– Has dormido vestido -dijo Siobhan cuando le recogió por la mañana.
Rebus no contestó. En el asiento del pasajero vio un ejemplar del periódico sensacionalista que Steve Holly había esgrimido la noche anterior.
EL MISTERIO DEL POLICÍA EN LA CASA INCENDIADA.
– Es un artículo sin sustancia -dijo Siobhan para tranquilizarle.
En efecto, había muchas conjeturas y muy pocos hechos. Rebus, de todos modos, no había contestado a las llamadas a las siete, siete y cuarto y siete y media, porque sabía que probablemente serían del Servicio de Expedientes Disciplinarios intentando concertar una entrevista para abrirle expediente. Hojeó el diario mojando la punta del dedo del guante.
– En St Leonard no cesan los rumores -añadió Siobhan-. Se dice que Fairstone estaba amordazado y atado a una silla y todos saben que tú estuviste allí.
– ¿He dicho yo que no? -Ella le miró-. Yo le dejé con vida, adormecido en el sofá.
Rebus pasó más páginas y se fijó en la noticia de un perro que se había tragado un anillo de bodas, único rayo de luz en un periódico lleno de titulares siniestros: puñaladas en pubs, famosos abandonados por su amante, mareas negras y tornados en Estados Unidos.
– Qué curioso que un presentador de televisión merezca más espacio que un desastre ecológico -comentó doblando el periódico y tirándolo en el asiento de atrás por encima del hombro-. Bueno, ¿adónde vamos?
– He pensado tener un cara a cara con James Bell.
– Estupendo -comentó Rebus.
En su bolsillo comenzó a sonar el móvil, pero no lo tocó.
– ¿Es tu club de admiradoras? -dijo Siobhan.
– No puedo evitar la popularidad. ¿Cómo sabes lo que se dice en St Leonard?
– Pasé por allí antes de venir a buscarte.
– Masoquista.
– Es que fui al gimnasio.
– ¿Gimnasio? ¿Eso qué es?
Ella sonrió. Su teléfono sonó y miró a Rebus. Él se encogió de hombros y Siobhan miró el número en la pantalla.
– Bobby Hogan -dijo al tiempo que respondía. Rebus oyó que decía-: Estamos en camino… ¿por qué, qué ha sucedido? Sí, está aquí -añadió mirando a Rebus-, pero creo que su teléfono se ha quedado sin batería… Bien, se lo diré.
– Ya es hora de que te compres un artilugio de manos libres -comentó Rebus en cuanto terminó de hablar.
– ¿Tan mal conduzco?
– No, lo digo para poder escuchar yo.
– Dice Bobby que los de Expedientes andan buscándote.
– No me digas.
– Y que le han dicho que haga circular el aviso porque tú no contestas al teléfono.
– Creo que no tengo batería. ¿Qué más te ha dicho?
– Que nos reunamos con él en el puerto deportivo.
– A lo mejor quiere invitarnos a un crucero.
– Será eso. Ah, y que gracias por nuestra diligencia y buen trabajo.
– No te sorprenda que el patrón del crucero sea uno de Expedientes.
– ¿Has visto el periódico? -preguntó Bobby Hogan mientras se encaminaban al embarcadero.
– Lo he visto -contestó Rebus-. Y Siobhan me ha transmitido tu aviso. Pero ninguna de las dos cosas explica por qué estamos aquí.
– Me ha llamado Jack Bell y dice que piensa presentar una queja oficial -dijo Hogan mirándole-. No sé qué es lo que le hiciste, pero sea lo que sea, sigue así.
– Bobby, si es una orden la cumpliré complacido.
Rebus vio que habían acordonado la entrada a una rampa de madera que conducía a los amarres de yates y lanchas neumáticas. Junto al cartel de «Sólo amarres» había tres policías de uniforme. Hogan levantó la cinta para pasar y descendieron por la rampa.
– Ha aparecido algo que debíamos haber encontrado nosotros -dijo frunciendo el ceño-. Asumo la responsabilidad, naturalmente.
– Naturalmente.
– Por lo visto, Herdman tenía otra embarcación más grande para navegación de altura.
– ¿Un yate? -aventuró Siobhan.
Hogan asintió con la cabeza. Caminaban por delante de una serie de embarcaciones ancladas que se balanceaban y hacían con el aparejo aquel ruido peculiar. Las gaviotas planeaban por encima de sus cabezas, el viento soplaba con fuerza y una ola salpicaba de vez en cuando.
– Era demasiado grande para guardarlo en el cobertizo, y, desde luego, lo utilizaba, si no lo habría tenido en tierra -dijo Hogan señalando el muelle, donde había una hilera de barcos sobre soportes, protegidos de las salpicaduras de salitre.
– ¿Y…? -preguntó Rebus.
– Ahí tienes.
Rebus vio un grupo de gente y dos agentes que él conocía del Departamento de Aduanas y comprendió. Examinaban algo que había encima un trozo de plástico doblado que sujetaban con el zapato por los extremos para que no volara.
– Cuanto antes nos lo llevemos, mejor -dijo un agente, ante la protesta de otro que dijo que la Científica debería echar antes un vistazo.
Rebus se situó detrás de uno de los que estaban en cuclillas y vio de qué se trataba.
– Éxtasis -dijo Hogan metiendo las manos en los bolsillos-. Habrá unas mil pastillas, las suficientes para animar unas cuantas fiestas nocturnas multitudinarias. -Estaban empaquetas en una docena de bolsas de plástico azul transparente como las que se utilizan para los productos congelados. Hogan se echó unas cuantas en la palma de la mano-. Entre ocho y diez mil libras al precio de venta en la calle. -Las pastillas desprendían un polvillo verdoso y tenían la mitad de tamaño que los analgésicos que tomaba Rebus-. Hay también algo de cocaína -prosiguió Hogan-, sólo unas mil libras; quizá para consumo personal.
– En el piso encontraron restos, ¿verdad? -terció Siobhan.
– Sí.
– ¿Y esto dónde lo han descubierto? -preguntó Rebus.
– En un armario debajo de la cubierta -contestó Hogan-. No estaba muy disimulado.
– ¿Quién lo ha descubierto?
– Nosotros.
Rebus se volvió al oír aquella voz. Era Whiteread, que bajaba por la pasarela seguida de un ufano Simms. Ella hizo como si se sacudiera polvo de las manos.
– En el resto del yate no parece haber nada, pero quizá deseen ustedes echar un vistazo.
– No se preocupe; lo haremos -dijo Hogan asintiendo con la cabeza.
Rebus estaba frente a los dos investigadores militares, y Whiteread cruzó con él una mirada.
– La veo muy contenta -dijo él-. ¿Es porque han encontrado las drogas o porque se han marcado un tanto con nosotros?
– Inspector Rebus, de haber hecho ustedes bien su trabajo… -replicó ella.
– No acabo de entender cómo lo han descubierto.
Whiteread torció el gesto.
– Herdman tenía en la oficina cierta documentación que nos sirvió para orientarnos hacia el director del puerto.
– ¿Han registrado el barco -preguntó Rebus mirando el yate que parecía bastante usado- a su manera o según el procedimiento oficial? -La sonrisa estuvo a punto de borrarse del rostro de Whiteread, pero Rebus se volvió hacia Hogan-. Es cuestión de jurisdicción, Bobby. ¿No crees que habrían debido consultarte antes del registro? No me fío nada de ellos -añadió señalando con la cabeza a los investigadores militares.
– ¿Con qué derecho dice eso? -dijo Simms con sonrisa fingida mirando a Rebus de arriba abajo-. No está usted para hablar. No es a nosotros a quien están investigando…
– ¡Basta, Gavin! -dijo Whiteread entre dientes.
El joven enmudeció y fue como si todo el puerto quedara en silencio.
– Eso no nos va a ayudar -dijo Bobby Hogan-. Que se lleven eso para analizarlo…
– Yo sí que sé quién necesita que lo analicen -farfulló Simms.
– …y mientras vamos a colaborar para determinar en qué medida afecta esto a la investigación. ¿Le parece? -añadió mirando a Whiteread, quien asintió con la cabeza con aparente satisfacción, aunque miró desafiante a Rebus. Éste le sostuvo la mirada y vio confirmados sus recelos.
«No confío en usted.»
Terminaron formando una caravana de coches camino del colegio Port Edgar. Había ya menos curiosos y nuevos equipos de noticias ante la verja, pero no vieron policías de uniforme patrullando para disuadir a los que querían entrar en el recinto. La cabina prefabricada ya no daba para más y habían instalado otro espacio para la investigación en un aula del colegio. Las clases no se reanudarían hasta dentro de unos días, pero la sala del crimen seguiría cerrada. La Policía se había acomodado en los pupitres de un aula donde se daban clases de geografía. En las paredes había mapas, gráficos de precipitaciones, fotos de tribus, murciélagos e iglúes. Algunos agentes estaban de pie, con las piernas separadas y los brazos cruzados. Bobby Hogan se situó delante de la pizarra junto a la cual había un panel con el rótulo de «Deberes» entre signos de admiración.
– Parece una indirecta para nosotros -comentó Bobby Hogan dándole unos golpecitos-. Gracias a los amigos de las Fuerzas Armadas -dijo señalando hacia Whiteread y Simms, que se habían quedado en la puerta-, el caso ha dado un vuelco. Un yate de navegación de altura y un cargamento de droga. ¿A qué nos enfrentamos?
– A un caso de contrabando, señor -dijo una voz.
– Permita que añada el dato -el que había tomado la palabra estaba al fondo del aula y era del Servicio de Aduanas- de que la mayoría del éxtasis que entra en el Reino Unido procede de Holanda.
– En ese caso habrá que echar un vistazo a los libros de navegación de Herdman para ver sus singladuras -dijo Hogan.
– Claro, pero los libros son fáciles de falsificar -replicó el de Aduanas.
– Y habrá que hablar con la División de Drogas para que nos informen sobre el tráfico de éxtasis.
– ¿Seguro que es éxtasis, señor? -preguntó uno con voz chillona.
– Desde luego pastillas para el mareo no son.
Se oyeron unas risas forzadas.
– Señor, ¿quiere esto decir que se hará cargo del caso la División de Drogas?
– No se lo puedo confirmar. Ahora lo que tenemos que hacer es centrarnos en cuanto hayamos descubierto hasta este momento -dijo Hogan mirando a los presentes para asegurarse de que le prestaban atención. El único que no le miraba era John Rebus, que observaba con el ceño fruncido a la pareja de la puerta-. También tendremos que peinar minuciosamente el yate para asegurarnos de que no ha quedado nada por descubrir. -Hogan vio que Whiteread y Simms intercambiaban una mirada-. ¿Alguna pregunta?
Hubo algunas pero las contestó rápido: un agente quería saber cuánto costaba un yate como el de Herdman, y por el director del puerto sabían que una embarcación de doce metros y seis camarotes como aquélla no valía menos de sesenta mil libras, y eso de segunda mano.
– La pensión no le llegaba para tanto -comentó Whiteread.
– Estamos comprobando varias cuentas bancarias y otros activos de Herdman -dijo Hogan, volviendo a mirar hacia Rebus.
– ¿Podemos intervenir en el registro del yate? -preguntó Whiteread.
Hogan no encontró motivo para negarse y se encogió de hombros. Al término de la reunión vio que Rebus estaba a su lado.
– Bobby, alguien pudo haber puesto esa droga en el yate -dijo casi en un susurro.
– ¿Para qué? -contestó Hogan mirándole.
– No lo sé, pero no me fío…
– Sí, eso ya lo has dejado bien claro.
– Con esto de la droga, el caso toma otro sesgo. Eso da pie a que Whiteread y su epígono sigan husmeando.
– A mí no me da esa impresión.
– No olvides que yo conozco bien a los militares.
– ¿No será que quieres saldar viejas cuentas? -replicó Hogan tratando de no alzar la voz.
– No es eso.
– ¿Qué, entonces?
– Si un individuo que ha entrado en el Ejército se mete en un lío, quienes menos se dejan ver son los militares, porque no quieren publicidad. -Iban por el pasillo y no había ni rastro de los dos investigadores del Ejército-. Y sobre todo porque no les interesa que les salpique el escándalo. Se mantienen al margen.
– ¿Y qué?
– Que la Horrible Pareja no se despega de este caso, así que tiene que haber algo más.
– ¿Algo más de qué? -replicó Hogan que, pese a sus esfuerzos, había alzado la voz haciendo que algunos se volvieran a mirarles-. Herdman, de alguna forma, compró ese yate.
Rebus se encogió de hombros.
– Hazme un favor, Bobby. Consigue el expediente militar de Herdman. -Hogan le miró-. Me apostaría algo a que Whiteread tiene una copia. Pídesela; dile que es por curiosidad. A lo mejor te la deja.
– ¡Por Dios, John!
– ¿No quieres saber el motivo que impulsó a Herdman a hacer lo que hizo? Si no me equivoco, me llamaste para averiguar eso -dijo Rebus mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca que pudiera oírles-. La primera vez que vi a esos dos los encontré rebuscando en el cobertizo de Herdman, después fisgando en el yate y ahora los tenemos otra vez aquí. Es como si buscaran algo.
– ¿Qué?
– No lo sé -respondió Rebus meneando la cabeza.
– John… el Servicio de Expedientes Disciplinarios.
– ¿Y qué?
– ¿No podrías procurar…? No sé…
– ¿Crees que lo llevo algo lejos?
– Estás sometido a un gran estrés.
– Bobby, o crees que estoy a la altura del caso o no lo crees -replicó Rebus cruzando los brazos-. Di sí o no.
En ese momento volvió a sonar el móvil de Rebus.
– ¿No contestas? -preguntó Hogan, y Rebus negó con la cabeza.
– De acuerdo -dijo Bobby Hogan con un suspiro-. Hablaré con Whiteread.
– No le digas que te lo he insinuado yo ni te muestres muy interesado por el expediente. Dile simplemente que tienes curiosidad.
– Simple curiosidad -repitió Hogan.
Rebus le hizo un guiño y se alejó. Siobhan le esperaba en la puerta del colegio.
– ¿Vamos a hablar con James Bell? -le preguntó.
Rebus asintió con la cabeza.
– Pero primero, veamos si eres tan buen detective, sargento Clarke.
– Los dos sabemos que sí.
– Muy bien, listilla. Eres militar, con grado superior, y te envían desde Hereford a Edimburgo una semana aproximadamente. ¿Dónde te alojas?
Siobhan reflexionó al respecto mientras llegaban al coche. Al poner la llave de contacto miró a Rebus.
– ¿En el cuartel Redford? O en el castillo; allí también hay guarnición, ¿no?
Rebus asintió; eran respuestas bastante aceptables, pero no las consideraba acertadas.
– ¿A ti te parece que Whiteread es de las que prescinden de comodidades? Además, seguro que quiere estar cerca de la acción.
– Es cierto; en ese caso, en un hotel.
– Eso creo yo -dijo Rebus asintiendo con la cabeza-. Un hotel o una habitación con derecho a desayuno -añadió mordiéndose el labio inferior.
– En el Boatman's hay dos habitaciones de alquiler, ¿no es cierto?
Él asintió despacio con la cabeza.
– Sí, empecemos por allí.
– ¿Puedo preguntar por qué?
Rebus negó con la cabeza.
– Cuanto menos sepas, mejor. Te lo juro.
– ¿No crees que ya tienes bastantes líos?
– Creo que puedo meterme en alguno más -replicó él con un guiño para transmitir confianza que a Siobhan no le pareció conveniente.
El Boatman's estaba aún cerrado, pero el camarero reconoció a Siobhan y les abrió.
– Se llama Rod, ¿verdad? -dijo Siobhan, y Rod McAllister asintió con la cabeza-Le presento a mi colega, el inspector Rebus.
– Hola -saludó McAllister.
– Rod conocía a Lee Herdman -dijo Siobhan para poner en antecedentes a Rebus.
– ¿Le vendió alguna vez éxtasis? -preguntó Rebus.
– ¿Cómo dice?
