– ¿Quién es usted? -preguntó el gordo.
Al mismo tiempo veía sobresalir por la gabardina abierta del recién llegado el caño azulado de una pistola.
– Ni un movimiento -dijo el hombre.
Llevaba puesto un pasamontañas gris de lana gruesa y la voz le resultó vagamente conocida.
– Vengo por mi dinero -habló de nuevo.
– ¿Qué dice… pero quién es usted? -balbuceó el gordo.
– La pistola no es de juguete, así que no hagas un solo movimiento en falso o te liquido aquí mismo. Atiende a lo que voy a decirte, dile a la rubita de fuera que no quieres recibir a nadie, que no te molesten. ¿Entendiste?
El gordo asintió con la cabeza. Sudaba. Quizás había comido demasiado aquel día y el estómago le molestaba. Tomó el teléfono interior y procuró que la voz no delatase los nervios saltándole en todo el cuerpo.
– Rosi… no quiero que nadie moleste, nadie. No pases llamadas.
Colgó.
Bien, buen chico. Ahora dame mi dinero -el caño se movió a derecha e izquierda.
– ¿Pero qué dinero… yo a usted no le conozco…?
– ¿No? -y se quitó el pasamontañas.
Pareció helarse. La boca se abrió y todo su cuerpo enorme y grasiento entró en movimiento como un enorme flan.
– Tú… -balbuceó al fin.
– Me distes dinero falso, más falso que Judas. Un buen truco, sólo que me di cuenta a tiempo -su boca delgada rechinó-. Quiero el medio millón.
– Falso -articuló-, pero yo… yo no sabía eso, ¡lo juro! Soy un intermediario. Escucha, Pacheco, tienes que creerme, el dinero no era mío, ¿por qué habría de darte dinero falso?
– Porque eres una asquerosa rata, por eso y voy a llenarte el cuerpo de agujeros como no me des la pasta.
– ¡Dios mío, Pacheco! Yo no tengo medio millón. ¿De dónde voy a sacar tanto dinero?
– Entonces te liquido.
– ¡Aguarda! -su cara ahora había pasado del blanco al color terroso-. ¡Espera, Pacheco, no hagas nada…! Fueron ellos, ellos te cambiaron los billetes. La idea de darte el dinero falso es de ellos, yo soy un intermediario.
– Deja de decir que eres un intermediario.
Se enjugó el sudor. La pistola seguía apuntándole al pecho.
– Fue el viejo, él me dijo que te contratara y luego me dio el dinero, yo ni siquiera lo miré. ¡Te lo juro, Pacheco, tienes que creerme!
– Hijos de puta -silabeó-. Hice el trabajo y vosotros me la dais con queso. Si no me dais mi parte os liquidaré, a ti y al viejo, a los dos.
– El viejo, ha sido él balbuceó.
La puerta se abrió y una cabeza de mujer asomó. Fue a decir algo, pero lo único que hizo fue abrir la boca. La pistola del tipo la encañonó.
– Pasa y cierra la puerta.
– ¿Señor Dossat…?
El gordo tartamudeó. El tipo gritó, dijo:
– ¡Pasa estúpida!
La mujer entró en el despacho retorciéndose las manos. Era la rubita de la entrada. La que le había mirado despectivamente cuando preguntó por el grasiento de su jefe. El de la pistola se acercó y trabó la puerta y la chica emitió un suspiro entrecortado.
– Ahora vamos a ver al viejo ése.
– No está -se contuvo el gordo-, no está en la casa.
– Entonces hazme un vale para que cobre en caja, cualquier cosa -apuntó cuidadosamente a la cabeza del hombre sentado detrás del escritorio de madera cara-. Rápido, piensa algo.
– Sí, sí. ¿Rosi, está Ramírez?
– ¿Ramírez?… sí -susurró.
Tomó el teléfono. Parecía haberse calmado un tanto. Miró al de la pistola, al llamado Pacheco.
– Voy a llamar al cajero -dijo, y cuando habló se fijó, como si fuera la primera vez que lo viese, en el botón disimulado en el borde de la mesa.
Marcó un número.
– ¿Ramírez? Aquí Dossat. ¿Tenemos fondos para un pago urgente? Ya lo sé, yo asumo toda la responsabilidad. Sí, sí… medio millón… ¿no? ¿Cuánto? Está bien, le llamaré ahora.
Colgó.
– Hay en caja trescientas cincuenta mil.
– Sirve -dijo el llamado Pacheco-. Arréglalo para que cobre.
– ¡Ladrón! -chilló la chica-. ¡Asqueroso!
– Silencio, zorra -habló calmo.
– Quédese tranquila, Rosi -dijo el gordo. Ahora volvía a ser el jefe-. Todo se arregla con dinero.
