Capítulo 4

Aquella noche, Melanie permaneció en la calle mucho rato, frente al Ritz-Carlton, ayudando a los heridos, tratando de llevar a los paramédicos hasta ellos. Encontró dos niñas que estaban perdidas y las ayudó a buscar a su madre. No era mucho lo que podía hacer, ya que no tenía los conocimientos de enfermería de la hermana Mary Magdalen, pero podía dar consuelo y tranquilizar. Uno de sus músicos la siguió durante un rato, pero luego fue a reunirse con los demás en el refugio. Melanie ya era mayor y podía cuidar de sí misma. Nadie de su grupo se había quedado con ella. Todavía llevaba el vestido y los zapatos de plataforma que lucía en el escenario, y por encima, la chaqueta del esmoquin alquilado de Everett, que ahora estaba sucia, manchada de polvo y de la sangre de las personas a las que había atendido. Pero estar allí hacía que se sintiera bien. Por primera vez, en mucho tiempo, pese al polvo de yeso que flotaba en el aire, sentía que podía respirar.

Se sentó en la parte de atrás de un coche de bomberos, para comer un donut, beber una taza de café y hablar con los bomberos sobre lo que había pasado. Los hombres estaban sorprendidos y felices de estar tomando café con Melanie Free.

– ¿Cómo es ser Melanie Free? -preguntó uno de los bomberos más jóvenes.

Había nacido en San Francisco y había crecido en Mission. Su padre era policía, igual que dos de sus hermanos; otros dos eran bomberos como él. Todas sus hermanas se habían casado justo al acabar el instituto. Melanie Free estaba tan lejos de su vida como cualquier otra persona, aunque viéndola tomar el café y el donut, le parecía igual que cualquier otra persona.

– A veces es divertido -respondió ella-. Y a veces es una mierda. Es mucho trabajo y mucha presión, especialmente cuando damos conciertos. Y la prensa es un coñazo.

Todos se echaron a reír por su comentario, mientras ella cogía otro donut. El bombero que le había hecho la pregunta tenía veintidós años y tres hijos. Pensaba que la vida de Melanie parecía mucho más interesante que la suya, aunque quería mucho a su mujer y a sus hijos.

– ¿Y a ti? -le preguntó ella-. ¿Te gusta lo que haces?

– Sí. Casi siempre. Sobre todo en una noche como esta. Tienes la sensación de que estás haciendo algo importante, algo bueno. Es mucho mejor que cuando te tiran botellas de cerveza o te disparan sin más cuando vas a Bay West a apagar un incendio que ellos mismos han provocado. Pero no siempre es así. La mayoría de las veces me gusta ser bombero.

– Los bomberos son muy guapos -comentó Melanie y luego soltó una risita. Ni se acordaba de la última vez que se había comido dos donuts. Su madre la habría matado. A diferencia de Janet, y debido a su insistencia, ella siempre estaba a dieta. Era una de las pequeñas servidumbres de la fama. Allí, sentada en el peldaño más bajo del camión, charlando con los bomberos, aparentaba menos de los diecinueve años que tenía.

– Tú también eres muy guapa -dijo uno de los bomberos de más edad al pasar junto a ellos.

Acababa de pasar cuatro horas sacando a varias personas de un ascensor donde habían quedado atrapadas. Una mujer se había desmayado; los demás estaban bien. Había sido un día muy largo para todos. Melanie saludó con la mano a las dos niñas que había encontrado y que ahora pasaban por delante de ella con su madre, camino del refugio. La madre se quedó atónita cuando se dio cuenta de que era Melanie. Incluso con su largo pelo rubio sin peinar y enredado y la cara sucia, era fácil reconocer a la estrella.

– ¿No te cansas de que la gente te reconozca? -le preguntó uno de los bomberos.

– Sí, mucho. Mi novio lo detesta. Una vez, le pegó un puñetazo en la cara a un fotógrafo y acabó en la cárcel. La verdad es que lo saca de quicio.

– No me sorprende. -El bombero sonrió y volvió al trabajo.

