PRIMER DÍA . Martes

Capítulo 1

– No hay misterio -dijo la sargento detective Siobhan Clarke-. Herdman perdió la chaveta.

Estaba sentada junto a una cama del recién inaugurado hospital Royal Infirmary de Edimburgo, un gran edificio al sur de la ciudad, en una zona llamada Little France, construido sobre un solar muy caro, y del que ya comenzaban a registrarse quejas por falta de espacio para enfermos y de sitio para aparcamiento. Siobhan había logrado encontrar un hueco en un lugar prohibido, y fue lo primero que le comentó al inspector John Rebus al llegar. Rebus tenía las manos vendadas hasta las muñecas. Le sirvió un poco de agua templada y él ahuecó las manos para llevarse el vaso de plástico a la boca con cuidado mientras ella le observaba.

– ¿Has visto? No he tirado ni una gota -comentó bromeando.

Pero al intentar dejarlo en la mesilla lo estropeó todo. Le resbaló entre las manos y la base rozó el suelo. Siobhan lo cogió al vuelo.

– Buena parada -añadió Rebus.

– Bah, estaba vacío; no habría caído nada.

A partir de aquel momento Siobhan sólo dijo lo que los dos sabían no eran más que banalidades eludiendo ciertas preguntas que ansiaba plantearle, explayándose simplemente en pormenores sobre la masacre de South Queensferry.

Tres muertos. Un herido. Una tranquila ciudad costera al norte de Edimburgo. Un colegio de pago mixto para alumnos entre cinco y dieciocho años. Seiscientos matriculados, ahora dos menos.

El tercer cadáver era el del asesino, que se había volado los sesos. Ningún misterio, como decía Siobhan.

Salvo el móvil.

– Era como tú -añadió-. Quiero decir que era militar retirado. Creen que el móvil fue su resentimiento contra la sociedad.

Rebus advirtió que mantenía las manos con firmeza en los bolsillos de la chaqueta, y se imaginó que en ese momento, inconscientemente, estaría apretando los puños.

– Los periódicos dicen que tenía un negocio -comentó él.

– Tenía una lancha motora. Llevaba a gente a hacer esquí acuático.

– ¿Y era un resentido?

Ella se encogió de hombros. Rebus sabía que estaba deseando tener una oportunidad para meter la nariz, cualquier pretexto con tal de apartar su mente de la otra investigación, interna y con ella de protagonista.

Siobhan miraba en ese momento a la pared por encima de la cabeza de él como si le interesara algo más que la pintura y el aparato de oxígeno.

– No me has preguntado qué tal estoy -dijo Rebus.

– ¿Cómo te encuentras? -dijo ella volviendo la vista hacia él.

– Estoy harto de estar aquí. Gracias por tu interés.

– Sólo estás aquí desde ayer por la noche.

– A mí me parece más.

– ¿Qué han dicho los médicos?

– Hoy todavía no me ha visto nadie. Me da igual lo que me digan, esta tarde me marcho.

– ¿Y después qué?

– ¿Qué quieres decir?

– No puedes volver a la comisaría -añadió observando fijamente las manos vendadas-. ¿Cómo vas a conducir o escribir informes? ¿Y coger el teléfono?

– Me las arreglaré -repuso Rebus mirando en derredor para eludir a su vez los ojos de ella.

Estaba rodeado de hombres de su edad con la misma palidez grisácea. Era evidente que la dieta escocesa había hecho estragos en ellos. Un tipo tosía por un cigarrillo. Otro parecía tener problemas respiratorios. Era la masa de carne prototipo del bebedor edimburgués. El hígado hinchado y exceso de peso. Rebus levantó el brazo para pasárselo por la mejilla izquierda y notó que la tenía rasposa. Su barba tendría el mismo color gris plateado que las paredes de la sala.

– Me las arreglaré -repitió rompiendo el silencio, mientras bajaba el brazo y se arrepentía de haberlo levantado. Los dedos echaban chispas de dolor-. ¿Te han dicho algo? -preguntó.

– ¿De qué?

– Vamos, Siobhan…

Ella le miró sin pestañear. Sacó las manos de los bolsillos y se inclinó hacia delante.

– Esta tarde tengo otra sesión.

– ¿Con quién?

– Con la jefa.

Se refería a la comisaria jefe Gill Templer. Rebus asintió con la cabeza, alegrándose de que el asunto no hubiera llegado a las altas esferas.

– ¿Qué piensas decirle? -preguntó.

– No hay nada que decir. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Fairstone. -Hizo una pausa, dejando en el aire otra pregunta implícita entre ambos: «¿Y tú?». Parecía esperar que él dijera algo, pero Rebus callaba-. Preguntará por ti, cómo has acabado aquí -añadió.

– Porque me escaldé -replicó Rebus-. Es absurdo, pero fue así.

– Ya sé que eso fue lo que dijiste…

– No, Siobhan, es lo que sucedió. Pregunta a los médicos si no me crees -añadió mirando de nuevo alrededor-. Si es que consigues ver a alguno.

– Seguro que estarán por ahí dando vueltas intentando aparcar.

No tenía mucha gracia, pero Rebus sonrió. Comprendía que ella no iba a insistir y su sonrisa era de gratitud.

– ¿Quién se encarga de lo de South Queensferry? -preguntó para cambiar de tema.

– Creo que el inspector Hogan.

– Bobby vale mucho. Si hay que atarlo rápido, lo hará.

– De todos modos, está el circo de la prensa. Le han encargado a Grant Hood las relaciones con los periodistas.

– ¿Se lo han llevado de St Leonard? -dijo Rebus pensativo-. Razón de más para que yo vuelva.

– Sobre todo si a mí me suspenden de servicio.

– No lo harán, Siobhan. Como acabas de decir, no tuviste nada que ver con Fairstone. Para mí fue un accidente. Y ahora que hay un caso más importante, quizás ese asunto muera de muerte natural, por así decir.

– «Un accidente» -repitió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza.

– No te preocupes. A menos, claro, que de verdad te cargaras a ese cabrón.

– John… -replicó ella en tono conminatorio.

El sonrió y consiguió esbozar un guiño.

– Era una broma -añadió-. Sé de sobra a quién va a echarle la culpa Gill de lo de Fairstone.

– Murió en un incendio, John.

– ¿Y eso quiere decir que yo lo maté? -replicó Rebus levantando las manos y girándolas a un lado y a otro-. Me escaldé en mi casa, Siobhan. Simplemente.

Ella se levantó.

– Si tú lo dices, John -replicó de pie junto a la cama mientras él bajaba las manos, reprimiendo el fuerte dolor.

En ese momento llegó una enfermera comentando algo sobre un cambio de vendaje.

– Me voy ya -dijo Siobhan-. Me horroriza pensar que hicieras semejante tontería por mí -añadió para Rebus.

Él comenzó a menear despacio la cabeza mientras ella le daba la espalda y echaba a andar.

– ¡No pierdas la fe, Siobhan! -añadió Rebus alzando la voz.

– ¿Es su hija? -preguntó la enfermera por entablar conversación.

– Es una amiga; una compañera de trabajo.

– ¿Tienen algo que ver con la Iglesia?

– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Rebus haciendo una mueca en cuanto ella comenzó a arrancarle las vendas.

– Como hablaba de la fe…

– Es que en mi trabajo es fundamental. -Hizo una pausa-. ¿No es lo mismo en el suyo?

– ¿En el mío? -replicó la enfermera sonriendo sin levantar la vista de lo que hacía. Era bajita, sin particular atractivo, y seria-. En el mío no puedo permitirme andar por ahí esperando a que la fe le cure a usted. ¿Cómo se hizo esto? -inquirió al ver las ampollas.

– Con agua hirviendo -contestó él sintiendo un lento reguero de sudor en las sienes. «Puedo controlar esta clase de dolor», pensó. Sus problemas eran otros-. ¿No puede ponerme algo más ligero que un vendaje?

– ¿Es que quiere irse ya?

– Puedo coger una taza sin tirarla. -«O un teléfono», pensó-. Además, seguro que hay alguien en lista de espera que necesita la cama más que yo.

– Un criterio muy cívico, sí, señor. Habrá que esperar a ver qué dice el médico.

– ¿Me puede decir qué médico en concreto?

– Oiga, tenga un poco de paciencia.

Paciencia era lo único para lo que no tenía tiempo.

– A lo mejor viene alguien más a visitarle -añadió la enfermera.

Lo dudaba. Nadie excepto Siobhan sabía que estaba allí. Había pedido a una enfermera que la avisase, para que le dijese a Templer que estaría de baja por enfermedad dos días a lo sumo. Y Siobhan había acudido corriendo al hospital. Quizás él contaba con ello y por eso había avisado a Siobhan en vez de a la comisaría.

Eso la víspera por la noche. Por la mañana, como el dolor era insoportable, había ido a su médico de cabecera, pero le examinó un doctor interino, que le aconsejó que fuera al hospital. Fue a Urgencias en taxi y le fastidió que, para cobrar, el taxista tuviera que sacarle el dinero del bolsillo de los pantalones.

– ¿Se ha enterado usted del tiroteo en ese colegio? -comentó el hombre.

– Probablemente alguna pistola de aire comprimido.

Pero el hombre negó con la cabeza.

– No, no, ha sido peor, según la radio.

En Urgencias tuvo que esperar hasta que por fin le vendaron las manos, pues las heridas no eran de gravedad como para ingresarle en la unidad de quemados de Livingston. Sin embargo, como tenía bastante fiebre, optaron por hospitalizarle y le trasladaron a Little France. En la ambulancia pensó que tal vez querían tenerle en observación por si sufría un choque térmico. O que temieran que fuese uno de esos individuos que se autolesionan. Pero nadie había ido a interrogarle; quedaba la posibilidad de que le retuvieran hasta que algún psiquiatra se ocupara de él.

Pensó en Jane Burchill, la única persona que podría echarle de menos, aunque últimamente las cosas se habían enfriado. Sólo pasaban la noche juntos cada diez días más o menos. Hablaban a menudo por teléfono, y a veces se veían para tomar café por la tarde. Era una relación que ya estaba pareciéndole una rutina. Recordó que hacía unos años había salido con una enfermera una temporada. No sabía si seguiría trabajando en Edimburgo; podía preguntarlo, el problema era que no recordaba su nombre, algo que le sucedía a veces con otras personas. Bah, no era tan importante, simplemente parte del proceso de envejecimiento. Aunque lo cierto era que, cuando acudía a los tribunales a testificar, cada vez tenía más necesidad de consultar sus apuntes. Diez años atrás no necesitaba notas ni verificaciones; actuaba muy seguro de sí mismo, circunstancia que impresionaba al jurado, según le comentaban los abogados.

– Ya está. -La enfermera se incorporó. Le había puesto crema y gasa en las manos y vendas nuevas-. ¿Se siente mejor?

Rebus asintió con la cabeza. Sentía cierto frescor en la piel, pero sabía que no duraría mucho.

– ¿Tiene que tomar algún otro analgésico?

Era una pregunta retórica. La enfermera miró el gráfico clínico de los pies de la cama. Rebus lo había examinado al levantarse para ir al lavabo y comprobó que sólo indicaba la temperatura y la medicación. No había ninguna anotación críptica para entendidos. Ninguna mención de su historia sobre cómo había ocurrido el accidente.

«Estaba preparando un baño caliente… y resbalé.»

El médico había reaccionado con una especie de carraspeo, lo cual le dio a entender que estaba dispuesto a aceptar cualquier explicación sin tener que creérsela forzosamente. Era un hombre con exceso de trabajo y falta de sueño, su cometido no era indagar. Era un médico, no un policía.

– ¿Le doy paracetamol? -añadió la enfermera.

– ¿No podría traerme una cerveza para tragarlo?

La mujer esgrimió otra vez su sonrisa profesional. En los años que llevaba trabajando en el Servicio Nacional de Salud, era la primera vez que oía algo semejante.

– Veré qué puede hacerse.

– Es usted un ángel -dijo Rebus sorprendido de sí mismo.

Era la clase de comentario que a él le parecía un estereotipo simplón, propio de un paciente. Como la enfermera ya se alejaba, pensó que quizá ni lo habría oído. Sería tal vez por el ambiente hospitalario, pero, aun sin estar enfermo, te afectaba, lograba hacerte aflojar el ritmo, volverte sumiso: te institucionalizaba. Quizá fuese la influencia del color de las paredes, del peculiar murmullo. Y tal vez contribuía a ello la calefacción. En St Leonard tenían un calabozo especial para los «chalados» pintado de color rosa intenso, supuestamente para apaciguarlos. ¿No utilizarían en los hospitales el mismo truco psicológico? Allí no les interesaba en absoluto que los pacientes se pusieran bordes y comenzaran a gritar y a bajarse de la cama cada dos por tres. De ahí tantas mantas, bien remetidas para entorpecer sus movimientos. Quedaos ahí tranquilos… la almohada bien mullida… disfrutad del calor y de la luz sin alborotar. Pensó que si aquella situación se prolongaba se olvidaría hasta de su nombre, le tendría sin cuidado todo lo demás, se olvidaría del trabajo y no habría ya Fairstone ni locos que disparasen a los alumnos de un colegio…

Se volvió sobre un costado, apartando las sábanas con las piernas. Era un esfuerzo doble, como el de Houdini con una camisa de fuerza. El hombre de la cama de al lado había abierto los ojos y le observaba. Rebus le hizo un guiño en el momento en que conseguía liberar los pies.

– Tú sigue cavando. Yo voy a dar un paseo para sacudirme la tierra en la pernera del pantalón -dijo al hombre.

El hombre no pareció captar la ironía.


* * *

Siobhan había vuelto a St Leonard y se estaba haciendo la remolona en la máquina de bebidas. Un par de policías uniformados comían un bocadillo y patatas fritas en una mesa de la cantina. Desde el pasillo donde estaba la máquina se veía el aparcamiento. Si fuera fumadora, tendría una excusa para salir afuera, donde había menos posibilidades de que Gill Templer diera con ella. Pero no fumaba. Podía camuflarse en el gimnasio mal ventilado al fondo del pasillo o ir hasta los calabozos, pero nada impediría que Templer acosara a su presa a través del sistema de altavoces internos, porque seguro que se enteraba de que había llegado a la comisaría. En St Leonard no había manera de esconderse. Apretó el botón de las coca-colas mientras pensaba que los dos agentes de uniforme hablarían de lo mismo que todo el mundo: de los tres muertos del colegio.