Rebus se limitó a menear la cabeza. Una vez en el interior del bar aspiró con fuerza; se notaba el olor de la noche anterior a cerveza y tabaco a pesar del ambientador. McAllister, que tenía sobre el mostrador un montón de papeles y facturas, se metió la mano bajo la camiseta para rascarse el pecho. Era una camiseta vieja y desteñida con las costuras rotas en una hombrera.
– ¿Le gusta Hawkwind? -preguntó Siobhan, y McAllister bajó la vista al estampado de la camiseta en la que aún se apreciaba deslucida la portada de In Search of Space-. No queremos entretenerle -añadió ella-. Sólo queríamos saber si se aloja aquí una pareja.
Rebus añadió los nombres y McAllister, sin apartar la vista de Siobhan, dijo que no con la cabeza sin mirarle a él.
– ¿Dónde más en la localidad alquilan habitaciones? -preguntó Siobhan.
McAllister se restregó la barba incipiente, y Rebus recordó que su propio afeitado de aquella mañana dejaba mucho que desear.
– Hay varios sitios -dijo McAllister-. Me dijo usted que vendría alguien a hablar conmigo sobre Lee.
– ¿Eso dije?
– No ha venido nadie.
– ¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo? -preguntó Rebus sin preámbulos, y McAllister negó con la cabeza-. Pues sigamos con las direcciones, ¿de acuerdo?
– ¿Qué direcciones?
– Direcciones de habitaciones de alquiler y hoteles.
McAllister asintió con la cabeza y Siobhan sacó el bloc para apuntarlas a medida que él se las daba. Al llegar a la sexta dijo que no sabía más.
– Aunque no digo que no las haya.
– Tenemos de sobra para empezar -dijo Rebus-. Le dejamos con su trabajo, señor McAllister.
– Pues sí, gracias -dijo McAllister dirigiendo una leve reverencia a Siobhan y abriéndole la puerta.
– Esto puede llevarnos todo el día -dijo ella en la calle mirando la lista.
– Si queremos, sí -replicó Rebus-. Me parece que te ha salido un admirador.
Ella miró hacia la cristalera del bar y vio que McAllister se apartaba rápidamente.
– No te quejes… imagínate que no tienes que pagar una sola bebida en tu vida…
– Algo que siempre has anhelado.
– Qué golpe tan bajo; yo siempre pago mi parte.
– Si tú lo dices -comentó Siobhan agitando el bloc delante de la cara de Rebus-. Escucha, hay una manera más fácil y así ganamos tiempo.
– A ver.
– Preguntarle a Bobby Hogan, que seguramente sabrá dónde se alojan.
Rebus negó con la cabeza.
– Es mejor no mezclar en esto a Bobby Hogan.
– ¿Por qué será que me huelo que hay gato encerrado?
– Vamos al coche y allí empiezas a hacer las llamadas.
Siobhan se sentó y se volvió hacia Rebus.
– ¿De dónde sacaría el dinero para un yate de sesenta mil libras?
– De las drogas, evidentemente.
– ¿Tú crees?
– Creo que es lo que se supone que debemos pensar. Nada de lo que hemos averiguado sobre Lee Herdman nos induce a creer que fuera un narcotraficante importante.
– Salvo su magnético atractivo con adolescentes aburridos.
– ¿No te enseñaron en el colegio una cosa?
– ¿Cuál?
– A no precipitarte en las conclusiones.
– Ah, se me olvidaba que ése es tu terreno.
– Otro golpe bajo. Ten cuidado o intervendrá el árbitro.
– Tú sabes algo, ¿verdad? -dijo ella mirándole.
– No te lo diré hasta que no hagas las llamadas -replicó Rebus sosteniéndole la mirada.
Tuvieron suerte: la tercera dirección era un hotel de las afueras con vistas al puente. Un fuerte viento barría el aparcamiento vacío donde dos tristes telescopios aguardaban la llegada de turistas. Rebus probó a mirar por uno de ellos pero no logró ver nada.
– Funcionan con monedas -dijo Siobhan señalando la ranura, pero Rebus, sin darle mayor importancia, se dirigió a recepción.
– Tú espera aquí -dijo él.
– ¿Y me pierdo la función? -replicó ella siguiéndole y procurando disimular lo preocupada que estaba.
Rebus estaba tomando analgésicos… y no buscándose líos. Una combinación peligrosa. Aunque no era la primera vez que veía a Rebus actuar saltándose las normas, siempre había mantenido el control. Pero con las manos abrasadas y enrojecidas y el Departamento de Reclamaciones a punto de abrirle expediente por posible homicidio…
Había alguien detrás del mostrador de recepción.
– Buenos días -dijo una mujer risueña.
Rebus ya había sacado la identificación.
– Policía de Lothian and Borders -dijo-. ¿Se aloja aquí una mujer llamada Whiteread?
La mujer tecleó frente a un ordenador.
– Efectivamente.
– Tengo que entrar en su habitación -añadió Rebus inclinándose sobre el mostrador.
– No creo… -protestó la recepcionista aturdida.
– Si usted no es la encargada, ¿puedo hablar con quien corresponda?
– No sé si…
– Quizá podría evitarse la molestia dándonos la llave.
La mujer se puso aún más nerviosa.
– Iré a buscar a mi jefe.
– Bien, vaya -dijo Rebus impaciente cruzando las manos a la espalda.
La mujer cogió el teléfono y marcó dos números sucesivos sin localizar a quien buscaba.
Sonó el ascensor, se abrieron las puertas y salió una empleada de la limpieza con un cubo y un aerosol. La recepcionista colgó.
– Voy a buscarlo -dijo.
Rebus lanzó un suspiro, miró el reloj y, cuando vio que la recepcionista cruzaba unas puertas de vaivén, volvió a inclinarse sobre el mostrador y dio la vuelta al monitor del ordenador para ver la pantalla.
– Habitación 212 -dijo-. ¿Tú te quedas aquí?
Siobhan negó con la cabeza y le siguió al ascensor. Rebus pulsó el botón del segundo piso y la puerta se cerró con un ruido seco y áspero.
– ¿Y si vuelve Whiteread? -dijo Siobhan.
– Está ocupada con el registro del yate -respondió Rebus mirándola y sonriendo.
Sonó una campanita cuando se abrieron las puertas del ascensor.
Tal como Rebus suponía, el personal de limpieza estaba aún trabajando en aquélla. Había un par de carritos en el pasillo con sábanas y toallas. Llevaba preparado el pretexto de que había olvidado algo y no quería bajar a por la llave a la recepción, y si no daba resultado, probaría con cinco o diez libras. Pero tuvo suerte porque la habitación 212 estaba abierta y, dentro, una mujer limpiaba el cuarto de baño.
– No se preocupe, siga usted, sólo he vuelto a recoger una cosa que había olvidado -dijo Rebus asomando la cabeza por la puerta.
Escaneó la habitación. La cama estaba hecha. Encima del tocador había algunos objetos personales y algunas prendas colgadas en el armario. La maleta de Whiteread estaba vacía.
– Seguramente lo lleva todo con ella y lo tendrá en el coche -musitó Siobhan.
Rebus, sin hacer caso del comentario, miró debajo de la cama, registró la ropa de los cajones de la cómoda y abrió el cajón de la mesilla, donde estaba la típica Biblia de bolsillo de los hoteles.
Igual que Rocky Raccoon. [2] Se incorporó. Allí no estaba. En el cuarto de baño tampoco había visto nada al asomar la cabeza. Pero llamó otra puerta su atención, una puerta de comunicación. Giró el pomo para abrirla y se encontró con una segunda puerta sin pomo entreabierta. La empujó y se encontró en la habitación contigua. Había ropa encima de la cama y de dos sillas, revistas en la mesilla y, por la boca de una bolsa de deportes de nailon negro, asomaban corbatas y calcetines.
– Ésta es la habitación de Simms -comentó.
En el tocador había un sobre marrón. Rebus le dio la vuelta y leyó confidencial y personal, Lee Herdman. A Simms no se le había ocurrido otra medida de seguridad que ponerlo boca abajo para que no se viera.
– ¿Vas a leerlo aquí? -preguntó Siobhan.
Rebus negó con la cabeza: el expediente tenía unas cuarenta o cincuenta hojas.
– ¿Tú crees que la recepcionista nos lo fotocopiaría?
– Tengo otra idea -replicó ella cogiendo el sobre-. En la recepción he visto un letrero que indicaba una sala para negocios. Seguro que allí hay fotocopiadora.
– Bien, vamos.
Siobhan negó con la cabeza.
– Uno de los dos tiene que quedarse aquí, no vaya a irse la mujer de la limpieza y nos cierre con llave.
Rebus vio que tenía razón y asintió con la cabeza. Mientras Siobhan bajaba con el expediente, él se entregó a una inspección somera del cuarto de Simms. Las revistas eran típicamente masculinas: FHM, Loaded, CQ; no había nada debajo de la almohada ni del colchón. Toda la ropa estaba esparcida por la habitación, salvo un par de camisas y de trajes colgados en el armario. Aquellas puertas de comunicación… no sabía si darle o no una interpretación concreta. La de la habitación de Whiteread estaba cerrada y Simms no podía entrar, pero él había dejado la suya entreabierta. ¿Una invitación? En el cuarto de baño vio pasta dentífrica y un cepillo de dientes eléctrico de pilas; Simms había traído su propio champú anticaspa además de una maquinilla de doble hoja y un tubo de espuma de afeitar. Volvió al dormitorio y examinó con mayor detenimiento la bolsa de deportes negra: cinco pares de calcetines y de calzoncillos; dos camisas en el armario y otras dos en las sillas: cinco en total, una semana de trabajo. Simms había hecho equipaje para una semana fuera de casa. Rebus reflexionó. Un antiguo militar pierde la cabeza y organiza una matanza y el Ejército envía a dos de sus investigadores para impedir la vinculación del asesino con su pasado. ¿Por qué dos investigadores? ¿Y por qué una semana entera en el escenario del crimen? ¿A quién sería lógico enviar? A psicólogos, tal vez, para determinar el estado mental del asesino. Ni Whiteread ni Simms le parecían particularmente expertos en psicología ni interesados por el estado mental de Herdman.
Buscaban algo, o a alguien que buscaba algo, estaba convencido.
Oyó que llamaban suavemente a la puerta, miró por la mirilla y era Siobhan. Abrió y ella volvió a dejar el expediente en el tocador.
– ¿Has dejado en orden las páginas? -preguntó Rebus.
– En perfecto orden. -Tenía bajo el brazo un sobre acolchado con las fotocopias-. ¿Nos vamos?
Rebus asintió con la cabeza y la siguió hacia la puerta de comunicación, pero se detuvo y retrocedió hasta el tocador: el sobre estaba boca arriba. Le dio la vuelta. Echó un último vistazo al cuarto y salió.
Al pasar frente a la recepcionista le dirigieron una sonrisa sin decir nada.
– ¿Crees que se lo dirá a Whiteread? -preguntó Siobhan.
– Lo dudo -respondió Rebus.
Se encogió escéptico de hombros, porque aunque se lo dijera, Whiteread no podía hacer nada.
En su cuarto no guardaba nada y no podía echar nada de menos. Mientras Siobhan conducía el coche por la A 90 en dirección a Barnton, Rebus empezó a leer el expediente. Casi todo era paja e informes de los tribunales calificadores para los ascensos. Había comentarios a lápiz en el margen sobre las debilidades y virtudes de Herdman. Se dudaba de su capacidad física, pero su carrera militar era ejemplar: servicios en Irlanda del Norte, las Malvinas, Oriente Medio; maniobras en el Reino Unido, Arabia Saudí, Finlandia y Alemania. Pasó una página y se encontró con un folio en blanco con la indicación SUPRIMIDO POR ÓRDENES SUPERIORES con una firma, un sello y la fecha de cuatro días antes. El día de los disparos. Pasó a la página siguiente y empezó a leer las vicisitudes de los últimos meses de Herdman en el Ejército. Se adjuntaba fotocopia de la comunicación a sus superiores de su decisión de no reengancharse. Habían intentado inútilmente convencerle de que se quedara. La última parte del expediente se reducía a la documentación burocrática de su situación de retiro.
– Fíjate en esto -dijo Rebus enseñándole la página de suprimido POR ÓRDENES SUPERIORES.
– ¿Qué significa? -preguntó Siobhan.
– Que han eliminado datos que tendrán guardados bajo llave en el cuartel general de las SAS.
– ¿Información delicada no accesible a Whiteread y a Simms?
– Tal vez -respondió Rebus no muy convencido, pasando página y leyendo los párrafos finales.
Siete meses antes de que Herdman abandonara las SAS había formado parte de un «equipo de rescate» en Jura. En la primera lectura de la página, Rebus al ver la palabra «Jura», supuso que se refería a unas maniobras. Jura: pequeña isla en la costa oeste de Escocia. Aislada, sólo una carretera y tenía algunas montañas. Completamente salvaje. Rebus había hecho allí maniobras cuando servía en el Ejército: marchas interminables a través de pantanos, alternadas con escaladas. Recordaba la cadena montañosa y el transbordador que comunicaba con Islay, donde les habían llevado a visitar una destilería al final de las maniobras.
Pero Herdman no había estado allí de maniobras, sino formando parte de un «equipo de rescate». ¿Rescate de qué, exactamente?
– ¿Has sacado algo en limpio? -preguntó Siobhan frenando de golpe al llegar al final del carril doble.
Delante de ellos había una caravana que venía de la glorieta de Barnton.
– No estoy seguro -contestó Rebus.
Tampoco estaba seguro del papel que desempeñaba Siobhan en aquel pequeño subterfugio suyo. Tendría que haberle dicho que se quedara en la habitación de Simms. Así el empleado de la sala de negocios recordaría su cara y no la de ella, y sería la de él la descripción que dieran a Whiteread si ella empezaba a husmear.
– Entonces, ¿ha valido la pena? -insistió Siobhan.
Él se encogió de hombros, cada vez más pensativo, mientras ella giraba a la izquierda en la glorieta para aparcar el coche en un camino de entrada.
– ¿Dónde estamos? -preguntó.
– En casa de James Bell -contestó Siobhan-. ¿No recuerdas que íbamos a hablar con él?
Rebus asintió con la cabeza.
Era un chalet moderno con ventanas pequeñas y muros con el típico revestimiento escocés de guijarros. Siobhan llamó al timbre y esperó. Una mujer de cincuenta años, menuda, bien conservada, de penetrantes ojos azules y con el pelo recogido atrás con un lazo de terciopelo negro, les abrió la puerta.
– ¿Señora Bell? Soy la sargento Clarke; le presento al inspector Rebus. ¿Podríamos hablar con James?
Felicity Bell examinó sus identificaciones y retrocedió un paso para dejarles entrar.
– Jack no está -dijo con voz desmayada.
– Es con su hijo con quien queremos hablar -dijo Siobhan bajando la voz por temor a asustar a aquella criatura pequeña de aspecto oprimido.
– De todos modos… -añadió la señora Bell mirando desalentada a un lado y a otro.
Les invitó a pasar al cuarto de estar. Buscando un pretexto para calmarla, Rebus cogió una foto enmarcada del alféizar de la ventana.
– ¿Son sus tres hijos, señora Bell? -preguntó.
La mujer, al ver que había cogido la foto, se la quitó de la mano y volvió a ponerla con todo cuidado en el sitio exacto donde estaba.
– James es el pequeño -dijo-. Los otros están casados y… han volado -añadió con un gesto de la mano.
– La muerte de esos alumnos le habrá causado una terrible impresión -comentó Siobhan.
– Ha sido horrible, horrible -dijo la mujer, de nuevo con cara de angustia.
– Usted trabaja en el Traverse, ¿verdad? -preguntó Rebus.
– Sí -contestó ella sin sorprenderse de que él supiera ese detalle-. Estamos preparando una obra y en realidad… debería estar allí, pero debo quedarme en casa, compréndanlo.
– ¿Qué obra están montando?
– Una versión de El viento en los sauces… ¿Tienen hijos pequeños?
Siobhan negó con la cabeza y Rebus dijo que su hija ya era mayor.
