– ¿En la comisaría? -inquirió el mayor Iko, y se quedó mirándolos fijamente con inexpresiva incredulidad.
Estaban todos allí, los cinco. Dortmunder y Kelp en sus sitios de costumbre, frente al escritorio. Greenwood, a quien habían sacado de la cárcel la noche anterior, se sentaba entre ellos, en una silla que había acercado de la pared. Y otros dos desconocidos, que se presentaron como Roger Chefwick y Stan Murch. Estos dos nuevos nombres concentraban la atención del mayor Iko, impaciente por acabar la reunión y ordenar la elaboración de dos nuevos expedientes.
Pero el resto de sus pensamientos, la mayor parte de los pensamientos del mayor, estaban sumidos en la incredulidad. Miraba fijamente a cada uno, y en especial a Greenwood.
– ¿En la comisaría? -volvió a decir, y su voz se quebró.
– Es ahí donde yo estaba -respondió Greenwood, razonablemente.
– Pero con seguridad…, en el Coliseo hubiera podido…, en alguna parte…
– Se lo tragó -dijo Dortmunder.
El mayor miró a Dortmunder, tratando de comprender qué quería decir ese hombre.
– ¿Cómo…?
Fue Greenwood quien contestó:
– Cuando vi que me atrapaban estaba en el vestíbulo. No había ningún sitio para esconder nada. Ni siquiera podía tirarlo a algún lado. No quería que me lo encontraran encima, así que me lo tragué.
– Ya veo -repuso el mayor, vacilante. Esbozó una sonrisa lastimera y añadió-: Es una ventaja para usted que yo sea ateo, señor Greenwood.
Con amable desconcierto, Greenwood preguntó:
– ¿Por qué?
– En mi tribu el significado primitivo del Diamante Balabomo era de carácter religioso -explicó el mayor-. Siga con su historia. ¿Cuándo vio por última vez el diamante?
– No fue hasta el día siguiente -dijo Greenwood-. Quisiera pasar por alto esa parte, si no le importa.
– Más vale así.
– Bien. Cuando recuperé el diamante estaba en una celda. Supongo que tenían miedo de que mis compañeros intentaran rescatarme, porque me tuvieron escondido y a buen recaudo en un local del Upper West Side durante los dos primeros días. Estaba en una de las celdas del último piso.
– ¿Y fue allí donde lo escondió? -preguntó el mayor lánguidamente.
– No podía hacer otra cosa, mayor. No podía tenerlo conmigo, no en la cárcel.
– ¿Por qué no siguió conservándolo y volvió a tragárselo?
Greenwood le dirigió una sonrisa forzada.
– No después de expulsarlo.
– Mmm -admitió el mayor con reticencia. Miró a Dortmunder.
– Bueno. ¿Y ahora qué?
Dortmunder dijo:
– Estamos divididos. Dos a favor, dos en contra y uno indeciso.
– ¿Quiere decir en cuanto a la posibilidad de seguir tras el diamante?
– Correcto.
– Pero… -El mayor extendió las manos-. ¿Por qué no habrían de seguir? Si lograron entrar en la cárcel con éxito, en una comisaría cualquiera…
– Justamente por eso -contestó Dortmunder-. Tengo la sensación de que estamos tentando a la suerte. Ya le hemos hecho dos trabajos por el precio de uno. No podemos pasarnos la vida metiéndonos en todos lados. Tarde o temprano, se nos acabarán las posibilidades.
El mayor dijo:
– ¿Posibilidades? ¿Suerte? Pero, señor Dortmunder, ni las posibilidades ni la suerte le han ayudado. No, ha sido su habilidad, su preparación, su experiencia. Aún tiene la misma habilidad y es capaz de organizar un golpe como el de anoche. Además, ahora posee más experiencia.
– Es sólo un presentimiento -repuso Dortmunder-. Esto se está convirtiendo en uno de, esos sueños en que uno corre y corre hasta agotarse por un mismo pasillo y nunca llega a ninguna parte.
– Pero si él señor Greenwood escondió el diamante, y sabe dónde lo escondió… -El mayor miró a Greenwood-. Está bien escondido, ¿no es cierto?
– Está bien escondido -aseguró Greenwood-. Tiene que estar donde lo dejé.
El mayor extendió las manos.
– Entonces no veo el problema, señor Dortmunder. Me doy cuenta de que usted es uno de los dos que se opone.
– Así es -respondió Dortmunder-. Y Chefwick está conmigo. Greenwood quiere seguir en el asunto, y Kelp está de su lado. Murch no sabe qué hacer.
– Acepto lo que decida la mayoría -contestó Murch-. No opino.
– Mi posición se basa en algo similar a la de Dortmunder -dijo Chefwick-. Creo que se puede llegar a un punto medio entre la habilidad y la torpeza, y tengo miedo de que hayamos llegado a ese punto.
Greenwood dijo a Chefwick:
– Es algo seguro. Te lo digo yo; es una comisaría. Ya sabes lo que eso significa, está lleno de tipos tecleando máquinas. Lo último que pueden esperar es que alguien irrumpa violentamente allí. Será más fácil que el golpe de la cárcel de donde me acabáis de sacar.
– Además -intervino Kelp, dirigiéndose también a Chefwick-, hemos trabajado tanto en este maldito asunto que me da rabia abandonarlo.
– Comprendo -dijo Chefwick-, y en algunos aspectos comparto tu opinión. Pero, al mismo tiempo, siento el matemático apremio de las probabilidades en contra. Hemos realizado ya dos operaciones, y ninguno de nosotros ha muerto, ninguno de nosotros está preso, ninguno de nosotros está ni siquiera herido. Sólo Greenwood tuvo mala suerte, pero como es un hombre soltero, sin nadie que dependa de él, no le será difícil reconstruir su vida. Creo que debemos considerarnos afortunados de haberlo hecho tan bien como lo hicimos, y creo también que tenemos que retirarnos y planear otro trabajo en cualquier otra parte.
– Oye -replicó Kelp-, ése es exactamente el problema. Estamos todos con la soga al cuello; debemos encontrar un trabajo, donde quiera que sea, que nos saque del pozo. Y ya que conocemos el asunto del diamante, ¿por qué no seguir con él?
– ¿Tres trabajos por el precio de uno?
– Usted tiene razón, señor Dortmunder -dijo el mayor-. Están haciendo más trabajo del convenido y deberíamos pagar más. Además de los treinta mil dólares por cabeza que convinimos al principio, podremos pagar… -El mayor hizo una pausa, pensó, y luego continuó-: treinta y dos mil. Y un extra de diez mil para que usted lo reparta.