Los hombres que quedaban le dijeron que debería ir al refugio. Allí estaría más segura. Durante toda la noche había estado ayudando a los huéspedes del hotel y a diversos desconocidos, pero el Departamento de Servicios de Emergencia quería que todos fueran a los refugios. Caían cascotes por todas partes, trozos de ventana, junto con anuncios y pedazos de hormigón de los edificios. Sin mencionar los cables eléctricos que eran un peligro constante. Realmente, no era seguro que se quedara en la calle.

El más joven de los bomberos se ofreció para acompañarla las dos manzanas que había hasta el refugio y ella aceptó a regañadientes. Eran las siete de la mañana y sabía que su madre estaría muerta de preocupación; probablemente le habría dado un ataque de nervios, después de tantas horas sin saber dónde estaba su hija. Melanie fue charlando tranquilamente con el joven bombero hasta llegar a la iglesia adonde enviaban a todo el mundo. El edificio estaba lleno a rebosar y los voluntarios de la Cruz Roja y miembros de la iglesia estaban sirviendo el desayuno. Cuando vio aquella multitud, Melanie pensó que no iba a encontrar a su madre. Se despidió del bombero en la puerta, le agradeció que la hubiera acompañado y se abrió camino entre la gente, buscando a alguien conocido. Era un grupo enorme de personas, que hablaban, lloraban, reían; algunas parecían preocupadas y había cientos sentadas en el suelo.

Finalmente encontró a su madre, sentada junto a Ashley y Pam, la secretaria de Melanie. Llevaban horas preocupadas por ella. Janet soltó un chillido al verla y corrió a abrazarla. La estrechó con tanta fuerza que casi la aplastó y, a continuación, la riñó a voz en grito por desaparecer toda la noche.

– Dios mío, Mel, pensaba que estarías muerta, electrocutada, que te habría caído un trozo del hotel en la cabeza.

– No, solo estaba ayudando un poco -dijo Melanie, en voz baja. Su voz se atenuaba hasta casi ser inaudible cuando estaba cerca de su madre.

Vio que Ashley estaba muy pálida. La pobre estaba muerta de miedo; había quedado traumatizada por el terremoto. Había pasado toda la noche acurrucada junto a Jake, aunque él no le hacía ningún caso, ya que dormía para eliminar todo lo que había bebido y fumado antes del seísmo.

Al oír chillar a Janet, abrió un ojo y miró a Melanie. Parecía tener una resaca horrible, y contemplaba a Melanie con curiosidad. Ni siquiera se acordaba de su actuación, y tampoco estaba seguro de haber estado allí, aunque sí recordaba las sacudidas del terremoto.

– Bonita chaqueta -comentó, entornando los ojos y mirando la sucia chaqueta de esmoquin-. ¿Dónde has estado toda la noche? -Parecía más interesado que preocupado.

– Ocupada -contestó, pero no se inclinó para besarlo.

Tenía un aspecto horrible. Había estado tumbado en el suelo, durmiendo como un tronco, con la chaqueta enrollada debajo de la cabeza, a guisa de almohada. La mayoría de su equipo dormía cerca de allí, igual que los músicos.

– ¿No tenías miedo de estar allí fuera? -preguntó Ashley, que parecía aterrada.

Melanie negó con la cabeza.

– No. Mucha gente necesitaba ayuda. Niños perdidos, adultos que necesitaban a los paramédicos. Muchas personas habían sufrido cortes por los cristales que caían. He hecho lo que he podido.

– No eres enfermera, por todos los santos -le espetó su madre-. Has ganado un Grammy. Los ganadores de un Grammy no van por ahí limpiándole los mocos a nadie. -Janet la miraba furiosa. No era la imagen que quería para su hija.

– ¿Por qué no, mamá? ¿Qué hay de malo en ayudar a los demás? Había muchas personas asustadas que necesitaban que alguien hiciera lo que pudiera.

– Que lo hagan otros -zanjó la madre, tumbándose junto a Jake-. Dios, me gustaría saber cuánto tiempo vamos a tener que quedarnos aquí. Han dicho que el aeropuerto está cerrado por daños en la torre. Espero que nos envíen a casa de una puñetera vez en el avión privado.

