– No me siento feliz -comentó el mayor.
– Por mi parte -dijo Dortmunder-, estoy muerto de risa.
Estaban todos sentados en círculo en el despacho del mayor, adonde llegaron justo a tiempo para interrumpirle el almuerzo. Prosker, con su pijama y la bata sucios y embarrados, estaba sentado en el centro, donde todos pudieran verlo. El mayor, detrás de su escritorio, y Dortmunder y los demás, agrupados en un semicírculo frente a él.
– Estoy sinceramente apenado -dijo Prosker-. Fue poco perspicaz por mi parte, pero actué deprisa y ahora que no tengo apuro me arrepiento. -Mostraba un hermoso ojo a la funerala.
– Usted cállese -le ordenó Greenwood-, o tendrá algo más de qué arrepentirse.
– Los contraté -explicó el mayor- porque suponía que eran profesionales; se suponía que sabrían cómo hacer bien el trabajo.
– Somos profesionales, mayor -contestó Kelp, picado-, e hicimos bien el trabajo. Ya hicimos cuatro trabajos y todos los hicimos bien. Escapamos con el diamante. Sacamos a Greenwood de la cárcel. Entramos en la comisaría y salimos de nuevo. Y raptamos a Prosker del manicomio. Todo lo hicimos bien.
– Entonces, ¿por qué no tengo el Diamante Balabomo? -Tendió la mano vacía con la palma vuelta hacia arriba, para demostrar que no lo tenía.
– Circunstancias -contestó Kelp-. Las circunstancias conspiraron contra nosotros.
El mayor resopló.
– Mayor, ahora mismo usted está de mal humor -dijo Chefwick- y es perfectamente comprensible. Y nosotros también, y todos tenemos motivos. No voy a actuar en mi defensa, mayor, pero quiero decirle que en mis veintitrés años en este tipo de negocios he conocido una buena cantidad de gente comprometida en estos asuntos, y le aseguro que a este equipo no hay quien lo supere.
– Así es -afirmó Kelp-. Piense en Dortmunder. Este hombre es un genio. Ha preparado cuatro planes en cuatro meses y los ha llevado a cabo hasta el final. No existe otro hombre en este negocio que hubiera podido organizar el secuestro de Prosker solo. Y mucho menos los otros tres trabajos.
– Además, lo que Chefwick dice del resto de nosotros -añadió Greenwood-, vale el doble para él mismo, porque no sólo es uno de los mejores cerrajeros en este negocio, sino que es un ingeniero ferroviario de primera clase.
Chefwick se sonrojó de placer y vergüenza.
– Antes de que sigan echándose flores unos a otros -dijo el mayor-, permítanme que les recuerde que yo todavía no tengo el Diamante Balabomo.
– Ya lo sabemos, mayor -contestó Dortmunder-. Y nosotros todavía no tenemos los cuarenta mil prometidos a cada uno.
– Los están recibiendo a plazos -replicó el mayor, furioso-. ¿Se da cuenta de que les he pagado más de doce mil dólares, solamente en salarios? ¿Más unos ocho mil para materiales y herramientas utilizados en todas esas prácticas de robo que han hecho? Veinte mil dólares, ¿y qué he recibido a cambio? La operación ha sido un éxito, pero el paciente se murió. No pienso insistir más. Y esto es definitivo.
Dortmunder se levantó con esfuerzo.
– Por mí, de acuerdo, mayor -dijo-. He venido aquí con la voluntad de intentarlo una vez más, pero si desea suspender el asunto no me voy a pelear con usted. Mañana es un aniversario para mí. Mañana hará cuatro meses que no estoy entre rejas, y lo único que he hecho hasta ahora ha sido correr detrás de su maldito diamante. Ya estoy harto de eso, si quiere que le diga la verdad, y si Prosker no hubiera herido mi amor propio habría abandonado antes esta partida.
– Otro motivo de preocupación -comentó Prosker en tono fatalista.
– Usted cállese -ordenó Greenwood.
Kelp se puso de pie y exclamó:
– Dortmunder, no te enfades. Usted tampoco, mayor; no tiene sentido que todos se enemisten con todos. Ahora sabemos con seguridad dónde está el diamante.
– Si Prosker no miente -dijo el mayor.
– Yo no, mayor -aseguró Prosker.
– He dicho que se calle -ordenó Greenwood.
– No miente -afirmó Kelp-. Sabe que si entramos en ese banco y no está allí el diamante, volveríamos a por él, y entonces sí que lo pasaría mal.
– Un abogado despierto sabe cuándo decir la verdad -dijo Prosker.
Greenwood se inclinó y golpeó a Prosker en la rodilla:
– Y sigue sin callarse.
– Eso es lo importante -continuó Kelp-: esta vez sabemos con seguridad dónde está. Está en el banco, y no lo pueden tocar. Hemos conseguido al único tipo que puede sacarlo de allí y no lo perderemos de vista. Si hacemos nuestro trabajo tan bien como siempre, el diamante es nuestro. No tenemos por qué cabrearnos. No es culpa suya, mayor, y no es culpa tuya, Dortmunder; son gajes del oficio. Un trabajo más y todo habrá terminado. Y todos seguiremos siendo amigos.
– Había oído hablar del delincuente contumaz, por supuesto -dijo Prosker afablemente -pero éste tal vez sea el primer caso en la historia del mundo de un delito contumaz.
Greenwood se inclinó y le golpeó en las costillas:
– Siempre hablando. Basta.
– Hay una cosa que no entiendo -expuso el mayor-. Dortmunder, usted proclama que está harto de este asunto. Sus amigos tuvieron que convencerlo para que los acompañara en esta última operación. Y la vez anterior tuve que prometerle más dinero por semana y una paga mayor para persuadirlo de que siguiera. Pero ahora, de golpe, está dispuesto a continuar sin necesidad de que lo convenzan, sin discutir por más dinero, sin ningún tipo de duda. De veras, no lo entiendo.
