coliseo y le echáis un vistazo a la pieza. Nos volveremos a encontrar mañana aquí, a la misma hora. Para entonces ya habré recibido del mayor el pago de la primera semana de gastos.
– ¿Podemos vernos más temprano mañana? Venir a las diez me estropea la noche -dijo Greenwood.
– No muy temprano -apuntó Murch-. No quiero que me pille la hora punta del tránsito.
– Bueno, ¿qué os parece a las ocho? -preguntó Dortmunder.
– Bien -contestó Greenwood.
– Bien -contestó Murch.
– A mí también me parece bien -contestó Chefwick.
– De acuerdo, pues -dijo Dortmunder. Echó su silla hacia atrás y se puso de pie-. Nos vemos mañana aquí a las ocho.
Todo el mundo se levantó. Murch terminó su cerveza, se relamió los labios y exclamó:
– ¡Aaaahhh! -Luego preguntó-: ¿Alguien quiere que le lleve a algún lado?
Era la una menos diez de la madrugada y, al otro lado del parque, la Quinta Avenida estaba desierta. Algún que otro taxi fuera de servicio iba hacia el sur. Pero eso era todo. Una llovizna primaveral caía del cielo negro, y el parque, desde el otro lado de la carretera, parecía una jungla remota.
Kelp dobló la esquina y se dirigió a la calle de la embajada. Se había apeado del taxi en la avenida Madison, pero la lluvia que se le colaba por el cuello del abrigo estaba empezando a hacerle pensar que había sido demasiado cauto. Hubiera debido decirle al taxista que lo dejara a la puerta de la embajada y a la mierda con los tapujos. Se había preocupado innecesariamente por pasar inadvertido, en una noche como ésta.
Subió al trote los peldaños de la embajada y llamó al timbre. Podía ver las luces detrás de las ventanas del primer piso, pero pasó un buen rato antes de que alguien acudiera a abrir la puerta. Por fin apareció un negro silencioso, quien, con un dedo largo y delgado, le hizo señas para que entrara, cerró la puerta tras él y lo acompañó a través de varias ostentosas salas antes de dejarlo solo en una sala llena de estanterías con libros en las paredes y con una mesa de billar en el centro.
Kelp esperó tres minutos, quieto, sin hacer nada, y al fin decidió mandarlo todo al diablo. Apretó el mecanismo de debajo de la mesa, extrajo con cierto esfuerzo las bolas, eligió un taco y empezó a jugar consigo mismo.
Estaba a punto de meter la bola número ocho cuando se abrió la puerta y entró el mayor Iko.
– Ha llegado más tarde de lo que esperaba -dijo.
– No pude conseguir taxi -respondió Kelp. Apoyó el taco, se palpó varios bolsillos y se acercó al mayor con una arrugada hoja de papel amarillo. Éstas son las cosas que necesitamos -dijo tendiéndole al mayor la hoja de papel-. ¿Quiere avisarme cuando lo tenga todo listo?
– Espere un momento -dijo el mayor-. Déjeme echarle un vistazo.
– Tómese el tiempo qué quiera -respondió Kelp.
Se volvió hacia la mesa, tomó el taco y metió la octava bola. Después dio media vuelta alrededor de la mesa e introdujo la nueve y (con una carambola) la trece. La diez ya estaba metida, así que intentó meter la once, pero rozó la quince, que quedó en una mala posición. Se agachó, cerró un ojo y empezó a estudiar los diversos puntos de vista.
– En cuanto a estos uniformes -dijo el mayor-. Aquí dice cuatro uniformes, pero no dice de qué clase.
– Ah, sí, me olvidé -Kelp sacó unas fotos Polaroid de otro bolsillo. Mostraban a los guardias del Coliseo desde varios ángulos-. Aquí tengo algunas fotos -dijo entregándoselas-. Así verá cómo tienen que ser.
El mayor cogió las fotos.
– Vale. ¿Y qué son estos números del papel?
– Las medidas de los trajes de cada uno.
– Claro. Tendría que haberme dado cuenta.
El mayor metió la lista y las fotos en el bolsillo y sonrió a Kelp.
– Así que en realidad hay otros tres hombres.
