NO SOY SÁNCHEZ

Las luces de la planta baja tintinearon y el suave viento del comienzo de la noche agitó blandamente las copas de los árboles que asomaban por la tapia blanca que rodeaba al chalet. El aire traía retazos de música y los vagos e inconcretos ruidos de una fiesta. Caminé hasta los coches aparcados en la puerta principal y di la vuelta. A juzgar por sus tamaños y marcas, ninguno de sus dueños perdería el sueño por la subida de la gasolina.

Un jardinero vestido con un mono enrollaba una manga de riego más allá del portón enrejado de la parte de atrás. Pude ver a los servidores trajinando en la cocina. Una larga carcajada de mujer se escapó de la casa y llegó hasta mí. El traje que llevaba puesto no era de los peores que había vestido, de modo que me atusé la chaqueta, afirmé la pistolita en el cinturón del pantalón y regresé de nuevo a la puerta principal.

Un sendero de grava conducía hasta la entrada. El jardín estaba muy cuidado, había macizos de flores, césped y debajo de la fila de árboles, mesas y sillas. Entré en la casa.

Alrededor del salón habían colocado una larga mesa surtida de botellas y bandejas con comida de todas formas y colores. Un grupo de camareros uniformados atendía con la delicadeza de mariposas. Me mezclé entre la gente y alguien me puso una copa entre las manos y bebí un trago. Aún no se había bebido lo suficiente, por lo que todo el mundo respiraba cortesía y buenos modales. Una mujer que quería aparentar que no había hecho los cuarenta, me miró. Llevaba el pelo como el de un muchacho, con flequillo hasta los ojos, y un escote que un suspiro de más podía mandar al carajo.

– ¿Usted no es Sánchez? -me preguntó.

– No -le respondí-. ¿Y usted?

– ¡Qué gracioso! Es usted clavado, pero ahora que me fijo, quizá Sánchez tenga menos pelo. ¿En serio no es usted Sánchez?

Sonreí.

– ¿Qué pasa, le debe dinero?

– ¡Ah, qué gracioso es usted!

– ¿Sabe el del loro?

– ¡El del loro! ¡Pero qué gracia! ¿Qué bebe?

– Esto -le enseñé la copa.

– ¿Qué es?

– No tengo la menor idea. Sabe dulce.

– ¡Ah, debe ser mosto! Como Felipe no bebe… le traeré algo alcohólico. ¿Whisky o ginebra? ¿Quiere un gintonic?

Antes que dijera nada, llamó a un camarero y le quitó la copa de la bandeja. Cambié el brebaje dulzón por un gintonic.

– ¿Ahora está mejor, verdad? Bueno -dijo-. ¿Quién es usted?

– Amigo de Iriarte.

– ¿De mi marido? Felipe no me presenta a nadie. Tendré que regañarle. ¿A qué se dedica, señor…?

– Vicente, Vicente Romero.

– Encantada señor Romero. Me llamo Teresa, puede llamarme Tere. ¿Le puedo llamar Vicen?

– Hágalo.

– Estupendo. Detesto los convencionalismos. ¿No le parece?

– Pienso lo mismo. Me gustaría hablar con su marido, esto… Tere.

– ¡No! ¿Va a empezar a hablar de negocios? Entonces no le diré dónde está.

– Sólo unas palabritas.

– Venga, le enseñaré dónde se esconde Felipe. A él no le gustan las fiestas. ¡Como no bebe!

Me cogió de la mano y me condujo entre la gente.

Fue saludando a todo el mundo. Me sentí como un conejo apresado por una raposa.

Iriarte,estaba sentado en un sofá de lana blanco. Su traje negro a rayas destacaba como una cucaracha en el ojo de un obispo. Hablaba con gestos ampulosos a un tiempo de pelo rubio, y sentadas a su lado dos mujeres asentían en silencio.

– Felipe te prohíbo que no presentes a tus amigos -dijo la llamada Tere.

Me mostró con un gesto de la mano. Yo seguí sonriendo como si nada.

– Hola, Iriarte -dije sin quitarle la vista de encima.

Palideció. Después se puso púrpura. Abrió los ojos, su cara colgona se agitó.

– ¡Eh!, pero…

– ¡Te lo dejo cinco minutos! Me has oído, ¡cinco minutos! -se volvió a mí-. Le concedo cinco minutos de charla con mi marido, Vicente. Vendré a buscarle.

