FASE CUATRO

1

– Lindo perrito -dijo Dortmunder.

El pastor alemán no estaba para bromas. Apostado frente a la escalinata de entrada, con la cabeza gacha, la mirada en alto y las mandíbulas un poco abiertas para mostrar sus afilados dientes, decía «rrrrr», suavemente, cada vez que Dortmunder hacía un movimiento para bajar del porche. El mensaje era claro. El maldito iba a estar clavado allí hasta que alguien con autoridad llegara de la casa.

– Mira, perrito -dijo Dortmunder, tratando de ser razonable-, todo lo que hice fue tocar el timbre. No forcé la puerta, no robé nada, únicamente toqué el timbre. Pero no hay nadie en casa, así que sólo quiero irme a cualquier otra casa y tocar el timbre.

– Rrrrrr -contestó el perro.

Dortmunder señaló su portafolios.

– Soy un vendedor, perrito -continuó diciendo-. Vendo enciclopedias. Libros. Libros grandes. ¿Perrito? ¿Sabes tú algo de libros?

El perro no dijo nada. Sólo siguió mirando.

– Bueno, ya basta, perro -dijo Dortmunder, poniéndose firme-. Esto ya pasa de la raya. Tengo sitios que visitar, no tengo tiempo para perderlo jugando contigo. Tengo que ganarme el sustento. Bueno, me voy de aquí y eso es todo… -Con firmeza bajó un escalón.

– Rrrrrr -reiteró el perro.

Dortmunder volvió a subir rápidamente el escalón.

– ¡Que Dios te maldiga, perro! -gritó-. ¡Esto es ridículo!

El perro no pensaba lo mismo. Era uno de esos perros fieles a lo aprendido. Las reglas son las reglas; Dortmunder no merecía ningún trato especial.

Dortmunder miró a su alrededor, pero el vecindario estaba tan desierto como el cerebro del perro. Eran casi las dos de la tarde del 7 de septiembre (tres semanas y dos días después del asalto a la comisaría), y los chicos del vecindario estaban todos en el colegio. Los padres del vecindario estaban todos en el trabajo, por supuesto, y sólo Dios sabía dónde estaban todas las madres del vecindario. Estuviesen donde estuviesen, Dortmunder estaba solo, atrapado por un estúpido perro esclavo del deber en el porche de una casa un poco vieja pero confortable, en un barrio residencial también viejo pero confortable, en Long Island, a unos sesenta kilómetros de Manhattan. El tiempo es dinero: a Dortmunder no le sobraban ni lo uno ni lo otro, y el condenado perro le estaba haciendo perder las dos cosas.

– Debería haber una ley contra los perros -dijo sombríamente Dortmunder-. Para perros como tú en particular. Deberían encerrarte en cualquier parte.

El perro seguía inconmovible.

– Eres una amenaza para la sociedad -continuó Dortmunder-. Maldita sea tu suerte, si te pongo una denuncia; quiero decir, a tu amo. Lo demandaré hasta dejarlo en la ruina.

Las amenazas no surtieron efecto. Era, con toda claridad, de esa clase de perros que no asumen su responsabilidad. «Yo sólo cumplo órdenes», era su lema.

Dortmunder miró a su alrededor, pero por desgracia en el porche no había ninguna tabla de dos pulgadas por cuatro para aporrear al perro hasta empujarlo al jardín.

– ¡Que Dios te maldiga! -repitió Dortmunder.

Un movimiento atrajo su atención. Miró hacia la calle y vio que un sedán Checker marrón, con credenciales de médico, se acercaba lentamente. ¿Sería acaso el amo del perro y de la casa? Y si no lo era, ¿convendría gritar pidiendo ayuda? Quedaría como un estúpido si pedía ayuda a voces en medio de ese barrio tan apacible y calmo; pero si eso servía para algo…

Se oyó la bocina del Checker. Un brazo le hizo señas desde una ventanilla del coche. Dortmunder entornó los ojos y ahí estaba la cabeza de Kelp, asomando también por la ventanilla lateral. Kelp gritó:

– ¡Eh, Dortmunder!

– ¡Aquí, aquí! -gritó Dortmunder. Se sentía como un marinero abandonado en una isla desierta que, al cabo de veinte años, ve por fin pasar un barco a cierta distancia de la costa. Levantó el portafolios sobre la cabeza para atraer la atención de Kelp, aunque éste, obviamente, ya sabía quién era y dónde estaba.

– ¡Estoy aquí! -gritó-. ¡Por aquí!

El Checker pasó justo a cierta distancia de la costa, y Kelp gritó:

– ¡Ven aquí! Tengo noticias.

Dortmunder señaló al perro.

– El perro -balbució.

Kelp frunció el ceño. El sol le daba en los ojos, así que se los cubrió con una mano y gritó:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Este perro de aquí -gritó Dortmunder-. No me deja salir del porche.

– ¿Por qué?

– ¿Y yo qué sé? -contestó Dortmunder, irritado-. Tal vez me parezca al sargento Preston.

Kelp se apeó del coche; Greenwood salió por la otra puerta y los dos se acercaron despacio. Greenwood gritó:

– ¿Intentaste llamar al timbre?

– Así empezó la cosa -respondió Dortmunder. El perro tomó conciencia de los recién llegados. Retrocedió hasta donde pudiera verlos a todos y siguió allí, cauteloso.

Kelp dijo:

– ¿Le hiciste algo?

– Todo lo que hice fue tocar el timbre -insistió Dortmunder.

– Lo corriente -dijo Kelp-, a menos que te metas con el perro y lo asustes, o algo así…

– ¿Asustarlo? ¿Yo?

Greenwood señaló al perro y ordenó:

– Siéntate.

El perro ladeó la cabeza, perplejo.

Con más firmeza, Greenwood insistió:

– Siéntate.

El perro abandonó su posición acechante, se apoyó sobre las patas traseras y se quedó mirando a Greenwood, en una aceptable imitación de La Voz de su Amo. Era evidente que estaba pensando: «¿Quiénes son estos extraños que saben cómo hablarle a un perro?».

– He dicho que te sientes -reiteró Greenwood-, y eso significa sentado.

Al perro casi se le vio encogerse de hombros. Ante la duda, obedecer. Se sentó.

– Vamos, ven -le dijo Greenwood a Dortmunder-. Ahora no te molestará.

– ¿No? -Echando al perro una mirada de desconfianza, se dispuso a bajar del porche.

– No actúes como si le tuvieras miedo -indicó Greenwood.

Dortmunder dijo:

– No estoy actuando. -Trató de aparentar coraje.

El perro no estaba seguro. Miraba a Dortmunder y a Greenwood, a Dortmunder y a Greenwood.

– Quieto -ordenó Greenwood.

Dortmunder se detuvo.

– Tú no -dijo Greenwood-. El perro.

– Ah. -Dortmunder bajó el último tramo de la escalera y pasó junto al perro, que miró amenazador la rodilla izquierda, como si quisiera recordarla para la próxima vez que se encontraran.

– Quieto -volvió a decir Greenwood otra vez, señalando al perro, y luego se dio la vuelta y siguió a Dortmunder y a Kelp en dirección a la calle y al Checker.

Los tres subieron al coche, Dortmunder atrás, y Kelp los llevó lejos de allí. El perro seguía sentado en el mismo lugar en el césped, observándolos atentamente hasta que se perdieron de vista. Sin duda, memorizaba el número de matrícula.

– Te lo agradezco -dijo Dortmunder. Estaba inclinado, con los brazos apoyados en el respaldo del asiento delantero.

– No hay de qué -contestó Kelp, vivamente.

– A propósito, ¿qué andáis haciendo vosotros por aquí? Pensaba que seguíais engatusando a imbéciles con el cuento del billete premiado.

– Te estábamos buscando -dijo Kelp-. Anoche dijiste que quizá hoy trabajarías por este barrio, de modo que vinimos a ver si te encontrábamos.

– Me alegro de que lo hayáis hecho.

– Tenemos que darte una buena noticia. Por lo menos Greenwood puede dártela.

Dortmunder se volvió para mirar a Greenwood.

– ¿Una buena noticia?

– Excelente -afirmó Greenwood-. ¿Te acuerdas del asunto del diamante?

Dortmunder se echó hacia atrás, como si de repente el asiento delantero se hubiera llenado de víboras.

– ¿Todavía andáis con eso?

Greenwood, vuelto a medias hacia él, lo miró.

– Todavía podemos echarle mano -dijo-. Todavía podemos intentarlo.

– Llevadme de nuevo con el perro -respondió Dortmunder-. Yo sé cuándo tengo suerte.

– Te comprendo -dijo Greenwood-. Siento casi lo mismo que tú. Pero, ¡coño!, he malgastado muchas energías por ese diamante de mierda; detesto perderlo. Tuve que rascar mi propio bolsillo para un juego completo de documentos de identidad nuevos, renunciar a una agenda de números telefónicos repleta, abandonar un apartamento realmente bueno con un alquiler que ya no se consigue en Nueva York, y ni siquiera tenemos el diamante.

