Capítulo 1

Sarah Sloane entró en el salón de baile del Ritz-Carlton, en San Francisco, y le pareció que tenía un aspecto fantástico. Las mesas estaban cubiertas con manteles adamascados de color crema; los candelabros de plata, la cubertería y el cristal relucían. Los habían alquilado a un proveedor externo que había donado su uso para esa noche y que ofrecía una selección de mayor calidad que la de los utensilios del hotel. Los platos tenían el borde dorado. Había pequeños obsequios para los invitados, envueltos en papel plateado, en cada asiento. Un calígrafo había escrito los menús en un grueso papel ahuesado y los habían colocado en pequeños soportes de plata. Las tarjetas con el nombre, decoradas con unos diminutos ángeles dorados, ya estaban dispuestas según el croquis de Sarah, cuidadosamente estudiado. Las tres hileras de mesas doradas de los patrocinadores estaban en la parte frontal de la sala, con las mesas de plata y de bronce detrás de ellas. Había un elegante programa en cada asiento, junto con el catálogo de la subasta y una paleta de puja numerada.

Sarah había organizado el acontecimiento con el mismo esmero y meticulosidad con que lo hacía todo, y de la misma manera en que había dirigido actos benéficos similares en Nueva York. A cada detalle le había dado un toque personal y, al mirar las rosas de color marfil que había en cada mesa, rodeadas de cintas doradas y plateadas, se dijo que parecía más una boda que una gala benéfica. Se las había procurado el mejor florista de la ciudad, a un tercio del coste normal. Saks iba a ofrecer un desfile de moda y Tiffany enviaría a sus modelos para que exhibieran sus joyas y se pasearan entre la multitud.

Se celebraría una subasta de artículos de alto precio que incluían joyas, viajes a lugares exóticos, actividades deportivas, posibilidad de conocer y saludar a algunas celebridades y un Range Rover negro que estaba aparcado delante del hotel con un enorme lazo dorado encima. Alguien iba a sentirse muy feliz conduciendo aquel coche de vuelta a casa al final de la noche. Pero todavía serían más felices en la unidad neonatal del hospital en cuyo beneficio se celebraba la gala. Era el segundo baile que Sarah organizaba y dirigía para Smallest Angels. El primero había recaudado más de dos millones de dólares, sumando el precio de la entrada, la subasta y las donaciones. Aquella noche esperaba llegar a los tres millones.

Las destacadas actuaciones que ofrecían les ayudarían a alcanzar su objetivo. Una orquesta de baile que tocaría a intervalos durante toda la noche. La hija de un importante magnate hollywoodiense era miembro del comité organizador. Su padre había conseguido que actuara Melanie Free, lo cual les permitía cobrar unos precios elevados tanto para las entradas individuales como para las mesas de los patrocinadores. Melanie había ganado un Grammy tres meses atrás y sus actuaciones individuales, como esta, solían cotizarse a un millón y medio. En este caso actuaría sin cobrar. Lo único que Smallest Angels tenía que hacer era pagar los costes de producción, que eran bastante altos. Los gastos del viaje, la comida y el alojamiento de los encargados de transportar y montar el equipo y de la orquesta ascendían a trescientos mil dólares, lo cual era una ganga, considerando de quién se trataba y del efecto sísmico de sus actuaciones.

Todos se quedaron impresionados al recibir la invitación y ver quién actuaba. Melanie Free era la artista musical más en boga del momento en todo el país y era deslumbrante. Tenía diecinueve años y su carrera en los dos últimos había sido meteórica debido a sus constantes éxitos. Su reciente Grammy era la guinda del pastel, y Sarah le agradecía que siguiera dispuesta a participar en su gala benéfica sin cobrar nada. Lo que más miedo le daba era que Melanie cancelara en el último minuto. En las actuaciones gratuitas, muchas estrellas y cantantes decidían no presentarse solo unas horas antes del momento previsto. Pero el agente de Melanie había jurado que ella estaría allí. Prometía ser una noche apasionante; además, toda la prensa cubriría la gala. El comité se las había arreglado, incluso, para hacer que algunas estrellas volaran desde Los Ángeles para estar presentes, y todos los miembros relevantes de la sociedad local habían comprado entradas. En los dos últimos años, había sido la gala benéfica más importante y productiva de San Francisco y, según decían todos, la más divertida.

Sarah había promovido la gala benéfica como resultado de su experiencia personal con la unidad neonatal que había salvado a su hija Molly tres años atrás, cuando nació prematuramente tres meses antes de lo previsto. Era el primer hijo de Sarah. Durante el embarazo todo parecía ir bien. Sarah tenía un aspecto fabuloso y se sentía de maravilla y, con treinta y dos años, daba por sentado que no habría ningún problema, hasta que una noche lluviosa se puso de parto y no pudieron detenerlo. Molly nació al día siguiente y pasó dos meses en una incubadora en la UCI neonatal, mientras Sarah y su marido, Seth, permanecían allí, impotentes. Sarah había permanecido día y noche en el hospital; habían salvado a Molly y no le habían quedado secuelas ni daños. Ahora, con tres años, era una niña feliz y activa, lista para empezar el preescolar en otoño.

El segundo hijo de Sarah, Oliver, «Ollie», había nacido el verano anterior sin ningún problema. Ahora era un pequeño de nueve meses, encantador, regordete y muy simpático. Sus hijos eran la alegría de Sarah y de su esposo. Era una mamá a jornada completa y su única actividad seria, aparte de esa, era organizar esta gala benéfica cada año. Exigía una cantidad de trabajo y de organización enorme, pero se le daba muy bien.

Sarah y Seth se conocieron en la Escuela de Negocios de Stanford seis años atrás, tras abandonar Nueva York. Se casaron en cuanto se graduaron y se quedaron en San Francisco. Seth consiguió trabajo en Silicon Valley y, justo después del nacimiento de Molly, puso en marcha sus propios fondos de alto riesgo. Sarah decidió no incorporarse al mercado laboral. Se quedó embarazada de Molly en su noche de bodas y prefirió estar en casa, con sus hijos. Antes de ir a Stanford, había pasado cinco años trabajando de analista en Wall Street, Nueva York. Pero ahora quería disfrutar unos años de la maternidad a tiempo completo. A Seth le había ido tan bien con sus fondos de alto riesgo que no había ninguna razón para que volviera a trabajar.

