Capítulo 20

Everett cubrió el concierto de Melanie en Nueva York, en Nochevieja. El Madison Square Garden estaba de fans hasta la bandera y ella se encontraba en forma. El tobillo estaba curado, su alma había hallado la paz y vio que era feliz y se sentía fuerte. Se quedó entre bastidores con Tom unos minutos y le hizo una foto con Melanie. Janet estaba allí, como de costumbre, dando órdenes a todo el mundo, pero parecía un poco más moderada y menos detestable. Todo parecía ir bien en su mundo.

Telefoneó a Maggie en Nochevieja cuando para ella era medianoche. Estaba en casa viendo la tele. El concierto había terminado y Everett se había quedado levantado para llamarla. Le dijo que estaba pensando en él y, por su voz, parecía alterada.

– ¿Estás bien? -preguntó él, preocupado. Siempre tenía miedo de que decidiera cerrarle la puerta. Sabía lo fuerte que era su lealtad hacia sus votos y él representaba un enorme problema, incluso una amenaza para ella y para todo aquello en lo que creía.

– Tengo muchas cosas en la cabeza -reconoció. Tenía que tomar determinaciones, evaluar toda una vida, y decidir su futuro y el de él-. Rezo constantemente estos días.

– No reces demasiado. Tal vez si dejas que todo siga su curso, las respuestas llegarán.

– Eso espero -afirmó con un suspiro-. Feliz Año Nuevo, Everett. Espero que sea un gran año para ti.

– Te quiero, Maggie -dijo sintiéndose solo de repente. La echaba de menos y no tenía ni idea de cómo acabaría todo aquello. Se recordó que había que vivir día a día, y así se lo transmitió a ella.

– Yo también te quiero, Everett. Gracias por llamar. Dale recuerdos a Melanie de mi parte, si vuelves a verla. Dile que la echo en falta.

– Lo haré. Buenas noches, Maggie. Feliz Año Nuevo. Espero que sea un año estupendo para nosotros dos, si es posible.

– Está en manos de Dios. -Dejaba que El decidiera. Era lo único que podía hacer y escucharía cualquier respuesta que le llegara cuando rezaba.

Cuando apagó la luz de su habitación del hotel, los pensamientos de Everett estaban totalmente ocupados por Maggie, igual que su corazón. Le había prometido que no la presionaría, aunque a veces tuviera miedo. Pronunció la plegaria de la Serenidad en silencio antes de irse a dormir. Lo único que podía hacer era esperar y confiar en que todo saliera bien para ambos. Seguía pensando en ella cuando se quedó dormido, preguntándose qué les depararía el futuro.


No vio a Maggie durante dos meses y medio, aunque habló con ella a menudo. Ella decía que necesitaba tiempo y espacio para pensar. Pero, a mediados de marzo, fue a San Francisco, enviado por la revista Scoop para informar del proceso a Seth. Maggie sabía que iba a ir y que estaría muy ocupado. Cenó con él la noche antes de que empezara el proceso. Era la primera vez que la veía en casi tres meses y estaba magnífica. Le contó que, la noche anterior, Debbie, la esposa de Chad, había tenido una niña, a la que habían puesto el nombre de Jade. Maggie se alegró mucho por él.

Cenaron tranquilamente y él la acompañó a casa. Se quedaron en la escalera de la entrada y hablaron de Sarah y Seth. Maggie dijo que estaba preocupada por ella. Iba a ser una época muy difícil para ambos. Tanto Everett como ella habían esperado que, en el último momento, pudieran llegar a un acuerdo con el fiscal federal para evitar el juicio, pero al parecer no había sido así. Iba a tener que pasar por un proceso con jurado. Era difícil confiar en que el resultado fuera favorable para él. Maggie dijo que rezaba constantemente por una solución satisfactoria.

Ninguno de los dos mencionó su situación ni la decisión que Maggie estaba tratando de tomar. Everett suponía que, cuando hubiera llegado a alguna conclusión, se lo diría. Pero hasta el momento, ese no era el caso, evidentemente. Sobre todo hablaron del proceso.