– Ése es el problema -respondió Dortmunder-. Ten en cuenta lo que ya te pasó. ¿De veras quieres volver a por más?

– Quiero terminar el trabajo.

– El trabajo terminará contigo. Por lo general, no soy lo que vosotros llamáis un tipo supersticioso, pero si alguna vez hubo un asunto difícil éste es uno de ellos.

Kelp dijo:

– ¿No podrías escuchar, por lo menos, lo que Greenwood quiere decirte? Hazle ese favor y escúchale un minuto.

– ¿Qué puede decirme que no sepa?

– Bueno, ahí está el asunto. -Miró otra vez por el espejo retrovisor, luego a la calle. Giró a la izquierda y dijo-: Bueno, parece que Greenwood nos mintió.

– En realidad, no mentí -contestó Greenwood-. La cuestión es que estaba desconcertado. Me tomaron el pelo y me dio rabia tener que confesarlo antes de poder arreglar el lío. ¿Os dais cuenta de lo que quiero decir?

– Le contaste a Prosker dónde habías escondido el diamante -dijo Dortmunder mirándolo.

Greenwood bajó la cabeza.

– En aquel momento me pareció una buena idea -masculló-. Era mi abogado. Y en la forma en que él lo explicaba, si algo salía mal mientras vosotros me sacabais de allí, él podría echar mano del diamante, devolvérselo a Iko y utilizar el dinero para tratar de pagar la fianza de todos nosotros.

Dortmunder puso cara agria.

– No te vendió acciones de alguna mina de oro, ¿no?

– Parecía razonable -respondió Greenwood con voz lastimera-. ¿A quién se le iba a ocurrir que era un ladrón?

– A todos -replicó Dortmunder.

– Ésa no es la cuestión -intervino Kelp-. La cuestión es que sabemos quién tiene el diamante.

– Ya han pasado tres semanas -dijo Dortmunder-. ¿Por qué tardaste tanto en darnos la noticia?

– Intenté conseguir el diamante yo solo -respondió Greenwood-. Pensé que vosotros, muchachos, habíais hecho demasiado; llevasteis a cabo tres operaciones y me sacasteis de chirona. Mi deuda consistía en devolveros el diamante que estaba en poder de Prosker.

Dortmunder lo miró con pesimismo.

– Lo juro -aseveró Greenwood-. No me lo iba a quedar para mí. Quería devolvérselo al grupo.

– Eso no viene al caso -dijo Kelp-. El hecho es que sabemos que Prosker lo tiene. Sabemos que no se lo entregó al mayor Iko, porque estuve con él esta mañana, lo cual quiere decir que se lo guardará hasta que se enfríe el asunto y entonces lo venderá al mejor postor. Así que todo lo que tenemos que hacer es sacárselo a Prosker, devolvérselo a Iko y volver a nuestros asuntos.

– Si fuera así de sencillo -comentó Dortmunder-, Greenwood no estaría aquí sin el diamante.

– Tienes razón -admitió Greenwood-. Hay un pequeño problema.

– Un pequeño problema -repitió Dortmunder.

– Cuando no encontramos el diamante en la comisaría -dijo Greenwood-, fui en busca de Prosker, naturalmente.

– Naturalmente -repitió Dortmunder.

– Había desaparecido -dijo Greenwood-. No estaba en el despacho, estaba de vacaciones y nadie sabía cuándo volvería. Su mujer no sabía dónde estaba; suponía que estaría fuera, revolcándose con la secretaria de alguien. Eso es lo que estuve haciendo las últimas tres semanas: traté de encontrar a Prosker.

– Así que quieres que nosotros te ayudemos a buscarlo -dijo Dortmunder.

– No -respondió Greenwood-. Lo encontré. Hace dos días descubrí dónde estaba. El problema es que será un poco difícil sacarlo de allí. Se necesita más de un hombre.

Dortmunder bajó la cabeza y se tapó los ojos.

– Bueno, será mejor que me lo digas de una vez -dijo.

Greenwood se aclaró la garganta.

– El mismo día que dimos el golpe en la comisaría -continuó-, Prosker se internó él mismo en un manicomio.

Se produjo un largo silencio. Dortmunder ni se movió. Greenwood lo miraba inquieto. Kelp miraba, alternativamente, a Dortmunder y al tráfico.

Dortmunder suspiró. Se apartó la mano de los ojos y levantó la cabeza. Parecía muy cansado. Se inclinó hacia adelante y palmeó a Kelp en el hombro.

– Kelp -dijo.

Kelp miró por el retrovisor.

– ¿Sí?

– Por favor, llévame a donde está el perro. Por favor…

2

En Nueva York, el oficial encargado de llevar la oficina de personas en libertad condicional y responsable de Dortmunder era un hombre calvo llamado Steen, al que se le exigía demasiado y carente de motivaciones. Dos días después de que Dortmunder fuera rescatado del perro por Greenwood y Kelp, acudió a la oficina de Steen para una de sus habituales entrevistas. Steen dijo:

– Bueno, parece ser que esta vez va por el buen camino, Dortmunder. Me alegro.

– Aprendí la lección -respondió Dortmunder.

– Nunca es tarde para aprender -asintió Steen-. Pero permítame darle un consejo amistoso. Según mi experiencia y la experiencia de esta oficina en general, tiene usted que cuidarse mucho de las malas compañías.

Dortmunder asintió con la cabeza:

– Bueno -dijo Steen-, parece algo extraño decirle eso a un hombre de su edad, pero la verdad es que la mayoría de las reincidencias son por culpa de las malas compañías, más que por cualquier otro factor. Quiero que recuerde esto, en caso de que alguno de sus antiguos colegas lo busque para «sólo-un-trabajo-más»; eso significaría ir de nuevo la cárcel.

– Ya les dije que no -contestó Dortmunder, lentamente-. No se preocupe.

Steen lo miró sin comprender.

– ¿Usted qué…?

– Les dije que no.

Steen sacudió la cabeza.

– ¿No qué?

– Que no lo haría -le respondió Dortmunder. Miró a Steen y comprendió que no entendía nada de nada, de modo que continuó-: A los tipos de «sólo-un-trabajo-más» les dije que no.

Steen lo miró embobado.

– ¿Se lo propusieron? ¿Un robo?

– Claro.

– ¿Y usted se negó?

– Así es -respondió Dortmunder-. Llega un momento en que uno empieza a renunciar a eso como a un trabajo nocivo.

– ¿Y me lo viene a contar a mí? -preguntó Steen, tan pasmado que se le quebró la voz.

– Bueno, usted sacó el tema -le recordó Dortmunder.

– Así es -dijo Steen, con cierta vaguedad-. Lo hice, ¿no es así? -Miró la desolada y maltrecha oficina, con el mugriento mobiliario y unos descoloridos y poco estimulantes carteles. Sus ojos brillaban con un desacostumbrado destello. Casi podía leerse en ellos lo que pensaba: «Funciona». Todo el sistema de la libertad condicional, el papeleo, los malos ratos, las asquerosas oficinas, las duras libertades provisionales, ¡por Dios!, «funcionan». Un ex recluso en libertad condicional había sido requerido para tomar parte en un robo y había rechazado la proposición, e incluso se lo había explicado al oficial encargado de su libertad condicional. «¡Después de todo, la vida tiene sentido!»

Dortmunder empezaba a impacientarse. Se aclaró la garganta. Golpeó con los nudillos en el escritorio. Tuvo un acceso de tos. Por fin, dijo:

– Si ya no me necesita…

Los ojos de Steen lo miraron muy despacio.

– Dortmunder -dijo-. Quiero que sepa una cosa. Quiero que sepa que me ha hecho un hombre feliz.

Dortmunder no tenía ni idea de qué le estaba hablando.

– Bueno, me alegro -respondió-. Alguna vez puedo ser útil.

Steen ladeó la cabeza como el perro de dos días atrás.

– Supongo -añadió- que no querrá decirme los nombres de la gente que se puso en contacto con usted.

Dortmunder se encogió de hombros.

– Eran sólo unos tipos -contestó. Estaba algo arrepentido de haberlo mencionado. En otras circunstancias no lo hubiese hecho, pero el asunto del diamante lo tenía trastornado estos últimos meses, y los hábitos de toda una vida se estaban yendo al diablo-. Unos tipos que conocía -agregó, para dejar bien claro que no diría nada más.

Steen asintió con la cabeza.

– Comprendo -dijo-. Usted quiere hacer borrón y cuenta nueva con su pasado. Sepa que éste ha sido un día memorable en la prevención de la delincuencia. Y también para mí.

– Me alegro -respondió Dortmunder. No lo entendía, pero no tenía importancia.

Steen se puso a rebuscar unos papeles en su escritorio.

– Bueno, veamos. Nada más que las preguntas de rutina. ¿Sigue yendo a la escuela de maquinistas?

– Sí, claro -contestó Dortmunder. No existía tal escuela de maquinistas, por supuesto.

– Y todavía lo sigue manteniendo su cuñado, ¿no es así? El señor Kelp.

– Claro -afirmó Dortmunder.

