FASE SEIS

1

En torno a la mesa, en el cuarto del fondo del O. J. Bar and Grill, estaban sentados Murch, Kelp y Chefwick. Murch bebía su cerveza con sal y Kelp su whisky solo, pero como todavía era temprano, Chefwick no bebía su acostumbrado jerez. En cambio, tomaba un refresco de cola sin calorías que bebía muy despacio. Greenwood estaba ante la barra del bar, enseñando a Rollo cómo preparar un vodka sour con hielo, y Rollo lo observaba con el ceño escépticamente fruncido, dispuesto a no recordar ninguno de los detalles.

Los tres del cuarto del fondo permanecieron en silencio durante cinco o seis minutos, hasta que Murch dijo de repente:

– ¿Sabéis? He estado pensando en eso.

– Es un error -contestó Kelp-. No pienses en eso. Te saldrá un sarpullido.

– He estado sentado aquí -insistió Murch-, tratando de pensar qué podría salir mal esta vez. Por ejemplo, que el banco se hubiera mudado ayer. O que alguno de los que trabajan allí hubiera afanado el diamante.

– Estoy de acuerdo con Kelp -dijo Chefwick con calma-. Opino que debes dejar de pensar en esas cosas. O por lo menos, deja de hablar de ello.

– Sin embargo, nada de lo que pienso me parece posible. Alguna vez tiene que cesar la mala suerte que nos persigue. Casi estoy por creer que de un momento a otro Dortmunder cruzará esa puerta con el diamante en la mano. -Murch señaló la puerta, que se abrió en ese momento, y Greenwood entró con un vodka sour en la mano. Parpadeó ligeramente ante el dedo con que Murch lo apuntaba y preguntó:

– ¿Me ha llamado alguien?

Murch dejó de señalarle.

– No -contestó-. Tan sólo decía que me sentía optimista.

– Error -comentó Greenwood, y se sentó a la mesa-. Ya he tomado la precaución de dejar la noche libre, ante la posibilidad de que tengamos que sentarnos alrededor de esta mesa para planear nuestra próxima jugada.

– Ni lo menciones siquiera -dijo Kelp.

Greenwood sacudió la cabeza.

– Si lo menciono, puede que no suceda. Pero ¿qué pasaría si hubiera llamado a alguna preciosa y complaciente jovencita y la hubiera invitado a cenar en mi nido esta noche? ¿Qué opinas, Kelp?

– Sí -afirmó Kelp-. Tienes razón.

– Exactamente -Greenwood tomó un sorbo de su vodka sour-. Mmm… Riquísimo.

– Éste es un lugar agradable -convino Murch-. Sin embargo, está lejos de mi barrio, como para que me pille de paso. Aunque si estoy en Belt o Grand Central, por qué no. -Bebió un sorbo de su cerveza y le agregó un poquito de sal.

– ¿Qué hora es? -preguntó Kelp. Pero cuando Chefwick miró el reloj, Kelp añadió rápidamente-: ¡No me lo digas! No quiero saberlo.

– Si atrapan a Dortmunder -dijo Greenwood-, tendremos que liberarlo, por supuesto. Igual que vosotros, muchachos, me liberasteis a mí.

– Naturalmente -respondió Chefwick, y los otros asintieron.

– Haya conseguido o no el diamante -siguió Greenwood.

– Claro -asintió Kelp-. ¿Qué otra cosa…?

Greenwood suspiró.

– Cuando mi querida madre me dijo que buscara un trabajo estable -contestó-, dudo que fuese esto lo que pensaba.

Murch dijo:

– ¿Creéis que alguna vez vamos a conseguir ese diamante? A lo mejor Dios quiere que volvamos al buen camino, y esto es como una amable indirecta.

– Si los cinco trabajos para el mismo diamante son una amable indirecta -respondió Kelp con amargura-, no quiero que se enfade conmigo.

– Sin embargo -expuso Chefwick, estudiando su refresco de cola bajo en calorías-, ha sido muy interesante. Mi primer vuelo en helicóptero, por ejemplo. Y conducir la Pulgarcito fue muy agradable.

– Basta de trabajos interesantes -dijo Murch-. Si todos pensáis lo mismo, desde ahora quiero cosas aburridas. Lo único que deseo es que se abra esa puerta y Dortmunder entre con el diamante en la mano. -Señaló la puerta otra vez, y la puerta se abrió otra vez, y Dortmunder entró con un vaso vacío en la mano.

Todos se quedaron mirándolo. Dortmunder miró el dedo que lo apuntaba, luego se desplazó fuera de la línea de fuego y dio la vuelta a la mesa hasta la silla vacía y la botella de whisky. Se sentó, se sirvió whisky en el vaso y tomó un trago. Todos lo observaban sin pestañear. El silencio era tan profundo que se le oyó tragar.

Miró en torno suyo, a todos ellos. Su cara no tenía expresión; las de ellos, tampoco. Al fin, Dortmunder sonrió.

2

Sobre la destartalada mesa, el diamante parecía un precioso huevo puesto por la lámpara de pantalla verde que colgaba sobre sus cabezas. La luz se reflejaba mil veces en los prismas de la piedra. Era como si el diamante se riese en silencio allí, en medio de la mesa, contento de ser el centro de atracción, feliz de sentirse admirado.

Los cinco hombres en torno a la mesa mantuvieron los ojos clavados en el diamante durante un buen rato, como esperando que se formaran imágenes de su futuro en las facetas. El mundo exterior estaba muy lejos, los ruidos confusos y amortiguados del tráfico sonaban como desde otro planeta. El silencio del cuarto del fondo del O. J. Bar and Grill era a la vez reverencial y extático. Los cinco hombres parecían envueltos en una atmósfera de pavorosa solemnidad, y sin embargo, sonreían. De oreja a oreja. Contemplando los guiños del risueño diamante y devolviéndole la sonrisa.

– Aquí está -suspiró Kelp.

Los demás cambiaron de posición, como si despertaran de un trance.

– Nunca pensé que esto llegaría a suceder.

– Pero ahí está -respondió Greenwood-. ¿No es una preciosidad?

– Ojalá que Maude pudiera ver esto -comentó Chefwick-. Debería haber traído mi Polaroid para hacerle una foto…

– Casi me da pena desprenderme de él -dijo Kelp.

Dortmunder asintió con la cabeza.

– Te comprendo -convino-. Nos ha costado tanto conseguirlo… Pero tenemos que deshacernos de él, y sin demora. Esta piedra me pone demasiado nervioso. Pienso que en cualquier momento se abrirá esa puerta y entrará un millón de policías.

– Están todos por el centro, golpeando a los jóvenes.

– De todos modos, ha llegado el momento de entregar la piedra al mayor Iko y recoger nuestro dinero.

– ¿Queréis que vayamos todos? Tengo mi coche ahí fuera -dijo Murch.

– No -respondió Dortmunder-. Los cinco juntos podríamos llamar la atención. Además, si algo sucediera, por lo menos uno de nosotros debería quedar libre y dispuesto para ayudar. Kelp, tú fuiste quien inició este trabajo. Nos metiste a los demás en él, fuiste el primero en ponerte en contacto con el mayor. Y eres tú quien le llevó siempre las listas. ¿Quieres entregarle la piedra?

– ¡Claro! -afirmó Kelp. Estaba contento-. Si creéis que lograré atravesar la ciudad…

– Murch puede llevarte. Y nosotros tres nos quedaremos aquí. Además, si vuelve a comenzar la mala suerte, el diamante jodería a cualquiera que lo llevara. Si la mala suerte te tocase a ti, lo entenderíamos.