Aquella noche, Sarah estaba en su piso de Clay Street y llamó a Seth antes de irse a dormir.

– Solo quiero que sepas que te quiero y que deseo que todo salga bien. No quiero que pienses que estoy furiosa. No lo estoy. Solo tengo miedo, por los dos.

– Yo también -reconoció él. El médico le daba tranquilizantes y bloqueadores beta para enfrentarse al juicio. No sabía cómo conseguiría superarlo, pero sabía que no había más remedio y estaba agradecido por su llamada-. Gracias, Sarah.

– Te veré por la mañana. Buenas noches, Seth.

– Te quiero, Sarah -dijo él con tristeza.

– Lo sé -respondió Sarah con voz igualmente triste y colgó.

Todavía no había alcanzado el estado de gracia o perdón del que habían hablado Maggie y ella. Pero lo compadecía y expresaba esa compasión; era lo único que podía hacer en aquellos momentos. Más era pedir demasiado.


Cuando Everett se levantó al día siguiente, metió la cámara en la bolsa. No podría sacarla en el tribunal, pero haría fotos de toda la actividad que hubiera en el exterior y de las personas que anduvieran por allí. Fotografió a Sarah cuando, con aire solemne, entraba en el tribunal junto a su marido. Llevaba un traje gris oscuro y estaba pálida. Seth tenía un aspecto mucho peor, lo cual no era extraño. Sarah no vio a Everett. Al cabo de un rato, este vio llegar a Maggie, que se sentó en la sala para observar el desarrollo del juicio desde un asiento discreto, al fondo. Quería estar allí por Sarah, por si la ayudaba en algo.

Más tarde, salió y charló con Everett unos minutos. El estaba muy ocupado y Maggie tenía que reunirse con un asistente social para conseguir que aceptaran en un refugio a un hombre sin hogar que conocía. Tanto ella como Everett llevaban una vida muy activa y disfrutaban de lo que hacían. Cenó con él también esa noche, después de que acabara su trabajo en los tribunales. Estaban seleccionando al jurado; los dos pensaban que el juicio podía ser largo. El juez advirtió a los jurados que incluso podría durar un mes, ya que habría que examinar un material financiero muy detallado y habría mucho que leer sobre el asunto. Por la noche, Everett le dijo a Maggie que Seth había tenido un aspecto sombrío toda la tarde; Sarah y él apenas habían intercambiado unas palabras, pero ella estaba allí, incondicionalmente a su lado.

La selección del jurado se alargó durante dos semanas, que a Seth y a Sarah les parecieron angustiosamente lentas, pero, por fin, se acabó. Tenían doce jurados y dos suplentes. Ocho mujeres y seis hombres. Y entonces, finalmente, empezó el proceso. El fiscal y el abogado defensor pronunciaron sus alegatos iniciales. La descripción que hizo el fiscal de la conducta inmoral e ilegal de Seth hizo que Sarah se encogiera, avergonzada. El rostro de Seth era inescrutable mientras el jurado lo miraba. Contaba con la ayuda de los tranquilizantes. Sarah no. No podía imaginar cómo la defensa lograría rebatir aquellos argumentos, ya que la acusación presentaba, día tras día, pruebas, testigos y expertos condenatorios para Seth.

En la tercera semana del juicio, Seth parecía agotado y Sarah sentía que apenas podía arrastrarse cuando, por la noche, volvía a casa con los niños. Había pedido permiso en el trabajo, para estar con Seth, y Karen Johnson, del hospital, le había dicho que no se preocupara. Sentía mucha lástima de Sarah, igual que Maggie, que la llamaba cada noche para ver cómo estaba. Sarah resistía, pese a la increíble presión del juicio.