– Tiene suerte de contar con esa clase de parientes -dijo Steen-. En realidad, no me sorprendería que el tal señor Kelp tuviera algo que ver con lo que usted acaba de decirme.

Dortmunder frunció el ceño.

– ¿Usted cree…?

Steen, sonriendo alegremente, miraba el papel y no captó la expresión de Dortmunder. Mejor así.

– Bueno, por ahora esto es todo -dijo, y levantó la mirada; la cara de Dortmunder ya no tenía expresión alguna.

Dortmunder se puso de pie.

– Hasta la vista.

– Conserve ese buen trabajo -aconsejó Steen-. Manténgase alejado de las malas compañías.

– Así lo haré -respondió Dortmunder, y se fue a su casa. Los encontró a todos; estaban sentados en la sala de estar, tomando unos tragos. Cerró la puerta y preguntó-: ¿Quién os ha dado permiso para entrar aquí?

– Yo -contestó Chefwick-. Espero que no te moleste. -Tomaba un ginger ale.

– ¿Por qué habría de molestarme? -repuso Dortmunder-. Esto no parece un apartamento privado.

– Queríamos hablar contigo -dijo Kelp. Estaba bebiéndose el whisky de Dortmunder; tomó un vaso de un estante y agregó-: Te serviré un trago.

Dortmunder cogió el vaso y dijo:

– No pienso meterme en ningún manicomio. Sois vosotros los que queréis hacerlo, y además, es allí donde deberíais estar; así que adelante. -Se giró hacia su asiento favorito, pero Greenwood estaba repanchingado en él, así que se sentó en la incómoda silla de brazos de madera.

– Nosotros seguiremos con el asunto, Dortmunder. Todos, menos tú, queremos intentarlo una vez más.

– Nos gustaría que te unieras a nosotros -intervino Greenwood.

– ¿Para qué me necesitáis? Hacedlo sin mí, ya sois cuatro.

Kelp dijo:

– Eres el cerebro, Dortmunder, eres el planificados Te necesitamos para dirigir las cosas.

– Lo puedes hacer tú. O Greenwood. Chefwick puede hacerlo. No sé, tal vez hasta Murch puede hacerlo -respondió Dortmunder.

– No tan bien como tú -dijo Murch.

– No me necesitáis -contestó Dortmunder-. Además, me han aconsejado que me aleje de las malas compañías, y eso significa: de vosotros, muchachos.

Kelp agitó las manos, con un gesto de negación.

– Esos consejos del horóscopo no significan nada -aseguró-. Una vez me dejé llevar por esas cosas; mi segunda mujer estaba loca por todo eso. El único fracaso que he tenido fue por hacer caso del horóscopo.

Dortmunder lo miró, ceñudo.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– El horóscopo -explicó Kelp. Movía las manos como un hombre revolviendo un rompecabezas-. Malas compañías -continuó-. Increíble viaje secreto. La tarde es buena para asuntos matrimoniales. Y todas esas idioteces.

Dortmunder entrecerró los ojos, como intentando ver claramente a Kelp para poder entenderlo. Al fin preguntó, con cierta duda:

– ¿Quieres decir el horóscopo?

– Claro -respondió Kelp-. Naturalmente.

Dortmunder sacudió la cabeza, tratando de entender.

– ¿Crees en los horóscopos?

– No -dijo Kelp-. Tú, sí.

Dortmunder pensó sobre ello unos segundos, después agitó la cabeza y se dirigió al grupo:

– Os deseo que seáis muy felices aquí, muchachos. Ya os haré saber dónde tenéis que enviar mis cosas. -Se volvió y fue hacia la puerta.

– ¡Eh! ¡Espera un minuto! -exclamó Kelp.

Chefwick se levantó de la silla y se puso frente a Dortmunder.

– Comprendo cómo te sientes -dijo-. Te lo digo sinceramente. Al principio, cuando Greenwood y Kelp fueron a verme, reaccioné como tú. Pero les escuché, dejé que me lo explicaran, y cuando lo hicieron…

– Ahí es donde fallaste -le interrumpió Dortmunder-. Nunca escuches a esos dos; han reducido todo lo que existe en la vida a algo tan simple como el cuento del billete premiado.

– Dortmunder -suplicó Chefwick-, te necesitamos. Es así de sencillo. Si tú diriges la operación conseguiremos acabar el trabajo de una vez por todas.

Dortmunder lo miró:

– ¿Trabajo? Trabajos, quieres decir. ¿Te das cuenta de que ya hemos cometido tres atracos por ese diamante de mierda y todavía no lo tenemos? Y por más atracos que cometamos, nuestro botín va a ser el mismo.

Greenwood se acercó también a la puerta, donde Dortmunder y Chefwick estaban de pie, y dijo:

– No, no es lo mismo. Primero eran treinta mil por cabeza; después, por lo que hicimos en la comisaría, la paga subió a treinta y cinco mil.

Kelp también se les acercó.

– Y el mayor la subirá otra vez, Dortmunder -explicó-; ya hablé con él. Otros cinco mil por cabeza. Son cuarenta mil por entrar caminando en un manicomio y salir caminando con el supuesto loco de Prosker.

Dortmunder se volvió hacia él.

– No, ya no es lo mismo que antes -contestó-. Esta vez se trata de un secuestro, que es un delito federal, y podemos acabar en la silla eléctrica por ello. Pero aunque sólo habláramos de la parte económica, éste sería el cuarto asalto, y cuatro asaltos por cuarenta mil significa diez mil dólares por cada uno. No he hecho un trabajo por diez mil dólares desde que tenía catorce años.

– Tienes que pensar también en el dinero para los gastos -dijo Kelp-. Es otro par de miles hasta que el trabajo esté hecho. Doce mil dólares no están tan mal por un robo.

– Esto parece un maleficio -respondió Dortmunder-. No me habléis más de horóscopos; lo único que os digo es que no soy supersticioso y no creo en maleficios. Pero si hay algo que trae mala suerte en el mundo es ese diamante.

Greenwood dijo:

– Échale un vistazo, nada más, Dortmunder. Pasa en tren y míralo, es todo lo que te pedimos. Si no te parece bien, nos olvidamos del asunto.

– No me parece bien -aseguró Dortmunder.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Greenwood-. Nunca lo has visto hasta ahora.

– Ni necesito hacerlo -respondió Dortmunder-. Lo que sé es que ya lo odio. -Extendió las manos-. De veras. ¿Por qué no os vais y lo hacéis vosotros mismos?, ¡coño! O si necesitáis un quinto hombre, buscad a otro. Hasta disponéis de mi teléfono, por si os hace falta.

– Creo que deberíamos poner las cartas sobre la mesa -indicó Chefwick.

Greenwood se encogió de hombros.

– Supongo que sí.

Murch, el único que permanecía sentado, bebiendo a sorbos su cerveza, gritó:

– ¡Os dije que empezaseis por ahí!

– No quería presionarle, eso es todo -explicó Kelp.

Dortmunder miró a cada uno de ellos con torva sospecha.

– ¿Ahora qué pasa? -preguntó.

– ¡Iko no nos financia sin ti! -contestó Chefwick.

– Apuesta por ti, Dortmunder. Sabe que eres el mejor de todos -dijo Greenwood.

– ¡Joder! -murmuró Dortmunder.

– Todo lo que queremos es que le eches un vistazo al manicomio. Después de eso, si dices que el asunto no va, no te molestaremos más -insistió Kelp.

– Podemos ir mañana en el tren -sugirió Greenwood.

– Si tú estás de acuerdo -dijo Chefwick.

Allí estaban, de pie, mirando a Dortmunder y esperando que dijera algo. Dortmunder miraba ceñudo al suelo y se mordisqueaba los nudillos. Al cabo de un rato pasó entre ellos y se acercó a la mesa donde había dejado el whisky. Lo cogió, se bebió un saludable trago y se dio la vuelta para mirarlos.

– ¿Quieres ir a echar un vistazo al lugar? -preguntó Greenwood.

– Supongo que sí -contestó Dortmunder. No parecía muy contento.

Todos los demás estaban contentos.

– ¡Estupendo! -exclamó Kelp.

– Creo que debería hacerme examinar la cabeza -dijo Dortmunder, y se terminó su whisky.

3

– Billetes -dijo el revisor.

– Aire -contestó Dortmunder.

El revisor estaba parado en el pasillo, balanceando su tenacilla de perforar, y preguntó:

– ¿Qué?

– No hay aire en este vagón -le respondió Dortmunder-. Las ventanas no se pueden abrir y aquí no hay nada de aire.

– Tiene razón -convino el revisor-. ¿Me permiten los billetes?

– ¿Me permite un poco de aire?

– No me lo pida a mí -dijo el revisor-. Los ferrocarriles garantizan el transporte, lo recogen a usted en un sitio y lo llevan a otro. El ferrocarril no anda metido en el negocio del aire. Necesito sus billetes.

– Y yo necesito aire -insistió Dortmunder.

– Puede bajarse en la próxima parada -sugirió el revisor-. Hay aire a montones en el andén.

