SEGUNDO DÍA . Miércoles

Capítulo 4

Había veces en que Rebus habría jurado que olía el perfume de su esposa en la fría almohada. Era imposible. Tras veinte años de separación, ni siquiera había dormido o había apoyado la cabeza en la almohada. Otros perfumes, otras mujeres. Sabía que era una fantasía, pura imaginación. Lo que olía era su ausencia.

– ¿En qué piensas? -dijo Siobhan cambiando de carril en un intento desesperado por adelantar lo que pudiese en medio del atasco de la hora punta matinal.

– Estaba pensando en almohadas -contestó Rebus que sostenía entre las manos un vaso de café.

Siobhan había traído para los dos.

– Qué bonitos guantes -comentó Siobhan, y desde luego no era la primera vez-. Perfectos para esta época del año.

– Te advierto que puedo cambiar de chófer.

– ¿Y quién te iba a traer el desayuno?

Siobhan pisó a fondo el acelerador en el momento en que el semáforo cambiaba de ámbar a rojo y Rebus sujetó el vaso a duras penas.

– ¿Qué es esa música? -preguntó mirando el reproductor de compactos del coche.

– Fatboy Slim. Pensé que serviría para despertarte.

– ¿Por qué le dice a Jimmy Boyle que no se vaya de Estados Unidos?

Siobhan sonrió.

– Debes de haberlo entendido mal. Si quieres pongo algo más suave. ¿Qué te parece Tempus?

– Adelante, ¿por qué no? -replicó Rebus.

La vivienda de Lee Herdman era un apartamento de un solo dormitorio encima de un bar en la calle principal de South Queensferry. El portal estaba al final de un sombrío pasadizo con un techo abovedado de piedra. Un agente de policía custodiaba la puerta principal y comprobaba el nombre de los vecinos en una lista que sujetaba en la carpeta portapapeles. Era Brendan Innes.

– ¿Cuántos turnos le hacen trabajar? -preguntó Rebus.

– Quedo libre dentro de una hora -contestó Innes mirando el reloj.

– ¿Alguna novedad?

– Sólo gente que iba a su trabajo.

– ¿Cuántas viviendas hay aparte de la de Herdman?

– Dos más. En una vive un profesor con su novia y un mecánico de coches en la otra.

– ¿Un profesor? -inquirió Siobhan.

Innes negó con la cabeza.

– No tiene nada que ver con Port Edgar. Da clases en una escuela de primaria y la novia es dependienta.

Rebus sabía que habrían interrogado a los vecinos. Las notas estarían en alguna parte.

– ¿Ha hablado con todos los vecinos? -preguntó.

– A medida que entraban y salían.

– ¿Qué han dicho?

Innes se encogió de hombros.

– Lo de siempre: que era un hombre bastante tranquilo y que parecía una buena persona.

– ¿«Bastante» tranquilo, no tranquilo sin más?

Innes asintió con la cabeza.

– Por lo visto algunas noches el señor Herdman recibía a amigos hasta altas horas.

– ¿Tantas como para irritar a los vecinos?

Innes volvió a encogerse de hombros y Rebus se volvió hacia Siobhan.

– ¿Tenemos una lista de sus amistades? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– Aunque seguramente incompleta -dijo.

– Querrán esto -dijo Innes tendiéndoles una llave que Siobhan cogió.

– ¿Está muy revuelto el piso? -preguntó Rebus.

– Los que hicieron el registro sabían que él no iba a volver -contestó Innes con una sonrisa, bajando la vista para apuntar sus nombres en la lista.

El portal era estrecho y en el buzón no había cartas. Subieron dos tramos de escalones de piedra hasta el primer descansillo, en el que había dos puertas; en el segundo vieron sólo una sin letrero con el nombre del inquilino. Siobhan abrió y entraron.

– Cuántas cerraduras -comentó Rebus observando los dos cerrojos interiores-. A Herdman le preocupaba la seguridad.

No era posible saber el desorden existente antes del registro de los hombres de Hogan. Rebus se abrió paso entre la ropa, los periódicos, los libros y los diversos objetos que llenaban el suelo. La vivienda era la antigua buhardilla de la casa y las habitaciones resultaban claustrofóbicas. Rebus tenía el techo a menos de medio metro de la cabeza. Las ventanas eran pequeñas y estaban sucias. Sólo había un dormitorio: cama de matrimonio, armario y cómoda. En el suelo un televisor portátil en blanco y negro y a su lado una botella de Bell’s vacía. La cocina tenía suelo de linóleo grasiento y la mesa plegable dejaba espacio justo para entrar. El cuartito de baño olía a humedad y los dos armarios del pasillo habían sido vaciados y reordenados a toda prisa por los hombres de Hogan. Sólo quedaba el cuarto de estar, donde volvió Rebus.

– Acogedor, ¿no crees? -comentó Siobhan.

– En jerga de agencias de alquiler, sí -dijo Rebus cogiendo un par de compactos de Linkin Park y Sepultura-. Le gustaba el heavy metal -comentó volviéndolos a dejar.

– Y también las SAS -añadió Siobhan tendiendo unos libros a Rebus.

Eran historias del regimiento, libros sobre las guerras en las que había intervenido y relatos de supervivencia de sus comandos. Siobhan señaló con la cabeza un escritorio y Rebus vio lo que le señalaba: un álbum con más recortes. También eran de asuntos militares. Artículos enteros en los que se analizaba una aparente pauta: soldados americanos de comportamiento heroico que asesinaban a sus esposas. También había recortes sobre suicidios y desapariciones y una titulada «Falta de espacio en el cementerio de las SAS», que llamó particularmente la atención de Rebus. Conocía a hombres que habían sido enterrados en una sección aparte del camposanto de la iglesia de St Martin, cerca del antiguo cuartel general del regimiento. Actualmente, se había trasladado el cementerio a Credenhill, cerca del nuevo cuartel. El artículo hablaba de la muerte de dos miembros de las SAS que habían perecido en «una operación de entrenamiento en Omán», lo que podía significar tanto un desastre como que hubieran sido asesinados durante una misión secreta.

Siobhan inspeccionó una bolsa de supermercado y Rebus oyó tintineo de botellas.

– Era un buen anfitrión -comentó ella.

– ¿Vino o licores?

– Tequila y vino tinto.

– A juzgar por la botella vacía del dormitorio, a Herdman le iba el whisky.

– Por eso digo que era un buen anfitrión -replicó Siobhan sacando del bolsillo un papel que desdobló-. Aquí dice que los de la Científica recogieron restos de porros y de algo que parecía cocaína. Se incautaron también del ordenador y cogieron unas fotos del armario ropero.

– ¿Qué clase de fotos?

– Armas. Un poco fetichista, parece, ¿no? Tener esa clase de fotos en la puerta del armario…

– ¿Qué clase de armas?

– No lo dice.

– ¿Cuál era la que él utilizó?

Siobhan consultó el informe.

– Una Brocock de aire comprimido. Para ser exactos, una Magnum ME38.

– O sea, como un revólver.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Se puede comprar en el comercio por algo más de cien libras. Accionada por cilindro de gas.

– ¿La de Herdman estaba manipulada, verdad?

– Tenía la cámara revestida de acero para poder utilizar munición real del veintidós. Otra opción es brocar el cañón para adaptarlo al calibre treinta y ocho.

– ¿Utilizó munición del veintidós? -Siobhan asintió de nuevo-. Alguien tuvo que hacer el trabajo.

– O él mismo. No me extrañaría que supiera.

– En primer lugar, ¿sabemos de dónde sacó el arma?

– Supongo que, como ex soldado, tendría sus contactos.

– Podría ser -dijo Rebus pensando en la década de 1960 y 1970, cuando armas y explosivos procedentes de las bases del Ejército circulaban por todas partes, sobre todo en manos de las dos facciones de Irlanda del Norte. Recordó los disturbios y que muchos soldados conservaban un «recuerdo» en alguna parte, algunos sabían dónde se podían comprar y vender armas sin que nadie hiciera preguntas.

– Por cierto -dijo Siobhan-. Tenía «armas», en plural.

– ¿Llevaba más de una?

Ella negó con la cabeza.

– Se encontró en un registro en el cobertizo de la lancha -añadió consultando el informe-. Un Mac 10.

– Ésa es una señora arma.

– ¿La conoces?

– Un subfusil Ingram Mac 10… americano. Mil disparos por minuto. No se compra en una tienda.

– Los del laboratorio creen que en su día lo habían desactivado, lo que quiere decir exactamente que es posible hacerlo.

– ¿También lo había manipulado?

– O lo compró ya manipulado.

– Gracias a Dios que no fue con ésa al colegio. Habría habido una matanza.

Guardaron silencio pensativos y siguieron registrando.

– Mira qué interesante -dijo Siobhan enseñándole un libro-. Es la historia de un soldado que se volvió loco e intentó matar a su novia. -Siobhan leyó la solapa-. Y después se mató arrojándose desde un avión… Por lo visto es una historia real.

De entre las páginas cayó una foto. Siobhan la recogió y le dio la vuelta para que la viera Rebus.

– No me digas que es ella otra vez.

Lo era: Teri Cotter, en una instantánea reciente. Estaba en la calle con otros amigos en los márgenes del encuadre, tal vez en Edimburgo. Parecía estar sentada en la acera y llevaba casi el mismo atuendo que cuando fumó con él el cigarrillo a medias. En la imagen sacaba la lengua al fotógrafo.

– Estaba contenta -comentó Siobhan.

Rebus examinó la foto antes de darle la vuelta, pero el reverso estaba en blanco.

– Me dijo que conocía a los chicos asesinados, pero no pensé que conociera al asesino.

– ¿Y la teoría de Kate Renshaw de que Herdman podría estar relacionado con los Cotter?

Rebus se encogió de hombros.

– Valdría la pena mirar la cuenta bancaria de Herdman a ver si aparecen ingresos sospechosos. -Oyó cerrarse una puerta en el piso de abajo-. Ha vuelto uno de los vecinos. ¿Vamos a ver?

Siobhan asintió y salieron del piso asegurándose de que quedaba bien cerrado. En el rellano inferior, Rebus arrimó primero el oído a una puerta y luego a la otra. Siobhan llamó a la segunda con los nudillos y cuando abrieron ya tenía preparada la credencial.

– Soy la sargento Clarke y éste es el inspector Rebus -dijo-. ¿Podemos hacerle unas preguntas?

La joven miró primero a uno y luego a otro.

– Ye hemos explicado a los otros policías lo que sabemos.

– Lo cual le agradecemos, señorita -terció Rebus, advirtiendo que ella clavaba la mirada en los guantes-. Usted vive aquí, ¿verdad?

– Sí.

– Tenemos entendido que se llevaba bien con el señor Herdman, a pesar de que a veces era ruidoso.

– Sólo cuando recibía amigos. Pero no tenía importancia; nosotros a veces también hacemos ruido.

– ¿También le gusta el heavy metal?

Ella arrugó la nariz.

– Robbie es más de mi gusto -contestó.

– Se refiere a Robbie Williams -dijo Siobhan.

– Lo he escuchado alguna vez -replicó Rebus con desdén.

– Menos mal que sólo ponía ese tipo de música en las fiestas.

– ¿La invitó a usted alguna vez?

La joven negó con la cabeza.

– Enseña a la señorita… -dijo Rebus a Siobhan, pero se interrumpió, sonrió y preguntó-: Perdone, ¿cómo se llama?

– Hazel Sinclair.

Rebus asintió con la cabeza.

– Sargento Clarke, ¿quiere enseñar a la señorita Sinclair…?

Pero Siobhan ya había sacado la foto, que mostró a la joven.

– Es la señorita Teri -dijo ella.

– Ah, ¿la conoce?

– Naturalmente. Parece recién salida de La familia Adams. La veo muchas veces por la calle principal.

– ¿Y por aquí la ha visto?

– ¿Por aquí? -La joven reflexionó y negó con la cabeza-. Yo siempre he pensado que él era gay.

– Herdman tenía hijos -dijo Siobhan recogiendo la foto.

– Eso no quiere decir nada, ¿no cree? Hay muchos casados. Y él estuvo en el Ejército; allí seguro que hay muchos gays.

Siobhan apenas contuvo una sonrisa y Rebus cambió el peso de un pie a otro.

– Además -añadió Hazel Sinclair-, por la escalera sólo subían y bajaban gays. Jovencitos -añadió tras una pausa efectista.

– ¿Había alguno parecido a Robbie?

La joven negó teatralmente con la cabeza.

– Comería en su culo como si fuera en mi mesa todos los días.

– Bueno, trataremos de no incluir eso en el informe -comentó Rebus sin perder la compostura mientras ellas dos soltaban una carcajada.


* * *

En el coche, de camino al puerto deportivo Port Edgar, Rebus examinó unas fotos de Lee Herdman, en su mayor parte fotocopias de periódicos. Era un tipo alto y nervudo con pelo rizado gris y arrugas en la cara y en torno a los ojos. Un tipo bronceado, o más bien curtido por la intemperie. Miró afuera y vio que las nubes cubrían el cielo como una sábana sucia. Eran fotos tomadas al aire libre: Herdman trabajando en la lancha o zarpando rumbo al estuario. En una de ellas saludaba con la mano y con una gran sonrisa a alguien en tierra, como si fuese el hombre más feliz del mundo. Rebus no encontraba la gracia a navegar; a él le parecía que tenía bastante encanto contemplar barcos en la lejanía desde algún pub del paseo marítimo.

– ¿Has ido en barco alguna vez? -preguntó a Siobhan.

– En transbordador, varias veces.

– Me refería a ir en yate, a cazar la botavara y todo eso.

– ¿Eso es lo que se hace con la botavara? -replicó ella mirándole.

– Y yo qué diablos sé -contestó Rebus alzando la vista.

Pasaban por debajo del puente y se atisbaba ya el pequeño puerto deportivo al final de una carretera estrecha, más allá de los enormes puntales de hormigón que elevaban el puente hacia el cielo. Aquello sí que era objeto de admiración para Rebus; el ingenio, no la naturaleza. Se decía a menudo que los mayores logros del hombre eran producto de su lucha contra la naturaleza: la naturaleza plantea los problemas y los seres humanos los resuelven.

– Ya estamos -dijo Siobhan cruzando una verja abierta.

El pequeño puerto constaba de una serie de instalaciones, unas más desvencijadas que otras, y tenía dos embarcaderos que se adentraban en el estuario del Forth. En uno de ellos vieron amarrados varias decenas de barcos. Cruzaron por delante de la oficina y de un edificio con el letrero de «Consigna del contramaestre» y aparcaron junto a la cafetería.

– Según el informe, hay un club náutico, un taller de velas y otro para arreglar aparatos de radar -dijo Siobhan mientras bajaba del coche y se dirigía hacia la otra portezuela, pero Rebus se le anticipó y logró abrirla.

– ¿Has visto? -dijo-. Todavía no estoy para el desguace.

Pero bajo los guantes sintió punzadas en los dedos. Se estiró y miró a su alrededor. Tenían el puente sobre sus cabezas y sin embargo el zumbido de los coches no se oía tan fuerte como él esperaba, llegaba casi amortiguado por aquel otro ruido metálico procedente de los barcos. Tal vez de las botavaras…

– ¿Quién es el propietario del puerto? -preguntó.

– En el letrero de la entrada me ha parecido leer Servicio de Deportes, Edimburgo.

