FASE DOS

1

Dortmunder caminaba con una hogaza de pan blanco y dos litros de leche homogeneizada hacia la caja. Como era un viernes por la tarde el supermercado estaba bastante lleno, pero no había mucha gente delante de él en la caja rápida y pronto le llegó su turno. La cajera le metió el pan y la leche en una amplia bolsa y él se encaminó hacia la acera con los codos bien pegados a ambos lados del cuerpo, lo cual resultaba un poco extraño pero no demasiado.

Era el uno de julio, nueve días después del frustrado intento del Coliseo en Nueva York; y el lugar era Trenton, New Jersey. El sol brillaba y el aire húmedo era agradablemente tibio, pero Dortmunder llevaba una chaqueta deportiva de color claro sobre la camisa blanca, casi completamente abotonada. Tal vez por eso daba la impresión de estar tan irritable y triste.

Caminó una manzana desde el supermercado, llevando en todo momento la bolsa con los codos pegados al cuerpo, y entonces se detuvo y la puso sobre el capó del primer automóvil que encontró a mano. Buscó en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó una lata de atún que arrojó dentro de la bolsa. Buscó en el bolsillo izquierdo, sacó un paquete de cubitos de caldo de carne y lo metió dentro de la bolsa. Buscó en el bolsillo izquierdo del pantalón, sacó un tubo de pasta dentífrica y lo tiró en la bolsa. Luego se desabotonó la chaqueta, buscó bajo la axila izquierda, sacó un paquete de queso americano en lonchas y lo arrojó dentro de la bolsa. Y ya por último, buscó bajo la axila derecha, sacó un paquete de cualquier otra tontería en lonchas y lo metió en la bolsa. La bolsa estaba ahora mucho más llena que antes; la cogió y se fue caminando hacia su casa.

Su casa era un hotelucho cutre en el centro. Pagaba dos dólares extra por semana por un cuarto con un fregadero y un calentador, pero el dinero ahorrado comiendo en casa le compensaba unas doce veces el gasto.

Su casa. Dortmunder entró en su cuarto dirigiéndole una mirada de desprecio y depositó sus comestibles.

A pesar de todo, el lugar estaba limpio. Dortmunder había aprendido a ser limpio durante su primera condena y nunca había perdido tal costumbre. Era más fácil vivir en un sitio pulcro, con las cosas en orden y limpias. Eso hacía soportable incluso un establo gris como aquél.

Durante un tiempo, claro; durante un tiempo.

Dortmunder puso agua a calentar para hacer un café instantáneo y luego se sentó a leer el periódico que esa mañana había encontrado tirado por ahí. Nada en él; nada interesante. Greenwood no aparecía en los diarios desde hacía ya casi una semana, y ninguna otra cosa en el mundo entero suscitaba la atención de Dortmunder.

Andaba buscando algún asunto. Los trescientos dólares recibidos del mayor Iko hacía tiempo que se habían esfumado y desde entonces andaba escaso. Se había presentado en la oficina de personas en libertad condicional en cuanto llegó a la ciudad -no valía la pena buscarse problemas innecesarios- y le consiguieron una especie de trabajito insignificante en un campo de golf municipal. Trabajó allí una tarde, recortando el césped, y acabó con una linda quemadura del sol en el cogote. Ya había tenido suficiente con eso. Desde entonces sólo había obtenido débiles cosechas.

Como la noche anterior, por ejemplo. Salió a dar una vuelta a pie, en busca de cualquier cosa que le apareciera por el camino, y se encontró con una lavandería de esas que permanecen abiertas las veinticuatro horas. La dependienta, una anciana gruesa, con un desteñido vestido floreado, estaba sentada en una silla de plástico azul profundamente dormida. Entró y fue golpeando suavemente las máquinas una por una; de este modo, consiguió veintitrés dólares y setenta y cinco centavos en monedas, que se guardó en los bolsillos; ¡coño!, lo suficiente para llenarle el pantalón. Si en ese momento hubiera tenido que darse a la fuga ante la aparición de un policía, no habría tenido escapatoria.

Estaba bebiendo a sorbos su café y leyendo las páginas de humor cuando oyó que llamaban a la puerta. Se sobresaltó y miró instintivamente hacia la ventana, tratando de recordar si afuera había una escalera de incendios. Entonces recordó que por ahora nadie lo buscaba y sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. Se levantó y fue a abrir la puerta. Era Kelp.

– Eres un hombre difícil de encontrar -dijo Kelp.

– No lo suficiente -respondió Dortmunder. Hizo un gesto brusco con el pulgar sobre su hombro y añadió-: Entra.

Kelp entró. Dortmunder cerró la puerta tras él y dijo:

– ¿Y ahora de qué se trata? ¿Otro asunto peligroso?

– No exactamente -contestó Kelp, mirando a su alrededor-. Vives a lo grande.

– Siempre he hecho así mis cosas -dijo Dortmunder-. Para mí, sólo lo mejor. ¿Qué quieres decir con eso de «no exactamente»?

– No exactamente otro asunto -explicó Kelp.

– ¿Qué quieres decir con «no exactamente otro asunto»?

– El mismo asunto -respondió Kelp.

Dortmunder lo miró.

– ¿Seguimos con el diamante?

– Greenwood lo tiene escondido en algún lado.

– Maldito sea -dijo Dortmunder.

– Te digo sólo lo que me contó Iko. Greenwood le dijo a su abogado que tenía escondido el diamante y le pidió que se lo comunicara a Iko. Iko me lo dijo a mí y yo te lo digo a ti.

– ¿Por qué? -preguntó Dortmunder.

– Todavía podemos conseguir los treinta mil -contestó Kelp-. Y los ciento cincuenta semanales otra vez, mientras nos organizamos.

– ¿Nos organizamos para qué?

– Para sacar a Greenwood de la cárcel.

En el rostro de Dortmunder se dibujó una expresión extraña.

– En este cuarto hay alguien que oye campanas -dijo. Tomó la taza y bebió el café.

– Greenwood está perdido y lo sabe. Su abogado dice lo mismo: no tiene esperanza de salvar el pellejo. Y le darán duro, porque están furiosos por la desaparición del pedrusco. Así que, o les entrega el diamante para que le rebajen la sentencia, o nos lo entrega a nosotros para que le saquemos de la cárcel. Todo lo que tenemos que hacer es sacarlo y el diamante será nuestro. Treinta mil, así de sencillo… -dijo Kelp.

Dortmunder frunció el ceño.

– ¿Dónde está Greenwood?

– En la cárcel.

– Eso ya lo sé. Pregunto en qué cárcel. ¿Las Tumbas?

– No. Hubo un problema y lo llevaron fuera de Manhattan.

– ¿Problema? ¿Qué problema?

– Bueno, nosotros somos los blancos que robamos el diamante de los negros. Unos tipos furiosos de Harlem tomaron el metro que va al centro y armaron un gran alboroto. Querían lincharlo.

– ¿Linchar a Greenwood?

Kelp se encogió de hombros.

– No sé dónde aprenden esas cosas.

– Lo estábamos robando para Iko -dijo Dortmunder-. Él es negro.

– Sí, pero nadie lo sabe.

– Pues basta con mirarlo -dijo Dortmunder.

Kelp sacudió la cabeza.

– Quiero decir que nadie sabe que él está detrás de esto.

– Ah. -Dortmunder se puso a caminar por el cuarto, mordiéndose el nudillo del pulgar derecho. Eso era lo que hacía cuando pensaba-. ¿Entonces dónde está? ¿En qué cárcel?

– ¿Estás hablando de Greenwood?

Dortmunder se detuvo y lo miró.

– No -dijo lentamente-. Del rey Faruk.

Kelp lo miró desconcertado.

– ¿Del rey Faruk? Hace años que no oigo hablar de él. ¿También está metido en el asunto?

Dortmunder suspiró.

– Quiero decir Greenwood…

– Pero qué es esto…

– Puro sarcasmo. No lo repetiré. ¿En qué cárcel está Greenwood?

– Ah, en algún cuchitril de Long Island.

Dortmunder lo observó con suspicacia. Kelp había dicho eso sin pensar, lo había soltado un poco demasiado casualmente.

– ¿En algún cuchitril?