– ¿Quieres que hable aquí o nos vamos a un lugar más apartado? -le dije a Iriarte.

Se levantó con dificultad. Yo le cogí del codo.

– ¡Cómo te has atrevido! -barbotó.

– Tranquilo o monto un escándalo.

– ¿Qué quieres? -dijo con voz ronca.

Caminamos al fondo del salón. Abrió una puerta y pasamos a una biblioteca, con las paredes repletas de estanterías. Cuando abrió otra puerta y entramos a un despacho, estaba visiblemente más tranquilo. Se apoyó en una enorme mesa de caoba, abrió una cigarrera y mordió un puro. Me di cuenta que llevaba el vaso aún en la mano y lo dejé en un estante.

– Ya he pagado por las fotografías -expulsó el humo-. Por las fotografías y los negativos. ¿Qué quieres ahora, Sánchez?

Me acerqué. El retrocedió. Había asombro en su cara gordezuela. Le agarré la corbata y apreté.

– Ponte a hablar ahora mismo o te estrangulo.

– ¡No sé de lo que me hablas! -chilló-. ¡Te lo juro!

– ¿Has ido a la calle de la Cruz, a la casa del portero de tu antro? ¡Responde!

– ¡Sí, sí! ¡Fui y entregué el dinero! ¡Te lo juro, llevé todo el dinero!

– ¡Qué estás diciendo, maldito cerdo!

– No sé quién lo cogió -barboteó. Le solté. Se masajeó el cuello-. Ya he pagado, no tienes derecho, Sánchez.

– No me llamo Sánchez, me llamo Romero, Vicente Romero.

– ¿Pero… pero, entonces…?

– ¿Qué fuiste a hacer en la casa, Iriarte? Yo no he recibido el dinero.

– Entregar el dinero, ya te lo he dicho, Sánchez. Cumplí con mi palabra. Allí no había nadie, recogí… recogí el sobre con las fotografías y dejé el dinero. ¡Yo cumplí! ¡Te lo juro, dejé el dinero!

– ¡No te quedes conmigo, yo no he visto ese dinero! -aullé-. ¡Y no me llames Sánchez!

Me miró asombrado.

– ¿Qué dices?

– Que no me llamo Sánchez. Y quiero mi dinero.

La risa fue de hiena. Se echó hacia atrás y movió su barriga. Me dieron ganas de aplastarlo.

– ¡Te han tomado el pelo, eres un estúpido!

Volvió a carcajearse. Le coloqué el puño a la altura de la nariz. Se calló como por ensalmo.

Fui a decir algo cuando la puerta del despacho se abrió y entró la del flequillo. Detrás se asomaron otras dos caras sonrientes.

– ¡No está bien que monopolices a Felipe, Vicen! -se dirigió al marido-. ¿A qué no sabes quién ha llegado?

Los de la puerta agitaron las manos.

– ¡Ujuuu? -exclamaron.

– Le dije cinco minutos -me regañó.

– Charlando se pasa el tiempo sin sentir.

El gordo sonrió. Parecía un niño gordo.

– ¡Vamos a la fiesta! -empujé a su mujer y avanzamos hasta la puerta. Me volví. Hablé tranquilo, dije: -¿Cómo se llama, el que lleva el negocio de las fotos?

Descorrió la boca, sus dientecillos eran afilados y blancos. Ya nos íbamos y contestó:

– Sánchez, y con esto cerramos la discusión, ¿eh?

– ¡Por supuesto! -exclamó la del flequillo.

Los recién llegados sonreían aguardando a Iriarte, que pasó al salón agarrándolos del brazo. Yo me quedé atrás con la mujer.

– Has abusado, Vicen.

– ¿Tú crees?

– Sí -puso la boca hacia fuera-. Los hombres preferís hablar a pasarlo bien.

Se colgó de mi brazo. La gente nos rodeaba como en una marea. Alguien desde un rincón soltó una risotada y palmeó.

– Voy por bebidas -le indiqué a la mujer y me solté del brazo-. Ahora vuelvo.

Salí al fresco del jardín. La cara me ardía, pisé el césped caminando hasta la salida, rodeado por los murmullos divertidos. La música y las voces me acompañaron hasta la calle.

Un coche Seat 1200 azul estaba aparcado frente a la casa. Una cara gorda, cubierta de barba, se asomó por la ventanilla. Al lado apareció en feo caño de una «Luger». La puerta de al lado se abrió.