– Voy a… ¡Oh, Dios mío! Creo que…
– Siéntese ahí -señaló el de la pistola-. Y cállese.
Entonces tocó el botón. Aunque no escuchase el timbrazo, lo sintió en la sala de vigilancia, en la entrada. Ahora aquellos estúpidos que le costaban un dineral a la empresa y que sólo servían para fanfarronear con sus enormes pistolas colgadas del cinto tendrían que demostrar lo que valían, justificar los sueldos.
Levantó de nuevo el auricular.
– Bien, Pacheco, voy a ordenar que le entreguen el dinero. Tendrá que marcharse enseguida.
– Deja de hablar y hazlo.
– ¿Ramírez? Dossat de nuevo, prepare trescientas cincuenta mil, sí, es una emergencia, ya se lo he dicho, irá Rosi a por el dinero. No, no, nada de cheques. ¿Está claro?
Colgó de nuevo. Miró al de la pistola. Aquellos estúpidos tardaban mucho.
– Ya está.
– Buen chico. Tú -se dirigió a la rubita que respiraba entrecortadamente con la mano en la boca-, ve por el dinero. Pero ten cuidado, si dices algo y tardas más de diez minutos liquido al gordito. ¿Te has enterado?
– Sí -balbuceó y miró angustiada a su jefe. -Anda ve, y no digas nada, por favor. Tranquilízate, Rosi.
– Sí, señor.
– Eso se llama colaborar, gordo.
– Luego se marchará.
– Vendrá ese Ramírez con el dinero -sonrió tenuemente-. Nadie se moverá de aquí, he cambiado de idea.
– Como quiera, pero tendré que llamar de nuevo.
– Pues hazlo.
En ese momento sonaron los golpes en la puerta. Golpes nerviosos. Una voz ronca, dijo:
– ¿Ocurre algo, señor Dossat? Hemos oído el timbre.
El cuerpo del de la pistola se tensó como el de un gato. Apoyó el caño de la Astra nueve largo en la sien del gordo que dejó correr por su entrepierna el líquido caliente que pugnaba por salir de su vejiga.
– ¡No… no pasa nada! -gritó.
– ¿Está bien, señor Dossat? -insistió la voz-. Abra entonces.
La chica chilló y con el rostro crispado atacó al de la pistola. El gordo intentó apartar el caño de su cabeza. Una bala de nueve milímetros le atravesó la sien y trozos de cerebro se desparramaron en la pared, detrás de su sillón. La chica le alcanzó la cara y le arañó con fuerza. El de la pistola apretó el gatillo de nuevo y un boquete, como un embudo sangriento, se abrió en su almidonada camisa.
Los tiros atravesaron la puerta. El ruido al otro lado era ahora más fuerte.
– ¡Abra, la policía! -escuchó.
El de la pistola se sentó en la mesa, cogió un puro Montecristo del uno y lo encendió, apuntando a la puerta. Sabía que entrarían y que él podría matar a dos como máximo. Después se lo cargarían a él.
EL TÚNEL
Mientras corrían, el americano disparó dos veces por encima del hombro, sin apuntar. Lo hizo para ganar tiempo a la policía, que se agolpaba al otro lado del túnel por donde ellos hubieran tenido que salir. En la calle, frente a la joyería, seguramente ya estarían cazando al resto de los compañeros. Pudo escuchar el tlanc-tlanc del eco de sus propios disparos, con los ruidos sordos de la policía al otro lado, su respiración entrecortada y los pasos del Loco Tadeo y El Bujías, delante.
Corrían por el pasadizo subterráneo y todavía faltaba mucho para llegar a la trampilla, cuando escucharon las voces roncas increíblemente cercanas y la tenue luz.
– ¡Ya están ahí! -exclamó El Bujías.
– ¡Sigue, no te pares! -Habló el americano.
De nuevo hizo sonar otras dos veces su pistola sin dejar de correr. Por los ecos del túnel supo también que no eran muchos persiguiéndoles. El Bujías corría con los faldones de la camisa fuera, gruñendo como un cerdo. El americano les adelantó moviendo los codos como las aspas de un molino. Ahora fue el inconfundible sonido de un subfusil de la policía. Sintió la cadencia del arma entre el ruido de tantos zapatos en el piso mojado y oscuro del pasadizo y encogió la espalda.
– ¡Ametralladoras, tienen ametralladoras! -articuló, detrás suyo, el Loco Tadeo.
– ¡En zig-zag, corre en zig-zag! -bramó el americano.
Allí, a unos metros, estaba la trampilla que desembocaba en el cuarto de calderas de aquel hotel, por donde habían entrado al pasadizo y por donde pensaban asaltar la joyería. Los otros entrarían por la calle.