– Este diamante se ha convertido en mi cruz -respondió Dortmunder-. Antes pensaba que podría librarme de él, pero ahora sé algo más. Ahora sé que puedo irme de aquí y encontrar otra cosa que hacer con mi vida, pero tarde o temprano ese maldito diamante aparecerá de nuevo y volverá a meternos en líos. Cuando esta mañana Prosker nos dijo lo que había hecho con el diamante, comprendí de repente cuál era mi destino. O atrapaba ese diamante o el diamante me atrapaba a mí, y hasta que suceda eso, de una u otra manera seguiré clavado en esa cruz. No puedo liberarme. Entonces, ¿para qué luchar contra eso?
– Un banco en la Quinta Avenida de Manhattan -dijo el mayor- no se parece en nada a un manicomio en las afueras o a una comisaría de Long Island.
– Ya lo sé -contestó Dortmunder.
– Puede resultar el más difícil de los trabajos que haya hecho nunca.
– Así es -convino Dortmunder-. Los bancos de la City en Nueva York tienen los sistemas de alarma y las cámaras fotográficas más complicados del mundo, además de guardias de primera categoría y policías en las puertas. Sin contar el inevitable atasco en las calles del centro, donde ni siquiera se puede organizar una fuga.
– Usted sabe todo eso -dijo el mayor-. ¿Y sigue empeñado en seguir con el asunto?
– Todos queremos -respondió Kelp.
– Es una cuestión de principios -agregó Murch-. Algo así como no dejarse adelantar por la derecha.
– Quiero seguir con esto -dijo Dortmunder- en el sentido de que quiero echarle un vistazo al banco y comprobar si puedo hacer algo. Si no puedo, entonces abandono.
– Ustedes pretenden seguir cobrando su salario mientras se deciden, ¿no es así? -preguntó el mayor.
Dortmunder lo miró.
– ¿Piensa que estamos aquí por los doscientos semanales?
– No lo sé -contestó el mayor-. A estas alturas ya no sé qué pensar, ciertamente.
– Le daré mi respuesta dentro de una semana -aseguró Dortmunder-. Si la respuesta es no, malgastará sólo una semana de salarios. En realidad, mayor, como usted me está irritando, le diré algo más: si mi respuesta es no, le devolveré mis doscientos.
– No es necesario -repuso el mayor-. Los doscientos dólares no son problema.
– Entonces, basta de hablar como si lo fueran. Le contestaré dentro de una semana.
– No es necesario precipitarse -contestó el mayor-. Tómese su tiempo. Lo que pasa es que estoy contrariado, como todos ustedes. Por el mismo motivo. Y Kelp tiene razón: no deberíamos pelearnos entre nosotros.
– ¿Por qué no? -preguntó Prosker, sonriéndoles.
Greenwood se inclinó y, golpeándole con los nudillos detrás de la oreja, le dijo:
– Está empezando de nuevo. Mejor que no lo haga.
El mayor señaló a Prosker y dijo:
– ¿Y qué pasa con él?
– Nos dijo dónde encontrar la llave en su estudio, así que ya no lo necesitamos -respondió Dortmunder-. Pero no podemos dejarlo ir todavía. ¿Dispone de un sótano?
El mayor lo miró sorprendido:
– ¿Quieren que lo retenga aquí?
– Durante algún tiempo -contestó Dortmunder.
Prosker miró al mayor, diciendo:
– Eso se llama ser encubridor.
Greenwood se estiró y le arreó una patada en la espinilla:
– Pero ¿cuándo va a aprender a callarse?
Prosker se volvió y se encaró con él.
– Basta, Greenwood -dijo con calma, pero con cierta irritación.
Greenwood se quedó mirándolo, atónito.
El mayor se dirigió a Dortmunder:
– No me gusta nada tenerlo aquí, pero supongo que no disponen de otro lugar.
– Así es.
El mayor se encogió de hombros.
– Entonces, está bien.
– Nos veremos -afirmó Dortmunder, y se dirigió hacia la puerta.
– Un momento -dijo el mayor-. Por favor, esperen hasta que vengan refuerzos. Preferiría no quedarme a solas con mi prisionero.
– Claro -respondió Dortmunder; él y los otros cuatro se quedaron cerca de la puerta mientras el mayor hablaba por el intercomunicador. Prosker seguía sentado en el centro de la habitación, sonriendo amablemente, con la mano derecha metida en el bolsillo de la bata. Poco después, dos negros musculosos entraron, saludaron al mayor y hablaron en una lengua extranjera.
– Estaré en contacto con usted, mayor -dijo Dortmunder.
– Bien -respondió el mayor-. Sigo teniendo confianza en usted, Dortmunder.
Dortmunder gruñó y salió del despacho, seguido por los otros cuatro.
El mayor, en su lengua nativa, les dijo a los negros musculosos que instalaran a Prosker en el sótano. Lo obedecieron y levantaron a Prosker por los codos. Prosker dijo al mayor:
– Un hermoso conjunto de muchachos, ésos, pero terriblemente Cándidos.
– Adiós, señor Prosker -respondió el mayor.
Prosker seguía mirándolo, tranquilo y amable, mientras los negros musculosos lo conducían hacia la puerta.
– ¿Se da cuenta -preguntó alegremente- de que ni siquiera se les ha ocurrido preguntarse si de veras tiene usted intención de pagarles cuando reciba el diamante?
– ¡Moka! -exclamó el mayor, y los negros musculosos se pararon a medio camino de la puerta-. Kamina loba dai. -Y los negros musculosos se dieron la vuelta y sentaron a Prosker en la silla-. Torolima -dijo el mayor, y los negros musculosos abandonaron el despacho.
Prosker, sentado, seguía sonriendo.
– ¿Usted les sugirió esa posibilidad? -preguntó el mayor.
– Por supuesto que no -contestó Prosker.
– ¿Por qué no?
– Mayor -dijo Prosker-, usted es negro y yo soy blanco. Usted es miembro del ejército y yo soy abogado. Usted es africano y yo soy norteamericano. Pero de algún modo percibo una cierta afinidad entre nosotros, mayor, que no siento con ninguno de esos notables personajes que acaban de irse.
El mayor volvió a sentarse lentamente tras su escritorio.
– ¿Y usted qué gana, Prosker? -interrogó.
Prosker volvió a sonreír.
