CARTAS BAJO LA MANTA

Leo tenía cincuenta y cinco años y era camarero en el restaurante Belljour del Hotel Sur desde hacía quince años. Todos los lunes, su día libre, solía ir al cine de su barrio.

Además de los lunes, Leo tenía derecho a otro día libre a la semana, pero el administrador del hotel, el señor Dueñas, le había pedido que acudiese a trabajar. Se lo pagaba aparte, como horas extras, y aquello representaba un ingreso suplementario que le venía muy bien.

Los lunes se levantaba tarde, vestía un pantalón deshilachado y una camisa vieja y con sus herramientas arreglaba los pequeños desperfectos de la casa: sillas que se movían, grifos que goteaban, los enchufes de la luz o la cisterna del retrete. Mientras, le gustaba pensar en la película que iría a ver.

Leo estaba convencido de que ser camarero no era fácil. Y se refería a ser un auténtico camarero. No como esos chicos jóvenes de las hamburgueserías ni de los bares de copas, ni siquiera como su hijo Javier, que acababa de ser ascendido a jefe de sección en la cafetería del Vips de la calle Fuencarral.

Eso era lo que pensaba Leo sobre su profesión y se lo decía a su hijo y a su mujer aquel lunes, a la hora de la cena en su casa. El quería lo mejor para su hijo. Quería que fuese un buen profesional.

– Cualquiera no sirve para esto, Javier. Un camarero se hace con el tiempo, con el trabajo. Yo me formé en el Savoy, cuando era maitre Monsieur Gastón, que me decía: «Leo, para camarero no vale cualquiera». Y no es sólo la prestancia, el saber estar, ir limpio, aseado. Es otra cosa.

Leo quería a su hijo de verdad y estaba orgulloso de él. Cuando era niño lo sacaba a pasear, le contaba cuentos, lo miraba en la cunita dormir y se emocionaba. Siempre quiso lo mejor para él. Por eso, cuando lo ascendieron en el trabajo se llenó de sincera y legítima alegría.

– Mira, Javier -seguía diciéndole a su hijo-, así no se coge el tenedor, se pincha el trozo de carne y se corta alrededor, el cuerpo recto, los codos pegados. Y no se agacha uno hacia la comida, sino al revés, se lleva la comida a la boca.

Le dio la impresión de que Javier no le escuchaba. Miraba la televisión y continuaba llenándose la boca de carne.

– Un día te voy a llevar al Savoy, creo que todavía se acuerdan de mí. Aunque ha pasado mucho tiempo. De mi época deben seguir Atares y, quizás, Venancio. ¿Te acuerdas de Venancio, María? -le preguntó a su mujer.

– ¿Quién? -le contestó ella-. ¿Venancio? ¿Qué Venancio?

– Digo que en el Savoy deben quedar de mi tiempo Venancio y, quizás, Atares, me parece. Venancio era de Jaén, buen chaval él. Vino a nuestra boda. Te tienes que acordar. Era muy moreno, con la nariz un poco aguileña, muy gracioso él. ¿Te acuerdas?

María no se acordaba del compañero de su marido que acudió a su boda, veinticuatro años atrás. Y añadió:

– Se te va a enfriar el filete. Y frío no hay quien se lo coma. Después hay manzanas.

– Entonces yo debía de tener tu edad, Javier, poco más o menos, y me acuerdo de que Monsieur Gastón me mandó llamar y me nombró segundo maitre. Yo no me lo creía, porque todo el mundo pensaba que el puesto se lo daría a Venancio. Aún me acuerdo.

Estaban dando las noticias en la televisión y Leo se calló y continuó comiendo. Esperó a que comenzaran los anuncios. Entonces dijo:

– Ya está, podemos ir todos al Savoy para celebrarlo -dejó el cuchillo y el tenedor apoyados ligeramente sobre el borde del plato-. ¿Qué os parece? Seguro que nos invitarán a tomar algo. No nos costará nada.

– ¿Y qué vamos a hacer en el Savoy? -contestó su hijo.