Por la mañana Siobhan había hojeado los periódicos. Había unas fotos de grano grueso de las víctimas, los dos eran chicos, diecisiete años. Todos los periodistas hablaban de «tragedia», «terrible pérdida», «conmoción» y «carnicería» y daban con la noticia abundante información sobre la pujanza de la cultura de las armas en Gran Bretaña, las deficiencias en seguridad escolar y datos anteriores sobre asesinos que a continuación se suicidaban. Observó las fotos del asesino. Por lo visto, la prensa sólo había podido procurarse tres fotos. Una de ellas era una instantánea muy borrosa en la que parecía más un fantasma que un ser de carne y hueso; en otra aparecía vestido con un mono, y agarraba un cabo para subir a bordo de una lancha, sonriente y mirando a la cámara. Siobhan pensó que sería una foto publicitaria de su negocio de esquí acuático.

La tercera era un retrato oficial de cuando el hombre hacía el servicio militar. Se llamaba Herdman: Lee Herdman, treinta y seis años, residente en South Queensferry y propietario de una lancha rápida. Había también fotos del almacén donde tenía instalado el negocio. «A un kilómetro escaso del escenario de la tragedia», comentaba un periódico.

Por su condición de ex miembro de las Fuerzas Armadas, era muy posible que tuviera fácil acceso a un arma. Fue hasta el colegio en coche, aparcó junto a los de los profesores sin preocuparse de cerrar la puerta, sin duda tenía prisa; los testigos le vieron irrumpir en el edificio y, una vez dentro, fue directamente a la sala común donde en aquel momento había tres personas. Dos de ellas estaban ahora muertas y la tercera, herida. A continuación se mató de un disparo en la sien. Eso era todo. Las críticas comenzaban a llover: ¿Cómo era posible, por Dios bendito, que después de lo de Dunblane, cualquier desconocido pudiera entrar por las buenas en un colegio? ¿Había dado señales Herdman de estar a punto de estallar? ¿Era culpa de los médicos o de los asistentes sociales? ¿Del gobierno? De cualquiera. Tenía que ser culpa de alguien. Era absurdo echársela a Herdman, que estaba muerto. Hacía falta un chivo expiatorio. Siobhan estaba segura de que al día siguiente saldrían a colación los tópicos habituales: la violencia en la cultura actual, el cine y la televisión, el estrés de la vida moderna, pero después volvería la calma. Un dato le llamó la atención: tras el endurecimiento de las leyes sobre posesión de armas en el Reino Unido, a raíz de la matanza de Dunblane, las agresiones con armas habían aumentado. Seguro que los grupos de presión a favor de las armas sabrían arrimar el agua a su molino.

Uno de los motivos por los que en St Leonard todos hablaban del suceso era porque el padre del superviviente era miembro del Parlamento escocés y no un diputado cualquiera. Seis meses antes, Jack Bell había sido protagonista de un incidente con la Policía, que le había detenido cuando paseaba en coche por la zona de prostitución de Leith. Los vecinos de aquel barrio se habían manifestado varias veces exigiendo la intervención policial y la Policía había respondido con una redada nocturna en la que, entre otros, pescaron a Jack Bell.

Bell había reivindicado su inocencia, alegando que él estaba allí exclusivamente por «motivos de investigación»; su esposa lo había corroborado, la mayoría de su partido también y la cúpula de la Policía había optado por dar carpetazo al asunto. Pero entretanto los periódicos se habían cebado con Bell, y el diputado había acusado a la Policía de actuar en connivencia con la «prensa basura» para acosarle por su activismo político.

El resentimiento de Bell fue enconándose de tal modo que llegó a efectuar varias intervenciones en el Parlamento para denunciar la ineficacia de las fuerzas policiales y reivindicar la necesidad de un cambio. Y ahora en los ambientes policiales todos opinaban que causarían problemas.

A Bell lo habían detenido agentes de la comisaría de Leith, encargada, precisamente, del crimen del colegio Port Edgar.

Además, South Queensferry era de su jurisdicción.

Y por si aquello era poco, una de las víctimas era hijo de un juez.

Todo lo cual conducía al segundo motivo por el que se había convertido el tema del día en St Leonard. Se sentían excluidos. Era un caso de la jurisdicción de Leith, y no les quedaba otra opción que aguardar pacientemente por si solicitaban refuerzo de agentes. Pero Siobhan lo dudaba. El caso estaba claro, asesino y víctimas yacían en el depósito. Aunque para que Gill Templer…

– ¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!

El imperioso graznido surgió de un altavoz en el techo justo encima de su cabeza. Los dos agentes de la cantina se volvieron para mirarla y ella dio un sorbo a la lata procurando no inmutarse, pero sintió un escalofrío por dentro que no tenía que ver con el frescor de la bebida.

– ¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!

Estaba delante de la puerta de cristal. Fuera, en el aparcamiento, su coche ocupaba disciplinadamente el hueco que le correspondía. ¿Qué haría Rebus, marcharse o esconderse? No pudo contener una sonrisa al encontrar la respuesta: ni una cosa ni otra; seguramente subiría los escalones de dos en dos hasta el despacho de la jefa convencido de que él tenía razón y de que ella, dijera lo que dijera, estaba en un error.

Tiró la lata y se dirigió a la escalera.


* * *

– ¿Sabe por qué quería verla? -preguntó la comisaria Gill Templer.

Estaba sentada a la mesa repleta de papeles con el trabajo del día. Por su cargo, Templer era responsable de la División B, que comprendía tres comisarías del sur de Edimburgo cuya Jefatura estaba en St Leonard. Su trabajo no era tan arduo como otros, aunque la situación cambiaría cuando finalmente trasladaran el Parlamento escocés a la nueva sede que estaban construyendo al pie de Holyrood Road. Templer dedicaba ya una desproporcionada cantidad de tiempo a reuniones relacionadas con las necesidades que se derivarían del nuevo Parlamento, y Siobhan sabía cuánto lo detestaba. Nadie ingresaba en la Policía por amor al papeleo. Sin embargo, el presupuesto y los gastos ocupaban cada vez más la mayor parte del trabajo; los oficiales de las comisarías que resolvían los casos de investigación sin sobrepasar el presupuesto eran ejemplares raros, y los que economizaban dentro del presupuesto, seres de otro planeta.

Siobhan se daba cuenta de que a Templer aquello le pasaba factura. Últimamente siempre tenía un aire de preocupación y comenzaban a apuntarle las canas. No lo habría advertido o no tendría tiempo para teñírselas. Empezaba a perder la batalla contra el tiempo, y Siobhan se preguntó qué precio se vería ella obligada a pagar para ascender en el escalafón policial. Suponiendo que a partir de aquel día siguiera teniendo una carrera en la Policía.

Templer parecía preocupada mientras rebuscaba en un cajón de su mesa. Finalmente se dio por vencida y lo cerró para centrar su atención en Siobhan. Al mirarla, bajó la barbilla, lo cual tuvo el efecto de endurecer su mirada. Siobhan no pudo por menos de fijarse en que se le habían acentuado las arrugas en torno al cuello y la boca y, al cambiar de postura en el sillón y estirar la chaqueta bajo los senos, comprobó que también había engordado. Demasiada comida rápida o exceso de cenas oficiales con los jefazos. Siobhan, que aquella mañana había ido al gimnasio a las seis, se sentó algo más recta en una silla e irguió ligeramente la cabeza.

– Supongo que será por lo de Martin Fairstone -dijo anticipándose a Templer y dando el primer golpe del combate. Al ver que callaba, prosiguió-: Yo no tuve nada que ver…

– ¿Dónde está John? -cortó tajante Templer.

Siobhan tragó saliva.

– No está en su casa -continuó Templer-. Envié a alguien para que lo comprobara. Y según dice usted se ha tomado dos días de baja por enfermedad. ¿Dónde está, Siobhan?

– Yo no…

– El caso es que hace dos días vieron a Martin Fairstone en un bar. En lo que no hay nada de extraordinario, salvo que quien le acompañaba guardaba un notable parecido con el inspector Rebus y un par de horas después el tal Fairstone perece achicharrado en la cocina de su casa. -Hizo una pausa-. Eso suponiendo que aún viviera cuando se inició el fuego.

– Señora, de verdad que yo no…

– A John le gusta protegerte, ¿verdad, Siobhan? No hay nada malo en ello. John tiene ese algo de caballero andante, ¿a que sí? Siempre anda buscando algún dragón con quien enfrentarse.

– Este caso no tiene nada que ver con el inspector Rebus, señora.

– Entonces, ¿por qué se esconde?

– A mí no me consta que se haya escondido.

– ¿Entonces lo has visto? -Una simple pregunta que Templer acompañó de una sonrisa-. Me apostaría algo.

– Se encuentra algo indispuesto para venir a comisaría -replicó Siobhan, consciente de que su defensa iba perdiendo fuerza.

– Si no puede venir aquí, estoy dispuesta a ir con usted a verle.

Siobhan se vio desarmada.

– Antes tendré que decírselo a él.

Templer negó con la cabeza.

– Esto no es negociable, Siobhan. Por lo que me dijo, Fairstone la acosaba y le puso un ojo morado.

Siobhan se llevó involuntariamente la mano al pómulo izquierdo. Casi no quedaba marca. Apenas una sombra que podía disimular con maquillaje o alegar que se debía al cansancio, pero todavía se le notaba cuando se miraba en el espejo.

– Y ahora ha muerto -prosiguió Templer- en un incendio posiblemente provocado. Así que comprenderá que tengo que hablar con todos los que le vieron aquella noche. -Otra pausa-. ¿Cuándo le vio por última vez, Siobhan?

– ¿A quién, a Fairstone o a Rebus?

– A los dos, ya que estamos.

Siobhan no contestó y trató de agarrar con las manos los brazos de metal del sillón, pero no había brazos. Era nuevo y más incómodo que el viejo. En ese momento advirtió que la poltrona de Templer era también nueva y que estaba alzada unos centímetros más. Un truco para cobrar ventaja sobre las visitas… lo que significaba que la gran jefa necesitaba tales artificios.

– Con todo respeto -dijo Siobhan haciendo una pausa-. Creo que no estoy preparada para contestar a eso, señora.

Se levantó sin estar segura de volver a sentarse si Gill Templer se lo mandaba.

– Es muy lamentable, sargento Clarke -dijo Templer con voz fría, prescindiendo del nombre de pila-. ¿Le dirá a John que hemos hablado?

– Lo que usted diga.

– Espero que tengan coartadas coincidentes por si abrimos una investigación.

Siobhan asintió con la cabeza a la amenaza. Bastaría con una petición de la jefa para que aparecieran los de Expedientes con sus carteras llenas de preguntas y sospechas. La rúbrica completa de los de Expedientes era Servicio de Expedientes Disciplinarios.

– Gracias, señora -se limitó a decir antes de abrir la puerta y cerrarla al salir.

Había unos servicios en el pasillo; entró y fue a sentarse en el cubículo un instante para sacar del bolsillo una bolsa de papel y respirar dentro. La primera vez que había sufrido un ataque de pánico temió hallarse al borde de un paro cardíaco: el corazón le latía con fuerza, no le respondían los pulmones y sentía una oleada de electricidad por todo el cuerpo. El médico le recomendó tomarse unos días de descanso. Ella había acudido a la consulta pensando que iba a decirle que fuera al hospital a hacerse unas pruebas, pero el médico le recomendó que comprara un libro sobre su enfermedad; lo encontró en una farmacia y vio que en el primer capítulo había una relación de los síntomas con consejos al respecto: reducir la cafeína y el alcohol, la sal y las grasas y, en caso de ataque, respirar dentro de una bolsa de papel.

El médico le dijo que tenía un poco alta la tensión y le sugirió hacer ejercicio. Había empezado a ir una hora antes a la comisaría para pasar por el gimnasio. Se había propuesto también ir a nadar a la piscina Commonwealth, que estaba muy cerca.

– Soy cuidadosa con las comidas -le había comentado al médico.

– Bien, prueba a hacer una lista a lo largo de una semana -añadió él; pero de momento no se había molestado y seguía olvidándose el bañador.

Demasiado fácil echarle la culpa a Fairstone.

Fairstone había comparecido ante el tribunal con dos cargos: allanamiento de morada y agresión. Cuando escapaba después del robo, había golpeado la cabeza contra la pared a una vecina que había tratado de detenerle. Le había propinado tal patada en la cara que le había dejado marcada la suela de la zapatilla deportiva. Siobhan prestó declaración como mejor supo, pero no habían encontrado la zapatilla ni en casa de Fairstone había aparecido lo que había desaparecido del piso. La vecina, por su parte, describió al agresor, reconoció su foto en las fichas policiales y lo identificó en una rueda de sospechosos, pero subsistían problemas que los de la Fiscalía detectaron de inmediato: no existían pruebas en el escenario del delito y no se podía vincular a Fairstone con aquellos cargos salvo por el hecho de que era un ladrón conocido convicto en otras ocasiones por agresión.

– Habría estado bien encontrar la zapatilla -comentó el fiscal jefe rascándose la barba al tiempo que preguntaba si no convendría retirar los dos cargos a cambio de un arreglo.

– ¿Y que le den un cachete y se vaya a su casa como si nada? – había replicado Siobhan.

En el juicio, el defensor arguyó ante Siobhan que la primera descripción del agresor que había dado la vecina apenas correspondía con el aspecto físico del imputado. La propia víctima tampoco contribuyó mucho al aceptar que había una sombra de duda, detalle que la defensa supo explotar al máximo. Siobhan incluyó en su testimonio cuantas insinuaciones fueron posibles para dar a entender que el acusado tenía antecedentes, pero finalmente el juez no tuvo más remedio que atender las protestas del defensor y amonestarla.

– Es el último aviso, sargento Clarke -le dijo-. Así que, si no desea dejar en mal lugar a la Corona en este caso, le sugiero que a partir de ahora medite más cuidadosamente sus respuestas.

Fairstone acababa de clavar la mirada, perfectamente consciente de lo que ella pretendía, y después, tras el veredicto de inocencia, salió del tribunal a grandes zancadas, como si tuviese muelles en los talones de sus zapatillas deportivas nuevas, y la agarró del hombro.

– Esto es una agresión -dijo ella, tratando de disimular lo furiosa y frustrada que se sentía.

– Gracias por ayudarme a quedar en libertad -replicó él-. Tal vez algún día le devuelva el favor. Ahora voy al pub a celebrarlo. ¿Cuál es su veneno favorito?

– Desaparezca por la alcantarilla más cercana, ¿me oye?

– Creo que me he enamorado -añadió él.

Esbozó una amplia sonrisa en su rostro delgaducho mientras alguien le llamaba a gritos. Era su novia, una rubia de bote vestida con ropa deportiva. En una mano sostenía un paquete de cigarrillos y en la otra un móvil, pegado a la oreja. Ella le había proporcionado la coartada para la hora en que se produjo la agresión junto con otros dos amigos.

– Creo que le reclaman.

