EL CONTRATO

En la pared de la chabola estaba clavado con chinchetas una página de periódico viejo. Era una página que aludía a un atraco a una gasolinera. Al lado, habían colocado fotos de mujeres en actitudes provocativas, arrancadas de una revista ilustrada.

La chabola constaba de una sola habitación de suelo terroso, una cocina mugrienta a gas, una mesa desvencijada, dos sillas, un armario sin puertas y una cama demasiado grande para aquel cuarto.

La cama parecía que nunca había tenido sábanas limpias. Sobre ella, una mujer desnuda, gorda, de pelo rubio y ojos saltones, observaba el techo mientras un sujeto en camiseta, flaco y de larga cabellera le hacía el amor con mucho ruido.

Alguien golpeó la puerta insistentemente. El de la cama volvió la cabeza mientras jadeaba.

– ¡No estoy, a la mierda! -aulló.

Siguió emitiendo gruñidos. La mujer colocó sus manos en los barrotes con expresión ausente.

La puerta siguió sonando.

– Ve a abrir -habló la mujer.

– ¡Espera! -barboteó el tipo-. ¡Un momento!

– ¡Chema, eh, Chema! -se escuchó desde fuera-. ¡Abre, coño, abre! ¡Que te esperan!

Terminó con algo parecido a un ladrido. Se mordió los labios y la saliva se le escurrió por los labios. Saltó de la cama, desnudo como una serpiente, y se plantó en medio de la habitación.

– ¡Qué quieres! -gritó.

Nadie le respondió.

Encima de la mesa había un paquete de rubio, lo cogió y prendió uno con una caja de cerillas de cocina.

La mujer habló desde la cama mientras se limpiaba con la sábana.

– Es el Vicente -dijo.

– ¿Y qué querrá ahora el Vicente?

– No sé, vete a ver. Échame un cigarro.

Le tiró el paquete y después la caja de cerillas. La mujer encendió uno y se estiró. Su cara blanca, cruzada de venillas azules se agitó. Bostezó.

– ¿Cuándo te vas? -preguntó el hombre.

– Ahora mismo -hizo una pausa-, si no me duermo.

– Cuando vuelva no te quiero ver aquí.

– ¿Vas a venir luego, Chema?

– No sé.

Volvió a bostezar El hombre gruñó algo, se colocó un pantalón de pana descolorido, un suéter negro muy estrecho y se calzó unas zapatillas de tenis.

– Pues a lo mejor me voy luego con la Puri -dijo la mujer.

– Siempre estás en el jodido bingo -dijo sin quitarse el cigarrillo de la boca-. Eres más tonta que Abundio. Ahí os dejáis toda la pasta.

La mujer se encogió de hombros.

– Me gusta -dijo.

– A lo mejor me acerco más tarde a verte. Espérame en el club.

La mujer no contestó y el tipo abrió la puerta y la cerró de un portazo.

El bar estaba enfrente y era una antigua casa de peones camineros a la que habían pintado la fachada de azul y colocado un cartel en la puerta en el que ponía Bar El Tropezón, Vinos y Cervezas.

La puerta estaba abierta y su interior era oscuro y fresco. El mostrador era demasiado alto y estaba pintado también de azul. Había dos hombres acodados en él que bebían vino en silencio. Uno llevaba una boina y el otro era gordo.

El hombre llamado Chema entró y golpeó el mostrador.

– ¡Vicente! -llamó.

De uno de los rincones surgió una voz:

– ¡Chema, eh Chema! ¡Estoy aquí!

Alguien agitaba un bastón, sentado junto a la pared del fondo. Había cinco o seis mesas y sólo una de ellas estaba ocupada. El hombre sentado en el rincón volvió a hablar:

– ¡Estoy aquí! -gritó.

Vicente salió del interior del bar.

– Chema, te están buscando -dijo. Era un sujeto alto y desgarbado, mal afeitado y con una nuez que le sobresalía del cuello como si se hubiese tragado un vaso-. ¿Se te ha atragantado el gatillazo, eh? -se rió.

El llamado Chema, lo miró y no contestó. Se acercó hasta el rincón y saludó al que le aguardaba.

– ¿Qué te trae por aquí, Miguel? -le golpeó el hombro-. ¿Qué pasa?

El hombre del bastón sonrió. Sus abultados labios mostraron unos dientes blancos, grandes y parejos.

– Siéntate, Chema. ¿Tomamos algo? Pídeme una cerveza.

El aludido asintió y se dirigió al hombre del mostrador.

– ¡Vicente, trae dos cañas!

Se sentó con la silla al revés y tamborileó la mesa con los dedos.

– Creía que no te iba a encontrar. Cuando venía para aquí, pensaba si estarías en tu casa.

– Si no estoy, dejas aquí el recado. Ya sabes, como siempre. ¿Ocurre algo?

– No, nada de particular -sus ojos brillaron y esbozó una sonrisa-. ¿A que no sabes quien va a venir con nosotros en el negocio?

El sujeto del mostrador atravesó el bar con dos vasos de cerveza en la mano y los colocó encima de la mesa.

– Se te ha atragantado el gatillazo, je, je, je -repitió-. Se oía el ruido de la cama desde la calle. Que bestia eres, Chema.

– ¡Vete a la mierda! -contestó. Cuando el otro se fue, bajó la voz-. ¿Qué es eso de quién va a venir con nosotros?