– O sea, que es del ayuntamiento. Lo que significa que técnicamente es tuyo y mío.

– Técnicamente -asintió Siobhan. Examinaba con atención un plano dibujado a mano-. El cobertizo de Herdman queda a la derecha, después de los servicios -dijo señalando hacia un punto-. Allí, creo.

– Muy bien, allá voy -dijo Rebus señalando con la cabeza la cafetería-. Pide café para llevar, que no esté muy caliente, y te reúnes conmigo.

– ¿Que no escalde, quieres decir? -añadió ella dirigiéndose a la escalinata-. ¿Seguro que te las arreglas solo?

Rebus se quedó junto al coche mientras ella entraba. Se oyó un chirrido cuando cerró la puerta. Él sacó tranquilamente del bolsillo cigarrillos y encendedor, abrió la cajetilla y cogió un pitillo con los dientes. Era mucho más fácil utilizar el encendedor que las cerillas, a resguardo del viento. Recostado en el coche, saboreó el humo hasta que Siobhan volvió.

– Ten -dijo tendiéndole el vaso de plástico lleno a medias-. Con mucha leche.

– Gracias -dijo él mirando el líquido gris claro.

Echaron a andar y doblaron un par de esquinas sin ver un alma, a pesar de la media docena de coches aparcados donde habían dejado el suyo.

– Es allí -dijo ella señalando un lugar más cercano al puente.

Rebus advirtió que uno de los embarcaderos era un pantalán de madera con amarres.

– Debe de ser éste -añadió Siobhan tirando el vaso medio vacío en una papelera.

Rebus hizo lo mismo a pesar de que apenas había dado dos sorbos al tibio brebaje lechoso. Si aquello tenía cafeína él no lo había notado. Gracias a Dios que tenía la nicotina.

El cobertizo hacía honor a su nombre, aunque era amplio. Tendría unos siete metros de ancho y estaba construido con una mezcla de planchas de madera y metal ondulado. Vieron dos cadenas en el suelo, prueba de que la Policía había entrado cortándolas con alicates. Las habían remplazado con cinta adhesiva azul y blanca, y habían colocado un anuncio oficial en la puerta prohibiendo la entrada. Un letrero escrito a mano rezaba: ESQUÍ Y LANCHA, PROP. L. HERDMAN.

– Un cartel con garra -comentó Rebus mientras Siobhan quitaba la cinta y abría la puerta.

– Dice justamente lo que es -añadió Siobhan.

Allí era donde Herdman tenía su negocio, enseñaba a navegantes novatos y daba sustos de muerte a los clientes de esquí acuático. Rebus vio una lancha neumática de unos siete metros enganchada a un remolque que tenía las ruedas algo desinfladas. Había un par de fuera bordas también enganchados a remolques con motores relucientes, y una moto acuática no menos nueva. Estaba todo excesivamente ordenado, como cuidado por alguien obsesionado por la limpieza, y no faltaba un banco de trabajo con sus herramientas perfectamente colocadas encima, colgadas en la pared. De no ser por un trapo manchado de aceite, prueba de que allí se efectuaban trabajos de mecánica, el visitante desprevenido habría pensado que aquel cobertizo era una dependencia museística del puerto deportivo.

– ¿Dónde encontraron el arma? -preguntó Rebus cruzando la puerta.

– En ese armarito, debajo del banco de trabajo.

Rebus miró y vio que en el suelo había un candado limpiamente cortado. El armario estaba abierto y dentro había una serie de taladros y llaves para tuercas.

– Supongo que no encontraremos gran cosa -dijo Siobhan.

– Seguramente no -añadió Rebus.

Pero no por ello disminuía su interés y su curiosidad por ver lo que aquel lugar podía revelarle sobre Lee Herdman; de momento, el detalle de que Herdman era un trabajador minucioso que lo dejaba todo limpio. A juzgar por su piso, no era tan detallista en su vida íntima pero, desde luego, profesionalmente, era concienzudo. Lo que encajaba con su pasado en el Ejército, donde, por muy descuidada que sea tu vida, no dejas que influya en el servicio. Rebus había conocido militares cuyo matrimonio se estaba derrumbando y sin embargo mantenían impecable su arma, quizá porque, como decía un sargento mayor, «el Ejército es, con mucho, lo mejor».

– ¿Tú qué crees? -preguntó Siobhan.

– Se diría que esperaba una visita de inspección del Ministerio de Higiene.

– Me da la impresión de que las barcas valen más que su piso.

– Ya lo creo.

– Signo de doble personalidad.

– ¿Ah, sí?

– Vida íntima caótica y todo lo contrario en el trabajo. Un piso barato con cuatro trastos y lanchas caras…

– Cháchara de psiquiatra aficionada -restalló una voz a sus espaldas.

Procedía de una mujer robusta de unos cincuenta años peinada con moño y con el pelo tan estirado hacia atrás que parecía una prolongación del rostro. Vestía traje sastre negro, zapatos negros sencillos, blusa color caqui y un collarcito de perlas. Del hombro le colgaba una mochila de cuero. La acompañaba un hombre alto y fornido que tendría la mitad de sus años, con el pelo negro cortado a cepillo y que permaneció quieto con los brazos caídos y las manos juntas. Vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata azul.

– Usted debe de ser el inspector Rebus -dijo la mujer adelantándose enérgicamente dispuesta a darle la mano e imperturbable cuando Rebus no correspondió a su gesto. Bajó un poco la voz-. Me llamo Whiteread y éste es Simms -dijo clavando la mirada en Rebus-. Por lo que me comentó el inspector Hogan, imagino que vienen del piso…

No entendieron lo que dijo a continuación porque entró bruscamente en el cobertizo esquivando a Rebus, y dio una vuelta alrededor de la lancha neumática examinándola con ojos expertos.

«Tiene acento inglés», pensó Rebus.

– Yo soy la sargento Clarke -saltó Siobhan.

Whiteread la miró fijamente y le dirigió una fugaz sonrisa.

– Sí, claro -dijo.

Mientras, Simms había entrado y repetido su nombre a guisa de presentación y, volviéndose hacia Siobhan, repitió el proceso acompañándolo de un apretón de manos. Tenía también acento inglés y voz inexpresiva, su cortesía era pura formalidad.

– ¿Dónde encontraron el arma? -preguntó Whiteread y, al advertir en ese momento el candado cortado, asintió con la cabeza respondiendo a su propia pregunta, se acercó al armario y se acuclilló ágilmente, remangándose la falda por encima de las rodillas.

– Subfusil Mac 10. Un modelo conocido porque se atasca mucho -dijo levantándose y estirándose la falda.

– Mejor que muchos equipos del Ejército -comentó Simms, que después de presentarse se había situado entre Rebus y Siobhan, muy estirado, con las piernas levemente separadas y las manos juntas delante del cuerpo.

– ¿Les importaría mostrarnos su identificación? -dijo Rebus.

– El inspector Hogan sabe que estamos aquí -contestó Whiteread displicente.

Estaba examinando el banco de trabajo. Rebus se acercó a ella lentamente.

– Le he dicho que me muestre su identificación -dijo.

– Lo he oído perfectamente -replicó ella, desviando su atención hacia una pequeña oficina situada en la parte posterior del cobertizo. Fue hasta el cuarto con Rebus pegado a sus talones.

– Salga de aquí -dijo él-. Lárguese inmediatamente.

Ella no respondió. En la oficina había también un enorme candado que había sido forzado. La puerta estaba cerrada y precintada con cinta de la Policía.

– Además, su compañero ha utilizado la palabra «equipo» -insistió Rebus mientras ella desprecintaba la puerta y miraba en el interior de la oficina.

Era un pequeño despacho con una mesa, una silla y un archivador y, en una estantería, un aparato que debía de ser una radio emisora y receptora. No se veía ningún ordenador, fotocopiadora ni fax. Los cajones de la mesa estaban abiertos y revueltos. Whiteread cogió un montón de papeles y comenzó a hojearlos.

– Ustedes son militares -dijo Rebus rompiendo el silencio-. Aunque vayan de paisano se nota que son militares. Que yo sepa, en las SAS no hay mujeres; así que ¿qué puede ser usted?

– Alguien que puede ayudar -replicó ella volviendo enérgicamente la cabeza hacia él.

– Ayudar, ¿en qué?

– En un asunto como éste -respondió ella volviendo a interesarse en los papeles-. Para que no vuelva a suceder.

Rebus la miró. Siobhan y Simms seguían junto a la puerta.

– Siobhan, llama a Bobby Hogan de mi parte. Quiero que me diga qué sabe de estos dos.

– Sabe que hemos venido -dijo Whiteread sin levantar la cabeza-. Incluso me dijo que tal vez nos encontrásemos con usted. ¿Cómo sabía si no su nombre?

– Llámale -repitió Rebus a Siobhan, que tenía el móvil en la mano.

Whiteread volvió a meter los papeles en un cajón y lo cerró.

– Usted no llegó a ingresar en el regimiento, ¿verdad, inspector Rebus? -dijo Whiteread volviéndose despacio hacia él-. Por lo que me han dicho, no pudo con el entrenamiento.

– ¿Por qué no va de uniforme? -replicó Rebus.

– Porque a algunos les impresiona -contestó Whiteread.

– ¿Sólo por eso? ¿No será que quieren evitar publicidad negativa? -dijo Rebus con una sonrisa despectiva-. No está nada bien que uno de los suyos cometa una barbaridad, ¿verdad? Y lo que menos les interesa es que se sepa que perteneció al regimiento.

– Lo hecho, hecho está. Si podemos evitar que vuelva a ocurrir, tanto mejor -replicó ella. Hizo una pausa y se puso frente a él. Era treinta centímetros más baja pero su igual por lo demás-. ¿Qué inconveniente ve en ello? -añadió devolviéndole la sonrisa. Si la de Rebus había sido fría, la de ella fue de hielo-. Usted se vino abajo y no lo logró. Aunque no tiene por qué frustrarle, inspector Rebus.

A Rebus le pareció entender «frustrado» en vez de «frustrarle». Quizá fuera su acento o tal vez hubiera intentado un juego de palabras.

Siobhan había establecido comunicación pero Hogan tardaba en ponerse al habla.

– Deberíamos echar un vistazo a la lancha -dijo Whiteread a su compañero, pasando entre Rebus y la puerta.

– Ahí hay una escalera -dijo Simms.

Rebus trató de identificar su acento: Lancashire o Yorkshire quizás. Del de Whiteread no estaba seguro; le parecía de los Home Counties del sur de Inglaterra o algo así, una especie de inglés genérico como el de los colegios elegantes. Además, también advirtió que Simms no parecía a gusto en su atuendo ni en su papel. Quizás hubiera por medio un conflicto de clases o fuese la primera vez que se encontraba en una situación como aquélla.

– Por cierto, yo me llamo John -dijo Rebus dirigiéndose a él-. ¿Y usted?

Simms miró a Whiteread, quien exclamó:

– ¡Vamos, díselo!

– Gav… Gavin.

– ¿Gav para los amigos y Gavin en la faena? -aventuró Rebus cogiendo el teléfono que le tendía Siobhan.

– Bobby, ¿por qué demonios permites que dos payasos de las fuerzas armadas de Su Majestad se entrometan en nuestro caso? -Hizo una pausa para escuchar-. He usado la palabra con intención, Bobby, porque están metiendo la nariz en la lancha de Herdman. -Otra pausa-. No, no se trata de eso ni mucho menos… -Nueva pausa-. Bien, de acuerdo, Vamos para allá.

Devolvió el teléfono a Siobhan y vio que Simms sujetaba una escalera de mano por la que trepaba Whiteread.

– Nos vamos -dijo en voz alta para que ella lo oyera-. Si no volvemos a vernos… créame que será un placer.

Aguardó a ver si ella decía algo, pero Whiteread ya había subido a la lancha y no parecía prestarle el menor interés. Simms subiendo por la escalera y miró hacia atrás.

– Me dan ganas de empujar la escalera y echar a correr -dijo Rebus a Siobhan.

– No creo que eso la detuviera, ¿no crees?

– Probablemente tengas razón -dijo él-. Whiteread, una cosa más antes de irnos -añadió alzando la voz-: ¡Gav le estaba mirando las bragas!

Al volverse para salir dirigió un gesto de contrición a Siobhan encogiendo los hombros, admitiendo que había sido una gracia muy burda. Burda, pero merecía la pena.


* * *

– Pero bueno, Bobby, ¿qué demonios pasa contigo? -dijo Rebus caminando por uno de los pasillos del colegio en dirección a lo que parecía una cámara acorazada antigua con su rueda y sus engranajes. Estaba abierta, al igual que una puerta de acero en el interior. Hogan miraba dentro-. Esos cabrones no tienen por qué entrometerse.

– John -dijo Hogan pausadamente-, creo que no conoces al director… -añadió señalando hacia la cámara, desde la cual un hombre de mediana edad les miraba en medio de un arsenal suficiente para iniciar una revolución-, el doctor Fogg… -añadió a modo de presentación.

Fogg cruzó la puerta de la cámara. Era un hombre fornido con mirada de antiguo boxeador; tenía una oreja hinchada, una enorme nariz y una cicatriz en una de las pobladas cejas.

– Eric Fogg -dijo estrechando la mano a Rebus.

– Perdone usted mi vocabulario, soy el inspector John Rebus.

– En un colegio se oyen cosas peores -replicó Fogg en un tono que indicaba que había repetido esa frase cientos de veces.

Siobhan se había acercado y estaba a punto de presentarse cuando vio el contenido de la cámara.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– Eso he pensado yo -apostilló Rebus.

– Le estaba diciendo al inspector Hogan -dijo Fogg- que en casi todos los colegios privados hay algo similar.

– Para las FMC, ¿verdad, doctor Fogg? -dijo Hogan.

– Las fuerzas mixtas de cadetes -concedió Fogg asintiendo con la cabeza- del Ejército, la Marina y la Aviación. Desfilan todos los viernes. -Hizo una pausa-. Creo que un buen incentivo para los chicos es que ese día cambian el uniforme del colegio.

– Por otro más paramilitar -comentó Rebus.

– Hay armas automáticas, semiautomáticas y de diverso tipo -añadió Hogan.

– Probablemente disuadirían a un desvalijador.

– Le estaba diciendo al inspector Hogan -continuó Fogg- que si se activa el sistema de alarma del colegio, las Fuerzas de Policía saben de inmediato que han de dirigirse en primer lugar a la armería. Es un sistema de alerta que instalamos cuando el IRA y otros grupos robaban armas.

– ¿No me dirá que también guardan aquí la munición? -preguntó Siobhan.

Fogg negó con la cabeza.

– No, no hay munición en las instalaciones.

– Pero ¿las armas sí son reales? ¿No están desactivadas?

– Sí, son del todo reales -dijo el hombre mirando el interior de la cámara con cierto gesto de disgusto.

– ¿No son de su agrado? -preguntó Rebus.

– Mi opinión es que existe siempre cierto riesgo de que su empleo sobrepase su utilidad en nuestro caso.

– Una respuesta muy diplomática -comentó Rebus suscitando una sonrisa en el director.

– Pero Herdman no sacó de aquí el arma -dijo Siobhan.

Hogan negó con la cabeza.

– Ése es otro aspecto en el que espero que los investigadores militares puedan ayudarnos. Siempre que no podáis vosotros -dijo mirando a Rebus.