– Súbete- murmuró el sujeto.

La pistola me apuntó a la cabeza. Otro tipo al lado, con el pelo cortado a cepillo y con una gabardina, salió del coche y me tomó por el codo. Resultó ser educado. Me atizó un rodillazo en la entrepierna y me tomó del brazo. Entré en el coche que arrancó inmediatamente.

El sujeto de la gabardina me cacheó me sacó la pistolita y la agitó en el aire. La otra mano empuñaba un arma cuyo caño había introducido en mi boca. Tenía un gusto remoto a grasa picante.

– Mira, Hassan, qué juguete -dijo el de la gabardina.

El que conducía se volvió y tomó el arma. Lo reconocí, era el gordo lento del Silver, un argelino que hace este tipo de trabajo. Estuvo un rato observando la pequeña automática y luego dijo:

– Bonita, es muy bonita.

– ¿Se la regalas? -me preguntó el de la gabardina. Puse mi mano lentamente en su muñeca derecha.

Sentí que los músculos de su mano se ponían en tensión. La separé lentamente hasta que pude hablar.

– Me estás ahogando -dije.

– Suéltame -habló despacio.

Le solté. Me tomó del pelo y se retiró unos centímetros.

– Al suelo, acuéstate en el suelo -murmuró.

Sus ojos eran fríos, sin expresión y quietos como bolas de acero. Me tendí en el espacio entre los dos asientos. Puso sus dos pies encima y dirigió la pistola a mi cabeza.

– Si te mueves te cambio la cara. ¿Has entendido?

– Sí -dije.

– Buen muchacho.

– Gracias por la pistola -habló el de delante.

El coche corría y yo tenía encima las suelas de los zapatos del tipo de la gabardina. Cuando hubo pasado un buen rato, pregunté:

– ¿Dónde vamos?

– De excursión -contestó el de la gabardina.

– Me figuro que no me vais a decir qué queréis, ¿verdad?

– Has acertado -contestó el mismo.

– ¿Puedo fumar? -pregunté.

– No, y deja de charlar.

El coche entró en un terreno pedregoso y comencé a botar. Al poco rato disminuyó de velocidad.

– Hace rato que veo a ese coche detrás -dijo el gordo del Silver.

El otro se volvió.

– ¿Estás seguro? -preguntó.

– Seguro.

– ¿Son tus amigos? -me largó una patada.

– No sé de que estás hablando -me agité inquieto.

El otro se había vuelto y miraba por la ventanilla de atrás.

– Disminuye más y déjalo pasar. Veremos qué ocurre.

– Sí, Cordi -contestó el de delante.

Sentí cómo cambiaban las marchas y el automóvil se detenta suavemente. Calculé que podríamos ir a veinte por hora. El tipo que me pisaba bajó la ventanilla y ocultó la cara. Un ruido a motor cascado se fue haciendo más fuerte, hasta que percibí cómo pasaba a nuestro lado.

– Un viejo estúpido paseando -el de delante hablaba vuelto hacia el otro.

– Puede ser. Párate al subir aquella cuesta, veremos qué hace.

Aceleró y cuando hubo subido la cuesta, frenó en seco. Me sacudí varias veces antes de quedar inmovilizado otra vez.

– Continúa el camino, Cordi.

– Ya lo veo -graznó el que me pisaba-. Vamos a quedarnos aquí un ratito y si vuelve, se llevará una sorpresa.

– No va a volver, es un viejo paseando.

– Por si acaso -respondió.

Encendió un cigarrillo y se recostó en el asiento. Parecía tener todo el tiempo del mundo.

– ¡Eh! -dije yo- ¿No me puedes quitar los pies de encima?

– ¿No estás cómodo?

– Como en casa, lo único que me molesta un poco son tus pezuñas.

– ¿Te dije que era un tío chistoso, Hassan?

Miraba hacia adelante enfrascado en sus pensamientos. Verdaderamente era un tío frío. Siguió chupando el cigarrillo. Cuando acabó, arrojó por la ventanilla abierta la colilla y dijo:

– Vámonos.

Arrancó y paulatinamente el automóvil fue cogiendo velocidad. Nadie despegó los labios hasta que unos quince minutos después el automóvil torció a la derecha y bajó una rampa. Me figuré que habíamos entrado en un garaje, porque dejé de ver el cielo negro a través de la ventanilla de atrás.