– Una chirona de distrito o algo así -respondió Kelp-. Lo metieron ahí hasta el juicio.

– Lástima que no pueda salir bajo fianza -dijo Dortmunder.

– Tal vez el juez le leyó el pensamiento -respondió Kelp.

– O su expediente -dijo Dortmunder, dando unas cuantas vueltas más por el cuarto, mordiéndose el pulgar y pensando.

– Daremos un segundo golpe, y nada más. ¿Por qué preocuparse tanto?

– No sé -respondió Dortmunder-, pero cuando un trabajo sale mal prefiero abandonarlo. ¿Por qué esperar que salga bien, si antes salió mal?

– ¿No estás tramando alguna cosa? -preguntó Kelp.

– No.

Kelp hizo un ademán señalando el cuarto.

– Y según parece -dijo-, no andas muy bien de dinero. En el peor de los casos volvemos a la paga de Iko otra vez.

– Supongo que sí -dijo Dortmunder. La duda todavía lo incomodaba, pero se encogió de hombros y añadió-: ¿Qué tengo que perder? ¿Tienes coche?

– Naturalmente.

– ¿Y lo sabes conducir?

Kelp se ofendió.

– Sabía conducir el Caddy -respondió indignado-. El maldito quería conducirse solo, ése era el problema.

– Claro -dijo Dortmunder-. Ayúdame a hacer el equipaje.

2

El mayor Iko estaba sentado ante su escritorio revolviendo expedientes. Ahí estaba el de Andrew Philip Kelp, el primero con el que se había puesto en contacto al empezar todo el asunto, y ahí estaba el informe sobre John Archibald Dortmunder, con quien se puso en contacto cuando Kelp lo propuso como cabecilla de la operación. También estaba el expediente de Alan George Greenwood; éste lo había pedido en cuanto oyó su nombre en un informativo de televisión sobre el robo. Y ahí estaba ahora el cuarto expediente agregado a lo que se estaba convirtiendo en un abultado fichero, el Fichero Balabomo, el expediente de Eugene Andrew Prosker, procurador.

Era el abogado de Greenwood. El expediente describía a un abogado de cincuenta y tres años, con despacho propio en un abandonado edificio del centro, cerca de los juzgados, y con una mansión con varias hectáreas arboladas en una zona de Connecticut extremadamente cara y selecta. E. Andrew Prosker, como decía llamarse, tenía las pertenencias típicas de un hombre rico, incluyendo dos caballos de carreras, de los que era el único dueño, en un establo de Long Island y un apartamento en la Calle 63 Este para una amante rubia de quien creía ser el único dueño. Tenía una turbia reputación en el Tribunal de Justicia Penal, y sus clientes se encontraban entre los más desacreditados de la sociedad, pero formalmente no se había presentado ninguna querella contra él y, dentro de ciertos límites específicos, aparentaba ser de confianza. Como dijo un ex cliente sobre Prosker, «yo confiaría en dejar a Andy solo con mi hermana toda una noche, pero sólo si ella no llevara más de quince centavos encima».

Las tres fotos del informe mostraban un hombre panzudo y de abundantes mofletes, con una desvaída sonrisa alegre que implicaba laxitud de cuerpo y espíritu. Los ojos resultaban demasiado opacos a causa de su expresión, en todas las fotos, como para poder verlos con claridad. Era difícil relacionar esa despreocupada sonrisa de colegial con los datos del expediente.

Al mayor le encantaban los informes. Le gustaba tocarlos, barajarlos, releer los documentos, estudiar las fotos. Eso le daba una sensación de solidez, de algo familiar y conocido. Los informes eran como mantas protectoras. Es cierto que no eran funcionales en sentido estricto, puesto que no servían para abrigarle físicamente, pero sí mitigaban con su presencia el miedo a lo desconocido.

El secretario, con la luz reflejándose en sus gafas, abrió la puerta y anunció:

– Dos caballeros quieren verlo, señor. El señor Dortmunder y el señor Kelp.

El mayor guardó los informes en un cajón.

– Hágalos pasar -dijo.

Kelp parecía no haber cambiado cuando entró airosamente en el despacho, pero Dortmunder parecía más flaco y cansado que antes, aunque ya estaba flaco y cansado cuando empezó el trabajo.

– Bueno, aquí lo traigo -dijo Kelp.

– Ya veo -contestó el mayor, poniéndose de pie-. ¡Qué alegría volver a verle, señor Dortmunder! -agregó, preguntándose si le ofrecería la mano.

– Espero que así sea -dijo Dortmunder, sin dar la impresión de que esperara un apretón de manos. Se dejó caer en una silla, puso las manos sobre las rodillas y agregó-: Kelp me ha comentado que tenemos otra posibilidad.

– Mejor de lo que le anticipamos -respondió el mayor. Kelp también había tomado asiento, así que el mayor se volvió a sentar tras el escritorio. Apoyó los codos y dijo-: Francamente, llegué a sospechar que usted se había quedado con el diamante.

– No quiero un diamante -respondió Dortmunder-. Pero tomaría un poco de whisky.

El mayor, sorprendido, dijo:

– Por supuesto. ¿Kelp?

– No me gusta ver a un hombre beber solo -contestó Kelp-. A los dos nos gusta con un poco de hielo.

El mayor inició el gesto de pulsar el timbre para llamar a su secretario, pero la puerta se abrió antes y entró el secretario:

– Señor, un tal Prosker está aquí -anunció.

– Pregúntele qué quiere tomar -dijo el mayor.

El secretario pareció un poco confundido.

– ¿Señor?

– Whisky y hielo para estos dos caballeros y un escocés fuerte para mí, con agua.

– Sí, señor.

– Y haga pasar al señor Prosker.

– Sí, señor.

El secretario se retiró y el mayor oyó un vozarrón: «¡Jack Daniels!». Estuvo a punto de buscar en sus informes cuando se acordó de que ese Jack Daniels era una marca de whisky norteamericano.

Un instante después entró Prosker a grandes pasos, sonriendo, llevando un portafolios negro y diciendo:

– Caballeros, me he retrasado. Espero que esto no nos lleve mucho tiempo. Usted es el mayor Iko, supongo.

– Señor Prosker. -El mayor se levantó y estrechó la mano que le tendía el abogado. Reconoció a Prosker por las fotos del expediente, pero ahora supo qué era lo que las fotos eran incapaces de mostrar, ese algo que llenaba el vacío entre la apariencia despreocupada de Prosker y su tempestuoso historial. Eran los ojos de Prosker. La boca sonreía, decía palabras y adormecía a todo el mundo, pero los ojos ocultaban su expresión y observaban sin mostrar ninguna emoción.

El mayor hizo las presentaciones, y Prosker entregó a Dortmunder y a Kelp su tarjeta, diciendo:

– Por si me necesitan en algún momento, aunque, por supuesto, espero que no se dé el caso. -Se rió entre dientes y guiñó el ojo. Se sentaron de nuevo, pero cuando ya estaban a punto de empezar a hablar entró el secretario con las bebidas en una bandeja. Por fin, una vez que hubo salido el secretario y con la puerta cerrada de nuevo, Prosker dijo:

– Señores, rara vez aconsejo a mis clientes algo que no sea legal, pero con su amigo Greenwood he hecho una excepción. «Alan -le dije-, le aconsejo que ate unas cuantas sábanas y se largue de aquí.» Señores, Alan Greenwood fue capturado con las manos en la masa, como se dice, y como ustedes saben. No le encontraron encima el diamante, pero tampoco lo necesitaban. Andaba trotando por el Coliseo con un uniforme de guardia y fue identificado por media docena de guardias como uno de los hombres que se hallaban en las proximidades del Diamante Balabomo en el preciso momento del robo. Tienen a Greenwood en sus manos; no puedo hacer nada por él, y se lo he dicho. Su única esperanza es desaparecer del lugar.

Dortmunder preguntó:

– ¿Y qué pasa con el diamante?

Prosker extendió las manos.

– Dice que se lo llevó con él. Dice que su socio Chefwick se lo puso en la mano; dice que lo escondió antes de ser capturado, y dice que ahora se encuentra oculto en un lugar seguro que nadie, salvo él, conoce.

Dortmunder dijo:

– Y el pacto consiste en sacarlo de ahí para que nos dé el diamante y lo compartamos entre todos, como antes.