Kelp, sentado al lado de Dortmunder, le tiró de la manga:

– No insistas. No conseguirás nada.

Dortmunder miró a la cara al revisor y dedujo que Kelp tenía razón. Se encogió de hombros y le tendió el billete; Kelp hizo lo mismo. Y el revisor picó ambos billetes antes de devolvérselos. Luego hizo lo mismo con el de Murch, al otro lado del pasillo, y el de Greenwood y el de Chefwick, en el asiento de atrás. Como los cinco eran los únicos ocupantes de ese vagón, el revisor se fue caminando tranquilamente por el pasillo, dejándolos otra vez solos. Kelp dijo:

– Nunca se consigue nada de estos tipos.

– Claro -asintió Dortmunder. Miró a su alrededor y preguntó-: ¿Alguien trae algo?

Kelp lo miró asustado.

– ¡Dortmunder! ¡No vas a despachar a un tipo porque no hay aire!

– ¿Quién habla de despacharlo? ¿Alguno de vosotros está armado?

– Yo -respondió Greenwood. Sacó de su chaqueta de Norfolk (era el que vestía más elegantemente del grupo) un revólver calibre 32 de cinco balas, con cañón de dos pulgadas; se lo entregó a Dortmunder por la culata, y Dortmunder dijo:

– Gracias. -Cogió el arma, la invirtió cogiéndola por el cañón y la recámara y se dirigió a Kelp-: Permiso. -Pasó por delante de Kelp e hizo un agujero en la ventana.

– ¡Eh! -exclamó Kelp.

– Aire -dijo Dortmunder. Volvió y le dio el arma a Greenwood diciendo-: Gracias otra vez.

Greenwood parecía un poco ofuscado.

– De nada -contestó, mirando la culata por si había alguna raspadura. No había ninguna, y volvió a guardársela.

Todo esto sucedía un domingo, 10 de septiembre. Viajaban en el único tren de pasajeros que iba los domingos en esa dirección. La estación en la que se detuvieron estaba desierta, a excepción de tres viejos con monos de trabajo recostados contra la pared, como en todos los andenes de las ciudades pequeñas de Estados Unidos. Afuera brillaba el sol, y el aire fresco que el agujero hecho por Dortmunder dejaba entrar olía agradablemente, con el aroma de fines de verano. El tren traqueteaba a una moderada velocidad de ciento quince kilómetros por hora y brindaba a los pasajeros la posibilidad de disfrutar de verdad el paisaje. En general, era un agradable paseo, con esa suerte de sosiego tan difícil de conseguir en el siglo XX.

– ¿Falta mucho? -preguntó Dortmunder.

Kelp miró su reloj.

– Diez o quince minutos más -contestó-. Puedes observar el lugar desde el tren. De este lado.

Dortmunder asintió con la cabeza.

– Es un edificio de ladrillos viejo y grande -explicó Kelp-. Se utilizó como fábrica. Hacían refugios atómicos prefabricados.

Dortmunder lo miró.

– Cada vez que te pones a hablar conmigo -dijo-, me dices más cosas de las que quiero saber. Refugios atómicos prefabricados. No quiero saber por qué la fábrica se arruinó.

– Es una historia muy interesante -aseguró Kelp.

– Supongo que lo sería.

El tren se detuvo justo en ese momento; Dortmunder y Kelp miraron afuera y vieron a los tres viejos, que les devolvieron la mirada. El tren arrancó de nuevo, y Kelp anunció:

– La próxima estación es la nuestra.

– ¿Cómo se llama la ciudad?

– New Mycenae. Es el nombre de una ciudad griega muy antigua.

– No quiero saber por qué -dijo Dortmunder.

– Pero, ¿qué te pasa?

– Nada -contestó Dortmunder. El revisor volvió a entrar y se detuvo junto a ellos. Miró, ceñudo, el agujero de la ventana, y preguntó:

– ¿Quién ha hecho eso?

– Un viejo, en la última estación -contestó Dortmunder.

El revisor lo miró furioso.

– Lo ha hecho usted -dijo.

– No, no lo ha hecho él; ha sido un viejo, en la última estación -aseguró Kelp.

Greenwood, sentado en el asiento de atrás, afirmó:

– Así es. Yo lo vi. Ha sido un viejo, en la última estación.

El revisor los miró uno a uno con ojos llameantes.

– ¿Y piensan que me voy a creer eso?

Nadie le contestó.

Observó una vez más el agujero de la ventana, después se volvió hacia Murch, sentado al otro lado del pasillo:

– ¿Usted lo ha visto?

– Claro -dijo Murch.

– ¿Qué ha pasado?

– Ha sido un viejo, en la última estación.

El revisor levantó una ceja.

– ¿Usted va con estos tipos?

– Nunca los he visto en mi vida -aseguró Murch.

El revisor repartió miradas de sospecha, luego masculló algo que nadie pudo entender, se dio la vuelta y se dirigió al final del vagón. Franqueó la puerta y volvió un instante después para gritar:

– ¡Próxima parada, New McKinney! -anunció, como si desafiara a alguien a que le encontrara sentido a eso. Les echó una mirada penetrante, esperó y desapareció otra vez, dando un portazo.

Dortmunder se dirigió a Kelp:

– Pensé que habías dicho que la próxima estación era la nuestra.

– Se supone que sí -dijo Kelp. Miró por la ventana y añadió-: Claro que sí. Es ésta.

Dortmunder miró hacia donde señalaba Kelp y vio un edificio de ladrillos rojos, grande y apartado, a la derecha de las vías. Una alta empalizada reforzada con una cadena rodeaba el recinto, y unos letreros metálicos colgaban a intervalos. Dortmunder entornó los ojos, pero no pudo leer lo que decían.

– ¿Qué dicen esos letreros? -preguntó.

– Peligro. Alto voltaje -contestó Kelp.

Dortmunder lo miró, pero Kelp seguía contemplando por la ventana sin inmutarse. Dortmunder meneó la cabeza y volvió a mirar el manicomio. Un tramo de vías se apartaba de las del tren en el que viajaban, describía una curva, pasaba bajo la cerca electrificada y atravesaba los espacios libres del manicomio. Eran vías amarillentas por la herrumbre, y dentro de los jardines se habían integrado en la disposición de los macizos de flores. Unas dos docenas de personas en pijama y bata blanca paseaban por el césped, vigiladas por otras que parecían guardias armados y con uniforme azul.

– Hasta ahora no parece demasiado fácil -dijo Dortmunder.

– Espera un poco antes de decirlo -contestó Kelp.

El tren aminoró un poco la marcha a medida que dejaba atrás el manicomio. La puerta en el extremo del vagón volvió a abrirse y el revisor asomó la cabeza para gritar:

– ¡New McKinney! ¡Newwwww McKinney!

Kelp y Dortmunder se miraron, frunciendo el ceño. Cuando el andén entró en su campo visual, observaron un cartel que decía: new mycenae.

– ¡New McKinney! -aulló el revisor.

– Creo que lo odio -dijo Dortmunder. Se puso de pie, seguido por los otros cuatro. Todos caminaron por el pasillo, mientras el tren rechinaba hasta detenerse. El revisor los miró con furia mientras se bajaban y le dijo a Murch:

– Me pareció que dijo usted que no iba con esos tipos.

– ¿Con quién? -le preguntó Murch, y bajó al andén.

El tren arrancó y, con lentas sacudidas, se alejó de la estación. El revisor se asomó durante un buen rato para observar a sus cinco pasajeros. También los observaban los tres viejos del andén; uno de ellos largó un escupitajo de jugo de tabaco para subrayar la ocasión.

Dortmunder y los demás cruzaron la estación y salieron por el otro lado, donde se encontraron con un hombre gordo y bigotudo que clamaba que su Fraser 1949 era un taxi.

– Podemos ir andando -sugirió Kelp a Dortmunder-. No está lejos.

No lo estaba. Caminaron unas siete manzanas y llegaron a la entrada principal, donde un letrero indicaba: «Sanatorio Claro de Luna». Allí, la cerca electrificada estaba más alejada del camino, y frente a ella, a un metro y medio, más o menos, se extendía otra cerca con cadena. Sentados en dos sillas de tijera, dos guardias armados charlaban.

Dortmunder se detuvo y contempló el conjunto.

– ¿A quién tendrán ahí? ¿A Rudolf Hess?

– Es lo que ellos llaman un manicomio de alta seguridad -le explicó Kelp-. Para chiflados ricos, únicamente. Muchos de los que están ahí son lo que ellos llaman locos criminales, pero sus familiares tienen suficiente dinero para mantenerlos fuera de un manicomio del estado.

– He perdido todo el día -dijo Dortmunder-. Hoy hubiera podido vender media docena de enciclopedias. Uno encuentra al marido en casa, le dice al marido que puede ofrecerle una biblioteca por módulos que va incluida en el precio y que él mismo puede montar, y él se abre la cartera.

Chefwick preguntó:

– ¿Quieres decir que no podremos hacerlo?