Estas cosas tenían mucha importancia para ella. Insistía mucho en sacar el máximo partido de todas las ventajas que les ofrecían. Todo eso le importaba más a ella que a Melanie. A Melanie le habría parecido igual de bien viajar en un autobús Greyhound.

– ¿Qué importancia tiene, mamá? A lo mejor podemos alquilar un coche para volver a casa. Lo más importante es que podamos volver. No tengo otro concierto hasta la semana que viene.

– No voy a quedarme aquí, en el suelo de una iglesia, toda una semana. La espalda me está matando. Tienen que alojarnos en algún sitio decente.

– Todos los hoteles están cerrados, mamá. Los generadores no funcionan, los edificios son peligrosos y los frigoríficos están fuera de servicio. -Melanie lo sabía por lo que le habían dicho los bomberos-. Por lo menos, aquí estamos a salvo.

– Quiero volver a Los Ángeles -se quejó la madre. Le dijo a Pam que siguiera preguntando cuándo abrirían el aeropuerto, y ella lo prometió que lo haría.

Pam admiraba a Melanie por haber ayudado a la gente durante toda la noche. Ella se la había pasado llevándole a Janet mantas, cigarrillos y café que preparaban en hornillos de butano en el comedor. Ashley estaba tan aterrorizada que había vomitado dos veces. Jake se durmió al momento, borracho como una cuba. Había sido una noche terrible, pero por lo menos todos estaban vivos.

Tanto la peluquera como la mánager de Melanie estaban en la entrada, sirviendo sándwiches y galletas y repartiendo botellas de agua. La comida, procedente de la enorme cocina de la iglesia en la que daban de comer a los sin hogar, se acabó rápidamente. Después, entregaron a la gente latas de pavo, jamón en salsa picante y cecina de buey. No faltaba mucho para que se quedaran sin nada. A Melanie no le importaba; de todos modos, no tenía hambre.

A mediodía, les dijeron que los llevarían a un refugio en Presidio. Iban a llegar autobuses y saldrían de la iglesia por turnos. Les dieron mantas, sacos de dormir y productos de higiene personal, como cepillos de dientes y dentífrico, que añadieron a sus pertenencias, ya que no iban a volver a la iglesia.

Melanie y su grupo no consiguieron subir a un autobús hasta las tres de la tarde. La joven había logrado dormir un par de horas y se encontraba bien mientras ayudaba a su madre a enrollar las mantas; luego sacudió a Jake para despertarlo.

– Despierta, Jackey, nos vamos -dijo, preguntándose qué drogas se habría tomado la noche anterior.

Había estado fuera de combate todo el día y todavía parecía tener resaca. Era un hombre guapo, pero cuando se levantó y miró alrededor, tenía muy mal aspecto.

– Dios, odio esta película. Parece el escenario de una de esas superproducciones de desastres y me siento como un extra cualquiera. Todo el rato estoy esperando que venga alguien para que me pinte sangre en la cara y me ponga una venda en la cabeza.

– Tendrías un aspecto de fábula, incluso con la sangre y el vendaje -le aseguró Melanie, mientras se recogía el pelo en una trenza.

Su madre no paró de quejarse hasta que llegaron al autobús, porque la manera en que los trataban era asquerosa y porque nadie parecía saber quiénes eran. Melanie le aseguró que ellas no eran distintas y que a nadie importaban. Eran solo un puñado de personas que habían sobrevivido al terremoto; no eran diferentes de los demás.

– Cállate ya, niña -la riñó su madre-. Esta no es la manera de hablar de una estrella.

– Aquí no soy una estrella, mamá. A nadie le importa un comino si sé cantar. Están cansados, hambrientos y asustados; todos quieren irse a casa, igual que nosotros. No somos diferentes.

– A ver si la convences, Mellie -dijo uno de los músicos mientras subían al autobús.