Dortmunder se rió con desprecio:
– ¿Dos mil dólares por asaltar una comisaría? No asalto ni una cabina de teléfono por ese precio.
Kelp miró al mayor con la expresión de quien se siente desilusionado por un viejo amigo o protegido.
– Es una miseria, mayor -dijo-. Si ése es el tipo de oferta que va a hacernos, no hablemos más del asunto.
El mayor frunció el ceño, mirándolo a la cara:
– No sé qué decir -admitió.
– Diga diez mil -sugirió Kelp.
– ¿Por cabeza?
– Eso es. Y la suma semanal subiría a doscientos.
El mayor reflexionó. Pero si aceptaba demasiado rápido les haría sospechar, así que dijo:
– No puedo llegar a tanto. Mi país no puede permitirse ese lujo; con todo esto estamos forzando nuestro presupuesto nacional.
– ¿Cuánto, entonces? -Kelp se lo preguntaba amablemente, ayudándolo, en cierta forma.
El mayor hacía tamborilear los dedos sobre el escritorio. Entornó los ojos, cerró uno, se rascó la cabeza sobre la oreja izquierda. Al fin dijo:
– Cinco mil.
– Y los doscientos por semana.
El mayor asintió.
– Sí.
Kelp miró a Dortmunder.
– ¿Te parece potable?
Dortmunder se mordió un nudillo, y el mayor se preguntó si también estaría hinchando su parte. Pero entonces, Dortmunder dijo:
– Lo pensaré. Si me parece bien, y le parece bien a Chefwick, de acuerdo.
– Y, desde luego -dijo el mayor-, seguirá recibiendo la paga mientras se lo piensa.
– Desde luego -convino Dortmunder.
Todos se levantaron. El mayor le dijo a Greenwood:
– A propósito, ¿puedo felicitarle por su libertad?
– Gracias -respondió Greenwood-. ¿Usted no sabría dónde podría encontrar un apartamento, no demasiado grande, a un precio moderado, en un buen barrio?
– Lo siento, no -contestó el mayor.
– Si se entera de algo… -dijo Greenwood-, hágamelo saber.
– Así lo haré -aseguró el mayor.
Murch, visiblemente borracho y con una botella de licor de melocotón casi vacía en la mano, bajó del bordillo de la acera, frente al coche de policía, agitó la otra mano hacia él, y gritó:
– ¡Taacshi!
El coche se detuvo. O lo hacía, o le pasaba por encima. Murch se recostó sobre el guardabarros y anunció ruidosamente:
– Quiero ir a casa. ¡A Brooklyn, taxista, rápido! -Era bastante después de la medianoche y, con excepción de Murch, el barrio residencial de Manhattan Upper West Side estaba bastante tranquilo y pacífico.
El policía que no conducía se apeó del coche y dijo:
– Suba.
Murch se tambaleó. Parpadeando intensamente, añadió:
– No te preocupes del alcoholímetro, tío. Podemos hacer un arreglo privado. La policía no lo sabrá nunca.
– ¿Te parece? -preguntó el policía.
– Ésa es una de las muchas cosas que la policía no sabrá.
– ¿Ah, sí? -El policía abrió la puerta trasera-. Sube, viejo.
– Bien -dijo Murch. Subió al coche dando tumbos y al instante se quedó dormido en el asiento trasero.
Los policías no llevaron a Murch a Brooklyn. Se lo llevaron a la comisaría, donde lo despertaron sin ninguna delicadeza, lo sacaron del asiento trasero del coche, le hicieron subir al trote los peldaños de pizarra entre las lámparas de la entrada (el globo de la izquierda estaba roto) y se lo entregaron a otros agentes en el interior.
– Déjenle dormir la mona en el talego -comentó uno de ellos.
Hubo un breve ritual en la mesa de registros y luego otros agentes se llevaron a Murch por un largo corredor verde y de un empujón lo metieron en el calabozo, que era una gran habitación cuadrada, de metal, llena de vagos y borrachos.
– Esto no funciona -se dijo Murch, y empezó a gritar-: ¡Eh, eh! ¡Oigan! ¡Hijos de puta!
Todos los demás borrachos intentaban dormir la mona, como se suponía que debían hacerlo, pero Murch se puso a armar tal escándalo que los despertó y se cabrearon.
– Cállate, gilipollas -dijo uno de ellos.
– ¿Ah, sí? -respondió Murch, y le dio un puñetazo en la boca. Enseguida se armó una gran trifulca en el talego de los borrachos. La mayoría de ellos erraban los golpes, pero al menos estaban en movimiento.
Se abrieron las puertas de la celda y entraron algunos policías diciendo:
– ¡Basta ya! -Los presos se separaron y consiguieron enterarse de que Murch era la causa del problema.
– No quiero quedarme aquí con esos tipos -anunció Murch.
– Claro que no, hermano -dijeron los policías.
Sacaron a Murch del calabozo de los borrachos sin ninguna gentileza y subieron corriendo los cuatro tramos de escaleras hasta el quinto y último piso de la comisaría, donde estaban las celdas para los presos.
Murch quería ir a la segunda celda de la derecha, porque si lo conseguía se resolvería el problema. Por desgracia, ya había alguien en la segunda celda de la derecha, y Murch terminó en la cuarta celda de la izquierda. Lo empujaron adentro a toda velocidad y cerraron la puerta tras él. Luego se fueron.
Había luz, aunque no mucha, procedente del final del corredor. Murch se sentó en la litera cubierta con una manta y se desabrochó la camisa. En el pecho, pegados con cinta adhesiva, llevaba un bolígrafo y unas hojas de papel. Los despegó del pecho dando un respingo, y luego trazó una gran cantidad de diagramas y de notas mientras trataba de conservarlo todo en su memoria. Después volvió a pegarse el papel al pecho, se acostó en la litera y se durmió.
Por la mañana le echaron la bronca, pero, como no tenía antecedentes y se disculpó, mostrándose muy arrepentido, avergonzado y razonable, no quedó detenido.
Una vez fuera, Murch miró al otro lado de la calle y vio un Chrysler, un modelo de hacía dos años, con credenciales de médico. Se dirigió a él. Kelp estaba al volante, tomando fotos de la fachada de la comisaría. Chefwick estaba en el asiento de atrás, haciendo un detallado cómputo de la gente que entraba y salía, de los vehículos que entraban y salían por la entrada de coches junto al edificio, y cosas así.