– Bobby, ten paciencia. Sólo llevamos aquí cinco minutos.

– ¿Usted da clase? -preguntó Siobhan a Fogg para evitar que los dos inspectores se enzarzasen en una discusión.

Fogg negó con la cabeza.

– Las daba de RME: religión, moral y educación.

– Para infundir en los adolescentes sentido moral. Eso debe de ser difícil.

– Aún no conozco a ningún joven que haya iniciado una guerra -dijo el hombre con voz que sonaba a falsa, otra respuesta preparada para una pregunta frecuente.

– Sólo porque no se es corriente entregarles armas de fuego -comentó Rebus volviendo a mirar aquella parafernalia bélica.

Fogg empezó a cerrar la puerta de la cámara.

– ¿No falta nada? -preguntó Rebus.

Hogan negó con la cabeza.

– Pero las dos víctimas pertenecían a las FMC -dijo.

Rebus miró a Fogg quien asintió con la cabeza.

– Anthony es un entusiasta… Derek, no tanto.

Anthony Jarvies, el hijo de juez. Su padre, Roland Jarvies, era un magistrado muy conocido en Escocia. Rebus había declarado probablemente quince o veinte veces en casos en que lord Jarvies presidía el tribunal con una agudeza que un abogado calificó de «mirada taladradora». Rebus no sabía muy bien qué era una mirada taladradora, pero se lo imaginaba.

– ¿Alguien ha comprobado las cuentas del banco de Herdman? -preguntó Siobhan.

Hogan la miró detenidamente.

– Su contable ha cooperado mucho. El negocio no iba mal.

– ¿No hay ningún ingreso que llame la atención? -preguntó Rebus.

– ¿Por qué? -replicó Hogan entrecerrando los ojos.

Rebus miró al director. No pretendía que él se diera cuenta, pero Fogg lo vio.

– Si les parece, yo… -dijo el hombre.

– No hemos terminado, doctor Fogg, si no le importa -dijo Hogan mirando a Rebus-. Estoy seguro de que cuanto diga el inspector Rebus quedará entre nosotros.

– Naturalmente -dijo Fogg enfático.

Terminó de cerrar la puerta y giró la rueda de la combinación.

– El año pasado -prosiguió Rebus hablando con Hogan-, una de las víctimas tuvo un accidente de tráfico. El conductor murió. Nos preguntamos si ha pasado demasiado tiempo para que persistiera un móvil de venganza.

– No explica por qué Herdman se suicidó acto seguido.

– Quizá fue una chapuza -dijo Siobhan cruzando los brazos-. Al ver que había alcanzado a otros dos chicos le entró pánico.

– Cuando hablas de un ingreso en la cuenta de Herdman, ¿te refieres a una cantidad importante reciente?

Rebus asintió.

– Ordenaré que lo averigüen. Lo único que hemos averiguado por la cuenta es que falta un ordenador.

– ¿Ah, sí?

Siobhan preguntó si no lo habría confiscado Hacienda.

– Podría ser -contestó Hogan-. El caso es que hay una factura y hemos hablado con la tienda que se lo vendió. Un equipo de última generación.

– ¿Crees que se deshizo de él? -pregunto Rebus.

– ¿Por qué iba a hacerlo?

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Para ocultar algo? -sugirió Fogg, quien al ver cómo le miraban bajó la vista-. Perdonen que me haya permitido…

– No se disculpe usted -dijo Hogan-. Buena observación -añadió frotándose los ojos y volviéndose otra vez hacia Rebus-. ¿Algo más?

– Esos cabrones del Ejército -dijo Rebus, pero Hogan levantó la mano.

– Tienes que aceptarlos.

– Bobby, ésos no han venido a aclarar nada. Si acaso, todo lo contrario. Quieren ocultar el pasado de Herdman en las SAS, por eso van de paisano. Y esa Whiteread…

– Escucha, lamento que entorpezcan tu labor.

– O que nos pisoteen hasta enterrarnos -le interrumpió Rebus.

– John, esta investigación nos supera, ¡tiene muchas derivaciones! -replicó Hogan alzando la voz imperceptiblemente temblorosa-. ¡No necesito más putos problemas!

– Bobby, modera tu lenguaje -dijo Rebus muy serio mirando de reojo a Fogg.

Tal como esperaba, Hogan le echó en cara a su vez su modo de hablar de hacía un momento, y sonrió.

– Sigue investigando, ¿vale?

– Estamos contigo, Bobby.

Siobhan dio un paso hacia ellos dos.

– Nos gustaría hacer una cosa -dijo sin hacer caso de la mirada de sorpresa de Rebus, que revelaba que no sabía lo que ella traía entre manos-. Interrogar al superviviente.

– ¿A James Bell? -replicó Hogan frunciendo el ceño-. ¿Para qué? -añadió mirando a Rebus, pero fue ella quien contestó.

– Porque es el único superviviente.

– Le hemos interrogado más de diez veces. Está bajo los efectos de la impresión. Y a saber qué otros sufrirá.

– Lo haremos con delicadeza -insistió Siobhan sin alzar la voz.

– Tú sí, pero tú no eres lo que me preocupa -añadió sin dejar de mirar a Rebus.

– Será interesante escuchar el relato de un testigo presencial -dijo él-. Que nos explique cómo actuó Herdman y si dijo algo… Parece ser que nadie le vio aquella mañana; ni los vecinos ni los del puerto deportivo. Hay que llenar lagunas.

Hogan lanzó un suspiro.

– Primero escuchad las cintas del interrogatorio y si después seguís creyendo que conviene hablar con él, ya veremos…

– Gracias, señor -dijo Siobhan para conferir cierta formalidad al momento.

– He dicho «ya veremos». No he prometido nada -añadió Hogan alzando un dedo.

– ¿Se hará otra verificación de las cuentas, por si acaso? -preguntó Rebus.

Hogan asintió con desgana.

– ¡Ah, aquí están ustedes! -bramó una voz.

Era Jack Bell, que avanzaba por el pasillo.

– ¡Dios mío! -musitó Hogan, pero vio que Bell se dirigía al director.

– Eric -exclamó-, ¿cómo es que no has denunciado públicamente la falta de seguridad del colegio?

– La seguridad del colegio es suficiente, Jack -replicó Fogg con un suspiro que daba a entender que ya había sostenido aquella discusión.

– Eso es una mierda, y tú lo sabes. Escucha, lo que intento es poner de relieve que la lección de Dunblane no ha servido de nada. Hay falta de seguridad en los colegios de este país -dijo esgrimiendo un dedo-. Y aparecen armas por todas partes -añadió alzando otro dedo y haciendo una pausa efectista-. Es evidente que hay que hacer algo. ¡Podría haber muerto mi hijo! -añadió entrecerrando los ojos.

– Un colegio no es una fortaleza, Jack -replicó inútilmente el director.

– En 1997 -prosiguió Bell arrollador-, después de la tragedia de Dunblane, quedaron prohibidas las armas que excedieran del calibre veintidós, y sus propietarios legales las entregaron, pero ¿de qué ha servido? -añadió mirando a su alrededor sin obtener respuesta alguna-. Quienes no lo hicieron fueron los delincuentes, y parece, además, que cada vez les resulta más fácil conseguir todo el armamento que fuera.

– Se ha equivocado de feligreses -comentó Rebus.

Bell le miró impávido.

– Es muy posible -replicó-. Porque -añadió levantando el dedo- ustedes parecen totalmente incapaces de atajar de alguna manera el problema.

– Un momento, señor… -terció Hogan.

– Bobby, déjale que desbarre -le interrumpió Rebus-. A ver si caldea un poco el edificio.

– ¿Cómo se atreve? -gruñó Bell-. ¿Cómo se permite hablarme de ese modo?

– Supongo que en mi condición de elector -replicó Rebus para recordarle lo precario de su cargo.

En el silencio que siguió se oyó sonar el móvil de Bell, quien hizo un gesto despectivo en dirección a Rebus y se dio la vuelta para alejarse unos pasos por el pasillo a contestar la llamada.

– ¿Diga? ¿Cómo? -añadió consultando el reloj-. ¿De la radio o de la televisión? -Hizo una pausa para escuchar la respuesta-. ¿Una emisora local o nacional? Sólo concedo entrevistas a emisoras nacionales -añadió alejándose aún más del grupo que, más relajado, intercambió miradas y gestos.

– Bien -dijo el director-, creo que voy a…

– ¿Le importa a usted que hablemos en su despacho? -preguntó Hogan-. Quedan un par de cosas…Volved al trabajo -añadió señalando con la cabeza a Rebus y Siobhan.

– Sí, señor -dijo Siobhan. De repente el pasillo estaba vacío, salvo por ella y Rebus. Infló los carrillos y exhaló aire despacio diciendo-: Ese Bell es un número.

– Está dispuesto a explotar el caso cuanto pueda -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

– Si no, no sería un político.

– Es instinto congénito en ellos, ¿no? Es curioso el rumbo que toman las cosas, cuando su carrera podría haberse ido a pique después de su detención en Leith.

– ¿Crees que actúa así por venganza?

– Desde luego, si puede, nos hundirá; así que no debemos darle pie.

– Exactamente lo que tú has hecho replicándole de mala manera.

– De vez en cuando hay que divertirse, Siobhan -contestó Rebus mirando al pasillo vacío-. ¿No crees que a Bobby Hogan le sucede algo?

– Sí que me ha parecido agotado, la verdad. Por cierto, ¿no crees que deberías decírselo?

– ¿Qué?

– Que los Renshaw son familia tuya.

Rebus la miró fijamente.

– Puede traer complicaciones. Y no creo que Bobby necesite más de momento.

– Tú sabrás.

– Exactamente. Y a los dos nos consta que nunca me equivoco.

– Lo había olvidado -apostilló Siobhan.

– Me alegra recordártelo, sargento Clarke. Siempre a tu servicio.

Capítulo 5

La comisaría de South Queensferry era un cajón de techo bajo de una sola planta situada en una calle frente a una iglesia episcopaliana. En el exterior, un letrero anunciaba que la comisaría permanecía abierta al público de nueve a cinco entre semana a cargo de un «ayudante civil». En otro cartel se añadía que, contrariamente a los rumores, en la localidad había presencia policial las veinticuatro horas del día. Era en aquel recinto desangelado donde habían interrogado a todos los testigos, salvo a James Bell.

– Qué acogedor, ¿no? -comentó Siobhan abriendo la puerta.

Entraron en una reducida zona de espera donde un solitario agente uniformado dejó la revista de motos que leía y se levantó de la silla.

– Tranquilo -dijo Rebus al tiempo que Siobhan le enseñaba la identificación-. Necesitamos escuchar las cintas del interrogatorio de Bell.

El agente asintió con la cabeza, abrió una puerta y les hizo pasar a un cuartucho sin ventanas con una mesa y unas sillas destartaladas. En la pared había un calendario del año anterior alabeado que encomiaba los méritos de un comercio local y, encima de un archivador, un magnetófono. El agente lo cogió, lo puso en la mesa y lo enchufó. Después abrió el archivador y sacó una cinta guardada en una funda de plástico.

– Ésta es la primera de seis -dijo-. Tendrán que firmar.

Siobhan cumplió el requisito.

– ¿No tienen ceniceros aquí? -preguntó Rebus.

– No, señor. Está prohibido fumar.

– No le he preguntado eso.

– Sí, señor -dijo el agente que procuraba no mirar los guantes de Rebus.

– ¿Tienen un hervidor?

– No, señor. -El agente hizo una pausa-. Los vecinos nos traen a veces un termo de café o un trozo de pastel.

– ¿Cabe la probabilidad de que suceda algo así de aquí a diez minutos?

– Yo creo que no.

– Pues vaya a ver si nos consigue unos cafés y procuraré darle una buena nota por la iniciativa.

El agente se mostraba indeciso.

– No puedo salir de la comisaría.

– Guardaremos el fuerte por usted, hijo -dijo Rebus quitándose la chaqueta y colgándola del respaldo de una silla-. Yo lo tomo con leche -añadió.

– Y yo también; sin azúcar -dijo Siobhan.

El agente permaneció aún con ellos un instante mirando cómo se instalaban lo mejor que podían y a continuación salió, cerrando la puerta.

Rebus y Siobhan se miraron con sonrisa de complicidad. Siobhan tenía las notas relativas a James Bell y Rebus comenzó a repasarlas mientras ella sacaba la cinta y la introducía en el magnetófono.

Tenía dieciocho años, era hijo del diputado del Parlamento escocés Jack Bell y de su esposa Felicity, que trabajaba en la administración del teatro Traverse. Vivían en Barnton; James pensaba ingresar en la universidad para estudiar Políticas y Económicas; era un «alumno capaz», según el informe del colegio: «James es reservado y no siempre sociable, pero sabe ser encantador». Y prefería el ajedrez a los deportes.

– Probablemente inmune al proselitismo de las FMC -musitó Rebus.

Minutos después escuchaban la voz de James Bell.

Los policías que efectuaban el interrogatorio se identificaron: inspector Hogan y agente Hood. Muy astuto implicar a Grant Hood que, siendo el oficial de relaciones con la prensa para aquel caso, necesitaba conocer la versión del superviviente. Parte serviría como bocados para los periodistas a cuenta de favores; convenía tener a la prensa bien predispuesta y al mismo tiempo mantenerla lo más controlada posible, y para alejarla de James Bell la harían pasar por Grant Hood.

La voz de Bobby Hogan mencionó la fecha y la hora, lunes por la tarde, y el lugar del interrogatorio: Urgencias del Royal Infirmary. Bell estaba herido en el hombro izquierdo. Era una herida limpia con entrada y salida sin tocar el hueso; la bala había ido a alojarse en la pared.

¿Te encuentras en condiciones de hablar, James?

Creo que sí… pero me duele mucho.

Claro, no lo dudo. A efectos de la grabación eres James Elliot Bell, ¿correcto?

– Sí.

– ¿Elliot? -preguntó Siobhan.

– Es el apellido de soltera de la madre -contestó Rebus consultando las notas.

No había mucho ruido de fondo; debía de ser una habitación privada del hospital. Se oyó un carraspeo de Grant Hood y el chirrido de una silla; probablemente porque Hood, micrófono en mano, la arrimaba a la cama lo más posible. Hogan y el muchacho se alternaban el micrófono, no siempre a tiempo, de forma que a veces una de las voces sonaba amortiguada.

Jamie, ¿puedes contarnos qué sucedió?

Me llamo James, por favor. ¿Pueden darme agua?

Ruido del micrófono rozando las sábanas y de agua vertiéndose en un vaso.

Gracias.

Una pausa hasta que dejaron el vaso en la mesilla. Rebus se acordó de su torpeza en el hospital al dejar caer el vaso que Siobhan había recogido al vuelo. El lunes por la noche, igual que James Bell, él también estaba hospitalizado.

Estábamos en el descanso de media mañana. Tenemos veinte minutos y estábamos en la sala común.

¿Era allí donde solías ir?

Sí, mejor que fuera.

Pero no hacía mal día…

Yo prefiero quedarme dentro. ¿Cree que podré tocar la guitarra cuando salga de aquí?

No lo sé -dijo Hogan-. ¿Podías tocarla antes?

Ha estropeado el chiste a un paciente. Debería darle vergüenza.

Lo siento, James. Bien, ¿cuántos estabais en la sala?