Justo entonces, dos adolescentes la reconocieron y se pusieron a chillar. Les firmó autógrafos a las dos, aunque le pareció absurdo. Se sentía cualquier cosa menos una estrella, sucia y vestida a medias, con una chaqueta masculina de esmoquin que había visto días mejores y con el vestido de malla y lentejuelas que había llevado en el escenario, roto.

– Cántanos algo, Melanie -suplicaron y Melanie se echó a reír.

Les dijo que no iba a cantar de ninguna manera. Eran jóvenes y tontas; solo tendrían unos catorce años. Vivían cerca de la iglesia con su familia y viajaban en el autobús con ella. Dijeron que parte de su edificio de pisos se había desplomado y que la policía las había rescatado; nadie había resultado herido, salvo una anciana que vivía en el piso más alto y que se había roto una pierna. Tenían montones de historias que contar.

Cuando llegaron a Presidio, veinte minutos después, los acompañaron a unos viejos hangares militares, donde la Cruz Roja había instalado catres y un comedor. En uno de los hangares habían organizado un hospital de campaña, con personal médico voluntario, paramédicos, médicos y enfermeras de la Guardia Nacional, voluntarios de las iglesias locales y voluntarios de la Cruz Roja.

– A lo mejor pueden sacarnos de aquí en helicóptero -dijo Janet al sentarse en el catre, horrorizada por aquel alojamiento.

Jake y Ashley fueron a buscar algo para comer y Pam se ofreció a llevarle comida a Janet, porque esta dijo que estaba demasiado cansada y traumatizada para moverse. No era tan vieja para mostrarse tan indefensa, pero no veía razón alguna para hacer cola durante horas a fin de conseguir una comida asquerosa. Los músicos y los encargados del equipo estaban fuera, fumando. Cuando todos los demás se fueron, Melanie se deslizó discretamente entre la multitud para ir hasta las mesas de la entrada. Habló con la encargada en voz baja. Era una sargento de la reserva de la Guardia Nacional, con traje de faena de camuflaje y botas de combate. Miró a Melanie, sorprendida, y la reconoció de inmediato.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó con una cálida sonrisa. No dijo el nombre de Melanie. No era necesario. Las dos sabían quién era.

– Anoche actué en una gala benéfica -contestó Melanie en voz queda. Le dedicó una amplia sonrisa a la mujer del uniforme de faena-. Me he quedado atrapada aquí, como todos los demás.

– ¿En qué puedo ayudarte? -Estaba entusiasmada por conocer a Melanie en persona.

– Quería preguntar qué puedo hacer para ayudar. -Sería mejor que quedarse sentada en su catre, oyendo cómo se quejaba su madre-. ¿Necesitan voluntarios?

– Sé que hay algunos en el comedor, cocinando y sirviendo comida. El hospital de campaña está un poco más calle arriba y no estoy segura de que necesitan. Podría darte trabajo en el mostrador, pero es posible que te asedien si te reconocen.

Melanie asintió. Ella también lo había pensado.

– Probaré primero en el hospital. -Parecía lo mejor.

– Me parece bien. Vuelve a verme si no encuentras nada allí. Esto se ha convertido en un caos desde que los autobuses empezaron a llegar. Esperamos a otras cincuenta mil personas en Presidio esta noche. Las están recogiendo por toda la ciudad.

– Gracias -dijo Melanie y volvió donde estaba su madre.

Janet estaba echada en el catre, comiendo un Popsicle que Pam le había llevado; tenía una bolsa de galletas en la otra mano.

– ¿Dónde has estado? -preguntó mirando a su hija.

– Echando una ojeada -respondió Melanie vagamente-. Volveré dentro de un rato -añadió.

Empezó a marcharse y Pam la siguió. Le dijo a su secretaria que iba al hospital de campaña a presentarse voluntaria.

– ¿Estás segura? -preguntó Pam, con aire preocupado.

– Sí, lo estoy. No quiero quedarme aquí sentada, sin hacer nada, escuchando cómo se queja mi madre. Prefiero ser útil.

– He oído que tienen suficiente personal con los voluntarios de la Guardia Nacional y la Cruz Roja.