Con el motor aún encendido, el gordo descendió y abrió la puerta. Su pistola era una automática Browning de 9 mm. y me señaló con ella.

– Fuera -ordenó.

El otro levantó las piernas, me incorporé y salí. Luego lo hizo él.

Estábamos en una nave que parecía un taller de reparaciones para automóviles. No había más luz que una lámpara de débil voltaje prendida del techo. Al fondo, distinguí una escalera de cemento y una puerta metálica.

– Andando hacia allí -dijo el alto y el gordo volvió a subirse al coche.

– Enseguida vuelvo, Cordi.

– Sí -contestó. Se dirigió a mí-. Venga, listo, por las escaleras.

Escuché los furiosos ladridos de un perro al otro lado de la puerta del garaje.

– ¿Y ahora qué? -pregunté.

Estábamos en una habitación grande que olía a perro. Una luz, prendida del techo, iluminaba dos sillas baratas, una mesa de madera de pino sin desbastar en la que había un teléfono negro y un plato de metal.

– Siéntate ahí y quédate tranquilo.

El se sentó enfrente, en el otro rincón y encendió un cigarrillo con un encendedor de color azul. La enorme Luger descansaba en su entrepierna y me miraba fijo, casi sin pestañear y tan inmóvil como un buzón de correos. Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta, saqué un paquete de cigarrillos, encendí uno y el humo partió hacia el techo en forma de volutas.

– Está bien -dije-. ¿Por qué no me decís algo? ¿Qué queréis?

Silencio.

– No molestes -dijo al fin.

No me estaba dando ni una sola oportunidad. Entre él y yo había lo menos quince metros, era imposible recorrer esa distancia. Me fijé en su cara, era la que un hombre viejo, que había pasado la sesentena, y en cambio se le notaba en forma. Estaba seguro que al mínimo movimiento saltaría como un mecanismo de resorte.

– ¿Trabajáis para Iriarte? Yo también -dije-. ¿Escucha, no se trata de un error?

Habló casi sin abrir la boca.

– No -dijo.

– ¿Qué queréis de mí? Di algo y así adelantamos tiempo. ¿Qué te parece?

– Que hablas demasiado, Sánchez.

– Me llamo Romero, no Sánchez.

– Ya.

– Yo me llamo Blancanieves -dijo el otro-. ¿No lo sabías?

El timbre del teléfono sonó rompiendo la atmósfera del cuarto con la estridencia de una sierra mecánica. El sujeto dejó que sonara. Lo cogió sin dejar de mirarme.

– Aquí está, sí -dijo-. De acuerdo, pierda cuidado.

Colgó y miró el reloj. Luego me dijo:

– Escucha despacio lo que voy a decirte porque no voy a repetírtelo. Dentro de una hora quiero estar en mi casa, así que sé buen chico y contesta a lo que voy a preguntarte. Si lo haces, todos nos ahorraremos problemas.

– Pregunta, me encantan los concursos, pero no me llamo Sánchez.

– ¿Dónde tienes las fotos del muchacho?

Debí abrir la boca, porque el cigarrillo se cayó al suelo.

– ¿Qué dices?

– Las fotos.

– ¿Qué fotos?

– Las del hijo del señor Iriarte. Tienes quince minutos para contestar.

Dijo eso y entrecerró los ojos.

– Hay un malentendido, yo ya he entregado las fotos, he cumplido. En cambio no he recibido el dinero. Cuando me invitasteis a subir al coche volvía de casa de Iriarte. Llámale por teléfono y díselo.

Algo parecido a una sonrisa surgió en su cara. Se desdibujó al momento.

– ¿Parece que hemos tenido mala suerte, verdad? ¿Quieres hacerte el loco?

– Mira, el asunto se ha complicado demasiado, tengo que hablar con Iriarte otra vez. Yo he entregado las fotos, te lo juro.

Siguió mirándome, luego tiró la colilla al suelo y la aplastó de un solo golpe con el tacón de su zapato.

– ¿A qué habías ido a casa de Iriarte?

– Fui a ver a Iriarte porque él no ha entregado el dinero. Yo he cumplido, él no.

– Eres un imbécil, Sánchez. Eres un chantajista imbécil.

Se levantó despacio. La pistola sin apuntar a nadie.

– Coloca los brazos sobre el respaldo de la silla. Si haces un movimiento raro, te vuelo la cabeza.