– Guardias armados -contestó Dortmunder-. Cercas electrificadas. Sin hablar de los internos. ¿Os apetece mezclaros con ellos?

– Tenía la esperanza de que encontrarías la manera. Tiene que haber una manera de entrar ahí -dijo Greenwood.

– Claro que hay una manera de entrar ahí -respondió Dortmunder-. Te tiras con paracaídas. Después tienes que ver cómo sales.

– ¿Por qué no damos una vuelta al lugar? A lo mejor vemos algo -sugirió Murch.

– Parecen cañones antiaéreos. Éste no es un manicomio fácil de asaltar.

– Aún nos queda una hora antes de tomar el tren de regreso -dijo Kelp-. Lo mejor que podemos hacer es caminar un poco.

Dortmunder se encogió de hombros.

– Está bien. Demos una vuelta.

Dieron una vuelta y no vieron nada estimulante. Cuando llegaron a la parte trasera del edificio, tuvieron que abandonar el camino asfaltado y seguir por un campo lleno de malezas y atravesar las oxidadas vías color naranja. Chefwick dijo, con aire severo:

– Yo mantengo mis vías en mejores condiciones que éstas.

– Bueno, éstas están en desuso -dijo Kelp.

– Mirad, uno de los chiflados nos está haciendo señas -señaló Murch.

Miraron, y era verdad. Una de las figuras de blanco, parada cerca de los macizos de flores, les estaba haciendo señas. Con la otra mano se protegía los ojos del sol. Estaba sonriendo y burlándose de la banda.

Ellos empezaron a devolverle las señas; entonces Greenwood dijo:

– ¡Eh! ¡Pero si es Prosker!

Se quedaron allí plantados, con las manos en el aire. Chefwick dijo:

– Así es.

Bajó la mano, y todos le imitaron. Pero allá, entre los macizos de flores, Prosker seguía agitando las manos, y de pronto se echó a reír. Se inclinó hacia adelante y cayó de rodillas, doblado por el ataque de risa. Intentó hacer señas y reírse al mismo tiempo, y estuvo a punto de caer sentado.

Dortmunder dijo:

– Greenwood, préstamelo otra vez.

– No, Dortmunder -contestó Kelp-, lo necesitamos para que nos devuelva el diamante.

– Salvo que no podemos llegar hasta él -aclaró Murch-. Así que no merece la pena dejarlo vivo.

– Ya lo veremos -respondió Dortmunder, amenazando a Prosker con el puño, lo que dio como resultado que éste se riera de tal forma que, al fin, se cayó sentado al suelo. Un guardia se le acercó y se quedó mirándolo, pero no hizo nada.

Kelp dijo:

– No soporto que un piojo como ése nos gane la jugada.

– No nos ganará -afirmó Dortmunder implacable.

Todos lo miraron. Kelp preguntó:

– ¿Quieres decir que…?

– No se va a reír de mí -aseguró Dortmunder-. Ya estoy harto.

– ¿Quieres decir que vendremos a por él?

– Quiero decir que ya estoy harto -respondió Dortmunder. Y mirando a Kelp, agregó-: Irás a decirle a Iko que nos vuelva a asignar la paga. -Miró de nuevo a Prosker, que ahora rodaba por el suelo, agarrándose las costillas y pateando el césped-. Si cree que está a salvo en este lugar -dijo Dortmunder-, está loco.

4

Cuando el hombre de ébano hizo pasar a Kelp, el mayor Iko estaba inclinado sobre la mesa de billar, apuntando con el taco como un cazador furtivo con su escopeta. Kelp, al ver la disposición de las bolas, dijo:

– Dele a la doce así; la bola hará carambola con la tres y meterá la ocho.

Sin moverse, el mayor alzó la mirada hacia Kelp:

– Está equivocado -respondió-. He estado practicando.

Kelp se encogió de hombros.

– Juegue -indicó.

El mayor observó un poco más, luego golpeó la bola, que chocó con la doce, hizo carambola con la tres y metió la ocho.

– Banimi ka junt -dijo el mayor, dejando el taco sobre la mesa-. ¿Y bien? -ladró a Kelp-. Han pasado dos semanas desde que Dortmunder aceptó hacer el trabajo. El dinero sigue saliendo, pero el diamante sigue sin aparecer.

– Ahora estamos preparados de nuevo -aseguró Kelp, y tomó una sucia y rota lista del bolsillo-. Éstas son las cosas que necesitamos.

– Sin helicópteros esta vez, espero.

– No, el lugar está demasiado lejos de Nueva York. Pero lo pensamos.

– No lo dudo -dijo el mayor, mordaz, y cogió la lista.

– ¿Le importa si meto un par de bolas?

– Adelante -contestó el mayor y desplegó la hoja de papel.

Kelp tomó el taco y metió la bola tres; el mayor chilló:

– ¡Una locomotora!

Kelp asintió con la cabeza y dejó el taco. Se dio la vuelta para ponerse frente al mayor y dijo:

– Dortmunder cree que podría haber algún problema con eso.

– ¡Problema! -Parecía como si al mayor le hubieran dado con un hacha.

– En realidad, no necesitamos una diésel grande -explicó Kelp-. Sólo necesitamos algo que pueda circular por vías de ancho normal, y que lo haga por sus propios medios. Pero deber ser más grande que una zorra.

– Más grande que una zorra -dijo el mayor. Como las piernas no le sostenían, buscó una silla en la que sentarse. La lista colgaba olvidada de su mano.

– Chefwick es nuestro especialista en ferrocarriles -dijo Kelp-. Así que si quiere hablar del asunto con él, le dirá exactamente qué es lo que necesitamos.

– Por supuesto -respondió el mayor.

Kelp lo miró extrañado.

– ¿Se siente bien, mayor?

– Por supuesto -contestó el mayor.

Kelp se levantó y agitó la mano frente a los ojos del mayor. No cambiaron, siguieron mirando fijamente algún punto en el centro de la habitación. Kelp dijo:

– Tal vez sea mejor que lo llame más tarde. Cuando se sienta mejor.

– Por supuesto -contestó el mayor.

– En realidad, no necesitamos una locomotora tan grande -insistió Kelp-. Bastará con una locomotora mediana.

– Por supuesto -respondió el mayor.

– Bueno. -Kelp miró a su alrededor, un poco desconcertado-. Lo llamaré más tarde -dijo-. Para saber cuándo puede venir Chefwick.

– Por supuesto -reiteró el mayor.

Kelp retrocedió hasta la puerta y allí vaciló durante un segundo, sintiendo la necesidad de decir algo para levantarle el ánimo al mayor.

– Está jugando mucho mejor, mayor -dijo por fin.

– Por supuesto -volvió a decir el mayor.

5

El mayor Iko, parado al fondo del camión y con la frente arrugada por la preocupación, dijo:

– Tengo que devolver esta locomotora. No la pierdan, no la estropeen. Tengo que devolverla, me la prestaron.

– Se la devolveremos -le aseguró Dortmunder. Consultó su reloj y dijo-: Debemos irnos.

– Tengan cuidado con la locomotora -suplicó el mayor-. Es todo lo que les pido.

– Mayor, le doy mi palabra de honor de que no le pasará nada a la locomotora -aseguró Chefwick-. Creo que usted sabe lo que siento respecto a las locomotoras.

El mayor asintió con la cabeza, un poco más tranquilo, pero todavía preocupado. Tenía un rictus en la mejilla.

– Es hora de irse -dijo Dortmunder-. Hasta la vista, mayor.

Por supuesto, sería Murch el encargado de conducir; Dortmunder se sentó en la cabina, a su lado, mientras que los otros tres se instalaron atrás. El mayor siguió mirándolos; Murch lo saludó con la mano y condujo el camión por el camino de tierra de la granja desierta. Salió a la autopista, donde giró hacia el norte, y se alejó de Nueva York rumbo a New Mycenae.

Era un camión corriente, con una cabina roja común y un remolque cubierto por completo por un toldo color aceituna parduzco; cuando adelantaban a alguien pasaban desapercibidos. Pero debajo del toldo estaba escondida una máquina de tren increíblemente brillante, en cuyos costados se combinaban escenas de transportes ferroviarios pintadas en luminosos colores con unas letras rojas, de treinta centímetros de alto, en las que podía leerse: LA ISLA DE LA ALEGRÍA – PARQUE DE ATRACCIONES – PULGARCITO. Y debajo, en letras negras un poco más pequeñas, «La Famosa Locomotora».

Qué hilos había movido el mayor, qué historia tuvo que contar, qué sobornos pagó, qué presiones hizo para conseguir esa locomotora eran cosas que Dortmunder no sabía ni le importaban. La había conseguido a las dos semanas de habérsela pedido, eso era todo, y ahora Dortmunder se disponía a borrarle la risa de la cara al señor Prosker. Ah, sí, lo haría, estaba seguro.

Era el segundo domingo de octubre, un día soleado pero fresco, con poco tránsito en las carreteras secundarias por donde circulaban, a un buen promedio, hasta New Mycenae. Murch los condujo a través de la ciudad y salieron a la carretera en dirección al Sanatorio Claro de Luna. Pasaron frente a él y Dortmunder le echó un vistazo cuando lo dejaron atrás. Tranquilo. Los mismos dos guardias charlando en la puerta principal. Todo igual.

