Capítulo 7

Al día siguiente, Tom volvió al hospital con aire compungido para ver a Melanie. La encontró cuando se dirigía a un cobertizo donde usaban lavadoras que funcionaban con butano para hacer la colada. Iba muy cargada de ropa y, al verlo, estuvo a punto de tropezar. El la ayudó a cargar las máquinas mientras se disculpaba por su estupidez cuando se conocieron.

– Lo siento, Melanie. No suelo ser tan tonto. No establecí la relación. Supongo que no esperaba encontrarte aquí.

Ella le sonrió; no parecía molesta porque no la hubiera reconocido. De hecho, lo prefería.

– Canté en una gala benéfica, aquí, el jueves por la noche.

– Me encanta tu música y tu voz. Sabía que me resultabas familiar -dijo riendo, relajándose por fin-. Pero creí que debía de conocerte de Berkeley.

– Ya me gustaría -respondió ella sonriendo, mientras volvían al exterior-. Me gustó que no supieras quién era. A veces es muy pesado que todos me conozcan y me hagan la pelota -dijo sin rodeos.

– Sí, apuesto a que sí.

Volvieron al patio principal, cogieron unas botellas de agua de una carretilla y se sentaron a charlar. Era un lugar bonito, con el puente del Golden Gate a lo lejos y la bahía brillando bajo la luz del sol.

– ¿Te gusta lo que haces? Me refiero al trabajo… -preguntó Tom.

– A veces. Aunque a veces es duro. Mi madre me presiona mucho. Sé que debería estar agradecida. Le debo mi carrera y mi éxito. No deja de repetírmelo. Pero ella lo desea más que yo. A mí solo me gusta cantar; me encanta la música. A veces, los conciertos son divertidos, y las giras y todo eso. Pero otras veces, es demasiado. Y no puedes elegir. Tienes que hacerlo a tope o no hacerlo. No puedes quedarte a medias.

– ¿Alguna vez te has tomado un descanso? ¿Tiempo libre?

Melanie negó con la cabeza y luego se echó a reír, consciente de lo joven que parecía.

– Mi madre no me deja. Dice que sería un suicidio profesional. Dice que a mi edad no se toman descansos. Yo quería ir a la universidad, pero debido a lo que estaba haciendo no había manera. Empecé a ser popular el primer año de instituto, así que dejé la escuela, tuve profesores particulares y conseguí mi bachillerato. No hablaba en broma. Me encantaría ir a la escuela de enfermería. Pero mi madre nunca me dejaría.

Incluso a ella le sonaba al cuento de la pobre niña rica. Pero Tom la entendía e intuía las presiones a las que Melanie estaba sometida. No le parecía divertido, aunque los demás pensaran lo contrario. La joven parecía triste cuando hablaba de ello, como si se hubiera perdido una parte importante de su juventud, lo cual era cierto. Al mirarla, Tom era consciente de ello y lo sentía por ella.

– Me encantaría verte actuar, en algún momento -dijo, pensativo-. Quiero decir, ahora que te conozco.

– Tengo un concierto en Los Ángeles, en junio. Luego me iré de gira. Primero a Las Vegas y luego por todo el país. Julio, agosto y parte de septiembre. A lo mejor, puedes venir en junio. -Le gustaba la idea y a él también, aunque acababan de conocerse.

Volvieron lentamente hacia el hospital y él la dejó en la entrada, aunque prometió ir a buscarla más tarde. No le había preguntado si tenía novio y ella había olvidado mencionar a Jake. Este se estaba portando de manera muy desagradable desde que estaban allí, quejándose sin parar. Quería irse a casa, igual que las otras ochenta mil personas, pero ellas parecían soportarlo con paciencia. Los inconvenientes que todos sufrían no habían sido ideados para irritarlo únicamente a él. La noche anterior, Melanie le había comentado a Ashley que Jake era como un niño pequeño. Además, se estaba hartando de ocuparse de él. Era muy inmaduro y egoísta. Se olvidó de Jake, incluso de Tom, cuando volvió al trabajo con Maggie.


La reunión de Alcohólicos Anónimos organizada por Everett aquella noche, en el campamento, fue un éxito. Con gran sorpresa por su parte, acudieron casi un centenar de personas, entusiasmadas por poder reunirse. El letrero de Amigos de Bill W. había atraído a los enterados e iniciados y el anuncio público hecho por la mañana en el patio había informado a todos de adonde debían ir. La reunión duró dos horas, y participó un número sorprendente de personas. Everett se sentía como un hombre nuevo cuando entró en el hospital a las ocho y media para contárselo a Maggie. Observó que parecía cansada.

– ¡Tenías razón! ¡Ha sido fantástico!