Murch subió al Chrysler y se sentó junto a Kelp, que dijo:
– Hola.
– Hola -respondió Murch-. Muchachos, no os hagáis alcohólicos. Los policías les tienen tirria a los borrachos.
Poco después, una vez a punto, Kelp y Chefwick acompañaron a Murch al lugar donde había dejado aparcado su Mustang.
– Alguien te robó las tuercas de las ruedas -dijo Kelp.
– Se las quito yo mismo cuando vengo a Manhattan -respondió Murch-. Manhattan está lleno de ladrones. -Se desabrochó la camisa, sacó los papeles y se los dio a Kelp. Luego subió a su coche y se fue a casa. Tomó la Calle 125 y luego el puente Tri-Borough, rodeando el Gran Central Parkway hasta Van Wyck Expressway, y siguió por la carretera de circunvalación hasta su casa. Era un día tórrido, soleado y húmedo, así que cuando llegó a su casa se dio una ducha. Después subió a su cuarto, se metió en la cama en ropa interior y leyó lo que Cahill decía sobre el Chevy Camaro.
Esta vez el hombre de ébano, de dedos largos y delgados, condujo a Kelp directamente a la sala de billar, sin rodeos ni paradas adicionales. Inclinó un poco la cabeza en dirección a Kelp y se fue, cerrando la puerta tras de sí.
Afuera la noche era tórrida, con una humedad de cerca del cien por cien. Kelp vestía pantalones de tela fina y camisa blanca de manga corta; el aire acondicionado de la sala le daba escalofríos. Se secó el sudor de la frente, levantó los brazos para que se le airearan las axilas, caminó hacia la mesa de billar y extrajo las bolas.
No estaba muy animado esa noche, así que se puso a practicar con el taco. Le daba a las bolas, las hacía deslizar hacia tal o cual sitio, golpeaba aquí o allí con o sin efecto, apuntaba en alguna otra dirección a ver qué pasaba. Luego colocaba las bolas de cualquier otra manera y comenzaba de nuevo.
Cuando el mayor entró, le dijo:
– No ha avanzado mucho esta noche.
– Sólo estaba entreteniéndome un poco -contestó Kelp. Dejó el taco y sacó del bolsillo del pantalón una hoja húmeda y arrugada. La desdobló y se la tendió a Iko, que la tomó con cierta aversión. Kelp volvió a la mesa, donde acababa de dar un golpe con el que metió dos bolas, y empezó a meter las demás con rapidez pero metódicamente.
Ya había metido tres cuando Iko dio un chillido.
– ¿Un helicóptero?
Kelp dejó el taco y se volvió, diciendo:
– No estábamos muy seguros de que usted pudiera conseguir uno, pero si no puede, no hay trabajo. Dortmunder me dijo que le trajera la lista, como siempre, y que lo dejara decidir a usted mismo.
Iko tenía una expresión un poco extraña:
– Un helicóptero -dijo-. ¿Cómo quieren que consiga un helicóptero?
Kelp se encogió de hombros.
– No lo sé, pero según tenemos entendido tiene todo un país detrás de usted.
– Es verdad -repuso Iko-, pero el país que tengo detrás de mí es Talabwo, no Estados Unidos.
– ¿En Talabwo no hay helicópteros? -preguntó Kelp.
– Por supuesto que en Talabwo hay helicópteros -contestó Iko irritado. Parecía como si le hubieran herido en su orgullo nacional-. Tenemos siete helicópteros. Pero están en Talabwo, naturalmente, y Talabwo está en África. Las autoridades norteamericanas podrían hacer preguntas, si intentamos importar un helicóptero norteamericano desde Talabwo.
– Es cierto -convino Kelp-. Déjeme pensar.
– No hay ninguna otra cosa en la lista que suponga un problema -dijo Iko-. ¿Están seguros de que necesitan un helicóptero?
– Las celdas de los presos están en el último piso, el quinto -respondió Kelp-. Si se entra por la puerta hay que pasar cinco pisos llenos de policías armados antes de llegar a las celdas, y luego hay que volver a pasar por los mismos cinco pisos antes de llegar a la calle de nuevo. ¿Y sabe qué hay en la calle?
Iko negó con la cabeza.
– Policías -le dijo Kelp-. Generalmente, tres o cuatro coches patrulla, y más policías merodeando por allí, entrando, saliendo, parados en la acera, hablando entre ellos.
– Ya veo -murmuró Iko.
– Así que nuestra única posibilidad -continuó Kelp- es acceder por arriba. Llegar al techo y desde allí entrar al edificio. De este modo, las celdas quedan allí, justo al alcance de la mano, y nosotros ni siquiera habremos visto a los policías. Y después de recuperar el diamante, nada de peleas con nadie en el camino de vuelta; lo único que tenemos que hacer es subir al techo y alzar el vuelo.
– Ya veo -volvió a murmurar Iko.
Kelp cogió el taco, metió la siete, dio una vuelta a la mesa.
– Pero un helicóptero es muy ruidoso. Todos lo oirán llegar -repuso Iko.
– No lo oirán -dijo Kelp, e inclinándose sobre la mesa, metió la cuatro y se incorporó-. Los aviones sobrevuelan ese barrio durante todo el día. Los grandes reactores que aterrizan en La Guardia vuelan por allí mucho más bajo de lo que usted se imagina.
– ¿Ese ruido les resultará útil?
– Llevamos la cuenta de los aviones que pasan -dijo Kelp-. Sabemos cuáles son los regulares, y entraríamos en la comisaría mientras pasa uno de ellos. -Metió la doce.
– ¿Y qué pasa si les ve alguien desde otro edificio? ¿No hay edificios más altos por allí?
– Verían un helicóptero aterrizando en la azotea de una comisaría -contestó Kelp-. ¿Y eso qué? -Metió la seis.
– Muy bien -dijo Iko-. Veo que puede resultar.
– Es lo único que puede resultar, por el momento -le aseguró Kelp. Y metió la quince.
– Tal vez -dijo Iko. Frunció el ceño, muy perturbado-. Puede que tenga razón. Pero el problema es de dónde voy a sacar yo un helicóptero.
– No sé -respondió Kelp, introduciendo la dos-. ¿De dónde sacaba los helicópteros antes?
– Bueno, los comprábamos, naturalmente, en… -Iko se detuvo y abrió mucho los ojos. Una nube blanca se le formó en lo alto de la cabeza, y en la nube apareció una lamparita. La lamparita estaba encendida-. ¡Lo puedo hacer! -gritó.