– Nunca se es mayor, nunca se es mayor -comentó Felicity Bell con su voz trémula.
– Supongo que está usted aquí para cuidar de James -dijo Rebus.
– Sí.
– Entonces, ¿está en su cuarto?
– Sí, arriba.
– ¿Cree que podríamos hablarle unos minutos?
– Pues no sé… -contestó la señora Bell, que se había llevado la mano a la muñeca al decir Rebus «minutos» y que ahora consultaba el reloj-. Dios mío, es casi la hora del almuerzo -añadió echando a andar, probablemente en dirección a la cocina, y deteniéndose al recordar que tenía visita-. Tal vez debería llamar a Jack.
– Quizá sí -dijo Siobhan, que miraba una foto del diputado con cara de euforia en la noche de su elección-. Nos encantaría hablar con él.
La esposa del diputado levantó la vista y la clavó en Siobhan frunciendo el ceño.
– ¿De qué quieren hablarle? -preguntó con su acento de clase alta de Edimburgo.
– Con quien queremos hablar es con James -terció Rebus avanzando un paso-. Está en su cuarto, ¿verdad? -Aguardó a que ella asintiera con la cabeza-. Y supongo que es en el piso de arriba. -La mujer volvió a asentir-. Haremos lo siguiente -añadió poniendo la mano en el brazo huesudo de la mujer-: Usted prepara la comida y nosotros subimos. Es lo más fácil, ¿no cree?
La señora Bell pareció pensárselo y finalmente esbozó una sonrisa encantada.
– Es lo que voy a hacer -dijo retirándose a la entrada.
Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada. Aquella mujer no estaba bien de la cabeza. Subieron la escalera y buscaron la puerta del cuarto de James; vieron pegatinas de la infancia raspadas y sustituidas por otras más actuales de conciertos, casi todos en ciudades inglesas: Foo Fighters en Manchester, Rammstein en Londres, Puddle of Mudd en Newcastle. Rebus llamó con los nudillos pero nadie contestó. Giró el pomo y abrió. James Bell estaba sentado en una cama de sábanas blancas y edredón níveo en un cuarto de paredes totalmente blancas sin adornos y enmoquetado de verde claro con algunas alfombrillas. Había estanterías llenas de libros, un ordenador, un tocadiscos, un televisor y discos compactos dispersos. James vestía una camiseta negra y estaba sentado con las rodillas levantadas, en las que apoyaba una revista.
Pasaba páginas con una mano, y tenía la otra cruzada sobre el pecho. Su pelo era corto y negro, su tez, pálida con un lunar en la mejilla. No se veía en aquella habitación muchos indicios de rebeldía juvenil. Rebus, en su adolescencia, tenía un cuarto que era poco menos que una serie de escondrijos: revistas de tías escondidas debajo de la alfombra (no servía el colchón porque de vez en cuando le daban la vuelta), cigarrillos y cerillas detrás de una pata del armario y una navaja debajo del jersey de invierno en el último cajón de la cómoda. Tenía la impresión de que si allí miraba en los cajones no encontraría más que ropa y bajo la alfombra, nada.
Se oía música por los auriculares que tenía puestos el muchacho, que no había levantado la vista de la revista. Rebus supuso que pensaría que era su madre quien había abierto la puerta y fingía no tener en cuenta su presencia. El parecido físico entre padre e hijo era llamativo. Rebus se inclinó levemente, ladeó la cabeza, y finalmente James Bell levantó la vista sorprendido. Se quitó los auriculares y apagó la música.
– Perdona que te interrumpamos -dijo Rebus-. Tu madre nos ha dicho que subiéramos.
– ¿Quiénes son ustedes?
– Somos policías, James. ¿Puedes dedicarnos unos minutos? -añadió Rebus acercándose a la cama con cuidado de no tropezar con el botellón de agua que había en el suelo.
– ¿Qué sucede?
Rebus cogió de encima de la cama la revista y vio que era sobre coleccionismo de armas.
– Curioso tema -comentó.
– Estoy buscando el modelo con que me disparó.
Siobhan cogió la revista de las manos de Rebus.
– Es comprensible -dijo-. ¿Quieres conocer sus características?
– Casi no me dio tiempo a ver el arma.
– ¿Estás seguro, James? -preguntó Rebus-. Lee Herdman coleccionaba revistas de armas. -Señaló con la cabeza la revista que hojeaba Siobhan-. ¿No sería suya?
– ¿Cómo?
– ¿No te la prestó él? Nos hemos enterado de que le conocías más de lo que habías dicho.
– Yo nunca dije que no le conocía.
– «Socialmente», según tus palabras exactas, James. Las oí en la grabación del interrogatorio. Por lo que dices, da la impresión de que lo hubieses visto en un pub o en un quiosco. -Rebus hizo una pausa-. Pero lo cierto es que él te contó que había servido en las SAS, y eso es algo más que un simple comentario, ¿no crees? Tal vez hablaseis de ello en una de sus fiestas. -Otra pausa-. Tú ibas a sus fiestas, ¿verdad?
– A algunas. Era un tipo interesante -replicó el joven mirando furioso a Rebus-. Seguramente también lo dije. Ya se lo he dicho todo a la Policía, les expliqué de qué conocía a Lee, que iba a sus fiestas… que una vez me enseñó el arma…
– ¿Te la enseñó? -replicó Rebus entrecerrando los ojos.
– Dios, ¿es que no ha escuchado las cintas?
Rebus no pudo evitar mirar a Siobhan. «Las» cintas. Y ellos sólo se habían tomado la molestia de escuchar una.
– ¿Qué arma te enseñó?
– La metralleta que guardaba en el cobertizo del puerto.
– ¿Crees que era auténtica? -preguntó Siobhan.
– Parecía.
– ¿Había alguien más cuando te la enseñó?
James negó con la cabeza.
– ¿Y nunca viste la otra, la pistola?
– No, hasta que me disparó con ella -contestó mirándose el hombro herido.
– A ti y a otros dos -añadió Rebus-. ¿Es cierto que no conocía a Anthony Jarvies ni a Derek Renshaw?
– No, que yo sepa.
– Pero a ti te dejó con vida. ¿Crees que fue por pura suerte, James?
El joven se llevó la mano al hombro herido.
– Lo he estado pensado -dijo en voz baja-. Quizá me reconociera en el último momento…
Siobhan carraspeó.
– ¿Y no te has peguntado qué le indujo a hacer eso?
James asintió despacio con la cabeza sin decir nada.
– Puede que viera en ti -prosiguió Siobhan- algo que no veía en los otros.
– Los otros eran activistas de la FMC, no sé si eso tendrá algo que ver -aventuró el joven.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno… Lee pasó la mitad de su vida en el Ejército hasta que le echaron.
– ¿Te lo dijo él? -preguntó Rebus.
El joven asintió otra vez con la cabeza.
– Quizás estaba resentido. He dicho que él no conocía a Renshaw y a Jarvies, pero eso no quiere decir que no los hubiera visto por ahí, quizá de uniforme. Tal vez fuese una especie de… ¿mecanismo desencadenante? -añadió alzando la vista-. Bien, vale, ya sé eso de que hay que dejar la psicología a los psicólogos.
– No, no; es una buena observación -dijo Siobhan, que, aunque no lo creía así, pensó que era conveniente hacer un comentario elogioso para el joven.
– James, la cuestión es -añadió Rebus- que si supiéramos por qué a ti te dejó con vida, tal vez lográsemos entender por qué mató a los otros. ¿Entiendes?
El joven reflexionó un instante.
– Ya, pero, en definitiva, ¿qué importancia tiene eso?
– Nosotros creemos que la tiene -replicó Rebus irguiéndose-. ¿A quién más viste en esas fiestas, James?
– ¿Me pide nombres?
– Sí, claro.
– Nunca iba la misma gente.
– ¿Iba Teri Cotter? -preguntó Rebus.
– Sí, algunas veces y siempre venía con amigos góticos.
– Tú no eres gótico, James, ¿verdad? -preguntó Siobhan.
– ¿Lo parezco acaso? -replicó él con una carcajada.
– Por la música que escuchas… -añadió Siobhan encogiéndose de hombros.
– Es sólo rock.
Siobhan levantó el reproductor conectado a los auriculares.
– Un MP3 -comentó admirada-. ¿Y a Douglas Brimson, le viste alguna vez en las fiestas?
– ¿Ese que es piloto? -Siobhan asintió con la cabeza-. Sí, hablé con él una vez. -Hizo una pausa-. En realidad no eran «fiestas» organizadas. Sólo era gente que iba al piso a tomar una copa…
– ¿Y drogas? -preguntó Rebus como sin darle importancia.
– Sí, a veces -confesó James.
– ¿Speed, coca? ¿Algo de éxtasis?
El joven hizo un gesto despectivo.
– Un par de porros compartidos y gracias.
– ¿Nada de drogas duras?
– No.
Llamaron a la puerta. Era la señora Bell, que miró a sus dos visitantes como si no se acordara de ellos.
– ¡Oh! -exclamó aturdida, antes de añadir-: James, he preparado unos sándwiches. ¿Qué quieres beber?
– No tengo hambre.
– Pues ya es hora de almorzar.
– Mamá, ¿es que quieres que vomite?
– No… no, desde luego que no.
– Cuando tenga hambre te lo diré -añadió con voz de enfado. No porque lo estuviera, pensó Rebus, sino porque su presencia le incomodaba-. Pero tomaré una taza de café con poca leche.
– Muy bien -dijo la madre-. ¿Quieren ustedes…? -añadió dirigiéndose a Rebus.
– No, señora Bell, ya nos vamos. Gracias de todos modos.
La mujer asintió con la cabeza y permaneció un instante en el cuarto como si hubiera olvidado a qué había ido; luego se dio la vuelta y salió silenciosamente.
– ¿Tu madre se encuentra bien? -preguntó Rebus.
– ¿Está ciego? -respondió el joven cambiando de postura-. Bueno, no les extrañe. Toda una vida con mi padre…
– ¿No te llevas bien con tu padre?
– No mucho.
– ¿Sabes que piensa presentar una petición de ley?
El joven torció el gesto.
– Para lo que va a servir… -Guardó silencio un instante-. ¿Fue Teri Cotter?
– ¿Qué?
– Si fue ella quien les dijo que yo iba al piso de Lee. -Los dos callaron-. La creo muy capaz -añadió volviendo a cambiar de postura intentando ponerse cómodo.
– ¿Quieres que te ayude? -dijo Siobhan.
El joven negó con la cabeza.
– Creo que tendré que tomar más analgésicos -dijo.
Siobhan vio que estaban al otro lado de la cama encima de un tablero de ajedrez y le dio dos pastillas que el joven se tomó con un poco de agua.
– Una última pregunta, James -dijo Rebus-. Luego te dejaremos tranquilo.
– ¿Qué?
– ¿Te importa que te coja dos pastillas? Es que se me han acabado.
Siobhan tenía media botella de Irn-Bru sin burbujas en el coche y Rebus se tomó las pastillas con dos tragos de refresco.
– Ten cuidado de que no se convierta en un hábito -dijo ella.
– ¿Qué te ha parecido? -preguntó él para cambiar de tema.
– Podría haber algo. Esa agrupación de cadetes, los chicos que se pasean vestidos de uniforme militar.
– Por otra parte, ha dicho que a Herdman le expulsaron del Ejército, cosa que no es verdad según el expediente.
– ¿Y qué?
– Que habrá que averiguar si Herdman le mintió o si se lo ha inventado él.
– ¿Fantasía de adolescente?
– Falta le hace con un cuarto como el suyo.
– Desde luego… limpio sí estaba -añadió Siobhan arrancando el motor-. ¿Sabes eso que se dice de quien afirma mucho sobre algo?
– ¿Quieres decir que finge que Teri no le gusta porque en realidad le gusta? -Siobhan asintió con la cabeza-. ¿Crees que sabe lo de su página en la Red?
– No lo sé -añadió Siobhan terminando la maniobra de giro.
– Tendríamos que habérselo preguntado.
– ¿Qué es eso? -exclamó Siobhan mirando por el parabrisas.
Un coche patrulla con las luces azules parpadeantes bloqueaba la salida a la calle. En cuanto Siobhan frenó, se abrió la portezuela trasera y se apeó un hombre de traje gris. Era alto, con una calva brillante y párpados caídos. Se detuvo con las piernas separadas y las manos cruzadas.
– Tranquila -dijo Rebus-. Es mi cita de las doce.
– ¿Qué cita?
– La que no acabé de concertar -añadió Rebus abriendo la portezuela y bajando del coche. Se apoyó otra vez en la ventanilla-: con mi verdugo particular.
El calvo se llamaba Mullen y era de la Unidad de Deontología del Servicio de Expedientes. Visto de cerca, su piel tenía un leve aspecto escamoso, no muy distinto al de sus propias manos escaldadas, pensó Rebus. Con toda probabilidad sus prolongados lóbulos le habrían valido en el colegio el apodo de Dumbo o algo parecido, pero lo que más fascinó a Rebus fueron aquellas uñas rayanas en la perfección, rosadas, relucientes, totalmente planas y con la cutícula blanca precisa. Durante la entrevista de una hora estuvo tentado más de una vez de preguntarle si se hacía la manicura.
Pero en realidad lo que hizo fue preguntarle si podía beber algo. Notaba en la boca el regusto del analgésico de James Bell. Las pastillas habían hecho efecto, desde luego, mejor que las miserables pastillas que le habían recetado a él. Rebus se sentía en armonía con el mundo. No le importaba que el subdirector Colin Carswell, bien peinado y oliendo a colonia, estuviera presente en la entrevista. Carswell no le podía ver ni en pintura, y Rebus no se lo reprochaba. Demasiada historia entre ellos dos. La entrevista se desarrollaba en un despacho de Jefatura, en Fettes Avenue, y en aquel momento era Carswell quien atacaba.
– ¿Cómo diablos se le ocurrió anoche hacer eso?
– ¿Anoche, señor?
– Jack Bell y el director de un equipo de televisión. Exigen disculpas, y tiene que darlas personalmente -añadió apuntándole con el dedo.
– ¿Por qué no me pide también que me baje los pantalones y les ponga el culo?
El rostro de Carswell se congestionó.
– Bien, inspector Rebus -interrumpió Mullen-, volvamos a la cuestión de qué pensó que iba a ganar al ir de noche a casa de un conocido delincuente a tomar una copa.
– Pensé que tomaría una copa gratis.
Carswell, que había cruzado docenas de veces brazos y piernas durante la entrevista, expulsó aire lentamente.
– Sospecho había otra razón para su visita.
Rebus se encogió de hombros. Como allí no se podía fumar, se entretenía manoseando la cajetilla vacía, abriéndola y cerrándola y dándole golpecitos encima de la mesa con el único propósito de fastidiar a Carswell.
– ¿A qué hora salió de casa de Fairstone?
– Poco antes de que se declarara el incendio.
– ¿No puede concretar más?
Rebus negó con la cabeza.
– Había bebido -contestó.
Había bebido, y más de lo debido, bastante más; y desde entonces se reprimía como expiación.
– ¿Así que, poco después de su partida -prosiguió Mullen-, llegó alguien, a quien no vieron los vecinos, que amordazó y ató al señor Fairstone y luego puso una freidora al fuego y se marchó?
– No necesariamente -objetó Rebus-. La freidora podría haber estado ya puesta al fuego.
– ¿Acaso dijo el señor Fairstone que iba freír patatas?
– Puede que mencionara que tenía ganas de comer algo… No estoy seguro -dijo Rebus enderezándose en la silla y notando que le crujían las vértebras-. Escuche, señor Mullen, me consta que dispone de bastante evidencia circunstancial -añadió dando unos golpecitos en el sobre marrón casi tan voluminoso como el del cuarto de Simms- indicativa de que fui yo la última persona que vio a Martin Fairstone con vida. -Hizo una pausa-. Pero eso es todo lo que demuestra, ¿está de acuerdo? Y yo no niego el hecho -espetó recostándose en la silla.