Kelp no estaba seguro de si eso era tranquilizador o no. Mientras se sentaba con el ceño fruncido, Dortmunder tomó el diamante y volvió a ponerlo en su estuche de terciopelo negro. Se lo dio a Kelp, que lo cogió y dijo:

– Si no volvemos dentro de una hora, sabe Dios dónde estaremos.

– Esperaremos hasta saber algo de vosotros -contestó Dortmunder-. Cuando os vayáis, llamaré al mayor para decirle que abra su caja fuerte.

– Está bien. -Kelp se metió el estuche en el bolsillo, terminó su whisky y se puso en pie-. Vamos, Murch.

– Espera a que termine mi cerveza -respondió Murch. Le costaba tomarla a grandes tragos. Al fin vació el vaso y se puso en pie-. Listo.

– Nos veremos luego -dijo Kelp, y salió. Murch iba tras él, y los otros le oyeron decir-: ¿Qué te parece? ¿Vamos cruzando el parque, por la Calle 64, o…? -Y la puerta se cerró.

Dortmunder pidió prestada una moneda. Chefwick le dio una y él fue a la cabina telefónica y llamó a la embajada. Tuvo que hablar con dos personas antes de que, por fin, Iko se pusiera al teléfono. Entonces dijo:

– Haremos la entrega esta tarde.

– ¿En serio?… -Era obvio que el mayor estaba encantado-. Éstas sí que son buenas noticias. Había perdido la esperanza.

– Nosotros también, mayor. Como usted comprenderá, es pago y entrega.

– Naturalmente. El dinero está esperando en la caja.

– El muchacho de siempre se la llevará.

– ¿No vienen todos? -El mayor parecía contrariado.

– No me gusta la idea de un viaje en grupo. Podría llamar la atención y no queremos.

– Supongo que sí… -dijo el mayor, ambiguamente-. Bien, estarán agotados. Gracias por la llamada. Espero a su amigo.

– Bien -contestó Dortmunder. Colgó y salió de la cabina.

Rollo lo examinó cuando volvía al cuarto del fondo y le dijo:

– Hoy parece muy animado.

– Hoy es un día animado -respondió Dortmunder-. Parece que no volveremos a usar el cuarto del fondo durante una buena temporada.

-Mazeltov [1] -dijo Rollo.

– Sí -convino Dortmunder, y entró en el cuarto del fondo a esperar.

3

El mismo hombre de ébano con las gafas reflectantes hizo pasar a Kelp, pero no le acompañó hacia la sala de siempre.

– ¡Eh! -exclamó Kelp cuando giraron hacia el otro lado-. Mesa de billar, ¿se acuerda? -Hizo los movimientos de dar con un taco.

– Oficina, hoy -dijo el hombre de ébano.

– ¡Ah! Sí, hoy es un día especial, claro. Muy bien, vamos.

Sin embargo, Kelp no se podía creer que el mayor dejara pasar la oportunidad de mostrarle alguna otra jugada que hubiera aprendido.

¿O lo haría? El hombre de ébano abrió la puerta de la oficina. Kelp entró: el mayor no estaba sentado detrás de su escritorio. Estaba Prosker, sentado allí como si hubiera sido el dueño del tugurio, sonriendo amablemente a Kelp, como una araña a una mosca.

En cuanto cruzó la puerta, Kelp se detuvo, pero una mano en el centro de su espalda lo empujó dentro.

– ¡Eh! -exclamó, y se dio la vuelta.

El hombre de ébano, que había entrado tras él, cerró la puerta, sacó una automática del bolsillo y apuntó a Kelp en la nariz.

Kelp dio unos pasos hacia atrás, poniendo más distancia entre él y el cañón de la automática.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó; entonces vio a otros dos negros con armas en la mano, de pie contra la pared del fondo.

Prosker contenía la risa.

Kelp se volvió hacia él y lo miró, furioso.

– ¿Qué ha hecho usted con el mayor?

Prosker soltó la lengua.

– ¡Con el mayor! ¡Ay, Dios mío! ¡Ustedes son infantiles, muy infantiles! ¡Qué he hecho yo con el mayor!

Kelp dio un paso amenazador hacia adelante.

– Sí, ¿qué ha hecho usted con el mayor? ¿Qué está tramando?

– Estoy hablando en nombre del mayor -contestó Prosker, controlándose. Tenía las manos cómodamente apoyadas sobre el escritorio-. Ahora trabajo para el mayor, y el mayor ha pensado que debo ser yo quien asuma la tarea de explicarle las realidades de la vida. Ha pensado que una mentalidad jurídica es más capaz de resumir todo el asunto en unas pocas frases, que luego podrá usted repetir a sus amigos. Por otra parte, yo mismo contribuí mucho a esta conspiración.

– ¿Conspiración? -Kelp se imaginó esos tres revólveres abriéndole agujeritos en la nuca; pero que lo condenaran si mostraba otra cosa que confianza en sí mismo y cabreo-. ¿Qué conspiración? -preguntó.

– Siéntese, Kelp -propuso Prosker-. Hablaremos.

– No hablaremos nada -repuso Kelp-. Sólo hablaré con el mayor.

La sonrisa de Prosker se volvió triste.

– ¿Tendré que pedirles a los hombres que están detrás de usted que lo obliguen a sentarse? ¿No preferiría que arregláramos todo esto sin violencia?

Kelp se lo pensó y dijo:

– Muy bien, le escucho. Hasta ahora, todo esto es pura palabrería. -Y se sentó.

– Palabrería es lo único que usted conseguirá, me temo -dijo Prosker-, así que escúcheme con atención. En primer lugar, me devolverá el Diamante Balabomo a mí, y no recibirá ningún dinero por él. El mayor les ha pagado ya catorce mil trescientos dólares, más cinco mil para ese hipnotizador, más unos cinco mil por otros gastos, lo que suma más de veinticuatro mil dólares. Considera que es suficiente.

– Por un diamante de medio millón de dólares… -murmuró Kelp con amargura.

– … que en realidad pertenece al país del mayor, de todos modos. Veinticuatro mil dólares es muchísimo dinero para un país pequeño y naciente como Talabwo, particularmente cuando se ha pagado para recuperar algo de su propiedad.

– ¿Se supone que debo sentir lástima por Talabwo? -preguntó Kelp-. Ustedes me están secuestrando, mis compañeros y yo hemos sido víctimas de un fraude de doscientos mil dólares, ¿y usted quiere que sienta lástima por un país cualquiera de África?

– Lo único que quiero es que usted comprenda la situación. Primero, quiero que comprenda por qué el mayor se siente justificado para no hacer más pagos por la devolución de algo que pertenece a su país. Creo que así queda explicado el primer punto. Vamos al segundo. El mayor preferiría que usted y los demás no causaran ningún problema acerca de esto.

– Ah, ¿lo preferiría? -dijo Kelp sonriendo con la mitad de la boca-. Eso le resultará un poco difícil al mayor.

– No necesariamente. Recuerde la pasión del mayor por los expedientes.

Kelp frunció el ceño.

– Papeles en carpetas. ¿Y eso qué?

– Depende mucho de quién abra esas carpetas y lea esos papeles. El Manhattan DA, por ejemplo, que encontraría fascinantes las cinco carpetas de ustedes. Resolverían cinco delitos espectaculares de reciente cosecha, por un lado, y además, les darían amplias sugerencias sobre algún otro delito no resuelto del pasado.