Kelp metió la once, y, de carambola, la ocho. Aún le faltaban la tres y la catorce.
– Bien -dijo, dejando el taco-, ¿cómo se las va a arreglar?
– Sencillamente, encargaremos un helicóptero a través de los cauces habituales -respondió Iko-. Cuando llegue a Newark para ser transbordado a un barco para Talabwo, pasará unos días en nuestro hangar. Puedo arreglarlo para que ustedes se lo lleven prestado, pero no durante la jornada normal de trabajo.
– No lo queremos durante las horas normales de trabajo. Pensamos estar allí alrededor de las siete y media de la tarde.
– Sería perfecto -dijo el mayor. Se sentía manifiestamente encantado consigo mismo-. Ordenaré que le llenen el depósito para que esté a punto.
– Perfecto.
– El único problema -añadió el mayor, mientras su encantamiento se desvanecía- es que podrían tardar un poco en aprobar la orden. Tres semanas, o tal vez más.
– Está bien -dijo Kelp-. El diamante puede esperar. Siempre que recibamos nuestro salario cada semana.
– Se lo daré lo más pronto posible -afirmó Iko.
Kelp señaló la mesa.
– ¿Le importa?
– Continúe -contestó Iko. Observó a Kelp encajar las dos últimas y luego prosiguió-: Tal vez yo debería tomar clases de billar. Parece bueno para relajar los nervios.
– No necesita lecciones -le aseguró Kelp-. Sencillamente, coja un taco y empiece a jugar. Lo demás llega solo. ¿Quiere que le muestre cómo?
El mayor miró su reloj, visiblemente dubitativo.
– Bueno -dijo-, sólo unos minutos.
Dortmunder estaba ordenando el dinero sobre la mesa: un montón de arrugados billetes de uno, otro más pequeño de billetes menos arrugados de cinco y dos muy pequeños de diez. Sin zapatos ni calcetines, movía los dedos de los pies como si acabara de liberarlos de la cárcel. Estaba anocheciendo, y más allá de la ventana, el largo día de verano llegaba a su fin. La corbata suelta, la camisa arrugada y el pelo enmarañado de Dortmunder demostraban que no había pasado la mayor parte del día allí, en su apartamento con aire acondicionado.
Sonó el timbre de la puerta.
Dortmunder se puso pesadamente en pie, fue hacia la puerta y espió por la mirilla. La cara alegre de Kelp se enmarcó en ella, como un camafeo. Dortmunder abrió la puerta y entró.
– Hola -saludó-. ¿Cómo te va?
Dortmunder cerró la puerta.
– Pareces encantado de la vida -dijo.
– Lo estoy. ¿Por qué no? -Echó una mirada al dinero sobre la mesa-. No parece que a ti te vaya demasiado mal.
Dortmunder fue basta el sofá, cojeando, y se sentó.
– ¿Te parece? Todo el día en la calle, caminando de puerta en puerta, acosado por los perros, con los niños burlándose de mí, insultado por las amas de casa… ¿Y qué saco con todo eso? -Hizo un gesto desdeñoso hacia el dinero sobre la mesa-. Setenta dólares.
– Lo que te deprime es el calor. ¿Quieres un trago?
– No, no es el calor, es la humedad. Sí, quiero un trago.
Kelp fue a la cocina y desde allí le dijo:
– ¿Qué clase de porquerías estás vendiendo?
– Enciclopedias. Y el problema es que pedimos un anticipo de diez dólares. La gente se resiste a pagarlos, o quiere pagar con cheques. Hoy conseguí un cheque de diez dólares. ¿Y de qué coño me sirve?
– Límpiate la nariz con él -sugirió Kelp. Salió de la cocina con dos vasos de whisky con hielo-. ¿Por qué vendes enciclopedias?
Dortmunder señaló con la cabeza hacia el delgado portafolios, cerca de la puerta.
– No se puede vender nada sin mostrar unas cuantas hojas de papel brillante.
Kelp le tendió el vaso y volvió a sentarse en el sillón.
– Yo tengo más suerte: hago casi todo mi trabajo en bares.
– ¿En qué andas metido?
– Greenwood y yo hacemos el timo del tocomocho, el del billete premiado. Por la zona de Pennsylvania Station. Hoy nos hemos repartido casi trescientos entre los dos.
Dortmunder lo miró incrédulo.
– ¿Todavía hay quien se trague el anzuelo con el cuento del billete premiado?
– Se tragan el anzuelo con caña y todo. Es infalible. La cosa está entre el imbécil que elegimos, Greenwood y yo. No hay nada que arriesgar. O le saca la pasta Greenwood o se la saco yo.
– Ya lo sé. Conozco bien la jugarreta. Una o dos veces la intenté, pero no tengo cara para eso. Se necesitan tíos descarados como Greenwood y tú. -Bebió un trago de whisky, recostado en el sofá, con los ojos cerrados y respirando por la boca.
– ¡Coño! -dijo Kelp-, ¿por qué no te tomas las cosas con calma? Puedes pasarlo bien con los doscientos de Iko.
– Quiero ahorrar una buena cantidad -respondió Dortmunder, manteniendo los ojos cerrados-. No me gusta vivir en un agujero como éste.
– Reunirás un montón, a razón de setenta por día.
– Ayer fueron sesenta -repuso Dortmunder. Abrió los ojos-. Hasta ahora hemos vivido a costa de Iko. Cuatro semanas, desde que Greenwood salió de la cárcel. ¿Cuánto tiempo crees que seguirá manteniéndonos?
– Hasta que consiga el helicóptero.
– Si lo consigue… No parecía muy contento cuando me pagó la semana pasada. -Dortmunder bebió un trago de whisky-. Y te diré algo más: no creo que el golpe que vamos a dar resulte. Por eso mantengo los ojos abiertos, por si sale algo diferente. He hecho correr la voz de que estoy disponible. Si aparece algo, ese maldito diamante puede irse a la mierda.
– Pienso lo mismo -dijo Kelp-. Por eso Greenwood y yo andamos juntando billetes por la Quinta Avenida. Pero creo que Iko seguirá con el asunto hasta el final.
– Yo no lo creo.
Kelp sonrió.
– ¿Quieres hacer una apuesta?
Dortmunder lo miró.
– ¿Por qué no llamas a Greenwood y así apuesto contra vosotros dos?
Kelp lo miró con inocencia.
– Vamos, bromeaba nada más… No te pongas de mal humor.