A los treinta y siete años, Seth había amasado una considerable fortuna y era uno de los astros jóvenes más brillantes en el cielo de la comunidad financiera, tanto en San Francisco como en Nueva York. Habían comprado una gran casa de ladrillos muy bonita en Pacific Heights, con vistas a la bahía, y la habían llenado de arte contemporáneo: Calder, Ellsworth Kelly, De Kooning, Jackson Pollock y un puñado de desconocidos pero prometedores artistas. Sarah y Seth disfrutaban plenamente de su vida en San Francisco. Les había resultado fácil trasladarse, ya que Seth había perdido a sus padres hacía unos años y los de Sarah se habían ido a vivir a las Bermudas, así que ya no tenían unos lazos familiares fuertes con Nueva York. Para todos, en ambas costas, era evidente que Sarah y Seth habían ido allí para quedarse; además, suponían una aportación maravillosa a la escena económica y social de la ciudad. Incluso un fondo de alto riesgo, competidor, le había ofrecido un puesto a Sarah, pero ella solo deseaba pasar el tiempo con Oliver y Molly… y con Seth, cuando estaba libre. Acababa de comprarse un avión, un G5, y volaba a Los Ángeles, Chicago, Boston y Nueva York con frecuencia. Tenían una vida dorada, que mejoraba de año en año. Aunque tanto Seth como ella habían nacido y se habían criado en una situación acomodada, ninguno de los dos había gozado de la vida de lujo de que disfrutaban ahora. De vez en cuando, Sarah sentía cierta preocupación porque quizá estaban gastando demasiado dinero, con una mansión fabulosa en Tahoe, además de la casa en la ciudad y el avión privado. Pero Seth insistía en que todo iba bien. Decía que la clase de dinero que estaba ganando era para disfrutarlo. Y no había ninguna duda de que él lo disfrutaba.

Seth llevaba un Ferrari y Sarah un Mercedes familiar, perfecto para ella, con dos niños, aunque tenía el ojo puesto en el Range Rover que iban a subastar aquella noche. Le había dicho a Seth que lo encontraba realmente bonito. Y, sobre todo, era por una buena causa que a los dos les importaba sinceramente. Al fin y al cabo, la unidad neonatal había salvado la vida de Molly. En un hospital con inferior tecnología y menos avanzado médicamente, su adorable niña de tres años ahora no estaría viva. Para Sarah era muy importante corresponder organizando la gala, que había sido idea suya. El comité les entregaba una cantidad enorme después de pagar los gastos de la noche. Seth había empezado con una donación de doscientos mil dólares en nombre de los dos. Sarah estaba muy orgullosa de él. Siempre lo había estado y seguía estándolo. Era la estrella más luminosa de su cielo y, después de cuatro años de matrimonio y dos hijos, seguían muy enamorados. Incluso estaban pensando en tener un tercer hijo. Durante los tres últimos meses había estado abrumada de trabajo organizando la gala. Iban a alquilar un yate en Grecia, en agosto, y Sarah pensaba que sería el momento perfecto para quedarse embarazada de nuevo.

Rodeó lentamente cada mesa del salón de baile para volver a comprobar los nombres de las tarjetas con su lista. Parte del éxito del baile de Smallest Angels se debía a que estaba organizado con un gusto exquisito. Era un acontecimiento de primer orden. Mientras se dirigía hacia las mesas de plata, después de comprobar las de oro, encontró dos errores y cambió las tarjetas con expresión grave. Acababa de inspeccionar la última mesa y se disponía a comprobar las bolsitas con los obsequios para los asistentes, que seis de los miembros del comité estaban llenando para entregarlas al final de la noche, cuando la vicepresidenta de la gala se le acercó desde el otro lado del salón con cara de entusiasmo. Era guapa, una rubia alta casada con el consejero delegado de una importante empresa. Era su esposa trofeo, había sido modelo en Nueva York y tenía veintinueve años. No tenía hijos ni pensaba tenerlos. Había querido estar en el comité con Sarah porque la gala era muy importante y divertida. Se lo había pasado en grande ayudándola a organizarlo todo y las dos se llevaban bien. Sarah tenía el pelo tan oscuro como rubio era el de Ángela. Lucía una melena larga, lisa, de color castaño oscuro, una piel marfileña y unos enormes ojos verdes. Era una mujer muy guapa, incluso con el pelo recogido en una cola de caballo, sin maquillaje y vestida con una camiseta, vaqueros y sandalias. Era poco más de la una, pero seis horas más tarde las dos habrían experimentado una transformación. Aunque de momento estaban muy ocupadas.

– ¡Está aquí! -susurró Ángela con una enorme sonrisa.

– ¿Quién? -preguntó Sarah apoyando la carpeta en la cadera.

– ¡Ya sabes quién! ¡Melanie, por supuesto! Acaban de llegar. La he acompañado a su habitación. -Sarah se sintió aliviada al ver que habían llegado a tiempo en el avión privado que el comité había fletado para traerla a ella y a su séquito desde Los Ángeles. Los músicos y los encargados del equipo habían viajado en un vuelo comercial y hacía dos horas que estaban en sus habitaciones del hotel. Melanie, su mejor amiga, su mánager, su secretaria, su peluquero, su pareja y su madre habían volado en el avión alquilado.

– ¿Qué tal es? -preguntó Sarah con aire preocupado.

Habían recibido una lista con todo lo que pedía, que incluía botellas de agua Calistoga, yogur bajo en calorías, una docena de alimentos ecológicos y una caja de champán Cristal. La lista ocupaba veintiséis hojas y recogía todas sus necesidades personales, las preferencias en comida de su madre, incluso la cerveza que bebía su pareja. También había otras cuarenta páginas relativas a todo lo que necesitarían los músicos y todo el equipo eléctrico y de sonido en el escenario. El día anterior, a medianoche, había llegado el piano de cola, de dos metros y medio de largo, que exigía para su actuación. Tenía previsto ensayar con sus músicos a las dos de la tarde. Todos tenían que haber abandonado el salón para entonces, razón por la cual Sarah terminaría su ronda a la una.