– Eso es.

– Y usted será el enlace.

Prosker sonrió.

– Dentro de ciertos límites -dijo-. Tengo que protegerme a mí mismo.

– ¿Por qué? -preguntó Dortmunder.

– ¿Por qué? Porque no quiero que me metan en prisión, no quiero que me quiten el cargo y no quiero ocupar una celda junto a la de Greenwood.

Dortmunder negó con la cabeza.

– No, lo que quiero decir es que para qué se necesita un enlace. ¿Por qué se va a arriesgar usted?

– Ah, bueno. -La sonrisa de Prosker se moderó-. Uno hace lo que puede por sus clientes. Y, por supuesto, si logran rescatar al joven Greenwood, podrá pagarme unos honorarios mucho más altos por mis servicios legales.

– Digamos servicios ilegales, en este caso -dijo Kelp y soltó una carcajada.

Dortmunder se volvió hacia el mayor:

– Y nosotros continuamos con el contrato, ¿no es así?

El mayor asintió de mala gana.

– Esto se ha vuelto más costoso de lo que había previsto -comentó-, pero supongo que tengo que seguir adelante.

– No se ponga nervioso, mayor -dijo Dortmunder.

– Quizá no se dé cuenta, Dortmunder -respondió el mayor-, pero Talabwo no es un país rico. El producto nacional bruto no llega ni siquiera a los doce millones de dólares. No nos podemos permitir el lujo de mantener delincuentes extranjeros, como hacen otros países.

Dortmunder se encrespó.

– ¿Qué países, mayor?

– No digo nombres.

– ¿Qué está insinuando, mayor?

– Bueno, bueno -dijo Prosker jovialmente-, dejémonos de reivindicaciones nacionales. Estoy seguro de que todos nosotros somos patriotas a pesar de nuestras diferencias, pero lo importante, por el momento, es Alan Greenwood y el Diamante Balabomo. Tengo algunas cosas… -Tomó su portafolios, lo puso sobre las rodillas, abrió el cierre y levantó la tapa-. ¿Le puedo dar esto, Dortmunder?

– ¿Qué es esto?

– Algunos planos que dibujó Greenwood del interior de la cárcel, algunas fotos del exterior que tomé yo mismo, una lista de sugerencias de Greenwood sobre los movimientos de los guardianes, y cosas así. -Prosker extrajo tres abultados sobres de su portafolios y se los tendió a Dortmunder.

Charlaron un rato más, esencialmente para matar el tiempo mientras acababan sus bebidas, y después se levantaron, se estrecharon las manos y se fueron. El mayor Iko se quedó en su despacho, mordiéndose el interior de la mejilla, cosa que hacía con frecuencia cuando estaba enfadado consigo mismo o preocupado.

En ese momento estaba enfadado consigo mismo y preocupado. Había sido un error decirle a Dortmunder lo pobre que era Talabwo. Dortmunder se había distraído a causa de su chauvinismo en ese momento, pero ¿no lo recordaría más adelante y empezaría a hacerse preguntas?, ¿empezaría a atar cabos?

El mayor se acercó a la ventana y miró hacia la Quinta Avenida y el parque. Generalmente, esa vista le daba placer, sabiendo cuán costosa era y cuántos millones de seres humanos dispersos por el mundo no podían permitirse ese lujo, pero en estos momentos estaba demasiado preocupado como para gozar de placeres egoístas. Vio a Dortmunder y a Kelp y a Prosker salir del edificio, los vio charlar brevemente en la acera, vio a Prosker reír, les vio estrecharse la mano, vio a Prosker llamar un taxi y lo vio partir, vio a Dortmunder y a Kelp cruzar la calle y entrar en el parque. Caminaban lentamente por un sendero asfaltado. Una bandada de niños pululaba a su alrededor mientras ellos iban charlando. Dortmunder llevaba los tres abultados sobres en la mano izquierda. El mayor Iko los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista.

3

– Bonito lugar -dijo Kelp.

– No está mal -admitió Dortmunder. Cerró la puerta y se guardó la llave.

No estaba mal. Era muchísimo mejor que el cuartucho de Trenton. Constaba de un ambiente y medio, estaba amueblado y a media manzana del parque, en la Calle 74 Oeste; era, en realidad, de mucha más categoría que el apartamento de Trenton.

Para empezar, no se veía ninguna cama. El apartamento de Trenton era la mitad de grande que éste, y el espacio disponible lo ocupaba una antigua y pesada cama de bronce con una colcha desteñida de algodón azul. Aquí no se veía ninguna cama, sólo un elegante sofá que se convertía por la noche en una cómoda cama de dos plazas.

Pero las mejoras con respecto al apartamento de Trenton no se quedaban ahí. Si en Trenton Dortmunder sólo tenía un calentador, aquí disponía de una cocina con horno y nevera, alacenas, vajilla y escurridero. En Trenton había una única ventana que daba a un estrecho patio de luces, mientras que aquí había dos ventanas que le permitirían asomarse si quisiese y ver una pareja de árboles jóvenes a la derecha, arbustos, césped y una barbacoa a la izquierda, y algunas tumbonas con ocupantes ocasionales; en fin, toda clase de cosas interesantes. Y había también una escalera de incendios, por si tuviera alguna razón para no querer salir por la puerta de entrada.

Pero lo que hacía al apartamento claramente superior era el aire acondicionado. El aparato estaba empotrado en la pared, bajo la ventana izquierda, y Dortmunder lo tenía encendido noche y día. Afuera, Nueva York padecía el verano, pero allí dentro se vivía en una primavera perpetua. Y una primavera preciosa, además.

Kelp enseguida lo comentó:

– Es agradable y fresco. -Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano.

– Esto es lo que más me gusta de él -dijo Dortmunder-. ¿Un trago?

– Lo adivinaste.

Kelp lo siguió a la cocina y se quedó parado ante la puerta, mientras Dortmunder sacaba los cubitos de hielo, vasos y whisky. Kelp preguntó:

– ¿Qué piensas de Prosker?

Dortmunder abrió un cajón, buscó algo en él y cogió un sacacorchos. Miró a Kelp y guardó de nuevo el sacacorchos.

Kelp asintió.

– Yo también lo creo. Ese tipo es muy retorcido.

– Con tal de que engañe a Greenwood -dijo Dortmunder.

– ¿Te parece que la cosa irá así? Nosotros conseguimos el pedrusco y cobramos la pasta, y Prosker vuelve a enchufar en la trena a Greenwood y se guarda los treinta mil para él.

– No sé qué está planeando -respondió Dortmunder-. Mientras no me tome el pelo a mí. -Tendió a Kelp su vaso; volvieron a la sala y se sentaron en el sofá.

Kelp dijo:

– Los necesitaremos a ambos, supongo.

Dortmunder asintió:

– Uno para conducir y el otro para forzar las cerraduras.

– ¿Quieres llamarlos tú o los llamo yo?

– Esta vez -respondió Dortmunder-, yo llamaré a Chefwick y tú llamarás a Murch.

– De acuerdo. ¿Empiezo yo?

– Vale.

El teléfono estaba en una mesita junto a Kelp. Buscó el número de Murch en su agenda, marcó, y Dortmunder oyó débilmente dos señales de llamada y luego, con claridad, algo que sonaba como el expreso de Long Island.

Kelp dijo:

– ¿Murch? -Meneó la cabeza en dirección a Dortmunder y gritó en el teléfono-: ¡Soy yo! ¡Kelp! ¡Kelp! -Siguió sacudiendo la cabeza-. Sí. ¡Te digo que sí! ¡Sigue! -Luego tapó el auricular y le preguntó a Dortmunder-: ¿Tiene el teléfono en el coche?

– Es un disco -respondió Dortmunder.

– ¿Es un qué?

Dortmunder oyó el repentino silencio en el teléfono.

– Ahora ha quitado el disco -dijo.

Kelp apartó el auricular de la oreja y lo observó como si el objeto estuviera a punto de morderlo. Una voz débil surgió de él, diciendo:

– ¿Kelp? ¡Hola!

Kelp, con reticencia, se llevó el auricular a la oreja otra vez.

– Sí -dijo dubitativo-. ¿Eres tú, Stan?