– Estaba esperando que usted me lo dijera, mayor.
Eran las nueve de la noche del miércoles, dos días después de la reunión en el despacho del mayor Iko; Dortmunder entró en el O. J. Bar and Grill y saludó a Rollo, que dijo:
– Me alegra verlo de nuevo.
– ¿Hay alguien más por ahí?
– Todos menos el de la cerveza con sal. El otro del whisky ya tiene su vaso.
– Gracias.
Dortmunder siguió caminando hasta el cuarto de atrás, donde Kelp, Greenwood y Chefwick estaban sentados en torno a la mesa redonda, bajo la luz de la verde tulipa metálica. La mesa estaba cubierta con las pruebas de que se estaba planeando un delito: fotografías y bocetos y hasta planos de la Calle 46, de la Quinta Avenida y de una sucursal del Capitalists & Immigrants National Bank (cuya imagen publicitaria en televisión era un perro pastor alemán con el lema «Deje que C & I sea el guía de todos sus intereses bancarios»).
Dortmunder se sentó frente a su vaso vacío, intercambió saludos con los demás y se sirvió un poco de whisky. Bebió, posó el vaso y preguntó:
– ¿Y bien? ¿Qué pensáis?
– Malo -contestó Kelp.
– Pésimo -respondió Greenwood.
– Estoy de acuerdo -dijo Chefwick-. ¿Y tú qué piensas, Dortmunder?
Se abrió la puerta y entró Murch. Todos dijeron hola y él anunció:
– Esta vez me equivoqué. -Se sentó en la silla vacante y agregó-: Pensé que podría resultar una buena idea tomar por la avenida Pennsylvania hasta el Interborough, y luego, del bulevar Woodhaven al bulevar Queens y el puente de la Calle 59, pero no resultó. Te encuentras con un tráfico terrible, especialmente en el bulevar Queens; los coches van circulando, pero ocupan todos los carriles para hacerlo, así que te pillan todos los semáforos. Si no, habría llegado antes de tiempo.
– La pregunta es: ¿qué piensas del asunto del banco? -dijo Dortmunder.
– Bueno, no podemos preparar la fuga, eso es seguro. La Calle 46 es dirección única hacia el sur, lo que nos da solamente la mitad de las direcciones acostumbradas; eso para empezar. También está el problema de los semáforos. Hay un semáforo en cada uno de los cruces de Manhattan y los pillas siempre en rojo. Si tiras por la 46 hacia Madison, te quedas en mitad de la calle. Si vas hacia el sur por la Quinta Avenida, puedes circular sin interrupción, porque hay semáforos sincronizados, pero lo están para permitir circular a unos treinta y cinco kilómetros por hora, y no se puede escapar a treinta y cinco por hora.
– ¿Y qué pasa por la noche?
– Hay menos tráfico, pero los mismos semáforos. Y siempre hay policías dando vueltas por el centro, así que no conviene saltarse ningún semáforo. Y si lo haces, aparece un policía en las primeras diez manzanas. Imposible preparar una fuga en coche, ni de noche ni de día.
– ¿El helicóptero otra vez? -preguntó Greenwood.
– He pensado en ello, pero no sirve -contestó Kelp-. Es un edificio de cuarenta y seis pisos, con el banco en la planta baja. No se puede aterrizar con el helicóptero en la calle, y si aterrizáramos en la terraza tendríamos que escapar por el ascensor, y eso tampoco resultaría, porque lo único que la policía tendría que hacer sería cortar la corriente del ascensor con nosotros dentro y pescarnos como a sardinas en lata.
– Claro -dijo Murch-. No hay forma de preparar una fuga desde la Calle 46 y la Quinta Avenida.
Dortmunder asintió con la cabeza y preguntó a Chefwick:
– ¿Y qué pasa con las cerraduras?
Chefwick sacudió la cabeza:
– Todavía no he bajado al sótano, pero por lo que he podido ver en la puerta principal, no tiene el tipo de cerradura que se pueda forzar con ganzúa. Haría falta una carga explosiva, quizá barrenar. Mucho tiempo…, y mucho ruido.
Dortmunder asintió de nuevo y miró a Kelp y a Greenwood:
– ¿Alguna sugerencia? ¿Alguna idea?
Kelp dijo:
– Pensé en la posibilidad de horadar las paredes, pero es imposible. Échale un vistazo a este plano, aquí; como ves, el sótano no sólo es subterráneo, rodeado de rocas, cables telefónicos, redes eléctricas, tuberías de agua y Dios sabe cuántas cosas más, sino que, además, las paredes tienen dos metros y medio de espesor, de hormigón armado, con alarmas que suenan en la comisaría del distrito.
– Me he pasado algún tiempo calculando qué podría pasar si entráramos directamente con las armas gritando: «¡Esto es un atraco!» -dijo Greenwood-. En primer lugar, nos sacarían fotos, lo que en otro momento no me molestaría, pero sí en pleno asalto. Además, todos los empleados del banco tienen timbres de alarma al alcance de los pies en su puesto de trabajo. Aparte de eso, la escalera que da al sótano está siempre cerrada, a menos que haya alguien bajando por motivos legales. Hay dos puertas cerradas, con una antesala en medio, y las dos puertas nunca están abiertas al mismo tiempo. Y también pienso que hay algo más, aunque no sé de qué se trata. Aun cuando pudiéramos preparar un plan de fuga, desde allí no podría realizarse.
– Así es -convino Dortmunder-. He llegado a la misma conclusión que vosotros, muchachos. Sólo quería oíros por si a alguno se le había ocurrido algo que se me hubiera pasado por alto.
– No -contestó Chefwick.
– ¿Quieres decir que no hay solución? -preguntó Kelp-. ¿Abandonamos? ¿No se puede hacer el trabajo?
– No he dicho eso -repuso Dortmunder-. No he dicho que el trabajo no se pueda hacer. Pero lo que todos hemos dicho es que ninguno de nosotros puede hacerlo. No es un lugar para un asalto directo. Hemos conseguido de Iko camiones, un helicóptero, una locomotora, y estoy seguro de que podemos conseguir de él todo lo que necesitemos. Pero nada de lo que pueda darnos resolverá el problema. Podría darnos un tanque y no nos ayudaría.