Al contarle el éxito de la reunión, le resplandecían los ojos con entusiasmo. Maggie estaba encantada por él. Everett se quedó por el hospital una hora, mientras había calma. Para entonces, Maggie había enviado a Melanie de vuelta a su sala. Así que los dos se sentaron y charlaron un buen rato.

Al final, dejaron el hospital juntos. Maggie firmó el registro de salida y él la acompañó de vuelta al edificio donde se alojaban los religiosos voluntarios. Había monjas, sacerdotes, pastores, hermanos, varios rabinos y dos monjes budistas con sus ropas de color naranja; iban y venían, mientras Everett y Maggie permanecían sentados en el escalón de la entrada. Él se sentía renovado después de la reunión y le dio las gracias de nuevo cuando se levantó para marcharse.

– Gracias, Maggie. Eres una amiga fantástica.

– Tú también, Everett -dijo sonriendo-. Me alegro de que saliera bien.

Por un momento, le había preocupado qué pasaría si no acudía nadie. Pero el grupo había decidido reunirse cada día, a la misma hora, y tenía la impresión de que iba a crecer de manera exponencial. Todos estaban sometidos a mucha tensión. Incluso ella lo sentía. Los sacerdotes de su edificio decían la misa cada mañana y para ella era una buena manera de empezar el día, igual que la reunión de Everett lo había sido para él. También rezaba por lo menos una hora por la noche, antes de dormirse, o tanto tiempo como conseguía permanecer despierta. Las jornadas eran largas, duras y agotadoras.

– Hasta mañana -se despidió él, antes de marcharse.

Maggie entró en el edificio donde se alojaba. Había luces, alimentadas por baterías, en la entrada y en la escalera. Pensó en él mientras entraba en la habitación que compartía con otras seis monjas; todas ellas desempeñaban diversos trabajos voluntarios en Presidio, pero, por primera vez en años, se sentía separada de ellas. Una de las monjas llevaba dos días quejándose de no poder vestir el hábito. Lo había dejado en el convento, cuando el edificio se incendió debido a una fuga de gas; todos huyeron y llegaron a Presidio en albornoz y zapatillas. Repetía que se sentía desnuda sin el hábito. En los últimos años, Maggie detestaba ponerse el suyo; lo había llevado la noche de la gala, únicamente porque no tenía ningún vestido, solo la ropa para trabajar en la calle.

Era la primera vez en su vida que se sentía aislada de las demás monjas. No estaba segura del motivo, pero, de algún modo, le parecían estrechas de miras. Pensó en las conversaciones que había tenido con Everett sobre lo mucho que le gustaba ser monja. Era verdad, pero había ocasiones en las quelas otras monjas, incluso los sacerdotes, le crispaban los nervios. A veces olvidaba que su conexión era con Dios y con los seres perdidos con los que trabajaba. Pero los miembros de las órdenes religiosas le parecían irritantes, en particular cuando pretendían ser superiores moralmente o se mostraban intolerantes respecto a sus propias elecciones en la vida.

Sin embargo, lo que estaba sintiendo la preocupaba. Everett le había preguntado si alguna vez había dudado de su vocación. Nunca lo había hecho y tampoco lo hacía ahora. Pero, de repente, echaba de menos hablar con él, sus conversaciones filosóficas, las cosas divertidas que él decía. Y pensar en él la inquietaba. No quería sentir demasiado apego por ningún hombre. Se preguntaba si esa monja estaba en lo cierto. Tal vez debían llevar el hábito, para recordar a los demás quiénes eran y para mantener la distancia. No había distancia entre Everett y ella. En las inusuales circunstancias que estaban viviendo, se habían formado sólidas amistades, vínculos imposibles de romper, incluso idilios en ciernes. Estaba dispuesta a ser amiga de Everett, pero, ciertamente, nada más. Se lo recordó a sí misma mientras se lavaba la cara con agua fría. Luego se echó en la cama y rezó, como hacía siempre. No permitió que él se entrometiera en sus plegarias, pero no había duda: seguía merodeando por su cabeza y tuvo que hacer un decidido esfuerzo para dejarlo fuera. Aquello le recordó, como nada lo había hecho desde hacía muchos años, que era la esposa de Cristo y de nadie más. No pertenecía a nadie más que a Él. Así había sido siempre, así era y así seguiría siendo. Mientras rezaba con renovado fervor, consiguió eliminar la visión de Everett de su cabeza y llenarla solo con Cristo. Cuando acabó de rezar, suspiró largamente, cerró los ojos y se quedó dormida en paz.