– Ciertamente -afirmó Kelp-. No íbamos a hacerlo nosotros dos solos.
– Comprendo. Dortmunder se olvidó de darme los nombres de los otros tres.
Kelp sacudió la cabeza.
– No. Me dijo que usted trató de sonsacárselos, y que quizá trataría de hacerlo también conmigo.
El mayor, súbitamente irritado, dijo:
– Maldita sea, tengo que saber a quién contrato. Esto es absurdo.
– No, no lo es -respondió Kelp-. Usted nos contrató a Dortmunder y a mí. Dortmunder y yo contratamos a los otros tres.
– Pero necesito comprobar también quiénes son.
– Usted ya ha hablado con Dortmunder de ello -dijo Kelp-. Y conoce su posición.
– Sí, ya sé -respondió el mayor.
De todos modos, Kelp le dijo:
– Si empieza a estudiar expedientes de todo el mundo, si hace demasiadas averiguaciones llamará la atención y puede que se descubra todo el asunto.
El mayor sacudió la cabeza:
– Esto va contra mi experiencia, contra todo lo que sé. ¿Qué tratos pueden hacerse con un hombre de quien no se tiene un expediente? Eso nunca se hace.
Kelp se encogió de hombros.
– No lo sé. Dortmunder dice que tiene que darme el dinero de la semana.
– Ésta es la segunda semana -dijo el mayor.
– Así es.
– ¿Cuándo harán el trabajo?
– Tan pronto como usted nos entregue las cosas -Kelp extendió las manos-. No nos hemos estado rascando la barriga esta semana, ¿sabe? Nos ganamos nuestra paga, coño. Ir todos los días al Coliseo, reunimos para trazar planes cada noche, eso es lo que hemos estado haciendo durante la semana.
– No regateo el dinero -dijo el mayor, aunque era evidente que lo hacía-. Lo único que quiero es que este asunto no se alargue más de lo necesario.
– Denos las cosas de esta lista y le entregaremos su diamante.
– Bien. ¿Lo acompaño hasta la puerta?
Kelp echó una nostálgica mirada a la mesa de billar.
– ¿No le importa? Estoy algo obsesionado con la doce, y ya sólo quedan otras tres bolas.
El mayor parecía sorprendido e irritado, pero dijo:
– Sí, está bien. Adelante.
Kelp sonrió.
– Gracias, mayor. -Cogió el taco, metió la doce y la catorce, necesitó dos golpes para meter la quince y metió la última con triple carambola en las bandas-. Ya está bien -dijo, y guardó el taco.
El mayor lo acompañó. Kelp tuvo que esperar diez minutos bajo la lluvia antes de conseguir un taxi.
El Coliseo de Nueva York se levanta entre la Calle 58 Oeste y la 60 Este, frente al Columbus Circle, en la esquina sudoeste del Central Park, en Manhattan. Las esquinas del Coliseo dan al parque, al Maine Monument, a la estatua de Colón y a la galería de arte moderno del museo Huntington Hartford.
Por el lado de la Calle 60, a mitad de camino del largo muro de ladrillos beige, hay una entrada coronada por una gran placa con el número 20, y el 20 de la Calle 60 Oeste es la dirección de la sede del Coliseo. Tras las puertas de cristal de la entrada, un guardia de seguridad, con uniforme azul, se halla de servicio día y noche.
Un miércoles de junio, a eso de las tres y veinte de la mañana, Kelp caminaba en dirección este por la Calle 60 Oeste; llevaba un impermeable color canela y de repente, justo al pasar frente a la entrada del Coliseo, le dio un ataque. Se puso rígido, cayó de costado y empezó a revolcarse en la acera. Gritó varias veces, pero con voz ronca, para que no se le oyera desde lejos. No había nadie a la vista, ni transeúntes ni coches circulando.
El guardia había visto a Kelp a través de las puertas de cristal antes de que le sobreviniera la crisis, y observó cómo Kelp caminaba como si estuviera borracho. En realidad avanzaba tranquilamente hasta que le dio el ataque. El guardia dudó un momento y frunció el entrecejo, preocupado, pero las convulsiones de Kelp parecían ir en aumento, así que por fin abrió la puerta y salió rápidamente para ver qué podía hacer. Se agachó junto a Kelp, puso una mano en su hombro convulso y le preguntó:
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Sí -contestó Kelp. Cesó de revolcarse y apuntó al guardia con un colt Cobra especial del 38-. Puede levantarse muy lentamente y poner las manos donde yo pueda verlas.