Dortmunder se levantó, fue a la cocina y empezó a untar unas galletitas con queso. Preparó una docena más o menos, las puso en un plato y lo llevó a la sala, donde Kelp estaba justamente dando fin a la conversación. Dortmunder depositó el plato con galletitas sobre la mesa, Kelp colgó el auricular, Dortmunder se sentó y Kelp dijo:

– Se encontrará con nosotros en el O. J. a las diez.

– Bien.

– ¿Qué clase de disco era ése?

– Ruidos de coches -respondió Dortmunder-. Come alguna galletita con queso.

– ¿Por qué ruidos de coches?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Pásame el teléfono, voy a llamar a Chefwick.

Kelp le pasó el teléfono.

– Por lo menos Chefwick no pone ruidos de coches -comentó.

Dortmunder marcó el número de Chefwick, y la mujer de éste descolgó. Dortmunder dijo:

– ¿Está Roger? Soy Dortmunder.

– Un momento, por favor.

Dortmunder esperó comiendo queso y galletitas, regadas con whisky con hielo. Después de un rato, pudo oír una voz que decía «Tuuu-tuuu». Miró a Kelp, pero éste no dijo nada.

El sonido del tuuu-tuuu se fue acercando, luego se detuvo. Se oyó el ruido del auricular al descolgarse y la voz de Chefwick:

– ¡Hola!

– ¿Te acuerdas de aquella idea que tuvimos y que no resultó? -preguntó Dortmunder.

– Ah, sí. La recuerdo perfectamente.

– Bueno, hay una posibilidad de que concluyamos el trabajo, después de todo. Si sigues interesado en el asunto…

– Bueno, estoy intrigado, naturalmente -dijo Chefwick-. Supongo que es demasiado complicado para tratarlo por teléfono.

– Claro que sí. ¿A las diez en el O. J.?

– Está bien.

– Nos vemos, entonces.

Dortmunder colgó y le pasó el teléfono a Kelp, que lo puso en la mesita y dijo:

– ¿Has visto? Ningún ruido de coches.

– Sírvete una galletita con queso -sugirió Dortmunder.

4

Dortmunder y Kelp entraron en el O. J. Bar and Grill un minuto después de las diez. Los clientes de siempre estaban apoyados en la barra en las posturas habituales, mirando la televisión, con un aspecto menos real que el de las figuras de un museo de cera. Rollo secaba unos vasos con una toalla que alguna vez fue blanca.

Dortmunder dijo:

– Hola. -Rollo inclinó la cabeza. Dortmunder añadió-: ¿Ha llegado alguien?

– El de la cerveza con sal está al fondo -dijo Rollo-. ¿Esperan al del jerez?

– Sí.

– Se lo mando cuando llegue. Ustedes quieren una botella y vasos con un poco de hielo, ¿no es cierto?

– Correcto.

– Ahora mismo se lo llevo.

– Gracias.

Caminaron hasta el cuarto del fondo y se reunieron con Murch, que leía el manual de su Mustang. Dortmunder dijo:

– Has llegado temprano otra vez.

– He probado un camino diferente -respondió Murch. Puso su manual sobre el tapete de fieltro verde-. Pasé por la avenida Pennsylvania y subí por Bushwick y Grand, crucé el puente de Williamsburg y seguí todo recto por la Tercera Avenida. Parece que funciona muy bien. -Alzó su cerveza y tomó tres tragos.

– Qué bien -dijo Dortmunder.

Él y Kelp se sentaron, y Rollo entró con el whisky y los vasos. Mientras les estaba sirviendo, entró Chefwick. Rollo le dijo:

– Usted es el del jerez, ¿no es cierto?

– Sí, gracias.

– De nada.

Rollo salió; no se preocupó de preguntarle a Murch si deseaba otra copa. Chefwick se sentó y dijo:

– Estoy intrigado de verdad. No veo cómo el trabajo del diamante puede reanudarse. Se ha perdido, ¿no es así?

– No -respondió Dortmunder-. Greenwood lo escondió.

– ¿En el Coliseo?

– No sabemos dónde. Pero lo metió en algún lado y eso significa que podríamos recuperar el rastro.

Murch dijo:

– Hay algún truco en todo esto, hasta lo huelo.

– No es exactamente un truco -contestó Dortmunder-. Solamente otro robo. Dos por el precio de uno.

– ¿Qué vamos a robar?

– A Greenwood.

Murch preguntó:

– ¿Cómo?

– A Greenwood -repitió Dortmunder. Rollo entró con el jerez de Chefwick. Volvió a salir y Dortmunder prosiguió-: El precio de Greenwood es que lo saquemos de chirona. Su abogado le dijo que no tenía forma de zafarse de la condena, así que tiene que batirse en retirada.

Chefwick indagó:

– ¿Eso quiere decir que vamos a entrar por la fuerza en la cárcel?

– Entrar y salir -respondió Kelp.

– Es de esperar -contestó Dortmunder.

Chefwick sonrió de manera un tanto aturdida. Sorbió su jerez y dijo:

– Nunca pensé que iba a irrumpir en una cárcel. Eso plantea interesantes cuestiones.

Murch preguntó:

– ¿Queréis que yo conduzca?

– Correcto -contestó Dortmunder.

Murch frunció el ceño y se bebió toda la cerveza de un trago.

Dortmunder interrogó:

– ¿Qué problema hay?

– Yo sentado en un coche, en plena noche, junto a la cárcel, calentando el motor. No me inspira para nada.

– Si no lo podemos organizar bien -respondió Dortmunder-, no lo haremos.

Kelp le dijo a Murch:

– Ninguno de nosotros quiere permanecer dentro de la cárcel más de un minuto o dos. Si te parecen años, no te preocupes, abandonamos el asunto.

Murch explicó:

– Tengo que tener mucho cuidado, eso es todo. Soy el único sustento de mi madre.

Dortmunder preguntó:

– ¿No trabaja con un taxi?

– No vive de eso -contestó Murch-. Lo hace para salir de casa y conocer gente.

Chefwick preguntó:

– ¿Qué clase de cárcel es?

– Nos daremos una vuelta por allí, antes o después, para echarle un vistazo -contestó Dortmunder-. Mientras tanto, esto es lo que he conseguido. -Y empezó a desparramar sobre la mesa el contenido de los tres sobres.

5

Esta vez Kelp fue conducido a una sala diferente, pero dijo:

– ¡Eh!, espere un momento.

El hombre de ébano, de dedos largos y delgados, se volvió desde la puerta, con su cara sin expresión.

– ¿Señor?

– ¿Dónde está la mesa de billar?

Siempre sin expresión:

– ¿Señor?

Kelp hizo todos los gestos propios de un hombre que maneja un taco de billar y dijo:

– La mesa de billar. Las troneras del billar. La mesa verde con los agujeros.

– Sí, señor. Está en otro salón.

– Bueno -respondió Kelp-. Ésa es la sala que quiero. Lléveme allí.

El hombre de ébano no parecía entenderlo. Seguía sin ninguna expresión en la cara, allí parado ante la puerta, sin hacer nada.

Kelp se acercó a él e hizo el gesto de salir.

– Vamos -dijo-. Quiero jugar un rato.

– No estoy seguro de…

– Yo estoy seguro -replicó Kelp-. No se preocupe por eso, no hay problema. Lléveme hasta allí, nada más.

– Sí, señor -respondió el hombre de ébano, indeciso. Lo acompañó a la sala de billar, cerró la puerta tras Kelp y se fue.

Después de dar el primer golpe como sin querer, Kelp decidió jugar en serio. Embocó doce bolas sólo con cuatro faltas y cuando estaba colocándose para meter la última bola entró el mayor.

Kelp depositó el taco en la mesa, y dijo:

– Hola, mayor. Traigo otra lista para usted.

– Ya era hora -repuso el mayor. Frunció el entrecejo y miró el billar. Parecía irritado por algo.

Kelp preguntó:

– ¿Qué quiere decir con eso de «ya era hora»? Menos de tres semanas.

– Tardó menos de dos semanas la última vez -replicó el mayor.

Kelp dijo:

– Mayor, no vigilaban el Coliseo como vigilan las cárceles.

– Lo único que sé -contestó el mayor- es que hasta ahora he pagado tres mil doscientos dólares en salarios, sin contar el costo de los materiales y la manutención, y hasta el momento no he obtenido ningún resultado.