Melanie estaba agotada cuando volvió a su edificio aquella noche. Había sido su tercer día de duro trabajo en el hospital y, aunque le gustaba lo que hacía allí, en el camino de vuelta a la sala donde dormía tuvo que reconocer que habría sido estupendo poder tomar un baño caliente, tumbarse en su cómoda cama con la tele encendida y quedarse dormida. En cambio, compartía una sala enorme con varios cientos de personas. Estaba atestada, había mucho ruido, olía mal y la cama era dura. Sabía que pasarían allí algunos días más, ya que la ciudad estaba bloqueada y no había manera de marcharse. Tenían que arreglárselas lo mejor posible, como le decía a Jake cuando se lamentaba. Se sentía decepcionada por sus constantes quejas y porque, muchas veces, se las hacía pagar a ella. Y Ashley no era mucho mejor. No dejaba de llorar, decía que sufría un choque postraumático y que quería irse a casa. A Janet tampoco le gustaba estar allí, pero por lo menos estaba haciendo amigos, con los que hablaba constantemente de su hija, para que todos supieran lo importante y especial que era. A Melanie no le importaba. Estaba acostumbrada. Su madre hacía lo mismo dondequiera que fueran. Los músicos y los encargados del equipo también habían hecho numerosos amigos. Pasaban mucho rato con ellos y jugaban al póquer. Pam y ella eran las únicas que trabajaban, así que Melanie apenas veía a los demás.

Al entrar cogió un refresco de cerezas. La sala estaba en penumbra, ya que las luces alimentadas por baterías solo iluminaban los bordes de la estancia por la noche. Estaba lo bastante oscuro como para tropezar con la gente o incluso caerte, si no prestabas la debida atención. Había gente durmiendo en sacos de dormir en los pasillos, otros en los catres y parecía que toda la noche había niños llorando. Era como viajar en la bodega de un barco, o estar en un campo de refugiados, que es lo que era en realidad. Melanie se dirigió hacia donde estaba su grupo, formado por más de una docena de catres; algunos de los encargados del equipo dormían en el suelo, en sacos de dormir. La cama de Jake estaba junto a la suya.

Se sentó en el borde de la cama y le dio unas palmaditas en el hombro desnudo, que asomaba fuera del saco de dormir. Estaba de espaldas a ella.

– ¡Eh, cariño! -susurró en la casi completa oscuridad.

Los ruidos de la sala se apagaban al llegar la noche. La gente se iba a dormir temprano. Estaban trastornados, asustados, deprimidos por lo que habían perdido; además, por la noche no había nada que hacer, por lo tanto se iban a la cama. Al principio, Jake no se movió, así que supuso que estaba dormido; Melanie empezó a dirigirse hacia su cama. Su madre no estaba allí; se había ido a algún sitio. Cuando estaba a punto de dejarse caer sobre la cama, hubo un movimiento súbito en el saco de Jake y aparecieron dos cabezas al mismo tiempo, con aire sobresaltado y avergonzado. La primera cara era la de Ashley; la segunda, la de Jake.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó él, furioso y sorprendido.

– Duermo aquí, me parece -respondió Melanie, al principio incapaz de entender lo que veía, pero enseguida lo entendió-. Muy bonito -le dijo a Ashley, su amiga de toda la vida-. Francamente bonito. Pero ¿qué mierda estáis haciendo vosotros dos? -dijo, controlando la voz para que los demás no la oyeran.

Para entonces, Jake y Ashley se habían incorporado. Vio que estaban desnudos. Ashley hizo algunos movimientos gimnásticos y salió del saco con camiseta y tanga. Melanie reconoció que ambas cosas eran suyas.

– Eres un cabrón -espetó a Jake e intentó marcharse.

Jake la cogió por el brazo, mientras se esforzaba por salir del saco, vestido solo con calzoncillos.

– Por todos los santos, nena. Solo estábamos haciendo el tonto. No tiene ninguna importancia.

La gente empezaba a mirarlos. Lo peor era que sabían quién era ella. Su madre se había encargado de ello.

– Pues a mí me parece que sí que la tiene -replicó Melanie, volviéndose para mirarlos. Primero se dirigió a Ashley-:

– No me importa que me robes la ropa interior, Ash, pero me parece que robarme el novio es demasiado, ¿no crees?

– Lo siento, Mel -dijo Ashley, con la cabeza gacha, mientras las lágrimas le caían por las mejillas-. Pero aquí es todo tan espantoso… Estoy tan asustada… Hoy he tenido un ataque de ansiedad. Jake solo trataba de que me sintiera mejor… yo… no era… -Cada vez lloraba con más fuerza. A Melanie le daba asco mirarla.

– Ahórrate los detalles. Yo no te lo habría hecho a ti. A lo mejor, si movierais vuestro jodido culo e hicierais algo útil, no tendríais que follar para entreteneros. Me dais asco, los dos -declaró Melanie, con voz temblorosa.

– Deja esos aires de superioridad, pedazo de zorra -espetó Jake, decidiendo que la mejor defensa era el ataque. No le dio resultado.