Bebió un sorbo de cerveza.

– Adivínalo.

Se encogió de hombros.

– No sé, coño.

– Uno de la Tercera.

– ¿De nuestro tiempo?

– Sí. ¿A que no sabes quién?

– No, quién es… ¿Rufino?

– No.

– Pues, no sé… ¿Gerardo?

– El Espadista -respondió-. Lo encontró el otro día el peón en la calle de la Ballesta. Estaba más borracho que una cuba.

Se quedó serio y chascó los dedos.

– ¡Hmm! -exclamó-. El Espadista…, no me lo figuro con nosotros -levantó la cara-. ¿Le dijiste cómo era el trabajo?

– Sólo lo que nos interesa que sepa. Y aceptó por treinta billetes. El Espadista está acabado, se pasa el día borracho y lleva sin trabajar desde antes del invierno.

– De todas formas yo no me fiaría del Espadista, Miguel. El Espadista no es tonto. Se dará cuenta que el botín es grande.

– El Espadista es un desgraciado, Chema. Conozco a los hombres. Está acabado, te lo digo yo. Es lo mejor que podíamos encontrar. Además, es un profesional. Eso de entrar a las joyerías se lo sabe de memoria. Matamos a dos pájaros de un tiro.

Soltó una risotada.

– En esa estamos, Chema -continuó-. ¿Y tú cómo andas? ¿Estás preparado?

– Yo siempre estoy preparado, Miguel. ¿Para cuándo es?

– Ya pronto, ya te avisaré.

– ¿Le has dicho al Espadista que estaba yo en el rollo?

– Sí, y deja de preocuparte. El Espadista no es superman, coño. No se dará cuenta.

– Tú no lo conoces como yo. Estuvimos juntos en una celda durante dos meses…

– ¿Y qué? -preguntó Miguel. Un rictus de desagrado, se dibujó en su boca. Antes de continuar hablando, levantó su vaso de cerveza y lo vació de un solo trago. Luego dijo-: ¿Qué me importa a mí el mierda del Espadista? Es un muerto de hambre y un borracho. Si tienes a otro, lo dices y si no te gusta, te largas. Encontrar a un tío para un asunto como el nuestro es fácil. Le doy una patada a un farol y caen cincuenta. Así que aclárate, Chema. No me jodas con el miedo al Espadista. Ya no es lo que era antes. Además, me da igual.

El otro saltó en el asiento.

– ¡Yo no le tengo miedo a nadie! ¡A ver si te enteras, Miguel!

– Cálmate.

– Te digo que no le tengo miedo al Espadista.

– Un atraco como el que vamos a hacer sólo ocurre una vez en la vida. Vamos a ser ricos, Chema. ¿Te gusta la idea?

– Me mola mucho -enseñó los dientes en una sonrisa-. Me voy a comprar un buga de aquí te espero. ¿Y tú, que vas a hacer con tanta manteca?

Se encogió de hombros.

– Ya lo pensaré -agitó su vaso vacío. Estoy seco. ¿Va otra? Esta de mi parte.

Se volvió en la silla y le gritó el pedido al hombre del bar.

– ¿Qué te ocurre? -habló de nuevo Miguel.

– Nada.

– No te preocupes, va a salir bien.

– Ya lo sé… -hizo una pausa-. ¿Dónde dices que encontró el peón al Espadista?

– En la Ballesta. Estaba con una fulana y más borracho que una cuba. Parece que lo llamó cuando estaba sereno y después no se acordó. El peón lo llevó a rastras a su taxi.

Soltó una corta risa y movió la cabeza.

– ¡Qué jodío el Espadista! -dijo -. Pero qué jodío.

El tipo alto del bar, llamado Vicente, trajo los dos vasos de cerveza y los colocó encima de la mesa. Se fue sin decir nada. Cuatro o cinco clientes más habían entrado al bar y se entretenían manipulando la máquina tragaperras.

Los dos bebieron de sus vasos.

– Qué buena está la cerveza -dijo Miguel.

– Sí -contestó el otro-. A mí es lo que más me gusta. Estaría bebiendo cerveza siempre.

– Se está bien en este bar. Es fresco y la cerveza es buena.

– No está mal.

– Te llamaré mañana o pasado. Quiero que estés atento. Puede ser muy pronto. ¿Has conseguido la pistola?

Asintió con la cabeza.

– Nueve largo, nueva.

– ¿Del Ejército?

– Puede. El número de guía está limado, me salió por veinte talegos.

– ¿Quién te la ha proporcionado?

– No creo que lo conozcas, es un portugués. -No quiero que se aten cabos por ahí. Todos esos portugueses son confidentes. ¿Has hecho antes negocios con él?

– Yo no, pero un colega, sí: y varias veces. Es un tío legal y más le conviene.

– No quiero que se pregunte para qué querrá una fusca el Chema y vaya con el cuento a la madera. La mayor parte de los portugueses son confites.

– No hay problemas con ese portugués.

– Esperemos que no -sonrió sin ganas. Se levantó-. Acuérdate, te llamaré mañana o pasado. El trabajo está al caer.

– No te preocupes -no se movió del sitio-. Tú llámame que yo estaré aquí. Y no pagues eso, estás en mi territorio.

– Como quieras -contestó.

Y abandonó el bar.

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