El guardia se puso de pie y puso las manos donde Kelp podía verlas. Dortmunder, Greenwood y Chefwick, salieron de un coche y cruzaron la calle. Todos ellos vestían uniformes iguales al que llevaba el guardia.
Kelp se puso de pie, y entre los cuatro arrastraron al guardia dentro del edificio. Lo condujeron hasta un rincón y lo ataron y amordazaron. Kelp se quitó el impermeable; debajo llevaba también un uniforme similar. Fue a ocupar el puesto del guardia junto a la puerta. Mientras tanto, Dortmunder y los otros esperaban no muy lejos, consultando sus relojes.
– Llega tarde -dijo Dortmunder.
– Ya llegará -contestó Greenwood.
En la entrada principal había dos guardias de servicio. Y en ese preciso instante estaban presenciando como un automóvil, que parecía haber surgido desde la nada, se lanzaba directamente contra las puertas.
– ¡No! -gritó uno de los guardias, agitando los brazos. Stan Murch estaba al volante del coche, un sedán Rambler Ambassador de hacía dos años, verde oscuro, que Kelp había robado esa misma mañana. Al automóvil le habían cambiado la matrícula, entre otras modificaciones.
En el último segundo antes del choque, Murch arrancó la anilla de la bomba, empujó la puerta ya abierta y saltó limpiamente. Cayó al suelo dando vueltas y siguió rodando unos segundos más antes de que se oyera el estruendo del choque y la explosión.
La sincronización había sido perfecta. Ningún testigo presencial (allí no había nadie, salvo los dos guardias) pudo advertir si Murch había saltado antes del impacto o si había salido despedido a causa de él. Ni nadie pudo distinguir si las llamas que envolvieron súbitamente el automóvil eran resultado del accidente o fueron provocadas por una pequeña bomba incendiaria con mecha de cinco segundos accionada por Murch justo antes de saltar.
Tampoco pudo darse cuenta nadie de que las manchas y tiznes en las ropas de Murch habían sido cuidadosamente aplicados una hora antes en un pequeño apartamento del Upper West Side.
En todo caso, el choque había sido magnífico. El coche había saltado sobre el bordillo, rebotó dos veces al cruzar la ancha acera y, avanzando a trompicones, arremetió contra las puertas de cristal, en las que quedó estampado, con la mitad dentro y la mitad fuera, y estalló de golpe en una llamarada. En centésimas de segundo, el fuego alcanzó el depósito de gasolina (como habían calculado con seguridad, gracias a las intervenciones que Murch le había practicado al vehículo esa misma tarde) y la explosión pulverizó el cristal ya destrozado por el coche.
A nadie que estuviera en el edificio podría haberle pasado desapercibida la llegada de Murch. Dortmunder y los demás la oyeron. Se sonrieron unos a otros y se pusieron en marcha, dejando a Kelp apostado en la puerta.
El itinerario hacia la sala de la exposición era complicado, a través de varios corredores y dos tramos de escaleras. Pero cuando por fin abrieron una de las pesadas puertas que daban al segundo piso comprobaron que su sincronización había sido perfecta. No había ningún guardia a la vista. Estaban todos en la entrada, junto al incendio. Varios de ellos se apiñaban en torno a Murch, cuya cabeza descansaba en el regazo de un guardia. Evidentemente se hallaba en estado de shock. Temblaba y balbucía:
– No me respondió… El coche no me respondió… -Y movía los brazos vagamente, como si tratara de hacer girar un volante.
Otros guardias, alrededor del coche, comentaban la suerte que había tenido el tipo. Finalmente, cuatro de ellos se fueron a cuatro teléfonos distintos para llamar a hospitales, a comisarías y a los bomberos.
Dentro del edificio, Dortmunder, Chefwick y Greenwood se abrían camino, en silencio y con rapidez, a través de la exposición, rumbo a la muestra de los akinzi. Sólo había unas pocas luces encendidas, y en la semipenumbra algunos de los objetos expuestos parecían amenazadores.