Tres. Tony Jarvies, Derek Renshaw y yo.

¿Y qué hacíais?

Teníamos puesta música… y creo que Jarvies hacía unos deberes y Renshaw leía el periódico.

¿Así os llamabais entre vosotros? ¿Por los apellidos?

Casi siempre.

¿Erais amigos los tres?

Amigos, amigos, no.

Pero pasabais muchos ratos juntos en esa sala.

La sala la usan más de doce alumnos. -Pausa-. ¿Trata de preguntarme si fue a por nosotros deliberadamente?

Es algo que consideramos.

¿Por qué?

Porque era el momento del recreo y había muchos chicos fuera…

¿Y sin embargo entró en el colegio y luego a la sala común antes de empezar a disparar?

Serías un buen policía, James.

No es de las primeras confesiones en mi lista de opciones.

¿Conocías al asesino?

– Sí.

¿Sabías quién era?

Sí, Lee Herdman. Muchos le conocíamos. Algunos habíamos ido a cursillos de esquí acuático con él. Era un tío interesante.

¿Interesante?

Por su pasado. A fin de cuentas estaba entrenado para matar.

¿Eso te dijo él?

Sí, que había estado en las Fuerzas Especiales.

¿Conocía él a Anthony y a Derek?

Es muy posible.

A ti sí te conocía.

Habíamos coincidido socialmente.

En ese caso, tal vez te preguntes lo mismo que nosotros.

¿Se refiere a por qué lo hizo?

– Sí.

He oído que las personas que han tenido un pasado así muchas veces no se adaptan a la sociedad, ¿no es cierto? Les sucede algo que los empuja hasta el borde.

¿Tienes idea de qué fue lo que impulsó a Lee Herdman hasta el borde?

– No.

Se hizo un largo silencio seguido del roce del micrófono en las sábanas y se oyó un murmullo, como si los dos policías intercambiaran impresiones. Luego sonó la voz de Hogan:

Bien, James, cuéntanos… Estabais en la sala…

Yo acababa de poner un cedé. Los tres teníamos gustos musicales distintos. Al abrirse la puerta creo que ni me molesté en volverme a mirar, oí una explosión tremenda y Jarvies cayó al suelo. Yo estaba en cuclillas delante del equipo de música, me incorporé y, al volverme, vi aquel pistolón. Quiero decir, no estoy diciendo que fuera enorme, pero me lo pareció al ver que apuntaba a Renshaw… Detrás del arma había una persona, pero en realidad no la veía…

¡Por el humo?

No… no recuerdo haber visto humo. No podía dejar de mirar al cañón… Estaba paralizado. Oí la segunda explosión y Renshaw se desmoronó como un muñeco y quedó hecho un ovillo en el suelo.

Rebus se percató de que acababa de cerrar los ojos. No era la primera vez que imaginaba la escena.

A continuación me apuntó a mí.

¿Y entonces viste quién era?

Sí, supongo que sí.

¿Dijiste algo?

No lo sé… tal vez abriera la boca para decir algo. Creo que debí de hacer algún movimiento, porque cuando sentí el tiro… bueno, a mí no me mató, ya ven. Fue como un empujón muy fuerte que me tiró hacia atrás.

¿ Y él no había dicho nada hasta ese momento?

Ni palabra. Pero tenga en cuenta que los oídos me silbaban.

No me extraña, en una sala pequeña como ésa. ¿Ya oyes bien?

Todavía siento un zumbido, pero se me pasará.

¿Así que él no dijo nada?

Yo no le oí decir nada. Estaba en el suelo, esperando a que me matara. Y en ese momento sonó la cuarta detonación y por un segundo… creí que era el tiro de gracia para mí; pero al oír que un cuerpo se desplomaba, de algún modo me di cuenta…

¿Y qué hiciste?

Abrí los ojos. Como los tenía a ras del suelo vi su cuerpo detrás de las patas de la silla con el arma todavía en la mano. Comencé a levantarme; el hombro ni lo sentía aunque sabía que sangraba, pero no podía apartar la vista del arma. Ya sé que es absurdo, pero no hacía más que pensar en una de esas películas de terror, ¿me entiende?

La voz de Hood:

En las que parece que el malo ha muerto…

– Y resucita; eso es. Y en ese momento vi que había gente en la puerta; me imagino que serían profesores. Debieron de quedarse horrorizados.

¿Y tú cómo estás, James? ¿Qué tal de ánimo?

Si le digo la verdad, aún no he asimilado el golpe. Perdón por el juego de palabras. Nos han ofrecido apoyo psicológico, supongo que eso ayudará.

Has tenido una experiencia terrible.

¿Verdad que sí? Algo para contar a mis nietos, supongo.

– Con qué frialdad habla -comentó Siobhan.

Rebus asintió.

Te agradecemos mucho que hayas hablado con nosotros. ¿Te parece bien que te dejemos un bloc y un bolígrafo? Seguramente volverás a evocar la escena una y otra vez, y eso es positivo, es el modo de superarlo. Por eso quizá recuerdes algo que te interese anotar. Escribir los detalles es otra manera de superar la experiencia.

Sí, lo entiendo.

– Y queremos hablar contigo otra vez.

La voz de Hood:

Los periodistas también querrán. Tú verás si quieres hacer declaraciones, pero si prefieres yo puedo hacer de intermediario.

No hablaré con nadie hasta dentro de un día o dos; pero no se preocupe, sé perfectamente cómo son los periodistas.

Bien, gracias de nuevo, James. Creo que tus padres están esperando fuera.

Oiga, en este momento me encuentro bastante cansado. ¿No podrían decirles que me he dormido?

Era el final de la cinta. Siobhan aguardó unos segundos y apagó el magnetófono.

– Final del primer interrogatorio. ¿Quieres escuchar otra? -preguntó señalando el archivador, pero Rebus negó con la cabeza.

– De momento no, pero me gustaría hablar con el chico -dijo-. Ha dicho que conocía a Herdman, y eso tiene su importancia.

– También ha dicho que no sabe por qué Herdman lo hizo.

– En cualquier caso…

– Estaba muy sereno.

– Tal vez por la impresión. Como dice Hood, tarda tiempo en superarse.

Siobhan le miró pensativa.

– ¿Por qué crees que no querría ver a sus padres?

– ¿Has olvidado quién es su padre?

– Ya, pero de todos modos… Cuando te sucede una cosa así, tengas la edad que tengas, tienes ganas de que te den cariño.

– ¿A ti te sucede? -replicó Rebus mirándola.

– A la mayoría de la gente… me refiero a la mayoría de la gente normal.

Llamaron a la puerta. Se entreabrió y el agente asomó la cabeza.

– No he podido conseguir los cafés -dijo.

– Ya hemos acabado. Gracias, de todos modos.

Entregaron la cinta al policía para que la guardara y salieron, parpadeando deslumbrados por la luz del día.

– James no nos ha aclarado mucho, ¿verdad? -dijo Siobhan.

– No -contestó Rebus que repasaba mentalmente la conversación con la esperanza de encontrar algo útil.

El único rayo de luz era que el chico conocía a Herdman. ¿Y qué? Mucha gente de la localidad conocía a Lee Herdman.

– ¿Vamos a la calle principal a ver si encontramos un café?

– Yo sé dónde podemos tomar uno -dijo Rebus.

– ¿Dónde?

– En el mismo sitio que ayer.


* * *

Allan Renshaw no se había afeitado desde la víspera. Estaba solo en casa porque Kate había ido a ver a unos amigos.

– No le conviene estar aquí encerrada conmigo -dijo mientras les hacía pasar a la cocina.

El cuarto de estar estaba igual. Las fotos seguían esperando a que alguien las mirase, las ordenase o las volviera a guardar en las cajas. Rebus vio más cartas de pésame encima de la repisa de la chimenea. Renshaw cogió un mando a distancia del brazo del sofá y apagó el televisor, en el que se veía un vídeo casero de la familia en vacaciones.

Rebus decidió no hacer comentarios. Renshaw tenía el pelo alborotado y Rebus se preguntó si habría dormido vestido. Renshaw se sentó desmadejado en una de las sillas de la cocina y dejó que Siobhan se ocupara del hervidor. Boecio estaba tumbado en la encimera, pero cuando fue a acariciarle el gato saltó al suelo y cruzó corriendo el cuarto de estar.

Rebus se sentó enfrente de su primo.

– Estaba preocupado por ti -dijo.

– Lamento haberte dejado anoche con Kate.

– No tienes por qué disculparte. ¿Qué tal duermes?

– Duermo demasiado -contestó él con sonrisa desmayada-. Supongo que es el modo de evadirme.

– ¿Cómo van los preparativos del entierro?

– Todavía no nos entregan el cadáver.

– Lo harán pronto, Allan. Ya verás cómo todo acaba pronto.

Renshaw alzó la vista hacia él con los ojos enrojecidos.

– ¿Lo prometes, John? -preguntó, y aguardó a que Rebus asintiera con la cabeza-. Entonces ¿cómo es que los periodistas no dejan de llamar por teléfono para hablar conmigo? Es como si creyeran que esto no va a terminar enseguida.

– Todo lo contrario. Por eso te molestan. Ya verás cómo dentro de un par de días tienen otra cosa en qué pensar. ¿Hay alguno en concreto a quien deseas que espante?

– Uno que habló con Kate no deja de fastidiarla.

– ¿Cómo se llama?

– Kate lo apuntó no sé dónde… -contestó Renshaw mirando en derredor como si el nombre estuviera a mano.

– ¿Junto al teléfono? -aventuró Rebus levantándose y yendo al pasillo.

El aparato estaba en una repisa junto a la puerta de entrada. Lo descolgó y, al no oír ningún sonido, vio que estaba desconectado; lo habría hecho Kate. Al lado había un bolígrafo, pero ningún papel. Miró en la escalera y vio un cuaderno. Había nombres en la primera página.

Volvió a la cocina y puso el cuaderno en la mesa.

– Steve Holly -dijo.

– Ése es -asintió Renshaw.

Siobhan, que estaba sirviendo el té, se detuvo y miró a Rebus. Conocían al tal Steve Holly, que trabajaba para un periódico sensacionalista de Glasgow y ya había resultado muy molesto en otras ocasiones.

– Hablaré con él -dijo Rebus sacando del bolsillo el analgésico.

Siobhan colocó las tazas y se sentó.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– Sí -mintió Rebus.

– John, ¿qué te ha pasado en las manos? -preguntó Renshaw, pero Rebus meneó la cabeza.

– Nada, Allan. ¿Qué tal está el té?

– Bien -contestó su primo sin probarlo, y Rebus le miró pensando en la grabación magnetofónica y en la serenidad de James Bell.

– Derek no sufrió -dijo de forma pausada-. Seguramente ni se enteró.

Renshaw asintió.

– Si no me crees… pronto podrás preguntárselo a James Bell. Él te lo confirmará.

– Creo que no lo conozco -replicó Renshaw negando con la cabeza.

– ¿A James Bell?

– Derek tenía muchos amigos, pero creo que ése no era amigo suyo.

– Pero de Anthony Jarvies sí era amigo, ¿verdad? -preguntó Siobhan.

– Ah, de Tony sí, venía mucho por casa. Se ayudaban en los deberes y escuchaban música.

– ¿Qué clase de música? -preguntó Rebus.

– Jazz sobre todo. Miles Davis, Coleman no-sé-cuántos… No recuerdo los nombres. Derek decía que iba a comprarse un saxo tenor para aprender a tocarlo cuando fuera a la universidad.

– Kate dijo que Derek no conocía al hombre que lo mató. ¿Tú lo conocías, Allan?

– Le había visto en el pub. Era algo… solitario no es la palabra, pero estaba siempre con alguien. A veces desaparecía durante varios días. Iba a hacer montañismo o senderismo. O a lo mejor se iba en esa lancha que tenía.

– Allan… te voy a pedir una cosa, pero si no te parece bien me lo dices.

Renshaw le miró.

– ¿Qué?

– ¿Podría echar un vistazo al cuarto de Derek?

Renshaw encabezó la subida al primer piso seguido de ellos dos y les abrió la puerta, pero él se quedó fuera.

– No he tenido tiempo de… -dijo a modo de excusa.

Era un cuarto pequeño que tenía las cortinas echadas.

– ¿Te importa que descorra las cortinas?

Renshaw se encogió de hombros, sin intención de cruzar el umbral. Rebus descorrió las cortinas y vio que la ventana daba al jardín trasero en el que el paño de cocina seguía tendido y la cortacésped en el mismo sitio. En las paredes había varias fotos en blanco y negro de intérpretes de jazz y fotos arrancadas de revistas de jóvenes elegantes tumbadas. Había estanterías con libros, un aparato de música, un televisor de catorce pulgadas con vídeo. Encima de una mesa había un portátil conectado a una impresora. Apenas quedaba sitio para la estrecha cama. Rebus miró el lomo de algunos compactos: Ornette Coleman, Coltrane, John Zorn, Archie Shepp, Thelonious Monk. Había también música clásica. Un chándal, pantalones cortos y una raqueta de tenis en su funda ocupaban una silla.

– ¿A Derek le gustaba el deporte? -preguntó Rebus.

– Corría mucho y hacía cross.

– ¿Y con quién jugaba al tenis?

– Con Tony y con otros amigos. En eso no salió a mí, desde luego.

Renshaw bajó los ojos hacia su panza y Siobhan le dirigió la sonrisa que suponía que él esperaba. Ella sabía que, dijera lo que dijera, hablaba sin naturalidad, lo que decía procedía de una pequeña parte de su mente, el resto estaba invadido por el horror.

– También le gustaba disfrazarse -añadió Rebus cogiendo una foto enmarcada en la que se veía al muchacho con Anthony Jarvies en uniforme de las FMC.

Renshaw la miró desde la seguridad de la puerta.

– Derek sólo se apuntó por Tony -dijo, y Rebus recordó que el director del instituto había dicho lo mismo.

– ¿Iban alguna vez juntos a navegar? -preguntó Siobhan.

– Puede ser. Kate probó a hacer esquí acuático -añadió Renshaw con voz apagada, abriendo un poco más los ojos-. Fue en la lancha de ese malnacido de Herdman… con otros amigos. Si me lo encuentro…

– Está muerto, Allan -dijo Rebus alargando la mano para tocarle en el brazo y en ese momento le vino el recuerdo de ellos dos jugando a la pelota en el parque de Bowhill; el pequeño Allan se había rasguñado la rodilla y él le puso una hoja de acedera en la herida…

«Tenía una familia, pero los dejé marchar.» Separado, su hija en Inglaterra, y su hermano Dios sabía dónde.

– Pues cuando lo entierren -añadió Renshaw-, pienso desenterrarlo y volverlo a matar.

Rebus le dio un apretón en el brazo y vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Vamos abajo -dijo llevándole hacia la escalera.

Cabían justo los dos en los escalones, uno al lado del otro: dos adultos apoyándose mutuamente.

– Allan -dijo Rebus-, ¿podría llevarme el portátil de Derek?

– El portátil, ¿para qué? No sé, John.

– Sólo un par de días -añadió Rebus-. Te lo devolveré.

Renshaw parecía desconcertado por la petición, como si le costara entenderla.

– Bueno… sí, si crees que…

– Gracias, Allan -dijo Rebus volviendo la cabeza hacia Siobhan, que volvió a subir la escalera.