– Pero yo la quiero a usted, Siob.

– ¿Me quiere? -replicó Siobhan aguardando a que él asintiera con la cabeza-. Entonces avíseme la próxima vez que vaya a pegar a una desconocida.

– Deme su número de teléfono.

– Búsquelo en el listín, en la sección «Policía».

– ¡Marty! -gruñó la novia.

– Nos veremos, Siob -añadió él sin dejar de sonreír caminando de espaldas unos pasos antes de darse la vuelta.

Siobhan fue directamente a St Leonard para repasar el expediente de Fairstone y una hora después le pasaron una llamada de la centralita. Era él, que la llamaba desde un bar. Colgó. Diez minutos más tarde volvía a insistir… y otra vez diez minutos después.

Y al día siguiente.

Y toda la semana siguiente.

Al principio no supo cómo reaccionar. Dudaba de si era un error callar, porque a él eso parecía más bien divertirle y animarle a insistir. Rogó al cielo que se cansase, que encontrara otra cosa en qué ocuparse. Entonces, un buen día, apareció por la comisaría, e intentó seguirla hasta casa. Ella se dio cuenta y le hizo caminar de un lado para otro mientras pedía ayuda por el móvil. Un coche patrulla le interpeló. Al día siguiente volvió a verle al acecho, fuera del aparcamiento, en la parte trasera de la comisaría. Le esquivó saliendo a pie por la puerta principal y cogió un autobús.

Sin embargo, Fairstone no desistía. Siobhan comprendió que lo que posiblemente había empezado por ser una broma estaba convirtiéndose en un juego más serio. Así que decidió mover una de sus mejores piezas. Rebus, de todos modos, ya se había dado cuenta: las llamadas a las que ella no respondía, las veces que la sorprendía mirando por la ventana, su modo de mirar a un lado y a otro cuando salían de servicio. Así que finalmente se lo contó y fueron los dos a hacer una visita al semiadosado de protección oficial de Fairstone en Gracemount.

La cosa había empezado mal, y Siobhan comprendió enseguida que su «carta» jugaba exclusivamente según sus propias reglas. Se produjo un forcejeo en el que cedió la pata de una mesita de centro. El chapeado de pino dejó al descubierto el aglomerado. Siobhan se sintió peor que nunca; débil por haber embarcado a Rebus en aquello en vez de resolverlo sola; temblando y torturada en lo más profundo de su ser por la idea de que, sabiendo de antemano lo que sucedería, dejó que sucediera. Era instigadora y cobarde.

En el camino de vuelta pararon a tomar una copa.

– ¿Tú crees que hará algo? -preguntó ella.

– Fue culpa suya -contestó Rebus-. Si continúa acosándote ya sabe a qué atenerse.

– ¿A desaparecer del mapa, te refieres?

– Yo no hice más que defenderme, Siobhan. Tú lo viste -replicó él mirándola a los ojos hasta que ella asintió con la cabeza.

Era cierto: Fairstone se había abalanzado sobre él y Rebus le había empujado hacia la mesita con intención de neutralizarle sobre ella, pero se había roto la pata y cayeron al suelo durante el forcejeo. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Fairstone, con voz temblorosa de rabia, mascullaba que se largaran mientras Rebus le amenazaba con el dedo repitiéndole que «no se acercara a la sargento Clarke».

– Lárguense los dos.

– Se acabó, vámonos -había dicho Siobhan dando a Rebus una palmadita en el brazo.

– No esté tan segura de que haya acabado bien -farfulló Fairstone echando saliva por la comisura de los labios.

– Más vale que sí, amigo, si no quiere que empecemos con los fuegos artificiales -fue lo último que dijo Rebus.

Siobhan quiso preguntarle qué había querido decir con eso, pero lo que hizo fue invitarle a la última copa. Aquella noche, en la cama, se quedó adormecida mirando fijamente el techo hasta que de pronto se despertó aterrorizada; se tiró al suelo invadida por una oleada de adrenalina y salió del dormitorio a gatas, con el convencimiento de que moriría si se incorporaba. Superado el ataque, se puso de pie apoyándose en la pared del pasillo y volvió despacio a la cama, donde se tumbó hecha un ovillo.

«Es más corriente de lo que cree», le diría el médico más adelante, después del segundo ataque.

Entretanto, Martin Fairstone había presentado una denuncia de acoso que acabó retirando, pero no dejó de llamarla. Ella no le dijo nada a Rebus, prefería no saber lo que significaba «fuegos artificiales».


* * *

No había nadie en el Departamento de Investigación Criminal. Los agentes estaban de servicio o prestando declaración en los tribunales. A veces se perdían horas esperando a testificar y luego el juicio se eternizaba, el caso se sobreseía o el acusado presentaba recurso; otras veces resultaba que alguien del jurado estaba en paradero desconocido o una persona crucial para el caso caía enferma. Pasaba el tiempo y al final pronunciaban veredicto de inocencia; pero incluso cuando era de culpabilidad, todo se reducía en muchas ocasiones a una multa o el acusado quedaba en libertad condicional. Las cárceles estaban llenas y cada vez se recurría más a la pena de prisión como último recurso. Siobhan no creía haberse vuelto cínica, era puro realismo. Últimamente habían llovido las críticas. Se decía que en Edimburgo había más guardias de tráfico que policías, y cuando sucedía algo como lo de South Queensferry, la situación se agravaba. Permisos, bajas por enfermedad, papeleo y tribunales… no había horas suficientes en el día; Siobhan era consciente de que tenía trabajo atrasado. Su actividad se había resentido por culpa de Fairstone y no acababa de distanciarse del problema; si sonaba el teléfono sentía escalofríos y un par de veces hasta fue a la ventana instintivamente para ver si su coche estaba fuera. Era irracional pero no podía evitarlo. Y sabía, por supuesto, que no era un asunto del que pudiera hablar con cualquiera sin parecer débil.

Sonó el teléfono. Era el de la mesa de Rebus. Si no contestaba, la centralita pasaría la llamada a otra extensión. Se dirigió a la mesa de Rebus deseando que dejase de sonar, pero no dejó de hacerlo hasta que cogió el receptor.

– ¿Diga?

– ¿Quién habla? -dijo una voz de hombre enérgica y formal.

– La sargento detective Clarke.

– ¿Cómo estás, Siob? Soy Bobby Hogan.

Le había dicho al inspector Hogan que no la llamara Siob. Mucha gente lo prefería, para abreviar. Casi todo el mundo lo escribía mal. Recordó que Fairstone la había llamado Siob varias veces en un exceso de familiaridad. No le gustaba que la llamaran así y debía reprender a Hogan, pero no lo hizo.

– ¿Mucho trabajo? -dijo.

– ¿Sabes que me encargo de lo de Port Edgar? -contestó él-. Bueno, qué tontería, claro que lo sabes.

– Sí, ya he visto que sale muy bien en la tele, Bobby.

– Me encanta que me halaguen, Siob, pero la respuesta es «no».

– Yo ahora no tengo tanto trabajo -dijo ella sonriendo y mirando los montones de papeles que lo desmentían.

– Si necesito un par de manos extra te lo diré. ¿No está John ahí?

– ¿Don Simpático? Está de baja. ¿Para qué lo quiere?

– ¿Está en su casa?

– Yo podría darle el recado -añadió ella intrigada por el tono de impaciencia en la voz de Hogan.

– ¿Sabes dónde está?

– Sí.

– ¿Dónde?

– No ha contestado a mi pregunta: ¿para qué lo quiere?

Hogan suspiró profundamente.

– Porque necesito un par de manos.

– ¿Sólo las suyas?

– Eso parece.

– Qué decepción.

– ¿Cuánto puedes tardar en decírselo? -añadió Hogan sin hacer caso del comentario.

– Puede que no se encuentre bien del todo para ayudarle.

– Me sirve igual, a menos que esté con respiración asistida.

Siobhan se recostó en la mesa de Rebus.

– ¿Qué está pasando?

– Dile que me llame, ¿de acuerdo?

– ¿Está en el colegio Port Edgar?

– Que me llame al móvil. Adiós, Siob.

– ¡Un momento! -añadió Siobhan mirando hacia la puerta.

– ¿Cómo dices? -masculló Hogan.

– Acaba de llegar. Se lo paso.

Tendió el receptor a Rebus y al mirarle y ver lo desaliñado que venía pensó que se había emborrachado, pero enseguida lo comprendió: se había vestido como había podido, traía la camisa remetida de mala manera y la corbata simplemente colgada al cuello. En lugar de coger el receptor que ella le tendía, lo que hizo Rebus fue agachar la cabeza y arrimar la oreja.

– Es Bobby Hogan -dijo Siobhan.

– ¿Cómo estás, Bobby?

– John, no se oye bien…

– Acércamelo un poco -musitó Rebus mirando a Siobhan.

Ella le arrimó el auricular a la mejilla y advirtió que tenía el pelo sucio, aplastado por delante y de punta por detrás.

– ¿Se oye ahora mejor, Bobby?

– Sí, ahora sí. John, tienes que hacerme un favor.

Rebus notó que el auricular se movía y miró a Siobhan, que dirigió la vista hacia la puerta. Él volvió la cabeza en esa dirección y vio que en el umbral estaba Gill Templer.

– ¡A mi despacho! -exclamó-. ¡Inmediatamente!

Rebus se pasó la lengua por los labios.

– Bobby, te llamo dentro de un momento. La jefa quiere hablar conmigo.

Se incorporó, mientras la voz de Hogan sonaba cada vez más apagada y mecánica. Templer le hacía señas para que la siguiera. Él se encogió de hombros mirando a Siobhan y se dirigió a la puerta.

– Se ha marchado -dijo ella en el auricular.

– ¡Pues dile que vuelva!

– Me parece que no va a poder. Oiga… ¿por qué no me dice de qué se trata? A lo mejor yo podría ayudarle.

– Si no le importa dejo la puerta abierta -dijo Rebus.

– Si quiere que se entere toda la comisaría, por mí no hay inconveniente.

– Es que me cuesta un poco cerrar picaportes -dijo Rebus dejándose caer en la silla de las visitas y levantando las manos para que las viera Templer, que al observarlas cambió radicalmente de actitud.

– ¡Por Dios bendito, John! ¿Qué te ha ocurrido?

– Me escaldé. No es tan grave como parece.

– ¿Te escaldaste? -repitió ella reclinándose en la poltrona y apretando los dedos contra el borde de la mesa.

– Sí, eso es todo -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

– ¿A pesar de lo que yo creo?

– A pesar de lo que creas. Llené el fregadero para lavar los platos y metí las manos sin darme cuenta de que no había echado el agua fría.

– ¿Cuánto tiempo exactamente?

– Lo suficiente para escaldarme, por lo visto -respondió él esbozando una sonrisa y pensando que lo de los platos era una explicación más verosímil que la de la bañera, a pesar de que Templer no parecía muy convencida.

Sonó el teléfono, pero Templer se limitó a levantar el receptor y colgar.

– No eres el único con mala suerte. Martin Fairstone ha muerto en un incendio.

– Eso me ha dicho Siobhan.

– ¿Y?

– Fue un accidente con una freidora. Cosas que pasan -añadió Rebus encogiéndose de hombros.

– Estuvo con él el domingo por la tarde.

– ¿Ah, sí?

– Hay testigos que os vieron juntos en un bar.

– Me tropecé con él de casualidad -dijo Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Y saliste del bar con él?

– No.

– ¿Fuiste con él a su casa?

– ¿Quién lo dice?

– John…

– ¿Quién dice que no ha sido un accidente? -dijo él alzando la voz.

– Hay pendiente una investigación de los bomberos.

– Que tengan suerte -replicó Rebus tratando inútilmente de cruzar los brazos y optando por dejarlos caer otra vez.

– Debe de dolerte -comentó Templer.

– Es soportable.

– ¿Y fue el domingo por la noche?

Rebus asintió con la cabeza.

– Escucha, John… -añadió ella inclinándose hacia delante y apoyando los codos en la mesa-. Sabes que circularán rumores. Siobhan dijo que Fairstone la acosaba. Él lo negó, y además denunció que le habías amenazado.

– Pero retiró la denuncia.

– Y ahora Siobhan me dice que Fairstone la agredió. ¿Tú lo sabías?

Rebus negó con la cabeza.

– Ese incendio es una lamentable coincidencia.

– Pero tienes mal aspecto, ¿no? -añadió ella bajando la vista.

– ¿Desde cuándo tengo yo interés en tener buen aspecto? -replicó Rebus mirándose parsimoniosamente.

Muy a su pesar, Templer apenas pudo reprimir la sonrisa.

– Sólo pretendo estar segura de que esto no tenga repercusiones.

– Ten plena seguridad, Gill.

– En ese caso, ¿te importa dejarlo oficialmente por escrito?

El teléfono volvió a sonar.

– ¿Quiere que conteste yo? -dijo una voz.

Era Siobhan desde la puerta de brazos cruzados. Templer la miró y cogió el teléfono.

– Comisaria Templer al habla.

Siobhan cruzó una mirada con Rebus y le hizo un guiño mientras Gill Templer escuchaba lo que le decían.

– Ya… sí… sí, ¿por qué no? ¿Puede decirme por qué precisamente él?

Rebus comprendió. Era Bobby Hogan. Quizá no era él quien llamaba; a lo mejor había puenteado a Templer, había hablado con el subdirector de la Policía para que hiciera él directamente la petición. Necesitaba que Rebus le hiciera un favor. Hogan tenía ahora cierto poder, dimanante del prestigio que había conseguido por el último caso en que había intervenido. Se preguntaba qué clase de favor querría Bobby de él.

Templer colgó.

– Preséntate en South Queensferry. Por lo visto, el inspector Hogan necesita ayuda -dijo sin levantar la vista de la mesa.

– Gracias -dijo Rebus.

– Lo de Fairstone no termina aquí, John; no lo olvides. En cuanto Hogan termine contigo, eres mío otra vez.

– Entendido.

Templer miró por encima de él a Siobhan, que seguía de pie en la puerta.

– Mientras tanto, tal vez la sargento Clarke pueda aclarar algo…

Rebus carraspeó.

– Hay un problema.

– ¿Cuál?

Rebus alzó de nuevo las manos y giró despacio las muñecas.

– Podré dar la mano a Bobby Hogan, pero necesitaré ayuda para todo lo demás. Así que si pudiera disponer durante cierto tiempo de la sargento Clarke… -añadió volviéndose a medias en la silla.

– Te conseguiré un conductor -replicó Templer.

– Pero para tomar notas, hacer llamadas y contestar al teléfono… necesito alguien del departamento y, ya que ella es la que está aquí… -Hizo una pausa-. Si me das permiso.