– ¿Tanto? -Kelp sacudió la cabeza-. Realmente, el dinero vuela. Bueno, aquí está la lista.

– Gracias.

Con gesto agrio, el mayor estudió la lista mientras Kelp volvía a la mesa y metía la bola uno. Sólo quedaban la nueve y la trece. Erró un intento con la nueve, pero logró una perfecta posición para la trece. Golpeó la trece con tal movimiento de retroceso que prácticamente se metió el taco bajo la camisa. El mayor inquirió:

– ¿Un camión?

– Vamos a necesitar uno -contestó Kelp, mirando a la nueve-. Y no puede ser robado; si no lo conseguiría yo mismo.

– Pero un camión -indicó el mayor- es algo muy caro.

– Sí, señor. Pero puede revenderlo, si las cosas salen bien, cuando acabemos con él.

– Esto tardará un poco -dijo el mayor. Echó un vistazo a la lista-. Las otras cosas no son problema. ¿Van a escalar una pared?

– No hay más remedio -contestó Kelp. Golpeó la bola, que chocó con la nueve, y todo acabó. Kelp sacudió la cabeza y dejó el taco a un lado.

El mayor seguía mirando la lista con el ceño fruncido.

– ¿Ese camión tiene que ser rápido?

– No pretendemos recorrer el mundo con él, no.

– Entonces no tiene por qué ser nuevo. Un camión usado.

– Del que podamos mostrar todos los papeles en orden.

– ¿Y qué tal si alquilo uno?

– Si puede alquilar un camión que no pueda ser identificado si las cosas se ponen mal, adelante, hágalo. Recuerde para qué queremos usarlo.

– Lo recordaré -dijo el mayor. Echó una mirada a la mesa de billar-. Si ha acabado usted de jugar…

– A menos que quiera probar conmigo.

– Lo siento -respondió el mayor con una sonrisa cansada-. No sé jugar.

6

Desde la ventana de su celda Alan Greenwood podía ver el patio asfaltado y la encalada pared exterior de la cárcel de Utopía Park. Más allá de ese muro se extendía la pequeña comunidad de Utopía Park de Long Island, un amplio y aplanado barrio de casas, centros comerciales, colegios, iglesias, restaurantes italianos, restaurantes chinos, tiendas de zapatos ortopédicos; un barrio partido en dos por las inevitables vías del ferrocarril de Long Island. Entre los muros se sentaban, se levantaban y se rascaban quienes eran juzgados peligrosos para el barrio, incluidos el grupo de indumentaria gris que en ese momento arrastraba los pies por el patio y Alan Greenwood, que los miraba pensando cómo se parecían a la gente que espera el metro. Junto a la ventana de la celda, alguien había raspado el cemento de la pared para escribir: «¿Qué sabía el Conejo Blanco?». A Greenwood todavía le quedaba esa inscripción por descifrar.

Utopía Park era una cárcel de distrito, pero la mayoría de sus presos provenían del resto del estado, ya que el distrito disponía de tres cárceles más nuevas y no necesitaba ésta. Allí iba a parar el sobrante de varias prisiones estatales, más varios hombres del norte del estado que habían conseguido un cambio de tribunal para sus procesos, unos cuantos reos procedentes de los suburbios de Nueva York y algunos casos especiales, como Greenwood. Nadie permanecía mucho tiempo allí, de modo que el conjunto carecía del típico núcleo de población reclusa que normalmente se organiza dentro de los muros para conservar las prácticas de la civilización.

Greenwood se pasaba la mayor parte del tiempo ante la ventana, porque no le gustaba su celda ni su compañero de celda. La una y el otro eran grises, sórdidos, mugrientos y viejos. La celda, simplemente, estaba, pero su compañero de celda consumía cantidad de horas en rascarse entre los dedos de los pies y olisquearse después la punta de los dedos de la mano. Greenwood prefería mirar el patio de recreo, el muro y el cielo. Estaba allí desde hacía casi un mes, y su paciencia estaba agotándose.

La puerta sonó. Greenwood se volvió, vio a su compañero en la litera de arriba, olisqueándose la punta de los dedos, y también vio a un guardia plantado ante la puerta. El funcionario parecía el hermano mayor del compañero de celda, pero por lo menos llevaba los zapatos puestos. Y anunció:

– Greenwood. Visita.

– ¡Qué suerte!

Greenwood salió, la puerta volvió a sonar, Greenwood y el guardia caminaron por el corredor metálico, bajaron las escaleras en espiral, también metálicas, siguieron a lo largo de otro corredor de metal y cruzaron dos puertas, que abrió alguien desde afuera y que se cerraron de nuevo tras su paso. A continuación, llegaron a un corredor de plástico pintado de verde y luego a un cuarto pintado de marrón claro donde Eugene Andrew Prosker estaba sentado y sonreía desde el otro lado de la cortina metálica.

Greenwood se sentó frente a él.

– ¿Cómo anda el mundo?

– Gira -le aseguró Prosker-, gira.

– ¿Y cómo anda mi apelación? -Greenwood no había presentado ninguna apelación ante ningún tribunal, pero sí una demanda de rescate a sus compinches.

– Anda bien -contestó Prosker-. No me sorprendería nada que tuviera alguna noticia mañana.

Greenwood sonrió.

– Son buenas noticias -comentó-. Y créame que estoy preparado para las buenas noticias.

– Todo lo que sus amigos esperan de usted -dijo Prosker- es que se encuentre con ellos a mitad de camino. Estoy seguro de que usted querrá hacerlo, ¿no?

– Seguro que sí, y pienso intentarlo.

– Debería intentarlo más de una vez -le sugirió Prosker-. Cualquier cosa que valga la pena intentar, valdrá la pena intentarla tres veces por lo menos.

– Lo recordaré. No le dio a mis amigos ninguno de los otros detalles, me imagino.

– No -respondió Prosker-. Como decidimos, quizá sería mejor esperar a que usted estuviera libre antes de hablar de todo eso.

– Supongo que sí -dijo Greenwood-. ¿Sacó mis cosas del apartamento?

– Todo arreglado, también -contestó Prosker-. Todo a salvo, y guardado a nombre de su amigo.

– Bien. -Greenwood sacudió la cabeza-. ¡Qué pena, tener que abandonar ese apartamento! Era justamente lo que siempre quise.

– Tendrá que cambiar un montón de cosas cuando lo saquemos de aquí -recordó Prosker.

– Es cierto. Será como empezar una vida nueva. Pasar una página nueva. Convertirme en un hombre nuevo.

– Sí -dijo Prosker, sin mucho entusiasmo. No le gustaba correr riesgos innecesarios con palabras de doble sentido-. Bueno, por cierto, me alegra muchísimo oírle hablar así -añadió, poniéndose en pie y cogiendo su portafolios-. Espero que lo tendremos fuera de aquí en poco tiempo.

– Yo también -respondió Greenwood.

7

A las dos y veinticinco de la madrugada, después de la visita de Prosker a Greenwood, el tramo de Northern State Parkway en los aledaños de la salida de Utopía Park estaba casi desierto. Un solo vehículo avanzaba por la zona, un camión grande y sucio, con una cabina azul, la carrocería gris y las palabras «Alquiler de camiones Parker» pintadas de blanco dentro de un óvalo, en ambas puertas. El mayor Iko lo había alquilado a través de un ilocalizable intermediario, precisamente esa misma tarde, y en ese momento, con Kelp al volante, se dirigía hacia el este, fuera de Nueva York. Cuando aminoró la marcha para salir, Dortmunder, sentado a su lado, se inclinó hacia adelante para mirar el reloj a la luz del salpicadero y dijo:

– Vamos adelantados cinco minutos.

– En las calles llenas de baches iré más despacio -respondió Kelp-, con todo lo que llevamos atrás.

– No conviene llegar antes de tiempo -dijo Dortmunder.

Kelp dirigió el camión hacia fuera de la autopista y tomó la curva de la rampa de salida.

– Ya sé -contestó-, ya sé.

En la cárcel, en ese preciso momento, también Greenwood estaba mirando su reloj en la oscuridad. Las agujas verdes le indicaban que todavía le quedaba media hora de espera. Prosker le había dicho que Dortmunder y compañía no se moverían hasta las tres. No debería hacer nada con demasiada anticipación para no despertar sospechas.