Rebus llevó a Renshaw al cuarto de estar y lo sentó en el sofá. Su primo cogió un puñado de fotos.

– Tengo que ordenar éstas -dijo.

– ¿Y tu trabajo? ¿Cuántos días tienes de baja?

– Me dijeron que esperara hasta después del entierro. Esta época del año es muy tranquila.

– A lo mejor paso a verte. Ya va siendo hora de que cambie mi viejo coche -dijo Rebus.

– Te trataré bien, ya lo verás -dijo Renshaw mirándole.

Siobhan apareció en la puerta con el portátil bajo el brazo y los cables colgando.

– Tenemos que irnos, Allan -dijo Rebus-. Volveré otro día.

– Cuando quieras, John -contestó Renshaw haciendo un esfuerzo por levantarse y tendiéndole la mano, pero de repente se abrazó a Rebus y le dio palmadas en la espalda.

Rebus correspondió al gesto, no sin dejar de pensar si se notaba lo violento que se sentía. Pero Siobhan miraba discretamente la puntera de sus zapatos como si comprobara si necesitaba cepillarlos. Camino del coche, Rebus se dio cuenta de que estaba sudando y tenía la camisa pegada al cuerpo.

– ¿Hacía calor dentro?

– No mucho -contestó ella-. ¿Aún tienes fiebre?

– Por lo visto -dijo él enjugándose la frente con el reverso del guante.

– ¿Para qué quieres el portátil?

– Por ningún motivo concreto -replicó Rebus mirándola-. Quizá para ver si hay algo sobre el accidente. Cómo se sentía Derek y si alguien le había culpado.

– ¿Aparte de los padres, quieres decir?

Rebus asintió.

– Tal vez. No lo sé -añadió con un suspiro.

– ¿Qué?

– Sólo quiero captar de algún modo cómo era ese chico -contestó pensando en Allan, que quizás en aquellos momentos estaba de nuevo mirando el viejo vídeo para recuperar a su hijo en color con sonido y movimiento.

Un simple sucedáneo restringido a la reducida pantalla del televisor.

Siobhan asintió con la cabeza y se inclinó para dejar el portátil en el asiento trasero del coche.

– Lo entiendo -dijo.

Pero Rebus no estaba tan seguro de que lo entendiera.

– ¿Tú mantienes relación con tus padres? -preguntó.

– Les llamo cada dos semanas.

Rebus sabía que vivían en el sur. En su caso, su madre había muerto joven, y a los treinta y tantos perdió también a su padre.

– ¿No echas de menos a veces un hermano o una hermana? -preguntó.

– Sí, puede que a veces -replicó ella haciendo una pausa-. A ti te habrá sucedido también, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

– No lo sé exactamente -dijo ella pensando-. Me da la impresión de que en determinado momento decidiste que la familia era un peligro que podía hacer mella en tu fortaleza.

– Como supongo que ya te has figurado, nunca he sido muy dado a besos y abrazos.

– Tal vez, pero acabas de dar un abrazo a tu primo.

Rebus ocupó el asiento del pasajero y cerró la portezuela. El analgésico le envolvía el cerebro en burbujas.

– Arranca -dijo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó ella metiendo la llave de contacto.

Rebus se acordó de algo.

– Saca el móvil y llama a la caseta prefabricada del colegio.

Siobhan marcó el número y le pasó el teléfono. Cuando contestaron, Rebus dijo que avisaran a Grant Hood.

– Grant, soy John Rebus. Oye, necesito el número de Steve Holly.

– ¿Por algún motivo concreto?

– Está acosando a la familia de una de las víctimas. Quería darle un aviso.

Hood carraspeó. Rebus recordó el mismo sonido en la cinta magnetofónica y se preguntó si se estaba convirtiendo en una costumbre en él. Rebus repitió las cifras del teléfono a medida que se las decía para que Siobhan fuera apuntándolas.

– Un momento, John. El jefe quiere hablar contigo -dijo Hood refiriéndose a Hogan.

– Bobby, ¿hay algo nuevo sobre las cuentas bancarias? -preguntó Rebus.

– ¿Cómo?

– Las cuentas bancarias. Si hay algún ingreso importante. ¿Tengo que recordarte de quién?

– Ahora olvídate de eso -replicó Hogan circunspecto.

– ¿Qué sucede? -inquirió Rebus.

– Parece ser que lord Jarvies metió en la cárcel a un viejo amigo de Herdman.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– El año pasado. Es un tal Robert Niles, ¿te suena de algo?

– ¿Robert Niles? -repitió Rebus frunciendo el ceño. Siobhan asintió e hizo un gesto de cortar el cuello con la mano-. ¿El que degolló a su mujer?

– El mismo -contestó Hogan-. Recurrió el veredicto de culpabilidad y la sentencia de prisión perpetua del juez Jarvies. Bien, pues acabo de saber que Herdman visitó regularmente a Niles desde entonces.

– ¿Eso fue hace… nueve o diez meses?

– Le encerraron en Barlinnie, pero se volvió loco, atacó a otro recluso y luego se quiso cortar las venas.

– ¿Y dónde está ahora?

– En el hospital psiquiátrico de Carbrae.

– ¿Crees que Herdman fue a por el hijo del juez? -preguntó Rebus pensativo.

– Cabe la posibilidad; venganza, ya sabes.

Sí, venganza. La palabra planeaba ya sobre los dos jóvenes muertos.

– Voy a ir a verle -añadió Hogan.

– ¿A Niles? ¿Se puede hablar con él?

– Parece que sí. ¿Quieres acompañarme?

– Bobby, es un honor. ¿Por qué yo?

– Porque Niles es un ex SAS, John. Estuvo en el regimiento en la misma época que Herdman. Si alguien sabe lo que pensaba Herdman, es él.

– ¿Vamos a visitar a un asesino encerrado en un manicomio? Qué suerte.

– John, la oferta está en pie.

– ¿Cuándo vamos?

– He pensado en mañana a primera hora. Son dos horas en coche.

– Me apunto.

– Así me gusta. Quién sabe, a lo mejor tú le sacas algo… empatía y esas cosas.

– ¿Por qué?

– Hombre, creo que al verte las manos se sentirá identificado con otro sufridor.

Rebus oyó cómo Hogan reía entre dientes y le pasó el teléfono a Siobhan, que cortó la comunicación.

– Lo he oído casi todo -dijo, e inmediatamente el teléfono volvió a sonar.

Era Gill Templer.

– ¿Cómo es que Rebus no contesta nunca el teléfono? -bramó Templer.

– Creo que lo ha desconectado. No puede pulsar las teclas -respondió Siobhan mirándole.

– Tiene gracia; a mí siempre me ha parecido que es lo que mejor se le da.

Siobhan sonrió, «especialmente las suyas», pensó.

– ¿Quiere hablar con él? -preguntó.

– Quiero que volváis aquí los dos inmediatamente y sin excusas -dijo Templer.

– ¿Qué ha sucedido?

– Tenéis problemas. Eso es lo que ha sucedido. Y de los gordos… -dijo Templer sin añadir nada más, aunque Siobhan se imaginó a qué se refería.

– ¿La prensa?

– Bingo. Alguien se ha enterado del caso, pero con algunos elementos accesorios que quiero que John me aclare.

– ¿Qué clase de elementos accesorios?

– Le vieron salir del pub en compañía de Martin Fairstone e irse con él a su casa. Y le vieron cuando salía de allí bastante más tarde, precisamente poco antes de que se declarara el incendio. El periódico que lo publica está dispuesto a continuar la historia.

– Vamos para allá.

– Aquí os espero.

La comunicación se interrumpió y Siobhan arrancó.

– Tenemos que volver a St Leonard -dijo, y le explicó a Rebus la conversación.

– ¿Qué periódico es? -se limitó a preguntar él al cabo de un largo silencio.

– No se lo pregunté.

– Vuelve a llamarla.

Siobhan le miró, pero marcó el número.

– Dame el teléfono, no vayamos a tener un accidente -dijo Rebus imperioso.

Cogió el móvil, se lo acercó al oído y dijo que le pusieran con la jefa suprema.

– Soy John -dijo cuando Templer contestó a la llamada-. ¿Quién firma el artículo?

– Ese tal Steve Holly, un reportero más tozudo que un perro de presa.

Capítulo 6

– Sabía que no sonaría bien -dijo Rebus a Templer-. Por eso no dije nada.

Estaban en el despacho de Gill Templer en la comisaría de St Leonard. Ella, sentada; él, de pie. Templer tenía en una mano un lápiz afilado que no cesaba de mover, mirando la punta y tal vez sopesando la posibilidad de usarlo como arma.

– Me mentiste.

– Solamente omití algunos detalles, Gill.

– ¿«Algunos detalles»?

– Irrelevantes.

– ¡Como el de ir a su casa!

– A tomar una copa.

– ¿Con un delincuente que acosaba a tu mejor colega? ¿Que te denunció por agresión?

– Estuvimos charlando. No discutimos ni nada por el estilo -dijo Rebus haciendo ademán de cruzar los brazos, pero sintió que aumentaba la presión en las manos y volvió a dejarlos colgar-. Pregunta a los vecinos si oyeron a alguien alzar la voz. Te aseguro que no. No hicimos más que beber whisky en el cuarto de estar.

– ¿En la cocina no?

Rebus negó con la cabeza.

– No entré para nada en la cocina.

– ¿A qué hora te fuiste?

– Ni idea. Seguramente pasada la medianoche.

– O sea, poco antes del incendio.

– Mucho antes.

Ella le miró.

– Gill, cuando me marché él estaba como una cuba. Son cosas que pasan: le entraría hambre, puso la freidora al fuego y se durmió. O quemaría el sofá con el cigarrillo.

Templer comprobó con la yema del dedo lo afilado que estaba el lápiz.

– ¿Me expongo a mucho? -preguntó Rebus por romper el silencio.

– Depende de Steve Holly. Él pone la música y se supone que nosotros tenemos que tomar medidas.

– ¿Suspenderme del servicio, por ejemplo?

– Lo he pensado.

– Sí, supongo que no puedo reprochártelo.

– Muy generoso por tu parte, John. ¿Por qué fuiste a su casa?

– Me invitó. Me imagino que le gustaba jugar. Es lo que hacía con Siobhan. Yo le seguí el juego. Estuvimos bebiendo y él me contó sus batallitas… Supongo que disfrutaba a su manera.

– ¿Y tú qué pensabas ganar con ello?

– No lo sé muy bien… Pensé que así dejaría de molestar a Siobhan.

– ¿Te pidió ella ayuda?

– No.

– No, claro que no. Ella sabe defenderse sola.

Rebus asintió con la cabeza.

– Entonces, ¿es simple coincidencia?

– Fairstone era un desastre anunciado. Es una suerte que no causase la muerte de alguien más.

– ¿Una suerte?

– A mí no me va a quitar el sueño, Gill.

– No, claro, supongo que eso sería mucho pedir.

Rebus enderezó la espalda y se amparó en el silencio mientras Templer tuvo un sobresalto al ver que se había hecho sangre en la yema del dedo con la punta del lápiz.

– Es el último aviso, John -dijo bajando la mano para no hacer evidente en su presencia aquel descuido.

– Muy bien, Gill.

– Y cuando digo el último, es el último.

– Entiendo. ¿Quieres que te traiga una tirita? -preguntó él con la mano en el pomo de la puerta.

– Quiero que te vayas.

– ¿Seguro que no quieres…?

– ¡Fuera!

Rebus cerró la puerta al salir y sintió que volvían a responderle los músculos de las piernas. Siobhan estaba a dos metros de la puerta del despacho y enarcó una ceja. Él correspondió con un gesto torpe alzando ambos pulgares y ella meneó despacio la cabeza como diciendo «No sé cómo has podido salir con bien de ésta».

Tampoco él lo sabía muy bien.

– Te invito a algo -le dijo a Siobhan-. ¿Qué tal un café en la cantina?

– No eludas la cuestión.

– Me ha dado un último aviso. Desde luego, no es el gol de la victoria en la final de Hampden.

– ¿Sólo un saque de banda en Easter Road?

Rebus sonrió y sintió dolor en la mandíbula: la tensión sostenida exacerbada por la sonrisa.

Vieron que en la planta de abajo había alboroto y mucha gente esperando delante de los cuartos de interrogatorio a que fueran quedando libres; Rebus reconoció caras del DIC de Leith, hombres de Hogan, y cogió a un agente del codo.

– ¿Qué pasa?

El interpelado le miró furioso pero cambió de expresión al reconocerle. Era el agente Pettifer que apenas llevaba medio año en Homicidios y estaba endureciéndose a ojos vistas.

– Como en Leith ya no queda sitio -contestó Pettifer- los hemos traído aquí para interrogarlos.

Rebus miró a su alrededor y vio tipos de mala catadura, mal vestidos y de pelo descuidado, una buena selección del hampa de Edimburgo. Confidentes, heroinómanos, descuideros, timadores, ladrones, matones y alcohólicos. La comisaría apestaba con aquella humanidad heterogénea y resonaban por doquier sus protestas airadas sazonadas con el acento de los bajos fondos. Protestaban por todo. ¿Y los abogados? ¿No había nada de beber? Todos querían ir a mear. ¿Por qué los habían traído allí? ¿Y los derechos humanos? Era indignante aquel país fascista.

Los agentes de uniforme y de paisano intentaban mantener un sucedáneo de orden, anotaban nombres y datos y les designaban un cuarto o un banco para tomarles declaración, sin hacer caso de sus protestas.

Los más jóvenes, aún no domeñados por la ley, mantenían una actitud arrogante, y fumaban a pesar de los letreros de prohibición. Rebus cogió el pitillo a uno que llevaba una gorra de béisbol a cuadros con la visera apuntando hacia arriba, y pensó que alguna ráfaga del viento edimburgués haría salir la gorra volando como un frisbee.

– Yo no he hecho nada -dijo el joven moviendo un hombro-. Todos dicen lo mismo: yo no tengo nada que ver con los tiros, jefe, se lo juro. Páselo, ¿eh? Que lo disfrute -añadió con un guiño de serpiente refiriéndose al cigarrillo arrugado.

Rebus asintió con la cabeza y se alejó.

– Bobby busca al posible proveedor de las armas y ha hecho una redada entre lo mejorcito que hay -comentó Rebus a Siobhan.

– Me pareció ver alguna cara conocida.

– Sí, y no precisamente de un concurso de belleza -añadió Rebus mirando a los detenidos, todos hombres.

Era fácil verles como escoria social y sentir cierta compasión. Eran personas con un destino marcado, hombres criados en ambientes donde sólo se respeta la codicia y el miedo, con vidas predestinadas desde un principio.

Rebus estaba convencido de ello. Había visto familias en las que los hijos se habían descarriado creciendo indiferentes a cuanto no fuese las estrictas reglas de supervivencia en lo que a su entender era una jungla. Su insensibilidad era casi genética; la crueldad hace gente cruel. Él había conocido a los padres y a los abuelos de algunos de aquellos jóvenes delincuentes, que también llevaban la delincuencia en la sangre, y a quienes sólo la edad curaba de su reincidencia. Los hechos eran así, pero había un problema: cuando él y sus colegas debían intervenir, el mal ya estaba hecho, y en muchos casos era irreversible. Por eso era tan escaso el margen para la compasión y sólo cabía extirparlo.