– Estupenda. El chico es un poco raro y su madre me ha dado un susto de muerte, pero su amiga es un encanto. Melanie es guapa de verdad y muy agradable.

Sarah había tenido la misma impresión la única vez que habló con ella por teléfono. Sarah había tratado casi siempre con su mánager, pero había insistido en llamar a Melanie personalmente para agradecerle que participara en su gala. Y ahora había llegado el gran día. Melanie no había cancelado con ellos para actuar en algún otro sitio, el avión no se había estrellado y todos habían llegado puntualmente. Hacía más calor de lo habitual. Era una tarde soleada de mediados de mayo. En realidad, hacía un calor bochornoso, lo cual era raro en San Francisco; parecía más un día de verano en Nueva York. Sarah sabía que no duraría mucho, pero cuando las noches eran cálidas siempre se creaba un ambiente festivo en la ciudad. Lo único que no le gustaba era que le habían dicho que esos días estaban considerados «tiempo de terremotos» en San Francisco. Le tomaban el pelo, claro, pero de todos modos no le gustaba. Los terremotos eran lo único que le preocupaba de la ciudad desde que se habían trasladado, pero todos le aseguraban que raramente se producían y que, cuando lo hacían, eran leves. En los seis años que llevaban en la zona de la bahía todavía no había percibido ninguno. Así que, cuando le dijeron lo del «tiempo de terremotos», no hizo caso. Tenía otras cosas de que preocuparse en aquellos momentos, por ejemplo de su cantante estrella y su séquito.

– ¿Te parece que debería subir a verla? -preguntó a Ángela. No quería entrometerse pero tampoco parecer grosera por no ocuparse de ellos-. Pensaba recibirla aquí, a las dos, cuando baje para el ensayo.

– Puedes asomarte y decirle hola.

Melanie y su equipo ocupaban dos grandes suites y otras cinco habitaciones en la planta club, todas cedidas gratuitamente por cortesía del hotel. Estaban encantados de que la gala se celebrara allí y le ofrecieron al comité un total de cinco suites, sin cargo, para las estrellas, y quince habitaciones y suites júnior para los VIP. Los músicos y los encargados del equipo se alojaban un piso más abajo, en habitaciones de menos categoría cuyo coste el comité tenía que incluir en el presupuesto de la gala y que pagaría con los beneficios de la noche.

Sarah asintió, se guardó la carpeta en el bolso y echó una ojeada a las mujeres que llenaban las bolsitas de regalo con obsequios caros de diversas tiendas. Un momento después, estaba en el ascensor de camino a la planta club. Seth y ella también tenían una habitación allí, así que utilizó su llave del ascensor. Era la única manera de llegar hasta el piso. Seth y ella habían decidido que sería más fácil vestirse en el hotel que ir a casa y volver corriendo. La canguro había estado de acuerdo en quedarse toda la noche con los niños, lo cual proporcionaba una fantástica noche libre para Sarah y Seth. Tenía muchas ganas de que llegara la mañana siguiente, cuando podrían quedarse en la cama, pedir que les llevaran el desayuno y charlar sobre el evento de la noche anterior. Pero, por el momento, solo esperaba que todo fuera bien.

En cuanto salió del ascensor, Sarah vio el enorme salón de la planta club. Había pastelitos, sándwiches y fruta, botellas de vino y un pequeño bar. Había cómodos sillones, mesas, teléfonos, un gran surtido de periódicos, una pantalla de televisión gigante y dos azafatas sentadas a una mesa para ayudar a los huéspedes en todo lo que necesitaran, desde facilitarles reservas para la cena, responder a preguntas sobre la ciudad, darles indicaciones, conseguirles manicuras, masajes y cualquier cosa que se les antojara. Sarah les preguntó cómo llegar a la habitación de Melanie y luego siguió avanzando por el pasillo. Para evitar problemas de seguridad y líos con las fans, Melanie estaba registrada como Hastings, el nombre de soltera de su madre. Lo hacían en todos los hoteles, igual que otras estrellas que raramente daban su nombre real.

Sarah llamó suavemente a la puerta de la suite, cuyo número le había dado la azafata del salón. Podía oír música en el interior; al cabo de un momento le abrió la puerta una mujer baja y corpulenta vestida con un top sin espalda y vaqueros. Llevaba un cuaderno amarillo en la mano, un bolígrafo metido entre el pelo y sostenía un traje de noche.

– ¿Pam? -preguntó Sarah, y la mujer sonrió y asintió-. Soy Sarah Sloane. Solo venía a saludaros.

– Entra -dijo Pam alegremente.

Sarah la siguió hasta el pequeño salón de la suite y se encontró en medio del caos. En el suelo había media docena de maletas abiertas y su contenido se desbordaba por todas partes. Una de ellas estaba llena de vestidos ceñidos. De las otras salían botas, vaqueros, bolsos, tops, blusas, una manta de cachemira y un osito de peluche. Parecía como si un conjunto de coristas hubiera tirado sus pertenencias de cualquier forma. Sentada en el suelo, junto a las maletas, estaba una joven rubia con aspecto de elfo. Levantó la cara, miró a Sarah y luego continuó revolviendo en una de las maletas, claramente en busca de algo en concreto. No parecía tarca fácil encontrar nada entre aquellos montones de ropa.

Sarah miró alrededor, sintiéndose fuera de su elemento, y entonces la vio: Melanie Free estaba tumbada en el sofá con ropa de gimnasia y la cabeza apoyada en el hombro de su pareja. Él estaba muy ocupado con el mando a distancia en una mano y una copa de champán en la otra. Era guapo; Sarah sabía que era actor y que hacía poco que había dejado un programa de televisión de éxito debido a un problema con las drogas. Recordaba vagamente que acababa de salir de rehabilitación; parecía sobrio cuando le sonrió a Sarah, pese a la botella de champán que había en el suelo, junto a él. Se llamaba Jake. Melanie se levantó para saludar a Sarah. Sin maquillaje parecía todavía más joven de lo que era. Aparentaba tener dieciséis años, con su pelo rubio dorado, largo y liso. Su novio lo tenía negro como el azabache y peinado de punta. Antes de que Sarah pudiera decir una palabra apareció de la nada la madre de Melanie y le estrechó la mano hasta casi hacerle daño.