Máscaras de diablos, guerreros con lanza e incluso tapices de extravagantes diseños, todo resultaba mucho más impresionante ahora que en el horario normal de visita, cuando las luces estaban encendidas y había una multitud de gente.
Cuando llegaron a la sala de los akinzi se pusieron a trabajar de inmediato. Lo habían planeado durante toda la semana y sabían lo que tenían que hacer y cómo.
Tenían que forzar cuatro cerraduras, una en el centro de cada lado del cubo de cristal, situadas en la base, en el reborde de acero entre el cristal y el suelo. Una vez que esas cerraduras estuvieran abiertas podrían apartar el cubo de cristal.
Chefwick traía consigo un maletín negro como los que suelen usar los médicos; lo abrió y aparecieron muchas herramientas finas de metal, unas herramientas que los médicos no debían de haber visto nunca. Greenwood y Dortmunder, flanqueándole, vigilaban las puertas de salida, la galería del tercer piso que dominaba la sala, las escaleras y la escalera mecánica del frente del edificio, donde podían ver el resplandor rojo que subía del vestíbulo; mientras vigilaban cuidadosamente todo esto Chefwick se puso a trabajar en las cerraduras.
La primera le llevó tres minutos, pero aprendió el sistema y acabó con las otras tres en menos de cuatro minutos. A pesar de eso, siete minutos era demasiado tiempo. El resplandor rojo perdía intensidad y el ruido de abajo menguaba; los guardias volverían muy pronto a sus puestos. Dortmunder se contuvo para no decirle a Chefwick que se diera prisa. Además, sabía que Chefwick estaba haciéndolo lo mejor que podía.
Por fin, Chefwick susurró un agudo: «¡Hecho!».
Todavía de rodillas ante la última cerradura forzada, guardó rápidamente las herramientas en el maletín.
Dortmunder y Greenwood fueron hacia los lados opuestos del cubo de cristal. Pesaba unos cien kilos y no había forma de encontrar un buen sitio por donde asirlo. Lo único que podían hacer era apretar las palmas contra sus ángulos e intentar levantarlo. Con gran esfuerzo y sudando, lo hicieron. Cuando lo alzaron unos sesenta centímetros, Chefwick se deslizó por debajo y cogió el diamante.
– ¡Pronto! -dijo Greenwood con voz ronca-. Se me resbala.
– ¡No me dejéis aquí dentro! -Chefwick salió rodando rápidamente.
– Tengo las palmas húmedas -dijo Greenwood; hasta su voz estaba tensa-. Bajadlo, bajadlo.
– ¡No lo sueltes! -gritó Dortmunder-. Por Dios, no lo sueltes.
– Se me va… No puedo…, es…
El cubo resbaló de las manos de Greenwood. Con el impulso se inclinó hacia el otro lado y Dortmunder tampoco pudo sostenerlo. Cayó desde unos cuarenta y cinco centímetros y golpeó el suelo.
No se rompió. Hizo BbrrroooonnnnNNN… GGGGGGGGGGINGINGinginging.
Se oyeron voces procedentes de abajo.
– ¡Vamos! -vociferó Dortmunder.
Chefwick, aturdido, puso el diamante en la mano de Greenwood.
– Aquí. Tómalo. -Y agarró su maletín negro.
Los guardias iban surgiendo al final de las escaleras, todavía lejos.
– ¡Eh, ustedes! -gritó uno de ellos-. Deténganse, quédense donde están.
– ¡Dispersaos! -gritó Dortmunder, corriendo hacia la derecha.
Chefwick corrió hacia la izquierda.
Greenwood corrió hacia adelante.
Entretanto, la ambulancia había llegado. La policía había llegado. Los bomberos habían llegado. Un agente de uniforme trataba de hacerle preguntas a Murch mientras un enfermero de la ambulancia con indumentaria blanca le decía al policía que dejara al paciente tranquilo. Los bomberos estaban apagando el fuego. Alguien había sacado del bolsillo de Murch una cartera llena de tarjetas con el nombre cambiado y un carnet también falso que él, media hora antes, había metido allí. Murch, en apariencia aturdido y consciente a medias, decía:
– No me respondió. Hice girar el volante y no me respondió.