– Porque nunca podríamos fugarnos en él -añadió Murch.
– Es cierto.
– Aunque sería divertido conducir uno -murmuró Murch, pensativo.
– Espera un minuto, Dortmunder -dijo Kelp-, si dices que ninguno de nosotros puede llevar a cabo este trabajo, estás diciendo que el trabajo no se puede hacer. ¿Qué diferencia hay? Estamos acabados.
– No, no lo estamos -contestó Dortmunder-. Somos cinco y ninguno de nosotros podría sacar el diamante del banco. Pero eso no quiere decir que nadie en el mundo pueda hacerlo.
– ¿Quieres decir que incorporemos a alguien nuevo?…
– Quiero decir que tendríamos que conseguir un especialista. Esta vez necesitamos a alguien de fuera; lo traeremos.
– ¿Qué clase de especialista? -preguntó Greenwood, y Kelp insistió:
– ¿Quién?
– Miasmo el Grande -respondió Dortmunder.
Se hizo un corto silencio, y luego todos sonrieron.
– ¿Quieres decir que utilizaremos a Prosker?
– Yo no confiaría en Prosker -dijo Dortmunder. Todos dejaron de sonreír y se miraron confundidos. Chefwick preguntó:
– ¿Si no es Prosker, quién?
– Un empleado del banco -contestó Dortmunder. Todos volvieron a sonreír.
El mayor estaba inclinado sobre la mesa de billar cuando el hombre de ébano con gafas de sol reflectantes hizo pasar a Kelp. Prosker estaba sentado a sus anchas en un sillón de cuero, a un lado. Ya no llevaba pijama ni bata, sino un elegante traje, y bebía un cóctel, muy despacio, haciendo tintinear el hielo.
– ¡Ah, Kelp! -exclamó el mayor-. Venga a ver esto, lo aprendí en la televisión. -Kelp se acercó a la mesa de billar.
– ¿Le parece bien tenerlo suelto?
El mayor echó una mirada a Prosker y dijo:
– No hay por qué preocuparse. El señor Prosker y yo hemos hecho un trato. Me dio su palabra de que no intentará escaparse.
– Con su palabra y diez centavos podrían servirle un café -repuso Kelp-, pero el café sabría mejor con sólo los diez centavos.
– Además -comentó el mayor, como de pasada-, las puertas están custodiadas. Bueno, observe esto. Tengo la primera bola aquí, esas tres bolas contra la otra banda y aquella otra bola al final. Bueno, quiero hacer chocar la primera bola contra el extremo derecho de aquellas tres, y las cuatro tienen que entrar en cuatro troneras diferentes. ¿Le parece imposible?
Kelp, que ya lo había visto varias veces por televisión, con una creciente sensación de apatía, estaba seguro de que era posible, pero ¿para qué estropearle la alegría del mayor?
– Tiene que demostrármelo, mayor -contestó.
El mayor sonrió con la seguridad de quien ha estado practicando y se inclinó con cuidadosa atención sobre la mesa. Miró a lo largo del taco, hizo unas pocas tentativas de aproximación a la bola y luego golpeó. Clac-clac-claqueti-clac… Las bolas se pusieron a rodar de aquí para allá. Una cayó en una tronera, dos más también, y la cuarta chocó contra el borde y estuvo a punto de entrar, pero, en el último segundo, decidió tomar otro camino.
– ¡Mierda! -exclamó el mayor.
– Casi entró -dijo Kelp, para consolarlo-. Ahora veo cómo sería. Estuvo a punto de entrar.
– Lo hice antes de que usted llegara -aseguró el mayor- ¿No es verdad, Prosker?
– Es verdad -respondió Prosker.
– Le creo -afirmó Kelp.
– Tengo que demostrárselo -dijo el mayor-. Un momento, nada más que un momento.
Rápidamente, el mayor dispuso otra vez el juego. Kelp, echándole una mirada a Prosker, se vio correspondido por una simpática sonrisita. Decidido a no aceptar la camaradería que esa sonrisa implicaba, Kelp miró hacia otro lado.
Una vez más, el mayor estaba a punto. Urgió a Kelp a que le mirase, y Kelp le dijo que lo haría. Y lo hizo, rogando para que el mayor metiera de una vez las bolas, porque parecía dispuesto a seguir practicando toda la noche, si era necesario, para triunfar delante de Kelp.
Clac-claqueti-claqueti-clac. La bola número uno cayó en la tronera, la dos y la tres la siguieron, y la cuatro chocó en la esquina, vaciló en una banda, giró lentamente, de mala gana, y cayó en la tronera.
El mayor y Kelp, simultáneamente, suspiraron de alivio, y el mayor dejó su taco con el evidente placer de haberlo conseguido.
– Bueno -dijo, frotándose las manos-, Dortmunder me llamó ayer por la noche y me dijo que creía que había una manera de hacerlo. Se decidió pronto, muy pronto. ¿Tiene la lista para mí?
– Nada de lista esta vez -contestó Kelp-. Lo único que necesitamos es pasta. Cinco mil dólares.
El mayor clavó la mirada en él.
– Cinco mil… -tragó saliva y continuó-: Por el amor de Dios, ¿para qué?
– Tenemos que contratar a un especialista -respondió Kelp-. No podemos montar esto como las otras veces, necesitamos un especialista. Pide como honorarios cinco de los grandes. Dortmunder dice que usted lo puede descontar de nuestros salarios cuando le entreguemos el diamante, porque es un hombre extra, con quien usted no contaba.
El mayor miró de reojo a Prosker, después volvió a mirar a Kelp.
– No tengo tanto en efectivo en este momento -dijo-. ¿Con cuánta urgencia lo necesitan?
– Cuanto antes consiga la pasta -respondió Kelp-, más pronto se pondrá a trabajar el especialista.
– ¿Quién es el especialista?
– Se hace llamar Miasmo el Grande.
El mayor se quedó totalmente desconcertado.
– ¿Y ése qué hace?
Kelp se lo dijo.