Kelp miró de reojo a Prosker.

– ¿El mayor va a hacer eso?

– Únicamente si le causan problemas -respondió Prosker. Se reclinó en su asiento y extendió las manos-. Después de todo, ustedes han salido bien parados, considerando la ineptitud con que resolvieron el trabajo.

– ¡Ineptitud!

– Tuvieron que hacer cinco intentos para conseguir el diamante -le recordó Prosker. Levantó una mano para anticiparse a las balbuceantes objeciones de Kelp y agregó-: No los estoy criticando. Todo está bien cuando termina bien, como dijo una vez el bardo, y usted y sus amigos finalmente han entregado el diamante. Pero en verdad no son los modelos de eficiencia y profesionalidad que el mayor creyó contratar.

– Se proponía traicionarnos desde el principio -dijo Kelp, furioso.

– No opino sobre eso -contestó Prosker-. Bueno, ponga el diamante sobre el escritorio, por favor.

– No pensará que estoy lo bastante loco como para traerlo conmigo, ¿no?

– Sí -afirmó Prosker, sereno-. El problema es otro: ¿está usted lo bastante loco como para obligar a esos señores que están detrás de usted a que lo fuercen a entregarlo?

Kelp lo pensó, furioso y amargado, y decidió que no estaba tan loco. No tenía sentido recibir golpes innecesarios. No había más remedio que dar por perdido ese asalto y consolarse con la idea de que el combate no había terminado. Rebuscó en sus bolsillos, sacó el estuche de terciopelo negro y lo depositó sobre el escritorio.

– Muy bien -dijo Prosker, sonriendo al estuche. Extendió las dos manos, lo abrió y sonrió a su contenido. Cerró el estuche, miró por encima de Kelp a los tres silenciosos cancerberos, y añadió-: Uno de ustedes debería llevar esto al mayor.

El hombre de ébano se adelantó, con la luz reflejándose en sus gafas, y cogió el estuche. Kelp lo miró salir del despacho. Prosker dijo:

– Bueno. -Kelp volvió la mirada hacia él-. Bueno -repitió Prosker-, le diré qué ocurrirá ahora. En síntesis: ahora saldré de aquí y me presentaré a la policía. He inventado un cuento fantástico acerca de cómo fui raptado por un grupo que tenía la equivocada impresión de que yo sabía dónde estaba escondido el botín de un ex cliente mío. Les llevó varios días aceptar su error y al fin me dejaron marchar. No reconocí a ninguno de ellos y espero no ver ninguna de sus fotos en las listas de delincuentes. ¿Comprende usted? Ni el mayor ni yo tenemos interés en causarles dificultades innecesarias. Deseamos que se metan eso en la cabeza y que no nos obliguen a tomar medidas más severas.

– Siga -dijo Kelp-. ¿Qué más?

– Nada más -contestó Prosker-. Les han pagado como merecían. El mayor y yo cargamos sobre nosotros los delitos cometidos por ustedes en relación con el diamante. Si ahora los cinco se dedican a sus propios asuntos, el tema puede quedar zanjado. Pero si alguno de ustedes nos crea algún problema al mayor o a mí, la vida se complicará mucho para todos ustedes.

– El mayor puede regresar a Talabwo, pero usted seguirá aquí -señaló Kelp.

– En realidad, no -respondió Prosker, sonriendo amablemente-. En Talabwo hay un puesto vacante de asesor legal para la redacción de su nueva Constitución. Un trabajo bien pagado, desde luego, con un subsidio del Gobierno de Estados Unidos. Llevará unos cinco años redactar una nueva Constitución. Me gusta mucho la idea de cambiar de escenario.

– Estoy dispuesto a sugerirle un cambio de escenario -dijo Kelp.

– No lo dudo -admitió Prosker. Echó un vistazo a su reloj-. Lamento apurarlo -añadió-, pero ando un poco escaso de tiempo. ¿Alguna otra pregunta?

– Ninguna que usted desee contestar -dijo Kelp, poniéndose de pie-. Hasta la vista, Prosker.

– Lo dudo -replicó Prosker-. Esos dos caballeros lo acompañarán hasta la puerta.

Kelp salió entre los dos negros, que cerraron la puerta con firmeza tras él una vez que estuvo fuera.

El coche de Murch estaba a la vuelta de la esquina. Kelp corrió hacia él y se deslizó en el asiento delantero.

– ¿Todo bien? -preguntó Murch.

– Todo una mierda -respondió Kelp rápidamente-. Ponte donde se pueda ver la esquina.

Murch puso en marcha el coche mientras preguntaba:

– ¿Cuál es el problema?

– Traición. Tengo que hacer una llamada. Si alguien sale de la embajada antes de que yo vuelva, atropéllalo.

– Está bien -asintió Murch, y Kelp bajó del coche.

4

Rollo fue hasta el cuarto del fondo y dijo:

– El del whisky al teléfono. Quiere hablar con usted.

– Me lo imaginaba -comentó Greenwood-. Algo ha salido mal.

– Quizá no -contestó Dortmunder, pero su cara demostraba que tenía serias dudas. Se levantó y, precedido por Rollo, fue rápidamente hacia la cabina telefónica. Se metió dentro, cerró la puerta, cogió el auricular y preguntó-: ¿Sí?

– Traición -respondió la voz de Kelp-. Ven enseguida.

– Hecho -dijo Dortmunder, y colgó. Salió de la cabina y volvió al cuarto del fondo, llamando a Rollo en el camino-. Volveremos pronto.

– Seguro -asintió Rollo-. En cualquier momento.

Dortmunder abrió la puerta del cuarto del fondo, asomó la cabeza y dijo:

– Vamos.

– Es muy irritante -dijo Chefwick.

Depositó con energía su refresco de cola sin calorías sobre la mesa y siguió a Dortmunder y a Greenwood fuera del bar.

Consiguieron un taxi enseguida, pero les costó una eternidad cruzar el parque. En todo caso, les pareció una eternidad. Cuando la eternidad pasó, Dortmunder y los demás se bajaron del taxi en la esquina, a media manzana de la embajada de Talabwo. Murch se acercó corriendo cuando el taxi se fue.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Dortmunder.

– Traición -contestó Murch-. Prosker y el mayor trabajan juntos.

– Debimos enterrarlo en el bosque. Ya lo suponía, fui demasiado bueno -dijo Greenwood.

– Cállate -ordenó Dortmunder. Y, dirigiéndose a Murch-: ¿Dónde está Kelp?

– Siguiéndolos -respondió Murch-. Hace unos cinco minutos, el mayor, Prosker y otros tres salieron y cogieron un taxi. Iban con equipaje, y Kelp va tras ellos en otro taxi.

– Mierda -dijo Dortmunder-. Hemos perdido demasiado tiempo cruzando el parque.

– ¿Se supone que tenemos que esperar aquí a Kelp? -preguntó Greenwood.

Murch señaló la cabina de teléfonos de la esquina opuesta:

– Apuntó ese número de teléfono. Nos llamará en cuanto pueda.

– Buena idea -convino Dortmunder-. Muy bien, Murch, tú te quedas en la cabina. Chefwick, tú y yo nos vamos a la embajada. ¿Llevas tu revólver encima, Greenwood?

– Claro.

– Pásamelo.

Greenwood le entregó su Terrier. Dortmunder lo metió en el bolsillo de la chaqueta y le dijo a Greenwood:

– Quédate ahí fuera y vigila. Vamos.

