PROFESIÓN PELIGROSA

El niño se levantó del suelo cuando escuchó las pisadas en la escalera. Quedó atento hasta que sintió el llavín en la cerradura. Entonces corrió hasta la puerta.

– Mamá, mamá! -gritó.

– ¡Oh, estás despierto corazón! -dijo la mujer, abrazándole.

Los dos pasaron al cuarto donde estaba jugando el niño, que era al mismo tiempo que su habitación, el salón de la casa. La madre tenía su propio dormitorio al lado. Aquello y un pequeño cuarto de baño y una diminuta cocina, constituía la casa. La mujer se sentó en la cama del muchacho, todavía colocada como sofá.

– Estoy cansada.

– He estado jugando a los pueblos.

– Muy bien corazón. ¿Has cenado?

– Sí, todo.

– ¿Todo el queso?

– Sí, todo.

Sonrió abiertamente. El chico llevaba el pelo demasiado largo, como el de una niña tenía las mejillas como manzanas rojas.

– ¡Oh, Enrique! -dijo la madre.

Ambos rieron.

– ¿Y Alex?

– Bien murmuró la mujer y paseó los ojos por el cuarto. Suspiró y se sacó los zapatos.

– Hay que dormir, Enrique. Son las tres de la madrugada. No son horas para un niño.

– ¿Pero cómo está Alex? -repitió.

– Bien, ya te lo he dicho. Te envía besos.

– ¿Y Juan?

– ¿Juan?

– Sí, Juan.

– Juan está bien. Pero tiene demasiado trabajo -dijo para sí misma. Luego habló en voz más alta, acariciándole la cabeza al niño-. Te tiene guardado un regalito.

– ¿Qué es? ¡Vamos dime qué es! -gritó-. ¿Sigue siendo policía?

La madre lo tomó en brazos.

– Claro, hijo, será policía siempre. Dime, ¿te gusta Juan?

– Sí, me gusta mucho.

La madre rió enseñando sus bellos dientes. Era morena y llevaba el pelo largo y negro atado detrás con una cinta. Cuando andaba se cimbreaba de manera natural, como un animal salvaje, y a ningún hombre, entre seis y ochenta años, le podía pasar desapercibido ese detalle.

– ¿Te gustaría vivir con él, Enrique?

– Claro. -dijo él-. Y con Alex. ¿Traerá la pistola?

– Alex tendrá que estar con su madre -dijo en voz baja-. No podrá estar con nosotros.

– Ya lo sé -dijo el niño-. ¿Pero traerá su pistola?

– Claro, hijo, claro. ¿Entonces jugaste bien, mi amor?

– Sí. ¿Dónde fuiste?

– Estuvimos en la comisaría. Tenía guardia. Luego vino la mamá de Alex y se lo llevó. Se nos pasó el tiempo hablando.

– ¿Y cuándo te dijo lo del regalo? ¿Te lo enseñó?

– Sí, me lo enseñó. Pero no te diré lo que es.

El niño se relamió los labios.

– Es una tarta.

– No, no es una tarta. Estaremos bien con él ¿verdad Enrique? Estaremos bien, ¿no es cierto?

– Sí, sí, sí -dijo el muchacho abrazándola-. Yo quiero estar contigo, mamá.

– Claro que sí. Y yo también, Enrique.

Los dos se quedaron en silencio en el cuarto adornado sin lujo, pero limpio y apacible. La madre acunó al niño siguiendo un antiguo y viejo ritmo que ninguna mujer tiene necesidad de aprender. El niño descansaba la cabeza en el duro y oloroso pecho de la madre y la fragancia de la carne conocida hizo que se moviera entre sus brazos.

– Creía que no venías, mamá.

– Tonto.

– Sí, creía que te habías quedado con Juan.

– No seas tonto.

– ¿Por qué tienes que estar tanto tiempo con Juan?

– Creía que te gustaba Juan, Enrique.

– ¿Tú lo quieres?

La mujer volvió a sonreírle. Cesó en el balanceo.

– Le quiero mucho -murmuró.

– ¿Más que a mí?

– ¡Oh, no seas tonto! Tú eres mi hijo, él es mi enamorado.

– ¿Pero a quién quieres más?

– A ti te quiero desde hace más tiempo.

– ¿Pero a quién más?

– Bueno, tonto, a ti.

La mujer volvió a su balanceo.

– El tiene miedo -dijo sin dirigirse a nadie en particular-. Pero me quiere. Yo también tengo miedo. Es curioso, el miedo que puede tener un hombre sin miedo.

– ¿Por qué? -dijo el niño.

– Tienes que ir a dormir.

– Mañana es domingo.

– Bueno, pero son las tres de la mañana.

– Quiero que te quedes aquí conmigo. Dile a Juan que venga, así no tienes que salir.

La mujer besó a su hijo en la frente.

– Sí, señor -dijo.

– Ya lo sabes.

– Sí, señor. Bueno, no me has dicho a qué has jugado.

– Ya te lo he dicho, a los pueblos. Mira -el niño se separó de la madre y se dirigió al centro donde estaban sus juguetes esparcidos- esto es el pueblo. Y esta la estación, aquí están los coches y el cuartel…

– Vamos a mudarnos -dijo la madre.

El muchacho la miró en silencio.

– Vamos a irnos a vivir con Juan enseguida. ¿Qué te parece?

– ¡Sí, sí! -exclamó-. Quiero ir ahora mismo.

– No, ahora no -dijo la mujer, riéndose-. ¡Estás loco!

– ¡Me quiero ir ahora, me quiero ir ahora!

– De acuerdo, sí. Nos iremos con él.

El muchacho se sentó en el suelo y contempló a la madre pensativa, sentada en el sofá. Entonces, ambos escucharon nítidamente lo que parecían tres disparos consecutivos, uno detrás de otro. La mujer se levantó del sofá y entonces escuchó el lejano sonido de la sirena de un coche policía con la misma nitidez. El ruido provenía de la calle.

Corrió hasta la ventana que estaba casi al ras de la acera y la abrió. Creyó ver en el extremo de la calle una sombra tendida en el suelo. No se movía. El frío le cortó la cara.

– ¡Dios mío! -exclamó, sabiendo lo que le habría de ocurrir de ahora en adelante.

Otra sombra, recortada por la pálida luz de los faroles, se alejaba como paseando, despreocupada, hasta el final de la calle.

La mujer cerró la ventana con cuidado, sin hacer ruido y apagó la luz.

– ¿Qué ha sido? -dijo el niño-. ¿Por qué has abierto?

– Nada, un coche -dijo-. Vamos a dormir de una vez. Pienso demasiado.

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