– Algo se estropeó en la dirección, usted se asustó, y en vez de apretar el freno, pisó el acelerador. Pasa muchísimas veces -dijo el policía.
– Deje al paciente tranquilo -dijo el enfermero. Por fin lo pusieron en una camilla, lo metieron en la ambulancia y se alejaron de allí con las sirenas aullando.
Chefwick corría hacia la salida más cercana y al oír el aullido de las sirenas aceleró el paso. Lo que menos deseaba era pasar sus últimos años en la cárcel. Sin trenes. Sin Maude. Sin chocolate. Intentó girarse mientras seguía corriendo, dejó caer el maletín, tropezó con él, y un guardia se le acercó para ayudarlo a ponerse en pie. Era Kelp, que preguntó:
– ¿Qué ha pasado? ¿Ha fallado algo?
– ¿Dónde están los demás?
– No sé. ¿Nos largamos?
Chefwick se puso en pie. Ambos permanecieron atentos. No había ruido de persecución.
– Esperemos uno o dos minutos -decidió Chefwick.
– No hay más remedio -dijo Kelp-. Dortmunder tiene las llaves del coche.
Mientras tanto, Dortmunder había rodeado una cabaña de paja y se había unido a los perseguidores.
– ¡Alto! -gritó, corriendo por entre los guardias.
Más adelante vio como Greenwood se escabullía por una puerta y la cerraba tras de sí.
– ¡Alto! -gritó Dortmunder, y todos los guardias que le rodeaban gritaron-: ¡Alto!
Dortmunder fue el primero en alcanzar la puerta. La abrió de un tirón, la sujetó para que todos los guardias la cruzaran corriendo, luego la cerró tras ellos y se dirigió hasta el ascensor más cercano. Subió hasta el primer piso, caminó a lo largo del corredor y llegó a la entrada, donde Kelp y Chefwick esperaban.
– ¿Dónde está Greenwood? -preguntó.
– Aquí no -respondió Kelp.
Dortmunder miró a su alrededor.
– Es mejor que esperemos en el coche -dijo.
Mientras, Greenwood creía que estaba en el primer piso, pero no era así. El Coliseo, además de sus cuatro pisos, tiene tres entresuelos. El primero está entre el primer y el segundo piso, pero se extiende sólo alrededor del perímetro exterior del edificio y no en el área central de exposiciones. Asimismo, el segundo entresuelo se encuentra entre el segundo y tercer piso.
Greenwood no sabía nada de los entresuelos. Había estado en el segundo piso y había bajado un piso por la escalera. Algunas de las escaleras del Coliseo no pasan por el entresuelo y van derechas del segundo al primer piso, pero otras escaleras incluyen el entresuelo entre sus paradas, y fue justo una de éstas la que inadvertidamente eligió Greenwood.
El primer entresuelo consiste en un corredor que rodea todo el edificio. Alberga todas las oficinas del personal y una cafetería; la agencia de detectives que proporciona los guardias de seguridad también tiene sus oficinas ahí, así como varias naciones. Además, cuenta con salas de archivos, salas de conferencias y otras oficinas para distintos usos. Y ahora Greenwood corría a lo largo de ese corredor con el Diamante Balabomo apretado en la mano y buscando una salida a la calle.
Mientras tanto, en la ambulancia, Murch le pegó un puñetazo en la mandíbula al enfermero. Éste quedó inconsciente y Murch se instaló en la otra camilla. Luego, cuando la ambulancia aminoró la marcha para tomar una curva, Murch abrió la puerta trasera y saltó al pavimento. La ambulancia aumentó su velocidad, con la sirena aullando, y Murch paró un taxi que pasaba.
– Al O. J. Bar and Grill -dijo-. En la avenida Amsterdam.
En el otro coche robado, el de la fuga, Dortmunder, Kelp y Chefwick, preocupados, seguían observando la entrada del número 20 de la Calle 60 Oeste. Dortmunder mantenía el motor en marcha y con el pie golpeaba nerviosamente el embrague.
Las sirenas se acercaban hacia ellos; eran sirenas de la policía.