Everett cenó a menudo con Maggie durante las angustiosas semanas del proceso. Finalmente, en abril volvió a mencionar su situación. Maggie dijo que no quería hablar de ello, que seguía rezando, así que comentaron el juicio, lo cual era siempre deprimente, aunque a ambos los obsesionaba. Era de lo único que hablaban cuando se veían. El fiscal iba enterrando a Seth, día a día; Everett decía que había sido un suicidio ir a juicio. La defensa hacía todo lo que podía, pero los argumentos del fiscal federal eran tan sólidos que era poco lo que podía hacer para contrarrestar la avalancha de pruebas en contra de Seth. Conforme pasaban las semanas, Maggie veía que Sarah estaba cada vez más delgada y pálida. No había manera de salir de aquello, salvo llegando hasta el final, pero era una dura prueba para ellos y para su matrimonio. La credibilidad y la reputación de Seth estaban quedando destruidas. Ver hacia dónde iba aquello era terrible para todos los que los querían, sobre todo para Sarah. Cada vez estaba más claro que Seth debería haber llegado a un acuerdo para conseguir unos cargos o una condena menores, en lugar de ir a juicio. No parecía posible que lo declararan inocente, dadas las acusaciones que había contra él y los testimonios y pruebas que las respaldaban. Sarah era inocente, Seth la había engañado, igual que había engañado a sus inversores; sin embargo, al final, estaba pagando por ello tanto como él, o quizá más. Maggie estaba desconsolada por ella.

Los padres de Sarán estuvieron allí durante la primera semana del juicio, pero su padre sufría una enfermedad del corazón y su madre no quería que se agotara o soportara toda la tensión del proceso, así que volvieron a casa. Mientras, se iban acumulando los argumentos de la acusación contra Seth, y todavía quedaban semanas por delante antes de que todo acabara.

La defensa dedicó toda su energía a defender a Seth. Henry Jacobs tenía un porte imponente y una gran solidez y talento como abogado. El problema era que Seth les había dado muy poco con lo que trabajar y su defensa era, principalmente, humo y espejismos, y se notaba. La defensa iba a presentar su alegato final al día siguiente. Everett y Maggie cenaron en la cafetería frente al piso de Maggie, donde solían reunirse al acabar la jornada. Everett escribía un artículo diario sobre el proceso, para Scoop, mientras Maggie seguía con sus actividades habituales, aunque siempre que podía iba al juzgado. Eso la ayudaba a mantenerse al día de lo que sucedía, pasar unos minutos con Everett cuando se levantaba la sesión o cuando había un descanso y abrazar a Sarah siempre que era posible, para animarla.

– ¿Qué le sucederá cuando él se vaya? -preguntó Everett a Maggie.

También él estaba preocupado por Sarah. Empezaba a parecer muy frágil y abatida, pero no había dejado de estar ni un solo día al lado de su marido. Por fuera, siempre mostraba elegancia y aplomo. Trataba de transmitir una seguridad y una fe en él que Maggie sabía muy bien que no sentía. Solía hablar con ella por teléfono hasta bien entrada la noche. Pero, a menudo, lo único que Sarah hacía al otro extremo de la línea era llorar, completamente deshecha por aquella implacable tensión.

– No creo que haya ni la más remota posibilidad de que no lo condenen. -Después de lo que había oído las semanas anteriores, a Everett no le cabía ni la menor duda. No podía ni imaginar que el jurado lo viera de otra manera.

– No lo sé. Tendrá que arreglárselas de alguna manera. No tiene más remedio. Sus padres la apoyarán, pero viven muy lejos. Solo pueden ayudarla hasta cierto punto. Está bastante sola. No me parece que tuvieran muchos amigos; además, la mayoría los han abandonado por culpa de este desastre. Creo que Sarah es demasiado orgullosa y está demasiado avergonzada por todo esto para pedir ayuda. Es muy fuerte, pero si él va a la cárcel estará sola. No creo que el matrimonio sobreviva si lo encarcelan. Es una decisión que tendrá que tomar.

– La admiro por aguantar tanto tiempo. Me parece que yo habría dejado a ese cabrón el mismo día que lo acusaron. Se lo merece. La ha arrastrado en su caída. Nadie tiene derecho a hacerle algo así a otro ser humano, por pura codicia y falta de honradez. Si quieres que te diga la verdad, ese tipo es una mierda.