– Muy bien, idos los dos -contestó Templer fingiendo revisar unos papeles-. Te diré algo en cuanto haya alguna novedad sobre el incendio.

– Muy encomiable, jefa -dijo Rebus levantándose.

Volvieron al Departamento de Investigación Criminal y Rebus le pidió a Siobhan que le sacara del bolsillo de la chaqueta un frasquito de pastillas.

– Esos cabrones las racionan como si fueran oro. Dame un vaso de agua, haz el favor.

Ella cogió una botella de su mesa y le ayudó a tomarse dos pastillas. Rebus le pidió otra y ella leyó la etiqueta.

– Aquí dice «tomar dos cada cuatro horas».

– Por una más no pasa nada.

– A este ritmo las terminarás enseguida.

– Tengo una receta en el otro bolsillo. Pararemos en una farmacia por el camino.

– Gracias por pedirle a la jefa que te acompañara -dijo ella cerrando el frasquito.

– No hay de qué. ¿Quieres que hablemos de Fairstone? -añadió tras una pausa.

– No tengo mucho interés.

– Muy bien.

– Supongo que ninguno de los dos somos responsables de nada – añadió ella clavando en Rebus la mirada.

– Exacto -dijo él-. Con lo cual podemos concentrarnos en ayudar a Bobby Hogan. Pero antes quiero pedirte una cosa.

– ¿Qué?

– ¿Podrías anudarme bien la corbata? La enfermera no tenía ni idea.

– Estaba esperando la oportunidad de echarte las manos a la garganta -dijo ella sonriente.

– Si sigues por ese camino te mando con la jefa.

Pero no lo hizo, a pesar de que fue incapaz de anudarle la corbata incluso con sus indicaciones. Al final le ayudó la dependienta de la farmacia, mientras el farmacéutico buscaba el analgésico.

– Siempre se lo hacía a mi marido, que en paz descanse -comentó la mujer.

En la acera, Rebus miró la calle de arriba abajo.

– Necesito un cigarrillo -dijo.

– No esperes que yo te los encienda -replicó Siobhan cruzando los brazos. Él la miró-. Lo digo en serio -añadió ella-. Es la mejor oportunidad que vas a tener para dejar de fumar.

– Cómo disfrutas, ¿verdad? -replicó Rebus entrecerrando los ojos.

– Estoy empezando -admitió ella abriéndole la portezuela con una reverencia.

Capítulo 2

No había un itinerario rápido para llegar a South Queensferry. Cruzaron el centro de Edimburgo y enfilaron Queensferry Road y sólo aumentaron la velocidad al entrar en la A 90. La ciudad adonde iban estaba acurrucada entre los dos puentes -el viario y el del ferrocarril- que cruzan el estuario de Forth.

– Hace siglos que no vengo por aquí -dijo Siobhan por romper el silencio dentro del coche.

Rebus no se molestó en contestar. Se sentía como si cuanto le rodeaba estuviera vendado, acolchado. Debía de ser por las pastillas. Dos meses atrás, un fin de semana, había llevado a Jean a South Queensferry, donde comieron en un bar, dieron una vuelta por el paseo marítimo y vieron zarpar la lancha de salvamento sin urgencia, seguramente en un ejercicio de simulacro. Luego habían ido en coche a Hopetoun House y con un cicerone visitaron la lujosa residencia. Sabía por los periódicos que el colegio Port Edgar estaba cerca de Hopetoun House y como recordaba haber pasado en coche por delante de la verja, aunque desde ella no se veía el edificio, dio indicaciones a Siobhan para llegar hasta él, pero acabaron metiéndose en un callejón sin salida. Ella dio media vuelta y encontró Hopetoun Road sin necesidad de la ayuda del copiloto. Ya cerca del colegio tuvieron que sortear camionetas de equipos de televisión y coches de periodistas.

– Atropella a todos los que puedas -dijo Rebus antes de que un agente uniformado comprobara su placa de identificación y les abriera la puerta de hierro.

– Por el nombre de Port Edgar pensé que estaría a la orilla del mar -comentó Siobhan al cruzar la entrada.

– Hay un puerto deportivo llamado Port Edgar. No debe de estar lejos -dijo Rebus mirando hacia atrás cuando el coche superaba las curvas de una cuesta y se divisaba ya el agua de la que surgían mástiles como lanzas.

En ese momento, una arboleda volvió a ocultar la vista y cuando la volvieron a tener delante de ellos vio el edificio del colegio.

Era una construcción de estilo escocés en sillería gris rematada con buhardillas y torreones. Una bandera con la cruz de San Andrés flameaba a media asta. El aparcamiento estaba lleno de vehículos oficiales y en torno a una caseta prefabricada se arremolinaba un grupo de gente. En aquella localidad no había más que una pequeña comisaría probablemente incapaz de hacer frente a aquel caso. Cuando los neumáticos del coche hicieron crujir la grava, varias cabezas se volvieron para mirar y Rebus reconoció caras conocidas, pero nadie se tomó la molestia de sonreír o saludar. Cuando Siobhan paró el coche, el inspector intentó abrir la portezuela, pero tuvo que esperar a que ella bajara, diera la vuelta y le abriese.

– Gracias -dijo al apearse.

Se les acercó un policía uniformado que Rebus conocía de Leith, un austrAllano llamado Brendam Innes, y a quien nunca había llegado a preguntar por qué había venido a vivir a Escocia.

– Inspector Rebus -dijo Innes-, el inspector Hogan me ordenó que le dijera que está dentro del colegio.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó.

– No fumo.

Rebus miró a su alrededor buscando otra posible alternativa.

– Me dijo que fuera en cuanto llegara -añadió Innes, al tiempo que ambos se daban la vuelta al oír un ruido procedente de la caseta.

La puerta se abrió y un hombre bajó apresuradamente los tres peldaños. Iba vestido como para un entierro: traje negro, camisa blanca y corbata negra. Rebus le reconoció por el pelo plateado peinado hacia atrás. Era el diputado del Parlamento escocés Jack Bell, un hombre de cuarenta y tantos años, de mentón cuadrado y cara siempre bronceada. Era alto, ancho de hombros, y daba la impresión de ser alguien decidido a salirse con la suya en todo momento.

– ¡Tengo todo el derecho! -gritó-. ¡Todo el derecho del mundo! ¡Pero no debería extrañarme que ustedes me pongan toda clase de impedimentos!

Grant Hood, oficial de relaciones públicas del caso, había aparecido en la puerta.

– Tiene perfecto derecho a opinarlo, señor -dijo como única réplica.

– ¡No es una opinión sino un hecho absolutamente irrefutable! Hace seis meses que se cubrieron de ridículo y no se les olvida, ¿verdad?

– Perdone usted… -dijo Rebus acercándose a él.

– ¿Sí? ¿Qué desea? -respondió Bell volviéndose.

– Se me ocurre si no podría bajar un poco la voz… por respeto.

– ¡No me venga con ese numerito! -replicó Bell alzando un dedo amenazador-. ¡Sepa que ese loco habría podido matar a mi hijo!

– Me consta, señor.

– He venido en representación de mis electores y me permito exigir que me franqueen la entrada… -añadió Bell haciendo una pausa para respirar-. Por cierto, ¿usted quién es?

– El inspector Rebus.

– En ese caso no me sirve de nada. Quiero ver a Hogan.

– Comprenda usted que el inspector Hogan está más que ocupado en este momento. Desea usted ver el aula, ¿verdad? -Bell asintió con la cabeza, mirando a su alrededor como si buscase a alguien más útil que Rebus-. ¿Podría explicarme por qué, señor?

– ¿A usted qué le importa?

Rebus se encogió de hombros.

– Lo digo porque como voy a hablar ahora con el inspector Hogan -añadió Rebus dándose la vuelta y echando a andar- pensé que podría darle algún recado de su parte.

– Espere -dijo Bell en tono algo más tranquilo-. Tal vez usted mismo podría enseñarme…

– Será mejor que espere usted aquí -replicó Rebus negando con la cabeza-. Yo le informaré de lo que diga el inspector Hogan.

Bell asintió con la cabeza, pero no se mordió la lengua.

– Esto es un escándalo. ¿Cómo es posible que cualquiera entre en un colegio con un arma?

– Es lo que tratamos de averiguar, señor -contestó Rebus mirando al diputado de arriba abajo-. ¿No tendría usted un cigarrillo?

– ¿Cómo?

– Un cigarrillo.

Bell negó con la cabeza y Rebus volvió a encaminarse hacia el colegio.

– Estaré esperando, inspector. ¡No pienso moverme de aquí!

– Muy bien, señor. Yo diría que es lo mejor que puede hacer.

Delante de la fachada del colegio se extendía un césped en leve pendiente con campos de juego a un lado, en los que policías de uniforme estaban ocupados expulsando a unos intrusos que habían saltado la valla. Rebus pensó si serían periodistas, pero lo más probable era que fuesen los típicos morbosos que se presentan en todos los escenarios de un crimen. En ese momento advirtió que detrás del colegio había una construcción moderna que sobrevoló un helicóptero, pero no vio cámaras a bordo.

– Ha tenido gracia -dijo Siobhan dándole alcance.

– Siempre es un placer conocer a un político -dijo Rebus-. Sobre todo a uno que tiene en tanta estima a nuestra profesión.

La entrada principal del colegio era una puerta doble de madera tallada y cristaleras que daba paso a una zona de recepción con ventanas corredizas, antesala de una oficina, seguramente de la secretaria. Allí estaba la mujer, protegiéndose tras un gran pañuelo blanco, probablemente del policía que le tomaba declaración y que a Rebus le resultaba conocido, aunque no recordaba su nombre. Otra puerta doble -que habían dejado abierta- daba paso al colegio propiamente dicho. En ella había un letrero que decía: se ruega a las visitas pasar por secretaría y una flecha que señalaba hacia las ventanas corredizas.

Siobhan indicó un rincón en el techo donde había una cámara. Rebus asintió con la cabeza mientras cruzaban la doble puerta y enfilaban un largo pasillo con una escalera a un lado y una vidriera de colores al fondo. El suelo de madera pulida crujió bajo sus pasos. En las paredes había retratos de antiguos profesores en traje de ceremonia, sentados en su despacho o cogiendo un libro de una estantería. Más adelante pasaron ante cuadros de honor de notables, rectores y caídos en el servicio de la patria.

– No debió de resultarle difícil entrar -comentó Siobhan pensativa. Sus palabras resonaron en el silencio y vieron asomar una cabeza por una puerta del pasillo.

– Sí que has tardado -tronó la voz del inspector Bobby Hogan-. Entra a echar un vistazo.

Era la sala de recreo del sexto curso. Medía unos seis metros por cuatro, y en una de las paredes tenía ventanas altas que daban al exterior; había unas diez sillas, una mesa con un ordenador y una vieja cadena de alta fidelidad con cedes y unos casetes en un rincón desparramados, todos ellos en desorden. En algunas de las sillas había revistas: FHM, Heat, M8, y una novela abierta boca abajo. De unas perchas bajo las ventanas colgaban mochilas y chaquetas del uniforme escolar.

– Podéis entrar -dijo Hogan-. Los de la Científica ya lo han examinado milímetro a milímetro.

Entraron en el aula. Sí, los de la Policía Científica habían estado allí, porque allí era donde habían ocurrido los hechos. Había salpicaduras de sangre en una pared, un fino moteo de color rojo pálido. Había gotas más grandes en el suelo, y lo que parecían resbalones donde los pies se habían resbalado tras pisar un par de chorros. Los puntos en que la Policía Científica había recogido pruebas estaban señalados con tiza blanca y cinta adhesiva amarilla.

– Entró por una puerta lateral -dijo Hogan-. Era la hora de recreo y no estaba cerrada. Vino por el pasillo hasta aquí. Como hacía buen día, la mayoría de los chicos estaban afuera y sólo encontró a tres -añadió Hogan señalando con la cabeza hacia el lugar que habían ocupado las víctimas- que estaban escuchando música y leyendo revistas.

Parecía hablar consigo mismo, como si esperara que repitiendo la historia ellos empezaran a contestar a sus interrogantes.

– ¿Por qué aquí? -preguntó Siobhan.

Hogan alzó la vista como si reparara en ella por primera vez.

– Hola, Siob -dijo-. ¿Has venido a curiosear?

– Ha venido a ayudarme -terció Rebus alzando las manos.

– Dios, John, ¿qué te ha sucedido?

– Es una larga historia, Bobby. Lo que pregunta Siobhan es muy pertinente.

– ¿Te refieres al colegio en concreto?

– No sólo eso -respondió Siobhan-. Ha dicho que la mayoría de los chicos estaban afuera. ¿Por qué no empezó a disparar sobre ellos?

– Espero averiguarlo -dijo Hogan encogiéndose de hombros.

– Bien, ¿en qué podemos ayudarte, Bobby? -preguntó Rebus.

Él se había quedado en el umbral, mientras Siobhan miraba los carteles de las paredes. En uno de ellos, Eminem hacía un corte de mangas al público y a su lado se veía un grupo de gente vestida con monos y máscaras de goma que parecían comparsas de una película de terror de bajo presupuesto.

– Había sido militar, John -dijo Hogan-. De las SAS más concretamente, y recordé que tú una vez me dijiste que habías aspirado a ingresar en ese servicio de las Fuerzas Aéreas.

– De eso hace más de treinta años, Bobby.

– Y por lo visto era un tipo solitario -prosiguió Hogan sin escucharle.

– ¿Un solitario que alimentaba un rencor? -preguntó Siobhan.

– Quién sabe.

– ¿Es lo que quieres que yo indague? -dijo Rebus.

Hogan le miró.

– Todos los amigos que tuviera serían como él: desechos de las Fuerzas Armadas. Es posible que se sinceren con alguien que estuvo en su mismo bando.

– De eso hace más de treinta años -repitió Rebus-. Y gracias por asociarme con los desechos.

– Bah, ya sabes a qué me refiero… Será sólo un par de días, John. Es todo lo que te pido.

Rebus salió al pasillo y miró a su alrededor. Era un lugar tranquilo y apacible. Y unos escasos instantes lo habían confirmado todo. Tanto el colegio como la ciudad no volverían a ser los mismos. Todo aquel al que le hubiera afectado, quedaría marcado. La pobre secretaria que habían visto en la entrada quizá nunca fuera capaz de prescindir de aquel pañuelo prestado; los familiares enterrarían a los muertos sin poder borrar de sus mentes el terror que habían sentido los suyos en el último instante.

– ¿Qué me dices, John? -añadió Hogan-. ¿Me ayudarás?

Algodón suave y calentito… te protege, amortigua… «Ningún misterio… perdió la chaveta», en palabras de Siobhan.

– Una pregunta, Bobby.