– Tal vez, pero he pensado que en el hospital quizá necesiten más ayuda. Aquí no hay mucho que hacer, excepto repartir agua y servir comida. Volveré dentro de un rato; si no lo hago, ya sabes dónde encontrarme. El hospital de campaña está calle arriba.

Pam asintió y volvió con Janet, que dijo que le dolía la cabeza y que necesitaba una aspirina y agua. Daban ambas cosas en el comedor. Mucha gente tenía dolor de cabeza debido al polvo, a los nervios y a la impresión. A Pam también le dolía, por lo ocurrido la noche anterior y por las continuas exigencias de Janet.

Melanie salió del edificio, sin llamar la atención y sin que nadie la viera, con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Se sorprendió al encontrar una moneda en el bolsillo. No la había visto antes. La sacó mientras caminaba. Tenía un número romano, I, con las letras AA, y en el otro lado la Oración de la Serenidad. Supuso que sería de Everett Carson, el fotógrafo que le había prestado la chaqueta. Volvió a meterla en el bolsillo, mientras deseaba llevar puestos otros zapatos. Andar por la calle de cemento con guijarros era todo un reto con los zapatos de plataforma que había llevado en el escenario. Hacían que se sintiera inestable.

Llegó al hospital en menos de cinco minutos; allí se encontró con un murmullo de actividad. Usaban un generador para alumbrar el vestíbulo y tenían una cantidad asombrosa de aparatos e instrumental que estaba almacenado en Presidio o que habían enviado de los hospitales cercanos. Parecían unas instalaciones muy profesionales, llenas de batas blancas, uniformes militares y brazaletes de la Cruz Roja. Por unos momentos, Melanie se sintió fuera de lugar y estúpida por querer presentarse voluntaria.

En la entrada había un mostrador para registrar a los que llegaban, así que al igual que había hecho en el hangar que les habían asignado, preguntó al soldado que había allí si necesitaban ayuda.

– Pues claro. -Sonrió ampliamente.

Tenía un acento muy marcado del Sur, y unos dientes que parecían teclas de piano cuando sonreía. Se sintió aliviada al ver que no la había reconocido. El soldado fue a preguntar a alguien dónde necesitaban voluntarios y volvió al cabo de un momento.

– ¿Qué te parece trabajar con los sin hogar? Los han estado trayendo todo el día.

Muchos de los heridos eran personas que vivían en las calles.

– Por mí, bien -respondió devolviéndole la sonrisa.

– Muchos han resultado heridos mientras dormían en la entrada de las casas. Llevamos horas curándolos. Junto a todos los demás.

Los pacientes sin hogar eran el mayor problema, puesto que ya estaban mal antes del terremoto; muchos de ellos eran enfermos mentales difíciles de manejar. Melanie no se dejó amedrentar por sus palabras. Aunque el soldado no le dijo que uno de ellos había perdido una pierna cuando se la cortó una ventana. De todos modos se lo habían llevado en ambulancia a otro sitio. La mayoría de los que trataban en el hospital de campaña tenían heridas leves, pero había muchos; en realidad, miles.

Dos voluntarios de la Cruz Roja se encargaban de atender a los que llegaban. También habían acudido asistentes sociales, para ver si podían prestar alguna ayuda. Intentaban convencer a los sin hogar para que se apuntaran a los programas que la ciudad ofrecía para ellos o para conseguirles una plaza en los refugios permanentes, si reunían las condiciones; pero incluso si las reunían, algunos no tenían ningún interés en hacerlo. Estaban en Presidio porque no tenían ningún otro lugar a donde ir. Allí, todos tenían una cama y comida gratis. Había todo un vestíbulo acondicionado para duchas.

– ¿Quieres que te demos otra cosa para ponerte? -le preguntó sonriendo una de las voluntarias al mando-. Debía de ser un vestido increíble. Pero podrías provocarle un ataque al corazón a alguien, si se te abre la chaqueta -dijo con una amplia sonrisa.