– ¡Que te jodan! -gritó Melanie, justo cuando llegaba su madre, que parecía confundida por lo que estaba pasando. Vio que estaban discutiendo acaloradamente, pero no tenía ni idea de por qué. Había estado jugando a las cartas con unas nuevas amigas, y con un par de hombres muy atractivos.

– ¡Que te jodan a ti! ¡No eres tan fabulosa como crees! -le lanzó Jake, mientras Melanie se alejaba y su madre corría detrás de ella, con aire preocupado.

– ¿Qué ha pasado?

– No quiero hablar de ello -respondió Melanie, yendo en busca de aire fresco.

– ¡Melanie! ¿Adónde vas? -gritó Janet, mientras la gente que había alrededor se despertaba y se quedaba mirándola.

– Fuera. No te preocupes. No pienso volver a Los Ángeles -dijo antes de salir corriendo por la puerta.

Janet volvió atrás y encontró a Ashley sollozando y a Jake con un berrinche tremendo. Tiraba cosas por todas partes mientras la gente de alrededor le decía que parara o le patearían el culo. No era muy popular en la zona donde dormían. Había sido grosero con todos y no le veían ningún encanto, a pesar de ser una estrella de televisión. Janet estaba muy preocupada, así que pidió a uno de los músicos que hablara con él y le dijera que parara.

– ¡Odio este sitio! -gritó Jake y se marchó fuera con Ashley corriendo detrás de él.

Habían hecho algo estúpido, y ella lo sabía. Sabía cómo era Melanie; la lealtad y la honestidad lo eran todo para ella. Tenía miedo de que Melanie no la perdonara nunca y así se lo dijo a Jake mientras permanecían sentados en el exterior, envueltos en mantas y con los pies descalzos. Ashley miró alrededor y no vio a Melanie por ninguna parte.

– Que la jodan -gruñó Jake-. ¿Cuándo leches vas a sacarnos de aquí? -Le había preguntado a uno de los pilotos de helicóptero si podían llevarlos hasta Los Ángeles. El hombre se había quedado mirándolo como si estuviera loco. Volaban para el gobierno, no eran de alquiler.

– Nunca nos perdonará -lloriqueó Ashley.

– ¿Y qué? ¿Qué te importa? -Tragó una bocanada de aire fresco. Lo de Ashley solo había sido un poco de diversión; no tenían nada mejor que hacer y Melanie estaba tan jodidamente ocupada haciendo de Florence Nightingale… Se dijo a sí mismo y a Ashley que nada de esto habría pasado si Melanie se hubiera quedado con ellos. La culpa era suya, no de ellos-. Eres mucho más mujer que ella -dijo a Ashley, que bebió sus palabras y se acurrucó contra él.

– ¿De verdad lo crees? -preguntó, esperanzada y sintiéndose mucho menos culpable que hacía unos momentos.

– Pues claro, pequeña -afirmó.

Unos minutos más tarde volvieron dentro. Ella durmió dentro del saco de Jake, con él, ya que de todos modos Melanie no estaba allí. Janet fingió no darse cuenta, pero comprendió lo que había sucedido. En cualquier caso, Jake nunca le había caído bien. En su opinión, no era una estrella lo bastante importante para su hija; además, no le gustaban en absoluto sus historias con las drogas.

Melanie había vuelto al hospital y se acostó en una de las camas vacías que esperaban nuevos pacientes. Cuando Melanie le dijo que había habido un problema en su sala, la enfermera encargada le permitió dormir allí. La joven le prometió que se levantaría si necesitaban la cama para un paciente.

– No te preocupes -dijo la enfermera, bondadosamente-. Duerme un poco. Pareces agotada.

– Lo estoy -reconoció Melanie, pero permaneció despierta durante horas, pensando en las caras de Jake y Ashley asomando del saco de dormir.

No le sorprendía demasiado que Jake lo hubiera hecho, aunque lo odiaba por ello y pensaba que era un cerdo por engañarla con su mejor amiga. Lo que más le dolía era la traición de Ashley. Ambos eran débiles y egoístas; la utilizaban y la explotaban sin vergüenza. Sabía que eran gajes del oficio, porque ya la habían traicionado otras veces. Pero estaba harta de todas las decepciones que acompañan el estrellato ¿Qué pasaba con el amor, la honradez, la decencia, la lealtad y los amigos de verdad?

Melanie estaba profundamente dormida cuando Maggie la encontró allí, a la mañana siguiente, y la tapó cuidadosamente con una manta. No tenía ni idea de lo que había pasado, pero cualquiera que fuera el motivo, sabía por instinto que nada bueno la había llevado allí. Maggie dejó que durmiera tanto como quisiera. Melanie parecía una niña pequeña dormida cuando Maggie se fue a trabajar. Había mucho que hacer.

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