– Hola, soy Janet. La madre de Melanie. Nos encanta estar aquí. Gracias por conseguirnos todo lo de la lista. A mi niña le encanta encontrar todo lo que le gusta, ya sabes lo que pasa -dijo con una sonrisa amplia y cordial. Se conservaba bien a pesar de que tenía entre cuarenta y cincuenta años; seguramente había sido guapa en otros tiempos, aunque debía de haber tenido días mejores. Pese a su agraciada cara, se le habían ensanchado las caderas. Su «niña» todavía no había dicho palabra. No había tenido ninguna oportunidad en medio de la cháchara de su madre. Janet Hastings llevaba el pelo teñido de un rojo vivo. El color era agresivo, sobre todo al lado del rubio pálido de Melanie y de su aspecto casi infantil.

– Hola -saludó Melanie en voz baja. No parecía una estrella, solo una tierna adolescente.

Sarah estrechó la mano a las dos mientras la madre de Melanie seguía hablando; dos mujeres cruzaron la estancia, y Jake se levantó y anunció que se iba al gimnasio.

– No quiero molestar. Dejaré que os instaléis -dijo Sarah a Melanie y a su madre, y luego miró directamente a Melanie-: ¿Sigue en pie el ensayo de las dos?

Melanie asintió y luego miró a su secretaria; en ese momento, su mánager habló desde la puerta:

– Los músicos dicen que estarán preparados para montarlo todo a las dos y cuarto. Melanie puede ir a las tres. Solo necesitamos una hora, para que pruebe el sonido de la sala.

– Perfecto -las tranquilizó Sarah mientras una doncella del hotel entraba a recoger el vestido de Melanie para plancharlo. Era casi todo de lentejuelas y red-. Estaré en el salón de baile, para asegurarme de que dispones de todo lo que necesitas. -Tenía hora en el peluquero a las cuatro, para que le arreglaran el pelo y le hicieran la manicura, y estar de vuelta en el hotel a las seis, para vestirse y acudir al salón de baile a las siete y poder asegurarse de que todo el mundo estaba preparado y recibir a los invitados-. El piano llegó anoche y esta mañana lo han afinado.

Melanie sonrió y asintió de nuevo; luego se dejó caer en una butaca mientras su mejor amiga, todavía en el suelo, entre las maletas, soltaba un grito de victoria. Sarah había oído que alguien la llamaba Ashley; tenía el mismo aspecto infantil que Melanie.

– ¡Lo encontré! ¿Me lo puedo poner esta noche? -Lo que sostenía en alto para que Melanie lo viera era un vestido muy ceñido con un estampado de leopardo. Melanie asintió y Ashley soltó otra risita cuando encontró los zapatos de plataforma a juego, con unos tacones de veinte centímetros de alto. Se marchó a toda prisa para probarse el conjunto y Melanie le sonrió de nuevo, tímidamente, a Sarah.

– Ashley y yo fuimos juntas a la escuela desde los cinco años -explicó Melanie-. Es mi mejor amiga. Va conmigo a todas partes. -Era evidente que se había convertido en parte del séquito, y Sarah no pudo evitar pensar que era una extraña manera de vivir. Su vida daba la sensación de ser como un circo, en habitaciones de hotel y entre bastidores. En cuestión de minutos, le habían dado a la elegante suite del Ritz el aspecto de una residencia universitaria. Además, una vez que Jake se había ido al gimnasio, solo había mujeres en la estancia. La peluquera preparaba una melena que encajara con el pelo rubio de Melanie. Era la perfección misma.

– Gracias por hacer esto -dijo Sarah sonriendo y mirando a Melanie a los ojos-. Te vi en la entrega de los Grammy y estuviste genial. ¿Cantarás «Don't Leave Me» esta noche?

– Sí -respondió su madre por ella tendiéndole a su hija una botella del agua Calistoga que habían pedido, mientras permanecía entre Melanie y Sarah hablando por su hija como si la superestrella no existiera.

Sin decir nada, Melanie se sentó en el sofá, cogió el mando a distancia, bebió un largo trago de agua y sintonizó la MTV.

– Nos encanta esa canción -dijo Janet con una sonrisa.

– A mí también -respondió Sarah, un poco desconcertada por la contundencia de Janet. Por lo que se veía, dirigía la vida de su hija y parecía pensar que era una parte tan importante del estrellato como la propia Melanie. La joven no parecía poner objeciones; era evidente que estaba acostumbrada. Unos minutos después, su amiga volvió a entrar, tambaleándose sobre los altos tacones y vestida con el traje de leopardo prestado. Le iba un poco grande. Enseguida se sentó en el sofá, al lado de su amiga de la infancia, para ver la tele juntas.

Era imposible saber quién era Melanie. Parecía que no tuviera personalidad ni voz, salvo para cantar.

– Fui corista en Las Vegas, ¿sabes? -informó Janet a Sarah, que se esforzó por parecer interesada. Era fácil de creer; daba el tipo pese a los vaqueros, que llenaba generosamente, y a los enormes pechos, que Sarah sospechaba, acertadamente, que no eran de verdad. Los de Melanie también eran impresionantes, pero era lo bastante joven como para que, con su cuerpo esbelto, sexy y bien tonificado, no resultara chocante. Janet parecía un poco en el ocaso. Era una mujer de aspecto robusto, con una voz chillona y una personalidad en consonancia. Sarah se sentía abrumada, intentando encontrar alguna excusa para marcharse, mientras Melanie y su compañera de la escuela seguían mirando la tele hipnotizadas.