– Ella lo quiere -dijo Maggie simplemente-, y trata de ser justa.

– Ha sido más que justa. Ese tipo le ha jodido la vida, la ha sacrificado a ella y el futuro de sus hijos por su beneficio, pero ella sigue allí, a su lado. Es mucho más de lo que merece. ¿Crees que seguirá con él, si lo condenan? -Nunca había visto una lealtad como la de Sarah y sabía que él no habría sido capaz de algo así. Sentía una gran admiración por ella y la compadecía profundamente. Estaba seguro de que toda la sala sentía lo mismo.

– No lo sé -respondió Maggie sinceramente-. No creo que Sarah lo sepa. Quiere hacer lo correcto, pero tiene treinta y seis años. Tiene derecho a una vida mejor, si él va a prisión. Si se divorcian, podría empezar de nuevo. Si no lo hacen, se pasará muchos años visitándolo en la cárcel y esperándolo mientras la vida la va dejando de lado. No quiero aconsejarla; no puedo. Pero yo misma tengo sentimientos contradictorios. Se lo dije. Pase lo que pase, debe perdonar, pero esto no significa que tenga que renunciar a su vida por él para siempre solo porque él cometió un error.

– Es mucho perdonar -dijo él, sombrío.

Maggie asintió.

– Sí, lo es. No estoy segura de que yo pudiera hacerlo. Es probable que no -añadió, honradamente-. Me gustaría pensar que soy mejor que eso, pero no estoy segura de serlo. De todos modos, solo Sarah puede decidir qué quiere hacer. Y no estoy segura de que lo sepa. No tiene mucho donde elegir. Podría quedarse con él y no perdonarlo nunca, o perdonarlo y dejarlo. A veces, la gracia se expresa de maneras extrañas. Solo espero que encuentre la respuesta acertada para ella.

– Sé cuál sería la mía -dijo Everett en tono grave-. Yo mataría a ese cerdo. Pero supongo que eso tampoco ayudaría a Sarah. No la envidio, sentada allí un día tras otro, oyendo qué hijo de puta deshonesto es. Pero cada día sale de la sala con él y lo despide con un beso antes de irse a casa con sus hijos.

Mientras esperaban el postre, Everett decidió abordar una cuestión mucho más delicada. El día después de Navidad, Maggie había aceptado que pensaría en ellos. Habían pasado casi cuatro meses y, igual que Sarah, seguía sin decidir nada y evitaba hablar de ello con él. Aquella incertidumbre estaba empezando a matarlo. Sabía que lo quería, pero que no quería dejar el convento. Para ella también era una situación angustiosa. Al igual que Sarah, buscaba respuestas y un estado de gracia que le permitieran, finalmente, descubrir qué era lo acertado. En el caso de Sarah, todas las soluciones eran onerosas y, en cierto sentido, lo mismo le sucedía a Maggie. O tenía que dejar el convento por Everett, para compartir su vida con él, o tenía que abandonar esa esperanza y seguir fiel a sus votos para siempre. En ambos casos, perdía algo que amaba y necesitaba; aunque, también en ambos, ganaba algo a cambio. Pero tenía que elegir entre una cosa y la otra; no podía tener las dos. Everett la miró a los ojos, mientras trataba, delicadamente, de abordar la cuestión de nuevo. Le había prometido no presionarla y darle todo el tiempo que necesitara, pero ha-bía veces en las que quería cogerla, abrazarla y suplicarle que se fugara con él. Sabía que no lo haría. Si se acercaba y elegía vivir con él, sería una decisión precisa, meditada, no precipitada y, sobre todo, sería honrada y pura.

– Dime, ¿qué piensas de nosotros? -preguntó con cautela.

Ella miró fijamente la taza de café y luego lo miró a él. Everett vio la angustia en sus ojos y, de repente, pensó aterrorizado que había tomado una decisión y que no era favorable.

– No lo sé, Everett -respondió ella, suspirando-. Te quiero. Eso lo sé. Pero no sé qué camino debo seguir, en qué dirección debo ir. Quiero estar segura de que elijo el acertado, por el bien de los dos. -Le había prestado toda su atención y le había dedicado todos sus pensamientos durante los últimos cuatro meses, incluso antes, desde su primer beso.