– Aparte del asesino -dijo Mullen en voz tan baja como si hablara consigo mismo-. Lo que habría debido decir es: «Fui la última persona que lo vio con vida aparte del asesino» -replicó alzando sus pesados párpados.
– Es lo que quise decir.
– Pero no es lo que ha dicho, inspector Rebus.
– En ese caso discúlpeme. No me encuentro del todo…
– ¿Ha tomado algún medicamento?
– Sí, analgésicos -contestó Rebus levantando las manos para recordárselo a Mullen.
– ¿Y cuándo tomó la última dosis?
– Un minuto antes de verle a usted. Tal vez habría debido decírselo… -añadió Rebus abriendo mucho los ojos.
– ¡Naturalmente! -exclamó Mullen golpeando la mesa con las palmas de las manos.
Ya no hablaba para su chaleco. Se levantó tan bruscamente, que la silla cayó al suelo. Carswell se puso también en pie.
– No sé por qué…
Mullen se inclinó sobre la mesa para desconectar la grabadora.
– No se puede interrogar a nadie que esté bajo los efectos de un medicamento -añadió mirando al subdirector-. Creí que todo el mundo lo sabía.
Carswell musitó una especie de disculpa por haberlo olvidado. Mullen miró furioso a Rebus y éste le hizo un guiño.
– Volveremos a hablar, inspector.
– ¿Cuándo me hayan suprimido la medicación? -dijo Rebus con cara de inocente.
– Deme el nombre de su médico para que yo le consulte previamente -dijo Mullen abriendo el expediente y preparando el bolígrafo sobre una página en blanco.
– La cura me la hicieron en el hospital Infirmary, pero no recuerdo el nombre del médico -dijo Rebus risueño.
– Bien, tendré que averiguarlo -replicó Mullen cerrando la carpeta.
– Mientras tanto -terció Carswell-, supongo que no tendré que repetirle que presente disculpas tal como le dije y que continúa usted suspendido de servicio.
– No, señor -dijo Rebus.
– Cuestión que nos lleva a la pregunta -añadió Mullen despacio- de por qué le encontré en compañía de una colega en casa de Jack Bell.
– La sargento Clarke simplemente me llevaba en su coche, pero tuvo que parar en casa de Bell para hablar con el hijo -alegó Rebus encogiéndose de hombros, mientras Carswell expulsaba más aire.
– Llegaremos al fondo de este asunto, Rebus. Puede estar seguro.
– No lo dudo, señor. -Rebus fue el último en levantarse-. Lo dejo en sus manos. Que disfruten cuando lleguen al fondo.
Tal como esperaba, Siobhan estaba fuera en el coche.
– Qué sincronización -comentó ella, que había llenado el asiento trasero de bolsas de compra-. Estuve esperando diez minutos a ver si se lo decías al principio.
– ¿Y después te fuiste a comprar?
– Sí, al supermercado del final de la calle. Te iba a preguntar si te apetece venir a cenar a casa esta noche.
– Esperemos a ver cómo se desarrolla el resto de la jornada.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Bueno, ¿cuándo surgió la pregunta sobre la medicación?
– Hace unos cinco minutos.
– Sí que tardaste.
– Quería saber si tenían algo nuevo.
– ¿Lo tienen?
Rebus negó con la cabeza.
– No, no creo que respecto a ti abriguen sospechas -dijo.
– ¿Sospechas de mí? ¿Por qué?
– Porque era a ti a quien acosaba Fairstone y porque todos los polis conocen el viejo truco de la freidora -dijo él encogiéndose de hombros.
– Si sigues por ese camino, la cena queda anulada -comentó ella saliendo del aparcamiento-. ¿La próxima parada es Turnhouse? -preguntó.
– ¿Piensas que debería coger el primer avión que salga del país?
– Vamos a hablar con Doug Brimson.
Rebus negó con la cabeza.
– Habla tú con él. A mí déjame donde te parezca.
– ¿Dónde? -preguntó ella mirándole.
– Déjame en George Street, por ejemplo.
– Sospechosamente en los aledaños del Oxford -comentó ella sin dejar de mirarle.
– No lo había pensado, pero ya que lo dices…
– No mezcles alcohol con analgésicos, John.
– Hace ya una hora y media que me tomé la pastilla. Además, ¿no sabes que estoy suspendido del servicio? Puedo portarme mal.
Rebus esperaba a Steve Holly en el salón de atrás del Oxford.
Era uno de los pubs más pequeños de Edimburgo, tenía dos salones de tamaño similar al del cuarto de estar de una casa corriente. El primero solía animarlo la simple presencia de tres o cuatro amigos y en el de atrás había mesas y sillas. Rebus se sentó en el rincón del fondo lejos de la ventana. Las paredes conservaban el mismo color ictericia de cuando él había ido por primera vez al local hacía treinta años. El interior austero y anticuado ejercía cierta intimidación sobre los clientes ocasionales, pero no creía que fuera así con el periodista. Le había llamado a la delegación del tabloide en Edimburgo que distaba apenas diez minutos del bar a pie. El mensaje había sido escueto: «Quiero hablarle. Ahora mismo, en el Bar Oxford» y sabía que acudiría porque le habría intrigado. Acudiría por la historia que había desvelado. Vendría porque era su trabajo.
Oyó abrir y cerrarse la puerta. No le preocupaban los clientes de las otras mesas. Los del salón de atrás no comentarían nada si oían algo de la conversación. Levantó lo que quedaba de la pinta. Podía agarrar mejor las cosas, era capaz de levantar un vaso con la mano y flexionar la muñeca sin que le hiciera tanto daño. No tomaría whisky, seguiría el buen consejo de Siobhan y le haría caso por una vez. Además, tendría que aplicarse con cinco sentidos a lo que dijera, porque Steve Holly no iba a morder tan fácilmente el anzuelo.
Oyó pasos en la escalerilla y una sombra precedió la entrada del periodista, quien, después de escrutar las mesas en la penumbra del atardecer, se dirigió hacia él. Holly traía en la mano un vaso que parecía de gaseosa, tal vez con su buena porción de vodka. Le saludó con una inclinación de cabeza y aguardó hasta que Rebus se sentase. Lo hizo mirando a derecha e izquierda, no muy conforme con quedar de espaldas a los otros clientes.
– No van a atizarle ningún golpe a traición -dijo Rebus.
– Supongo que debo darle la enhorabuena. Me he enterado que le está tocando las narices a Jack Bell -dijo Holly.
– Y yo he visto que su periódico apoya su campaña.
Holly torció el gesto.
– Eso no quiere decir que no sea un gilipollas. Cuando le sorprendieron con esa prostituta deberían haber continuado con la investigación. Mejor aún: habrían debido llamar a mi periódico y hubiéramos ido a hacerle unas fotos in fraganti. ¿Conoce a su esposa? -Rebus asintió con la cabeza-. Está chalada y tiene los nervios deshechos.
– Pero ella salió en su defensa.
– Claro, como buena esposa de diputado -replicó Holly despectivo-. Bien -añadió-, ¿a qué debo el honor? ¿Ha decidido darme su versión?
– Necesito un favor -dijo Rebus poniendo las manos enguantadas encima de la mesa.
– ¿Un favor? -Rebus asintió con la cabeza-. ¿A cambio de qué exactamente?
– A cambio de un compromiso de relación especial.
– Eso significa… -dijo Holly llevándose el vaso a los labios.
– Que tendrá la primicia de lo que averigüe en el caso Herdman.
Holly lanzó un bufido y tuvo que limpiarse el líquido que le había salpicado la barbilla.
– Que yo sepa, usted está suspendido del servicio activo.
– Eso no me impide estar al tanto de lo que se cuece.
– ¿Y qué podría usted decirme en concreto del caso Herdman que yo no sea capaz de averiguar a través de una docena de fuentes?
– Depende del favor. Se trata de algo que sólo sé yo.
Holly saboreó un instante la bebida antes de tragarla y pasarse la lengua por los labios.
– ¿Quiere despistarme, Rebus? Le tengo cogido por los huevos en el caso Marty Fairstone. ¿Y ahora me pide un favor? -añadió conteniendo fingidamente la risa-. Lo que debería suplicarme es que no le arranque las gónadas.
– ¿Cree que tiene agallas para hacerlo? -replicó Rebus deslizando el vaso vacío hacia el periodista-. Una pinta de IPA cuando pueda.
Holly le miró, le dirigió una media sonrisa, se levantó y se abrió paso entre las sillas.
Rebus cogió el vaso de gaseosa y lo olió: vodka, sin duda. Logró encender un cigarrillo y había fumado la mitad cuando regresó Holly.
– Vaya jeta que me ha puesto el barman.
– Tal vez no le ha gustado lo que ha dicho de mí -dijo Rebus.
– Pues quéjese a la Comisión Deontológica de la Prensa. -Holly le alargó la pinta. Había pedido otro vaso de vodka y tónica-. Pero no creo que lo haga -añadió.
– Porque usted no merece ni el esfuerzo.
– ¿Y es usted el que quiere pedirme un favor?
– Que por cierto ni se ha molestado en preguntar cuál es.
– Bien, le escucho -dijo Holly abriendo los brazos.
– Se trata de cierta operación de rescate -dijo Rebus marcando las palabras- que tuvo lugar en la isla de Jura en junio del noventa y cinco. Necesito saber en qué consistió.
– ¿Un salvamento? -dijo Holly frunciendo el ceño movido por su instinto-. ¿De un petrolero o algo así?
Rebus negó con la cabeza.
– Una operación en tierra. Llegaron a las SAS.
– ¿Herdman?
– Es posible que interviniera.
Holly se mordió el labio inferior como si tratara de quitarse un anzuelo y Rebus comprendió que lo había enganchado.
– ¿Y eso qué tiene que ver con lo demás?
– No lo sabremos hasta que echemos un vistazo.
– Y si acepto, ¿qué gano yo?
– Como he dicho, la primicia de lo que averigüemos. -Rebus hizo una pausa-. Tal vez yo tenga acceso al expediente militar de Herdman.
– ¿Hay algún dato goloso? -preguntó Holly enarcando levemente las cejas.
– En este momento -contestó Rebus encogiéndose de hombros- no puedo revelarle nada.
Le largaba sedal siendo totalmente consciente de que en el expediente no había nada interesante para los lectores de tabloides. Pero Steve Holly no podía saberlo.
– Bueno, creo que podemos echar un vistazo -dijo Holly levantándose-. Cuanto antes mejor.
Rebus miró el vaso de cerveza con tres cuartos del contenido. Holly no había empezado su segundo vodka.
– ¿Qué prisa hay? -dijo.
– No pensará que he venido aquí a pasar el día con usted -respondió Holly-. No me gusta usted, Rebus, ni desde luego confío en usted -añadió-. No se ofenda.
– No me ofende -dijo Rebus levantándose y siguiéndole.
– Por cierto -añadió Holly-, hay algo que me intriga.
– ¿Qué?
– Un tipo con quien hablé me dijo que era capaz de matar a alguien con un periódico. ¿Ha oído eso alguna vez?
Rebus asintió.
– Es mejor con una revista, pero puede hacerse con un periódico.
Holly le miró.
– ¿Así que sabe cómo se hace? Por asfixia ¿o cómo?
Rebus negó con la cabeza.
– Se enrolla el periódico lo más fuerte posible y se golpea en la garganta. Con bastante fuerza se rompe la tráquea.
– ¿Lo aprendió en el Ejército? -preguntó Holly sin dejar de mirarle.
Rebus asintió con la cabeza.
– Igual que el tipo con quien habló.
– Era un tío que estaba en la puerta de St Leonard con una mujer muy antipática.
– Se llama Whiteread, y él, Simms.
– ¿Investigadores militares?
Holly asintió con la cabeza sin esperar la respuesta. Todo encajaba. Rebus hizo esfuerzos por no sonreír ya que azuzar a Holly contra Whiteread y Simms era el ojo principal de su plan.
Al salir del pub Rebus esperaba que fueran a pie a la delegación del periódico, pero Holly dobló hacia la izquierda en vez de a la derecha, y apuntó con el mando de apertura centralizada en dirección a los coches aparcados junto al bordillo.
– ¿Ha venido en coche? -preguntó Rebus al ver el parpadeo de un Audi TT plateado.
– Para eso tenemos las piernas -contestó Holly-. Vamos, suba.
Rebus se deslizó en el reducido espacio delantero, recordando que un Audi TT era el coche que conducía el hermano de Teri Cotter la noche del accidente mortal, cuando Derek Renshaw ocupaba el asiento del copiloto, el que él acababa de ocupar… recordó las fotos del choque… el cuerpo destrozado de Stuart Cotter mientras Holly metió la mano bajo el asiento y sacó un portátil negro extraplano. Lo puso sobre las rodillas para abrirlo y empezó a teclear con el móvil en la otra mano.
– Conexión de infrarrojos -dijo- para entrar rápido en internet.
– ¿Y para qué entra en internet? -preguntó Rebus tratando de desechar el súbito recuerdo de su guardia nocturna en la página de la señorita Teri, avergonzado de haber cedido a la tentación de entrar en su mundo.
– Porque es donde está la mayor parte de los archivos de mi periódico. Ahora tecleo la contraseña… -Holly aporreó seis teclas que Rebus no pudo distinguir-. No fisgue, Rebus. Aquí hay de todo: recortes, historias que no se publicaron, archivos…
– ¿Incluida la lista de los policías a quienes unta a cambio de información?
– ¿Cree que soy tonto?
– No lo sé. ¿Lo es?
– La gente que habla conmigo sabe que yo sé guardar un secreto. Esos nombres se irán conmigo a la tumba.
Holly volvió a centrar la atención en la pantalla. Rebus estaba seguro de que aquel aparato era el último modelo. La conexión había sido rápida y veía pasar las páginas en un abrir y cerrar de ojos. El que Pettifer le había prestado a él era, tal como había dicho, un portátil de la era de la caldera de vapor.
– Búsqueda… -dijo Holly hablando solo-. Selecciono mes y año; palabras clave: Jura y rescate… a ver lo que nos da Brainiac.
Pulsó una última tecla, se reclinó en el asiento y se volvió hacia Rebus para comprobar la admiración que había causado en él. Rebus, que no salía de su asombro, esperaba con toda su alma que no se le notara.
La pantalla había vuelto a cambiar.
– Diecisiete artículos -dijo Holly-. Joder, sí, me acuerdo de esto -añadió ladeando la pantalla hacia Rebus para que lo viera.
Y Rebus lo recordó también de pronto; recordaba el accidente, pero no sabía que se había producido en la isla de Jura. Un helicóptero del Ejército se había estrellado con seis jefazos a bordo. Todos muertos, incluido el piloto. En su momento se especuló con la posibilidad de que lo hubieran derribado. Hubo júbilo en algunos barrios de Irlanda del Norte porque en principio se atribuyó el atentado a un grupo republicano. Pero al final se determinó que la causa había sido error del piloto.
– No se menciona a las SAS -comentó Holly.
Sí había una vaga mención de un «grupo de rescate» enviado para localizar los restos del aparato y, por supuesto, los cadáveres. Les encomendaron recoger todo lo que quedara del aparato para analizarlo, así como los cadáveres para practicarles la autopsia antes de enterrarlos. Se abrió una comisión de investigación que tardó mucho en establecer sus conclusiones.
– A la familia del piloto no le gustó nada eso de «error del piloto» -añadió Holly recordando el final de la investigación.
– Vuelva atrás -dijo Rebus fastidiado porque el periodista fuese más rápido que él leyendo. Holly lo hizo y la pantalla cambió rápidamente.
– ¿Así que Herdman formó parte del equipo de rescate? -preguntó el periodista-. Tiene sentido que el Ejército envíe a sus propios… ¿Qué es lo que tratan de averiguar? -añadió volviéndose hacia Rebus.
Rebus, decidido a no desvelarle demasiado, contestó que no lo sabía a ciencia cierta.
– Entonces, estoy perdiendo el tiempo -dijo Holly pulsando otro botón y apagando la pantalla. Acto seguido, giró en el asiento para mirar de frente a Rebus-. ¿Y qué tiene que ver que Herdman estuviera en Jura? ¿Qué relación hay con lo que sucedió en ese colegio? ¿Lo están enfocando desde la perspectiva del trauma de estrés?