Viajaron otros cinco kilómetros por la misma carretera, y al fin Murch giró a la derecha. Unos doscientos metros más adelante se desvió a un lado de la carretera y se detuvo; echó el freno de mano, pero dejó el motor en marcha. Era un lugar arbolado, en pendiente, sin casas ni otras edificaciones. Unos cien metros más adelante, dos barras blancas cruzadas señalizaban un paso a nivel.

Dortmunder miró su reloj.

– Llegará dentro de cuatro minutos -dijo.

En las dos últimas semanas habían estado dando vueltas por el lugar, hasta que lo conocieron tan bien como sus propias casas. Sabían cuáles eran las vías más transitadas y cuáles eran las vías muertas. Sabían adónde iban todos los caminos vecinos, conocían todos los coches de policía del lugar y adónde solían ir los agentes a pasar la tarde del domingo, sabían de cuatro o cinco lugares donde podían esconder un camión y sabían los horarios del ferrocarril.

Lo sabían mejor que los mismos ferrocarriles, evidentemente, puesto que el tren que Dortmunder esperaba venía ya con cinco minutos de retraso. Pero al fin lo oyeron pitar en la distancia, acercarse lentamente y pasar junto a ellos. Era el mismo tren de viajeros que había transportado a Dortmunder y a los demás dos semanas atrás.

– Ésa es tu ventana -dijo Murch, señalando la ventana agujereada que pasaba lentamente.

– Ya me imaginaba que no la arreglarían.

Un tren tarda un rato en pasar por completo por un punto dado, sobre todo si avanza a unos treinta kilómetros por hora; pero el último vagón pasó por fin y la vía quedó libre de nuevo. Murch miró a Dortmunder y preguntó:

– ¿Cuánto tiempo más?

– Dejémosle un par de minutos.

Sabían que, según el horario, el siguiente ocupante de la vía pasaría a las nueve y media de la noche y sería un tren de mercancías en dirección al sur. Durante la semana pasaban muchos trenes que iban de aquí para allá, de pasajeros y de mercancías, pero los domingos la mayoría de los trenes se quedan en casa.

Después de un minuto o dos de silencio, Dortmunder tiró la colilla del Camel al suelo del camión y la aplastó.

– Ya podemos ir -dijo.

– Bien. -Murch quitó el freno de mano y a marcha moderada se acercó hasta las vías. Maniobró hacia atrás y hacia adelante hasta que se puso de través, bloqueándolas, y entonces Dortmunder salió, rodeó el camión y abrió las puertas traseras. Enseguida Dortmunder y Kelp empezaron a empujar hacia adelante un objeto largo y complicado, parecido a un tablero. Era una ancha rampa de metal con un juego de raíles. El extremo final cayó resonando sobre las vías. Greenwood se bajó para ayudar a Dortmunder, y a fuerza de empujones la llevaron hasta la rampa de las vías paralelas a la línea del ferrocarril. Después Greenwood le hizo señas a Kelp, que estaba en la puerta trasera y se giró para hacer señas al interior. A los pocos segundos salió una locomotora.

¡Y qué locomotora! Era la Pulgarcito, la famosa locomotora, o, por lo menos, una réplica de la famosa Pulgarcito, cuyo original, construido para la Baltimore & Ohio, allá por 1830, fue la primera locomotora de vapor fabricada en Estados Unidos que se utilizó en una línea regular. Se parecía, claro está, a la viejísima locomotora de las películas de Walt Disney; y ésta era su réplica, una copia exacta de la original. Bueno, tal vez no tan exacta, dado que había una o dos pequeñas diferencias: por ejemplo, la Pulgarcito original funcionaba por el vapor generado por una caldera de carbón, mientras que su réplica funcionaba con gasolina, con un motor Ford de 1962. Pero se parecía a la auténtica, y eso era lo más importante. ¿Y quién osaría criticar las etéreas nubecillas de humo que emanaban discretamente por el escape, en vez del denso eructo de humo que, era de suponer, saldría por la antigua chimenea?

Aparentemente, esta réplica no pasaba todo el tiempo en el parque de atracciones, sino que viajaba de vez en cuando para exhibirse en ferias e inauguraciones de supermercados y otros eventos festivos. El camión especialmente equipado para transportarla era una clara prueba de ello, así como el hecho de que sus ruedas se acomodaran al ancho de las vías actuales.

La locomotora se completaba con su propio ténder, una especie de caja de madera parecida a una mesa de té con ruedas. En la original, el ténder solía estar lleno de carbón, pero en la copia estaba vacío, con la excepción de una escoba de mango verde apoyada en un rincón.

Chefwick estaba a los mandos cuando Pulgarcito bajó lentamente la rampa y efectuó el cambio de un juego de vías a otro; parecía estar en el séptimo cielo y sonreía de oreja a oreja, radiante de pura felicidad. En su imaginación no le habían proporcionado una locomotora de tamaño natural: su propio cuerpo se había reducido, y estaba conduciendo, él en persona, un tren de juguete. Sonriendo, miró hacia afuera, a Dortmunder, y dijo:

– Tuuu-tuuu.

– Ya -contestó Dortmunder-. Adelanta un poco más.

Chefwick movió la Pulgarcito unos cuantos centímetros más.

– Así está bien -indicó Dortmunder, y fue a ayudar a Greenwood y a Kelp para deslizar la rampa dentro del camión. Cerraron las puertas y le gritaron algo a Murch, que les devolvió el grito y maniobró el camión haciendo un giro muy pronunciado para estacionarlo de nuevo en la carretera. Hasta el momento no había nada de tráfico.

Chefwick, Greenwood y Kelp se habían enfundado ya sendos trajes isotérmicos, cuya goma negra relucía bajo el sol. Todavía no se habían puesto los guantes, ni las máscaras ni el casco, pero por lo demás estaban completamente embutidos en goma. Todo eso era para la valla electrificada.

Dortmunder, Greenwood y Kelp subieron de un salto a bordo del ténder, y Dortmunder gritó a Chefwick:

– ¡Adelante!

– Bien -dijo Chefwick-. ¡Tuuu-tuuu! -gritó, y Pulgarcito empezó a deslizarse por la vía.

El otro traje isotérmico esperaba a Dortmunder en el ténder, en el cajón de las armas. Se lo puso y dijo:

– Acordaos bien. Cuando crucemos, mantened las manos sobre la cara.

– Bien -respondió Kelp.

Pulgarcito viajaba a más de veinticinco kilómetros por hora. Llegaron al Sanatorio Claro de Luna enseguida. Chefwick detuvo la locomotora justo antes del desvío, donde las antiguas vías se dirigían hacia los terrenos del sanatorio. Greenwood bajó de un salto, examinó el cambiavías y lo hizo girar hasta la posición del ramal. Luego, de un salto, subió de nuevo a bordo. (Les había llevado dos noches lubricar y tensar el viejo cambiavías para ponerlo otra vez en uso. Es demasiado caro para las compañías de ferrocarril retirar los viejos equipos en desuso y no molestan a nadie si los abandonan por ahí. Ésa es la razón de que haya tantos tramos de vía en desuso en Estados Unidos. Pero la mayoría de ellos no están inservibles, sólo herrumbrosos; ése fue el único problema. Ahora el cambiavías giraba de maravilla.)

Se pusieron los cascos, guantes y máscaras, y Chefwick aceleró sobre las traqueteadas vías de color naranja, camino de las vallas del sanatorio. Pulgarcito, con su ténder y todo, se mostraba ahora más ágil que el Ford cuyo motor empleaba, y aceleró como si fuera un vehículo ligero. Alcanzó los setenta por hora antes de embestir la valla.

¡Zas! Centellas, chisporroteos, humo. Los cables eléctricos dieron bandazos de aquí para allá. Las ruedas de Pulgarcito chillaron y chirriaron sobre las viejas vías, y chirriaron aún más fuerte cuando Chefwick pisó los frenos. Habían abierto un boquete en la valla como un corredor que corta con el pecho la cinta de llegada, y luego, entre voces y chirridos, se detuvieron, rodeados de crisantemos y gardenias.

En su despacho del lado opuesto del edificio, el administrador jefe, doctor Panchard L. Whiskum, sentado en su despacho, releía el artículo que acababa de escribir para la Revista Norteamericana de Pan-sicoterapia Aplicada, titulado «Casos de alucinación inducida entre los miembros del personal de hospitales mentales», cuando un enfermero con bata blanca entró gritando:

– ¡Doctor! ¡Hay una locomotora en el jardín!

El doctor Whiskum miró al enfermero. Miró su manuscrito. Miró al enfermero y dijo:

– Siéntese, Foster. Hablemos de esto.