– Ya sabes cuál es mi voto -dijo él con una sonrisita nerviosa-. Supongo que Dios te amará, hagas lo que hagas, y yo también. Pero me encantaría pasar la vida contigo, Maggie. -Incluso tener hijos, aunque tampoco la presionaba nunca sobre esto. Una gran decisión era suficiente por el momento. Si era pertinente, discutirían otras cuestiones más adelante. En ese momento, ella tenía que enfrentarse a una decisión mayor-. Tal vez tendrías que hablar con tu hermano. El pasó por lo mismo. ¿Cómo se sentía?

– Nunca tuvo una vocación muy fuerte. Y en cuanto conoció a su esposa lo dejó. Creo que ni siquiera se sintió desgarrado por tomar esa decisión. Decía que si Dios la había puesto en su camino, era porque tenía que ser así. Ojalá yo estuviera tan segura. Tal vez sea una forma extrema de tentación para ponerme a prueba, o quizá sea el destino que llama a la puerta.

Everett veía lo atormentada que seguía estando y no pudo evitar preguntarse si llegaría a tomar una decisión o si, al final, renunciaría.

– Podrías seguir trabajando con los pobres de las calles, como hasta ahora, o ser enfermera profesional o asistente social o ambas cosas. Puedes hacer lo que quieras, Maggie. No tienes que renunciar a lo que haces.

Ya se lo había dicho en otras ocasiones. Pero el problema para ella no era tanto su trabajo cuanto sus votos. Los dos sabían que ese era el conflicto. Lo que él no sabía era que Maggie llevaba tres meses hablando con el provincial de la orden, con la madre superiora, con su confesor y con un psicólogo especializado en los problemas que solían surgir en las comunidades religiosas. Estaba haciendo todo lo posible para tomar la decisión sabiamente; no luchaba ella sola. A él le habría animado saberlo, pero ella no quería darle falsas esperanzas, por si al final decidía no irse con él.

– ¿Puedes darme un poco más de tiempo? -preguntó con aire afligido. Se había fijado el mes de junio como fecha límite para tomar una decisión, pero tampoco se lo dijo, por las mismas razones.

– Claro -respondió él y la acompañó de vuelta a su casa, al otro lado de la calle.

En alguna ocasión había subido a su apartamento y se había quedado horrorizado por lo pequeño, austero y deprimente que era. Ella insistía en que no le importaba, y decía que era mucho más grande y bonito que cualquier celda de cualquier monja en un convento. Se tomaba el voto de pobreza muy en serio, igual que todos los demás que había hecho. No se lo dijo, pero él no podría vivir en aquel piso ni un solo día. El único adorno era un sencillo crucifijo colgado en la pared. Aparte de eso, el apartamento estaba desnudo, salvo por la cama, una cómoda y una única silla, rota, que había encontrado en la calle.

Después de acompañarla, fue a una reunión y luego volvió a la habitación del hotel para escribir su artículo diario sobre el juicio. En Scoop les gustaba lo que les enviaba. Sus artículos estaban bien escritos y había conseguido algunas fotos estupendas fuera de la sala.

La defensa dedicó casi un día entero a presentar su alegato final. Seth estaba con el ceño fruncido y aspecto preocupado; Sarah cerraba los ojos a menudo, escuchando con concentración absoluta, y Maggie, sentada al fondo de la sala, rezaba. Henry Jacobs y su equipo de abogados defensores habían elaborado una buena causa y defendido a Seth lo mejor que habían podido. En aquellas circunstancias, habían hecho un buen trabajo. Pero las circunstancias no eran buenas.