Veinticinco minutos después, el camión alquilado, con las luces apagadas, se detenía en un estacionamiento a tres manzanas de la cárcel. Las farolas de las esquinas eran la única iluminación en esa zona de Utopía Park, y el cielo nuboso hacía aún más oscura la noche. Apenas si podía uno verse la mano frente a la cara.

Kelp y Dortmunder salieron del camión y, moviéndose con cautela, dieron la vuelta para abrir las puertas de atrás. El interior estaba oscuro como la boca de un lobo. Mientras Dortmunder ayudaba a Chefwick a saltar al asfalto, Murch le alcanzó a Kelp una escalera de tres metros. Kelp y Dortmunder apoyaron la escalera a un lado del camión, mientras Murch le daba a Chefwick un rollo de cuerda gris y su maletín negro. Iban vestidos con ropa oscura y hablaban en susurros.

Dortmunder tomó el rollo de cuerda y subió el primero por la escalera; Chefwick lo siguió. Kelp, al pie de la misma, la sujetó hasta que ambos llegaron al techo del camión, y entonces la izaron. Dortmunder colocó la escalera a lo largo del techo del camión, y luego, él y Chefwick se tumbaron, uno a cada lado, como personajes de Boccaccio flanqueando una espada. Kelp, una vez subida la escalera, rodeó de nuevo el camión y cerró las puertas, luego entró en la cabina, puso el motor en marcha, dirigió lentamente el camión por el estacionamiento y salió a la calle. No encendió las luces delanteras.

En la cárcel, Greenwood miró su reloj y, viendo que eran las tres menos cinco, decidió que había llegado el momento. Se incorporó, se deshizo de las mantas y apareció completamente vestido, aunque sin zapatos. Se los puso y miró unos pocos segundos al hombre que dormía en la litera (el viejo roncaba, con la boca abierta). Greenwood le dio un golpe en la nariz.

Los ojos del viejo se abrieron de repente, redondos y blancos, y durante dos o tres segundos él y Greenwood se miraron fijamente, con las caras a no más de treinta centímetros. Entonces el viejo parpadeó, deslizó la mano por debajo de las mantas para tocarse la nariz y dijo con sorpresa y dolor:

– ¡Ay!

Greenwood, gritando a toda voz, rugió:

– ¡Basta de hurgarse los pies!

El viejo se incorporó. Los ojos se le iban poniendo cada vez más redondos. La nariz le empezaba a sangrar. Dijo:

– ¿Qué? ¿Qué?

Greenwood rugió:

– ¡Y deja de olerte los dedos!

Los dedos del viejo seguían en la nariz, pero los apartó y se los miró: tenían sangre en las yemas.

– Socorro -dijo en voz muy baja, vacilando, como si quisiera asegurarse de que era ésa la palabra que buscaba. Después, aparentemente seguro, soltó una ronca serie de socorros, echando la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos con fuerza y aullando como un terrier-: ¡Socorrosocorrosocorro…! -Etcétera.

– ¡No lo aguanto más! -bramaba Greenwood, con voz de barítono-. ¡Le voy a retorcer el pescuezo!

– ¡Socorrosocorrosocorrosocorro…!

Se encendieron las luces. Los guardas gritaban. Greenwood empezó a lanzar maldiciones y a andar con paso pesado de un lado a otro, blandiendo los puños en el aire. Le arrancó las mantas al viejo, lo envolvió en ellas, se las volvió a quitar. Lo cogió del tobillo y lo empezó a apretar como si fuera el cuello del viejo.

Se oyó un fuerte chirrido metálico, lo cual significaba que el largo barrote de hierro que cruzaba todas las puertas de las celdas de ese lado del pasillo había sido levantado. Greenwood arrancó al viejo de la cama por el tobillo. Procurando no hacerle daño, lo cogió por la garganta con una mano, levantó en alto el otro puño y se quedó en esa postura, gritando como un loco, hasta que se abrió la puerta de la celda y tres guardias se precipitaron dentro de ella.

Greenwood no les facilitó las cosas. No les pegó a ninguno de ellos, porque no quería que le devolvieran el golpe con una porra y lo dejaran inconsciente, pero empujaba al viejo contra los guardias, para impedirles que lo alcanzaran en la estrecha celda y le pusieran las manos encima.

Entonces, de repente, se apaciguó. Soltó al viejo, que rápidamente se sentó en el suelo y empezó a frotarse el cuello, y se quedó allí plantado, con los hombros hundidos y la mirada perdida.

– No sé -decía con voz confusa, meneando la cabeza-. No sé…

Los dos guardias lo agarraron de los brazos.

– Nosotros sí sabemos -dijo uno de ellos. El segundo le dijo, con calma, al tercero-: Se ha vuelto loco. Nunca lo hubiera pensado de él.

No muchas paredes más allá, el camión alquilado rodaba silenciosa y oscuramente para detenerse junto al muro exterior de la cárcel. Había unas torres en ambas esquinas del muro y mucha luz en otras partes, como, por ejemplo, alrededor de la entrada principal y junto al patio de recreo, pero en aquella zona todo era silencio y oscuridad -esta última interrumpida intermitentemente por un reflector que desde el interior del recinto recorría con su haz de luz la superficie del muro-, por la sencilla razón de que no había ni celdas ni entradas en esa parte del muro. Al otro lado del muro, según los mapas de Greenwood, se hallaban los edificios que albergaban la planta de la calefacción, la lavandería, las cocinas y los comedores, la capilla, varios cobertizos de almacén y cosas así. Ninguna parte del muro estaba totalmente desprotegida, pero la vigilancia en aquella zona era más superficial. Además, con una población de reclusos tan transitoria como la de Utopía Park, las tentativas de fuga eran escasas.

Tan pronto como el camión se detuvo, Dortmunder se levantó y apoyó la escalera contra la pared. Llegaba casi hasta arriba. Subió rápidamente, mientras Chefwick la mantenía firme, y una vez arriba se puso a atisbar, esperando el haz de luz del reflector. La luz se aproximaba, mostrándole la disposición de los techos de los edificios, que coincidía con los planos de Greenwood. Dortmunder se apartó, antes de que la trayectoria del haz de luz pasara por donde había estado su cabeza. Bajó la escalera y susurró:

– Todo en orden.

– Bien -susurró Chefwick.

Dortmunder dio una ligera sacudida a la escalera para asegurarse de que se mantendría firme aunque nadie la sujetara en la base, y luego volvió a subir, esta vez con Chefwick siguiéndole de cerca. Dortmunder llevaba el rollo de cuerda al hombro y Chefwick portaba su maletín negro. Chefwick se movía con una agilidad sorprendente para un hombre de su apariencia.

Una vez arriba, Dortmunder desplegó la cuerda y la fijó por un extremo en un gancho de metal. La cuerda tenía nudos y colgaba hasta unos dos metros del suelo. Dortmunder la sujetó a la parte superior de la pared con el gancho y tiró con fuerza para asegurarse de que la trabazón fuera sólida. Y lo era.

Tan pronto como la luz del reflector pasó por segunda vez, Dortmunder subió rápidamente hasta arriba de la escalera y se sentó a horcajadas sobre la pared, un poco a la derecha. Chefwick se apresuró tras él, algo incómodo por su maletín negro, y se sentó también a horcajadas sobre la pared, un poco a la izquierda, frente a Dortmunder. Ambos tendieron las manos hacia abajo, cogieron la escalera por el último travesaño y la izaron hasta apoyarla contra la pared, para luego deslizarse del otro lado. Unos dos metros y medio más abajo había una azotea alquitranada, sobre la lavandería de la cárcel. Apoyaron la escalera en la azotea y Dortmunder pasó gateando. Cogió el maletín negro de manos de Chefwick y se apresuró a bajar a la escalera. Chefwick se arrastró tras él. Pusieron la escalera junto a una pared baja que limitaba el techo y luego se recostaron sobre ella para ocultarse en la sombra de la pared la próxima vez que pasara la luz del reflector.