Dortmunder apuró su vaso.
– Ya lo sé -dijo-. ¿Me preparas otro?
– Claro. -Kelp se acercó y cogió el vaso de Dortmunder. Sonó el teléfono-. Seguro que es Iko -comentó Kelp muy sonriente, y fue hacia la cocina.
Dortmunder se puso al teléfono y la voz de Iko dijo:
– Lo tengo.
– ¡No me diga!… -exclamó Dortmunder.
El Lincoln color lavanda, con la credencial de médico, asomó el morro por entre los largos y chatos depósitos de las dársenas de Newark. La puesta de sol proyectaba alargadas sombras sobre las calles desiertas. Era un martes, quince de agosto; el sol había salido a las cinco y once de la mañana y se pondría a las siete menos dos minutos de la tarde. En ese momento eran las seis y media.
Murch, que iba conduciendo, se encontró con que el sol le daba en los ojos, reflejado en el espejo retrovisor. Cambió el espejo a la posición nocturna, y la imagen del sol se redujo a una pelota amarillenta dentro de una neblina olivácea. Irritado, dijo:
– ¿Dónde coño está ese lugar?
– No mucho más lejos -dijo Kelp, sentado al lado de Murch.
Tenía en las manos una hoja mecanografiada con las instrucciones. Los otros tres iban atrás, Dortmunder a la derecha, Chefwick en medio y Greenwood a la izquierda. Todos vestían de nuevo uniformes de guardias de seguridad, parecidos a los de la policía, los mismos que habían utilizado en el Coliseo. Murch, que no llevaba uniforme, llevaba chaqueta y gorra de conductor de autobuses Greyhound. Afuera hacía bastante calor, el calor de agosto, pero en el interior del coche, el aire acondicionado permitía aguantar con chaqueta y gorra.
– Gira por allí -indicó Kelp, señalando al frente.
Murch sacudió la cabeza, disgustado:
– ¿Hacia qué lado? -preguntó con estudiada paciencia.
– A la izquierda -aclaró Kelp-. ¿No lo dije?
– Gracias -dijo Murch-. No lo dijiste.
Murch giró a la izquierda, por un estrecho callejón asfaltado entre dos almacenes de ladrillos. Allí había poca luz, pero al fondo, el sol lucía naranja sobre una pila de tablones de madera. Murch condujo el Lincoln rodeando los tablones y desembocó en una amplia explanada, cercada por la parte trasera de los almacenes. La amplia calle asfaltada corría a lo largo de los almacenes como un marco alrededor de un cuadro, pero el cuadro en sí no era más que un gran solar cubierto de hierba y de basura. En el centro de ese espacio vacío había un helicóptero.
– Impresionante -dijo Kelp, en tono sombrío.
El helicóptero parecía colosal, solo ahí en medio. Pintado con el marrón oscuro del ejército, la parte delantera era de cristal, con pequeñas ventanas laterales, y las aspas sobresalían como tendederos de ropa.
Murch condujo el Lincoln traqueteando por el abrupto terreno y se detuvo junto al helicóptero. De cerca no parecía tan gigantesco. Vieron que era apenas más alto que un hombre y no mucho más largo que el Lincoln. Cuadrados y rectángulos de esparadrapo cubrían la carrocería por todos lados, aparentemente para ocultar símbolos o números de identificación.
Salieron del fresco ambiente del Lincoln para entrar en un mundo de calor; Murch se frotaba las manos mientras sonreía al aparato que tenía enfrente:
– Bueno, éste es el cacharro que nos llevará.
Dortmunder, súbitamente desconfiado, interrogó:
– Has pilotado uno de estos aparatos antes, ¿no?
– Ya te lo dije -contestó Murch-. Puedo pilotar cualquier cosa.
– Sí -convino Dortmunder-. Eso es lo que me dijiste, de eso me acuerdo.
– Sí -dijo Murch y siguió sonriendo al helicóptero.
– Puedes pilotar cualquier cosa -continuó Dortmunder-, pero la pregunta es si alguna vez en tu vida pilotaste uno de éstos.
– No le contestes. -Kelp se dirigió a Murch-: Prefiero no saber la respuesta, y él tampoco. Vamos, hay que cargarlo.
– Sí, vamos -dijo Murch, mientras Dortmunder meneaba lentamente la cabeza. Murch dio la vuelta, abrió el maletero del Lincoln y empezaron a llevar cosas desde el maletero hasta el helicóptero. Chefwick llevaba su portafolios negro. Greenwood y Dortmunder transportaban las metralletas y, entre los dos y por las asas, un cajón metálico verde lleno de explosivos y granadas de gases lacrimógenos, más herramientas variadas. Kelp llevaba una caja de cartón llena de esposas y tiras de tela blanca. Murch revisó el Lincoln para asegurarse de que estuviera bien cerrado, luego los siguió llevando la emisora portátil, una pesada caja negra del tamaño aproximado de una caja de cerveza, erizada de mandos, diales y antenas retráctiles.
El interior del helicóptero era parecido al de un coche, con dos asientos acolchados orientados hacia adelante y un largo asiento trasero de lado a lado. Detrás de ese asiento había un espacio de carga, donde colocaron todo el material; después se colocaron ellos: Murch a los mandos, Dortmunder a su lado, y los otros tres atrás. Cerraron la portezuela. Dortmunder observaba a Murch, que a su vez observaba los controles. Después de un minuto, Dortmunder dijo, disgustado:
– En tu vida habías visto uno de éstos.
Murch se volvió hacia él.
– ¿Estás de broma? He leído en Mecánica Popular cómo construir uno y piensas que no puedo pilotarlo…
Por encima del hombro, Dortmunder miró a Kelp.
– Ahora podría estar vendiendo enciclopedias -comentó.
Murch, sintiéndose insultado, le dijo a Dortmunder:
– Vamos, mira aquí. Le doy a este interruptor, ¿ves? Y a este mando. Y hago esto.
Con un ronquido, el motor arrancó. Dortmunder levantó la mirada y a través del cristal pudo ver que las aspas giraban cada vez más rápido, hasta convertirse en un borrón.
Murch dio una palmada a Dortmunder en la rodilla. Seguía explicándole cosas mientras maniobraba con los mandos, aunque Dortmunder ya no podía oírlo. Pero Dortmunder seguía mirándole, porque cualquier cosa era mejor que contemplar ese ruidoso borrón que tenía sobre la cabeza.