Murch regresó a la cabina, y Dortmunder, Chefwick y Greenwood se dirigieron a la calle de la embajada. Greenwood se detuvo y, recostándose contra la ornamentada barandilla de hierro, encendió negligentemente un cigarrillo mientras Dortmunder y Chefwick subían por la escalinata de piedra. Chefwick iba sacando variadas herramientas de precisión de sus bolsillos.

Eran ya casi las cuatro de esa tarde del viernes, y la Quinta Avenida rebosaba de tráfico; taxis, autobuses, de cuando en cuando algunos coches particulares y, por aquí y por allá, alguna limusina negra deslizándose en dirección al sur: una perezosa corriente fluía por la Quinta Avenida, con el parque a la derecha y los impresionantes edificios de piedra vieja a la izquierda. Las aceras estaban también muy concurridas, con niñeras que empujaban cochecitos de bebés, ascensoristas que paseaban perros salchicha y enfermeras de color que acompañaban a encorvados ancianos. Dortmunder y Chefwick daban la espalda a todo eso, cubriendo las atareadas manos de Chefwick cuando éste atravesó la puerta como un coche acrobático atravesando un aro de papel. La puerta se abrió con mansedumbre, y Dortmunder y Chefwick entraron. Dortmunder sacó el revólver mientras Chefwick cerraba la puerta tras ellos.

Las dos primeras salas por las que pasaron, haciendo rápidas exploraciones, estaban vacías, pero en la tercera había dos máquinas de escribir y dos mecanógrafas negras. Las encerraron con llave en un cuarto y Dortmunder y Chefwick siguieron a lo suyo.

En el despacho del mayor Iko encontraron un bloc de notas donde se leía escrito a lápiz en el encabezamiento de la página: «Kennedy -Vuelo 301- 7 y 15». Chefwick dijo:

– Deben de haber ido ahí.

– ¿Pero a qué compañía?

Chefwick miró sorprendido. Volvió a leer la nota.

– No lo dice.

– La guía de teléfonos -dijo Dortmunder-. Las páginas amarillas.

Los dos se pusieron a abrir cajones. El tomo de páginas amarillas de Manhattan estaba en el último cajón de la izquierda del escritorio. Chefwick preguntó:

– ¿Vas a llamar a todas las compañías?

– Espero que no. Probemos con PanAm. -Buscó el número, marcó y, después de catorce señales de llamada, una amable voz femenina, aunque algo metálica, contestó-. Tengo que hacerle una pregunta que le parecerá estúpida, pero trato de impedir una fuga.

– ¿Una fuga, señor?

– Aborrezco cruzarme en el camino de unos jóvenes enamorados -dijo Dortmunder-, pero acabamos de enterarnos de que el hombre está casado. Sabemos que viajará esta noche desde el aeropuerto Kennedy a las siete quince. El vuelo es el tres-cero-uno.

– ¿Es un vuelo PanAm, señor?

– No lo sabemos. No sabemos con qué compañía volarán y no sabemos adónde van.

Se abrió la puerta del despacho y el hombre de ébano entró. Una luz blanca se reflejaba en sus gafas. Dortmunder siguió hablando por el teléfono:

– Espere un segundo. -Apoyó el auricular contra su pecho y mostró al hombre de ébano el revólver de Greenwood-. Quédese ahí -conminó, señalando un panel desnudo de pared lejos de la puerta.

El hombre de ébano levantó las manos y se dirigió hacia donde Dortmunder le había indicado.

Dortmunder mantenía los ojos y el revólver apuntando al hombre de ébano, y habló de nuevo por el teléfono.

– Disculpe. La madre de la chica está histérica.

– Señor, ¿todo lo que sabemos es el número de vuelo y la hora de partida?

– Y que sale de Kennedy, sí.

– Esto nos puede llevar un poco de tiempo, señor.

– Estoy dispuesto a esperar.

– Lo haré lo más rápido posible, ¿espera?

– Por supuesto.

Se oyó un clic, y Dortmunder le dijo a Chefwick:

– Cachéalo.

– Por supuesto. -Chefwick registró al hombre de ébano y le encontró una Beretta automática del calibre 25, un arma pequeña y peligrosa que Kelp ya había visto antes, ese mismo día.

– Átalo -dijo Dortmunder.

– Exactamente lo que pensaba hacer -contestó Chefwick. Y, dirigiéndose al hombre de ébano-: Deme su corbata y los cordones de los zapatos.

– Fracasarán -afirmó el hombre de ébano.

– Si prefiere que le disparen, métele la bala en el estómago para que haga menos ruido -dijo Dortmunder.

– Naturalmente -asintió Chefwick.

– Quiero cooperar -dijo el hombre de ébano, empezando a desanudarse la corbata-. Pero no importa, fracasarán.

Dortmunder mantenía el auricular junto al oído y el arma apuntando al hombre de ébano, que le entregó la corbata y los cordones a Chefwick.

– Ahora quítese los zapatos y los calcetines y póngase de cara al suelo -ordenó Chefwick.

– No importa lo que hagan conmigo -respondió el hombre de ébano-. No tengo importancia, y ustedes fracasarán.

– Como no se dé más prisa -dijo Dortmunder-, se convertirá en algo de menor importancia todavía.

El hombre de ébano se sentó en el suelo y se quitó los zapatos y los calcetines; después, se tumbó boca abajo. Chefwick utilizó uno de los cordones para atarle los pulgares a la espalda, el otro para atarle los dedos de los pies, y luego le metió la corbata en la boca.

Justo cuando Chefwick acababa de hacer todo esto, Dortmunder oyó otro clic, y la voz femenina dijo:

– ¡Al fin lo encontré, señor!

– Se lo agradezco de veras -respondió Dortmunder.

– Es un vuelo de Air France a París -dijo-. Es el único vuelo con ese número que sale a esa hora.

– Muchísimas gracias.

– Es muy romántico, ¿verdad, señor? -preguntó la voz femenina-. Una fuga a París…

– Me imagino que sí -respondió Dortmunder.

– Es una lástima que el hombre ya esté casado.

– Esas cosas suceden -contestó Dortmunder-. Gracias otra vez.

– Estamos a su disposición, señor.

Dortmunder colgó y le dijo a Chefwick:

– Air France, a París. -Se puso de pie-. Ayúdame a arrastrar a este pájaro aquí, bajo el escritorio. No queremos que nadie lo suelte para que pueda llamar al mayor al aeropuerto Kennedy.

Hicieron rodar al hombre de ébano hasta el escritorio y salieron de la embajada sin ver a nadie más. Greenwood seguía allí enfrente, apoyado en la barandilla de hierro. Dortmunder le contó lo que sabían mientras doblaban la esquina y cruzaban la calle donde Murch aguardaba en la cabina de teléfonos. Una vez allí, Dortmunder dijo:

– Chefwick, tú te quedas aquí. Cuando Kelp llame, dile que vamos de camino y que puede dejar cualquier mensaje para nosotros en Air France. Si han ido a algún otro sitio que no sea el Kennedy, espera aquí, y si no encontramos ningún mensaje en Air France, te llamamos.

Chefwick asintió.

– Nos encontraremos todos en el O. J. cuando acabemos con esto -siguió Dortmunder-. En caso de que nos separemos, nos reuniremos allí.

– Ésta puede ser una noche muy larga -comentó Chefwick-. Mejor llamo a Maude.

– No ocupes la línea.

– Ah, no. Buena suerte.

– Nos vendría bien -respondió Dortmunder-. Vamos, Murch, muéstranos a qué velocidad nos puedes llevar al aeropuerto Kennedy.