Al día siguiente, el juez dio instrucciones al jurado, agradeció a los testigos su testimonio, a los letrados su excelente trabajo, en bien del acusado y del gobierno, e invitó al jurado a que se retirara para deliberar. Después, se levantó la sesión, en espera de la decisión del jurado. Sarah y Seth se quedaron allí, con los abogados, esperando. Todos sabían que podían pasar días. Everett se reunió con Maggie. Esta se había parado unos momentos para hablar con Sarah, que aunque insistía en que estaba bien, no lo parecía. Luego salió a la calle con Everett, charló con él unos minutos y se marchó porque tenía una cita. Iba a reunirse de nuevo con el provincial, pero no se lo dijo a Everett. Le dio un beso en la mejilla y se marchó. El volvió a entrar para esperar con los demás mientras el jurado deliberaba.

Sarah se sentó al lado de Seth, en unas sillas al fondo de la sala. Habían salido unos momentos a tomar el aire, pero nada servía de ayuda. Sarah se sentía como si estuviera esperando que les cayera encima otra bomba. Ambos sabían lo que se avecinaba. La única duda era lo duro que sería el golpe y la destrucción que causaría.

– Lo siento, Sarah -dijo Seth en voz baja-. Lamento mucho haberte hecho pasar por esto. Nunca pensé que pudiera suceder. -Habría estado bien que hubiera pensado en ello antes, en lugar de después, pero Sarah no se lo dijo-. ¿Me odias? -La miró, interrogador, a los ojos.

Ella negó con la cabeza, llorando como no dejaba de hacer últimamente. Todas sus emociones salían a la superficie.

Sentía como si no le quedaran recursos emocionales. Los había gastado todos para permanecer a su lado.

– No te odio. Te quiero. Solo desearía que nada de esto hubiera sucedido.

– Yo también. Ojalá me hubiera declarado culpable, para obtener una sentencia más leve, en lugar de hacerte pasar por toda esta mierda. Pensaba que, a lo mejor, podíamos ganar.

Sarah opinaba que había sido tan iluso respecto a esto como cuando cometió el delito con Sully. Al final, los dos se habían delatado mutuamente durante las investigaciones. Hasta tal punto que sus informaciones sobre el otro solo habían servido para confirmar sus respectivas culpabilidades, en lugar de salvar a alguno de los dos de las consecuencias de sus actos o de reducir su castigo. Los fiscales federales de California y Nueva York no habían hecho ningún trato con ninguno de los dos. Al principio habían ofrecido a Seth la posibilidad de llegar a un acuerdo, pero luego retiraron la oferta. Henry le había advertido que, posiblemente, ir a juicio agravaría la condena, pero Seth, que era más jugador de lo que nadie había sabido ver, decidió arriesgarse. Sin embargo, ahora, mientras esperaban la decisión del jurado, temía el resultado. Una vez que la tomaran, el juez dictaría sentencia un mes más tarde.

– Tendremos que esperar a ver qué deciden -dijo Sarah en voz baja. Su suerte estaba en manos del jurado.

– Y tú, ¿qué harás? -preguntó Seth, inquieto. No quería que lo abandonara ahora. La necesitaba demasiado, por mucho que le costara a ella-. ¿Has decidido algo respecto a nosotros?

Ella negó con la cabeza y no contestó. En aquellos momentos tenían demasiadas cosas entre manos para añadir el divorcio al desastre al que se enfrentaban. Quería esperar a saber la decisión del jurado. Seth no la presionó; le preocupaba demasiado lo que sucedería si lo hacía. Veía que Sarah estaba al límite de sus fuerzas; lo estaba desde hacía un tiempo. El juicio la había afectado mucho, pero se había mantenido incondicionalmente leal hasta el final, tal como le había prometido. Era una mujer de palabra, lo cual era más de lo que cualquiera podría decir de él. Everett le había dicho a Maggie que lo consideraba un cerdo. Otros habían dicho cosas peores, aunque no delante de Sarah. Ella era la heroína, y la víctima de la historia, y a ojos de Everett, una santa.