De repente, Murch sonrió, se recostó en el asiento y señaló con la cabeza hacia afuera. Dortmunder miró: el suelo ya no estaba allí. Se inclinó hacia adelante y vio, a través del cristal curvado, que el suelo estaba allá, muy abajo, naranja-amarillo-verde-negro, irregularmente recortado por las sombras alargadas del sol poniente.
– Ah, sí -dijo Dortmunder en voz muy baja, aunque nadie podía oírlo-. Qué bien.
Murch anduvo manipulando un par de minutos, acostumbrándose a los mandos, obligando al helicóptero a hacer algunas cosas extrañas; pero después el aparato se estabilizó y empezó a dirigirse al noroeste.
Dortmunder nunca se había percatado de cuánto tránsito había en el cielo. El aeropuerto de Newark quedaba a poca distancia, detrás de ellos, y el cielo estaba tan lleno de aviones dando vueltas como el parking de un centro comercial los sábados, con la gente dando vueltas buscando sitio para aparcar. El helicóptero volaba sobre los aviones, rumbo a Nueva York y a buena velocidad. Pasaron sobre la bahía de Upper, y entonces Murch comprendió cómo gobernar el aparato y, girando un poco a la izquierda, siguió el Hudson hacia el norte. A su derecha, Manhattan parecía una formación de estalagmitas con caries, y a su izquierda, New Jersey parecía un montón de basura por recoger.
Después de los primeros minutos, a Dortmunder le gustó la cosa. No parecía que Murch estuviera haciendo nada erróneo; aparte del ruido, era bello, en cierto modo, eso de estar suspendido en el cielo. Los colegas de atrás se daban codazos y señalaban cosas como el Empire State Building. En un momento dado, Dortmunder se volvió y sonrió a Kelp, y éste, encogiéndose de hombros, le devolvió la sonrisa.
El reactor que habían planeado utilizar como tapadera sobrevolaba, rugiendo, la comisaría a las siete treinta y dos de la tarde, todos los días. Esta noche no lo oirían, incapaces de oír nada que no fuera a sí mismos; tendrían que verlo o correr el riesgo de que no estuviera allí. Dortmunder no se había imaginado que el ruido sería un problema; eso le preocupaba y echaba a perder el placer del paseo.
Murch le palmeó la rodilla y señaló a la derecha. Dortmunder miró: sobre ellos volaba otro helicóptero, con las siglas de una emisora de radio en un lateral. El piloto saludó y Dortmunder le devolvió el saludo. El copiloto estaba demasiado ocupado como para saludar. Hablaba por un micrófono y miraba hacia abajo, hacia el West Side Highway, donde había un gran atasco.
A lo lejos, a la izquierda, el sol se iba hundiendo lentamente en Pennsylvania, y el cielo se volvía rosa, malva, púrpura. Manhattan estaba ya en penumbra.
Dortmunder consultó su reloj. Las siete y veinte. Iban bien.
El plan era dar una vuelta sobre la comisaría y llegar a ella por detrás, de manera que los policías que estuvieran afuera, en la entrada, no podrían tener la fugaz visión de un helicóptero aterrizando en su azotea. Murch se mantuvo sobre el curso del Hudson hacia el norte hasta que Harlem apareció apiñado a la derecha, y luego describió una amplia curva. Tenían la sensación de ser niños volando en uno de esos aparatos de Coney Island, sólo que más alto.
Murch había calculado ya el ajuste de la altitud. Aminoró la velocidad al sobrevolar el Upper West Side y, para encontrar la calle que andaban buscando, se orientó por los lugares conocidos, como el Central Park y el cruce de Broadway con la West End Avenue. Después, siempre enfrente de ellos, apareció el rectángulo de la azotea de la comisaría.
Kelp se inclinó hacia adelante y palmeó el hombro de Dortmunder. Cuando éste lo miró, señaló el cielo a su derecha. Dortmunder miró hacia allí y vio aparecer el reactor que venía del oeste, describiendo un amplio arco, brillante y ruidoso. Mostró una amplia sonrisa y asintió con la cabeza.
Murch posó el helicóptero sobre la azotea tan suavemente como si hubiera posado un vaso de cerveza sobre la barra de un bar. Paró el motor y en el repentino silencio pudieron oír el paso del reactor deslizándose por el cielo, por encima de ellos, rumbo a La Guardia.
– Última parada -dijo Murch, mientras el ruido del reactor se desvanecía hacia el este.
Dortmunder abrió la puerta y saltaron fuera. Chefwick corrió hacia la puerta de una pequeña construcción en forma de cabina que sobresalía del techo, mientras los demás descargaban el helicóptero. Kelp cogió un par de tenazas para cortar cable, se dirigió a la esquina izquierda de la azotea, se estiró sobre el suelo, rebuscó por arriba y abajo, y cortó los hilos telefónicos. Murch dejó la emisora portátil en el suelo, la puso en funcionamiento, se colocó los auriculares y comenzó a mover los diales. Instantáneamente, el sistema de telecomunicaciones del edificio quedó bloqueado.
Mientras tanto, Chefwick había conseguido abrir la puerta. Dortmunder y Greenwood se llenaron los bolsillos de explosivos y granadas de gases lacrimógenos, y siguieron a Chefwick escaleras abajo, hacia la puerta de metal sin mirilla. Chefwick estudió la puerta unos segundos y dijo:
– Ésta voy a tener que volarla. Volved hacia atrás.
Kelp bajaba acarreando la caja de cartón con las esposas y tiras de tela blanca. Dortmunder se encontró con él a mitad de camino y le dijo:
– Vuelve a la azotea. Chefwick tiene que volar la puerta.
– Bueno.
Los tres regresaron a la azotea. Murch había dejado la emisora y estaba sentado en el suelo, cerca de la esquina frontal, con varios cartuchos explosivos a su lado. Alzó la mirada hacia ellos y les hizo señas. Dortmunder le mostró dos dedos para indicarle que tenía que esperar dos minutos, y Murch asintió.
Chefwick subió.
– ¿Cómo va? -le preguntó Dortmunder.
– Tres -dijo Chefwick distraídamente-. Dos. Uno.
¡Bummm! Se oyó un ruido.
Un humo grisáceo ascendía perezosamente desde la caja de la escalera y salía por la puerta.