En el jardín, Dortmunder, Greenwood y Kelp emergieron del ténder con sus trajes de goma y sus variadas máscaras, empuñando sus metralletas. Por el césped, pacientes vestidos de blanco, guardias vestidos de azul y ayudantes vestidos de blanco corrían de un lado a otro, de arriba abajo, gritándose entre sí, agarrándose entre sí y chocando entre sí. Ahora, el manicomio parecía un manicomio.

Dortmunder disparó una ráfaga al aire con su metralleta. Después, se produjo un silencio igual que el que se produce en una cafetería cuando a alguien se le ha caído un centenar de bandejas metálicas sobre las baldosas del suelo. Un silencio muy silencioso.

El parque se llenó de ojos desorbitados. Dortmunder los miró a todos y por fin encontró a Prosker. Le apuntó con la metralleta y gritó:

– ¡Prosker! ¡Venga aquí!

Prosker intentó hacerle creer que se trataba de otra persona. Seguía allí plantado, haciendo como si Dortmunder no lo estuviera viendo…

Dortmunder gritó:

– ¿Le pego un tiro en los tobillos y le pido a alguien que me lo traiga? ¡Venga aquí!

Una doctora que estaba cerca de allí, con pantalones negros y una bata blanca de laboratorio, gritó:

– ¡Debería darles vergüenza! ¿No se dan cuenta de que están destruyendo el concepto de realidad que estamos tratando de inculcar a esta gente? ¿Cómo esperan ustedes que puedan diferenciar entre ilusión y realidad, haciendo cosas como esto?

– Cállese -le dijo Dortmunder, y volvió a dirigirse a Prosker-: Estoy perdiendo la paciencia.

Pero Prosker seguía ahí plantado, con apariencia inocente, hasta que, de pronto, un guardia que estaba cerca de él dio un paso con rapidez y le dio un empujón, gritándole:

– ¿Quiere apartarse de ahí? Quién sabe si tiene buena puntería. ¿Quiere que maten a gente inocente?

Un coro de aprobación siguió a este comentario. Los internos (cuya distribución recordaba ahora las piezas de un tablero de ajedrez viviente) formaron una especie de hilera de porteadores y empujaron a Prosker, pasándoselo de mano en mano, desde el jardín hasta la locomotora.

Cuando llegó hasta donde estaba Dortmunder, se volvió locuaz:

– ¡No soy un hombre sano! -gritó-. ¡Estoy lleno de enfermedades, de trastornos, he perdido la memoria! De lo contrario, no estaría aquí. ¿Por qué habría de estar aquí si no estuviera enfermo? Ya les digo, perdí la memoria, no sé nada de nada.

– Venga aquí -dijo Dortmunder-. Ya se la refrescaremos.

De muy mala gana, empujado por muchas manos, Prosker subió al ténder. Kelp y Greenwood lo sujetaron, mientras Dortmunder les decía a los reclusos que no se movieran hasta que ellos se fueran.

– Además -agregó-, manden a alguien a cambiar las vías después de que nos hayamos ido. No queremos que descarrile ningún tren, ¿verdad?

Un centenar de cabezas asintió.

– Bien -dijo Dortmunder. Llamó a Chefwick-: Retrocede hasta aquí.

– Ah, muy bien -contestó Chefwick, y entre dientes murmuró-: Tuuu-tuuu. -No lo podía decir en voz alta, ahora que le podían oír esos locos; podrían hacerse una idea equivocada acerca de él.

La locomotora retrocedió lentamente hacia los macizos de flores. Dortmunder, Greenwood y Kelp rodeaban a Prosker y lo agarraban por los codos, manteniéndolo levantado unos centímetros en el aire. Y ahí estaba él, colgando y atosigado por todos lados por aquellos tipos de los trajes de goma, con los pies calzados con zapatillas balanceándose a unos cuantos centímetros del suelo.

– ¿Qué están haciendo? -exclamó-. ¿Por qué hacen esto?

– Así no se electrocutará -le respondió Greenwood-. Tenemos que pasar por las vallas electrificadas. Coopere, señor Prosker.

– Ah, sí, voy a cooperar -dijo Prosker-. Voy a cooperar.

– Sí, claro que lo hará -aseguró Dortmunder.

6

Murch, parado junto a las vías, fumaba un Marlboro y pensaba en los trenes. ¿Qué se sentiría al conducir un tren, uno de verdad, un diésel moderno? Claro que uno no podía cambiar de ruta cuando quisiera, pero, de todos modos, podía resultar interesante, muy interesante.

En los últimos quince minutos sólo había pasado un vehículo, rumbo al oeste, una vieja camioneta verde con un canoso granjero al volante y una gran cantidad de cosas metálicas atrás que hicieron clanc cuando la furgoneta cruzó las vías. El granjero dirigió a Murch una torva mirada, como si sospechara que Murch fuese el responsable del ruido.

Al cabo de un minuto o dos se oyó otro ruido, apagado y muy lejano: era el breve tartamudeo de una ráfaga de metralleta. Murch escuchaba con atención, pero el ruido no se repitió. Quizá sólo fuera una advertencia, y no una señal de dificultades.

Ahora algo bajaba por las vías. Murch se inclinó hacia adelante y miró con atención. Era la buena y vieja Pulgarcito, deslizándose por las vías y gimiendo, marcha atrás, con su viejo motor Ford.

Bien. Murch tiró el Marlboro y corrió hacia el camión. Retrocedió y lo puso en la posición debida, a punto para cuando llegara Pulgarcito.

Chefwick, con facilidad, detuvo la locomotora a unos pocos metros de la parte trasera del camión. Parecía un poco triste ante la perspectiva de recuperar su tamaño normal, pero no tenía alternativa. Su poción mágica se había agotado.

Mientras Greenwood seguía vigilando a Prosker en el ténder, Dortmunder y Kelp se quitaron el traje de goma y salieron para colocar la rampa en su lugar. Cuidadosamente, Chefwick metió la locomotora marcha atrás en el camión, y después Dortmunder y Kelp introdujeron la rampa. Kelp subió al camión, y Dortmunder cerró la puerta y dio la vuelta para subir a la cabina junto a Murch.

– ¿Todo bien? -preguntó Murch.

– Ningún problema.

– ¿Al lugar más cercano?

– Donde te parezca mejor -contestó Dortmunder.

Murch puso el camión en marcha y arrancó, y tres kilómetros después tomó una curva hacia la izquierda para coger un camino, uno de los que habían señalado durante las dos últimas semanas. Éste, ellos lo sabían, se perdía en los bosques sin llevar a ninguna parte. Había ciertos indicios, en el primer kilómetro, de que alguna vez había sido utilizado como paseo de enamorados, pero más adelante se volvía más estrecho y cubierto de hierba hasta desaparecer por completo en medio de una hoya seca, sin vestigios humanos, excepto un par de hileras de piedras serpenteantes que alguna vez fueron cercados y que ahora se desmoronaban en su mayor parte. Tal vez hubo allí una granja, o tal vez una ciudad entera. Las landas boscosas en los estados del noroeste están llenas de granjas abandonadas desde hace mucho tiempo y de pueblos rurales desiertos, algunos de ellos ya desaparecidos sin dejar rastro y otros de los que aún pervive un fortuito muro de piedra o una lápida semienterrada que indica dónde estaba el cementerio.

Murch llevó el camión tan lejos como se atrevió y lo detuvo.

– Escuchad el silencio -dijo.

La tarde moría y en los bosques no se oía ni un ruido. Era un silencio más calmo, más tenue que el del sanatorio después de la ráfaga de metralleta de Dortmunder, pero tan absoluto como aquél.

Dortmunder salió de la cabina, y cuando la cerró, el portazo resonó como un fragor de guerra entre los árboles. Murch había salido por el otro lado. Caminaron por separado a ambos lados del remolque y se encontraron de nuevo al final. Alrededor se erguían tres troncos, y bajo sus pies, se extendían las rojas y anaranjadas hojas muertas. Otras hojas cubrían aún las ramas y revoloteaban sin cesar en una aleteante caída, movimiento que mantenía a Dortmunder mirando de derecha a izquierda sin parar.

Dortmunder abrió la puerta trasera, y él y Murch treparon al remolque y cerraron la puerta tras ellos. El interior estaba iluminado por tres lámparas de cristal esmerilado, espaciadas a lo largo del techo. La locomotora ocupaba casi todo el espacio, sin dejar sitio para pasar por el lado derecho y apenas el suficiente para pasar por el izquierdo. Dortmunder y Murch fueron hasta el ténder y subieron a bordo.

Prosker estaba sentado sobre el cajón de las armas; su inocente expresión de amnésico se disipaba por momentos. Kelp, Greenwood y Chefwick estaban de pie, mirándolo. No había armas a la vista.

Dortmunder se acercó a él y le dijo:

– Prosker, más sencillo no puede ser. Si nos quedamos sin diamante, usted se queda sin vida. Desembuche.

Prosker levantó la mirada hacia Dortmunder, con una expresión tan inocente como la del perrito que ha perdido el periódico, y respondió:

– No sé de qué me hablan. Soy un hombre enfermo.

Greenwood, enfadado, sugirió:

– Atémoslo a las vías para que le pase el tren por encima unas cuantas veces. Quizá entonces hable.