Hice lo que me dijo. Dio la vuelta y se colocó a mi espalda.

– No te vuelvas -añadió.

El frío metal de unas esposas se cernió sobre mi muñeca derecha. Pasó la cadena entre los palos de la silla, y el otro arandel de acero aprisionó mi muñeca izquierda.

– Esto no servirá de nada. No tengo ni idea de lo que me habláis.

Desde atrás me dio un derechazo en el oído derecho. La cabeza me retumbó y caí al suelo como si me hubiera estallado dentro un obús. Me puso de pie, la silla colgaba estorbándome los movimientos. Vi todo borroso, me tambaleé. Sentí su izquierda y doblé la cabeza, no lo hice con la suficiente velocidad. El puño iba dirigido al mentón pero me alcanzó en la mejilla. Di con la cabeza en el suelo. Creí escuchar que ladraba un perro, era un sonido lejano, muy lejano, Abrí los ojos, distinguí al gordo cerca del individuo alto, y comencé a viajar por una espiral negra. Sacudí la cabeza. Escuché una voz:

– ¡Eh listo, despierta! -un golpe de agua helada hizo que boqueara.

El gordo de barbas me miraba con un cubo en las manos.

– ¡Hijos de perra! -exclamé.

– Todavía le quedan fuerzas -dijo el gordo.

Me colocaron contra la pared y pude sentarme de nuevo en la silla. La sangre chorreaba de mis muñecas.

– Esto es sólo el principio -dijo el tipo alto-. Mejor es que te pongas a hablar.

– ¡Sois unos estúpidos! ¡No sé nada de esas fotos, yo he cumplido!

– ¿No, eh?

El gordo levantó la pierna y me golpeó el pecho con la suela del zapato.

Aullé de dolor.

– Ve refrescando la memoria.

Lanzó la derecha y luego la izquierda. Mi cabeza rebotó contra la pared. Caí hacia adelante, el alto me sostuvo de los hombros.

Tomé impulso y dirigí la cabeza contra su nariz. Escuché crujir los huesos. Dio un grito sordo y se llevó las manos a la cara. Le aticé una patada en la entrepierna que le hizo doblarse.

Algo me estalló en la cabeza y me derrumbé entre fogonazos.

El gordo bebía una cerveza haciendo ruido y el alto estaba sentado en la otra silla y se había quitado la gabardina. Tenía la nariz al doble de tamaño y la pechera de la camisa manchada de sangre. El frío convertía mis huesos en cañerías heladas.

– Avisar a Iriarte -murmuré.

Los dos hombres se miraron.

– Está loco -dijo el gordo.

El otro no despegó los labios. Se levantó y caminó hacia mí.

Me tomó del pelo y zarandeó mi cabeza.

– No voy a quedar en ridículo por ti, pelele -ladró-. Métete eso en la cabeza.

– ¿Qué hacemos, Cordi? -le preguntó el gordo.

El llamado Cordi se separó de mí y encendió un cigarrillo con parsimonia. Sin gabardina resultaba más flaco y sus hombros se curvaban hacia adelante, como si buscaran tocarse.

– No podemos fracasar.

– Me habían dicho que Sánchez era duro pero no creí que lo fuera tanto.

– No soy Sánchez -murmuré-. Me llamo Vicente Romero. Preguntarlo a cualquiera.

– ¿A quién?

– Al Zurdo Segura, por ejemplo.

– ¿Eres amigo del Zurdo Segura?

Moví la cabeza. El gordo se acercó.

– ¿Qué fuma el Zurdo Segura?

– Ya no fuma, se ha retirado del vicio. Antes fumaba picadura liada. Estuvimos juntos en el maco.

– ¿En qué galería?

– En la tercera.

– ¿En qué celda?

– No me acuerdo. Al final estuvo abajo, era ordenanza.

– ¿Entonces tú…?

– Soy Vicente Romero, no Sánchez. Llama al Zurdo, fui su compañero de celda.

– Si es verdad, estamos listos.

– Puede que mienta. ¿Qué hacemos Cordi?

– Ya hemos cobrado, ¿no?

– Sí.

– Pues lo soltamos. Ya le hemos sacudido, ¿no?

– Sí.

– Lo soltamos.

Me soltaron y encima me llevaron a mi casa. Al final, no resultaron malos chicos del todo, sólo que yo me quedé sin dinero y sin saber quién era Sánchez.

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