– No lo sé muy bien -repitió Rebus mirando al periodista-. Gracias, de todos modos -añadió abriendo la portezuela y levantándose a pulso del asiento bajo.
– ¿Eso es todo? -espetó Holly-. ¿Yo acepto y usted no suelta prenda?
– Mi información es más interesante, amigo.
– No me necesitaba para esto -añadió mirando el portátil-. Con media hora en un buscador se habría enterado de lo mismo que yo.
Rebus asintió con la cabeza.
– O podría haber preguntado a Whiteread y a Simms, pero no creo que hubieran sido tan amables.
– ¿Por qué no? -replicó Holly perplejo.
Anzuelo mordido. Rebus le hizo un guiño, cerró la portezuela y volvió al Oxford, donde Harry, el barman, estaba a punto de tirar su cerveza al fregadero.
– No te molestes, Harry -dijo Rebus estirando el brazo.
Oyó el rugido del motor del Audi, el arranque intempestivo de Holly. No le preocupaba. Tenía lo que necesitaba.
Un helicóptero que se estrella con seis oficiales de alto rango a bordo. Un asunto que estimularía el apetito de dos investigadores del Ejército. Pero además había leído con atención que algunos habitantes de la isla ayudaron en la búsqueda, lugareños que conocían bien las montañas. Había incluso una entrevista con un tal Rory Mollison que describía el lugar del accidente. Rebus apuró la cerveza de pie en la barra mirando la televisión sin verla. Sólo captaba un calidoscopio. Su mente vagaba por otros derroteros, cruzaba tierras, mares y volaba sobre montañas. ¿Por qué enviarían a la SAS a recoger cadáveres? La isla de Jura no era un terreno tan abruptamente montañoso, desde luego sin punto de comparación con las elevaciones de los Grampians. ¿Por qué habrían enviado aquel equipo de especialistas?
Sin dejar de sobrevolar páramos y cañadas, ensenadas y vertiginosos acantilados, buscó el móvil en el bolsillo, se quitó el guante con los dientes, marcó el número con la uña del pulgar y aguardó a que respondiera Siobhan.
– ¿Dónde estás? -preguntó.
– Eso no importa. ¿Qué demonios hacías hablando con Steve Holly?
Rebus parpadeó sorprendido, fue rápido a la puerta, la abrió y allí estaba ella. Guardó el teléfono en el bolsillo y, como en una imagen simétrica, ella hizo lo mismo.
– Me estás siguiendo -dijo él fingiendo tono de horror.
– Porque necesitas que te sigan.
– ¿Dónde estabas? -inquirió él volviendo a ponerse el guante.
Siobhan señaló con la cabeza hacia North Castle Street.
– Tengo el coche aparcado en la esquina. Bien, volviendo a mi pregunta…
– Eso no importa. Bueno, por lo menos no has vuelto al aeródromo.
– No, todavía no.
– Estupendo, porque quiero que hables con él.
– ¿Con Brimson? -Aguardó a que él asintiera-. ¿Y luego tú me dirás qué hacías con Steve Holly?
Rebus la miró y volvió a asentir con la cabeza.
– ¿Y será tomando una copa a la que me invitarás?
Rebus la fulminó con la mirada y ella volvió a sacar el móvil y lo esgrimió delante de la cara de él.
– De acuerdo -gruñó Rebus-. Llámale.
Siobhan buscó en la B y marcó el número.
– ¿Qué quieres que le diga exactamente?
– Se trata de una ofensiva de seducción: dile que necesitas que te haga un gran favor. En realidad, más de uno… pero para empezar pregúntale si hay una pista de aterrizaje en la isla de Jura.
Cuando Rebus llegó al colegio Port Edgar vio que Bobby Hogan discutía con Jack Bell. Bell no estaba solo, lo acompañaba el mismo equipo de filmación. Agarraba del brazo a Kate Renshaw.
– Tenemos todo el derecho a ver el lugar en donde mataron a nuestros seres queridos -decía el diputado.
– Con todo respeto, señor, sepa que esa sala es el escenario de un crimen y nadie puede entrar sin motivo justificado.
– Somos familiares, creo que nadie tendrá un motivo más justificado.
– Viene usted con una familia muy numerosa -replicó Hogan señalando al equipo.
El director del equipo que advirtió la entrada de Rebus le propinó un golpecito en el hombro a Bell, quien se volvió hacia él con una sonrisa fría.
– ¿Ha venido a disculparse? -preguntó.
Rebus no le hizo caso.
– Kate -dijo poniéndose delante de ella-, no entres ahí. No te hará ningún bien.
– La gente necesita saber -replicó ella en voz baja sin mirarle a la cara, mientras Bell asentía con la cabeza.
– Quizá, pero lo que no necesita son ardides publicitarios. Lo degradan todo; Kate, tienes que darte cuenta.
Bell volvió a encararse con Hogan.
– Insisto en que saquen de aquí a este hombre.
– ¿Insiste usted? -replicó Hogan.
– Ya está expedientado por haber hecho comentarios insultantes sobre este equipo de informadores y sobre mí.
– Y muchos más que me guardo.
– John… -intervino Hogan mirándole para apaciguarle-. Lo siento, señor Bell, pero no puedo autorizarles a filmar en el aula.
– ¿Y si entramos sin cámara, sólo con sonido? -insistió el director.
Hogan negó con la cabeza.
– He dicho que no -contestó cruzando los brazos y poniendo fin a la conversación.
Rebus no apartaba la vista de Kate, intentando que ella le mirase, pero la joven parecía contemplar fascinada algo a lo lejos. Quizá las gaviotas en el campo de deportes o la portería de rugby.
Habían vaciado la sala común y no había sillas, tocadiscos ni revistas. En la puerta estaba el director, el doctor Fogg, vestido con un sobrio traje marengo, camisa blanca y corbata negra. Tenía unas marcadas ojeras y caspa en el pelo. Notó que Rebus estaba detrás de él y se dio la vuelta con una sonrisa insípida.
– Intento determinar el mejor uso posible de esta dependencia -dijo-. Dice la capellana que podríamos transformarla en capilla, un lugar donde los alumnos puedan recogerse.
– Es una idea -dijo Rebus.
El director le dejó paso para que entrara. La sangre de la moqueta y de las paredes se había secado, pero Rebus procuró no pisar las manchas.
– También pueden dejarla cerrada unos años hasta que reciban una nueva generación de alumnos, pintarla otra vez y cambiar la moqueta.
– No se pueden hacer previsiones a tan largo plazo -replicó Fogg esbozando otra sonrisa-. Bueno, le dejo con su… sus -añadió con una leve reverencia antes de encaminarse a su despacho.
Rebus miró el dibujo de las salpicaduras de sangre en la pared junto al lugar que había ocupado Derek. Derek, un miembro de su familia desaparecido para siempre.
Intentó imaginarse a Lee Herdman despertándose la mañana de los hechos y cogiendo la pistola. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había cambiado en su vida? Cuando se despertó aquel día, ¿danzaban demonios alrededor de su cama que le sedujeron con sus voces? ¿Qué había roto el encanto de su amistad con los adolescentes? A la mierda, chicos, voy a mataros… Había ido en coche al colegio. Se había bajado apresuradamente sin molestarse en aparcarlo ni cerrar la portezuela y había entrado rápidamente en el edificio sin que lo captasen las cámaras. Cruzó el pasillo, llegó a aquella sala y disparó, seguramente primero en la cabeza a Anthony Jarvies. En el Ejército enseñan a disparar al centro del pecho porque es mejor blanco y suele ser mortal, pero Herdman había optado por la cabeza. ¿Por qué? Aquel primer disparo eliminaba el factor sorpresa. Quizá Derek hiciera un movimiento y por eso recibió el balazo en la cara. Al agacharse, a James Bell el disparo le alcanzó en el hombro y había cerrado con fuerza los ojos al ver que Herdman volvía la pistola contra sí mismo.
El tercer disparo en la cabeza, esa vez en su propia sien.
– ¿Por qué, Herdman? Sólo queremos saber eso -musitó Rebus.
Fue a la puerta, gritó y entró de nuevo en el cuarto adelantando la mano derecha enguantada como si esgrimiera una pistola. Se movió en posición de tiro describiendo un arco, pensando que los de la Científica habrían hecho igual que él pero delante de sus ordenadores. Era la manera de reconstruir la escena, de calcular los ángulos de tiro e impacto y la posición del asesino en el momento de los disparos. La mínima prueba contribuía al relato. Se detuvo aquí, se volvió, avanzó… Si comparamos el ángulo de trayectoria de la bala con la mancha de sangre en la pared…
Llegarían a reconstruir los movimientos efectuados por Herdman y la acción completa en los gráficos con sus cálculos de balística. Y nada de eso les serviría para despejar el interrogante del móvil.
– No dispares -dijo una voz desde la puerta.
Era Bobby Hogan, que estaba en posición de manos arriba y acompañado de dos personajes que Rebus conocía: Claverhouse y Ormiston. Claverhouse, alto y desgarbado, era inspector, y Ormiston, bajo y fornido y siempre resfriado, era sargento. Los dos trabajaban en la División de Estupefacientes y tenían una relación estrecha con el subdirector Colin Carswell. De hecho, en un día de mala leche, Rebus les habría denominado los sicarios de Carswell. Se percató de que tenía estirado el brazo con la mano a modo de pistola y lo bajó.
– He oído que este año se lleva el estilo fascista -dijo Claverhouse señalando los guantes de Rebus.
– Que en ti es moda permanente -replicó Rebus.
– Vamos, muchachos -terció Hogan.
Ormiston miró la mancha de sangre de la moqueta y la pisó con la punta del zapato.
– ¿Qué habéis venido a husmear? -preguntó Rebus mirando a Ormiston, que se restregaba la nariz con el reverso de la mano.
– Drogas -contestó Claverhouse, quien con la chaqueta totalmente abotonada parecía un maniquí de escaparate.
– Parece que Ormie ha probado la mercancía.
Hogan agachó la cabeza para disimular la sonrisa y Claverhouse se volvió hacia él.
– Creía que el inspector Rebus estaba suspendido del servicio.
– Las noticias vuelan -comentó Rebus.
– Sí, sobre todo las malas -añadió Ormiston.
– ¿Queréis que os deje sin recreo a los tres? -terció Hogan poniéndose firme para que se callaran-. Contestando a su pregunta, inspector Claverhouse, John interviene en el caso a título de asesor por su experiencia en el Ejército. No está realmente de «servicio»…
– Entonces sigue como siempre -musitó Ormiston.
– Dijo la sartén al cazo -replicó Rebus.
– Tarjeta amarilla -dijo Hogan levantando la mano-. ¡Y si seguís así con esa mierda os echo de aquí, lo digo en serio!
Claverhouse no replicó, pero un resplandor de ira recorrió sus ojos mientras Ormiston casi pegaba la nariz a las manchas de sangre de la pared.
– Bien -añadió Hogan rompiendo el silencio que siguió-. ¿Qué han averiguado?
Claverhouse tomó la palabra.
– Han analizado lo que encontrasteis en el barco. Cocaína y éxtasis. La cocaína es de un alto grado de pureza. Es posible que pensaran cortarla.
– ¿Crack? -preguntó Hogan.
Claverhouse asintió.
– Últimamente se está afianzando el consumo en algunos sitios. Los puertos pesqueros del norte y algunos barrios aquí y en Glasgow. Mil libras de una buena calidad se convierten en diez mil una vez cortadas.
– También circula mucho hachís -añadió Ormiston.
Claverhouse le fulminó con la mirada por arrebatarle el protagonismo.
– Ormy tiene razón, circula mucho hachís por la calle.
– ¿Y el éxtasis? -preguntó Hogan.
Claverhouse asintió con la cabeza.
– Pensábamos que llegaba de Manchester, pero tal vez nos equivocásemos.
– Por los libros de Herdman -dijo Hogan- sabemos que estuvo viajando por Europa. Parecía recalar en Rotterdam.
– En Holanda hay muchos laboratorios de éxtasis -dijo Ormiston sin darle importancia ni dejar de mirar la pared con las manos en los bolsillos y balanceándose sobre los talones como quien contempla una exposición de cuadros-. Y también hay mucha cocaína -añadió.
– ¿Y los de Aduanas no sospecharon de tanto viaje a Rotterdam? -preguntó Rebus.
Claverhouse se encogió de hombros.
– Los pobres no dan abasto; no pueden controlar a todos los que vienen de Europa y menos en estos tiempos de fronteras abiertas.
– En resumen, que Herdman se os escurrió entre las manos.
Claverhouse miró a Rebus.
– Como los de Aduanas, nosotros también dependemos de la información de Inteligencia.
– Que no abunda mucho por aquí -replicó Rebus mirando sucesivamente a Ormiston y a Claverhouse-. Bobby, ¿han comprobado las cuentas de Herdman?
Hogan asintió con la cabeza.
– No aparecen grandes ingresos ni retirada de fondos.
– Los traficantes no utilizan bancos -dijo Claverhouse-. Por eso tienen que lavar el dinero. Ese negocio de la lancha de Herdman resultaría ideal.
– ¿Qué se sabe de la autopsia de Herdman? -preguntó Rebus a Hogan-. ¿Hay evidencias de que fuera drogadicto?
– Los análisis de sangre son negativos -contestó Hogan.
– Los traficantes no siempre son drogadictos -dijo Claverhouse-. A los más importantes sólo les interesa la pasta. Hace seis meses abortamos una operación de ciento treinta mil pastillas de éxtasis con un valor de venta en la calle de millón y medio de libras: cuarenta y cuatro kilos. Y cuatro kilos de opio procedentes de Irán. Fue una incautación de Aduanas basada en datos de Inteligencia -añadió mirando a Rebus.
– ¿Y qué cantidad ha aparecido en el barco de Herdman? -preguntó él-. Una gota de agua en el océano, si me perdonan la expresión. -Había empezado a encender un cigarrillo, y, al ver que Hogan miraba a un lado y otro, dijo-: No estamos en una iglesia, Bobby.
No pensaba que a Derek y a Anthony les importara que fumase y le traía sin cuidado lo que pensara Herdman.
– Tal vez fuese para consumo privado -aventuró Claverhouse.
– Pero él no consumía -replicó Rebus expulsando el humo por la nariz en dirección de Claverhouse.
– A lo mejor tenía amigos que sí. Tengo entendido que daba muchas fiestas.
– De los que hemos interrogado, ninguno ha dicho que ofreciera cocaína o éxtasis.
– Como si fueran a decirlo -comentó Claverhouse despectivo-. Lo que me sorprende es que no hayáis logrado encontrar a nadie que conociera a ese cabrón -añadió mirando la mancha de sangre de la moqueta.
Ormiston volvió a restregarse la nariz y lanzó un estentóreo estornudo con el que roció la pared.
– Ormy, cabrón, qué poca sensibilidad -dijo Rebus entre dientes.
– Él no tira ceniza al suelo -gruñó Claverhouse.
– Es que el humo me irrita la nariz -alegó Ormiston, a quien se había acercado Rebus.
– ¡El muerto era familiar mío! -exclamó señalando a la salpicadura de sangre.
– Ha sido sin querer.
– ¿Qué has dicho, John? -inquirió Hogan con voz sorda.
– Nada -contestó Rebus inútilmente. Hogan se le había acercado con las manos en los bolsillos exigiendo una explicación-. Allan Renshaw es primo mío -añadió.
– ¿Y no te pareció que yo debía haber estado al corriente de ese detalle? -inquirió Hogan congestionado de indignación.
– Pues no, realmente, Bobby, no.
Por encima del hombro de Hogan, Rebus vio que una sonrisa surcaba el rostro alargado de Claverhouse.
Hogan sacó las manos de los bolsillos y, con los puños apretados, se las puso a la espalda. Rebus imaginó dónde habría querido dirigirlos.
– No cambia nada, Bobby -arguyó-. Como tú bien has dicho, estoy aquí como un simple asesor. Ningún abogado podrá usarme eso como tecnicismo.