El mayor y Prosker intercambiaron una sobresaltada y rápida mirada, y el mayor preguntó:
– ¿Está hablando de Prosker?
– No -aseguró Kelp, sin advertir hasta qué punto la contestación tranquilizaba a los dos-. Prosker no nos merece confianza, es capaz de volver a engañarnos.
– Está bien -comentó Prosker amablemente-. Nunca hay que confiar en nadie, eso es lo que yo digo.
El mayor le echó una mirada enfurecida.
– Nos pondremos en contacto con uno de los guardias del banco -explicó Kelp.
– Entonces, tienen un plan -dijo el mayor.
– Dortmunder preparó algo fuera de serie.
– Tendré el dinero mañana a las dos de la tarde -afirmó el mayor-. ¿Podría alguno de ustedes venir a buscarlo?
– Quizá venga yo -respondió Kelp.
– Bien, ¿y no necesitan ningún otro material?
– No, nada más que los cinco mil.
– Entonces -dijo el mayor, yendo hacia la mesa de billar-, permítame demostrarle algo más que vi…
– Me encantaría verlo, mayor -contestó Kelp rápidamente-, pero la verdad es que le prometí a Dortmunder que volvería enseguida. Debemos hacer algunos preparativos, ya sabe usted, las cosas tienen que estar listas.
El mayor se detuvo junto a la mesa, evidentemente desilusionado.
– Quizá mañana, cuando vuelva a por el dinero…
– Es una buena idea -convino Kelp, prometiéndose que al día siguiente mandaría a Murch en busca del dinero-. Bueno, hasta la vista, mayor. Ya conozco el camino hacia la puerta.
– Hasta mañana -respondió el mayor.
– Mis saludos a Greenwood y a todos los muchachos -dijo Prosker, jovialmente. Kelp salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
El mayor se volvió furioso hacia Prosker.
– No tiene nada de gracia.
– No sospechan nada -aseguró Prosker con naturalidad-. Ninguno de ellos.
– Lo harán, si usted sigue haciéndose el gracioso.
– No, no lo harán. Sé cuál es mi límite.
– ¿De veras? -El mayor encendió un cigarrillo con movimientos nerviosos y violentos-. No me gusta jugar con esa gente -dijo-. Puede resultar peligroso. Pueden resultar muy peligrosos.
– Por eso quiere usted tenerme aquí -respondió Prosker-. Usted sabe que yo sé cómo tratar con ellos.
El mayor lo estudió con cinismo.
– Ah, ¿es eso? Me preguntaba por qué no lo había encerrado en el sótano.
– Porque le soy útil, mayor -contestó Prosker.
– Ya veremos -dijo el mayor-. Ya veremos.
Con traje y corbata, Dortmunder podía parecerse vagamente a un hombre de negocios de la más baja categoría. Algo así como el dueño de una lavandería en un barrio pobre. A pesar de todo, tenía un aspecto lo bastante aceptable como para hacer diligencias en un banco.
Era viernes 13. Un hombre supersticioso quizá hubiera esperado al lunes para esta parte de los preparativos, pero Dortmunder no era supersticioso. Aceptaba el hecho de que el Diamante Balabomo traía mala suerte en un mundo sin supersticiones, pero no admitía que esa contradicción le infundiera miedos irracionales hacia números, fechas, gatos negros, saleros derramados ni cualesquiera otras amenazas quiméricas con las que la gente se atormenta. Todos los demás objetos inanimados eran mansos y neutrales: únicamente el Diamante Balabomo estaba poseído por un espíritu satánico.
Dortmunder entró en el banco algo después de las dos, un momento del día relativamente tranquilo, y se dirigió hacia uno de los guardias uniformados, un hombre esbelto y canoso que absorbía el aire a través de los dientes postizos.
– Quiero informarme sobre el alquiler de una caja fuerte -dijo Dortmunder.
– Tiene que hablar con un empleado del banco -contestó el guardia, y lo acompañó hasta detrás de una barandilla.
El empleado era un joven de aspecto delicado, con traje color canela salpicado de caspa. Le dijo a Dortmunder que el alquiler de la caja era de ocho dólares y cuarenta centavos al mes. Como la información no pareció impresionar a Dortmunder, el joven le dio un formulario para que lo rellenara, con las preguntas de siempre: domicilio, ocupación y cosas por el estilo. Dortmunder contestó con mentiras preparadas para la ocasión.
Una vez rellenado el papel, el joven acompañó a Dortmunder hasta abajo para mostrarle su caja. Al pie de la escalera había un guardia uniformado y el joven explicó a Dortmunder el procedimiento de control que debería seguir cada vez que visitara su caja. La primera puerta estaba abierta y pasaron a un cuartito donde Dortmunder fue presentado a un segundo guardia uniformado, que se ocuparía de él a partir de ahí. El joven dio un apretón de manos a Dortmunder, le dio otra vez la bienvenida a la familia del C & I y volvió a subir.
El último guardia, que se llamaba Albert, dijo:
– O George o yo lo atenderemos siempre, cada vez que necesite ir a su caja.
– ¿George?
– Es el que está hoy en el escritorio con el registro de firmas.
Dortmunder asintió.
Entonces Albert abrió la puerta inferior y entraron en una morgue para liliputienses, con filas y filas de cajones para los diminutos cadáveres. Había círculos de varios colores pegados en los frontales de muchas de las cajas; cada color tenía, sin duda, un significado para el banco. El cajón de Dortmunder estaba abajo, a la izquierda. Albert usó primero su llave maestra, después le pidió a Dortmunder la llave que el joven acababa de entregarle. Dortmunder se la dio, el guardia abrió el cajón y enseguida le devolvió la llave.
La caja fuerte era en realidad un cajón de unos tres centímetros de alto, diez de ancho y cuarenta y cinco de profundidad. Albert lo sacó casi hasta el final y dijo:
– Si desea estar en privado, señor, puedo llevárselo a una de esas habitaciones de al lado.
Hizo un ademán hacia las pequeñas cámaras fuera de la morgue principal, cada una provista de una mesa y una silla, en donde el propietario de la caja podía estar a solas con ella.