Bobby Hogan tenía aspecto de cansado y perdido. Las investigaciones en Leith solían ser asuntos de droga, navajazos, prostitución, casos que él sabía resolver, y Rebus tenía la impresión de que le había llamado porque necesitaba un amigo a su lado.

– Tú dirás -dijo Hogan.

– ¿Tienes un cigarrillo?

Había tanta gente en la caseta prefabricada que casi no podían moverse. Hogan cargó en brazos de Siobhan el papeleo acumulado sobre el caso, fotocopias aún calientes recién salidas de la oficina del colegio. Afuera, en el césped, había unas gaviotas argénteas curioseando. Rebus les lanzó la colilla y las aves corrieron hacia ella.

– Podría denunciarte por crueldad -dijo Siobhan.

– Lo mismo digo -replicó Rebus mirando el montón de papeles. Vio que Grant Hood ponía fin a una conversación telefónica y guardaba el teléfono en el bolsillo-. ¿Dónde ha ido nuestro amigo? -le preguntó Rebus.

– ¿Te refieres a el Sucio Jack?

Rebus sonrió por el epíteto con que un periódico sensacionalista había obsequiado en primera página a Jack Bell tras su detención.

– Sí, a ése.

Hood señaló con la cabeza hacia la entrada del recinto.

– Uno de la televisión le ha sugerido hacer una toma ante la verja y ha salido disparado.

– Y eso que me dijo que no se movería de aquí. ¿Se comportan los de la prensa?

– ¿Tú qué crees?

Rebus respondió con una mueca. El teléfono de Hood sonó de nuevo. Se volvió de lado para responder a la llamada. Rebus vio que Siobhan se agachaba a recoger unas hojas que se le habían caído al abrir el maletero.

– ¿Está todo? -preguntó Rebus.

– De momento sí -contestó ella cerrando el maletero de golpe-. ¿Adónde nos lo llevamos?

Rebus miró el cielo lleno de nubes densas, que se movía rápido. Probablemente el viento era demasiado fuerte para que lloviera. Le pareció oír en la lejanía un golpeteo de aparejos contra los mástiles.

– Podríamos ir a un pub y sentarnos a una mesa. Junto al puente del ferrocarril hay uno que se llama Boatman's… -Ella le miró fijamente-. En Edimburgo es tradición -añadió él encogiéndose de hombros-. Antiguamente los profesionales despachaban sus negocios en la taberna.

– Y hay que respetar las tradiciones.

– Yo siempre he sido partidario de los viejos métodos.

Siobhan, sin replicar, abrió la portezuela del conductor, se sentó al volante e instintivamente cerró y giró la llave de contacto pero de pronto, al recordar, se inclinó y estiró el brazo para abrirle a Rebus.

– Muy amable -dijo él sentándose sonriente.

No conocía South Queensferry muy bien, pero sí los pubs. Él se había criado al otro lado del estuario y recordaba la vista desde North Queensferry y cómo los dos puentes daban la impresión de separarse vistos desde el norte. El mismo policía uniformado les franqueó el paso de la verja y vieron que Jack Bell estaba fuera, delante de la puerta, hablando para la cámara.

– Obsequíales con un buen bocinazo -dijo Rebus, y Siobhan así lo hizo.

El periodista bajó el micrófono y se dio la vuelta enfurecido, el cámara se puso los auriculares al cuello y Rebus saludó con la mano al diputado con una especie de sonrisa de disculpa, mientras los curiosos invadían la mitad de la calzada para mirar dentro del coche.

– Me siento como una repugnante pieza de exposición -musitó Siobhan.

Una caravana de coches circulaba despacio a su lado. Eran los curiosos que acudían a ver el colegio, gente anodina con sus hijos y la cámara de vídeo. Cuando Siobhan iba a dejar atrás la modesta comisaría local, Rebus dijo que bajaría para desentumecer las piernas.

– Nos vemos en el pub.

– ¿Adónde vas?

– Quiero captar la atmósfera del sitio. -Hizo una pausa-. Una pinta para mí si llegas tú primero.

Miró cómo ella se alejaba incorporada a la caravana de coches, y se detuvo a contemplar el puente viario del Forth con su zumbido de tráfico de coches y camiones, un ruido parecido al oleaje, y vio en lo alto figuras diminutas acodadas a la barandilla mirando hacia abajo. Sabía que en el lado opuesto, desde donde se veía mejor el colegio, habría más. Meneó la cabeza y siguió caminando.

Los comercios en South Queensferry se concentraban en una sola calle entre High Street y Hawes Inn, pero comenzaba a notarse el cambio. No hacía mucho, al cruzar la localidad en coche para tomar el puente de la carretera, Rebus había visto un supermercado y un parque empresarial nuevos donde un gran anuncio llamaba la atención de la caravana de coches de vuelta del trabajo de Edimburgo: ¿HARTO DE DESPLAZARSE A DIARIO AL TRABAJO? TRABAJE AQUÍ. La sugerencia era que la ciudad estaba llena a rebosar, el tráfico empeoraba cada vez más, y South Queensferry pretendía incorporarse al movimiento antiurbanita. Pero, en la calle mayor con sus tiendecitas, aceras estrechas y quioscos de información turística, no había indicio de ello. Rebus sabía algunas anécdotas locales: un incendio en la destilería de VAT 69 que inundó las calles de whisky caliente y hubo gente que al beberlo acabó en el hospital; un mono que harto de las bromas pesadas de una ayudante de cocina le cortó el cuello; apariciones como la del legendario perro de Mowbray, y el Burry Man.

El Burry Man era una fiesta anual con ocasión de la cual adornaban las calles con guirnaldas y banderines y organizaban una procesión que recorría la localidad. Todavía faltaban meses para la fecha, pero Rebus se preguntaba si aquel año celebrarían el desfile.

Pasó ante una torre con reloj con restos de coronas del día de los caídos en las dos guerras mundiales, que habían respetado los vándalos. La calle era tan estrecha que la calzada se ensanchaba en algunos puntos invadiendo la acera para que los coches pudieran pasar. De vez en cuando atisbaba un trozo del estuario por detrás de las casas del lado izquierdo. Las de la acera opuesta formaban un bloque continuo con tiendas de una sola planta y terraza, y tras ellas se levantaba otra hilera de viviendas. Dos viejas cruzadas de brazos que comentaban delante de una puerta los últimos rumores, le miraron de reojo al notar que era forastero y fruncieron el ceño tomándole por uno de los curiosos que habían acudido por lo del crimen.

Continuó caminando y en una tienda de periódicos vio a varias personas que comentaban las noticias de la prensa. Por la acera contraria desfiló un equipo de televisión, distinto del que había en las puertas del colegio. El operador, cámara en mano, cargaba el trípode al hombro, y el encargado del sonido llevaba el aparato en bandolera, los auriculares al cuello y el micrófono jirafa enhiesto como un rifle. Iban a la búsqueda un buen decorado, capitaneados por una joven rubia que miraba en todos los soportales para localizar el escenario ideal. Rebus creyó reconocerla de la televisión y pensó que debía de ser un equipo de Glasgow. Su reportaje arrancaría con: «Los habitantes de una pacífica localidad costera, consternados, trataban de sobreponerse al horror que irrumpió… todos se hacen interrogantes que nadie puede esclarecer de momento…». Bla, bla, bla. Él habría podido escribir el guión. Como la Policía no daba información, los periodistas no tenían otro recurso que acosar a los lugareños para obtener detalles banales y sacarles el mayor jugo posible.

Les había visto hacerlo en Lockerbie y estaba seguro de que en Dunblane había sucedido otro tanto. Ahora le tocaba a South Queensferry. La calle giraba a un lado y desembocaba en el paseo marítimo. Se detuvo un instante y se dio la vuelta a mirar el centro de la ciudad, que quedaba oculto en su mayor parte por árboles, nuevos edificios y el arco que acababa de cruzar. Vio el rompeolas y pensó que era un lugar tan adecuado como otro cualquiera para encender el cigarrillo que le había dado Bobby Hogan y que llevaba en la oreja; quiso cogerlo pero se le escapó de la mano y cayó al suelo, donde una ráfaga de viento lo hizo rodar. Se agachó siguiendo su trayectoria y, al hacerlo, estuvo a punto de tropezar con unas piernas. El pitillo se había detenido ante la puntera de un zapato negro de tacón de aguja. Las piernas que continuaban los zapatos estaban enfundadas en unas medias negras de redecilla con rotos. Rebus se enderezó. Era una chica de entre trece y diecinueve años, de pelo negro teñido y que le caía sobre el cráneo como paja al estilo sioux; su rostro era de un blanco cadavérico, llevaba pintados de negro ojos y labios y vestía una cazadora de cuero negro sobre una especie de blusa de varias capas de gasa negra.

– ¿Se ha cortado las venas? -preguntó al verle las manos vendadas.

– Si pisas ese cigarrillo es muy probable que lo haga.

La joven se agachó, lo recogió y se acercó a él para ponérselo en la boca.

– Tengo un mechero en el bolsillo -dijo Rebus.

Ella lo sacó y le dio fuego ahuecando hábilmente las manos en torno a la llama y clavó la mirada en la de él, como valorando la reacción del hombre a su cercanía.

– Lo siento, pero es el único que me queda -dijo él.

Resultaba difícil fumar y hablar al mismo tiempo. Ella debió comprenderlo porque aguardó a que Rebus diera un par de caladas para quitarle el cigarrillo de la boca y llevárselo a la suya. El advirtió que bajo sus guantes negros de encaje llevaba las uñas pintadas de negro.

– Yo no entiendo nada de moda -dijo-, pero me da la impresión de que no vas de luto.

– No voy de luto, para nada -respondió ella abriendo la boca bastante para enseñar unos dientecitos blancos.

– Pero vas al colegio Port Edgar. -Ella le miró, sorprendida de que lo supiera-. Si no, seguramente estarías en clase. Sólo los alumnos de Port Edgar tienen el día libre.

– ¿Es usted periodista? -preguntó ella volviendo a ponerle el cigarrillo en la boca. Sabía a pintalabios.

– Soy poli -dijo Rebus-. Del Departamento de Investigación Criminal. -La chica no pareció impresionada-. ¿Conocías a esos dos chicos que han muerto?

– Sí -replicó ella. Parecía ofendida, no quería quedarse fuera.

– Pero ya veo que te da igual.

La chica captó la insinuación al recordar sus propias palabras: «No voy de luto, para nada».

– Si acaso, me dan envidia -respondió clavando de nuevo los ojos en él.

A Rebus le intrigaba enormemente el aspecto que tendría sin maquillaje. Probablemente sería bonita, y hasta parecería frágil. Su rostro pintado era una máscara para ocultarse.

– ¿Envidia?

– Han muerto, ¿no?

Aguardó a que él asintiera con la cabeza y luego se encogió de hombros. Rebus bajó la vista hacia el cigarrillo y ella se lo quitó y volvió a llevárselo a los labios.

– ¿Quieres morirte?

– Siento simple curiosidad por saber qué se siente -dijo haciendo una O con los labios y lanzando un aro de humo-. Usted habrá visto muertos.

– Demasiados.

– ¿Cuántos? ¿Ha visto morir a alguien?

– Tengo que irme -dijo Rebus decidido a no contestar, al tiempo que la chica hacía el gesto de devolverle prácticamente una colilla, pero él negó con la cabeza-. Por cierto, ¿cómo te llamas?

– Teri.

– ¿Terry?

La joven le deletreó el nombre.

– Pero si quiere llámeme señorita Teri.

Rebus sonrió.

– Imagino que es un nombre inventado -replicó-. Tal vez nos veamos, señorita Teri.

– Puede verme siempre que le apetezca, señor investigador -dijo ella dándose la vuelta y echando a caminar en dirección al centro, muy decidida sobre sus tacones altos, atusándose el pelo hacia atrás y dirigiéndole un vaporoso saludo con la mano enguantada, convencida de que él miraba y disfrutando del juego.

Rebus sabía que la muchacha era una gótica. Había visto ejemplares en Edimburgo formando grupo delante de las tiendas de discos. En cierto momento, cualquiera con aspecto de pertenecer a aquella tribu tuvo prohibida la entrada al parque de Princess Street en virtud de un decreto municipal a raíz de un parterre pisoteado y una papelera desparramada; la noticia le había hecho sonreír. El linaje se remontaba hasta los punks y los teddy boys, quinceañeros que pasaban sus ritos iniciáticos. Él también había sido un rebelde antes de alistarse en el Ejército. Era demasiado joven para unirse a la primera oleada de teddy boys, pero más adelante había lucido una cazadora usada de cuero y llevaba un peine de metal afilado en el bolsillo. No era una cazadora auténtica de motero. La cortó con un cuchillo de cocina y le quedó deshilachada por abajo, con el forro asomando.

Un rebelde.

La señorita Teri desapareció al doblar la curva de la calle y Rebus se encaminó al Boatman's, donde Siobhan le aguardaba ya en la mesa con las bebidas.

– Pensé que iba a tener que tomarme tu cerveza -le reprochó ella.

– Lo siento -replicó él, mientras cogía el vaso entre las manos y lo levantaba.

Siobhan había encontrado una mesa en un rincón y había puesto encima los dos montones de papeles junto con su limonada con soda y una bolsa de cacahuetes.

– ¿Qué tal tus manos? -preguntó.

– Me preocupa no poder volver a tocar más el piano.

– Lamentable pérdida para la música popular.

– Siobhan, ¿tú no escuchas heavy metal?

– Si puedo evitarlo, no. -Hizo una pausa-. Quizás algo de Motor Head para animarme.

– Me refería a cosas actuales.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Crees que éste es un buen sitio? -preguntó.

Rebus miró a su alrededor.

– La gente no nos mira y no vamos a repasar fotos repugnantes de autopsias ni nada por el estilo.

– Pero hay fotos del escenario del crimen.

– Déjalas de momento -dijo él dando otro sorbo de cerveza.

– ¿Seguro que puedes beber alcohol con esas pastillas que estás tomando?

Rebus no contestó. En su lugar señaló con la cabeza uno de los montones de papeles.

– Bien -dijo-, ¿qué es lo que tenemos y cuánto tiempo podemos alargar esta misión?

– ¿No tienes ganas de otra charla con la jefa? -preguntó ella sonriendo.

– No me digas que tú sí…

Siobhan pareció reflexionar sobre ello un momento y luego se encogió de hombros.

– ¿Te alegra que Fairstone haya muerto? -preguntó Rebus.

Ella le miró furiosa.

– Era simple curiosidad -añadió Rebus, pensando en la señorita Teri.

Intentó trabajosamente coger una de las hojas hasta que Siobhan se percató y se la dio. Se sentaron uno al lado del otro sin percatarse de que la tarde avanzaba implacable hacia el crepúsculo.