– Ese cabrón era contrabandista de droga -interrumpió Claverhouse- y tenía que tener socios que deberíamos detener. Pero si quienquiera que sea consigue un buen abogado…
– Claverhouse -dijo Rebus hastiado-, haznos un favor y ¡cierra el pico! -añadió gritando.
Claverhouse dio un paso hacia él sin que Rebus se inmutara, pero Hogan se interpuso pese a que sabía que de poco podía servir.
Ormiston se mantuvo a la expectativa. De ningún modo iba a intervenir, a menos que las cosas se pusieran feas para su compañero.
– Inspector Rebus, le llaman al teléfono -dijo una voz desde la puerta. Era Siobhan-. Es urgente. Creo que son los de Expedientes.
Claverhouse retrocedió para dejar paso a Rebus. Incluso hizo un ademán irónico con el brazo, indicando «usted primero». Volvía a sonreír. Hogan le soltó y Rebus fue hacia la puerta. Rebus miró la mano de Bobby Hogan que le asía de la chaqueta.
– ¿Prefieres contestar fuera? -sugirió Siobhan.
Rebus asintió con la cabeza y alargó la mano para coger el móvil, pero ella echó a andar hasta salir del colegio. Miró a los dos lados, vio que no había nadie y le dio el teléfono.
– Haz como que hablas -dijo.
Rebus se acercó el aparato al oído. No se oía nada.
– ¿No me llama nadie? -preguntó.
Siobhan negó con la cabeza.
– Pensé que era el momento de rescatarte -dijo ella.
Él sonrió sin apartar el teléfono del oído.
– Bobby se ha enterado de lo de los Renshaw -dijo.
– Lo sé. Lo oí.
– ¿Otra vez estabas espiándome?
– No había nada interesante en el aula de geografía -contestó ella cerca de la caseta prefabricada-. ¿Qué hacemos ahora?
– No lo sé, pero será mejor que nos vayamos de aquí para dar tiempo a Bobby a serenarse -dijo él volviendo la cabeza hacia el colegio.
Desde la puerta tres siluetas les observaban.
– ¿Y a que Claverhouse y Ormiston vuelvan a su madriguera?
– Me lees el pensamiento. A ver, ¿qué estoy pensando ahora? -añadió tras una pausa.
– Que podíamos tomar algo.
– Es extraordinario.
– Y también estás pensando en invitarme como agradecimiento por haberte salvado.
– Respuesta equivocada, pero, en fin, como solía decir Meat Loaf, dos de tres no está mal -dijo Rebus devolviéndole el móvil antes de subir al coche.
– Así que si no han aparecido sumas de dinero en los extractos bancarios de Herdman, podemos descartarlo como asesino a sueldo -dijo Siobhan.
– A menos que convirtiera el dinero en drogas -replicó Rebus por llevarle la contraria.
Estaban en el Boatman's tomando una copa rodeados de la clientela de última hora de la tarde. Oficinistas y trabajadores que habían terminado la última jornada. Al ver a Rod McAllister otra vez detrás de la barra, Rebus le preguntó en broma si era parte de la decoración.
– La camarera tiene el día libre -dijo McAllister sin sonreír.
– Usted da empaque al local -comentó Rebus recogiendo el cambio.
Luego se sentó, con media pinta y lo que quedaba de un whisky, mientras Siobhan bebía un combinado de color llamativo de zumo de lima y soda.
– ¿De verdad crees que han sido Whiteread y Simms quienes han puesto las drogas?
Rebus se encogió de hombros.
– No me extrañarían muchas cosas de gente como Whiteread.
– ¿Basándote en qué? -Él la miró-. Lo digo porque tú nunca has sido muy explícito sobre tus años en el Ejército.
– No fueron los más felices de mi vida -dijo él-. Vi a tíos destrozados por el sistema. Yo mismo a duras penas conservé la integridad mental. Cuando salí sufrí una crisis nerviosa. -Rebus se guardó otra vez los recuerdos. Recurrió a los estereotipos de rigor: lo hecho, hecho está… hay que olvidar el pasado…-. Un tío, un compañero con quien tenía amistad, se desmoronó durante el entrenamiento y le plantaron en la calle sin desconcentrarle… -Su voz volvió a apagarse.
– ¿Y qué pasó?
– Que me echó a mí la culpa y quiso vengarse. Eso fue antes de que tú nacieras, Siobhan.
– ¿Por eso entiendes que Herdman perdiera la cabeza?
– Puede.
– Pero no estás convencido, ¿verdad?
– Generalmente hay signos de aviso. Herdman no era el arquetipo de individuo solitario. En casa no tenía ningún arsenal, sólo una pistola… -Hizo una pausa-. Nos vendría bien saber cuándo la consiguió.
– ¿La pistola?
– Así sabríamos si la compró con un determinado propósito.
– Es muy posible que si hacía contrabando de droga sintiera cierta necesidad de protección. Tal vez eso explique que tuviera un Mac IO en el cobertizo del puerto.
Siobhan miró a una joven rubia que acababa de entrar en el bar y se dirigía a la barra. McAllister debía de conocerla porque comenzó a servirle un Bacardi con coca cola y sin hielo antes de que ella pidiera nada.
– ¿En los interrogatorios no han averiguado nada? -preguntó Rebus.
Siobhan negó con la cabeza. Rebus se refería a la gente del hampa e intermediarios de armas de fuego.
– La Brocock no era un último modelo. Creemos que la trajo cuando se vino a vivir aquí. En cuanto al fusil, a saber.
Mientras Rebus reflexionaba, Siobhan vio cómo Rod McAllister apoyaba los codos en la barra y entablaba animada conversación con la rubia, una rubia que ella conocía de algo. Nunca le había visto tan contento. Ladeaba la cabeza, mirándola, mientras la mujer fumaba y expulsaba el humo hacia el techo.
– Hazme un favor -dijo Rebus de pronto-. Llama tú a Bobby Hogan.
– ¿Por qué?
– Porque seguramente en este momento no querrá hablar conmigo.
– ¿Y para qué tengo que llamarle? -preguntó Siobhan sacando el móvil del bolsillo.
– Para preguntarle si Whiteread le dejó ver el expediente militar de Herdman. Probablemente te dirá que no, en cuyo caso lo habrá pedido directamente al Ejército, y quiero saber si ha llegado.
Siobhan asintió con la cabeza, comenzó a marcar y habló con Hogan.
– Inspector Hogan, soy Siobhan Clarke… -Escuchó y miró a Rebus-. No, no sé por qué… Creo que le convocaron en Fettes -añadió abriendo los ojos y la boca con gesto inquisitivo mirando a Rebus, que aprobó con una inclinación de cabeza-. Le llamaba para saber si le había pedido a Whiteread el expediente de Herdman. -Escuchó la respuesta de Hogan-. John lo mencionó y quería verificarlo… -Volvió a escuchar apretando los párpados-. No, no está aquí escuchando. -Volvió a abrir los ojos y Rebus le hizo un guiño para decirle que lo estaba haciendo bien-. Mmm… mmm… -Escuchaba a Hogan-. No parece que esté cooperando tanto como pensábamos… Sí, apuesta a que se lo dijo. -Sonrisa-. ¿Y qué le dijo a ella? -Siguió escuchando-. ¿Y siguió su consejo? ¿Y qué le dijeron en el cuartel general de Hereford? Ah, ¿no permiten consultar esos documentos? Sí, ya sabe que a veces se pone insoportable -comentó Siobhan mirando otra vez a Rebus. Hogan, pensó, estaría explicándole que le habría dicho todo aquello a él personalmente si no hubiera provocado la escena en el colegio-. No tenía ni idea de que fuera familia suya. -Siobhan hizo una O con la boca-. No, no me constaba y a eso me atendré. -Le guiñó el ojo a Rebus, quien le hizo señal de que cortara, pero ella comenzaba a divertirse-. Seguro que tiene usted buenas anécdotas sobre él. Sí, claro que lo es. -Una carcajada-. No, no; tiene usted toda la razón. Dios, menos mal que no está aquí… -Rebus hizo amago de arrebatarle el móvil pero ella giró y se puso de espaldas a él-. ¿En serio? No, eso no… Sí, sí, me gustaría. Bueno, tal vez…sí, después de que todo esto haya… con mucho gusto. Adiós, Bobby.
Cortó la comunicación sonriente y dio un sorbo a su bebida.
– Creo que he captado lo esencial -musitó Rebus.
– Dice que le llame «Bobby» y que soy muy buena policía.
– Dios…
– Y me ha invitado a cenar cuando termine el caso.
– Hogan está casado.
– No.
– Vale, le dejó su mujer. De todos modos, podría ser tu padre -dijo Rebus tras una pausa-. ¿Qué te ha dicho de mí?
– Nada.
– Te reíste cuando lo decía.
– Era para provocarte.
Rebus la miró enfurecido.
– ¿Yo pago las copas y tú provocando? ¿Crees que es justo?
– Yo te ofrecí una cena.
– ¿Y qué?
– Bobby conoce un buen restaurante en Leith.
– Será algún chiringuito de kebab.
– Pide otra ronda -dijo ella dándole una palmada en el brazo.
– ¿Después de lo que he tenido que aguantar? -replicó él negando con la cabeza-. Te toca -dijo recostándose en el asiento.
– Si te pones así… -dijo Siobhan levantándose.
De todos modos quería ver de cerca la cara de la mujer. La rubia estaba a punto de irse, agachó la cabeza para guardar los cigarrillos en el bolso y Siobhan no pudo verle bien la cara.
– Hasta luego -dijo la mujer.
– Hasta luego -contestó McAllister, que limpiaba la barra con una bayeta. Dejó de sonreír al ver que Siobhan se acercaba-. ¿Lo mismo de antes? -dijo.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Era amiga suya? -preguntó.
– De alguna manera -contestó McAllister dándose la vuelta para servir el whisky de Rebus.
– Creo que la conozco de algo.
– ¿Ah, sí? -replicó él poniéndole la bebida delante-. ¿Media pinta también?
Ella asintió con la cabeza.
– Y otro zumo de lima con…
– Con soda. Lo recuerdo. El whisky solo y la lima con hielo.
En el extremo de la barra pedían dos cervezas, un ron y un zumo de grosella. McAllister marcó en la máquina registradora el importe de las bebidas de Siobhan, le dio el cambio y comenzó a servir las cervezas dándole a entender que no tenía tiempo para cháchara. Siobhan aguantó en la barra un instante, pero pensó que no valía la pena. Estaba a medio camino de la mesa cuando, al recordarlo, se le derramó un poco de la cerveza de Rebus en el suelo de madera del sobresalto.
– ¡Cuidado! -dijo él.
Siobhan dejó los vasos en la mesa y fue a mirar por la ventana. Pero no había rastro de la rubia.
– Ya sé de qué la conozco -dijo.
– ¿A quién?
– A la mujer que acaba de marcharse. Tienes que haberla visto.
– ¿Esa de la melena rubia con camiseta rosa ajustada, cazadora de cuero, pantalones ceñidos y zapatos de tacón tipo peligro público? -preguntó Rebus dando un trago a la cerveza-. No puedo decir que no me fijara.
– ¿Y no la has reconocido?
– ¿Por qué iba a reconocerla?
– En fin, según la primera página del periódico, sólo abrasaste vivo a su novio.
Siobhan se sentó, cogió el vaso y comprobó qué efecto causaban sus palabras.
– ¿Ésa era la novia de Fairstone? -preguntó Rebus entrecerrando los ojos.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Sólo la vi el día que él salió libre de cargos -dijo.
– ¿Estás segura de que era ella? -insistió Rebus mirando hacia la barra.
– Bastante segura, y más al oírla hablar. Estoy segura de que es la que vi fuera del juzgado.
– ¿Sólo esa vez?
Siobhan volvió a asentir con la cabeza.
– Yo no la interrogué respecto a la coartada que alegó para su novio. Tampoco compareció en la vista en la que yo testifiqué.
– ¿Cómo se llama?
Siobhan amusgó los ojos.
– Raquel no-sé-cuántos.
– ¿Y dónde vive?
Siobhan se encogió de hombros.
– Supongo que no muy lejos de su novio -dijo.
– O sea, que éste no es precisamente el bar al que suele venir.
– No.
– Porque está exactamente a más de quince kilómetros de su barrio. -Más o menos -dijo Siobhan, que seguía mirando por los cristales sin tocar la bebida.
– ¿Has recibido alguna carta más?
Siobhan negó con la cabeza.
– ¿Crees que te estará siguiendo?
– Constantemente, no. Lo habría notado -contestó Siobhan mirando a la barra, donde McAllister había cesado con su febril actividad y en aquel momento fregaba vasos-. Por supuesto, puede que no viniera a verme a mí.
Rebus pidió a Siobhan que le llevase a casa de Allan Renshaw y que no le esperase. Le dijo que fuera a casa. Él cogería un taxi o pediría un coche patrulla.
– No sé cuánto voy a estar. Es una visita familiar, no de servicio.
Ella asintió con la cabeza y arrancó. Rebus tocó el timbre, pero nadie abrió. Miró por la ventana y vio las cajas de fotos esparcidas por el suelo del cuarto de estar, pero no había nadie. Probó el pomo de la puerta. Estaba abierta.
– ¡Allan! ¡Kate!
Cerró la puerta y oyó un zumbido en el piso de arriba. Volvió a gritar «¡Allan! ¡Kate!» y subió con cautela la escalera. En el rellano había una escalerilla de metal que llegaba hasta una trampilla en el techo. Rebus ascendió despacio, peldaño a peldaño.
– ¿Allan?
En la buhardilla, el zumbido era más fuerte. Asomó la cabeza por la trampilla y vio a su primo sentado en el suelo con las piernas cruzadas y un mando eléctrico en la mano, imitando el ruido que hacía el coche de carreras a lo largo del circuito en forma de ocho.
– Siempre le dejaba ganar -dijo Allan Renshaw para hacer ver que se había percatado de la presencia de Rebus-. Esto se lo regalamos unas navidades.
Rebus vio la caja abierta de la que sobresalían tramos de circuito. Había cajones y maletas abiertos. Vio vestidos de mujer, ropa de niño y un montón de viejos discos de vinilo; revistas con fotos, en la portada de estrellas de televisión de las que ni se acordaba; platos y adornos sin su envoltorio, algunos quizá regalo de boda y relegados al olvido por los cambios de moda; un cochecito de niño plegado, en espera de nuevas generaciones. Rebus, ya casi arriba, se acodó en el borde de la trampilla. Allan Renshaw había abierto un espacio en medio de aquel desorden para poner en marcha el juguete y seguía con la vista las evoluciones del coche rojo de plástico en el circuito sin fin.
– A mí nunca me atrajeron los coches de juguete -comentó Rebus-. Ni los trenes.
– Los coches son otra cosa. Sientes la ilusión de la velocidad… y puedes echar carreras con quien sea. Además… -Renshaw apretó con fuerza el botón de aceleración- si tomas una curva muy rápido y te estrellas… -El coche se salió del circuito, pero él lo cogió, volvió a meterlo en la pista y lo puso de nuevo en marcha-¿No ves? -añadió mirando a Rebus.
– Sí, la carrera sigue -dijo él.
– No pasa nada. No se rompe. Igual que antes -sentenció Renshaw asintiendo con la cabeza.
– Pero es una ilusión -insinuó Rebus.
– Una ilusión reconfortante -concedió su primo haciendo una pausa-. ¿Tenía yo coches de carrera cuando era niño? No me acuerdo.
Rebus se encogió de hombros.
– Yo, desde luego, no. Si este juguete existía entonces, sería muy caro.
– Cuánto dinero nos hemos gastado con nuestros hijos, ¿verdad, John? -añadió Renshaw con una leve sonrisa-. Siempre deseando lo mejor para ellos, y lo hacíamos con placer.
– A ti debió costarte lo tuyo enviar a los dos a Port Edgar.
– Sí, no era barato. Tú sólo tienes tu niña, ¿verdad?
– Ya es mayor, Allan.