«No dará tiempo a abrir la trampilla y a que pasemos todos. Quizá pueda pasar uno, pero no más. A los demás nos freirán, vienen a matarnos -pensó el americano-. Si no fuera por las ametralladoras, todavía…»
Detrás suyo escuchó un ronco gemido. Se volvió. El Loco daba una voltereta de circo y salía despedido hacia adelante. Se detuvo y, agachado, retrocedió unos pasos.
– Loco, Loco -llamó.
Le tocó.
– Vamos, Loco -le dijo y, después, cuando le distinguió la cara entre la humedad del suelo y la sangre, con un enorme agujero negro donde antes había tenido la nariz, retrocedió.
Entonces rebotaron las balas en la pared y en el techo.
– ¡Bujías! -gritó-. ¡Le han dado al Loco!
No le respondió, pero creyó escuchar un ruido metálico al final del túnel. «La trampilla», pensó. «Ese maldito ha alcanzado la trampilla.»
Se volvió y, sin dejar de correr, disparó otra vez con su automática. El aire ya no le entraba en los pulmones y el costado era un hueco por donde le cortaba un cuchillo al rojo. El dolor era insoportable.
«Les llevamos ventaja», pensó de pronto. «Y, si fueran listos, se hubiesen parado a barrer el túnel con las ametralladoras, pero corriendo no podrán hacer blanco si no es por casualidad.»
Cuando llegó a la trampilla El Bujías intentaba levantarla. Tenía la boca abierta y jadeaba.
– Está… está cerrada, americano -articuló.
– No puede ser -contestó, tirando inútilmente de la argolla-. ¡Dios santo, no puede ser!
– Está atrancada.
– Escucha, vamos a abrirla, no nos pongamos nerviosos. Les llevamos ventaja. Voy a pararlos un poco, pero por Dios, date prisa.
Se tendió en el suelo, sacó tres cargadores y los colocó al lado. La agitación del pecho hizo que se balanceara como si fuera en barca. Con las dos manos apretando la culata de su automática, apuntó a la oscuridad y disparó. Fue disparando despacio, con cuidado, intentando barrer toda la extensión del túnel.
«Mientras no traigan reflectores», pensó.
– No puedo, americano -susurró El Bujías-. Está atrancada, no sé lo que pasa, Esta jodida trampilla está atrancada.
– La hemos abierto antes y la podremos abrir ahora. Conserva la calma.
– Vete a la mierda -silabeó-. Tú y tu calma. Nos van a freír aquí.
Lo escuchó gruñir. El Bujías era un estúpido fanfarrón. Siempre lo había sido. Hubiera preferido estar ahora con el Loco y con él. El Bujías no tenía amigos y si le aceptaban era por ser un buen conductor y entender de motores. Pero el Loco era diferente. Le gustaba bromear. Y ahora estaba allí, en mitad del túnel, desangrado y muerto.
Dejó de disparar. Sacó el cargador vacío y lo cambió por otro. No se escuchaba nada, sólo los jadeos del Bujías intentando abrir la trampilla.
«Se han detenido. No deben querer arriesgarse», pensó.
«Han debido ver el cuerpo del Loco y han pensado que podía ser una trampa. Pero no tardarán en darse cuenta. Al fin y al cabo no son tan tontos.»
Una ráfaga de fusil ametrallador, mezclado con disparos de pistola, hizo que pegara la boca al suelo. Olía a grasa y a sucio y el agua le mojó la cara.
De pronto el silencio se hizo absoluto. Los disparos cesaron y la tenue luz que se filtraba desde alguna parte, cesó.
Chistó a El Bujías.
– ¿Eh,Bujías? -susurró-. No hagas ruido, nos pueden localizar.
– ¿Cómo quieres que abra esto sin ruido?
– Calla. Saben que no nos hemos ido aún. Nos están intentando localizar.
«O están aguardando a los reflectores», pensó.
No los podía ver ni oír, pero sabía que estaban en algún lugar del túnel, quizá tendidos en el suelo como él. Noserían muchos. Dos, tres o, a los más, cuatro. Todos tiradores de élite. Lo mejor del cuerpo. El resto aguardaría fuera. Meterse en un túnel oscuro, sin saber lo que habrían de encontrarse, era tener agallas. ¿Cómo pudo pasarles eso a ellos?, estaba verdaderamente bien pensado ese atraco. El descubrimiento del túnel, uno de tantos que atraviesan el subsuelo de Madrid, había sido de Matías. Y justo, el túnel pasaba bajo el hotel y la joyería.