Dortmunder bajó corriendo a través del humo y encontró al pie de la escalera la puerta derribada; cruzó rápidamente el umbral y entró en un pequeño vestíbulo cuadrado. Justo enfrente, unas pesadas puertas con barras bloqueaban el final del vestíbulo, donde empezaba la escalera. Un policía con la mirada atónita estaba sentado allí, en un alto taburete, al lado de las puertas, junto a un atril con papeles. Era un agente delgado, de cierta edad, canoso, y de reflejos un poco lentos. Además no iba armado. Dortmunder sabía, por Greenwood y por Murch, que ninguno de los agentes de servicio iba armado.
– Agárralo -dijo Dortmunder por encima del hombro, y se lanzó en la otra dirección, donde un corpulento agente con un emparedado de jamón y queso en las manos trataba de cerrar otra puerta. Sin contemplaciones, le apuntó con la metralleta y le gritó-: ¡Quieto!
El policía miró a Dortmunder. Se detuvo y levantó las manos. Una rebanada de pan se le quedó sobre los nudillos, suspendida como la oreja gacha de un perro.
Mientras tanto, Greenwood había convencido al policía de más edad para que fuese pensando en su jubilación. El policía estaba de pie junto al taburete con las manos en alto, mientras Greenwood lanzaba tres explosivos y dos granadas de gases lacrimógenos directamente sobre las barras y escaleras abajo, donde armaron un verdadero estropicio. La idea era que a nadie se le ocurriera subir.
Arriba había otro oficial de servicio. Estaba entre la segunda puerta y una tercera, sentado frente a un escritorio de madera destartalado y leyendo un ejemplar de Murallas. Cuando Dortmunder y Greenwood aparecieron encañonando a los otros dos policías, el tercero los miró perplejo, dejó la revista, se puso en pie, levantó las manos sobre la cabeza y preguntó:
– ¿Están seguros de que éste es el sitio que buscan?
– Abra -ordenó Dortmunder, haciendo un gesto hacia la última puerta. Más allá, a ambos lados del pasillo donde estaban las celdas, se podían ver múltiples brazos haciendo gestos por entre los barrotes. Nadie sabía qué estaba ocurriendo, pero todos querían participar.
– Hermano -dijo el policía número tres a Dortmunder-, el caso más relevante que tenemos aquí es el de un marinero letón que golpeó a un barman con un casco de botella de Johnny Walker Etiqueta Roja. Siete puntos. ¿Estáis seguros de que queréis a uno de esos?
– Cállate y abre -dijo Dortmunder.
El guardia se encogió de hombros.
– Como tú digas -contestó.
Mientras tanto, en la azotea, Murch había empezado a lanzar explosivos a la calle. Quería hacer ruido y sembrar la confusión sin matar a nadie, lo que resultó sencillo el primer par de veces, pero se volvió cada vez más difícil cuando la calle se llenó de policías que corrían por todos lados, tratando de imaginarse quién atacaba a quién y desde dónde.
En la oficina del comisario, en el segundo piso, la tranquila tarde se había transformado en un manicomio. El comisario ya se había ido a su casa, por supuesto; a los reclusos ya les habían servido la cena, el vigilante de guardia ya había sido enviado a su destino y el subcomisario de turno se había quedado abajo descansando, durante este tranquilo y aburrido momento del día. Estaba echando un vistazo a algunos informes de los detectives, en realidad para distraerse con las partes más morbosas, cuando empezó a entrar gente corriendo en su oficina.
El primero de los que entraron, de hecho, no corría; caminaba. Era el agente encargado de los teléfonos y dijo:
– Señor, los teléfonos no funcionan.
– ¿Qué? Llamemos a la compañía para que lo arregle ya -repuso el subcomisario. Le gustaba la palabra ya, le hacía sentirse como Sean Connery. Tendió la mano hacia el teléfono para llamar a la compañía telefónica, pero cuando llevó el auricular a la oreja comprobó que no daba la señal de llamada.
Se dio cuenta de que el vigilante estaba mirándolo.
– ¡Ah! -dijo-. Ah, sí. -Y volvió a colgar el auricular.
Salió del apuro cuando el agente encargado de la radio llegó corriendo; parecía desconcertado.
– ¡Señor, alguien ha interferido nuestra emisora! -balbuceó.
– ¿Qué? -El subcomisario había oído las palabras, pero sin entenderlas.
– No podemos emitir -dijo el agente-, ni recibir. Alguien ha instalado una emisora para interferimos, se lo digo yo; solía pasarnos en el Pacífico Sur.
– Algo se habrá estropeado -respondió el subcomisario-. Nada más. -Estaba preocupado, pero maldita sea si lo iba a exteriorizar-. Algo que se acaba de romper, nada más.
Entonces, en alguna parte del edificio, hubo una explosión.
El subcomisario pegó un brinco.
– ¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?
– Una explosión, señor -dijo el agente encargado de los teléfonos.
Hubo otra explosión.
– Dos explosiones, señor -dijo el agente encargado de la radio.
Hubo una tercera explosión.
Otro agente entró corriendo y gritando:
– ¡Bombas! ¡En la calle!
El subcomisario dio un paso rápido a la derecha y luego un rápido paso a la izquierda.
– ¡La revolución! -balbuceó-. Es una revolución. Siempre empiezan por las comisarías.
Otro vigilante entró corriendo y gritando:
– ¡Gases lacrimógenos en la caja de la escalera, señor! ¡Y alguien ha volado la escalera entre el cuarto y el quinto piso!
– ¡Movilización! -chilló el subcomisario-. ¡Llamen al gobernador! ¡Llamen al alcalde! -Se colgó del teléfono-. ¡Hola, hola! ¡Emergencia!
Otro vigilante entró corriendo y gritando:
– ¡Señor, hay un incendio en la calle!
– ¿Un qué? ¿Un qué?
– Una bomba ha estallado en un coche que estaba aparcado. Se está quemando.
– ¿Bombas? ¿Bombas? -El subcomisario miró el teléfono que seguía teniendo en la mano, luego lo apartó como si le hubieran crecido dientes-. ¡Preparen las armas antidisturbios! -gritó-. ¡Evacuen a todo el personal al primer piso! ¡Quiero un voluntario para llevar un mensaje; tendrá que cruzar las líneas enemigas!
– ¿Un mensaje, señor? ¿Para quién?
– Para la compañía telefónica, ¿a quién si no? ¡Tengo que hablar con el comisario!
Arriba, en el piso donde estaban las celdas, Kelp esposaba a los policías y los amordazaba con las tiras de tela blanca. Chefwick había cogido las llaves de las celdas del escritorio y abría la segunda celda a la derecha. Dortmunder y Greenwood estaban alertas, con las metralletas listas, mientras el clamor de las otras celdas iba en aumento hasta llegar casi al pandemónium.