– Bueno, desde aquí -contestó Murch, mientras cruzaban la calle hacia el coche-, iré derecho por FDR Drive hasta Triborough…

5

La chica del mostrador de Air France tenía acento francés.

– ¿Señor Dortmunder? -preguntó-. Sí, tengo un mensaje para usted. -Le dio un sobrecito.

– Gracias -contestó Dortmunder.

Él y Greenwood se alejaron del mostrador. Murch estaba fuera, aparcando el coche. Dortmunder abrió el sobre. Dentro había un papelito donde se leía en letras garabateadas: «Puerta de Oro».

Dortmunder le dio la vuelta al papel; por el otro lado estaba en blanco. Le dio la vuelta de nuevo y dijo:

– Puerta de Oro. Nada más, sólo Puerta de Oro. Lo que faltaba.

– Espera un minuto -contestó Greenwood, y se dirigió hacia la primera azafata que pasaba, una rubia bonita de pelo corto con uniforme azul oscuro-. Disculpe, ¿quiere casarse conmigo?

– Me encantaría -respondió ella-, pero mi avión sale dentro de veinte minutos.

– Cuando vuelva -dijo Greenwood-. Mientras tanto, ¿podría decirme qué es y dónde está la Puerta de Oro?

– Es el restaurante del edificio de las llegadas internacionales.

– Estupendo. ¿Cuándo podemos comer ahí?

– La próxima vez que usted esté en la ciudad.

– Magnífico. ¿Cuándo puede ser?

– ¿Usted no lo sabe?

– Todavía no. ¿Cuándo vuelve usted?

– El lunes -contestó ella sonriendo-. Llegamos a las tres y treinta de la tarde.

– Una hora perfecta para almorzar. ¿Podemos encontrarnos a las cuatro?

– Digamos a las cuatro y media.

– El lunes a las cuatro y media en la Puerta de Oro. Reservaré la mesa inmediatamente. A nombre de Grofield -dijo, dando su más reciente apellido.

– Allí estaré -aseguró ella. Tenía una bonita sonrisa y bonitos dientes.

– Nos vemos, entonces -dijo Greenwood, y volvió junto a Dortmunder-. Es un restaurante en el edificio de las llegadas internacionales.

– Vamos.

Al salir se encontraron con Murch. Lo pusieron al corriente, preguntaron a un empleado cuál era el edificio de las llegadas internacionales y cogieron un bus.

La Puerta de Oro estaba arriba, al final de una larga y ancha escalera mecánica. Al pie de ella estaba Kelp. Dortmunder y los otros dos se le acercaron y Kelp dijo:

– Están allá arriba, llenándose la barriga.

– Cogerán el vuelo de Air France a las siete y cuarto para París -respondió Dortmunder.

Kelp se quedó mirándolo.

– ¿Cómo lo supiste?

– Telepatía -contestó Greenwood-. Mi truco es ése, puedo adivinar tu peso.

– Subamos -dijo Dortmunder.

– No voy vestido para entrar en un lugar así -repuso Murch. Llevaba una cazadora de cuero y pantalones de trabajo, mientras que los otros vestían traje o chaqueta deportiva y corbata.

– ¿Hay otra manera de bajar de ahí? -preguntó Dortmunder a Kelp.

– Quizá. Éste es el único acceso para el público.

– Bien, Murch, quédate aquí abajo, por si se nos escapan a nosotros. Si lo hacen síguelos, pero no intentes nada. Kelp, ¿Chefwick sigue en la cabina telefónica?

– No, dijo que se iba al O. J. Podemos dejarle aviso allí.

– Bien. Murch, si alguien baja y tú lo sigues, déjanos el recado en el O. J. lo más rápido que puedas.

– Está bien.

Los otros tres subieron escaleras arriba y llegaron a una alfombra oscura, en una oscura superficie abierta. El mostrador del maître y una hilera de plantas artificiales separaban ese recinto del salón comedor principal. El maître en persona, con un acento francés menos encantador que el de la chica de Air France, se acercó y les preguntó cuántos eran. Dortmunder contestó:

– Vamos a esperar a los que faltan, antes de entrar.

– Muy bien, señor. -El maître se inclinó y se fue.

Kelp dijo:

– Allí están.

Dortmunder miró por entre las hojas de plástico. El comedor era amplio y estaba casi vacío. En una mesa, no demasiado lejos y junto a una ventana, estaban sentados el mayor, Prosker y tres robustos muchachos negros. Comían con mucha parsimonia: eran poco más de las cinco y tenían más de dos horas libres antes de su vuelo.

Kelp dijo:

– No me gusta atraparlos aquí. Demasiado público y demasiado cerrado.

– De acuerdo -convino Dortmunder-. Los esperaremos abajo. -Dio la vuelta y se puso en marcha.

– Enseguida estoy con vosotros -dijo Greenwood-. Asunto privado.

Dortmunder y Kelp siguieron caminando y un minuto después Greenwood se les unió. Se encontraron con Murch y los cuatro se distribuyeron por la sala de espera, con los ojos fijos en la escalera mecánica de la Puerta de Oro.

Eran casi las seis y la tarde se había convertido en noche fuera dé las ventanas de la terminal cuando el mayor, Prosker y los muchachos negros, por fin, bajaron. Dortmunder se puso en pie y se dirigió hacia ellos. Cuando lo vieron y se quedaron mirándolo, atónitos, se le dibujó una gran sonrisa en el rostro, extendió las manos y avanzó rápidamente, exclamando:

– ¡Mayor! ¡Qué sorpresa! ¡Qué agradable volver a verle de nuevo!

Tomó la inerte mano del mayor y la sacudió como si fuera una bomba de agua. Manteniendo la amplia sonrisa, dijo en voz baja:

– Los demás están por aquí. Si no quiere que le disparemos, quédese quieto.

Prosker echó una mirada alrededor y exclamó:

– ¡Dios mío! ¡Allí están!

– Dortmunder -dijo el mayor-. Creo que podemos hablar de esto.

– Tiene toda la razón, coño, claro que podemos -respondió Dortmunder-. Nosotros dos solos. Nada de abogados, nada de guardaespaldas.

– ¿No se pondrá… violento?

– Yo no, mayor -contestó Dortmunder-. Pero los demás, no sé. Greenwood mataría primero a Prosker, y es natural; pero creo que Kelp empezaría primero por usted.

– No se atreverán a hacer algo así en un lugar repleto de gente, como éste -dijo Prosker.

– Un lugar perfecto para eso -aseguró Dortmunder-. Tiros. Pánico. Nosotros entremezclados con la gente. El lugar más fácil del mundo para esconderse es entre la multitud.

– Prosker, no lo obligue a demostrarnos si es capaz de hacerlo -indicó el mayor.

– Sí, y lo es, ¡mierda! -exclamó Prosker-. Muy bien, Dortmunder, ¿qué quiere? ¿Más dinero?

– No podemos pagar ciento setenta y cinco mil -dijo el mayor-. Es sencillamente imposible.

– Doscientos mil -le recordó Dortmunder-. El precio subió con el tercer trabajo. Pero no quiero hablar delante de toda esta gente. Vamos.

– ¿Vamos? ¿Adónde?

– Sólo vamos a hablar -respondió Dortmunder-. Esta gente puede quedarse aquí y mi gente puede quedarse donde está. Usted y yo nos iremos por aquí y hablaremos. Vamos.

El mayor se mostraba muy reacio, pero Dortmunder insistió y empezó a moverse. Dortmunder, por encima del hombro, les dijo a los demás:

– Ustedes se quedan aquí, y no se les ocurra provocar ningún pánico póstumo.