– El Savoy era el mejor sitio de Madrid en mis tiempos, además del Riscal, el Club 31, el Palace y el Ritz. Cuando yo tenía tu edad, Javier, cualquier camarero era capaz de dar su brazo por trabajar con Monsieur Gastón. ¿Sabes lo que nos decía? Pues nos decía que se puede y se debe hablar mientras se come. No es falta de educación. Lo que no hay que hacer es hablar con la boca llena. Y menos enseñar la comida que se está masticando. Eso nos decía. Porque yo he visto mucho. Ser camarero de un restaurante de lujo es mejor que ir a la universidad, se aprende más sobre la gente viéndola comer que estudiando un montón de libros o acudiendo a esos cursillos de formación que os dan en los Vips.

– Los traen de Estados Unidos, en inglés y los traducen aquí -contestó Javier, sin dejar de ver la tele.

– Pues a mí me gustan los Vips -añadió su mujer-. Hay de todo, aunque muy caro.

El se alegraba sinceramente de que su hijo Javier, a los veintitrés años, hubiese ascendido de dependiente a encargado en la cafetería. Le esperaba un buen futuro.

Pero si él pudiera, crearía unos cuantos restaurantes especiales, donde sólo fuera gente que supiera distinguir a los buenos camareros, sin que importase lo ricos que fueran.

Esos restaurantes estarían atendidos sólo por la flor y nata de los camareros. Eso sería un mundo perfecto y ordenado.

En su época del Savoy había visto a gente rica, pero sin clase. Gente elegante con mujeres hermosas, bien vestidos, gente que siseaba, que chascaba los dedos para llamar al camarero, para llamarlo a él, a Leo.

Pero era suficiente una mirada. Monsieur Gastón opinaba que para un buen camarero, un camarero como él, como Leo, formado en el Savoy, en una época en la que ser camarero no era ninguna tontería, era suficiente que el cliente te mirara. Entonces se acudía a la mesa. Había que estar atento a las miradas del cliente, decía Monsieur Gastón.

Basta con una mirada, pensaba él.

– Los lunes son el día del espectador, hacen rebaja. Podemos ir al cine y después… Bueno, después podríamos… Bueno, podríamos ir a cualquier parte, si no queréis ir al Savoy.

Leo continuó comiendo. Aguardó a que volvieran los anuncios.

– ¿Quieres venir con nosotros, Javier? Conocerías a Atares y a Venancio. Creo que está todo igual. Fui segundo maitre con veintiocho años, Javier.

María, su mujer, le contestó:

– Tenemos televisión. ¿Para qué ir al cine? Además, en el cine me duermo.

– No digas eso, mujer. Te dormiste una vez nada más.

– No, me duermo siempre en el cine. Me gusta más la tele. ¿Y para qué tenemos televisión? Para verla, ¿no? No hace falta salir a ninguna parte.

– ¿Y tú, Javier? Si quieres, puedes venirte conmigo al cine, ponen esa que anuncian en televisión, Sola en la oscuridad. ¿Te apetece? Yo invito.

Javier se encogió de hombros.

– Me parece que no voy a ir.

– ¿Por qué siempre quieres ir al cine los lunes? -se quejó su mujer-. Qué pesadez. Dentro de poco esa película que vas a ver la pondrán en la tele. Son ganas de tirar el dinero.

Leo se acomodó en la butaca en la oscuridad y se sintió muy bien, muy feliz. Le embargó una sensación de paz y tranquilidad. Había muy poca gente en el cine. Eso era lo que más le gustaba. En el cine podía pensar y sentirse extrañamente pleno. Era una sensación que no podía definir.

Se recostó en la butaca. No tenía nadie delante, nadie al lado que le rozara ni que invadiera su lugar con el codo.

La sala estaba medio vacía. Distinguió apenas seis o siete cabezas diseminadas en las butacas de atrás. El prefería sentarse delante, en las primeras filas, porque así estaba seguro de que nadie se sentaría a su lado. Eso era lo que más le molestaba.