– Me reuniré con vosotras abajo para asegurarnos de que todo está preparado para el ensayo -le dijo a Janet, ya que parecía que en la vida real actuaba en nombre de su hija a jornada completa. Sarah calculó que si se quedaba con ellas unos veinte minutos, todavía le quedaría tiempo para ir a la peluquería. Para entonces, todo lo demás estaría hecho; en realidad ya lo estaba.

– Hasta luego -respondió Janet con una amplia sonrisa mientras Sarah escapaba de la estancia y se dirigía a su habitación.

Se sentó unos minutos y miró los mensajes del móvil. Había vibrado dos veces mientras estaba en la suite de Melanie, pero no había querido cogerlo. Uno era de la florista, para decirle que llenarían los cuatro enormes jarrones que había fuera del salón de baile antes de las cuatro. El otro era de la orquesta de baile confirmando que empezarían a las ocho. Llamó a casa para ver cómo estaban los niños y la canguro le dijo que todo iba muy bien. Parmani era una nepalesa encantadora que trabajaba para ellos desde que nació Molly. Sarah no quería a alguien que viviera en la casa, ya que le encantaba encargarse de los niños ella misma, pero Parmani estaba allí durante el día para ayudarla y por la noche cuando Seth y Sarah salían. Hoy se quedaría toda la noche, algo que hacía raras veces, pero quería ayudar en una ocasión como esta. Sabía lo importante que era la gala para Sarah y lo mucho que había trabajado para prepararla. Le deseó buena suerte antes de colgar. Sarah hubiera querido saludar a Molly, pero todavía estaba durmiendo la siesta.

Cuando acabó, después de comprobar algunas notas en su carpeta se cepilló el pelo, que tenía un aspecto desastroso. Ya era hora de volver al salón de baile a reunirse con Melanie y su equipo para el ensayo. Le habían dicho que Melanie no quería que hubiera nadie en la sala cuando ensayaba. Pensándolo ahora, Sarah no pudo menos que preguntarse si serían órdenes de la madre y no de la estrella. No daba la impresión de que a Melanie le importara quién anduviera por allí. Parecía indiferente a lo que pasaba a su alrededor, quién entraba y salía o lo que hacían. Tal vez fuera diferente cuando actuaba, se dijo Sarah. Pero Melanie mostraba la indiferencia y la actitud pasiva de una niña obediente… y tenía una voz absolutamente increíble. Como todos los que habían comprado entradas, Sarah tenía muchísimas ganas de oírla cantar aquella noche.

Los músicos ya se encontraban en el salón de baile cuando Sarah entró. Estaban de pie, charlando y riendo, mientras los encargados del equipo acababan de desempaquetarlo y montarlo. Casi habían terminado y formaban un grupo muy variopinto. Había ocho músicos en el grupo de Melanie y Sarah tuvo que recordarse que la bonita joven a la que había dejado viendo la MTV arriba, en la suite, era actualmente una de las cantantes más importantes del mundo. No había nada pretencioso ni arrogante en ella. Lo único que la delataba era su numeroso séquito. Pero no tenía ninguna de las malas costumbres ni se comportaba como la mayoría de las estrellas. La cantante que actuó en el baile de los Smallest Angels del año anterior cogió una rabieta impresionante por un problema con el sistema de sonido, y justo antes de salir a escena le tiró una botella de agua a su mánager y amenazó con marcharse. Arreglaron el problema, pero Sarah casi fue presa del pánico ante la perspectiva de tener que cancelar la actuación en el último minuto. La actitud tranquila de Melanie era un alivio, independientemente de cuáles fueran las exigencias que hacía su madre en su nombre.

Sarah esperó otros diez minutos, mientras acababan de montarlo todo, preguntándose si Melanie bajaría más tarde, pero sin atreverse a preguntarlo. Había averiguado discretamente si tenían todo lo que necesitaban y, cuando le dijeron que sí, se sentó en silencio a una mesa, sin interferir en su trabajo, y esperó a que Melanie apareciera. Cuando entró eran las cuatro menos diez, y Sarah se dio cuenta de que llegaría tarde a la peluquería. Después tendría que correr como una loca para estar lista a tiempo. Pero primero tenía que atender sus deberes, y este era uno de ellos: eliminar cualquier obstáculo para su estrella, estar disponible y, si era necesario, hacerle la corte.

Melanie entró con chancletas, una breve camiseta y unos vaqueros cortados. Llevaba el pelo recogido en lo alto con una horquilla con forma de banana, y su mejor amiga iba a su lado. La madre entró primero, la secretaria y la mánager cerraban la marcha, y dos guardaespaldas, de aspecto amenazador, andaban cerca. No se veía a Jake, el novio, por ninguna parte. Probablemente, seguía en el gimnasio. Melanie era la que menos destacaba en el grupo, casi desaparecía en medio de los demás. El batería le tendió una Coca-Cola, ella la abrió, tomó un trago, subió al escenario y parpadeó al mirar la sala. Comparado con los lugares donde estaba acostumbrada a actuar, era un local diminuto. El salón tenía un aire cálido e íntimo gracias a como Sarah lo había decorado y, aquella noche, cuando se atenuaran las luces y se encendieran las velas, tendría un aspecto maravilloso. Ahora, la sala estaba brillantemente iluminada y, después de mirar alrededor unos momentos, Melanie gritó a uno de los encargados del equipo:

– ¡Fuera luces!

Estaba volviendo a la vida. Sarah vio cómo sucedía mientras la observaba, y se acercó prudentemente al escenario para hablar con ella. Melanie la miró desde arriba, sonriendo.

– ¿Todo bien? -preguntó Sarah, sintiéndose de nuevo como si hablara con una niña, pero luego recordó que, después de todo, Melanie era una adolescente, aunque fuera una estrella.

– Tiene un aspecto de fábula. Has hecho un trabajo estupendo -dijo Melanie, amablemente, y Sarah se emocionó.

– Gracias. ¿Los músicos tienen todo lo que necesitan?

Melanie se volvió y miró hacia atrás, con una sonrisa, segura de sí misma. Cuando estaba en el escenario era cuando más feliz se sentía. Esto era lo que mejor hacía. Era un mundo que conocía bien, aunque este fuera un lugar mucho más agradable que los otros donde solía actuar. Le encantaba la suite, igual que a Jake.