El plan fue de Matías y Sempere y luego, ellos dos se lo fueron contando a todos los demás. Al Loco Tadeo, al Bujías y a él. Nada menos que un almacén de joyería con un sótano lleno de cajas fuertes, donde el oro sería lo menos valioso. Y Matías y Sempere recorrieron el túnel dos veces haciéndose pasar por clientes del hotel. Las alarmas estaban al otro lado, en el vestíbulo de la joyería y en las entradas al sótano, pero no en la pared que comunicaba con el hotel.
Y, ahora, el Loco estaba muerto y los demás en manos de la bofia, malheridos o también muertos.
Se arrastró hasta la trampilla. El Bujías, con una navaja, recorría los bordes de la placa de hierro. Le acercó la boca al oído y sintió su aliento pegajoso.
– ¿Qué pasa? -susurró-. ¿Va cediendo?
– No puede estar cerrada. Hace muy poco que hemos pasado por aquí. Debimos dejarla abierta.
– Desde dentro no fue difícil abrirla. No puede pesar tanto.
– ¿Entonces?
«Alguien la ha cerrado», pensó, pero no lo dijo.
– ¿Te acuerdas del cuarto de calderas? Algo se ha debido correr, un tubo o un cajón y ha enganchado el soporte.
– ¡Y qué, el caso es que no podemos salir! -El Bujías se pasó la mano por la cara-. ¿Qué estarán haciendo?
– No lo sé.
– Y pensar que estamos a un paso de la calle. ¡Dios!
– Cálmate.
– Cálmate tú.
– No ganamos nada poniéndonos nerviosos.
– ¿Se te ocurre algo?
– No.
– Entonces cierra el pico.
Dejó de hurgar con la navaja. Su saliva le salpicó en la cara.
– He perdido la pistola -dijo El Bujías en voz baja. -Me quedan dos cargadores.
Una gota de agua cayó en alguna parte y les pareció un ruido estruendoso.
– Mejor es entregarnos, americano.
– Vienen a por nosotros, Bujías. ¿No te das cuenta? Han tirado a matar desde el principio. No serviría de nada entregarnos. Deben creer que somos terroristas o algo así.
– ¡No digas tonterías!
– En cuanto te levantes, encenderán los reflectores y dispararán.
– Bien, dime tú entonces lo que podemos hacer. Tú siempre te lo sabes todo. Eres un listo. Anda, suéltalo. No pudo ver sus ojos, pero se los figuró tal como eran. Pequeños y arrogantes y ribeteados de negro como los de las mujeres.
– Vamos a abrir la trampilla y marcharnos. Nadie conoce la salida de este túnel. Recuerda que nos espera un coche.
– ¿Y la Policía, maldita sea, cómo te explicas a la bofia esperándonos en el almacén?
El americano se movió en el suelo y apretó la pistola. La oscuridad se cernía alrededor. Ningún compañero pudo haber ido con el cante a la Policía. Era imposible.
– Debió ser un sistema de alarmas que no conocíamos. Se activaría al empezar a golpear el muro. Sí, sería eso -dijo para sí mismo, con la cara pegada al suelo.
– ¡Ese Matías, hijo de puta! -ladró-. ¡Un golpe perfecto! ¡Lo mataría con mis manos! ¡Ha dado el chivatazo, ha sido él! -se revolvió en el suelo-. ¡Ese hijo de puta se ha chivado a la bofia!
El americano negó con la cabeza, pero estaba oscuro y El Bujías no lo vio. ¿Qué sacaría el Matías organizando un golpe y luego yendo con el cante?
– Me voy a entregar -dijo El Bujías con voz ronca-. Yo me entrego. No quiero que me maten.
– No hagas eso, Bujías, aguarda un poco. Espera.
Se incorporó jadeando. Lo cogió de los faldones de la camisa.
– ¡Quédate quieto! -susurró con fuerza.
No vio el cuchillo. Sintió cómo se le clavaba en el costado. Fue un latigazo de dolor caliente, una corriente eléctrica que le inmovilizó.
El Bujías se deshizo de su mano que le apretaba y se incorporó. Comenzó a gritar antes de ponerse de pie y siguió gritando mientras corría túnel adelante.
– ¡No disparéis, me rindo, no disparéis! -gritó.
El americano alzó la pistola con dificultad. No lo veía, pero sabía dónde estaba por los gritos y los pasos. Una cortina roja le enturbió los ojos y no disparó. Los golpes de los tacones de El Bujías eran audibles.
La ametralladora comenzó antes que el reflector. Lo vio girar en medio de un cono de luz, como si bailara, caer al suelo y luego levantarse. La luz se mantuvo fija en él y pudo ver cómo movía una pierna antes de quedarse completamente inmóvil.
«Tenían los reflectores», fue lo último que pensó.