– Kate también se hace mayor, pronto empezará a vivir su vida.
– Y tiene la cabeza sobre los hombros -dijo Rebus mirando el coche que volvió a salirse del circuito, cayendo a su lado. Estiró el brazo y lo puso en la pista-. Ese accidente que tuvo Derek -añadió- no fue culpa suya, ¿verdad?
Renshaw negó con la cabeza.
– Stuart era un loco. Suerte tuvimos de que a Derek no le pasara nada.
Volvió a poner el coche en marcha. Rebus vio que en la caja había un coche azul y, al lado del zapato de su primo, otro control.
– Qué, ¿echamos una carrera? -propuso, saliendo de la trampilla y cogiéndolo.
– ¿Por qué no? -dijo Renshaw, colocando el otro coche en la línea de salida.
Los dos coches se lanzaron camino de la primera curva y el de Rebus se salió de la pista; él avanzó a gatas para recogerlo y volvió a ponerlo justo en el momento en que el de su primo le adelantaba.
– Tú tienes más práctica que yo -dijo sentándose.
Por la trampilla entraban ráfagas de aire caliente, la única calefacción de la buhardilla. Rebus sabía que si se ponía de pie daría con la cabeza en el techo.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí arriba? -preguntó, y Renshaw se pasó la mano por la barba crecida.
– Desde temprano -contestó.
– ¿Dónde está Kate?
– Ha salido a ayudar a ese diputado.
– La puerta no está cerrada con llave.
– ¿Ah, no?
– Podría entrar cualquiera -añadió Rebus, que esperó a que el coche de Renshaw se pusiera a su altura para reanudar la carrera.
– ¿Sabes lo que pensé anoche? -dijo Renshaw-. Creo que fue anoche…
– ¿Qué?
– Pensé en tu padre. Le quería mucho. A mí siempre me hacía trucos. ¿Te acuerdas?
– ¿Te sacaba peniques de las orejas?
– Y luego los hacía desaparecer. Decía que lo había aprendido en el Ejército.
– Es probable.
– Estuvo en Oriente Medio, ¿verdad?
Rebus asintió con la cabeza. Su padre no hablaba mucho de sus hazañas en la guerra; casi todo lo que contaba eran anécdotas de chirigotas. Pero hacia el final de su vida sí había contado algunos detalles de los horrores que había vivido.
«No eran soldados profesionales, John, sino reclutas conscriptos, trabajadores procedentes de bancos, tiendas, fábricas. Y la guerra los cambió; nos cambió a todos. No podía ser de otro modo.»
– Y pensando en tu padre -prosiguió Renshaw- acabé pensando en ti. ¿Te acuerdas del día que me llevaste al parque?
– ¿Aquel día que jugamos a la pelota?
Renshaw asintió con la cabeza con una media sonrisa.
– ¿Te acuerdas?
– Seguro que no tan bien como tú.
– Sí, yo lo recuerdo muy bien. Estábamos jugando a la pelota cuando llegaron unos amigos tuyos y tú me dejaste solo para hablar con ellos. -Renshaw hizo una pausa; los coches volvieron a cruzarse-. ¿Lo recuerdas?
– No -contestó Rebus imaginándose que era posible, pues siempre que iba de permiso se encontraba con amigos con quienes charlar.
– Luego volvimos a casa. Bueno, más bien tú y tus amigos, porque yo iba detrás con la pelota que tú habías comprado. Y a continuación viene lo que nunca olvidaré.
– ¿Qué? -preguntó Rebus concentrado en la carrera.
– Lo que sucedió cuando llegamos a la altura del pub. ¿Te acuerdas del pub de la esquina?
– ¿El del hotel Bowhill?
– Ése. Llegamos allí y entonces tú te volviste hacia mí y me dijiste que esperara fuera. Lo dijiste con una voz distinta, más distante, como si no quisieras que tus amigos supieran que éramos amigos.
– ¿Estás seguro, Allan?
– Ah, claro que sí. Porque vosotros tres entrasteis y yo me quedé sentado en el bordillo, esperando allí con la pelota en la mano. Tú saliste al cabo de un rato, sólo para darme una bolsa de patatas fritas, y volviste a entrar. Después llegaron unos chicos, me quitaron la pelota de una patada y se fueron corriendo con ella riéndose y pasándosela uno a otro. Entonces me eché a llorar, pero tú seguías dentro, y yo, como sabía que no podía entrar, me levanté y me marché solo a casa. Me perdí y tuve que preguntar el camino. -Los coches se acercaban al punto de cruce pero llegaron al mismo tiempo, chocaron y se salieron de la pista cayendo boca arriba. Ni Rebus ni su primo se movieron en el silencio que siguió-. Tú volviste a casa después -prosiguió Renshaw- y nadie te dijo nada porque yo no lo había contado. ¿Sabes lo que más rabia me dio? Que no me preguntases qué había sido de la pelota, y yo sabía que no lo preguntarías porque ya ni te acordabas. Para ti era algo sin importancia. -Renshaw hizo una pausa-. Y yo volví a ser un niño más, pero no tu amigo.
– Por Dios, Allan… -Rebus trataba de recordar, pero no lo conseguía. Se acordaba de un día de sol y fútbol, pero nada más-. Lo siento -dijo al fin.
A Renshaw le corrían lágrimas por las mejillas.
– Yo era de tu familia, John, y tú me trataste como a un extraño.
– Allan, créeme que no…
– ¡Vete! -gritó Renshaw conteniendo las lágrimas-. ¡Fuera de mi casa inmediatamente! -añadió levantándose bruscamente.
Rebus también se había levantado y los dos estaban frente a frente con la cabeza cómicamente agachada para no golpearse en las vigas.
– Escucha, Allan, si puedo…
Pero Renshaw le agarró del hombro intentando llevarle hacia la trampilla.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Rebus, quien, al tratar de zafarse con un gesto brusco, hizo tambalearse a su primo. Renshaw perdió pie y fue a caer a la trampilla, pero Rebus le sujetó del brazo a costa de un agudo dolor en la piel de la mano.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
– ¿No me has oído? -replicó Renshaw señalando la escalerilla.
– Muy bien, Allan. Ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo? Para eso vengo aquí, para hablar contigo y conocerte.
– Tuviste la oportunidad de conocerme -replicó Renshaw con frialdad.
Rebus, que descendía ya por la escalerilla, miró hacia arriba, pero no vio a su primo.
– ¿No vas a bajar, Allan?
En vez de obtener respuesta volvió a oír el zumbido del coche rojo que reiniciaba la carrera. Agachó la cabeza y siguió bajando. No sabía qué hacer. Se preguntaba si convendría dejar a Renshaw allí arriba. Fue al cuarto de estar y luego a la cocina. Fuera la cortacésped continuaba en el mismo sitio. En la mesa había hojas de papel impresas con ordenador de la petición de control de armas de fuego para mayor seguridad en los colegios; eran pliegos de firmas con casillas en blanco. Lo mismo había sucedido después de Dunblane: mayor severidad en las leyes y reglamentos, y ¿cuál había sido el resultado? Un aumento ilegal de armas. Rebus sabía que en Edimburgo había sitios en que se podía conseguir un arma en menos de una hora. Y en Glasgow, en diez minutos. Se podía alquilar un arma por un día como si fuese un vídeo, y si se entregaban sin usar te devolvían el dinero. Era una simple transacción comercial no muy diferente de las actividades de Johnson Pavo Real. Le vino la idea de firmar la petición, pero sabía que era un gesto inútil. Vio recortes de periódico y fotocopias de artículos sobre el tema de los efectos de la violencia recogida por los medios de comunicación, con la consiguiente reacción refleja, tal como la afirmación de que un vídeo de terror puede influir en que dos chicos maten a un niño pequeño… Miró a su alrededor para ver si Kate había dejado un número de contacto. Quería hablarle de su padre y comentarle que quizá la necesitaba más que Jack Bell. Se detuvo a los pies de la escalera unos minutos escuchando los ruidos de la buhardilla antes de buscar en el listín telefónico el número para llamar a un taxi.
– Estará ahí dentro de diez minutos -dijo la voz del teléfono. Una voz femenina.
Fue suficiente para convencerle de que había otro mundo.
Siobhan, de pie en medio del cuarto de estar, miró a su alrededor. Fue hasta la ventana y corrió las cortinas para impedir que entrara la luz del crepúsculo. Cogió del suelo una taza y un plato con restos de tostada, lo último que había comido en casa, y miró si había mensajes en el teléfono. Era viernes, lo que significaba que Toni Jackson y las otras agentes estarían esperándola, pero no tenía ganas de salir con las chicas a tontear y echar el ojo borroso por la bebida a los guapos del pub. Lavó el plato y la taza en menos de un minuto y los puso en el escurridor. Miró en la nevera; lo que había comprado con intención de invitar a Rebus seguía allí y dentro de poco vencería la fecha de caducidad. La cerró y fue al dormitorio, estiró el edredón y comprobó que tendría que lavarlo aquel fin de semana. Luego fue al cuarto de baño, se miró en el espejo y volvió al cuarto de estar para abrir la correspondencia: dos facturas y una tarjeta postal de una amiga del colegio a quien no había visto hacía un año a pesar de que vivía en Edimburgo. Estaba pasando cuatro días de vacaciones en Roma, o sea, que probablemente ya habría vuelto, a juzgar por la fecha de correos. Roma: nunca había estado.
«Fui a la agencia de viajes a ver qué vuelos tenían de un día para otro. Lo estoy pasando muy bien, hace frío, cafés, visitas culturales cuando me apetece. Un abrazo. Jackie.»
Dejó la postal en la repisa de la chimenea y trató de recordar cuándo había tenido sus últimas vacaciones. ¿Había sido la semana con sus padres o aquel fin de semana en Dublín? No, había sido una despedida de soltera de una agente que ahora esperaba su primer hijo. Miró al techo; el vecino de arriba hacía ruido, aunque no creía que fuera a posta. La verdad es que caminaba como un elefante. Se lo había encontrado en la calle al llegar a casa, quejándose de que había tenido que recoger el coche en el depósito municipal.
– Veinte minutos lo había dejado en una línea amarilla, sólo veinte minutos… Cuando volví se lo había llevado la grúa y he tenido que pagar ciento treinta libras, ¿se imagina? Estuve a punto de decirles que casi costaba más que el coche. Tendría usted que hacer algo -había dicho levantando el dedo.
Decía eso porque ella era policía y la gente pensaba que los policías menean hilos, solucionan problemas, cambian cosas.
«Tendría que hacer algo.» Y ahora le oía dando vueltas como una fiera enjaulada en el cuarto de estar. Trabajaba de contable en una empresa de seguros de George Street. No era más alto que ella, llevaba gafas de cristales pequeños rectangulares y compartía el piso con un hombre, pero le había dicho que no era gay, información que Siobhan le había agradecido.
Seguían oyéndose los fuertes pasos. Siobhan se preguntó si aquel ir y venir tendría algún propósito. ¿Estaba abriendo y cerrando cajones buscando quizás el mando a distancia? ¿O sólo se movía por moverse? Si era así, ¿qué significaba su propia quietud, escuchando impávida aquel ajetreo? Tenía una postal encima de la chimenea, una taza y un plato en el escurridor; una ventana con las cortinas corridas y con una barra horizontal que nunca se molestaba en poner. Sí, allí estaba segura. En su nido. Ahogándose.
– A la mierda -musitó volviéndose, firmemente decidida a salir.
En St Leonard no había nadie. Su intención era quemar su frustración en el gimnasio, pero lo que hizo fue comprar un refresco en la máquina de bebidas, se lo llevó al DIC y miró si tenía mensajes en la mesa. Había otra carta de su misterioso admirador:
¿ES QUE TE EXCITAN LOS GUANTES DE CUERO NEGRO?
Se referiría a Rebus, dedujo. Había una nota para que llamara a Ray Duff, pero simplemente le dijo que había examinado la primera carta.
– Malas noticias.
– ¿No hay huellas? -preguntó Siobhan.
– Más limpio que una patena. -Siobhan lanzó un suspiro-. Siento no poder ayudarte. ¿Te apetece una copa en compensación?
– Quizá más tarde.
– Muy bien. Seguramente estaré aquí una o dos horas más.
Se refería al laboratorio de la Policía Científica de Howdenhall.
– ¿Sigues trabajando en el caso de Port Edgar?
– Estoy comparando tipos de sangre para ver quién es el de quién en las manchas.
Siobhan estaba sentada en el borde de la mesa y sujetaba el teléfono entre la mejilla y el hombro para seguir mirando papeles de la bandeja de entrada, en su mayoría casos de hacía semanas de cuyos nombres ni se acordaba.
– Pues no te entretengo -dijo.
– ¿Tienes mucho trabajo, Siobhan? Pareces cansada.
– Ya sabes como es esto, Ray. A ver si nos tomamos esa copa.
– Sí, creo que los dos la necesitamos.
– Adiós, Ray -dijo ella sonriendo.
– Cuídate, Siob.
Colgó. Otra vez la llamaban Siob, sólo procuraba establecer cierta intimidad usando el diminutivo. Sin embargo, había advertido que nadie hacía lo mismo con Rebus, nunca le llamaban Jock, Johnny, Jo-Jo o JR. A él le miraban, le escuchaban, y comprendían que no le iba bien un diminutivo. Él era John Rebus. Inspector Rebus. Para sus amigos íntimos, John. Y esas personas a ella la veían como «Siob». ¿Por qué? ¿Por ser mujer? ¿No tenía ella la seriedad de Rebus, esa actitud temible? ¿O es que simplemente pretendían ganarse su afecto? ¿O al usar con ella un diminutivo parecía más vulnerable, menos estricta, menos amenazadora para ellos?
La verdad era que en aquel momento sentía menos entereza que nunca. Vio que entraba en el departamento otro policía al que llamaban por un mote, el sargento George «Hi-Ho» Silvers, quien miró como si buscase a alguien. Al verla le pareció inmediatamente haber dado con la persona que se ajustaba a sus necesidades.
– ¿Estás ocupada? -preguntó.
– ¿Tú qué crees?
– ¿Te apetece dar una vuelta en coche?
– George, sabes que no eres mi tipo.
Él replicó con un gesto de desdén.
– Ha aparecido un hombre muerto.
– ¿Dónde?
– En Gracemount, en una vía de tren abandonada. Por lo visto cayó desde el puente peatonal.
– ¿Así que es un accidente?
Como el de la freidora de Fairstone: otro accidente en Gracemount.
Silvers levantó los hombros hasta donde le permitía la ajustada chaqueta que tres años antes le venía ancha.
– Parece ser que alguien le perseguía -dijo.
– ¿Le perseguían?
Silvers volvió a encogerse de hombros.
– Eso es todo lo que sé. Ya lo veremos allí.
Siobhan asintió con la cabeza.
– ¿A qué esperamos? -dijo.
Fueron en el coche de Silvers y él le preguntó sobre el caso de South Queensferry, sobre Rebus y sobre la casa incendiada, pero Siobhan le contestó con monosílabos. Él acabó por entenderlo, puso la radio y comenzó a silbar para acompañar una melodía clásica de jazz, posiblemente la música que a él menos le gustaba.
– George, ¿tú escuchas a Mogwai?
– No lo conozco. ¿Por qué lo dices?
– No, por nada.
No había donde aparcar cerca de la vía del tren y Silvers dejó el coche junto al bordillo detrás de un coche patrulla. Había una parada de autobús y una zona de hierba. La cruzaron hasta llegar a una valla baja, casi cubierta de cardos y zarzas. De la cera salía una escalera que ascendía al paso peatonal, al que se habían asomado vecinos de las viviendas cercanas. Un policía uniformado les preguntaba si habían visto u oído algo.
– ¿Cómo demonios vamos a bajar ahí? -gruñó Silvers.