Dortmunder y el mayor se alejaron por la galería que daba a la aduana, flanqueada a un lado por tiendas libres de impuestos y al otro por una barandilla desde donde la gente podía mirar abajo y ver a sus parientes que volvían de viaje o cómo humillaban a los visitantes extranjeros.

– Dortmunder, Talabwo es un país pobre -explicó el mayor-. Le puedo dar algún dinero más, pero no doscientos mil dólares. Tal vez cincuenta, otros diez mil por cabeza. Pero no nos podemos permitir el lujo de pagar nada más.

– Así que usted planeó esta traición desde el principio -dijo Dortmunder.

– No quiero mentirle -contestó el mayor.

Atrás, en la sala de espera, Prosker les decía a los tres negros:

– Si corremos en cuatro direcciones distintas no se atreverán a tirar.

– No queremos morir -repuso uno de los negros, y los otros asintieron.

– ¡No se atreverán a disparar, coño! -insistió Prosker-. ¿No saben qué hará Dortmunder? ¡Le quitará el diamante al mayor!

Los muchachos negros se miraron.

– Si no ayudan al mayor y Dortmunder le quita el diamante, recibirán algo peor que un tiro, y ustedes lo saben.

Los muchachos parecían preocupados.

– Contaré hasta tres -ordenó Prosker-, y a la de tres salgan corriendo en diferentes direcciones. Den unas vueltas y diríjanse a donde están Dortmunder y el mayor. Yo correré hacia atrás, usted derecho hacia adelante, usted hacia la izquierda y usted hacia la derecha. ¿Preparados?

No les gustaba hacerlo, pero pensar en el mal humor del mayor era todavía peor. Asintieron de mala gana.

– Uno -dijo Prosker. Podía ver a Greenwood sentado detrás de un ejemplar del Daily News-. Dos. -En otra dirección, podía ver a Kelp-. Tres. -Y echó a correr. Los muchachos negros se quedaron quietos durante un segundo o dos, y también empezaron a correr.

Ver gente que corre en un aeropuerto no llama demasiado la atención, pero esos cuatro habían empezado a hacerlo tan de repente que una docena de personas se quedaron mirándolos con sorpresa. Kelp, Greenwood y Murch también los miraron, y también echaron a correr.

Mientras tanto, Dortmunder y el mayor seguían caminando por el corredor. Dortmunder trataba de encontrar un lugar tranquilo donde poder aliviar al mayor del peso del diamante y el mayor se explayaba sobre la pobreza de Talabwo, sus remordimientos por haber intentado engañar a Dortmunder y su deseo de repararlo lo mejor posible.

Una voz distante gritó:

– ¡Dortmunder! -Reconociendo la voz de Kelp, Dortmunder se volvió y vio a dos de los muchachos negros que corrían en su dirección, empujando a los mirones a izquierda y derecha.

El mayor intentó unirse al grupo de rescate, pero Dortmunder lo agarró por el codo y lo dejó clavado donde estaba. Miró a su alrededor; justo enfrente de ellos había una dorada puerta cerrada, con un «Prohibida la entrada» escrito en letras negras. Dortmunder empujó la puerta, empujó al mayor y lo siguió. Se encontraron al principio de una escalera mugrienta y gris.

– Dortmunder, le doy mi palabra… -dijo el mayor.

– No quiero su palabra, quiero esa piedra.

– ¿Cree que la llevo encima?

– Eso es exactamente lo que usted haría con ella, no se apartaría de ella hasta encontrarse a salvo en su casa -Dortmunder sacó el revólver de Greenwood y lo hundió en el estómago del mayor-. Tardaremos más si tengo que buscársela yo.

– Dortmunder…

– ¡Cállese y deme el diamante! ¡No tengo tiempo para mentiras!

El mayor miró la cara de Dortmunder, a pocos centímetros de la suya, y murmuró:

– Le pagaré todo el dinero, yo…

– ¡Usted morirá, joder! ¡Deme el diamante!

– ¡Está bien, está bien! -contestó el mayor, balbuceando ante la urgencia de Dortmunder-. Guárdelo -dijo, y sacó del bolsillo de la chaqueta el estuche de terciopelo negro-; me pondré en contacto con usted, conseguiré el dinero para pagarle.

Dortmunder le arrebató el estuche, dio un paso atrás, lo abrió y echó un vistazo al interior. El diamante estaba allí. Levantó la mirada: el mayor saltaba sobre él. Al saltar se hundió aún más contra el cañón del revólver y cayó hacia atrás, aturdido.

Se abrió la puerta y uno de los muchachos negros entró. Dortmunder le dio un golpe en el estómago, recordando que acababa de comer; el guardaespaldas exclamó:

– ¡Fuf! -Y se dobló en dos.

Pero el otro estaba tras él, y el tercero no debía de andar lejos. Dortmunder se volvió con el diamante en una mano y el revólver en la otra, y corrió escaleras abajo.

Oyó que lo seguían, oyó gritar al mayor. La primera puerta que se encontró estaba cerrada con llave; la segunda lo condujo al exterior, en medio de la desapacible oscuridad de una tarde de octubre.

Pero, ¿dónde estaba? Dortmunder tropezó en la oscuridad, dobló por una esquina, y la noche se llenó de aviones.

Había atravesado el espejo; había franqueado esa barrera invisible que cierra el paso a las personas no autorizadas. Estaba en la zona de los aviones, entre haces de brillante luz rodeados por la oscuridad, puntuada por las hileras de luces azules o ambarinas de pistas de aterrizaje, las zonas para taxis y las zonas de carga.

Los muchachos negros seguían tras él. Dortmunder miró a la derecha. Los pasajeros estaban desembarcando de un avión de SAS. ¿Unirse a ellos? Les parecería algo raro a los encargados de la aduana; un hombre sin pasaporte, sin billete, sin equipaje. Fue en otra dirección. Allí sólo había oscuridad y se internó en ella.

Los quince minutos siguientes fueron aún más agitados para Dortmunder. Siguió corriendo, con los tres negros a la zaga. Continuaba en la zona reservada a los aviones, corriendo ya sobre el césped, ya por una pista, ya sobre la grava, saltando por encima de las luces señalizadoras, tratando de no recortar demasiado su silueta contra las luces de las pistas brillantemente iluminadas y de no meterse debajo de ningún 707 que pasara por allí.

De cuando en cuando, veía la zona de atención al público del aeropuerto, su zona, al otro lado de la barrera, o la esquina de un edificio, con la gente que caminaba y los taxis que pasaban. Pero cada vez que intentaba correr en esa dirección, los negros hacían un ángulo para cortarle el paso, manteniéndolo dentro del área más despejada y abierta.

Cada vez se alejaba más de las luces brillantes y de los edificios, de toda conexión con la zona destinada a los usuarios del aeropuerto. Las pistas estaban justo frente a él, con largas filas de aviones en espera de su turno para despegar. Un reactor Olympia iba a despegar, seguido por un bimotor Mohawk, seguido por un Lear con cantantes pop, seguido por un antiguo Ercoupe de dos asientos, seguido por un 707 de Lufthansa, los gigantes y los enanos, unos después de otros, aguardando obedientes su turno, sin que los mayores empujaran a los más pequeños fuera del camino. Eso lo hacían por ellos desde la torre de control.