Esperaron seis días a que el jurado acabara sus deliberaciones. Las pruebas eran complicadas y la espera, angustiosa para Sarah y Seth. Noche tras noche se iban cada uno a su piso. Una noche, Seth le pidió que fuera con él; le aterraba estar solo, pero Molly estaba enferma y la verdad era que Sarah no quería pasar la noche con él. Le habría resultado demasiado difícil. Trataba de protegerse un poco, aunque le costó decirle que no. Sabía lo mucho que sufría, pero también ella sufría. El volvió a su piso y se emborrachó. La llamó a las dos de la madrugada, hablando de forma incoherente, diciéndole que la quería. Al día siguiente tenía una visible resaca. Al final de la tarde, el jurado volvió a la sala. Todo el mundo se apresuró a entrar y se reanudó la sesión.

El juez estaba muy serio mientras preguntaba al jurado si habían llegado a un veredicto en la causa de Estados Unidos contra Seth Sloane. El portavoz se puso en pie, con un aspecto igualmente solemne y serio. Era dueño de una pizzería, había ido un año a la universidad, era católico y tenía seis hijos. Cumplía escrupulosamente con sus deberes y había llevado traje y corbata durante todo el juicio.

– Lo tenemos, señoría -dijo el portavoz.

Seth estaba acusado de cinco delitos graves. El juez los fue citando uno tras otro, y en cada caso, el portavoz respondía la pregunta de cómo encontraba el jurado a Seth. Toda la sala contenía el aliento, mientras él respondía. Lo declaraban culpable de todos los cargos.

Se produjo un momentáneo silencio mientras los espectadores procesaban la información; luego, estallaron los comentarios y los ruidos. El juez dio unos golpes con el martillo, los llamó al orden, dio las gracias al jurado y les dijo que podían marcharse. El proceso había durado cinco semanas y sus deliberaciones añadían una sexta. Cuando Sarah comprendió lo que había pasado, se volvió para mirar a Seth. Estaba sentado en su asiento, llorando. La miró, desesperado. La única esperanza para apelar, según Henry Jacobs, era que aparecieran nuevas pruebas o que se hubiera producido alguna irregularidad durante el juicio. Ya le había dicho a Seth que, a menos que surgiera algo imprevisto en el futuro, no había base para una apelación. Se había acabado. Lo habían declarado culpable. Dentro de un mes, el juez dictaría la sentencia. Pero iba a ir a la cárcel. Sarah parecía tan destrozada como él. Sabía que aquello era lo que pasaría y había hecho todo lo que había podido para prepararse, así que no estaba sorprendida. Pero estaba destrozada por él, por ella misma y por los niños, que crecerían con un padre, al que apenas conocían, encerrado en prisión.

– Lo siento -le susurró.

Luego, los abogados los ayudaron a salir de la sala.

Everett entró en acción en ese momento, para hacer las fotografías que sabía que tenía que conseguir para Scoop. Detestaba tener que molestar a Sarah en un momento tan doloroso como aquel, pero no tenía más remedio que correr hasta ellos, ya fuera de la sala, en medio de los fotógrafos y las cámaras de los noticiarios. Era su trabajo. Seth casi gruñía, furioso, mientras se abría camino entre la multitud y Sarah parecía a punto de desmayarse, pero lo siguió hasta el coche que los esperaba. Era un coche de alquiler con chófer. Desaparecieron en apenas unos minutos, mientras la multitud se arremolinaba.

Everett vio a Maggie en la escalera de los juzgados. No había podido acercarse a Sarah ni decirle nada. Le hizo un gesto con el brazo, ella lo vio y bajó para reunirse con él. La expresión de su cara era muy seria y parecía preocupada, aunque el veredicto no había sido una sorpresa. Seguramente, la condena iba a ser peor. Era imposible saber cuánto tiempo lo enviaría el juez a prisión, pero probablemente sería un período muy largo. Debido, en parte, a que no se había declarado culpable y había insistido en un proceso con jurado, lo cual significaba malgastar el dinero de los contribuyentes con la esperanza de contratar a una flota de abogados caros que hicieran filigranas para sacarlo del atolladero. No le había salido bien, lo que hacía que fuera menos probable que el juez estuviera dispuesto a ser indulgente. Había llevado las cosas al límite y era muy posible que el juez hiciera lo mismo. Además, gozaba de bastante libertad para dictar sentencia por los delitos de Seth. Maggie se temía lo peor para él, y también para Sarah.