– ¿Tenéis todo lo que necesitáis, chicos? -les preguntó a los músicos.

Todos asintieron con la cabeza y empezaron a afinar los instrumentos mientras Melanie olvidaba a Sarah y se dirigía a ellos. Les dijo lo que quería que tocaran primero. Ya se habían puesto de acuerdo en el orden de las canciones que iba a cantar, que incluía su actual gran éxito.

Sarah comprendió que ya no la necesitaban y decidió marcharse. Eran las cuatro y cinco; llegaría media hora tarde a la peluquería. Tendría suerte si podían hacerle la manicura. Tal vez no podrían. Justo había conseguido salir del salón cuando una de las componentes del comité la detuvo, acompañada de un encargado del catering. Había un problema con los entremeses. No habían llegado las ostras Olympia; las que tenían no eran muy frescas y tenía que elegir otra cosa. Por una vez, se trataba de una decisión menor. Sarah estaba acostumbrada a decisiones mayores. Le dijo a la componente del comité que eligiera ella, mientras no fuera caviar o algo parecido que les destrozara el presupuesto; luego entró corriendo en el ascensor, cruzó el vestíbulo a toda prisa y le pidió al mozo del hotel que le trajera el coche. Se lo había aparcado cerca. La generosa propina que le había dado a primera hora de la mañana había dado sus frutos. Entró bruscamente en California Street, giró a la izquierda y subió por Nob Hill. Llegó a la peluquería con quince minutos de retraso; al entrar casi estaba sin respiración, mientras se disculpaba por lo tarde que era. Eran las cuatro y treinta y cinco, y tenía que marcharse, como máximo, a las seis. Había confiado en estar lista para las seis menos cuarto, como muy tarde, pero ya no era posible. Sabían que presidía su gran gala benéfica aquella noche y la hicieron sentar rápidamente. Le sirvieron agua mineral con gas, seguida de una taza de té. La manicura se puso a trabajar en ella tan pronto como le lavaron el pelo y empezaban a secárselo cuidadosamente.

– Dime, ¿cómo es Melanie Free en persona? -preguntó la peluquera, esperando algún cotilleo-. ¿Jake está con ella?

– Sí-dijo Sarah, discretamente-. Ella parece un encanto. Estoy segura de que estará fantástica esta noche. -Sarah cerró los ojos, tratando desesperadamente de relajarse. Iba a ser una noche larga y esperaba que triunfal. Se moría de ganas de que empezara.


A Sarah le estaban recogiendo el pelo en un elegante moño, con pequeñas estrellas de bisutería prendidas en él, cuando Everett Carson se registró en el hotel. Medía un metro noventa y cinco, era originario de Montana y seguía teniendo el aspecto del vaquero que había sido en su juventud. Era alto y delgado; el pelo, un poco demasiado largo, se veía despeinado; vestía vaqueros, una camiseta blanca y las que él llamaba sus botas de la suerte. Eran viejas, gastadas, cómodas y estaban hechas de piel de lagarto negro. Eran su posesión más preciada, y tenía intención de llevarlas con el esmoquin alquilado, pagado por la revista para aquella noche. Enseñó su pase de prensa en recepción; le sonrieron y le dijeron que lo estaban esperando. El Ritz-Carlton era mucho más elegante que los sitios donde Everett solía alojarse. Era nuevo en este trabajo y en esta revista. Estaba allí para cubrir la gala para Scoop, una revista de Hollywood dedicada a los cotilleos. Había pasado años cubriendo zonas en guerra para Associated Press y, después de dejarlos y tomarse un año libre, necesitaba un trabajo, así que había aceptado aquel. La noche de la gala, llevaba tres semanas trabajando para la revista. Hasta el momento había cubierto tres conciertos de rock, una boda en Hollywood y esta era su segunda gala. Decididamente, no podía decirse que le gustara. Empezaba a sentirse como un camarero, con tanto esmoquin. La verdad era que echaba de menos las condiciones miserables a las que se había acostumbrado y en las que se había sentido cómodo durante sus veintinueve años con la AP. Acababa de cumplir los cuarenta y nueve, y trató de sentirse agradecido por la pequeña y bien equipada habitación que le habían asignado, donde dejó caer la raída bolsa que lo había acompañado por todo el mundo. Tal vez, si cerraba los ojos, podría fingir que estaba de vuelta en Saigón, Pakistán o Nueva Delhi… Afganistán… Líbano… Bosnia, durante la guerra. Se preguntaba una y otra vez cómo era posible que un tipo como él hubiera acabado asistiendo a galas y a bodas de celebridades. Era un castigo cruel e inusual.

– Gracias -le dijo al empleado que lo había acompañado. Había un folleto sobre la unidad neonatal encima de la mesa y una carpeta con información periodística relativa al baile para los Smallest Angels, que no le importaba lo más mínimo. Pero haría su trabajo. Estaba allí para tomar fotos de las celebridades y hacer un reportaje de la actuación de Melanie. Su editor le había dicho que era muy importante para ellos, así que allí estaba.

Sacó un refresco de la nevera del minibar, lo abrió y tomó un trago. Desde la habitación se veía el edificio del otro lado de la calle y todo en ella estaba inmaculado y era increíblemente elegante. Añoraba los ruidos y los olores de las ratoneras donde había dormido durante treinta años, el hedor de la pobreza de las callejuelas de Nueva Delhi y todos los lugares exóticos donde lo había llevado su profesión a lo largo de tres décadas.