Uno de los aviones en espera era un Waco Vela construido en Italia y montado en Estados Unidos, un cinco plazas con un solo motor Franloin de factura norteamericana. A los mandos se sentaba un vendedor de calculadoras llamado Firgus; su amigo Bullock dormía, tumbado en el asiento trasero. Delante de él, un reactor de la TWA maniobraba para colocarse al principio de la pista; roncó y vibró durante unos segundos y comenzó a despegar, como si fuera Sidney Greenstreet jugando al baloncesto. Por fin alcanzó altura y voló, elegante y bello.

Firgus adelantó un poco su pequeño avión y giró hacia la derecha. Ahora la pista entera se extendía frente a él. Firgus estaba sentado, mirando los controles, esperando que la torre le diera la señal de partida y arrepintiéndose del chop-suey que había comido en el almuerzo; de repente la puerta de la derecha se abrió y entró un hombre con un revólver.

Firgus se quedó mirándolo, atónito.

– ¿A La Habana? -preguntó.

– Me conformo con salir volando -contestó Dortmunder; miró por la ventana lateral y vio a los tres muchachos negros que se acercaban corriendo.

– Bien, N733W -sonó una voz desde la torre en los auriculares de Firgus-. Listo para despegar.

– ¡Uy! -exclamó Firgus. Dortmunder lo miró.

– No haga ninguna estupidez -sugirió-. Despegue.

– Sí -dijo Firgus. Por suerte conocía muy bien ese avión y podía pilotarlo mientras pensaba en otra cosa. Puso el Vela en camino, y éste empezó a correr por la pista. Los negros se detuvieron, jadeantes, y el Vela se elevó de repente en el aire.

– Bien -asintió Dortmunder.

Firgus lo miró.

– Si me dispara -dijo Firgus-, nos estrellamos, y usted también morirá.

– No voy a disparar contra nadie -respondió Dortmunder.

– Pero no podemos llegar a Cuba. Con la gasolina que tengo no llegaríamos mucho más allá de Washington.

– No quiero ir a Cuba. Tampoco quiero ir a Washington.

– Entonces, ¿adónde quiere ir? Espero que no quiera cruzar el océano, es demasiado lejos.

– ¿Adónde va usted?

Firgus no entendía nada.

– Bueno…, a Pittsburgh, en realidad.

– Pues coja esa ruta.

– ¿Quiere ir a Pittsburgh?

– Haga lo que tenía pensado hacer. No se preocupe por mí.

– Muy bien -dijo Firgus.

Dortmunder miró al hombre que dormía atrás, luego, por la ventana, vio las luces que pasaban de largo en la oscuridad. Ya estaban fuera del aeropuerto. El Diamante Balabomo estaba en el bolsillo de la chaqueta de Dortmunder. La situación parecía controlada.

Les llevó quince minutos sobrevolar Nueva York y llegar a New Jersey. Firgus permaneció callado durante todo ese tiempo. Pero cuando sobrevolaban las oscuras y tranquilas marismas de New Jersey, se relajó un poco y dijo:

– Muchacho, no sé cuál es su problema, pero la verdad es que me dio un susto bárbaro.

– Disculpe -contestó Dortmunder-. Estaba en apuros.

– Sí, supongo que sí. -Firgus echó una ojeada a Bullock, que seguía durmiendo-. Él sí que se llevará una sorpresa.

Pero Bullock seguía durmiendo. Pasó otro cuarto de hora. De pronto Dortmunder preguntó:

– ¿Qué es eso, allá abajo?

– ¿Qué?

– Esa especie de cinta pálida.

– ¡Ah!, ésa es la Carretera Ochenta. Una de las nuevas superautopistas que están construyendo. Ese tramo todavía no está acabado. Y ya se han quedado viejas, ¿sabe? Lo que se impone ahora es la avioneta privada. Usted sabe…

– Parece terminada.

– ¿Qué?

– Esa carretera, allá abajo. Parece terminada.

– Bueno, no está abierta todavía. -Firgus estaba irritado. Quería hablar de las maravillosas estadísticas de los aviones privados en Estados Unidos.

– Aterrice ahí -ordenó Dortmunder.

Firgus se quedó mirándolo.

– ¿Que haga qué?

– Es lo bastante ancha para un avión como éste -dijo Dortmunder-. Aterrice ahí.

– ¿Por qué?

– Para que pueda bajarme. No se preocupe; sigo sin tener intenciones de matarlo.

Firgus inclinó el avión para virar y giró sobre la clara cinta que se veía allí abajo, sobre el oscuro suelo.

– No sé -contestó vacilante-. No hay luces ni nada.

– Puede hacerlo. Usted es un buen piloto. Me doy cuenta de que lo es. -Dortmunder no sabía nada de vuelos.

Firgus se suavizó.

– Bueno, supongo que lo puedo posar ahí -dijo-. Es un poco difícil, pero no imposible.

– Bien.

Firgus dio dos vueltas más antes de intentarlo. Estaba claramente nervioso y su nerviosismo se le contagió a Dortmunder, que estuvo a punto de decirle que siguiera volando y que ya encontrarían algún sitio mejor. Pero por allí no había ningún sitio mejor. Dortmunder no podía permitir que Firgus aterrizara en un aeropuerto normal. Y por lo menos, allí abajo había una recta cinta de cemento, lo suficientemente ancha como para que el avión aterrizara.

Firgus lo hizo, y muy bien, una vez que reunió el coraje suficiente. Aterrizó suavemente, como una pluma; detuvo el Vela a los doscientos metros, y se volvió hacia Dortmunder con una amplia sonrisa.

– A esto le llamo volar -dijo.

– Yo también -convino Dortmunder.

Firgus miró otra vez a Bullock y murmuró:

– ¡Coño! Ojalá se despertara. -Lo sacudió por el hombro-. ¡Despiértate!

– Si no le ve a usted no me va a creer ni una palabra. ¡Eh, Bullock! ¡Maldita sea, te estás perdiendo una aventura! -Golpeó el hombro de Bullock, un poco más fuerte que antes.

– Gracias por el viaje -dijo Dortmunder, y se bajó del avión.

– ¡Bullock! -gritó Firgus, dándole golpes y puñetazos a su amigo-. Por el amor de Dios, ¿quieres despertarte?

Dortmunder comenzó a andar en medio de la oscuridad.

Bullock recuperó la consciencia gracias a una lluvia de manotazos, se sentó, bostezó, se restregó la cara, miró a su alrededor, parpadeó, frunció el ceño y preguntó:

– ¿Dónde coño estamos?

– En la Carretera Ochenta de Jersey -le contestó Firgus-. Mira, ¿ves ese tipo? ¡Mira pronto, antes de que se pierda de vista!

– ¿La Carretera Ochenta? ¡Estamos en un avión, Firgus!

– ¿Quieres mirar?

– ¿Qué coño hacemos en tierra? ¿Quieres provocar un accidente? ¿Qué estás haciendo en la Carretera Ochenta?

– Ya se perdió de vista -dijo Firgus, levantando las manos-. Te dije que miraras, pero no.

– Debes de estar borracho -respondió Bullock-. ¡Estás pilotando un avión por la Carretera Ochenta!

– ¡No estoy pilotando un avión por la Carretera Ochenta!

– Bueno, entonces, ¿cómo coño le llamas a esto?

– ¡Nos secuestraron, hostia! Un tipo se subió al avión con un revólver y…

– Si hubiéramos estado en el aire, no habría sucedido.

– ¡Fue en el aeropuerto Kennedy! Un minuto antes de despegar, se subió al avión con un revólver y nos secuestró.

– Sí, claro que sí -asintió Bullock-. Y ahora estamos en La Habana, la maravillosa.