Siobhan fue a la barra a por otra ronda. El camarero intentó entablar conversación con el pretexto del montón de papeles, pero ella cambió de tema y acabaron hablando de escritores. Siobhan ignoraba la relación del Boatman's con Walter Scott y Robert Louis Stevenson.

– No crea que está tomando algo en cualquier pub -dijo el camarero-. El Boatman's está cargado de historia.

Era una frase que habría repetido hasta la saciedad, y Siobhan se sintió como una turista. Estaba a quince kilómetros del centro de la ciudad, y todo parecía distinto. No sólo por el crimen del colegio, del que, por cierto, se dio cuenta de repente de que el camarero no había dicho palabra. Los edimburgueses tendían a agruparse en las cercanías de la ciudad: Portobello, Musselburgh, Currie, South Queensferry, localidades consideradas «trozos» de la capital. Sin embargo, todas se resistían a perder su identidad, incluso Leith, tan directamente conectada al centro por el horrible cordón umbilical de Leith Walk. Siobhan se preguntó por qué fuera de Edimburgo todo era distinto.

Algo había atraído a Lee Herdman allí. Había nacido en Wishaw y se había incorporado al Ejército a los diecisiete años, había servido en Irlanda del Norte y en el extranjero; a continuación se había enrolado en las SAS. Ocho años en el regimiento antes de su regreso a lo que él seguramente habría llamado la «vida civil». Abandonó a su mujer y a sus dos hijos en Hereford, sede de las SAS, y se fue a vivir al norte. Los datos sobre su vida anterior eran deslavazados y no había información sobre qué había sido de la esposa y los hijos ni por qué los había dejado. Vivía en South Queensferry desde hacía seis años. Y allí había muerto a la edad de treinta y seis.

Siobhan miró a Rebus que estaba enfrascado leyendo otra hoja. Él también había estado en el Ejército y Siobhan había oído rumores de que había seguido el curso de entrenamiento de las SAS. ¿Qué sabía ella de las SAS? Exclusivamente lo que había leído en el informe: Fuerzas Aéreas Especiales, base en Hereford. Lema: «El audaz vence». Miembros seleccionados entre los mejores soldados del Ejército. El regimiento había sido creado durante la Segunda Guerra Mundial como unidad de reconocimiento de amplio radio de acción, pero debía su fama al secuestro de rehenes en la embajada de Irán en Londres en 1980 y a la campaña de las islas Malvinas. Una nota a lápiz al pie de una página informaba que había solicitado a los antiguos jefes de Herdman que aportaran cuanta información fuera posible. Siobhan se lo comentó a Rebus, quien se limitó a soltar un bufido, indicando que no creía que fueran a ser de mucha ayuda.

Poco después de su llegada a South Queensferry, Herdman había abierto su negocio de alquiler de la lancha para esquiadores acuáticos y actividades similares. Siobhan ignoraba el precio de una lancha rápida y escribió una nota, una de las muchas que había tomado en el bloc que tenía a mano.

– Se lo toman sin prisas, ¿eh? -dijo el camarero.

Siobhan no se había dado cuenta de que había vuelto.

– ¿Cómo?

El joven bajó la vista hacia las bebidas que Siobhan tenía delante.

– Ah, pues sí -dijo ella intentando esbozar una sonrisa.

– No se preocupe. A veces es mejor estar en un sueño.

Siobhan asintió al reconocer el significado del término escocés que él había utilizado. Ella rara vez utilizaba palabras escocesas porque se le notaba el acento inglés, aunque el hecho de pronunciarlas mal en ocasiones resultaba útil en los interrogatorios porque la gente, al pensar que era forastera, solía cometer descuidos en las respuestas.

– He adivinado quiénes son -añadió el camarero.

Siobhan le observó: tendría veintitantos años, era alto y ancho de espaldas, tenía pelo negro corto y su rostro conservaría unos años aquellos pómulos marcados a pesar de la bebida, la comida y el tabaco.

– ¿Ah, sí? -dijo ella apoyándose en la barra.

– De entrada pensé que eran periodistas, pero veo que ustedes no preguntan nada.

– ¿Han venido periodistas por el bar? -preguntó Siobhan.

Él puso los ojos en blanco.

– Por eso, al verles trabajar con esos papeles -añadió él señalando con la cabeza hacia la mesa-, me imaginé que eran policías.

– Muy listo.

– ¿Sabe que venía por aquí? Lee, quiero decir.

– ¿Le conocía?

– Ah, sí, hablaba con él… lo de siempre, fútbol y todo eso.

– ¿Montó alguna vez en su lancha?

El camarero asintió con la cabeza.

– Fue fantástico. Deslizarse a toda velocidad por debajo de los dos puentes mirando hacia arriba -dijo ladeando la cabeza repitiendo el gesto para ella-. Lee era único para la velocidad.

– ¿Cómo se llama usted, señor Camarero?

– Rod McAllister -contestó él tendiéndole la mano.

Siobhan se la estrechó. Estaba húmeda de fregar vasos.

– Encantada de conocerle, Rod -dijo retirando la mano para meterla en el bolsillo y sacar una tarjeta de visita-. Si se entera de algo que pueda sernos útil…

– De acuerdo. Muy bien -dijo él cogiéndola-. Usted se llama Sio…

– Se pronuncia Shiben.

– Dios, ¿y se escribe así?

– Pero puede llamarme sargento detective Clarke.

El hombre asintió con la cabeza, se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa y la miró con renovado interés.

– ¿Van a estar mucho por aquí?

– Lo que haga falta. ¿Por qué?

– Porque hacemos unas buenas asaduras de cordero con nabos y patatas fritas para almorzar.

– Lo tendré en cuenta -dijo ella cogiendo los vasos-. Hasta luego, Rod.

– Hasta luego.

Al llegar a la mesa posó la cerveza de Rebus junto al bloc abierto.

– Aquí tienes. Perdona por la demora, pero resulta que el camarero conocía a Herdman. Y a lo mejor… -añadió cuando se sentaba.

Rebus no le prestaba atención, no la escuchaba, seguía con los ojos fijos en la hoja que tenía delante.

– ¿Qué sucede? -preguntó Siobhan. Al mirar el papel comprobó que ya lo había leído. Eran datos sobre la familia de una de las víctimas-. ¿John? -exclamó.

Él levantó la vista despacio.

– Creo que los conozco -dijo en voz baja.

– ¿A quién? -preguntó ella cogiendo la hoja-. ¿A los padres?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿De qué los conoces?

Rebus se llevó las manos a la cara.

– Son familiares -dijo, y vio que ella no entendía-. De la familia, Siobhan. Mi familia.

Capítulo 3

Era un semiadosado al final de un callejón sin salida en una urbanización moderna. Desde aquel punto de South Queensferry no se veían los puentes ni se podía imaginar que hubiera calles antiguas a menos de medio kilómetro. Coches de ejecutivos medios, Rovers, BMW y Audis, ocupaban los caminos de entrada a las casas. No había vallas de separación, sólo un amplio césped que iba a dar a sendas que a su vez iban a dar a más césped. Siobhan había aparcado junto al bordillo. Aguardó unos pasos detrás de Rebus, que se las arregló para llamar al timbre. Les abrió una muchacha de aspecto aturdido, con el pelo sucio y despeinado y ojos enrojecidos.

– ¿Está tu padre o tu madre en casa?

– No quieren hacer declaraciones -respondió ella haciendo ademán de cerrar la puerta.

– No somos periodistas -replicó Rebus mostrándole la identificación-. Soy el inspector Rebus.

La joven leyó la credencial y después le miró.

– ¿Rebus? -dijo.

Él asintió.

– ¿Te suena el nombre?

– Creo que sí.

De pronto apareció un hombre detrás de ella que tendió la mano a Rebus.

– John, cuánto tiempo.

Rebus hizo una inclinación de cabeza a Allan Renshaw.

– Al menos treinta años, Allan -dijo.

Se miraron los dos un instante tratando de conciliar sus rostros con el recuerdo.

– Me llevaste al fútbol una vez -añadió Renshaw.

– A ver al Raith Rovers, ¿verdad? No recuerdo contra quién jugaba.

– En fin, será mejor que pases.

– Allan, entiende que vengo en calidad de inspector.

– Me dijeron que habías ingresado en la Policía. Tiene gracia las vueltas que da la vida.

Mientras Rebus seguía a su primo por el pasillo Siobhan se presentó a la joven, quien a su vez dijo que era Kate, la hermana de Derek.

Siobhan recordó el nombre por la documentación del caso.

– ¿Vas a la universidad, Kate?

– A St Andrews. Estudio filología inglesa.

Siobhan no sabía qué decir que no resultase trillado o forzado, de modo que la siguió por el pasillo, donde vio una mesa con cartas sin abrir, y pasaron al cuarto de estar. Había fotos por todas partes, no sólo enmarcadas y adornando las paredes o en estanterías, sino sobresaliendo de cajas de zapatos, esparcidas por el suelo y encima de la mesa de centro.

– A lo mejor tú puedes ayudarme -le decía Allan Renshaw a Rebus-. Hay caras a las que soy incapaz de poner nombre -añadió cogiendo unas fotos en blanco y negro.

En el sofá había también álbumes abiertos con fotos de dos niños en diversas edades: Kate y Derek. Empezaban desde el bautizo y llegaban hasta las de vacaciones, fiestas de Navidad, excursiones y celebraciones. Siobhan sabía que Kate tenía diecinueve años, dos más que su hermano, y que el padre trabajaba de vendedor de coches en Seafield Road, en Edimburgo. Rebus le había explicado dos veces -una en el pub y otra por el camino- su relación de parentesco: su madre tenía una hermana que se había casado con un tal Renshaw. Allan Renshaw era el hijo de aquel matrimonio.

– ¿No tienes contacto con ellos? -preguntó ella.

– Nuestra familia no era así -contestó Rebus.

– Siento lo de Derek -decía en este momento Rebus, que, al no encontrar sitio para sentarse, estaba junto a la chimenea.

Allan Renshaw, que había tomado asiento en el brazo del sofá, asintió con la cabeza y, al ver que su hija apartaba fotos para hacer sitio a las visitas, dijo bruscamente:

– ¡Ésas aún no las hemos revisado!

– Pensé que… -respondió la joven con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Y si tomáramos un té en la cocina? -terció rápidamente Siobhan.

Había el sitio justo para los cuatro en la mesa; Siobhan llegó como pudo a la cocina para poner el hervidor al fuego y coger las tazas y, aunque Kate se ofreció a ayudarla, ella la convenció cariñosamente para que se sentara. La ventana de encima del fregadero daba a un jardín del tamaño de un pañuelo rodeado de una valla con estacas. Un paño de cocina colgaba en solitario de un tendedero giratorio y había dos franjas de césped segadas. La cortacésped reposaba en ese momento mientras la hierba crecía a su alrededor.

De repente se oyó un ruido en la trampilla de la gatera y entró un gatazo blanco y negro que saltó sobre el regazo de Kate y miró a los desconocidos.

– Éste es Boecio -dijo Kate.

– ¿Un antiguo rey de Escocia? -preguntó Rebus.

– Ésa era Boudicca -corrigió Siobhan.

– Boecio fue un filósofo medieval -dijo Kate acariciándole la cabeza al gato.

A Rebus el dibujo de la cara le recordaba la máscara de Batman.

– ¿Es uno de tus héroes? -añadió Siobhan.

– Fue torturado por sus creencias -dijo Kate- y después escribió un tratado en el que explica por qué sufren los hombres buenos… -espetó mirando a su padre, quien no parecía escuchar.

– ¿Y por qué los malos prosperan? -insistió Siobhan.

Kate asintió con la cabeza.

– Interesante -comentó Rebus.

Siobhan sirvió el té y se sentó. Rebus no tocó la taza, quizá por no mostrar sus manos vendadas; Allan Renshaw, por el contrario, la cogió enseguida, pero no hizo ademán de llevársela a los labios.

– Me ha llamado Alice -dijo Renshaw-. ¿Te acuerdas de Alice? -Rebus asintió con la cabeza-. Es prima nuestra por parte de… Dios, ahora no me acuerdo.

– No tiene importancia, papá -dijo Kate con suavidad.

– Sí que la tiene, Kate -replicó él-. En un momento así, lo único que cuenta es la familia.

– ¿No tenías una hermana, Allan? -preguntó Rebus.

– Tía Elspeth -contestó Kate-. Vive en Nueva Zelanda.

– ¿La habéis avisado?

Kate asintió con la cabeza.

– ¿Y tu madre?

– Antes vivía con nosotros -dijo Renshaw sin levantar la vista de la mesa.

– Se marchó hace un año -dijo Kate-. Vive con… Ahora vive en Fife.

Rebus asintió con la cabeza, consciente de que Kate había estado a punto de decir: «Vive con un hombre».

– John, ¿cómo se llamaba aquel parque al que me llevaste? -preguntó Renshaw-. Yo tendría siete u ocho años. Papá y mamá me habían llevado a Bowhill y tú dijiste que nosotros nos íbamos de paseo. ¿Te acuerdas?

Rebus lo recordaba. Le habían dado permiso en el Ejército y tenía ganas de divertirse. Entonces tenía veinte años y aún no había hecho el cursillo preparatorio para las SAS. La casa se le caía encima, su padre no salía de su rutina. Así que había salido con el pequeño Allan. Le compró un refresco y una pelota barata. Después fueron al parque a jugar a la pelota. Miró a Renshaw. Andaría por los cuarenta. El pelo se le estaba volviendo gris y en la coronilla se le marcaba una calva. Tenía la cara flácida y sin afeitar. Si de pequeño estaba en los huesos, había engordado, sobre todo en la cintura. Rebus se esforzó en evocar algún vestigio de aquel niño que había jugado con él a la pelota, el niño con quien fue a Kirkcaldy para ver jugar al Raith contra un equipo que no recordaba. El hombre que tenía ante él envejecía con rapidez: su mujer le había dejado y su hijo había muerto asesinado. Envejecía rápidamente y hacía esfuerzos para poder con todo.

– ¿Viene alguien a echaros una mano? -preguntó Rebus, pensando en amigos o vecinos.

Kate asintió con la cabeza y él se volvió hacia Renshaw.

– Allan, ya sé que ha sido un golpe duro, pero ¿podría hacerte unas preguntas?

– ¿Qué se siente siendo policía, John? ¿Tienes que bregar todos los días con cosas así?

– No, todos los días no.

– Yo sería incapaz. Ya me cuesta lo mío vender coches. Ves a los clientes marchar sonrientes al volante de su máquina flamante y luego, cuando vuelven para una revisión o una reparación, compruebas que el coche no tiene aquel brillo… y ellos ya no sonríen.