Empezó la película y cuando vio a la protagonista que caminaba por la calle rodeada de gente anónima, algo le vino a la cabeza.

Tiempo atrás, otro lunes, descubrió que la mujer que se sentaba al lado lloraba en silencio y estuvo tentado de hablarle. Recuerda que le sugestionó la idea de consolarla, decirle: señorita, se lo ruego, no llore, se lo suplico, no merece la pena, la vida es bella. Y no crea que me molesta que llore, a mí no me molesta, no es ninguna falta llorar, pero no llore. Todo tiene solución.

Estuvo tentado de decirle a aquella mujer que lloraba en silencio lo que le dijo una vez Monsieur Gastón, cuando él era joven, en el Savoy: «Mira, Leo, cuando las cosas vayan mal, cuando no haya salida, remángate el brazo derecho y saca de la manga la carta que tenemos escondida, porque todos tenemos una carta escondida cuando viene la mala».

Aquél había sido uno de los mejores consejos que había recibido en su vida. Afortunadamente, él nunca tuvo necesidad de aplicar el consejo que le dio Monsieur Gastón. Tenía trabajo, salud, todavía era joven, su hijo comenzaba una prometedora carrera profesional y él y su mujer aún se querían.

Pero el mundo estaba lleno de gente desgraciada, gente sola. Como aquella mujer joven que vio aquel lunes en el cine a su lado.

Se acuerda de que era un lloro profundo, un llorar que le venía de la parte más insondable del alma. Enseguida se dio cuenta de que aquella chica estaba sola, muy sola, y que lloraba por eso, por simple soledad.

¿Pero cómo decírselo? ¿Cómo hablar con una chica que llora a tu lado en el cine? Se acuerda él de que entonces no lo hizo, porque creyó que la chica lo tomaría por lo que no era, un ligón de esos que van al cine a buscar mujeres solitarias.

No podría explicarle que él no era un ligón. Era sólo una persona que se sentía feliz, tranquilo y dispuesto a dar un consejo a un semejante.

Quizás la chica no lo comprendiese. Y por eso no le dijo nada. Cuando salieron del cine ella se perdió en la calle y él no se atrevió a abordarla.

Viendo la película, le embargó una extraña congoja. Tuvo unos deseos enormes de volver a ver a aquella chica que había llorado a su lado. Ahora sentía que podía hablarle, dirigirse a ella con naturalidad y preguntarle cómo se encontraba. Le confesaría que la había escuchado llorar tiempo atrás y que lo único que deseaba saber era si ahora se sentía bien. Estaba convencido de que la chica no se molestaría por eso.

¿Pero la reconocería si la viera otra vez? La sala estaba oscura y tuvo que admitir que apenas si la miró, temiendo que se molestara, aunque estaba dispuesto a afirmar que era bonita, muy bonita, de esa forma dulce y sin estridencia que tienen algunas mujeres que no saben que son bonitas y que actúan como si no lo fueran.

Llevaba una rebeca azul, una falda clara más abajo de las rodillas y se retorcía las manos en el regazo. Había inclinado la cabeza sobre el pecho y la sacudía imperceptiblemente por los ahogados sollozos. Su cabello era castaño claro, casi rubio. De niña debía de haber sido rubia.

Volvió la cara e intentó escudriñar por encima de su hombro las siluetas negras, sentadas detrás. Ninguna parecía ser la de una mujer joven, pero no podía estar seguro. Estaba muy oscuro.

Además, las mujeres suelen cambiarse muy a menudo el peinado, el color del pelo o la forma de vestir. Sin embargo, estaba seguro de reconocerla si volviese a verla.

Debía de vivir por el barrio para meterse sola en el cine, en la sesión de noche. Quizás tuviese la misma costumbre que él, aunque estaba seguro de que antes de aquella vez nunca la había visto.

Sin ningún motivo deseó con todas sus fuerzas volver a verla. Comenzó a invadirle una inmensa tristeza, como si intuyera la pérdida inevitable de un ser querido.