Melanie se echó a reír y bajó la cabeza para mirar su voluptuoso pecho, que asomaba, exuberante, por la abertura de la chaqueta y los restos del vestido. Lo había olvidado por completo.

– Sería estupendo. Y si es posible, también me vendrían muy bien un par de zapatos. Estos me están matando y es difícil moverse con ellos.

– Lo entiendo -comentó la voluntaria-. Tenemos toneladas de chancletas al fondo del hangar. Alguien las ha enviado para la gente que salió corriendo descalza de casa. Llevamos todo el día arrancando trozos de vidrio de los pies.

Más de la mitad de los que estaban allí no llevaban zapatos. Melanie agradeció la propuesta de las chancletas, y alguien le dio unos pantalones de camuflaje y una camiseta para acompañarlos. En la camiseta ponía «Harvey's Bail Bonds», y los pantalones le iban demasiado grandes, pero encontró un trozo de cuerda que se ató a la cintura para sujetarlos. Se puso las chancletas y tiró los zapatos, el vestido y la chaqueta del esmoquin. No creía que volviera a ver a Everett. Sintió tirar la chaqueta, pero estaba hecha un desastre, llena de polvo de yeso y suciedad; sin embargo, en el último momento se acordó de la moneda y se la metió en el bolsillo de los pantalones del ejército. Le parecía que era un amuleto de la buena suerte y, si alguna vez volvía a verlo, podría devolvérsela en lugar de la chaqueta.

Cinco minutos después, con una tablilla en la mano, estaba anotando el nombre de aquellos con los que hablaba: hombres que llevaban años viviendo en la calle y que apestaban a alcohol; mujeres adictas a la heroína, a las que no les quedaban dientes; niños que habían resultado heridos y estaban allí, con sus padres, procedentes de Marina y Pacific Heights. Parejas jóvenes, ancianos, personas que a todas luces poseían medios y otras que eran indigentes. Personas de todas las razas, edades y tamaños. Era una muestra representativa de la ciudad y de la vida real. Algunos seguían deambulando en estado de choque, diciendo que sus casas se habían derrumbado; otros, con los tobillos o las piernas rotos o con esguinces deambulaban cojeando de un lado para otro. Vio numerosas personas con hombros y brazos rotos. Melanie no paró ni un momento durante horas, ni siquiera para comer o sentarse. Nunca había sido tan feliz en su vida ni había trabajado tan duro. Era casi medianoche cuando las cosas empezaron a tranquilizarse; para entonces llevaba allí ocho horas, sin descanso, pero no le importaba lo más mínimo.

– ¡Eh, rubia! -gritó un hombre viejo. Ella se detuvo para darle el bastón-. ¿Qué hace aquí una chica tan bonita? ¿Estás en el ejército?

– No. Solo me han prestado los pantalones. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Necesito que alguien me acompañe al baño. ¿Puedes buscarme algún hombre?

– Claro.

Fue a buscar a uno de los reservas de la Guardia Nacional y lo acompañó hasta el hombre del bastón. Los dos se marcharon hacia las letrinas portátiles instaladas en la parte trasera. Un momento después, se sentó por primera vez en toda la noche y aceptó, agradecida, la botella de agua que le tendía una voluntaria de la Cruz Roja.

– Gracias. -Melanie sonrió.

Estaba muerta de sed, pero no había tenido tiempo de beber desde hacía horas. Tampoco había comido nada desde el mediodía, pero ni siquiera tenía hambre, a causa del cansancio. Estaba saboreando el agua antes de volver al trabajo, cuando una mujer menuda y pelirroja pasó a toda velocidad junto a ella; llevaba vaqueros, una sudadera y unas botas Converse de color rosa. En el hospital hacía calor; la sudadera era de un rosa encendido y decía: «Jesús está viniendo. Finge estar ocupado». La mujer que la llevaba tenía unos luminosos ojos azules que miraron a Melanie; luego le dirigió una amplia sonrisa.

– Me gustó mucho tu actuación anoche -susurró la mujer de la sudadera rosa.