Rebus miró a Kate y, al ver que se encogía de hombros, pensó que estaba acostumbrada a escuchar las divagaciones de su padre.

– Ese hombre que disparó a Derek… -dijo Rebus despacio-. Estamos tratando de averiguar el motivo.

– Era un loco.

– Pero ¿por qué fue a ese colegio precisamente? ¿Y ese día en concreto? ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Me estás queriendo decir que lo vais a remover todo. Lo que queremos es que nos dejéis en paz.

– Tenemos que averiguarlo, Allan.

– ¿Para qué? -replicó Renshaw alzando la voz-. ¿Qué cambiaría? ¿Vais a devolver la vida a Derek? Lo dudo. El malnacido que lo mató está muerto… Todo lo demás me da igual.

– Papá, tómate el té -dijo Kate tocando el brazo de su padre, quien le cogió la mano y se la besó.

– Kate, ahora lo único que importa somos nosotros.

– Acabas de decir que lo que cuenta es la familia. El inspector es familia nuestra, ¿no es cierto?

Renshaw miró a Rebus de nuevo, con los ojos llenos de lágrimas. Luego se levantó y salió de la cocina. Ellos continuaron sentados y le oyeron subir las escaleras.

– Es mejor dejarle -dijo Kate, que parecía sentirse segura y cómoda en su papel, enderezándose en la silla y juntando las manos-. Yo no creo que Derek conociera a ese hombre. Bueno, South Queensferry es un pueblo y es posible que le conociera de vista e incluso supiera quién era, pero nada más.

Rebus asintió con la cabeza pero no dijo nada, con la esperanza de que continuara hablando. Era un recurso que también Siobhan dominaba.

– Herdman no fue a por ellos en concreto, ¿verdad? -preguntó Kate acariciando de nuevo a Boecio-. Fue cuestión de mala suerte.

– Aún no lo sabemos -replicó Rebus-. Fue la primera sala en la que entró, pero pasó por delante de otras para llegar a ésa.

– Papá me ha dicho que el otro chico era hijo de un juez -dijo Kate mirando a Rebus.

– ¿No le conocías?

– Mucho no -respondió ella negando con la cabeza.

– ¿Tú no fuiste al Port Edgar?

– Sí, pero Derek era dos años más pequeño que yo.

– Creo que lo que Kate quiere decir -terció Siobhan- es que todos los compañeros de curso de Derek tenían dos años menos que ella y que casi no le interesaban.

– Exactamente -apostilló la joven.

– ¿Y a Lee Herdman? ¿Le conocías?

Kate sostuvo la mirada de Rebus y asintió lentamente.

– Salí con él una vez. -Hizo una pausa-. Quiero decir que salí en su lancha. Fuimos un grupo. Creíamos que el esquí acuático sería maravilloso, pero resultó muy duro y a mí me entró pánico.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que me vi allí sola con los esquís puestos y a él le dio por meterme miedo levantando la lancha como una flecha hacia uno de los pilares del puente en Inch Garvie Island. ¿Sabe cuál es?

– ¿La que parece una fortaleza? -preguntó Siobhan.

– Ésa. Supongo que durante la guerra instalarían allí ametralladoras, cañones o lo que fuese para defender la entrada al estuario.

– ¿Así que Herdman intentó meterte miedo? -preguntó Rebus retomando el hilo de la conversación.

– Creo que era una especie de prueba, a ver si lo aguantaba. Nos pareció un loco. -De pronto hizo una pausa reconsiderando lo que había dicho y su cara, pálida de por sí, perdió color-. Quiero decir, pero nunca pensé que…

– Nadie lo pensaba, Kate -dijo Siobhan para tranquilizarla.

La joven tardó unos segundos en sobreponerse.

– Dicen que estuvo en el Ejército y que incluso fue espía -añadió. Rebus no sabía adónde iría a parar, pero asintió con la cabeza, mientras ella miraba al gato, que ronroneaba plácidamente con los ojos cerrados-. Quizá le parezca una locura lo que voy a decir…

– ¿Qué, Kate? -preguntó Rebus.

– Que lo primero que me vino a la cabeza cuando supe…

– ¿Qué fue?

Miró a Rebus y a Siobhan sucesivamente.

– No, es una tontería.

– Entonces soy tu hombre -dijo Rebus sonriéndole.

Ella estuvo a punto de sonreír también, pero respiró hondo.

– Hace un año, Derek tuvo un accidente de coche. A él no le pasó nada, pero al otro chico, al que conducía…

– ¿Murió? -preguntó Siobhan, y la joven asintió con la cabeza.

– Ninguno de los dos tenía carnet y estaban borrachos. A Derek no dejó nunca de remorderle la conciencia, aunque el caso no llegó a los tribunales…

– ¿Qué tiene eso que ver con los disparos del colegio? -preguntó Rebus.

La joven se encogió de hombros.

– Nada. Pero cuando me enteré… Cuando papá me llamó, me acordé de pronto de algo que Derek me dijo unos meses después del accidente. Me contó que la familia del chico que había muerto le odiaba, y la palabra que me vino a la mente al recordarlo fue «venganza». -Kate se levantó con Boecio en brazos y lo dejó en la silla de al lado-. Voy a ver cómo está papá. Enseguida vuelvo.

– ¿Y tú, Kate, cómo te encuentras? -preguntó Siobhan levantándose también.

– Yo estoy bien. No se preocupe.

– Siento lo de tu madre.

– No lo sienta. Ella y papá discutían constantemente. Al menos eso hemos ganado… -Y esbozando otra sonrisa forzada salió de la cocina.

Rebus miró a Siobhan enarcando ligeramente las cejas, única indicación de que no había oído nada de interés en los diez minutos anteriores. Fueron ambos al cuarto de estar. Ya había oscurecido y Rebus encendió una lámpara.

– ¿Echo las cortinas? -preguntó ella.

– ¿Crees que las descorrerá alguien por la mañana?

– Quizá no.

– Pues déjalas así -dijo Rebus encendiendo otra luz-. Esto está muy oscuro -añadió mirando unas cuantas fotos de rostros borrosos en parajes que reconocía.

Siobhan estudiaba los retratos de la familia que había por el cuarto.

– La madre ha sido eliminada de la historia -comentó.

– Y algo más -añadió Rebus como quien no quiere la cosa.

– ¿Qué? -dijo Siobhan mirándole.

Él movió el brazo en dirección a una de las estanterías.

– Quizá sean imaginaciones mías, pero me parece que hay más fotos de Derek que de Kate.

– ¿Y qué conclusión sacas de ello? -dijo Siobhan comprobándolo con un vistazo.

– No lo sé.

– A lo mejor en algunas fotos de Kate estaba también su madre.

– Pero ya sabes que a veces el benjamín se convierte en el hijo preferido de los padres.

– ¿Hablas por experiencia?

– Tengo un hermano más joven, si te refieres a eso.

Siobhan reflexionó un instante.

– ¿Crees que debes decírselo?

– ¿A quién?

– A tu hermano.

– ¿Decirle que era la niña de los ojos de mis padres?

– No, comunicarle la desgracia.

– Para eso tendría que averiguar dónde está.

– ¿Ni siquiera sabes dónde está tu hermano?

– Así son las cosas, Siobhan -contestó Rebus encogiéndose de hombros.

Oyeron pasos en la escalera y Kate reapareció en el cuarto.

– Se ha quedado dormido -dijo-. Últimamente duerme mucho.

– Seguramente es lo mejor -dijo Siobhan, con ganas de morderse la lengua por haber caído en el tópico.

– Kate -interrumpió Rebus-, vamos a irnos, pero quiero hacerte una última pregunta, si te parece bien.

– No lo sabré si no me la hace.

– ¿Podrías decirnos cuándo y dónde tuvo lugar exactamente el accidente de Derek?


* * *

La Jefatura de la División D era un venerable edificio en el centro de Leith. No tardaron mucho en llegar desde South Queensferry, pues había más tráfico de salida que de entrada. Las oficinas del DIC estaban vacías y Rebus supuso que habrían desplazado a todos los efectivos al colegio. Encontró a una funcionaría y le preguntó dónde estaba el archivo. Siobhan ya estaba tecleando en un ordenador para ver si encontraba algo. Finalmente dieron con el archivador que les interesaba, pudriéndose entre otros muchos en un armario de almacenaje. Rebus dio las gracias a la empleada.

– Ha sido un placer ayudarles -dijo ella-. Esto ha estado todo el día como una tumba.

– Menos mal que los delincuentes no lo sabían -comentó Rebus con un guiño.

– Ya estamos bastante mal en nuestros mejores momentos -replicó ella con un resoplido aludiendo a la escasez de plantilla.

– Le debo una copa -añadió Rebus cuando ya se marchaba.

Siobhan vio que la mujer declinaba la invitación con un gesto de la mano sin volverse.

– Pero si no sabes ni cómo se llama… -comentó Siobhan.

– Ni pienso invitarla a una copa -dijo Rebus mientras ponía el archivador en una mesa, se sentaba y hacía sitio para que ella pudiera arrimar una silla.

– ¿Sigues viendo a Jean? -preguntó Siobhan en el momento en que él abría el archivador, frunciendo el ceño al ver encima de la primera página una foto en color del accidente.

El fuerte impacto había expulsado al joven del asiento y la parte superior del cuerpo estaba tendida sobre el capó. Las demás fotos eran de la autopsia. Rebus las puso debajo del archivador y comenzó a leer.

En el vehículo viajaban dos amigos: Derek Renshaw, de dieciséis años y Stuart Cotter, de diecisiete. Decidieron coger prestado un veloz Audi TT, propiedad del padre de Stuart que estaba en viaje de negocios y que aquella noche regresaba en avión y volvería a casa en taxi. Decidieron ir a Edimburgo, tomaron una copa en un bar del paseo marítimo de Leith y se dirigieron a Salamander Street. Su plan era entrar en la AI para poner el coche a prueba, pero Salamander Street les pareció una estupenda pista de competición. Según los cálculos, el coche debió alcanzar más de doscientos kilómetros por hora cuando Stuart Cotter perdió el control. Al intentar frenar en un semáforo, el Audi hizo un trompo y fue a estrellarse de frente contra un muro. Derek llevaba puesto el cinturón de seguridad y salvó la vida, pero Stuart, a pesar del airbag, murió en el acto.

– ¿Tú recuerdas este accidente? -preguntó Rebus.

Siobhan negó con la cabeza. Él tampoco lo recordaba. Quizás estuviera fuera de la ciudad u ocupado con algún caso, porque de haber visto el informe… En realidad, para él no eran novedad los casos de jóvenes que confunden la emoción con la idiotez y la adultez con el riesgo. El apellido de Renshaw le habría llamado la atención, pero también había muchos Renshaw. Buscó el nombre del policía que se había encargado del caso: sargento detective Calum McLeod. Rebus le conocía vagamente. Un buen policía. Eso significaba que el informe sería minucioso.

– Quiero que me digas una cosa -dijo Siobhan.

– ¿Qué?

– ¿Vamos a considerar en serio la tesis de que fue un asesinato por venganza?

– No.

– Quiero decir, ¿por qué esperar un año? Ni siquiera un año… trece meses. ¿Por qué tanto tiempo?

– Sí, es absurdo.

– Entonces no…

– Siobhan, es un móvil. Creo que ahora mismo es lo que Bobby Hogan espera de nosotros. Le gustaría poder decir que Lee Herdman perdió de pronto la chaveta y decidió matar a dos alumnos de ese colegio. Lo que no quiere es que la prensa oriente el asunto hacia la teoría de una conspiración u otra cualquiera que hiciera pensar que no hemos llevado a cabo una buena investigación. -Rebus suspiró-. La venganza es el móvil más viejo que hay. Si descartamos a la familia de Stuart Cotter, será un problema menos en que pensar.

Siobhan asintió con la cabeza.

– El padre de Stuart es un hombre de negocios. Tiene un Audi TT. Seguramente no tendría problemas para pagar a alguien como Herdman.

– Muy bien, pero ¿por qué mató al hijo del juez? ¿Y el otro muchacho herido? Y además, ¿por qué se suicidó? Eso no es lo que hace un asesino a sueldo.

Siobhan se encogió de hombros.

– Tienes más experiencia en eso -dijo pasando hojas-. Aquí no dice a qué clase de negocios se dedica el señor Cotter… Ah, sí: empresario. Eso dicen todos.

– ¿Cuál es su nombre de pila?

Rebus tenía el bloc a mano pero era incapaz de sujetar el bolígrafo. Siobhan lo cogió.

– William Cotter -dijo ella anotándolo junto con la dirección-. Viven en Dalmeny. ¿Dónde está eso?

– Al lado de South Queensferry.

– Long Rib House, Dalmeny. Sin nombre de calle; debe de ser una zona de lujo.

– A los empresarios no deben de irles mal las cosas. -Rebus analizó la palabra-. No sé si sabría deletrearla. -Siguió leyendo-. Su pareja se llama Charlotte. Dirige dos salones de bronceado artificial en Edimburgo.

– Yo estaba pensando en ir a uno -dijo Siobhan.

– Ésta es tu oportunidad -añadió Rebus, que había llegado casi al final de la página-. Tienen una hija llamada Teri, que en la época del accidente tenía catorce años. Es decir, que ahora tiene quince -añadió frunciendo el ceño pensativo y haciendo esfuerzos por pasar páginas.

– ¿Qué buscas?

– Una foto de la familia.

Tuvo suerte. El minucioso sargento McLeod había incluido con el informe recortes de prensa y un periódico sensacionalista había publicado una foto de la familia: papá y mamá en el sofá y detrás los dos vástagos a quienes sólo se veía la cara. Rebus estaba seguro de que era la misma chica. Teri: la señorita Teri. ¿Qué le había dicho?

«Puede verme siempre que le apetezca.»

¿Qué demonios habría querido decir?

– No me vengas ahora con que es alguien que también conoces -dijo Siobhan al advertir su expresión.

– Me tropecé con ella cuando iba al Boatman's. Aunque ha cambiado algo. -Miró detenidamente aquel rostro resplandeciente sin maquillaje. Tenía el pelo de color castaño desvaído en vez de negro azabache-. Ahora lleva el pelo teñido, la cara empolvada y se pinta de negro los ojos y los labios y va toda vestida de negro.

– O sea ¿que es una gótica? ¿Por eso me preguntaste si yo escuchaba heavy metal?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Crees que tendrá algo que ver con la muerte de su hermano?

– Podría ser. Aún hay otra cosa.

– ¿Qué?

– Un comentario que hizo a propósito de que no lamentaba que hubieran muerto.

Compraron comida para llevar en el Curry favorito de Rebus. Mientras se la envolvían añadieron seis botellas de cerveza fría de una tienda de licores en la misma calle.