– Lo dudo -dijo Chefwick.

– Murch, Kelp, llevadlo atrás y enseñadle dónde estamos -ordenó Dortmunder.

Murch y Kelp, sin ninguna gentileza, agarraron a Prosker de los codos, lo sacaron a empujones del ténder y lo hicieron avanzar por el estrecho pasillo hasta el fondo del camión. Abrieron la puerta y le mostraron el bosque, con la última luz del día formando rayos por entre las hojas. Después volvieron a cerrar la puerta, lo trajeron de vuelta y lo sentaron otra vez en el cajón.

– Estamos en el bosque, ¿no es cierto? -preguntó Dortmunder.

– Sí -dijo Prosker, asintiendo-. Ahora estamos en el bosque.

– Se acuerda del bosque. Eso está bien. Mire allí, junto al conductor de la locomotora. ¿Qué es eso que está apoyado en aquel lado?

– Una pala -respondió Prosker.

– También se acuerda de las palas -dijo Dortmunder-. Me alegra oír eso. ¿Se acuerda algo de las tumbas?

La mirada inocente de Prosker se turbó un poquito más.

– No harán eso con un hombre enfermo -dijo, poniéndose una mano vacilante sobre el corazón.

– No -contestó Dortmunder-. Pero sí lo haré con un hombre muerto. -Dejó que Prosker lo pensara unos instantes y continuó-: Le diré qué va a suceder. Nos quedaremos aquí esta noche, y dejaremos que la policía se la pase dando vueltas y buscando una locomotora por todas partes. Mañana por la mañana nos iremos de aquí. Si para entonces nos ha entregado el diamante, lo dejaremos libre y usted podrá decirle a la policía que se escapó y que no sabe nada de lo que pasó. No deberá hablar de nosotros, naturalmente, o de lo contrario iremos a buscarle otra vez. Ahora ya sabe que podemos atraparle donde sea que se esconda, ¿no es así?

Prosker miró a su alrededor, a la locomotora, al ténder y a sus hoscas caras.

– Oh, sí -respondió-. Sí, ya lo sé.

– Bien -dijo Dortmunder-. ¿Qué tal es usted con la pala?

Prosker parecía alarmado.

– ¿Una pala?

– En el caso de que usted no nos dé el diamante -explicó Dortmunder-. Nos iremos de aquí por la mañana sin usted, y no quisiéramos que nadie le encontrara. Usted mismo tendrá que cavar el hoyo.

Prosker se pasó la lengua por los labios.

– Yo… -dijo. Miró a todas las caras de una vez-. Quisiera poder ayudarlos. De veras. Pero soy un hombre enfermo. He tenido reveses comerciales, problemas personales, una amante infiel, problemas con la Asociación de Abogados, he sufrido un colapso nervioso. ¿Por qué piensa que estaba en el sanatorio?

– Para esconderse de nosotros -contestó Dortmunder-. Usted mismo se internó. Si pudo recordar lo suficiente como para internarse usted mismo en ese manicomio tan protegido, podrá recordar lo suficiente como para devolvernos el diamante.

– No sé qué decir -murmuró Prosker.

– Está bien -le dijo Dortmunder-. Tiene toda la noche para pensarlo.

7

– ¿Está bien de profundidad?

Dortmunder se acercó y miró la fosa. Prosker estaba de pie dentro del hoyo, con su pijama blanco; su bata colgaba de un árbol. Hundido hasta las rodillas, Prosker sudaba, pese a que el aire matinal era frío. Era otro día de sol, con el aire puro y tónico de los bosques en otoño, pero Prosker parecía estar en pleno verano sin aire acondicionado.

– Es poco profunda -le dijo Dortmunder-. ¿Quiere una tumba poco profunda? Eso está bien para colegialas. ¿No siente respeto por sí mismo?

– Usted no se atrevería a matarme -respondió Prosker, jadeando-. No por dinero. La vida humana es más importante que el dinero, usted debe tener más humanidad que…

Greenwood se acercó y dijo:

– Prosker, yo le mataría aunque sólo fuera por rabia. Me estafó, Prosker, usted me estafó a mí. Nos causó a todos muchos problemas, y los muchachos me culparon a mí, y espero que recupere esa poca memoria perdida ahora mismo, mientras le quede tiempo para irse.

Prosker echó una rápida y afligida mirada hacia el camino por donde había llegado el camión.

– Olvídelo, Prosker -dijo Dortmunder-. Si está buscando una escapatoria, si espera que un enjambre de policías en moto aparezca entre los árboles, dese por vencido. Eso no ocurrirá. Elegimos este lugar porque es seguro.

Prosker escudriñó el rostro de Dortmunder, y su propio rostro perdió por fin la expresión dolida e inocente, reemplazada por una mirada calculadora. Estuvo pensando un rato, dejó caer la pala y dijo con resolución:

– Muy bien. Ustedes no quieren matarme, no son asesinos, pero veo que no se darán por vencidos. Y me parece que nadie me va a rescatar. Ayúdenme a salir de aquí, y hablaremos. -De repente su actitud había cambiado por completo. Su voz era más profunda y más segura, su cuerpo más erguido, sus gestos más rápidos y firmes.

Dortmunder y Greenwood le tendieron las manos para sacarlo de la fosa y Greenwood amenazó:

– No esté tan seguro de mí, Prosker.

– Usted es un mata-mujeres, muchacho -respondió-. No es exactamente el mismo caso.

– Bueno, usted no es una mujer -le contestó Greenwood-. El diamante.

Prosker se volvió hacia él.

– Déjeme hacerle una pregunta hipotética. ¿Dejaría que me largase antes de entregarle el diamante?

– Eso no es ni siquiera gracioso -dijo Dortmunder.

– Es lo que pensaba -respondió Prosker, y extendió las manos abiertas, diciendo-: En ese caso, lo siento, pero nunca lo conseguirán.

– ¡Lo voy a matar! -gritó Greenwood; Murch, Chefwick y Kelp se acercaron para escuchar la conversación.

– Explíquese -dijo Dortmunder.

– El diamante está en mi caja fuerte, en un banco de la Quinta Avenida y la Calle 46, en Manhattan. Sólo existen dos llaves para abrir la caja: la mía y la del banco. Las cláusulas del banco exigen que yo baje al sótano acompañado únicamente por un funcionario del banco. Los dos debemos estar solos, en el sótano tengo que firmar en un libro, y ellos comparan la firma con la que tienen registrada. En otras palabras, debo ser yo y debo estar solo. Si les doy mi palabra de honor de que no le diré al funcionario del banco que llame a la policía mientras estemos allí abajo, ustedes no me creerán, y no les culpo. Yo tampoco lo creería. Si quieren, pueden vigilar el banco y secuestrarme cada vez que entre o salga de allí, pero eso sólo significaría que el diamante seguiría estando allí, inútil para mí e inútil para ustedes.

– Mierda -dijo Dortmunder.

– Lo siento -añadió Prosker-. Lo siento de veras. Si hubiera dejado la piedra en cualquier otro sitio, estoy seguro de que podríamos haber llegado a un acuerdo. Me habrían compensado por el tiempo perdido y mis gastos…

– ¡Debería romperle la jeta! -gritó Greenwood.

– Tranquilo -le dijo Dortmunder. Y agregó, dirigiéndose a Prosker-: Continúe.

Prosker se encogió de hombros.

– El problema es insoluble. Puse el diamante donde nadie pudiera sacarlo.

– ¿Dónde está la llave?

– ¿De la caja? En mi estudio, en la ciudad. Escondida. Si piensan mandar a alguien que falsifique mi firma, permítanme ser un buen tipo y decirles que dos de los funcionarios del banco me conocen bastante bien. Es posible que su falsificador no se encuentre con ninguno de los dos, pero no creo que deban contar con eso.

– Dortmunder, ¿qué pasa si matamos a este piojo? -preguntó Greenwood-. Su mujer heredaría, ¿no es así? Entonces podremos conseguir el diamante a través de ella.

– No, eso no resultaría -contestó Prosker-. En caso de que yo muriera, la caja se abriría en presencia de mi mujer, de dos funcionarios del banco, el abogado de mi mujer y, sin duda alguna, alguien de la oficina legal de testamentos. Mucho me temo que mi mujer no se llevaría nunca a casa el diamante.

– Que se vayan todos a la mierda -dijo Dortmunder.

– Sabes lo que esto significa, Dortmunder -murmuró Kelp.

– No quiero oírlo -respondió Dortmunder.

– Tendremos que atracar ese banco -dijo Kelp.

– Lo siento -dijo Prosker con vivacidad-. Pero no hay nada que hacer. -Greenwood le dio un puñetazo en el ojo y Prosker cayó de espaldas en la fosa.

– ¿Dónde está la pala? -preguntó Greenwood, pero Dortmunder exclamó:

– ¡Un momento! Sacadlo de ahí y llevadlo al camión.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Murch.

– De vuelta a la ciudad -contestó Dortmunder-. Para poner al día al mayor.

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