Afuera, Kelp se había quedado junto al camión. Entrecerrando los ojos podía ver a Dortmunder y a Chefwick. Los divisó vagamente, acurrucados en la escalera, cuando el haz del reflector pasó a lo largo de la pared, pero a la vez siguiente ya habían desaparecido. Inclinó la cabeza, satisfecho, subió al camión y se fue de allí, siempre con las luces apagadas.

Dortmunder y Chefwick, entretanto, usaban la escalera para bajar del techo de la lavandería al suelo. La dejaron a un lado, en el suelo, y corrieron hacia el edificio central de la penitenciaría, que se erigía frente a ellos en la oscuridad. En una ocasión tuvieron que ocultarse detrás de una pared, para dejar que la luz del reflector pasara, pero después corrieron hasta el edificio, encontraron la puerta en donde se suponía que debía estar y Chefwick se sacó del bolsillo las dos herramientas que iba a necesitar para abrirla. Se puso a trabajar mientras Dortmunder vigilaba.

Dortmunder vio que la luz del reflector volvía de nuevo, en su recorrido por la fachada del edificio.

– Date prisa -susurró; oyó un clic, se volvió y vio la puerta abierta.

Se colaron dentro y cerraron la puerta, antes de que la luz del reflector volviera a pasar.

– Cierra -susurró Dortmunder.

– Ahora llevaré mi maletín -susurró Chefwick. Estaba muy tranquilo.

El cuarto donde habían entrado estaba totalmente a oscuras, pero Chefwick conocía tan bien el contenido de su maletín que no necesitaba luz. Se agachó, lo abrió, metió las dos herramientas en sus correspondientes fundas, sacó otras dos, cerró el maletín, se levantó y dijo:

– Muy bien.

Unas cuantas puertas más allá, Greenwood decía:

– Me estoy tranquilizando, no se preocupen. Me estoy tranquilizando.

– No estamos preocupados -respondió uno de los guardias. Habían necesitado un buen rato para aclarar algo de lo sucedido. Después de que Greenwood se calmara repentinamente, los guardias intentaron averiguar qué había pasado, qué había sido todo aquello, pero todo lo que el viejo pudo hacer fue farfullar y señalar a Greenwood, y todo lo que éste quiso hacer fue quedarse quieto con la mirada vaga, sacudir la cabeza y decir: «Realmente, no sé nada más».

Entonces, el viejo dijo la palabra mágica, pies, y Greenwood estalló de nuevo.

Tuvo mucho cuidado en su forma de hacerlo. No hizo ningún derroche físico, se limitó a chillar, aullar y agitarse un poco. Siguió así mientras los guardas lo sujetaban de los brazos, pero cuando oyó que hablaban de aplicarle anestesia en la cabeza, empezó a calmarse y a mostrarse muy razonable. Explicó lo de los pies del viejo de forma muy lúcida, como si pensara que si conocieran la situación estarían de acuerdo con él.

Lo que hicieron fue darle cuerda: justo lo que él quería. Y cuando uno de ellos dijo: «Bueno, amigo, ¿por qué no te buscas otro lugar para dormir?», Greenwood sonrió con verdadero placer. Sabía dónde le llevarían ahora, a una de las celdas de arriba, en un ala del hospital. Allí podría calmarse hasta mañana, para que después lo viera el médico.

Eso fue lo que pensaron.

Greenwood le dirigió un sonriente adiós al viejo, mientras éste se llevaba un calcetín a la nariz, que seguía sangrando, y salió caminando entre los guardias. Les aseguró que iría con ellos tranquilamente, y ellos le aseguraron que eso no les preocupaba.

La primera parte del itinerario fue la misma que cuando fue a ver a Prosker. Caminaron por el corredor metálico, bajaron por la escalera metálica de caracol, recorrieron otro corredor metálico, cruzaron dos puertas que abrió alguien desde afuera y que se cerraron de nuevo tras ellos. Después la ruta cambió: bajaron por un largo corredor marrón, doblaron una esquina y llegaron a un lugar agradable y tranquilo, donde dos hombres, vestidos de negro, con capuchas negras sobre la cabeza y revólveres negros en la mano, salieron de un portal y dijeron:

– Que nadie haga el menor ruido.

Los guardias miraron a los encapuchados y parpadearon de asombro. Uno de ellos dijo:

– Están locos.

– No lo crea -respondió Chefwick. Dio un paso hacia un lado del portal y agregó-: Por aquí, caballeros.

– No disparen -suplicó el segundo guardia-. El ruido los delataría.

– Para eso tenemos silenciadores -contestó Dortmunder-. Es esta cosa que parece una granada de mano, aquí, en el cañón del revólver. ¿Quiere oírlo?

– No -dijo el guarda.

Entraron todos en el cuarto y Greenwood cerró la puerta. Utilizaron los cinturones de los guardas para atarles las manos, y los faldones de las camisas para amordazarlos. El cuarto en el que se encontraban era pequeño y cuadrado, era una oficina con un escritorio metálico. Había un teléfono sobre el escritorio, pero Dortmunder cortó el cable.

Cuando salieron de la oficina, Chefwick cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Dortmunder preguntó a Greenwood:

– ¿Por aquí? -Los tres bajaron a paso ligero por el corredor y cruzaron una pesada puerta metálica que había estado cerrada durante muchos años antes de que Chefwick llegara. Chefwick había dicho en cierta ocasión: «Las cerraduras de las cárceles están pensadas para mantener a la gente dentro, no fuera. La parte externa de esas puertas es mucho más fácil de abrir, es donde están todos los cerrojos, las cadenas y todos los engranajes».

Desandaron el camino que Dortmunder y Chefwick habían hecho para entrar. Encontraron cuatro puertas más en el trayecto; Chefwick las había abierto todas durante el trayecto de entrada y las cerró durante el trayecto de vuelta. Por fin salieron del edificio y esperaron allí, apiñados alrededor del portal, mirando hacia el cubo negro de la lavandería, al otro lado del camino. Dortmunder comprobó su reloj; eran las tres y veinte.

– Cinco minutos -murmuró.

A cuatro calles de allí, Kelp miró su reloj, vio que eran las tres y veinte y salió de la cabina del camión otra vez. Ya se había acostumbrado al hecho de que la luz interior no se encendiera cuando él abría la puerta; él mismo había aflojado la bombilla antes de salir de la ciudad. Cerró la puerta despacio, rodeó el camión y abrió las puertas traseras.

– Colócalo -le susurró a Murch.

– Bien -susurró Murch, y empezó a empujar fuera del camión una larga tabla. Kelp la agarró por un extremo y la bajó al suelo, con lo que quedó apoyada en el ángulo trasero de la carrocería, como un plano inclinado. Murch empujó fuera otra tabla y Kelp la alineó junto a la otra, dejando un espacio de un metro y medio entre ambas.

Habían elegido la zona más industrial de Utopía Park para esa etapa del plan. Las calles directamente contiguas a la cárcel albergaban casas ruinosas, pero a partir de dos o tres manzanas más el vecindario empezaba a cambiar. Hacia el norte y el este se extendían barrios residenciales, cuyo aspecto mejoraba con la distancia, y hacia el oeste había un barrio pobre que empeoraba progresivamente hasta convertirse en un suburbio miserable que acababa en unos cementerios de coches. Pero al sur estaba el Utopía Park industrial. Manzana tras manzana, allí sólo había edificios bajos de ladrillo donde se fabricaban gafas de sol, se embotellaban bebidas sin alcohol, se cambiaban neumáticos, se imprimían periódicos, se confeccionaban vestidos, se rotulaban letreros, se tapizaba. No había tránsito nocturno ni transeúntes, y el coche de la policía hacía su ronda una vez cada hora. Durante la noche lo único que había por allí, aparte de las fábricas, eran cientos de camiones estacionados frente a ellas. Calle arriba y calle abajo, nada más que camiones: con los parachoques abollados, y sus grandes morros; pesados, oscuros, vacíos y mudos. Camiones.

Kelp había estacionado el suyo entre los demás camiones, para hacerlo pasar desapercibido. Lo había aparcado justo al lado de una boca de riego. Así dispondrían de más espacio por detrás del camión, porque aparte de ese hueco libre, el resto de la manzana estaba abarrotado. Kelp tuvo que dar vueltas por una media docena de calles antes de encontrar este sitio, y le gustó.