– Caramba con el abstemio -comentó Siobhan levantando la bolsa del mostrador.

– No pienses que voy a compartirlas -dijo Rebus.

– Podría romperte el brazo.

Después fueron al piso de Rebus en Marchmont y tuvieron la suerte de encontrar sitio para aparcar. Subieron hasta el segundo piso. A duras penas Rebus lograba introducir la llave en el ojo de la cerradura.

– Déjame a mí -dijo Siobhan.

Dentro olía a cerrado; había un aire viciado que se podía embotellar con la etiqueta «perfume de soltero». Una mezcla de comida rancia, alcohol y sudor. En la alfombra del cuarto de estar, los discos compactos desparramados por el suelo formaban un reguero que iba desde el equipo de música hasta el sillón predilecto de Rebus. Siobhan dejó la comida en la mesa y fue a la cocina a por platos y cubiertos. No parecía haber sido utilizada desde hacía días: había dos tazas en el fregadero, un paquete abierto de margarina mohosa en el escurreplatos. En la nevera había un post-it con una lista de la compra: pan/ leche/ margarina/ tocino/ entr./ salsa/ deterg./ bombillas, que empezaba a enroscarse. Siobhan se preguntó cuánto tiempo llevaba allí.

Cuando regresó al cuarto de estar, Rebus había conseguido poner un cede que ella le había regalado: Violet Indiana.

– ¿Te gusta? -preguntó Siobhan.

Él se encogió de hombros.

– Pensé que te gustaría a ti -contestó, dándole a entender que no lo había escuchado.

– Es mejor que esa música de dinosaurios que pones en el coche.

– No olvides que tratas con un dinosaurio.

Ella sonrió y comenzó a sacar los recipientes de la bolsa. Miró el aparato de música y vio que Rebus se mordía las vendas.

– ¿Tanta hambre tienes?

– Comeré mejor sin ellas -dijo él desenrollando la venda de gasa de una mano y después de la otra.

Siobhan advirtió que lo hacía más despacio en los dedos y cuando dejó las manos al descubierto vio que las tenía rojas y llenas de ampollas. Rebus probó a flexionar los dedos.

– ¿Quieres unas pastillas? -sugirió Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó. Ella abrió dos botellas de cerveza y se pusieron a comer. Rebus no conseguía sujetar bien el tenedor pero a base de constancia lo logró, no sin derramar salsa en la mesa, aunque sin mancharse la camisa. Comieron en silencio, salvo por algún comentario sobre la comida. Cuando terminaron, Siobhan quitó los platos y limpió la mesa.

– Más vale que añadas bayetas a tu lista de la compra -dijo.

– ¿Qué lista de la compra? -replicó él sentándose en el sillón con una segunda botella de cerveza apoyada en el muslo-. ¿Miras a ver si hay crema?

– ¿Vamos a tomar postre?

– Quiero decir crema antiséptica; en el cuarto de baño.

Siobhan, sin rechistar, fue a mirar en el armarito y vio que la bañera estaba llena hasta el borde. El agua estaba fría. Volvió al cuarto de estar con un tubo azul.

– «Para picaduras e infecciones» -leyó en la etiqueta.

– Servirá -dijo él cogiendo el tubo y aplicándose en las manos una gruesa capa de crema blanca.

Siobhan abrió una segunda botella de cerveza y se sentó en el brazo del sofá.

– ¿Quieres que vacíe el agua? -preguntó.

– ¿Qué agua?

– El agua de la bañera. Se te olvidó quitar el tapón. Supongo que es donde dices que caíste.

Rebus la miró.

– ¿Con quién has estado?

– Con un médico del hospital, aunque parecía escéptico.

– Vaya manera de preservar la confidencialidad del paciente -musitó Rebus-. ¿Te dijo de paso que eran escaldaduras y no quemaduras? -Ella arrugó la nariz-. Gracias por comprobar mi versión.

– Simplemente pensé que no era muy verosímil que te ocurriera fregando los platos. Y el agua de la bañera…

– Ya la vaciaré yo luego -dijo él reclinándose y dando un sorbo de cerveza-. Entretanto, ¿qué vamos a hacer respecto a Martin Fairstone?

Siobhan se encogió de hombros y se sentó en el sofá.

– ¿Qué se supone que tenemos que hacer? Parece ser que ni tú ni yo lo matamos.

– Si hablas con un bombero lo primero que te dirá es que si quieres librarte impunemente de alguien, basta con emborracharlo como una cuba y poner después una freidora al fuego.

– ¿Y qué?

– Que es algo que cualquier policía sabe también.

– Eso no significa que no fuera un accidente.

– Somos policías, Siobhan: culpables hasta que se demuestre nuestra inocencia. ¿Cuándo te puso Fairstone el ojo a la funerala?

– ¿Cómo sabes que fue él? -Por el gesto que hizo Rebus, ella comprendió que le había ofendido la pregunta. Suspiró-. El jueves, antes de morir.

– ¿Qué pasó?

– Debió de seguirme. Yo estaba descargando bolsas de compra del coche y acercándolas al portal. Al darme la vuelta, me lo encontré allí mismo, mordisqueando una manzana que había cogido de una de las bolsas de la acera. Sonreía desafiante. Me fui derecha a él… Estaba furiosa. Había averiguado dónde vivía y le di una bofetada… -Sonrió al recordarlo-. La manzana salió disparada hasta la mitad de la calle.

– Podría haberte denunciado por agresión.

– No me denunció. Me lanzó un derechazo que me alcanzó debajo del ojo. Me caí hacia atrás y tropecé con el escalón. Caí de culo y él recogió la manzana, cruzó la calle y se fue.

– ¿No diste parte?

– No.

– ¿Se lo contaste a alguien?

Ella negó con la cabeza y recordó que cuando Rebus le preguntó también había negado con la cabeza para no dar explicaciones, aun sabiendo que era inútil disimular con él.

– Sólo cuando supe que había muerto fui a decírselo a la jefa -dijo.

Se hizo un silencio y se llevaron las cervezas a los labios mirándose. Siobhan dio un trago y se relamió.

– Yo no le maté -dijo pausadamente Rebus.

– Pero en tu caso sí presentó denuncia.

– Y la retiró enseguida.

– Bien, entonces ha sido un accidente.

Él guardó silencio un momento. Luego dijo:

– Somos culpables hasta que no se demuestre lo contrario.

– Por los culpables -añadió Siobhan alzando la botella.

Rebus se esforzó por sonreír.

– ¿Fue ésa la última vez que le viste? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y tú? -preguntó a su vez.

– ¿No tenías miedo de que volviera? -insistió él, y al ver su expresión, añadió-: De acuerdo, «miedo» no, pero pensarías…

– Tomé mis precauciones.

– ¿Qué clase de precauciones?

– Las de costumbre: vigilar que nadie me siguiera y procurar no entrar ni salir de casa después del anochecer si no había gente en la calle.

Rebus apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. Se había acabado el disco.

– ¿Quieres oír algo más? -preguntó.

– Lo que quiero oír es que la última vez que viste a Fairstone fue aquel día del forcejeo.

– Te diría una mentira.

– Entonces ¿cuándo le viste por última vez?

Rebus ladeó la cabeza y la miró.

– La noche en que murió. -Hizo una pausa-. Pero tú ya lo sabías, ¿no?

– Me lo dijo Templer -contestó ella asintiendo con la cabeza.

– Salí a tomar una copa. Me lo encontré en un pub y estuvimos hablando.

– ¿De mí?

– Del ojo a la funerala. El alegó que había sido en defensa propia. -Rebus hizo una pausa-. Y por lo que me has contado, a lo mejor era verdad.

– ¿En qué pub te lo encontraste?

– En uno de Gracemount -contestó Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Desde cuándo vas a beber tan lejos del Oxford?

– Quizá quería hablar con él -respondió Rebus mirándola.

– ¿Saliste a buscarle?

– ¡Vaya con la señorita fiscal! -exclamó Rebus con la cara encendida.

– Seguro que en el pub todos se dieron cuenta de que eras policía -dijo ella-. Por eso se ha enterado Templer.

– ¿No se llama a eso «coaccionar al testigo»?

– ¡John, puedo defenderme sola!

– Y te habría dejado KO todas las veces que hubiera querido. Ese cabrón tenía antecedentes por agresiones brutales. Tú has visto la ficha.

– Pero eso a ti no te daba derecho a…

– Ahora no estamos hablando de derechos -replicó Rebus al tiempo que se levantaba y se acercaba a la mesa a coger otra cerveza-. ¿Quieres una?

– No, tengo que conducir.

– Como quieras.

– Exacto, John; como quiera yo, no lo que tú quieras.

– No le maté, Siobhan. Lo único que hice fue… -Se arrepintió en cuanto inició la frase.

– ¿Qué? -preguntó ella volviéndose hacia él en el sofá-. ¿Qué? -insistió.

– Ir otra vez a su casa. -Siobhan le miró casi boquiabierta-. Él me invitó.

– ¿Te «invitó»?

Rebus asintió con la cabeza. El abridor le temblaba en la mano. Dejó que Siobhan hiciera el trabajo y ella le devolvió la botella abierta.

– A ese cabrón le gustaban los juegos, Siobhan. Dijo que fuéramos a tomar una copa para enterrar el hacha de guerra.

– ¿El hacha de guerra?

– Eso exactamente.

– ¿Y lo hicisteis?

– Él tenía ganas de hablar… No de ti, empezó a hablar un poco de todo, de sus condenas, de historias de la cárcel, de su infancia… La clásica infancia triste de un niño con un padre que le pega y una madre indiferente…

– ¿Y le escuchaste?

– Pensaba en cómo me gustaría darle un puñetazo.

– Pero no lo hiciste.

Rebus negó con la cabeza.

– Ya estaba muy pasado cuando le dejé.

– ¿Le dejaste en la cocina?

– En el cuarto de estar.

– ¿Entraste en la cocina?

Rebus volvió a negar con la cabeza.

– ¿Se lo has contado todo a Templer?

Rebus alzó la mano para pasársela por la frente, pero recordó que el escozor sería insoportable.

– Márchate, Siobhan.

– Aquel día tuve que separaros. Ahora me cuentas que volviste a su casa para tomar una copa y charlar. ¿Piensas que voy a tragármelo?

– No te pido que creas nada. Márchate.

– Puedo… -dijo ella levantándose.

– Ya sé que puedes defenderte sola -espetó Rebus, sintiéndose de pronto harto.

– Iba a decirte que si quieres puedo fregar los platos.

– Déjalo. Los lavaré yo mañana. Vamos a descansar, ¿vale? -añadió acercándose a la ventana y mirando a la calle silenciosa.

– ¿A qué hora quieres que te recoja?

– A las ocho.

– Bien, a las ocho. -Siobhan hizo una pausa-. Alguien como Fairstone debería de tener enemigos.

– No te quepa la menor duda.

– A lo mejor alguien te vio con él y aguardó a que te marchases…

– Hasta mañana, Siobhan.

– Era un malnacido, John. Esperaba que tú lo dijeras. El mundo está mejor sin él -añadió con voz más grave.

– No recuerdo haber dicho eso.

– Lo habrás pensado, y no hace tanto -replicó ella camino del vestíbulo-. Hasta mañana.

Rebus aguardó a oír el clic de la puerta al cerrarse, pero lo que escuchó fue un tenue borboteo de agua. Dio un sorbo a la cerveza mirando por la ventana y no la vio salir a la calle. Al abrirse de nuevo la puerta del cuarto comprendió que era el ruido de la bañera llenándose.

– ¿También vas a restregarme la espalda?

– Eso supera mi sentido del deber -replicó ella mirándole-. Pero no te vendría mal mudarte; te ayudaré a preparar la ropa.

Él negó con la cabeza.

– Me las arreglaré.

– De todas maneras esperaré a que te hayas bañado… sólo para estar segura de que puedes salir de la bañera.

– No te preocupes.

– De todos modos, me quedaré.

Se acercó a él, le cogió la cerveza que él sostenía sin firmeza y se la llevó a la boca.

– Comprueba que el agua esté tibia -dijo él.

Siobhan asintió y dio un trago.

– Hay algo que me intriga -añadió.

– ¿Qué?

– ¿Cómo te las arreglas en el váter?

– Hago lo que un hombre tiene que hacer -contestó él entrecerrando los ojos.

– Creo que no necesito más detalles -replicó Siobhan devolviéndole la botella a Rebus-. Voy a asegurarme de que el agua no esté demasiado caliente.


* * *

Después del baño, envuelto en el albornoz, la vio salir del portal y mirar a izquierda y a derecha antes de subir al coche, comprobando que no la seguían, aunque el ogro había muerto. Pero Rebus sabía que había muchos tipos como Martin Fairstone. En el colegio se ríen de ellos, son los alfeñiques que van detrás de las pandillas en las que hacen chistes a su costa. Pero poco a poco se envalentonan y pasan a la violencia y al hurto, la única vida que conocerán. Fairstone le había contado su vida y él había escuchado.

«¿No cree que debería ir al psiquiatra o algo así? ¿Sabe?, lo que a uno le ronda por la cabeza es lo que acaba siempre haciendo en la vida. ¿Le parece una chorrada? Será porque estoy borracho. Hay más whisky si quiere. No tiene más que pedirlo. Yo no tengo costumbre de hacer de anfitrión, ¿sabe? Me pongo a charlar y ya me da igual…»

Y más… mucho más, mientras él escuchaba dando sorbos de whisky, sintiéndose cargado, porque había pasado antes por cuatro pubs buscando a Fairstone. Una vez agotado el monólogo, Rebus se había inclinado en el sillón. Ocupaban sendos sillones desfondados. Entre ambos había una mesita apoyada en un cajón a falta de una pata, rota. Encima había dos vasos, una botella y un cenicero lleno de colillas, y era la primera vez en media hora que Rebus se inclinaba para hablar:

– Marty, deja de una puta vez de hacer tonterías con la sargento Clarke, ¿vale? La verdad es que me importa una mierda, pero sí quería preguntarte una cosa.

– ¿Qué? -dijo Fairstone, con los ojos medio cerrados y sosteniendo el cigarrillo entre el pulgar y el índice.

– Me han dicho que tú conoces a Johnson Pavo Real. ¿Qué puedes decirme de él?

Sin apartarse de la ventana, Rebus pensó en cuántas pastillas de analgésico quedarían en el frasco y en dar una vuelta para tomar algo. Dio la espalda a la ventana y fue al dormitorio, abrió el primer cajón de la cómoda, sacó corbatas y calcetines y finalmente encontró lo que buscaba: unos guantes de invierno de cuero negro forrados de nailon. Estaban por estrenar.

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