– Tómalo con calma, Ev -dijo en voz alta. Conectó la CNN, se sentó al pie de la cama y sacó un papel doblado del bolsillo. Lo había conseguido en internet, antes de salir del des-pacho en Los Ángeles. Se dijo que debía de ser su día de suerte. Había una reunión a una manzana de distancia, en una iglesia de California Street llamada Oíd St. Mary's. Era a las seis y duraría una hora, así que podía estar de vuelta en el hotel a las siete, cuando empezara la gala. Significaba que tendría que ir a la reunión con esmoquin, para no llegar tarde. No quería que nadie se quejara de él a los editores. Era demasiado pronto para hacer el trabajo deprisa y corriendo. Siempre lo había hecho, y había salido bien librado. Pero en aquel entonces bebía. Este era un nuevo comienzo y no quería tentar su suerte. Se estaba portando bien, siendo consciente y honrado. Era como volver a la guardería. Después de fotografiar a soldados moribundos en las trincheras y estar rodeado de fuego enemigo por todas partes, hacer el reportaje de una gala benéfica en San Francisco era condenadamente aburrido, aunque a otros les habría gustado. Por desgracia, no era uno de ellos. Este trabajo le resultaba duro.

Suspiró mientras terminaba el refresco; tiró la botella a la papelera, se quitó la ropa y se metió en la ducha.

Era un placer sentir el agua cayéndole por encima con fuerza. Había sido un día muy caluroso en Los Ángeles y allí también hacía calor y bochorno. Afortunadamente, la habitación tenía aire acondicionado, así que se sintió mejor cuando salió de la ducha. Mientras se vestía, se dijo que ya estaba bien de quejarse de su vida. Decidió sacar el máximo partido y cogió uno de los bombones que había en la mesita de noche y se comió una galleta del minibar. Se miró en el espejo, mientras se sujetaba la pajarita y se ponía la chaqueta del esmoquin alquilado.

– Dios mío, pareces un músico… o un caballero -dijo, sonriendo-. No… un camarero… no nos volvamos locos. -Era un gran fotógrafo que había ganado un Pulitzer. Varias de sus fotos habían salido en la portada de la revista Time. Tenía un nombre en el sector y, durante un tiempo, lo había fastidiado todo con la bebida, pero por lo menos eso había cambiado. Se había pasado seis meses en rehabilitación y otros cinco en un ashram tratando de encontrar sentido a su vida. Pensaba que lo había conseguido. Había dejado el alcohol para siempre. No había otro camino. Cuando tocó fondo, estuvo a punto de morir en un hotel de mala muerte en Bangkok. La puta que estaba con él lo salvó y lo mantuvo vivo hasta que llegó la ambulancia. Uno de sus compañeros periodistas lo embarcó de vuelta a Estados Unidos. Lo despidieron de la AP por haber faltado a su trabajo durante casi tres semanas y por incumplir todos los plazos de entrega por centésima vez en un año. Había perdido el control, así que aceptó hacer rehabilitación, aunque solo treinta días, nada más. Estando allí fue cuando se dio cuenta de lo mal que estaban las cosas. Era desintoxicarse o morir. Así que se quedó seis meses y decidió desintoxicarse, en lugar de morir la próxima vez que se fuera de juerga.

Desde entonces había aumentado de peso, tenía un aspecto sano y acudía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos todos los días, a veces hasta tres veces al día. No beber ya no le resultaba tan duro como al principio, pero suponía que si las reuniones no siempre lo ayudaban, el hecho de que él estuviera allí quizá ayudara a otros. Tenía un padrino, él también apadrinaba a alguien, y llevaba sobrio poco más de un año. Tenía su ficha de un año en el bolsillo, calzaba sus botas de la suerte y se había olvidado de peinarse. Cogió la llave de la habitación y salió tres minutos después de las seis, con la bolsa de las cámaras colgada del hombro y una sonrisa en los labios. Se sentía mejor que media hora atrás. La vida no resultaba fácil, pero era muchísimo mejor que un año atrás. Como le dijo alguien en Alcohólicos Anónimos, «Todavía tengo días malos, pero antes tenía años malos». La vida le parecía bastante agradable mientras salía del hotel, doblaba a la izquierda, entraba en California Street, y caminaba una manzana, colina abajo, hasta la iglesia Old St. Mary's. Tenía ganas de llegar a la reunión. Aquella noche tenía el ánimo adecuado para ella. Tocó la ficha que llevaba en el bolsillo testigo de un año de sobriedad, como hacía con frecuencia para recordarse lo lejos que había llegado.

– Justo a tiempo… -susurró para sí al entrar en la rectoría para buscar al grupo. Eran exactamente las seis y ocho minutos. Y como siempre hacía, sabía que participaría en la reunión.


Mientras Everett entraba en Old St. Mary's, Sarah bajó del coche de un salto y entró en el hotel a la carrera. Le quedaban cuarenta y cinco minutos para vestirse y cinco para bajar desde su habitación. Tenía las uñas recién pintadas, aunque había estropeado dos al buscar la propina en el bolso demasiado pronto. Pero tenían buen aspecto y le gustaba cómo le habían arreglado el pelo. Las sandalias golpeteaban contra el suelo con un sonido sordo mientras atravesaba el vestíbulo corriendo. El conserje le sonrió cuando pasaba a toda velocidad y le dijo:

– ¡Buena suerte esta noche!

– Gracias.

Saludó con la mano, utilizó su llave del ascensor para llegar a la planta club y, tres minutos después, estaba en su habitación; abrió el agua de la bañera y sacó el vestido de la bolsa de plástico con cremallera donde estaba guardado. Era blanco y plateado, brillante, y destacaría su figura a la perfección. Se había comprado unas sandalias Manolo Blahnik plateadas, de tacón alto, que iban a ser un martirio para andar pero combinarían de fábula con el vestido.

Entró y salió de la bañera en cinco minutos y se sentó para maquillarse. Se estaba poniendo unos pendientes de diamantes cuando llegó Seth, a las siete menos veinte. Era un jueves por la noche, y él le había rogado que celebrara la gala de recogida de fondos el fin de semana, para no tener que levantarse al alba a la mañana siguiente, pero aquella era la única fecha que tanto el hotel como Melanie le habían propuesto, así que siguieron adelante.

Seth parecía tan estresado como siempre cuando llegaba a casa del despacho. Trabajaba mucho y siempre tenía muchas cosas en marcha a la vez. Se sentó en el borde de la bañera, se pasó la mano por el pelo y se inclinó para besar a su esposa.