Volvió el rostro de nuevo hacia las figuras de detrás, escudriñando, inútilmente, la oscuridad de la sala. Decidió que para estar seguro tenían que encenderse las luces.

Sin motivo, tuvo la seguridad de que ella estaba en la sala, sentada en cualquier parte. Supo, sin lugar a dudas, que podía ser cualquiera de esas figuras recortadas en la penumbra, diseminadas en la sala.

No sabía de dónde le había surgido esa seguridad. A lo mejor era intuición, pero era como si la hubiese presentido. Nunca había estado tan seguro de algo. Ella estaba allí.

La película iba a terminar, de modo que se levantó y salió del cine con el corazón latiéndole muy fuerte en el pecho.

Se apostó fuera, en el lugar donde estaban los carteles de las películas y aguardó a que ella saliese. El corazón no dejaba de golpearle el pecho. Ahora estaba seguro de que le hablaría.

No tuvo que esperar mucho. Las luces del vestíbulo se encendieron y el portero abrió las puertas de la calle de par en par. Tuvo que morderse los labios para que no le traicionase la emoción.

Primero salió un muchacho que parpadeó, bostezó y se marchó acera adelante con las manos metidas en los bolsillos. Después lo hizo una pareja madura de más o menos su edad. La mujer era gorda y vestía un abrigo morado de entretiempo, fuera de moda. El resto de los espectadores salió enseguida. Contó dos hombres en la treintena, dos chicas muy jóvenes que se reían cogidas del brazo y un viejo que tosió dos veces antes de perderse calle abajo.

El portero iba a cerrar. Se acercó a él.

– Perdone -le dijo-. ¿No ha quedado nadie en el cine?

– Pues no, han salido todos -se le quedó mirando-. A veces se queda alguien dormido, pero hoy no. ¿Busca a alguien?

– Bueno -dudó unos instantes-. Se trata de mi sobrina, me dijo que iba a venir este lunes. Suele venir todos los lunes o casi todos. Tiene el pelo castaño, casi rubio y debe de tener alrededor de treinta años.

El portero volvió a observarlo con atención.

– Lo siento, pero yo no me fijo en la gente.

– Claro, perdone y muchas gracias.

– De nada.

Se retiró unos pasos y cruzó la acera. No se decidió a marcharse, como si esperase que ella, súbitamente, se diera cuenta de que él la estaba buscando y tomara la decisión de volver al cine.

Distinguió al portero y a la taquillera bromear mientras echaban el cierre al cine y ponían los candados. Cuando los vio alejarse por la calle, comprendió que no volvería a ver más a aquella chica.

Miró el reloj y decidió que podía ir al Savoy, todavía estaría abierto. Era muy posible que los últimos clientes aún no hubiesen terminado los cafés, ni apurado sus últimas copas. De todas maneras, aunque ya no hubiese clientes, él sabía que los camareros permanecían siempre en el local un poco más de tiempo, antes de cerrar. Era costumbre charlar entre ellos, fumar un cigarrillo y comentar lo sucedido durante la jornada.

Apretó el paso hacia la parada de taxis. Estaría en el Savoy en diez minutos. Se alegró al pensar en la sorpresa que le daría a sus viejos compañeros, tantos años sin verlos. Seguro que se alegrarían. En aquellos tiempos en los que él era segundo maitre, se llevaban muy bien y bromeaban y se contaban cosas al terminar la jornada.

Al llegar a la parada de taxis se detuvo, indeciso. Los tiempos habían cambiado mucho y, quizás, se encontrase el Savoy cerrado. Incluso podía suceder que Venancio y Atares, los únicos que quedaban de aquellos tiempos, ya no trabajasen allí. Lo mejor sería llamar por teléfono, cerciorarse y organizar una cita de viejos amigos. Sí, eso sería lo mejor.

Dio media vuelta y rehizo el camino a su casa, contento por la decisión que había tomado. Llamaría a Venancio y a Atares. No pasaría del próximo lunes.

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