Y luego estaban los tipos como Johnson Pavo Real, así llamado por las camisas que usaba, capaces de despejar de golpe al más borracho apenas verlas. Johnson era un hampón de tres al cuarto con ínfulas. Ganaba dinero y lo gastaba, y encargaba esas camisas a un sastre fino de la Ciudad Nueva. El tal Johnson gastaba a veces sombrero flexible y se había dejado crecer un bigotito negro, pensando probablemente en Kid Creole. Sabía que tenía una buena dentadura -detalle que le diferenciaba de sus iguales- y sonreía pródigamente. Johnson era un espectáculo.

A Rebus le constaba que rondaría los cuarenta, pero fácilmente, según estado de ánimo y vestimenta, aparentaba diez años menos. Johnson iba a todas partes acompañado de un retrasado llamado Demonio Bob que lucía una especie de uniforme consistente en gorra de béisbol, cazadora de motorista, vaqueros negros con bolsas en las rodillas y zapatillas de deporte gigantescas. Sin contar las sortijas de oro, brazaletes con su nombre en ambas muñecas y cadenas a guisa de collares. Tenía un rostro ovalado granujiento y una boca casi permanentemente abierta que le daba aspecto de perpetua perplejidad. Algunos comentaban que era hermano de Johnson, cosa que a Rebus le hacía pensar que si era cierto, sería por algún cruel experimento genético. El Pavo Real alto y casi elegante tenía a un bruto por adlátere.

En cuanto a lo de Demonio, era evidente que se trataba de un simple mote.

En el momento en que Rebus los vio estaban separándolos. A Bob iba a interrogarle un policía en la planta de arriba, donde había ya espacio disponible, y de Johnson se hacía cargo el agente Pettifer en el cuarto de interrogatorios número I. Rebus miró a Siobhan y se abrió paso entre los detenidos.

– ¿Le importa que esté yo presente? -preguntó con el consiguiente aturdimiento del joven agente, a quien sonrió para tranquilizarle.

– Señor Rebus. Qué agradable sorpresa -dijo Johnson tendiendo una mano.

Rebus le hizo caso. No quería que un delincuente como Johnson se enterara de que Pettifer era nuevo en el cuerpo y al mismo tiempo tenía que convencer al joven agente de que no albergaba ninguna torva intención, de que no estaba allí para vigilarle. La única manera de hacerlo era sonriéndole otra vez y es lo que hizo.

– Muy bien -dijo Pettifer decidiéndose.

Entraron los tres al cuarto de interrogatorios al tiempo que Rebus alzaba el índice en dirección de Siobhan confiando en que comprendiera que quería que le esperase.

El cuarto número I era pequeño y su atmósfera viciada apestaba al olor corporal de por lo menos seis sospechosos; las ventanas, situadas a bastante altura en una de sus paredes, no se podían abrir. En una mesita había una grabadora, un botón de alarma detrás y una cámara de vídeo en una repisa encima de la puerta.

Pero aquel día no grababan porque los interrogatorios eran informales, la buena voluntad era prioritaria. Pettifer sólo iba provisto de un par de hojas en blanco y un bolígrafo; previamente habría leído el expediente de Johnson, pero no lo tenía allí.

– Siéntese, por favor -dijo Pettifer.

Johnson limpió el asiento con un pañuelo rojo antes de acomodarse con morosa teatralidad.

Pettifer se sentó enfrente de él y, al ver que no había silla para Rebus, hizo ademán de levantarse, pero Rebus negó con la cabeza.

– Me quedaré de pie, si no le importa -dijo, recostándose en la pared con los pies cruzados y las manos en los bolsillos de la chaqueta.

Se había situado de forma que Pettifer le viera y que Johnson tuviera que volverse para hacerlo.

– ¿Está aquí como estrella invitada, señor Rebus? -dijo Johnson con una sonrisita.

– A ti se te da tratamiento de vip, Pavo Real.

– El Pavo Real siempre viaja en primera, señor Rebus -replicó él satisfecho, reclinándose en el respaldo con las manos cruzadas.

Llevaba el pelo de color negro azabache peinado hacia atrás y se le rizaba en la nuca. Aquel día no chupaba el habitual bastoncillo de cóctel, sino que mascaba chicle.

– Señor Johnson -comenzó a decir Pettifer-, supongo que sabe por qué está aquí.

– Porque están interrogando a todos los tíos sobre ese tiroteo. Ya le he dicho al otro poli, y no me cansaré de repetirlo, que eso no es lo mío. Matar críos es una maldad -añadió meneando despacio la cabeza-. Saben que si pudiera les ayudaría, y me han traído aquí con un falso pretexto.

– Anteriormente ha estado implicado en asuntos de armas de fuego, señor Johnson, y hemos pensado que quizá podría estar al corriente de algo que haya sucedido. ¿No habrá oído algo, un rumor quizá sobre alguien nuevo en el mercado?

Pettifer hablaba con seguridad aunque, en el fondo, podía ser simple fachada y estar temblando por dentro como una hoja; pero daba buena impresión y eso era lo que contaba, pensó Rebus complacido.

– Johnson Pavo Real no es precisamente un soplón, señoría. Pero en este caso, le aseguro que si me entero de lo que sea se lo diré inmediatamente. Pierdan cuidado. Y, para su información, yo me dedico al negocio de armas de imitación para coleccionistas, respetables caballeros de la industria y cargos por el estilo. Cuando las autoridades ilegalicen el negocio, pueden estar seguros de que Pavo Real cesará sus actividades.

– ¿Nunca ha vendido a alguien armas de fuego ilegales?

– Nunca.

– ¿Ni conoce a nadie que pueda venderlas?

– Como le dije antes, no soy un soplón.

– ¿Y no conoce a alguien capaz de reactivar esas armas que usted vende a coleccionistas?

– Ni idea, señoría.

Pettifer asintió con la cabeza y miró las hojas que seguían tan en blanco como al principio, momento que aprovechó Johnson para volver la cabeza hacia Rebus.

– ¿Qué tal le sienta volver a segunda clase, señor Rebus?

– Me gusta. El público suele tener costumbres más limpias.

– Vaya, vaya… -replicó Johnson esbozando una sonrisa y levantando un dedo-. No me gusta que funcionarios engreídos ensucien mi salón vip.

– Ya verás lo bien que vas a estar en Barlinnie, Pavo Real -replicó Rebus-. O dicho de otro modo, ya verás cómo vuelves locos a los chicos. La elegancia suele tener buena aceptación en la cárcel.

– Señor Rebus… -dijo Johnson agachando la cabeza y lanzando un suspiro-, las vendettas son muy feas. Pregunte a los italianos.

Pettifer se acomodó en la silla y sus pies rascaron el suelo.

– Tal vez podríamos volver a la pregunta dónde cree usted que Lee Herdman se procuró las armas -dijo.

– Actualmente casi todas son made in China, ¿no es cierto? -respondió Johnson.

– Me refiero -prosiguió Pettifer con leve tono de irritación- a quién recurriría una persona para hacerse con ellas.

Johnson se encogió exageradamente de hombros.

– ¿Por la culata y el gatillo? -Se rio de su propio chiste, carcajeándose en el silencio de la sala. Luego se revolvió en la silla, intentando poner cara solemne-. La mayoría de los armeros operan en Glasgow. A esos tíos es a quienes tendrían que preguntar.

– Ya lo están haciendo nuestros compañeros de allí -dijo Pettifer-. Pero, entretanto, ¿se le ocurre alguien en particular a quien debamos interrogar?

– A mí que me registren -contestó Johnson encogiéndose de hombros.

– Agente Pettifer, no lo dude, hágalo -comentó Rebus yendo hacia la puerta-. Tómele la palabra.

Fuera no había cesado el barullo y no había rastro de Siobhan. Rebus pensó que estaría en la cantina, pero en vez de ir a buscarla subió a la primera planta y miró en un par de cuartos de interrogatorio hasta dar con Demonio Bob, de quien se ocupaba en mangas de camisa el sargento George Silvers. En St Leonard llamaban a Hi-Ho Silvers. Era un viejo veterano que esperaba la jubilación con tanta ansia como un autoestopista a un camión. Silvers le saludó escuetamente con una inclinación de cabeza. Tenía una lista con doce preguntas y pretendía plantearlas y que le contestaran, para que aquel ejemplar que tenía enfrente fuera devuelto a la calle. Bob vio que Rebus cogía una silla y se sentaba entre ellos dos con la rodilla casi pegada a la suya, y se puso nervioso.

– Acabo de charlar con Pavo Real -dijo Rebus sin inmutarse por haber interrumpido una de las preguntas de Silvers-. Debería cambiar el nombre por el de Canario.

– ¿Por qué dice esto? -preguntó Bob con cara de bobo.

– ¿Tú qué crees?

– No lo sé.

– ¿Qué hacen los canarios?

– Vuelan… viven en los árboles.

– Viven en la jaula de tu abuela, imbécil, y cantan.

Bob reflexionó sobre aquello. A Rebus casi le pareció oír sus atrofiados mecanismos cerebrales. Era pura comedia en muchos malhechores que no eran nada tontos, pero Bob o bien era Robert de Niro en plena aplicación del método o no sabía actuar.

– ¿Qué? -replicó y, al ver la mirada de Rebus, añadió-: ¿Qué es lo que cantan?

No, no era Robert de Niro.

– Bob -añadió Rebus apoyando los codos en las rodillas e inclinándose hacia el joven-, si sigues con Johnson vas a pasarte media vida entre rejas.

– ¿Y?

– ¿No te importa?

Al decirlo comprendió que era una pregunta ociosa; lo corroboraba la mirada de suficiencia de Silvers. Para aquel tipo, la cárcel no sería más que otra etapa de aturdimiento que no ejercería sobre él el menor efecto.

– Johnson y yo somos socios.

– Ah, claro, y seguro que te da el cincuenta por ciento. Vamos, Bob… -añadió Rebus con una sonrisa de complicidad-. Te está atando la soga al cuello. Con una enorme sonrisa, cegándote con sus dientes perfectos. Te va a traicionar, y cuando la cosa se ponga fea, ¿quién va a pagar el pato? Para eso te tiene a su lado. Tú eres el monigote que recibe la tarta en la cara en la comedia. ¡Las armas las compráis y vendéis los dos, por Dios bendito! ¿Crees que no os tenemos en el punto de mira?

– Son réplicas para coleccionistas -espetó Bob, como quien recuerda una lección y la repite de memoria.

– Ah, claro, todos quieren tener unos cuantos Glock 17 y Walther PPK de imitación para adornar su chimenea.

Rebus se incorporó. No sabía si iba a poder hacérselo entender a Bob. Tenía que haber algo, un punto débil. Pero aquel fulano era amorfo como una pasta aguada que por más que se amase no acaba de adquirir forma. Hizo un último intento.

– Bob, un día de éstos un chaval va a sacar una de esas réplicas vuestras y lo van a tumbar de un tiro creyendo que es auténtica. Sucederá cualquier día.

Se dio cuenta de que había puesto cierta emoción en sus palabras. Silvers le observaba, empezando a preguntarse qué se traía entre manos. Rebus le miró, se encogió de hombros y se levantó.

– Piénsalo, Bob; hazme ese favor -añadió tratando de mirarle a los ojos, pero el joven miraba a las luces del techo, boquiabierto, como si fueran fuegos artificiales.

– Yo nunca he ido al teatro -estaba diciéndole a Silvers cuando Rebus salía.


* * *

Siobhan, al ver que Rebus la dejaba plantada, había ido al DIC. La sala estaba llena de policías sentados a las mesas de sus colegas de St Leonard interrogando a los detenidos. Vio que habían apartado a un lado el monitor del ordenador de su mesa y que la bandeja de la correspondencia estaba en el suelo. El agente David Hynds tomaba notas de lo que decía un joven con pupilas reducidas a puntas de alfiler.

– ¿Qué pasa con tu mesa? -preguntó Siobhan.

– La sargento Wylie hizo valer su jerarquía -respondió Hynds señalando con la cabeza hacia Ellen Wylie, que, sentada a la mesa y preparada para el siguiente interrogatorio, alzó la vista al oír su nombre y sonrió.

Siobhan le devolvió la sonrisa. Wylie pertenecía a la comisaría del West End y tenía su mismo rango, pero llevaba más años en el cuerpo, lo que las hacía posibles rivales en el escalafón. Optó por meter en un cajón la bandeja de la correspondencia, fastidiada por aquella invasión. La comisaría de cada cual era como un feudo particular, y no se sabía lo que los invasores podían llevarse.

Al coger la bandeja vio con el rabillo del ojo un sobre blanco que sobresalía de un montón de informes grapados. Lo cogió y guardó la bandeja en el único cajón hondo de la mesa, lo cerró y echó la llave. Hynds estaba mirándola.

– De aquí no necesitas nada, ¿verdad? -preguntó ella, y Hynds negó con la cabeza, quizás esperando una explicación.

Pero Siobhan se alejó y bajó a la máquina de refrescos. Allí estaba todo más tranquilo; en el aparcamiento había un par de policías de las otras comisarías tomándose un descanso, fumando y contando chistes. No vio a Rebus, de modo que se quedó junto a la máquina y abrió la lata helada. Notó el azúcar en los dientes y acto seguido en el estómago; miró la lista de ingredientes del bote y recordó que los libros sobre ataques de pánico recomendaban prescindir de la cafeína. Se había propuesto hacer un hueco en sus preferencias al café descafeinado y también sabía que hacían refrescos sin cafeína; otra cosa que evitar era la sal, por la tensión y todo eso. El alcohol, tomado con moderación, no era problema. Se preguntó si una botella de vino por la noche después del trabajo podía calificarse de «moderada»; no estaba muy segura. La cuestión era que si bebía sólo media botella, el vino se echaba a perder para el día siguiente. Tomó mentalmente nota de explorar la posibilidad de comprar medias botellas.

Se acordó del sobre y lo sacó del bolsillo. Estaba escrito a mano, más bien garabateado. Puso el bote encima de la máquina y comenzó a abrir el sobre, con un mal presentimiento. Vio que no era más que una hoja de papel. Menos mal: ni cuchillas de afeitar ni vidrios. Había tantos chalados capaces de… Desdobló el papel y vio escrito en torpes letras de molde: ESPERO VERLA DE NUEVO, EN EL INFIERNO, MARTY.

El nombre estaba subrayado. Se le aceleró el pulso. No le cabía duda de que Marty era Martin Fairstone. Pero Fairstone no era más que un simple montón de huesos y ceniza guardado en un laboratorio. Examinó el sobre. La dirección y el código postal eran correctos. ¿Sería alguna broma? ¿De quién? ¿Quiénes sabían lo del acoso de Fairstone? Rebus y Templer… ¿alguien más? Recordó que hacía unos meses le habían dejado un mensaje en el salvapantallas de su ordenador y que, por fuerza, tenía que ser alguien del DIC, uno de sus supuestos compañeros. Pero los mensajes habían cesado. A su lado trabajaban Davie Hynds y George Silvers y muchas veces también Grant Hood; otros agentes sólo lo hacían de vez en cuando. Pero ella no le había contado a nadie lo de Fairstone. Vamos a ver… cuando Fairstone había ido a presentar la denuncia, ¿se había registrado formalmente? No, creía que no. Pero en las comisarías hay mucho cotilleo y era difícil guardar un secreto.