– No, gracias -contestó Dortmunder-, esta vez no hace falta, sólo quiero poner esto dentro.
Y del bolsillo interior de la chaqueta sacó un voluminoso sobre lacrado que contenía siete pañuelos de papel sin usar. Con mucho cuidado lo puso en el centro del cajón y dio un paso atrás mientras Albert cerraba de nuevo la caja.
Albert lo acompañó hasta la primera puerta y George hasta la segunda; Dortmunder subió y salió a la calle, donde le pareció extraño que aún fuera de día. Miró su reloj y llamó un taxi, porque sabía que tenía que llegar al centro de la ciudad y luego hacer todo el camino de vuelta con Miasmo el Grande, antes de que los empleados del banco empezaran a irse a sus casas.
– Nueva York es una ciudad muy solitaria, Linda -dijo Greenwood.
– Oh, sí -afirmó ella-. Ya lo sé, Alan. -Había conservado su nombre de pila, y su nuevo apellido empezaba también con G, lo cual era bastante seguro y muy conveniente.
Greenwood acomodó la almohada bajo su cabeza y abrazó con más fuerza a la chica que estaba junto a él.
– Cuando uno se encuentra con un alma comprensiva en una ciudad como ésta -dijo-, ya no quiere dejar que se vaya.
– Ah, te entiendo -respondió ella, acomodándose más contra él, con la mejilla apoyada sobre el pecho desnudo y las tibias mantas sobre los cuerpos de ambos.
– Por eso odio tener que salir esta noche -continuó él.
– Yo también lo odio.
– Pero ¿cómo podía saber que una preciosidad como tú iba a entrar hoy en mi vida? Y ahora es demasiado tarde para cambiar de planes. Tengo que ir, no hay más remedio.
Ella levantó la cabeza y estudió la cara de él. La chimenea artificial del rincón era el único punto de luz. Lo miró atentamente, bajo esa incierta luz rojiza.
– ¿Estás seguro de que no se trata de otra chica? -Trató de hacer la pregunta en tono de broma, pero no le salió del todo bien.
Greenwood la tomó por la barbilla.
– No existe ninguna otra chica -aseguró-. En ningún lugar del mundo. -Y la besó suavemente en los labios.
– Quiero creerte, Alan -contestó ella. Parecía dulce, indefensa y anhelante.
– Ojalá pudiera decirte adónde voy -dijo-, pero no puedo. Lo único que te pido es que tengas confianza en mí. Estaré de vuelta en menos de una hora.
Ella sonrió, diciendo:
– No podrías hacer muchas cosas con otra chica en una hora, ¿no es cierto?
– No si quiero reservarme para ti -respondió Greenwood besándola otra vez.
Después del beso ella le murmuró al oído:
– ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que te vayas?
Por encima del hombro, Greenwood miró de soslayo el reloj de la mesita de noche, y dijo:
– Veinte minutos.
– Entonces hay tiempo -aseguró ella mordisqueándole la oreja- para estar doblemente segura de que no quieres olvidarte de mí.
– Mmmmmmm -murmuró él. El resultado fue que cuando sonó el despertador, un timbrazo largo, dos cortos, otro largo, veinte minutos después, no se había acabado de vestir-. Ya está -dijo Greenwood tirando con fuerza de los pantalones.
– Vuelve pronto, Alan -suplicó ella, desperezándose bajo las mantas.
Greenwood miró las mantas que se movían y dijo:
– Sí, Linda, volveré pronto. No te preocupes, volveré pronto. -La besó, se puso la chaqueta y salió del apartamento.
Chefwick esperaba en la acera.
– Estamos esperando hace un rato -dijo, reprendiéndolo amablemente.
– No os imagináis lo que estaba haciendo -contestó Greenwood-. ¿En qué dirección?
– Por aquí.
Murch estaba al volante de su Mustang a la vuelta de la esquina, estacionado junto a una boca de riego. Chefwick y Greenwood subieron al coche, Chefwick atrás, y Murch tomó hacia el centro por la calle Varick, donde todos los edificios de oficinas estaban cerrados desde hacía horas. Aparcaron en el lado opuesto al edificio que buscaban; Greenwood y Chefwick bajaron y cruzaron la calle. Greenwood se quedó vigilando mientras Chefwick abría la puerta de entrada. Después, entraron y subieron por las escaleras (los ascensores ya no funcionaban) hasta el quinto piso. Llegaron al vestíbulo, con Greenwood alumbrando el camino con una linterna de bolsillo, y encontraron la puerta con la inscripción: DODSON & FOGG, ABOGADOS. En el rincón inferior, a la izquierda, escritos sobre el cristal esmerilado, había cinco nombres. El segundo de ellos era ANDREW PROSKER.
Chefwick abrió la puerta en un instante. Luego siguieron el plano que Prosker les había dibujado para encontrar su oficina por entre el dédalo de despachos. Al fin encontraron el mobiliario dispuesto tal como Prosker les había dicho. Greenwood se sentó ante el escritorio y abrió el último cajón de la derecha hasta el final; un sobrecito amarillo estaba pegado al fondo con cinta adhesiva. Greenwood sonrió, cogió el sobre y volvió a cerrar el cajón. Sacudió el sobre encima del escritorio y salió una llavecita, exactamente igual que la que Dortmunder había recibido esa tarde en el banco.
– Ya la tenemos -dijo Greenwood-. ¿No es estupendo?
– A lo mejor nuestra suerte ha cambiado -contestó Chefwick.
– Y eso que es viernes 13. Fantástico.
– Ya no, es más de medianoche.
– ¿Sí? Vamos. Toma. Tú se la darás a Dortmunder.
Chefwick se metió la llave en el bolsillo y salieron de la oficina. Chefwick fue cerrando las puertas en el camino de vuelta hacia la calle y hacia Murch. Subieron al coche y Greenwood preguntó:
– ¿Me podéis dejar a mí primero? He dejado algo pendiente en mi casa.
– Por mí, perfecto -contestó Chefwick.
– Claro -dijo Murch-. ¿Por qué no?