– No podemos esperar más -dijo Dortmunder.
– ¡Ahí está! -gritó Chefwick, cuando se abrió una puerta y salió un hombre con uniforme de guardia. Pero también salieron otra media docena de hombres con uniforme de guardia.
– No es él -dijo Dortmunder-. Ninguno de ellos es él. -Arrancó el motor y se largó.
Arriba, en el primer entresuelo, Greenwood seguía corriendo como un galgo tras la liebre mecánica. Oía el estrépito de sus perseguidores, cada vez más cerca. Se detuvo. Estaba atrapado y lo sabía.
Miró el diamante que tenía en la mano. Casi redondo, polifacético, intensamente brillante, apenas más pequeño que una pelota de golf.
– ¡Salud! -dijo Greenwood y se tragó el diamante.
Rollo les había prestado un pequeño aparato de radio portátil, a pilas, japonés, y gracias a ello pudieron oír el boletín informativo. Escucharon las noticias sobre el audaz atraco, supieron que Murch se había escapado de la ambulancia, se enteraron de la historia del Diamante Balabomo, de que Alan Greenwood había sido arrestado y acusado de complicidad en el robo, y de que la banda se las había arreglado para escapar con la piedra preciosa. A continuación oyeron el parte meteorológico y una locutora les puso al corriente sobre el precio de las costillas de cordero y de cerdo en los supermercados de la ciudad. Después apagaron la radio.
Durante un rato nadie dijo nada. El aire de la habitación del fondo del bar estaba azul por el humo de los cigarros, y los rostros bajo el resplandor de la bombilla eléctrica se veían pálidos y cansados. Al fin, Murch dijo con aire sombrío:
– No fui brutal. -El locutor del informativo había descrito el ataque al enfermero de la ambulancia como «brutal»-. Sólo le di un golpe en la mandíbula. -Con el puño cerrado trazó un arco en el aire-. Así -continuó-. No puede decirse que haya sido brutal.
Dortmunder se volvió hacia Chefwick.
– Tú le diste el diamante a Greenwood.
– Así es.
– ¿No se te habrá caído al suelo?
– No -respondió Chefwick. Se sintió ofendido, pero es que todos estaban irritables-. Recuerdo perfectamente que se lo di.
– ¿Por qué? -preguntó Dortmunder.
– En realidad no lo sé. Con los nervios del momento… No sé por qué lo hice. Tenía que cargar con el maletín, él no llevaba nada y yo estaba aturdido, así que se lo puse en la mano.
– Pero la policía no se lo encontró encima -dijo Dortmunder.
– Quizá lo perdió -intervino Kelp.
– Quizá -dijo Dortmunder, mirando de nuevo a Chefwick-. ¿No te lo habrás guardado tú, verdad?
Chefwick se levantó de golpe, ofendido.
– Cachéame -dijo-. Insisto. Cachéame ahora mismo. En todos los años que he trabajado y en toda la clase de trabajos en los que he participado nadie dudó de mi honradez. Nunca. Insisto en que me cachees.
– Está bien -respondió Dortmunder-. Siéntate, sé que no lo tienes. Estoy un poco nervioso, nada más.
– Insisto en que me cachees.
La puerta se abrió y entró Rollo con una copa de jerez helado para Chefwick y más hielo para Dortmunder y Kelp, que compartían una botella de whisky.
– La próxima vez habrá más suerte, muchachos -les dijo.
Chefwick, más calmado, se sentó y empezó a sorber el jerez.
– Gracias, Rollo -contestó Dortmunder.
Murch dijo:
– Aún podría con otra cerveza.
Rollo lo miró.
– Los deseos asombrosos no cesan -comentó, y salió.
Murch miró a sus colegas.
– ¿Qué significa todo esto?
Nadie le contestó. Kelp le preguntó a Dortmunder:
– ¿Qué le vamos a decir a Iko?
– Que no lo tenemos -respondió Dortmunder.
– No me va a creer.
– Mala suerte -dijo Dortmunder-. Dile lo que se te ocurra. -Terminó su trago y se puso de pie-. Me voy a casa.
Kelp dijo:
– Ven conmigo a ver a Iko.
– Ni muerto -respondió Dortmunder.