Se percató de que estaba mirando a través de la puerta de cristal y de que aquellos dos policías del aparcamiento la observaban intrigados al verla allí inmóvil mirando hacia fuera como hipnotizada. Forzó una sonrisa y meneó la cabeza dando a entender que estaba ensimismada pensando en algo.

No sabía qué hacer y, a falta de otra cosa, sacó el móvil para simular que comprobaba si había mensajes, pero decidió hacer una llamada y marcó un número de memoria.

– Ray Duff al habla.

– Ray, ¿estás muy ocupado?

Sabía cuál iba a ser la respuesta: un suspiro prolongado. Duff era de la Policía Científica y trabajaba en los laboratorios forenses de Howdenhall.

– Pues aparte de analizar si todas las balas del colegio Port Edgar corresponden a la misma pistola, examinar la configuración de las salpicaduras de sangre y los restos de pólvora, los ángulos balísticos, etcétera…

– Así justificamos tu empleo. ¿Qué tal el MG?

– Una maravilla. ¿Sigue en pie la oferta de dar un garbeo un fin de semana?

La última vez que habían hablado, Duff acababa de reconstruir un modelo especial de 1973.

– Tal vez cuando el tiempo mejore.

– Tiene capota, ¿sabes?

– Pero no es lo mismo, ¿no crees? Oye Ray, ya sé que estás a tope de trabajo con la investigación del colegio, pero ¿no podrías hacerme un pequeño favor?

– Siobhan, sabes que voy a decir que no. Todo el mundo quiere esto resuelto y sin cabos sueltos.

– Ya lo sé. Yo también trabajo en el caso.

– Tú y toda la policía de Edimburgo. -Otro suspiro-. Sólo por curiosidad, ¿de qué se trata?

– ¿Entre nosotros?

– Por supuesto.

Siobhan miró a su alrededor. Los dos policías de afuera ya no la miraban. A unos siete metros de ella, en la cantina, había agentes sentados a una mesa comiendo sándwiches y tomando té. Se volvió de espaldas de cara a la máquina.

– He recibido un anónimo.

– ¿Con amenazas?

– Más o menos.

– Tienes que enseñárselo a alguien.

– He pensado que lo veas tú por si llegas a alguna conclusión.

– Siobhan, me refería a que debes dar parte a tu jefa. Es Gill Templer, ¿verdad?

– Sí, pero en este momento no soy precisamente su alumna predilecta. Además, está desbordada.

– ¿Y yo no?

– Sólo un vistazo rápido, Ray. A lo mejor no es nada.

– Pero en plan oficioso, ¿no es eso?

– Exacto.

– Pues es un error. Si es un caso de amenazas debes denunciarlo, Siob.

Otra vez el diminutivo. Cada vez había más gente que lo utilizaba; pero pensó que no era el momento de decirle que no le gustaba que la llamara así.

– Ray, la cuestión es que lo firma un muerto.

Se hizo un silencio.

– De acuerdo -dijo al fin Duff-. Te escucho.

– ¿Una casa de protección en Gracemount, en que se incendió una freidora?

– Ah, sí, el señor Martin Fairstone. También he intentado trabajar en ese caso.

– ¿Has averiguado algo?

– Todavía no, porque han dado prioridad a lo de Port Edgar y Fairstone ha bajado puestos en la lista.

Siobhan sonrió por la analogía con los éxitos musicales de los que ellos hablaban muchas veces y, efectivamente, oyó que añadía:

– Por cierto, Siob, ¿quiénes son los tres tops escoceses de rock y pop?

– Ray…

– Vamos, di. No vale pensar; los primeros que te vengan a la cabeza.

– ¿Rod Stewart, Big Country y Travis?

– ¿Y Lulu y Annie Lennox?

– Ya sabes que yo no entiendo mucho, Ray.

– Es curioso que citaras a Rod Stewart.

– Cárgalo a la cuenta del inspector Rebus, que me prestó algunos de sus primeros discos -respondió ella forzando un suspiro-. Bueno, ¿me vas a ayudar o no?

– ¿Cuánto tardarás en enviármelo?

– Lo tendrás ahí antes de una hora.

– Bien, me quedaré a hacer horas extra. ¿Ni eso te ablandará?

– ¿Te he dicho alguna vez que eres guapísimo, y muy listo?

– Sólo cuando me pides un favor.

– Eres un ángel, Ray. En cuanto sepas algo, dímelo.

– Ven a dar una vuelta en coche alguna vez -añadió Duff antes de que ella colgara.

Siobhan cruzó la cantina con el sobre hasta recepción.

– ¿Tiene ahí por casualidad una bolsa de pruebas? -preguntó al sargento de guardia.

– Puedo ir a por una arriba -dijo el hombre después de mirar en un par de cajones.

– ¿No hay sobres de efectos personales?

El sargento volvió a agacharse y sacó un sobre amarillo tamaño folio de debajo del mostrador.

– Muy bien -dijo Siobhan metiendo la carta en el sobre; escribió en él el nombre de Duff y la palabra URGENTE, y su nombre en el dorso.

Volvió a cruzar la cantina y salió al aparcamiento; como ya habían vuelto a entrar los dos fumadores no tendría que dar ninguna explicación por haber estado mirándolos abstraída. Vio que dos agentes subían a un coche patrulla.

– ¡Eh, muchachos! -exclamó, y al acercarse vio que el copiloto era John Masón, a quien en la comisaría apodaban Perry. Conducía Toni Jackson.

– Hola, Siobhan. Te echamos de menos el viernes -dijo la agente Jackson.

Siobhan hizo un gesto de disculpa. Toni y otras agentes salían todos los viernes de marcha y ella era la única de mayor rango a quien aceptaban en la pandilla.

– ¿Me perdí algo bueno? -preguntó.

– Lo pasamos en grande. El hígado todavía se está recuperando.

Masón la miró intrigado.

– ¿Qué hiciste?

– Ya te gustaría saberlo -replicó ella con un guiño-. ¿Qué quieres, Siobhan, que hagamos de carteros? -añadió señalando el sobre con la barbilla.

– ¿Podríais llevar esto al laboratorio forense de Howdenhall? Entregadlo en mano si es posible -añadió indicando con el dedo el nombre de Duff.

– Tenemos que ir a un par de sitios pero casi nos viene de paso.

– Dije que lo recibiría antes de una hora.

– Con Toni al volante no hay problema -comentó Masón.

– Siobhan -dijo Toni Jackson sin hacer caso a Masón-, me han dicho que te han relegado a chófer.

– Sólo por unos días -dijo ella torciendo ligeramente el gesto.

– ¿Qué le ha pasado a Rebus en las manos?

– No lo sé, Toni. ¿Qué se rumorea por ahí? -añadió Siobhan mirando a Jackson.

– De todo… Desde que hubo un combate de boxeo hasta que fue culpa de una sartén.

– Una cosa no excluye a la otra necesariamente.

– En el inspector Rebus no hay nada que excluya una cosa de otra -comentó Toni Jackson sonriendo irónicamente y tendiendo la mano para coger el sobre-. Tienes tarjeta amarilla, Siobhan.

– Bueno, si queréis iré este viernes.

– ¿Prometido?

– Lo juro por el DIC.

– O sea, que ya veremos.

– Ya sabes, Toni, que siempre surge algo.

Toni Jackson miró por encima del hombro de Siobhan.

– Hablando del rey de Roma -dijo cogiendo el volante.

Siobhan se dio la vuelta y vio a Rebus mirando desde la puerta. No sabía cuánto tiempo haría que estaba allí y si la habría visto entregando el sobre. El motor se encendió y Siobhan se apartó mirando cómo se alejaba el coche. Rebus, que acababa de abrir una cajetilla, sacó un cigarrillo con los dientes.

– Es sorprendente la capacidad de adaptación del ser humano – comentó Siobhan acercándose a él.

– Trato simplemente de ampliar mi repertorio -dijo Rebus-. Pienso probar a tocar el piano con la nariz -añadió logrando encender el mechero al tercer intento e inhalando humo.

– Por cierto, gracias por dejarme al margen -dijo ella.

– No se trataba de eso.

– Quiero decir que…

– Ya sé. Ya sé -la interrumpió él-. Sólo quería oír qué alegaba Johnson.

– ¿Johnson?

– Johnson Pavo Real -contestó Rebus y, al ver que Siobhan le miraba extrañada, añadió-: él se hace llamar así.

– ¿Por qué?

– ¿No te has fijado en cómo viste?

– Quiero decir que por qué querías estar presente en el interrogatorio.

– Porque es un fulano que me interesa.

– ¿Por algún motivo en particular?

Rebus se encogió de hombros.

– ¿Quién es ese Johnson? -añadió Siobhan-. ¿Debería conocerle?

– Es un malhechor de poca monta, pero a veces ésos son los más peligrosos. Vende armas de imitación al mejor postor y puede que trafique con armas auténticas. Compra objetos robados, distribuye drogas blandas, algo de hachís…

– ¿Dónde opera?

Rebus pareció pensarlo.

– Por Burdiehouse.

– ¿Burdiehouse? -repitió Siobhan, que conocía de sobra sus respuestas evasivas.

– En esa dirección -añadió él señalando con el cigarrillo sin quitárselo de la boca.

– Bueno, puedo buscarlo en los archivos -dijo ella mirándole a los ojos hasta que Rebus parpadeó.

– En Southhouse o Bourdiehouse; por ahí -añadió él expulsando humo por la nariz como un toro acorralado.

– Es decir, cerca de Gracemount.

– Más o menos -replicó él encogiéndose de hombros.

– O sea, que opera en el barrio en que vivía Fairstone… ¿Cabe la posibilidad de que dos tipos como ellos no se conocieran?

– A lo mejor se conocían.

– John…

– ¿Qué había en ese sobre?

En ese momento fue ella la que puso cara de póquer.

– No cambies de tema -replicó.

– El tema está cerrado. ¿Qué había en el sobre?

– Nada que deba preocupar a tu linda cabecita, inspector Rebus.

– Ahora sí que me preocupa.

– En serio que no era nada.

Rebus hizo una pausa y asintió despacio con la cabeza.

– Porque tú sabes defenderte sola, ¿verdad?

– Exactamente.

Rebus agachó la cabeza, dejó caer la colilla al suelo y la aplastó con el pie.

– ¿Sabes que mañana no te necesito? -dijo.

Ella asintió con la cabeza.

– Procuraré que las horas no se me hagan interminables -replicó.

Rebus trató inútilmente de encontrar una réplica.

– Bien, vamos a escaquearnos antes de que Gill Templer busque otro pretexto y nos eche la bronca -dijo dirigiéndose al coche de ella.

– Muy bien -dijo Siobhan-, y mientras yo conduzco tú me cuentas todo lo que sepas sobre el señor Johnson. -Calló un momento-. Por cierto: ¿quiénes son los tres mejores cantantes escoceses de rock y pop?

– ¿Por qué lo dices?

– Venga, nombra los tres primeros que se te ocurran.

Rebus reflexionó un instante.

– Nazaret, Alex Harvey, Deacon Blue.

– ¿Rod Stewart no?

– No es escocés.

– Pero te lo acepto si quieres.

– Bueno, en ese caso lo citaría, pero probablemente después de Ian Stewart. Aunque nombraría antes a John Martyn, Jack Bruce, Ian Anderson… sin olvidar a Donovan y la Incredible String Band, Lulu y Maggie Bell…

Siobhan entornó los ojos.

– ¿Estoy a tiempo de arrepentirme de haberte preguntado? -dijo.

– Demasiado tarde -replicó Rebus subiendo al coche-. Otro es Frankie Miller, Simple Minds en sus buenos tiempos y siempre tuve debilidad por Pallas.

Siobhan permaneció inmóvil con la mano en la portezuela sin abrirla mientras Rebus, ya sentado, seguía recitando nombres sin parar.


* * *

– No es la clase de local al que yo voy a tomar una copa -musitó el doctor Curt.

Era un hombre alto y delgado -a sus espaldas se comentaba que tenía aspecto «fúnebre»-, de cincuenta y tantos años, con un rostro alargado y fofo y pronunciadas ojeras. A Rebus le recordaba un sabueso.

Un sabueso fúnebre.

Lo que no dejaba de ser lógico teniendo en cuenta que era uno de los patólogos más reputados de Edimburgo. A través de su maestría los cadáveres revelaban sus historias, a veces revelaban secretos: suicidios que resultaban ser asesinatos y huesos que no eran humanos. Curt había ayudado a Rebus con su habilidad e intuición a resolver decenas de casos, y habría sido una grosería por su parte rehusar la invitación del patólogo cuando le llamó por teléfono. Como posdata había añadido:

– Pero en un sitio tranquilo. Un lugar en el que podamos hablar sin que haya gente charlando.

Por eso Rebus le había citado en su bar predilecto, el Oxford, escondido en un callejón detrás de George Street y lejos del despacho de Curt y de la comisaría.

Ocuparon una mesa de la parte de atrás, que estaba desierta. Era una tarde de mitad de semana y en la barra no había más que dos oficinistas a punto de irse y un cliente habitual que acababa de entrar. Rebus llevó las bebidas a la mesa: una pinta de cerveza para él y un gin-tonic para Curt.

Slainte -dijo el patólogo alzando el vaso.

– Salud, doctor -contestó Rebus levantando la jarra con las dos manos.

– Da la impresión de que alza un cáliz -comentó el patólogo-. ¿No va a explicarme qué es lo que le sucedió?

– No.

– Los rumores corren…

– Por mí pueden correr los kilómetros que quieran. Lo que me intriga es su llamada. ¿Era para hablar de eso?

Después de volver a casa, Rebus se había dado un baño templado, había encargado un curry por teléfono y puesto en el tocadiscos a Jackie Leven con sus románticas canciones sobre los hombres duros de Fife. ¿Cómo se le habría olvidado incluirlo en la lista para Siobhan? En ese momento había telefoneado el doctor Curt. «¿Podríamos hablar? ¿En algún sitio? ¿Esta tarde?» No había dicho de qué y se habían citado en el Oxford a las siete y media.

– ¿Qué tal le han ido las cosas últimamente, John? -preguntó el doctor Curt saboreando su bebida.

Rebus le miró fijamente. Era el preámbulo obligado con algunos hombres de cierta edad y clase. Acto seguido le ofreció un cigarrillo que el patólogo aceptó.

– Saque otro para mí -pidió Rebus; el doctor así lo hizo y durante un rato fumaron ambos en silencio.

– De fábula, doctor, ¿y a usted? ¿Siente muy a menudo la necesidad de llamar a un policía por la noche para charlar en la oscura parte de atrás de un bar?

– Si no me equivoco, fue usted quien eligió la parte de atrás.

Rebus asintió levemente con la cabeza.

– Qué impaciente es usted, John -añadió el patólogo sonriendo.

– Si le digo la verdad -replicó Rebus encogiéndose de hombros-, podría estarme aquí toda la noche, pero me quedaría mucho más tranquilo si supiera qué tiene que darme.

– Se trata de los restos de un tal Martin Fairstone.

– Ah, ya -comentó Rebus removiéndose en la silla y cruzando las piernas.

– Sabe de quién hablo, por supuesto -añadió Curt aspirando el cigarrillo de tal manera que parecía que todo su rostro se retraía.

Hacía sólo cinco años que fumaba, como si estuviera dispuesto a poner a prueba su mortalidad.

– Le conocía -dijo Rebus.

– Ah, sí, por desgracia hay que hablar en pasado.