Regresaron y dejaron a Greenwood. Éste cogió el ascensor y subió a su apartamento, donde encontró a la chica sentada en la cama y leyendo un libro de bolsillo de James Bond. Ella dejó el libro enseguida y apagó la luz de la mesilla de noche, mientras Greenwood se desvestía y se acostaba a su lado.
– ¿Todo bien? -susurró ella.
– He vuelto -respondió Greenwood sencillamente.
Ella lo besó en el pecho y lo miró con aire travieso.
– Estás en la CIA, ¿no es cierto? -preguntó.
– No puedo hablar de eso.
– Mmmmmm -dijo ella, y empezó a mordisquearlo por todas partes.
– Me gustan las mujeres patriotas -murmuró Greenwood.
El jueves 19 de octubre fue uno de esos días inestables. Empezó con un diluvio por la mañana, luego se puso ventoso y frío, después las nubes desaparecieron a mitad de la tarde y salió el sol, y a eso de las cinco y media hacía tanto calor como en una tarde de verano. Albert Cromwell, guardia de las cajas de caudales de la sucursal del C & I National Bank situada en el cruce de la Calle 46 con la Quinta Avenida, que por la mañana había salido con impermeable y zuecos de madera, y hasta con paraguas, volvía a su casa acarreando las tres cosas. No sabía si sentirse disgustado por la volubilidad del tiempo o contento por el calor, y decidió sentirse de ambas maneras.
La casa de Albert Cromwell era el apartamento número veintisiete en un inmueble de treinta y cinco pisos en el Upper West Side, hacia donde se desplazaba en metro y ascensor. Esa tarde, cuando Albert cogió el ascensor en la última etapa del regreso a casa, un hombre alto e imponente, de penetrantes ojos negros, frente ancha y abundante cabellera negra, aunque algo canosa en las sienes, subió con él. Albert Cromwell no se dio cuenta, pero ese mismo hombre había entrado con él en el ascensor todas las tardes durante esa semana; la única diferencia era que por primera vez estaban solos.
Estaban uno junto al otro, Albert Cromwell y el imponente hombre, ambos mirando al frente. Las puertas se cerraron deslizándose y el ascensor empezó a subir.
– ¿Se ha fijado alguna vez en esos números? -dijo el imponente hombre. Tenía una voz profunda y resonante.
Albert Cromwell lo miró sorprendido. Los desconocidos no suelen dirigirse la palabra en un ascensor.
– Perdón, ¿me hablaba? -preguntó.
El imponente hombre señaló con la cabeza la hilera de números sobre la puerta.
– Digo esos números. Écheles un vistazo -sugirió.
Perplejo, Albert Cromwell les echó un vistazo. Eran unos números de cristal que corrían de izquierda a derecha a largo de un listón cromado sobre la puerta. Empezaban con la letra S para el sótano, luego PB para el portal y la planta baja, y seguían con el 1, el 2 y así hasta el 35. Los números se encendían de uno en uno para indicar en qué piso estaba el ascensor. En ese momento, por ejemplo, se iluminaba el número 4. Cuando Albert Cromwell miró, se apagaba el número 4 y el número 5 se encendía en su lugar.
– Advierta qué agradable es el movimiento -dijo el imponente hombre con su voz resonante-. Qué agradable es ver algo tan tranquilo y regular, contar los números, saber que cada número sigue al precedente. Tan tranquilo. Tan regular. Tan relajante. Mire los números. Vaya contándolos, si quiere, es muy relajante después de una dura jornada de trabajo. Es bueno ser capaz de descansar, ser capaz de mirar los números y contarlos, y sentir el cuerpo relajado, saber que uno se relaja, saber que se está bien protegido en su propio edificio, protegido, relajado y tranquilo, mirando los números, contando los números, sintiendo relajarse cada músculo, cada nervio, sabiendo que uno puede dejarse llevar, que uno puede recostarse contra la pared y relajarse, relajarse, relajarse… Ahora sólo existen los números, sólo los números y mi voz. Nada más que los números y mi voz. Los números y mi voz…
El imponente hombre dejó de hablar y miró a Albert Cromwell, que estaba recostado contra la pared del ascensor, contemplando con mirada bovina los números sobre la puerta. El número 12 se apagó y el número 14 se iluminó. Albert Cromwell observaba los números.
El imponente hombre preguntó:
– ¿Puede oír mi voz?
– Sí -contestó Albert Cromwell.
– Uno de estos días -dijo el imponente hombre-, un hombre irá a verlo a su trabajo. En el banco donde usted está empleado. ¿Me comprende?
– Sí -respondió Albert Cromwell.
– El hombre le dirá: «El puesto de bananas de Afganistán». ¿Me comprende?
– Sí -afirmó Albert Cromwell.
– ¿Qué le dirá el hombre?
– El puesto de bananas de Afganistán -repitió Albert Cromwell.
– Muy bien -dijo el imponente hombre. El número 17 se iluminó brevemente sobre la puerta-. Sigue estando usted muy relajado. Cuando el hombre le diga: «El puesto de bananas de Afganistán», usted hará lo que él le diga. ¿Me comprende?
– Sí -volvió a decir Albert Cromwell.
– ¿Qué hará usted cuando el hombre diga: «El puesto de bananas de Afganistán»?
– Haré lo que él me diga -contestó Albert Cromwell.
– Muy bien -dijo el imponente hombre-. Eso está muy bien, lo está haciendo muy bien. Cuando el hombre se vaya, usted se olvidará de que ha estado allí. ¿Me comprende?
– Sí -respondió Albert Cromwell.
– ¿Qué hará cuando él se vaya?
– Me olvidaré de que él ha estado allí.
– Excelente -dijo el imponente hombre. El número 22 se iluminaba sobre la puerta-. Lo está haciendo muy bien. -Tendió la mano y apretó el botón del piso veintiséis-. Cuando yo le deje, se olvidará de nuestra conversación. Cuando llegue a su piso se sentirá descansado y muy, muy bien. No recordará nuestra conversación hasta que el hombre le diga: «El puesto de bananas de Afganistán». Entonces, usted hará lo que él diga, y después que él se haya ido, volverá a olvidarse de esta conversación y también olvidará que el hombre estuvo allí. ¿Hará todo eso?