Dentro de la celda que Chefwick estaba abriendo, con los ojos clavados en ellos con el deleite atónito y total de alguien cuyo deseo más remoto y anhelante se ha convertido en realidad, había un viejo pequeño, nervudo, barbado y sucio, con un impermeable negro, pantalones marrones y zapatillas grises. Su pelo era largo, áspero y canoso, al igual que la barba.
Chefwick abrió la puerta de la celda. El viejo preguntó:
– ¿A mí? ¿A mí, amigos?
Greenwood entró con su metralleta en la mano izquierda y se dirigió en línea recta hacia la pared del fondo, pasando rápidamente junto al viejo, que permaneció parpadeando y señalándose a sí mismo.
Las paredes laterales de la celda eran de metal y la del frente, de rejas, pero la del fondo, por ser la pared exterior del edificio, era de piedra. Greenwood se detuvo, se puso de puntillas, se estiró casi hasta tocar el techo y extrajo una piedra pequeña que no parecía diferenciarse de cualquier otra parte de la pared. Luego siguió buscando en el hueco donde había estado la piedra.
Kelp y Dortmunder, mientras tanto, habían llevado a empujones a los tres guardias hasta el pasillo donde estaban las celdas y esperaban a que saliera Greenwood para meterlos en la que él se encontraba.
Greenwood, con los dedos en el agujero, miró a Dortmunder dirigiéndole una sonrisa helada.
Dortmunder se acercó al umbral de la celda.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– No entien… -Los dedos de Greenwood hurgaban en el hueco como arañas. Se oía vagamente el estallido de los explosivos.
– ¿No está? -preguntó Dortmunder.
El viejo preguntó, mirando de una cara a la otra:
– ¿Yo, amigos?
Con repentina sospecha, Greenwood lo miró.
– ¿Usted? ¿Usted lo sacó de aquí?
– ¿Yo? ¿Yo?
– No, no, él no lo cogió -repuso Dortmunder-. Míralo. No ha podido alcanzar ahí, por una sencilla razón…
Greenwood empezaba a ponerse furioso.
– ¿Quién fue entonces? ¿Quién si no?
– El pedrusco estuvo ahí casi dos meses -dijo Dortmunder. Se volvió hacia Kelp y le ordenó-: Quítale la mordaza a uno.
Kelp lo hizo, y Dortmunder preguntó:
– ¿Cuándo encerraron a este pájaro?
– A las tres de esta mañana.
– Juro que lo puse ahí -aseveró Greenwood a Dortmunder.
– Te creo -respondió Dortmunder con voz cansada-. Alguien lo encontró, eso es todo. Será mejor que nos vayamos de aquí. -Salió de la celda, seguido del apesadumbrado Greenwood, con el ceño fruncido.
El viejo preguntó:
– ¿Y qué pasa conmigo, amigos? Van a llevarme con ustedes, ¿no es cierto, amigos?
Dortmunder lo miró, después se volvió hacia el policía no amordazado y preguntó:
– ¿Por qué está aquí?
– Por exhibicionismo en una tienda para señoras.
– ¡Es una calumnia! -gritó el viejo-. Yo nunca…
– Todavía está con su ropa de trabajo -continuó el agente-. Dígale que se abra el impermeable.
El viejo empezó a azorarse y a ponerse nervioso.
– Eso no significa nada -insistió.
– Ábrase el impermeable -ordenó Dortmunder.
Indeciso, murmurando, el viejo se abrió el impermeable y dejó todo a la vista. Debajo no llevaba pantalones marrones, en realidad. Sólo unas perneras de pantalón que llegaban justo hasta las rodillas, desde donde se sostenían con unas ligas. Aparte de eso no llevaba nada más debajo del impermeable. Necesitaba un baño.
Todos lo miraron. El viejo soltó una risita ahogada.
Dortmunder dijo:
– Será mejor que se quede aquí. -Y volviéndose hacia los agentes-: Entren con él.
Los agentes entraron. Chefwick cerró la puerta y se fueron. No había nadie al final de la escalera, más allá de la última puerta, pero de todos modos arrojaron otras dos bombas lacrimógenas hacia abajo. Subieron corriendo la escalera en dirección a la azotea. Siguieron el plan de fuga como si el Diamante Balabomo hubiera estado donde Greenwood lo dejara. Al llegar arriba, Greenwood lanzó por la escalera tres cargas explosivas y cerró la puerta.
Murch ya estaba en el helicóptero, y cuando los vio llegar puso en marcha el motor. Los rotores empezaron a girar y a rugir, y Dortmunder y los demás corrieron hacia el costado del helicóptero en medio del viento y subieron a él.
Abajo, en el primer piso, el subcomisario hizo una pausa en la entrega de armas cuando oyó el inconfundible chuf-chuf del cercano helicóptero.
– ¡Dios mío! -murmuró-. ¡Deben de estar abastecidos por Castro!
En cuanto todos estuvieron a bordo, Murch elevó el helicóptero y lo dirigió rumbo al norte en medio de la noche. Volaban sin luces, giraron hacia el noroeste, de nuevo sobre Harlem, y luego descendieron sobre el río Hudson enfilando al sur.
Murch era el único que no sabía nada respecto al diamante perdido, pero cuando vio que nadie estaba contento empezó a darse cuenta de que algo había ido mal. Intentó imaginar qué había pasado, sin prestar atención a los controles ni al agua oscura que corría con ímpetu bajo el frágil aparato en que se encontraban; así que, por fin, Dortmunder ahuecó las manos junto a la oreja de Murch y a voces le informó sobre lo ocurrido. Murch quiso convertir eso en una conversación, pero cuando Dortmunder señaló el buque cisterna contra el que estaban a punto de estrellarse en Upper Bay, volvió a sus controles.
A las ocho y diez estaban de regreso en el punto de partida. En un tenso silencio, cuando el motor se paró, nadie dijo nada al principio, hasta que Murch comentó tristemente:
– Pensaba comprarme uno de éstos; es todavía mejor que el Belt Parkway, ¿sabéis?
Nadie le contestó. Todos bajaron con el cuerpo dolorido y se dirigieron al Lincoln, ahora de un color lavanda más claro en la oscuridad.
Hablaron muy poco en el camino de vuelta a Manhattan. Dejaron en su apartamento a Dortmunder, que subió la escalera y se preparó un whisky con hielo, se sentó en el sofá y miró su portafolios lleno de propaganda de enciclopedias. Suspiró.