– Pareces hecho polvo -le dijo ella, comprensiva. Formaban un gran equipo. Se llevaban maravillosamente desde el día en que se conocieron en la escuela de negocios. Su matrimonio era feliz, les encantaba su vida y estaban locos por sus hijos. Él le había proporcionado una vida increíble en los últimos años. A ella le gustaba todo lo que compartían y, sobre todo, le gustaba todo en él.

– Estoy hecho polvo -confesó-. ¿Cómo se presenta esta noche? -preguntó. Le encantaba que le contara las cosas que hacía. Era su partidario más acérrimo y su máximo admirador. A veces pensaba que, al quedarse en casa, desperdiciaba una mente extraordinaria para los negocios y su máster en Administración de Empresas, pero estaba agradecido de que se dedicara tanto a sus hijos y a él.

– ¡Fantástico! -Sarah sonrió en respuesta a su pregunta sobre la gala, y se puso un tanga de encaje blanco, diminuto y casi invisible, que no se vería debajo del vestido. Tenía el tipo adecuado y solo mirarla lo excitaba. No pudo resistirse a acariciarle la parte superior de la pierna-. No empieces, cariño -le advirtió ella, riendo-, o llegaré tarde. Puedes tomarte tu tiempo para bajar, si quieres. Será suficiente si llegas a tiempo para la cena. A las siete y media, si puedes. -El miró la hora en su reloj y asintió. Eran las siete menos diez. Sarah solo tenía cinco minutos para vestirse.

– Bajaré dentro de media hora. Antes tengo que hacer un par de llamadas.

Siempre era así y aquella noche no iba a ser diferente. Sarah lo comprendía. Gestionar sus fondos de alto riesgo lo tenía ocupado noche y día. Le recordaba sus propios días en Wall Street, cuando estaban a punto de presentar una OPI, es decir, una Oferta Pública Oficial. Ahora la vida de Seth era siempre así, por eso era feliz y tenía éxito, y podían llevar el estilo de vida que llevaban. Vivían como si fueran unas personas fabulosamente ricas, y mayores que ellos. Sarah se sentía agradecida por ello y no lo daba por sentado. Se dio media vuelta para que él le subiera la cremallera. El vestido le sentaba de maravilla y Seth sonrió:

– ¡Uau! ¡Estás sensacional, cariño!

– Gracias. -Le sonrió y se besaron. Sarah guardó algunas cosas en un diminuto bolso plateado, se puso los zapatos sexy a juego y le dijo adiós con la mano al salir de la habitación. El ya estaba con el móvil, hablando con su mejor amigo de Nueva York, organizando algunas cosas para el día siguiente. Sarah no se molestó en escuchar. Había dejado una botella pequeña de whisky escocés y una cubitera con hielo a su lado; él ya se estaba sirviendo una copa, agradecido, cuando la puerta de la suite se cerró detrás de ella.

Entró en el ascensor y bajó hasta el salón de baile, tres plantas por debajo del vestíbulo, donde todo era perfecto. Los jarrones estaban llenos de rosas de un blanco marfil. Unas bonitas jóvenes, con trajes de noche de colores nacarados, estaban sentadas a unas largas mesas, esperando para entregar a los invitados las tarjetas con su sitio en la mesa y registrar su entrada. Había modelos paseando por la sala, que lucían vestidos negros largos, con joyas fabulosas de Tiffany. Además, solo había llegado un puñado de personas antes que ella. Sarah estaba comprobando que todo estuviera en orden cuando un hombre alto de pelo rojizo tirando a gris entró con una bolsa de cámaras colgada del brazo. Sonrió a Sarah, admirando su figura, y le dijo que era de la revista Scoop. Sarah se sintió complacida. Cuanta más cobertura cié prensa consiguieran, mejor sería la recaudación al año siguiente, más atractivos resultarían para los artistas que quizá donaran su actuación, y más dinero podrían recaudar. La prensa era muy importante para ellos.

– Soy Everett Carson -dijo presentándose mientras se sujetaba la identificación de prensa en el bolsillo del esmoquin. Parecía relajado y completamente a sus anchas.

– Yo soy Sarah Sloane, presidenta de la gala. ¿Le apetece tomar algo? -ofreció, y él rehusó con un gesto de la cabeza y una sonrisa.

Siempre le sorprendía que esto fuera lo primero que la gente decía cuando recibía a alguien, justo después de las presentaciones. «¿Le apetece tomar algo?» A veces, justo después de «Hola».

– No, muchas gracias. ¿Hay alguien al que quiera que le preste particular atención? ¿Celebridades locales, la gente de moda en la ciudad? -Sarah le contestó que los Getty estarían allí, Sean y Robin Wright Penn y Robin Williams, junto con un puñado de nombres locales que no reconoció pero que ella prometió señalarle cuando fueran entrando.

Sarah volvió junto a las mesas largas para saludar a los invitados según salían de los ascensores, cerca de las mesas de recepción. Y Everett Carson empezó a fotografiar a las modelos. Dos de ellas tenían un aspecto sensacional, con pechos artificiales, erguidos, redondos y unos escotes interesantes, donde lucían collares de diamantes. Las otras estaban demasiado flacas para su gusto. Volvió a la entrada y fotografió a Sarah, antes de que estuviera demasiado ocupada. Era una mujer muy guapa, con aquel pelo oscuro recogido en un moño alto, con las estrellitas centelleando, y unos enormes ojos verdes que parecían sonreírle.

– Gracias -dijo ella, y él le ofreció una cálida sonrisa. Sarah se preguntó por qué no se había peinado, si se había olvidado o si quizá ese era su look. Observó las viejas y gastadas botas negras de lagarto, estilo vaquero. Parecía todo un personaje, y estaba segura de que tenía una historia interesante, aunque nunca tendría la ocasión de conocerla. Era solo un periodista de la revista Scoop que había venido de Los Ángeles para aquella noche.

– Buena suerte con la gala -dijo él y luego se alejó, justo en el momento en que surgían de los ascensores treinta personas de golpe. Para Sarah, empezaba la noche del baile de los Smallest Angels.

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