– Sí -aseguró Albert Cromwell.
Sobre la puerta se iluminó el número 26, y el ascensor se paró.
La puerta se abrió deslizándose.
– Lo ha hecho usted muy bien -dijo el imponente hombre, saliendo al pasillo-. Muy bien -repitió.
La puerta se cerró deslizándose de nuevo, y el ascensor subió un piso más, hasta el veintisiete, donde Albert Cromwell vivía. Allí se detuvo, la puerta se abrió, y Albert Cromwell se estremeció y salió al pasillo. Sonrió. Se sentía bien, muy relajado y descansado. Caminó a lo largo del pasillo con paso animado, sintiéndose magníficamente bien, y pensaba que tal vez fuera por ese intempestivo calorcito de esa tarde. Fuera por lo que fuere, se sentía fenomenal.
Dortmunder entró en el banco, recordando lo que Miasmo el Grande le había dicho la noche anterior, cuando le contó su éxito con Albert Cromwell. «Si es posible -había dicho-, haga su trabajo mañana. Si no lo hace mañana, tendrá que esperar todo el fin de semana antes de probar otra vez. La sugestión durará por lo menos hasta el lunes, pero desde luego, cuanto antes lo liquide, mejor. Podría ver un programa de televisión el sábado por la noche donde alguien dijera: "El puesto de bananas de Afganistán", y su mente podría aclararse. Así que, si puede hacerlo mañana, hágalo mañana».
Ya era «mañana». Por la tarde, para ser exactos. Dortmunder ya había estado en el banco ese mismo día, a las nueve y treinta, pero cuando llegó a la escalera y miró abajo, vio que era Albert quien estaba de guardia, lo que significaba que George estaba dentro. Como no habían preparado a George, se fue. Ahora volvía, con la esperanza de que Albert y George se hubieran turnado después del almuerzo y se mantuvieran en el mismo puesto durante toda la jornada.
Estaban de suerte. Dortmunder se dirigió a la escalera y miró hacia abajo: ahí estaba George. Dortmunder no vaciló; bajó al trote las escaleras, dijo «hola» a George, firmó y franqueó la primera puerta.
No había nadie en la antesala, y durante una fracción de segundo sintió el roce helado de la aprensión en la espalda. Podía imaginarse encerrado allí por un George desbordante de maligna satisfacción, enterado de todo, que lo retendría allí hasta la llegada de la policía. Un final adecuado para la búsqueda del Diamante Balabomo.
Pero cuando George dijo: «Albert estará con usted dentro de un segundo, señor», la paranoia de Dortmunder se desvaneció como por encanto. Asintió. George cerró la puerta tras él y volvió a su escritorio.
Había un par de sillas en ese cuarto, pero Dortmunder estaba demasiado nervioso para sentarse. Se quedó donde estaba, como si alguien lo hubiese olvidado allí, como un paraguas. Al cabo de un par de minutos, la puerta se abrió y surgió una corpulenta dama de cierta edad, apretando un pequinés contra su zorro, y seguida por Albert.
Albert cerró la puerta y le dijo a Dortmunder:
– Sólo un momento, señor.
– Tómese su tiempo -respondió Dortmunder.
Albert abrió la otra puerta e hizo salir a la señora. Después se volvió hacia Dortmunder:
– Si quiere seguirme, señor.
Franquearon la puerta de adentro y fueron directamente a la caja de Dortmunder. Albert insertó su llave, le pidió a Dortmunder la suya y, tras abrir la caja, se la devolvió.
– Sólo quería esto -comentó Dortmunder, y cogió el sobre lleno de pañuelos de papel y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
Albert usó las dos llaves para cerrar la ahora vacía caja, le devolvió a Dortmunder su llave y dijo:
– Por aquí, señor.
– El puesto de bananas de Afganistán -dijo Dortmunder.
Albert se detuvo donde estaba. Se volvió hacia Dortmunder; parecía tranquilo y dispuesto a obedecerle.
– Sí, señor -respondió.
Dortmunder cogió la llave de Prosker.
– Ahora abriremos esta caja.
– Sí, señor -Albert tomó la llave y se alejó. Dortmunder lo siguió, y ambos atravesaron el pasillo hacia la caja de Prosker. Albert usó las dos llaves y abrió la caja. Luego se quedó parado, al parecer, tranquilo, y dispuesto a obedecerle.
En la caja de Prosker había un montón de papeles, escrituras y abultados sobres blancos, certificados de nacimiento y otras cosas más. Entre todo eso había un estuche de terciopelo negro, de los que se usan para guardar gemelos y pendientes. Dortmunder estiró la mano hacia el cajón, cogió el estuche de terciopelo negro y lo abrió.
El Diamante Balabomo llenaba todo el estuche y le hacía guiños a Dortmunder bajo las luces fluorescentes. Parecía sonreírse a sí mismo dentro de la cajita.
Dortmunder cerró el estuche y lo deslizó en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.
– Muy bien, ya está, ciérrela -le ordenó a Albert.
– Sí, señor.
Albert cerró la cajita y entregó a Dortmunder la llave de Prosker. Luego volvió a aparecer tranquilo, atento y dispuesto a obedecerle.
– Nada más. Ahora estoy listo para salir -dijo Dortmunder.
– Sí, señor.
Albert se encaminó hacia la primera puerta, la abrió y se hizo a un lado para dejar pasar a Dortmunder. Éste tuvo que esperar a que la cerrara otra vez antes de cruzar la pequeña antesala y abrir la puerta exterior. Dortmunder se adelantó y, una vez fuera, George dijo:
– Que pase un buen día, señor.
– Gracias -respondió Dortmunder. Subió por la escalera, salió del banco y llamó un taxi-. A la avenida Amsterdam con la Calle 84.
El taxi bajó por la Calle 45, giró a la derecha y se metió en pleno embotellamiento de tráfico. Dortmunder sonreía. Era increíble. Tenían el diamante, por fin. Dortmunder vio que el taxista lo miraba asombrado por el espejo retrovisor, sin duda preguntándose por qué sonreía un cliente atrapado en pleno atasco. Pero Dortmunder no podía contenerse. Siguió sonriendo.