– ¿De verdad? ¿Estabas allí? -Era evidente que, si lo decía, era porque había estado. Le parecía que habían pasado un millón de años desde el concierto y el terremoto que había golpeado la ciudad antes de que ella terminara-. Gracias. Menuda noche, ¿verdad? ¿Saliste bien librada? -La pelirroja, que parecía ilesa, llevaba una bandeja con vendajes, esparadrapo y un par de tijeras médicas-. ¿Estás con la Cruz Roja?

– No, soy enfermera. -Sin embargo, parecía una chica de campamento con su camiseta rosa y sus botas deportivas. También llevaba una cruz colgando sobre el pecho y Melanie sonrió al ver lo que ponía en la camiseta. La mirada de sus ojos azules era eléctrica y, sin ninguna duda, parecía ocupada-. Y tú, ¿estás con la Cruz Roja? -preguntó.

Le iría bien un poco de ayuda. Llevaba horas cosiendo cortes pequeños y enviando a la gente a dormir a otras salas. Intentaban que las oleadas de gente que llegaba al hospital de campaña entrara y saliera lo más rápido posible, y atendían a las víctimas según la gravedad de sus heridas, lo mejor que podían. Mandaban los casos peores a los hospitales, donde había aparatos para mantenerlos con vida. El hospital de campaña impedía que los casos de menor importancia acabaran en las salas de urgencias de los hospitales; de ese modo, ellos podían ocuparse de los heridos graves. Hasta el momento, el sistema funcionaba.

– No, simplemente estaba aquí y pensé que podría ayudar -explicó Melanie.

– Buena chica. ¿Qué tal se te da ver cómo cosen a la gente? ¿Te desmayas cuando ves sangre?

– Hasta ahora no -dijo Melanie. Había visto mucha sangre desde la noche anterior, y por el momento no le había dado aprensión, a diferencia de su amiga Ashley, Jake y su madre. Ella lo aguantaba bien.

– Estupendo. Entonces, ven y ayúdame.

Llevó a Melanie de vuelta a la parte de atrás del hangar, donde había organizado una pequeña zona de trabajo, con una camilla de reconocimiento improvisada y material esterilizado. La gente hacía cola, esperando a que les cosieran las heridas. Al cabo de un momento, Melanie ya se había lavado las manos con una solución quirúrgica y le estaba dando lo que necesitaba para coser cuidadosamente a sus pacientes. La mayoría de las heridas no tenían mucha importancia, pero había algunas raras excepciones. La mujer menuda y pelirroja no paraba ni un momento. Alrededor de las dos de la madrugada hubo un período de calma y las dos pudieron sentarse para beber agua y charlar unos momentos.

– Sé cómo te llamas -dijo con una sonrisa aquel pequeño elfo de pelo rojo-, pero he olvidado decirte mi nombre. Soy Maggie. La hermana Maggie -añadió.

– ¿Hermana? ¿Eres monja? -Melanie estaba atónita. En ningún momento se le había ocurrido que esa menuda visión vestida de rosa, con el pelo del color de las llamas podía ser monja. Nada lo hacía adivinar, excepto quizá la cruz colgada del cuello, pero cualquiera podía llevar una-. De verdad que no pareces una monja -dijo Melanie, riendo.

De niña había ido a una escuela católica y entonces pensaba que algunas de las monjas eran enrolladas, por lo menos las jóvenes. Todas estaban de acuerdo en que las mayores eran mezquinas, pero no se lo dijo a Maggie. No había nada mezquino en ella; era toda luz, sonrisas, alegría y trabajo duro, muy duro. Melanie pensó que tenía una manera encantadora de tratar a la gente.

– Sí que parezco una monja -insistió Maggie-. Este es el aspecto que tienen las monjas ahora.

– No cuando yo estaba en la escuela -replicó Melanie-. Me encanta tu sudadera.

– Me la dieron unos chicos que conozco. No estoy segura de que el obispo la aprobara, pero hace reír a la gente. Pensé que hoy era el día indicado para ponérmela. La gente necesita sonreír. Parece que ha habido muchos daños en la ciudad y muchos hogares destruidos, sobre todo por el fuego. ¿Dónde vives, Melanie? -preguntó la hermana Maggie con interés, mientras terminaban el agua y se levantaban.