Siobhan señaló el extremo de la valla donde habían improvisado unos escalones con cajones de leche, bloques de cemento y colchones viejos doblados. Al llegar allí, Silvers echó un vistazo y dijo que él no subía. De modo que Siobhan trepó como pudo, se deslizó por la pendiente y avanzó afirmando sus pasos en el suelo blando, sintiendo el pinchazo de las ortigas en los tobillos y enganchándose los pantalones en el brezo. Había ya varias personas junto al cadáver, tendido boca abajo sobre un raíl. Reconoció caras de la comisaría de Craigmillar y al patólogo, el doctor Curt. A verla, le dirigió una sonrisa a modo de saludo.
– Menos mal que era una vía muerta. Al menos está entero -comentó.
Siobhan miró el cadáver desmadejado. Tenía una trenca abierta que dejaba ver una camisa de cuadros amplia, pantalones de pana marrón y zapatos marrones de suela gruesa de goma.
– Recibimos un par de llamadas -le dijo a Siobhan uno de los policías de Craigmillar- diciéndonos que le habían visto vagar por estas calles.
– Algo que no debe de ser tan extraño en esta zona.
– Sí, parecía buscar a alguien y llevaba una mano en el bolsillo, como si fuese armado.
– ¿Está armado?
El policía negó con la cabeza.
– Tal vez tirara el arma al verse perseguido. Pandilleros del barrio, por lo que parece.
Siobhan miró al cadáver y al puente, y viceversa.
– ¿Cree que le alcanzaron?
El policía se encogió de hombros.
– Bien, ¿sabemos quién es?
– Gracias a la tarjeta de alquiler de vídeos que llevaba en el bolsillo. Se apellida Callis, A. Callis. Están verificándolo en el listín telefónico y si no aparece, conseguiremos su dirección en el videoclub.
– ¿Callis? -repitió Siobhan frunciendo el ceño tratando de recordar de qué le sonaba aquel apellido… De pronto se acordó.
– Andy Callis -dijo casi en un susurro.
El policía les oyó.
– ¿Lo conoce?
Ella negó con la cabeza.
– Pero sé de alguien que probablemente lo conoce. Si es quien yo pienso, vive en Alnwickhall -añadió ella sacando el móvil-. Ah, otra cosa… Si es quien creo, es de los nuestros.
– ¿Es poli?
Siobhan asintió. El agente de Craigmillar aspiró aire entre dientes y miró fijamente a los curiosos del puente con otros ojos.
No estaba en casa.
Rebus había estado mirando casi una hora el cuarto de la señorita Teri. Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Como sus recuerdos. Ni siquiera recordaba con qué amigos se había encontrado en el parque el día de marras. Sin embargo, Allan Renshaw recordaba una escena de hacía más de treinta años que había permanecido indeleble en su memoria. Era curioso que las cosas imposibles de olvidar fueran las que no se quieren recordar. Jugadas del cerebro, que trae a la memoria antiguos olores y sensaciones. Se preguntaba si tal vez Allan estaba enfadado con él por el simple hecho de que era un rencor posible; porque ¿qué sentido tenía estar enfadado con Lee Herdman? Herdman no estaba allí para castigarle, mientras que Rebus había reaparecido en la vida de su primo como a propósito para convertirse en objeto de su rencor.
En el portátil apareció el salvapantallas y de la oscuridad surgieron unas estrellitas móviles. Dio a la tecla de entrar y volvió a ver el dormitorio de Teri Cotter. ¿Qué miraba? ¿Era curiosidad de mirón? Siempre le había gustado la vigilancia por la simple satisfacción de indagar en las vidas ajenas, pero se preguntaba qué placer obtenía Teri exhibiéndose gratuitamente en aquella página a las miradas ajenas. Ni existía una interacción, ni el que la observaba podía establecer contacto con ella ni ella comunicarse con quien la viera. ¿Cuál era la explicación? ¿Ansia de exhibicionismo? Tal vez igual que hacía en Cockburn Street, para que la contemplaran y a veces le agredieran. Aunque había reprochado a su madre que la vigilara, había corrido a refugiarse en su negocio cuando les atacaron los Perdidos. No acababa de hacerse una idea clara de aquella relación; claro que su propia hija había vivido con su madre en Londres durante la adolescencia y para él era un misterio. A veces su ex esposa le llamaba para quejarse de la «actitud» o el «humor» de Samantha, se desahogaba con él y luego colgaba.
Sonó el teléfono.
Era su móvil. Lo tenía enchufado para recargarlo. Lo cogió.
– Diga.
– Te he estado llamando al teléfono fijo -era la voz de Siobhan- pero comunicaba.
Rebus miró al portátil que ocupaba la línea telefónica.
– ¿Qué sucede? -dijo.
– Se trata de ese amigo tuyo a quien fuiste a visitar el día que nos encontramos…
Por los ruidos, Rebus pensó que le llamaba con el móvil desde la calle.
– ¿Andy? -preguntó-. ¿Andy Callis?
– ¿Puedes describírmelo?
Rebus se quedó paralizado.
– ¿Qué ha sucedido?
– Escucha, a lo mejor no es él.
– ¿Dónde estás?
– Descríbemelo; así no tendrás que venir aquí inútilmente.
Rebus cerró los ojos con fuerza y vio a Andy Callis en su cuarto de estar con las piernas encima de la mesa frente al televisor.
– Tiene cuarenta y pico años, pelo castaño oscuro, casi un metro ochenta de estatura y pesará unos setenta y seis kilos.
Siobhan guardó silencio un instante.
– Quizá será mejor que vengas -dijo.
Rebus empezó a mirar dónde tenía la chaqueta, pero vio el brillo de la pantalla del ordenador y lo desconectó.
– ¿Dónde estás? -preguntó.
– ¿Cómo vas a venir?
– Eso no importa -respondió buscando las llaves del coche-. Dame la dirección.
Siobhan, al lado de la acera, le vio echar el freno de mano y bajar del vehículo.
– ¿Qué tal las manos? -preguntó.
– Bastante bien antes de coger el coche.
– ¿Has tomado el analgésico?
Rebus negó con la cabeza.
– No me hace falta -respondió mirando el lugar.
A unos cien metros estaba la parada de autobús donde se había detenido el taxi el día que vio a los Perdidos. Echaron a andar hacia el puente.
– Estuvo rondando un par de horas por esta zona -dijo Siobhan-. Dos o tres personas aseguran que le vieron.
– ¿Y no hicimos nada?
– No había ningún coche patrulla disponible.
– Si hubiera acudido alguno, quizá no habría muerto -replicó Rebus tajante.
Ella asintió despacio con la cabeza.
– Una vecina oyó voces y cree que le perseguía una pandilla.
– ¿Vio a alguien?
Siobhan negó con la cabeza. Habían llegado al puente, del que los curiosos comenzaban a alejarse. Habían tapado ya el cadáver con una manta, y lo habían colocado en una camilla, a la que habían atado una cuerda para subirla por el terraplén. Un furgón funerario aguardaba aparcado junto a la valla donde Silvers charlaba con el conductor fumando un cigarrillo.
– Hemos comprobado en el listín telefónico todos los apellidados Callis y no aparece -les dijo a Rebus y a Siobhan.
– No figura -contestó Rebus-. Lo mismo que tú y yo, George.
– ¿Estás seguro de que es el mismo Callis? -insistió Silvers.
Se oyeron unos gritos abajo en la vía y el conductor tiró el cigarrillo para agarrar con fuerza la cuerda. Silvers siguió fumando sin ayudarle hasta que el hombre se lo pidió. Rebus mantuvo las manos en los bolsillos: le ardían.
– ¡Tirad! -gritaron desde abajo, y en pocos minutos la camilla había pasado por encima de la valla.
Rebus se acercó y le destapó el rostro. Lo miró y observó la expresión de paz de Callis.
– Sí, es él -dijo apartándose para que lo metieran en la furgoneta. Ayudado por el policía de Craigmillar, el doctor Curt llegó a lo alto del terraplén. Jadeante, superó a duras penas los improvisados escalones de cajas y cuando se acercó otro policía a ayudarle farfulló sin aliento que no hacía falta.
– Es él, según el inspector Rebus -les dijo Silvers.
– ¿Andy Callis? ¿El de la Patrulla de Respuesta Armada? -preguntó alguien.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Hay testigos? -inquirió un policía de Craigmillar.
– Los vecinos oyeron voces pero nadie ha visto nada -contestó un agente.
– ¿Es un suicidio? -preguntó otro.
– O trataba de huir -añadió Siobhan, advirtiendo que Rebus no decía nada, a pesar de que él conocía mejor que nadie a Callis.
Quizá, precisamente…
Vieron cómo la furgoneta de la funeraria avanzaba dando tumbos sobre el terreno desigual para salir a la carretera. Silvers le preguntó a Siobhan si volvía a St Leonard, ella miró a Rebus y negó con la cabeza.
– Me llevará John -dijo.
– Como quieras. De todos modos, creo que del caso va a encargarse Craigmillar.
Ella asintió con la cabeza, esperando a que Silvers se fuese. Cuando estuvo a solas con Rebus dijo:
– ¿Te encuentras bien?
– No puedo dejar de pensar en ese coche patrulla que no llegó.
– ¿Y? -Rebus la miró-. Hay algo más, ¿no?
Finalmente él asintió con la cabeza.
– ¿Me lo dices? -añadió ella.
Rebus continuó asintiendo con la cabeza y cuando echó a andar Siobhan le siguió hacia el puente y cruzaron por la hierba hasta donde tenía el Saab. No había cenado. Abrió la portezuela pero cambió de idea y le pasó a Siobhan las llaves.
– Conduce tú; yo no sé si podré -dijo.
– ¿Adónde vamos?
– A dar una vuelta, a ver si hay suerte y acabamos en el País de Nunca Jamás.
Ella tardó un instante en establecer la relación.
– ¿Los Perdidos? -preguntó.
Él asintió con la cabeza y dio la vuelta al coche para ocupar el otro asiento.
– ¿Y mientras me cuentas la historia?
Se lo contó.
Resultaba que Andy Callis y su compañero de patrulla recibieron una llamada para que acudieran a una discoteca de Market Street, detrás de la estación de Waverley. Era un local muy concurrido en el que la gente hacía cola para entrar. Un cliente que estaba en la cola les había llamado para denunciar que había un individuo con una pistola. Dio una descripción vaga: menos de veinte años, parka verde, acompañado de otros tres. No estaba haciendo cola para entrar a la discoteca, sólo pasaba por allí y, en un momento dado, había abierto la parka para enseñar el arma que llevaba en la cintura.
– Cuando Andy llegó al lugar -añadió Rebus- no había rastro de él. Había seguido hacia New Street. Andy y su compañero fueron hasta allí. Llamaron a Jefatura y les dieron autorización para quitar el seguro de sus armas… que tenían preparadas. Llevaban puesto el chaleco antibalas. Los de refuerzos estaban listos, por si acaso. ¿Conoces el lugar en que el tren pasa por encima de New Street?
– ¿En Calton Road?
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí, esas arcadas de piedra. Es un puente con poca iluminación. No llegan las luces de la calle.
Siobhan se volvió para asentir con la cabeza; sabía que era un lugar lóbrego.
– Allí hay muchos rincones y recodos -prosiguió Rebus- y al compañero de Andy le pareció ver algo en la oscuridad. Detuvieron el coche y bajaron. Vieron a cuatro chicos, probablemente los mismos de la discoteca. Se metieron a cierta distancia, les preguntaron si llevaban armas de fuego. Les ordenaron dejar en el suelo cuanto tuvieran encima. Tal como Andy me explicó, eran como sombras que no dejaban de moverse… -Recostó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos-. Y no supo muy bien si lo que vio era una sombra o alguien de carne y hueso. Estaba cogiendo la linterna del cinturón cuando le pareció ver un movimiento, el gesto de un brazo estirado apuntando con algo. Y él levantó el arma sin seguro…
– ¿Y qué sucedió?
– Algo cayó al suelo: una pistola. Una réplica, como se comprobó después. Pero ya era demasiado tarde.
– ¿Había disparado?
Rebus asintió con la cabeza.
– No le dio a nadie. Disparó al suelo. Fue un incidente que no habría tenido mayores consecuencias.
– Pero no quedó así.
– No. -Rebus hizo una pausa-. Se abrió una investigación como se hace siempre cuando se dispara un arma. El compañero declaró a favor de Andy, pero él sabía que lo hacía sin convicción. Empezó a dudar de sí mismo.
– ¿Y el chico de la pistola?
– Eran cuatro y ninguno que la llevara. Tres vestían parkas y el cliente de la cola de la discoteca no identificó al de la pistola.
– ¿Eran los Perdidos?
Rebus asintió con la cabeza.
– Así los llamaban en el vecindario. Son los que viste en Cockburn Street. Su jefecillo, que se llama Rab Fisher, acabó ante los tribunales por llevar una pistola falsa, pero se dio carpetazo al caso y entretanto Andy no paró de darle vueltas a la cabeza, tratando de discernir si verdaderamente…
– ¿Y éste es el territorio de los Perdidos? -preguntó Siobhan mirando por la ventanilla.
Rebus asintió y ella guardó silencio pensativa, antes de preguntar:
– ¿De dónde procedía el arma?
– Supongo que de Johnson Pavo Real.
– ¿Por eso quisiste hablar con él cuando le trajeron a St Leonard?
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Y ahora quieres hablar con los Perdidos?
– Pero deben de haberse ido a dormir -dijo él volviendo la cabeza para mirar por la ventanilla.
– ¿Tú crees que Callis vino aquí expresamente?
– Tal vez.
– ¿Para encararse con ellos?
– Esos pandilleros salieron impunes del asunto, Siobhan, y eso a Andy le atormentaba.
Siobhan reflexionó un instante.
– ¿Por qué no informamos de todo esto en Craigmillar?
– Ya se lo diré. -Notó que ella le miraba-. Te lo juro.
– Pudo ser un accidente. Esa vía muerta le parecería un buen lugar para darles esquinazo.
– Quizás.
– Nadie vio nada.
– Vamos, suéltalo -dijo él volviéndose hacia ella.
Siobhan lanzó un suspiro.
– Es que veo que te obcecas de tal manera en defender las causas de los demás…
– ¿Hago eso?
– A veces sí.
– Bueno, pues siento que te moleste.
– No me molesta, pero a veces…
Pero se tragó lo que iba a decir.
– ¿A veces, qué? -insistió Rebus.
Ella negó con la cabeza, expulsó aire, enderezó la espalda y movió el cuello.
– Gracias a Dios que ya es fin de semana. ¿Tienes algún plan? -preguntó.
– A lo mejor voy a hacer montañismo… o a levantar pesas al gimnasio.
– ¿Es un rastro de sarcasmo?
– Sólo un rastro -replicó Rebus, que acababa de ver algo-. Ve más despacio -añadió al tiempo que miraba por la ventanilla trasera-. Da marcha atrás.
Siobhan hizo lo que le decía y entraron en una calle de casas bajas donde, en medio de la calzada, había un carrito de supermercado abandonado. Rebus miró hacia un callejón entre dos casas. Era uno… no, eran dos. Sólo siluetas, tan pegadas una a otra que parecía una sola persona. Y en ese momento comprendió de qué se trataba.
– Es el clásico polvo en la oscuridad -dijo Siobhan-. ¿Quién dijo que el romanticismo había muerto?
Un rostro se volvió hacia el coche al oír el rumor del ralentí y una voz masculina exclamó:
– ¿Qué, tío, te gusta? Mejor que lo que te dan en casa, ¿a que sí?
– Arranca -dijo Rebus.
Siobhan arrancó.
Acabaron en St Leonard porque Siobhan, sin más explicaciones, dijo que tenía allí el coche. Rebus dijo que él podía conducir hasta su casa. Arden Street estaba a cinco minutos. Pero cuando aparcó delante del edificio, las manos le ardían. Se puso más crema en el cuarto de baño y tomó un par de analgésicos con la esperanza de dormir unas horas. Un whisky le ayudaría; se sirvió una buena medida y se sentó en el cuarto de estar. El portátil se había apagado y no se molestó en encenderlo. Tenía en la mesa datos sobre las SAS junto con la copia del expediente de Herdman, y se quedó allí mirándolo.
«¿Qué, tío, te gusta?»
«Mejor que lo que te dan en casa.»
«¿Te gusta…?»