– No. Quería ir a New Jersey. Asaltó un avión para que lo llevara a New Jersey. ¿Y qué querías que hiciera? -aulló Firgus-. ¡Eso es lo que pasó!

– Uno de los dos está teniendo una pesadilla -aseguró Bullock-, y como tú llevas el control, espero que sea yo.

– Si te hubieras despertado a tiempo…

– Sí, bueno, despiértame cuando lleguemos a la laguna de Delaware. No quiero perderme la expresión de sus caras cuando el avión llegue a la cabina de peaje. -Bullock sacudió la cabeza y se volvió a acostar.

Firgus, vuelto a medias en su asiento, lo miraba furioso.

– Un tipo nos secuestró -afirmó, con la voz peligrosamente suave-. Así fue.

– Si vamos a volar a esta altura -dijo Bullock, con los ojos cerrados-, ¿por qué no paramos a comer y tomarnos un par de cafés?

– Cuando lleguemos a Pittsburgh -aseveró Firgus-, te romperé la cara. -Y puso la proa al frente, hizo girar el Vela, alzó el vuelo y viajó animado por la furia durante todo el trayecto hasta Pittsburgh.

6

El embajador de Akinzi ante las Naciones Unidas era un hombre alto y corpulento llamado Nkolimi. Una lluviosa tarde de octubre, el embajador Nkolimi estaba sentado en su comedor privado de la embajada de Akinzi, una estrecha finca urbana en la Calle 63 Este de Manhattan, cuando uno de los miembros de su personal entró y anunció:

– Embajador, afuera hay un hombre que quiere verlo.

En ese momento el embajador comía una tarta de nueces, canela y café. Ésa era, desde luego, una de las razones de que fuera tan corpulento. Era su merienda. Acompañaba la tarta con café con crema y azúcar. Disfrutaba enormemente, en más de un sentido de la palabra, y le molestaba que lo interrumpieran.

– ¿Para qué quiere verme? -preguntó.

– Dice que es respecto al Diamante Balabomo.

El embajador frunció el ceño.

– ¿Es un policía? -dijo.

– No lo creo, embajador.

– ¿Usted qué cree que es?

– Un gángster, embajador.

El embajador enarcó una ceja.

– ¿De veras? Haga entrar a ese gángster.

– Sí, embajador.

El miembro del personal salió, y el embajador rellenó el tiempo de espera y su boca con tarta. La estaba regando con café cuando el miembro del personal volvió y dijo:

– Aquí lo tengo, señor.

El embajador levantó la mano y el gángster fue llevado ante su presencia. Con un gesto indicó a Dortmunder que se sentara frente a él. El embajador, siempre masticando y engullendo, hizo otro gesto con la mano para ofrecerle tarta a Dortmunder.

– No, gracias -contestó Dortmunder.

El embajador tomó otro pequeño sorbo de café, engulló abundantemente, se dio unos golpecitos en los labios con la servilleta y dijo:

– Aaaah. Bien. Tengo entendido que quiere hablarme del Diamante Balabomo.

– Así es -dijo Dortmunder.

– ¿Qué quiere usted decirme?

– Debe quedar todo entre usted y yo -respondió Dortmunder-. Nada de policía.

– Bueno, están buscándolo, por supuesto.

– Claro -Dortmunder miró al miembro del personal, que estaba plantado cerca de la puerta, muy atento -. No quiero decir ciertas cosas delante de testigos.

El embajador meneó la cabeza y sonrió:

– En eso no puedo complacerle, me temo. Prefiero no estar a solas con un extraño.

Dortmunder pensó en ello durante unos breves segundos.

– Muy bien -dijo-. Hace poco más de cuatro meses alguien robó el Diamante Balabomo.

– Sí, ya lo sé.

– Es de gran valor.

El embajador sacudió la cabeza.

– Eso también lo sé. ¿Trata de vendérmelo?

– No exactamente -contestó Dortmunder-. Las joyas muy valiosas tienen imitaciones encargadas por sus propietarios para exhibirlas en ciertos lugares. ¿Hay imitaciones del Diamante Balabomo?

– Varias -respondió el embajador-. Y es mi más caro deseo que una de ellas hubiera estado en el Coliseo.

Dortmunder lanzó una desconfiada mirada al miembro del personal.

– Estoy aquí para proponerle un negocio -dijo.

– ¿Un negocio?

– El diamante verdadero por una de sus imitaciones.

El embajador esperó a que Dortmunder siguiera hablando, después dijo con una sonrisa perpleja:

– Creo que no lo comprendo. ¿La imitación y qué más?

– Nada más -aseguró Dortmunder-. Un negocio directo: una piedra por otra.

– Sigo sin comprender -admitió el embajador.

– Ah, y una cosa más -añadió Dortmunder-. No debe hacer ningún anuncio público hasta que yo le dé el visto bueno. Tal vez dentro de un año o dos, tal vez menos.

El embajador frunció los labios.

– Me parece que usted tiene una fascinante historia para contar.

– No ante dos testigos.

– Muy bien -dijo el embajador, y volviéndose hacia el miembro de su personal, dijo-: Espere afuera.

– Sí, embajador.

Cuando estuvieron a solas, el embajador dijo:

– Ahora.

– Esto fue lo que sucedió -comenzó Dortmunder, y le contó toda la historia sin nombres, salvo el del mayor Iko.

El embajador escuchaba, meneando la cabeza de cuando en cuando, diciendo tut-tut a ratos, y cuando Dortmunder terminó, dijo:

– Bueno. Ya sospechaba que el mayor tendría algo que ver con el robo. Muy bien, trató de estafarle, y usted ha recobrado el diamante. ¿Y ahora qué?

– Algún día -respondió Dortmunder- el mayor volverá con los doscientos mil dólares. Podría ser el mes que viene, el año que viene. No sé cuándo, pero sé que así será. Quiere el diamante.

– Talabwo lo quiere, sí -convino el embajador.

– Por eso conseguirá el dinero -dijo Dortmunder-. Lo último que me gritó el mayor fue que guardase el diamante, que me pagaría. Sé que lo hará.

– Pero ahora usted no quiere darle el diamante, ¿no es eso? Porque él trató de engañarle.

– Así es. Lo que ahora quiero entregarle es el negocio. Y lo haré. Por eso le propongo este trato. Usted recibe el verdadero diamante y lo oculta durante un tiempo. Yo me llevo la imitación y se la muestro al mayor para que la vea. Después se la vendo por doscientos mil, él se la lleva a casa, en África, en avión, y usted acaba con toda la historia y se queda con el diamante legítimo.

El embajador sonrió con tristeza…

– No tratarán muy bien al mayor en Talabwo, si paga doscientos mil dólares por un pedazo de vidrio.

– Eso mismo pienso yo.

Siempre sonriendo, el embajador sacudió la cabeza.

– Tendré presente que nunca debo tratar de engañarle.

– ¿Es un trato entonces?

– Desde luego -dijo el embajador-. Aparte de tener otra vez el diamante, aparte de cualquier otra cosa, es un trato porque he estado esperando durante años para darle al mayor una buena en el ojo. Podría contarle algunas historias propias, ¿sabe? ¿Está seguro de que no quiere un poco de tarta de café?

– Tal vez un trocito -respondió Dortmunder.

– ¿Y un poco de café? Insisto.

El embajador lanzó una mirada a la ventana empañada por la lluvia.

– ¿No hace un día precioso? -preguntó.

– Precioso -dijo Dortmunder.

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