– Lo lamento por ella -dijo Maggie a Everett mientras iban hacia el coche de alquiler que tenían en el aparcamiento. Todo iba a cuenta de Scoop.

Su trabajo en San Francisco había terminado. No volvería hasta el día en el que se leyera la sentencia; tal vez haría un par de instantáneas de Seth cuando lo condujeran a una prisión federal. Dentro de treinta días, todo se habría acabado para Seth. Hasta entonces estaría en libertad bajo fianza. Y cuando el garante de la fianza devolviera el dinero, todo iría directamente a un fondo para pagar su defensa en los pleitos civiles que los inversores que había defraudado habían presentado contra él. Su condena era la prueba que necesitaban para justificar esos pleitos, incluso para ganarlos. Después de eso, no quedaría nada para Sarah ni para los niños. Sarah era muy consciente de ello, igual que Everett y Maggie. La habían arruinado, igual que a los inversores. Ellos podían demandarlo, el gobierno podía condenarlo, pero lo único que Sarah podía hacer era recoger los pedazos y recomponer su vida y la de sus hijos. A Maggie le parecía terriblemente injusto, pero, en la vida, algunas cosas lo son. Detestaba ver que estas cosas pudieran pasarles a las buenas personas.

Cuando subió al coche de Everett estaba profundamente deprimida.

– Lo sé, Maggie -dijo él con delicadeza-. A mí tampoco me gusta. Pero no podía librarse de ninguna manera.

Era una fea historia, con un triste final. Desde luego, no era el final feliz que Sarah había esperado vivir con Seth ni el que cualquiera que la conociera le habría deseado.

– Odio que esto le pase a Sarah.

– Yo también -afirmó Everett, poniendo en marcha el coche. Tenderloin no estaba lejos de los tribunales, así que, unos minutos después, se detenía frente a la casa de Maggie.

– ¿Tu avión sale esta noche? -preguntó Maggie con tristeza.

– Eso creo. Me necesitarán en la oficina mañana por la mañana. Tengo que comprobar todas las fotos y coordinar el reportaje. ¿Quieres que vayamos a comer algo antes de marcharme? -No le apetecía en absoluto dejarla, pero llevaba más de un mes en San Francisco y Scoop quería que volviera.

– Me parece que no podría comer nada -respondió ella sinceramente. Luego se volvió hacia él con una sonrisa melancólica-. Te extrañaré, Everett.

Se había acostumbrado a que estuviera allí, a verlo cada día, en el juzgado y después. Habían cenado juntos casi cada noche. Su marcha iba a dejar un vacío terrible en su vida.

Pero también comprendía que le daría la oportunidad de ver qué sentía por él. Tenía que tomar decisiones importantes, no muy diferentes de las de Sarah; aunque ella no tenía nada que esperar con ilusión si se quedaba con Seth, excepto que saliera de la cárcel dentro de mucho tiempo. Su condena todavía no había empezado, ni siquiera la habían fijado. Y la suya sería igual de larga que la de él. A Maggie le parecía un castigo demasiado duro y cruel para Sarah. En su caso, había bendiciones en cualquier decisión que tomara, aunque también pérdidas. En cualquier opción se entretejían una perdida y un beneficio. Era imposible separarlos; por esa razón le resultaba tan difícil tomar una decisión.

– Yo también te echaré de menos, Maggie -dijo Everett sonriéndole-. Te veré cuando vuelva para la sentencia; también podría venir alguna vez a pasar el día, si quieres. Tú decides. Lo único que tienes que hacer es llamarme.

– Gracias -respondió Maggie en voz baja, mirándolo.

Él se inclinó y la besó. Ella sintió que su corazón volaba hacia él. Se abrazó a él unos momentos, preguntándose cómo podría renunciar a eso, pero consciente de que quizá tendría que hacerlo. Salió del coche sin decir nada más. Everett sabía que lo quería, igual que ella sabía que él la quería. No tenían nada más que decirse por el momento.

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