– En Los Ángeles, con mi madre.

– Eso está muy bien -aprobó Maggie-. Con tu éxito, podrías andar por ahí sola o metiéndote en montones de problemas. ¿Tienes novio?

Melanie sonrió en respuesta y asintió.

– Sí. También está aquí. Seguramente estará dormido en el hangar que nos asignaron. Una amiga vino conmigo al concierto; mi madre también está aquí y los músicos del grupo, claro.

– Parece un montón de gente. ¿Tu novio te trata bien? -Los brillantes ojos azules la miraban atentamente.

Melanie vaciló antes de contestar. La hermana Maggie sentía interés por Melanie. Parecía una chica tan buena y lista… Nada en ella delataba que fuera famosa. Melanie no era en absoluto pretenciosa; era sencilla, hasta parecía humilde. A Maggie le gustaba mucho esto en ella. Actuaba como cualquier chica de su edad, no como una estrella.

– A veces es agradable conmigo -respondió Melanie-. Tiene sus propios problemas. A menudo son un obstáculo.

Maggie leyó entre líneas y sospechó que probablemente bebía demasiado o se drogaba. Lo que más la sorprendía era que Melanie no tenía aspecto de hacer lo mismo. Había acudido a trabajar al hospital por propia iniciativa, quería ayudar sinceramente, y era muy útil y sensata en lo que hacía. Era una persona con los pies en el suelo.

– Lástima -comentó Maggie.

Luego le dijo a Melanie que ya había trabajado bastante. Llevaba casi once horas seguidas, además de no haber dormido casi nada la noche anterior. Le dijo que volviera a la sala donde estaban su madre y los demás y descansara un poco; de lo contrario, al día siguiente no serviría para nada. Maggie dormiría en un catre en una zona del hospital que habían preparado para los voluntarios y el personal médico. Planeaban abrir un edificio independiente para alojarlos, pero todavía no lo habían hecho.

– ¿Puedo volver mañana? -preguntó Melanie, esperanzada. Le había encantado el tiempo que había pasado allí; se sentía realmente útil, lo cual hacía que el tiempo que debían esperar hasta volver a casa fuera más interesante y pasara más deprisa.

– Sí, ven en cuanto te despiertes. Puedes desayunar en el comedor. Yo estaré aquí. Puedes venir siempre que quieras -dijo la hermana Maggie con cariño.

– Gracias -dijo Melanie, educadamente, todavía sorprendida de que fuera monja-. Hasta mañana, hermana.

– Buenas noches, Melanie. -Maggie sonrió cálidamente-. Gracias por tu ayuda.

Al alejarse, Melanie dijo adiós con la mano; la hermana se quedó mirándola. Era una joven muy bonita y aunque no estaba segura de por qué, Maggie tenía la sensación de que andaba buscando algo, que en su vida faltaba algo importante. Era difícil de creer, siendo tan guapa, con una voz como la suya y con el éxito que tenía. Maggie esperaba que, fuera lo que fuese lo que estuviera buscando, lo encontrara.

Maggie fue a informar que se marchaba a dormir un poco. Mientras volvía a la sala donde había dejado a los demás, Melanie sonreía. Le había encantado trabajar con Maggie. Todavía le costaba creer que aquella mujer tan llena de vida fuera monja. Melanie no pudo evitar desear tener una madre así, llena de compasión, calidez y sabiduría, en lugar de la que tenía, que siempre la presionaba y vivía a través de su hija. Melanie era muy consciente de que su madre también quería ser una estrella y creía que lo era porque su hija lo había conseguido y había alcanzado el estrellato. A veces, resultaba una carga muy pesada ser el sueño de su madre, en lugar de tener el suyo propio. Ni siquiera estaba segura de cuáles eran sus sueños. Lo único que sabía era que durante unas horas, y más de lo que nunca había sentido en el escenario, le parecía haber encontrado su sueño aquella noche, inmediatamente después ti el terremoto de San Francisco.

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