Ahora, con esas dos tablas dispuestas en plano inclinado desde el camión hasta el pavimento, Kelp subió a la acera y esperó. Murch había desaparecido otra vez en la oscuridad del camión y un minuto después surgió de dentro del camión la repentina vibración de un motor que se ponía en marcha. Roncó durante breves segundos, luego empezó a ronronear suavemente y por fin asomó fuera del camión el capó de un Mercedes-Benz 250SE descapotable casi nuevo, color verde oscuro. Kelp se había hecho con él esa misma tarde en Park Avenue, cerca de la Calle 60. Como no iban a usarlo mucho tiempo, aún llevaba las credenciales del médico. Kelp había decidido perdonar a los médicos.

Las tablas se curvaron bajo el peso del coche. Murch, tras el volante, recordaba a Gary Cooper maniobrando su Grumman para posarlo en el portaaviones. Moviendo la cabeza como Cooper acostumbraba a hacerlo ante la tripulación, apretó el acelerador y el Mercedes-Benz salió con las luces encendidas.

Murch se había pasado un buen rato inactivo en la parte trasera del camión, leyendo el manual que había encontrado en la guantera, y quería comprobar si era cierto que el coche podía alcanzar una velocidad de doscientos kilómetros por hora. Ahora no podría hacerlo, pero a la vuelta quizá encontrase una buena recta para averiguarlo.

En la cárcel, Dortmunder consultó su reloj otra vez, comprobó que habían pasado cinco minutos y dijo:

– Ahora.

Los tres cruzaron a la carrera el espacio abierto en dirección a la lavandería; la luz del reflector había pasado justo antes de que se pusieran en marcha.

Dortmunder y Chefwick levantaron la escalera y Greenwood subió primero. Cuando llegaron al techo, izaron la escalera tras ellos, se pusieron a cubierto junto a la pared baja y contuvieron la respiración mientras pasaba la luz del reflector. Después se levantaron y llevaron la escalera hasta el muro exterior. Esta vez fue Chefwick quien subió primero. Cargando su maletín negro, llegó hasta arriba y bajó por la cuerda, ayudándose con las dos manos y llevando el maletín negro sujeto con los dientes. Greenwood y Dortmunder lo seguían. Dortmunder se puso a horcajadas sobre la pared y empezó a izar la escalera. La luz del reflector volvía.

Chefwick se dejó caer al suelo en el preciso instante en que Murch llegaba en el descapotable. Chefwick cogió el maletín (los dientes le dolían por el excesivo esfuerzo) y saltó a su asiento. Las luces interiores del coche no habían sido preparadas, así que debían evitar abrir las puertas.

Greenwood ya bajaba por la cuerda y Dortmunder aún estaba izando la escalera. La luz del reflector llegó hasta él, lo bañó en un halo mágico, pasó, paró de súbito y vibró. Dortmunder se esfumó, pero la escalera empezó a caer y se estrelló contra el techo de la lavandería con gran estrépito.

Entretanto, Greenwood había alcanzado el suelo y saltó al asiento delantero del descapotable. Chefwick ya se había instalado en el de atrás. Dortmunder descendía por la cuerda a toda velocidad.

El aullido de una sirena empezó a sonar, cada vez más fuerte.

Dortmunder saltó desde la pared, dejó caer la cuerda, trepó al otro asiento trasero del descapotable y gritó:

– ¡Vamos!

Murch apretó el acelerador.

Comenzaban a sonar sirenas por todos lados. Kelp, de pie junto al camión con una linterna apagada en las manos, empezó a morderse el labio inferior.

Murch había encendido las luces delanteras, porque ahora iba demasiado rápido como para depender de las ocasionales farolas de la calle. Tras ellos, la cárcel estaba empezando a despertar, como si fuera un volcán en erupción. En cualquier momento se pondría a vomitar coches de policía.

Murch tomó una curva sobre dos ruedas. Sabía que tenía por delante una recta durante tres manzanas y pisó el acelerador a fondo.

Todavía existen lecheros que se levantan muy temprano por la mañana para hacer el reparto de la leche. Uno de ellos, inmóvil ante el volante, había detenido su furgoneta blanca en pleno cruce. Miró a la izquierda y vio acercarse unas luces demasiado rápido como para poder reaccionar. Dio un grito y se lanzó en medio de sus botellas de leche, causando un inmenso estropicio.

Murch esquivó la inmóvil furgoneta del lechero, como si fuera un esquiador en un eslalon, y siguió con el acelerador apretado hasta el fondo. Muy pronto iba a tener que frenar, y el velocímetro no había llegado a ciento noventa todavía.

Malo. Ahora tendría que frenar o acelerar aún más. Soltó el acelerador y dio unos golpecitos en el freno. Los frenos de disco accionaron sobre las cuatro ruedas.

Con el ruido de las sirenas, Kelp no oyó el motor, pero sí pudo oír el chirrido de los neumáticos. Miró hacia la esquina y vio cómo el descapotable se deslizaba oblicuamente y brincaba hacia adelante como Jim Brown llegando a la meta.

Kelp encendió la linterna y la agitó como un loco. ¿Acaso Murch no lo veía? El descapotable parecía cada vez más grande.

Murch sabía lo que hacía. Mientras sus acompañantes se agarraban a los asientos y entre sí, avanzó como un rayo, dio unos toques al freno y, en un preciso y exacto instante, rozó con el codo el volante, justo lo suficiente, subió por las tablas y, ya en el interior de la caja del camión, volvió a pisar el freno y detuvo el coche, a cinco centímetros del fondo. Apagó el motor y las luces.

Kelp, mientras tanto, había guardado la linterna y metió de nuevo las tablas en el camión. Cerró de golpe una de las puertas. Unas manos lo ayudaron a subir y luego se cerró la otra puerta.

Durante medio minuto no se oyó ni un solo ruido en la oscuridad de la caja del camión, salvo el jadeo de cinco personas. Después, Greenwood dijo:

– Tenemos que volver. Me olvidé el cepillo de dientes.

Al oír la broma todos rieron, pero con una risa nerviosa. No obstante, eso los ayudó a distender los nervios. Murch encendió de nuevo las luces delanteras del coche, puesto que ya habían comprobado que ninguna luz podría verse desde fuera del camión, y entonces se dieron apretones de manos por el trabajo bien hecho.

Se tranquilizaron cuando oyeron a un coche patrulla pasar de largo, con la sirena aullando, y entonces Kelp dijo:

– Caliente, caliente… -Y todos rieron de nuevo, ahora con una risa de oreja a oreja.

Lo habían conseguido. De ahí en adelante todo resultaría más sencillo. Esperarían en el camión hasta las seis más o menos, y entonces Kelp saldría para ir a la cabina y conducirlos lejos de allí. Era improbable que los hicieran parar, pero aun en ese caso llevaban todos los papeles en regla. Tenían el contrato del camión, el permiso de conducir, aparentemente legal, y cualquier tipo de identificación que pudieran precisar, y la razón para estar fuera de casa sonaba convincente. En un lugar tranquilo de Brooklyn sacarían el descapotable del camión y lo dejarían con las llaves puestas, tentador, cerca de una escuela de artes y oficios. El camión sería conducido a Manhattan y dejado en el garaje, donde el asistente del mayor Iko lo retiraría para devolverlo a la agencia de alquiler.

Todos se sentían a gusto, contentos y aliviados en el descapotable. Contaron chistes y al cabo de un rato Kelp sacó un mazo de cartas y se pusieron a jugar al póquer, apostando fuertes sumas.

Alrededor de las cuatro, Kelp dijo:

– Bueno, mañana iremos a buscar el diamante y cobraremos nuestra paga.

Greenwood respondió:

– Podemos empezar a ocuparnos de eso mañana. Dame tres cartas -pidió a Chefwick, que estaba repartiendo cartas muy buenas.

Todos se quedaron callados. Dortmunder preguntó a Greenwood:

– ¿Qué quieres decir con que podemos empezar a ocuparnos de eso?

Greenwood se encogió de hombros, nervioso:

– Bueno, no va a ser tan fácil.

– ¿Por qué no? -preguntó Dortmunder.

Greenwood se aclaró la garganta. Miró a su alrededor con una turbada sonrisa:

– Porque lo escondí en la comisaría -dijo.

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