– Desgracia, no tanta. Yo no le echo de menos.

– Sea como fuere, el profesor Gates y yo… Bien, consideramos que hay zonas borrosas.

– ¿Se refiere a huesos y cenizas?

Curt negó despacio con la cabeza haciendo caso omiso de la guasa de Rebus.

– Los forenses nos aclararán algunas cosas -replicó bajando la voz-. La comisaria Templer ha insistido en que se realicen y creo que Gates hablará con ella mañana.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Templer piensa que usted está implicado de alguna manera en el homicidio.

La última palabra quedó flotando en el aire entre los dos. Rebus no necesitaba repetirla. Curt, anticipándose a una posible objeción, añadió:

– Presunto homicidio, creemos -dijo asintiendo despacio con la cabeza-. Hay evidencia de que lo ataron a la silla. Tengo fotos -añadió cogiendo una cartera que había dejado a su lado en el suelo.

– Doctor, probablemente, no debería enseñármelas -objetó Rebus.

– Lo sé, y no lo haría si pensara que existe la menor posibilidad de que usted fuera culpable. Pero le conozco, John -añadió mirándole.

Rebus miraba la cartera.

– No es la primera vez que la gente se equivoca respecto a mí.

– Quizá -dijo el doctor.

Puso el sobre marrón en la mesa entre los dos, encima de los posavasos húmedos. Rebus lo cogió y lo abrió. Había dos docenas de fotos de la cocina con un fondo todavía humeante; Martin Fairstone era apenas reconocible, no parecía un ser humano, más bien un maniquí chamuscado y cubierto de ampollas. Estaba tumbado boca abajo. Tras él había una silla reducida a un par de palos carbonizados y restos del asiento. Lo que llamó la atención de Rebus fue la cocina. Tenía la superficie casi intacta. La freidora estaba encima de uno de los quemadores. Si la limpiaran, podría usarse… Costaba entender que una simple freidora hubiera sobrevivido y un ser humano no.

– Lo que se observa aquí es cómo la silla se cayó hacia delante, y con ella la víctima. Se diría que cayó de rodillas, se dio de bruces contra el suelo y acabó tendido boca abajo. ¿Ve la posición de los brazos? Están pegados a los costados.

Rebus lo veía, pero no estaba tan seguro de qué se suponía que debía deducir de aquello.

– Hemos encontrado lo que parece restos de una cuerda… una cuerda de plástico de las de tender la ropa. El recubrimiento se derritió, pero el nailon era muy resistente.

– En las cocinas suele haber cuerdas de tender -adujo Rebus haciendo de abogado del diablo, al comprender de pronto adonde quería ir a parar el patólogo.

– Cierto, pero el profesor Gates… Bueno, él lo ha puesto en manos de los expertos del laboratorio.

– ¿Porque piensa que Fairstone estaba atado a la silla?

Curt asintió con la cabeza.

– Hay otras fotos, en algunas… los primeros planos… se ven trozos de cuerda.

Rebus las examinó.

– La secuencia de acontecimientos sería la siguiente: un hombre pierde el conocimiento, lo atan a una silla. Vuelve en sí, se ve rodeado de llamas y siente que el humo invade sus pulmones, se retuerce tratando de liberarse de las ataduras, pero se inicia el proceso de asfixia y el humo acaba con él antes de que el fuego queme la cuerda.

– En teoría -comentó Rebus.

– Sí, naturalmente -añadió el patólogo en voz baja.

Rebus volvió a repasar las fotos.

– ¿Así que estamos ante un asesinato?

– O ante un homicidio intencionado. Me imagino que un abogado podría argumentar que el hecho de que lo ataran no fue la causa de la muerte y que sólo pretendían darle un aviso, digamos.

Rebus le miró.

– Veo que le han dado vueltas -dijo.

Curt volvió a levantar el vaso.

– El profesor Gates hablará mañana con Gill Templer. Le enseñará estas fotos. Pero habrá que esperar a la opinión de los forenses. Se rumorea que usted estuvo en la casa.

– ¿Se ha puesto en contacto con usted un periodista? -preguntó Rebus, y vio que Curt asentía-. ¿Que se llama Steve Holly?

El patólogo volvió a asentir y Rebus lanzó una maldición en el preciso instante en que llegaba Harry, el camarero, a retirar los vasos vacíos. Venía silbando, signo evidente de que tenía algún ligue y que seguramente pretendía presumir de ello, pero el exabrupto de Rebus le indujo a irse sin más.

– ¿Cómo va a…? -añadió Curt, incapaz de dar con las palabras adecuadas.

– ¿Cómo voy a defenderme? -sugirió Rebus. Luego sonrió con amargura-. Es imposible, doctor. Yo estuve allí y todo el mundo lo sabe o no tardará en saberlo.

Hizo ademán de morderse la uña, pero recordó que no podía. Le apetecía dar un puñetazo en la mesa, pero tampoco podía.

– Sólo es evidencia circunstancial -dijo Curt-. O casi.

Estiró la mano para coger una fotografía, un primer plano de la calavera con la boca abierta. Rebus sintió que la cerveza se le revolvía.

– Mire, esto -dijo Curt señalando el cuello- parece piel, pero hay algo… había algo que le rodeaba la garganta. ¿Llevaba el difunto corbata o algo así?

La pregunta era tan absurda que Rebus soltó una carcajada.

– Era una vivienda de protección oficial de Gracemount, doctor, no el club fino de la Ciudad Nueva.

Rebus fue a coger el vaso, pero se le quitaron las ganas de beber: no se le iba de la cabeza la imagen de Fairstone con corbata. ¿Y por qué no con esmoquin y un criado ofreciéndole un habano…?

– Bien, en ese caso, si no llevaba nada en el cuello, algo similar a una corbata o un pañuelo -dijo Curt- empieza a parecer que era algún tipo de mordaza. Tal vez le embutieron un pañuelo en la boca atado por detrás. Pero debió lograr desprenderse de él. Demasiado tarde para pedir auxilio, eso sí. Luego, resbaló por el cuello, ¿lo ve?

De nuevo, Rebus lo vio.

Y se vio a sí mismo tratando de librarse.

Se vio cayendo…

Capítulo 7

A Siobhan se le ocurrió una idea.

Como los ataques de pánico solían producirse cuando estaba dormida, tal vez tenían que ver con el dormitorio. Así que decidió probar a dormir en el sofá. Era muy cómodo. Estaba tapada con el edredón, el televisor al lado, café y una bolsa de patatas fritas. Aquella noche, sin darse cuenta, se levantó tres veces a mirar por la ventana y, si veía moverse alguna sombra, escrutaba durante unos minutos el lugar donde creía haberla visto. Cuando Rebus llamó para contarle lo de la conversación con el doctor Curt, ella le preguntó si habían identificado definitivamente el cadáver.

Él le preguntó qué quería decir.

– Me refiero a que como son restos carbonizados tendrán que identificarlos por el ADN, ¿verdad? ¿Lo han hecho?

– Siobhan…

– Es lo que hacen, ¿no?

– Ha muerto, Siobhan. Olvídate de él.

Se mordió el labio inferior; tenía menos sentido que nunca decirle lo del anónimo. Ya tenía bastante con lo suyo.

La había llamado para avisarla de que si al día siguiente las cosas se ponían feas él no iba a estar en la comisaría. Templer tendría que buscarse a un sustituto.

Siobhan decidió hacer más café; un descafeinado de sobre que le dejó en la boca un sabor agrio. Se detuvo frente a la ventana y echó un vistazo a la calle antes de ir a la cocina. El médico le había pedido que hiciera una lista de lo que comía una semana normal y trazó un círculo en todo lo que en su opinión contribuía a producir los ataques. Siobhan trató de borrar de su mente las patatas fritas… el problema era que le gustaban. También el vino, los refrescos y la comida rápida. Alegó ante el médico que no fumaba y que hacía ejercicio regularmente.

– ¿Libera estrés con el alcohol y la comida rápida?

– Es mi manera de acabar la maldita jornada.

– Lo que quizá debería procurar, de entrada, es que no le afectara.

– No irá a decirme que usted nunca ha fumado ni se ha tomado una copa…

Por supuesto que no iba a negarlo. Los médicos sufren más estrés que los policías. Lo que sí había hecho ella por propia iniciativa era procurar escuchar música tranquila: Lemon Jelly, Oldolar, Boards of Canadá. Algunos no funcionaban. Aphex Twin y Autechre no le habían servido: eran poca cosa.

Poca cosa.

Pensó en Martin Fairstone y en su olor a tío y sus dientes descoloridos. Lo vio al lado de su coche, acercándose a las bolsas de la compra, agrediéndola como si tal cosa y seguro de sí mismo. Rebus tenía razón: tenía que estar muerto. El anónimo era una broma de mal gusto, pero no acababa de dar con quién habría podido enviárselo. Tenía que haber alguien, alguien que no recordara…

Al volver con el café de la cocina volvió a pararse en la ventana. Había luces en los pisos de enfrente. Tiempo atrás una persona la había espiado desde allí; un policía llamado Linford que seguía en el cuerpo, en Jefatura. Hubo un momento en que pensó en mudarse, pero le gustaba aquel barrio, el piso, la zona; tenía tiendas a mano y había matrimonios jóvenes y gente soltera. Pensó que, de hecho, casi todas las parejas eran más jóvenes que ella. Siempre le decían «¿cuándo vas a echarte novio?». Toni Jackson se lo preguntaba todos los viernes cuando salían en grupo, le señalaba posibles candidatos en bares y discotecas, no admitía que se negara a que se los presentase y los traía a la mesa mientras ella se quedaba con la cabeza apoyada en las manos.

Tal vez lo del novio fuese una solución; así espantaría a los moscones. Aunque un perro tampoco estaría mal. Pero es que un perro… No, un perro no quería. Ni tampoco un novio. Tuvo que cortar con Eric Bain una temporada cuando él empezó a hablar de que pasaran de la amistad «a la siguiente fase». Lo echaba de menos, cuando llegaba a casa por la noche, y compartían una pizza y cotilleos, escuchaban música o jugaban con algún juego de ordenador. Volvería a invitarle pronto; a ver qué tal resultaba. Pronto, pero no de momento.

Martin Fairstone había muerto. Todo el mundo lo sabía. Pensó quién podría saberlo si no era cierto: su novia quizá, o amigos o familiares. Tendría que vivir con alguien y ganar dinero para vivir. A lo mejor aquel Johnson Pavo Real lo conocía. Rebus decía que era un imán para la información del barrio. Como no tenía sueño pensó que tal vez le vendría bien dar una vuelta en coche. Pondría buena música. Cogió el teléfono y llamó a la comisaría de Leith, pues sabía que para el caso de Port Edgar no había límites de presupuesto y que por consiguiente habría gente en el turno de noche haciendo horas extra y solicitó información sobre Johnson.

– Se trata de Johnson Pavo Real. No sé su nombre de pila. Le interrogaron esta mañana en St Leonard.

– ¿Qué información quiere, sargento Clarke?

– De momento, sólo su dirección.


* * *

Rebus había cogido un taxi para no tener que conducir. Pero incluso así tuvo que hacer un gran esfuerzo con el pulgar para abrir la portezuela y el dedo aún le quemaba. Llevaba los bolsillos llenos de calderilla porque le costaba trabajo juntar monedas para pagar y lo hacía con billetes de los que se iba guardando el cambio.

Aún le daba vueltas la conversación con el doctor Curt. Lo que le faltaba ahora era una investigación por asesinato, especialmente cuando él era el principal sospechoso. Siobhan le había preguntado quién era Johnson Pavo Real, pero él se las había arreglado para darle sólo respuestas vagas. Era Johnson el motivo por el que se encontraba en ese momento ahí, llamando al timbre, y la razón por la que aquella noche había vuelto a casa de Fairstone.

Abrieron la puerta y la luz bañó su figura.

– Ah, John, ¿eres tú? Pasa, hombre.

Era una casa semiadosada en Alnwicknill Road, de construcción reciente. Andy Callis vivía solo, pues su esposa había muerto hacía un año de cáncer. En el vestíbulo colgaba una foto enmarcada de su boda: Callis impasible con unos veinte kilos menos y Mary radiante con un halo de luz a su alrededor y flores en el pelo. Rebus asistió al entierro y recordaba que Callis había depositado un ramillete sobre el ataúd. Rebus había sido uno de los cinco que llevaron el féretro además de Callis, quien mientras lo bajaban a la fosa no apartó los ojos del ramillete.

Hacía un año de eso. Parecía que Andy lo estaba superando, y ahora…

– ¿Cómo estás, Andy? -preguntó Rebus.

Tenía encendida la estufa eléctrica en el cuarto de estar. Frente al televisor había un sillón de cuero con escabel a juego. Era un cuarto limpio y olía bien. El jardín estaba bien cuidado, los bordes limpios de malas hierbas. En la repisa de la chimenea había otra foto de estudio de Mary con la misma sonrisa que la de la boda pero con alguna arruga en torno a los ojos y la cara más llena. Una mujer que entra en la madurez.

– Bien, John.

Callis se sentó en el sillón moviéndose como un viejo pese a sus cuarenta y pocos años y no tener una sola cana. El sillón crujió hasta que él acabó de acomodarse.

– Sírvete de beber; ya sabes dónde está.

– Tomaré un trago.

– ¿No has venido en coche?

– No, en taxi. -Rebus se acercó al botellero y levantó una botella hacia Callis pero vio que negaba con la cabeza-. ¿Sigues tomando esas pastillas? -añadió.

– Sí, y no puedo mezclarlas con alcohol.

– Yo también estoy tomando unas -dijo Rebus sirviéndose un whisky doble.

– ¿Es que hace frío en el cuarto? -preguntó Callis. Rebus negó con la cabeza-. ¿Por qué no te quitas los guantes?

– Me hice daño en las manos; por eso tomo pastillas -levantó el vaso- aparte de otros analgésicos que no requieren receta. -Cogió el vaso y se acomodó en el sofá. En la televisión, sin sonido, había una especie de concurso-. ¿Qué estás viendo?

– Sabe Dios.

– Entonces ¿no te molesto?

– No, en absoluto -respondió Callis sin dejar de mirar la pantalla-. A no ser que hayas venido a insistir otra vez.

Rebus negó con la cabeza.

– No, ya no, Andy. Aunque la verdad es que no damos abasto.

– ¿Es por lo del colegio? -Vio con el rabillo del ojo que Rebus asentía con la cabeza-. Qué cosa más horrible -añadió.

– Se supone que tengo que averiguar por qué lo hizo.

– ¿Para qué? Si a la gente le dan… la oportunidad es normal que sucedan esas cosas.

Rebus reflexionó sobre la vacilación después de la palabra «dan». Callis había estado a punto de decir «armas». Y había dicho «lo del colegio», no los «disparos». Aún no estaba fuera de peligro.

– ¿Sigues yendo a la psiquiatra?

– Para lo bien que me sienta… -replicó Callis despectivo.

No era en realidad una psiquiatra ni él tenía que tumbarse en un sofá para hablar de su madre, pero los dos la llamaban en broma la psiquiatra para hablar sobre el tema con mayor distanciamiento.

– Por lo visto hay casos peores que el mío -añadió Callis-. Hay tíos que son incapaces de coger un bolígrafo o una botella de salsa. Porque todo les recuerda…

Se le quebró la voz.

Rebus terminó mentalmente la frase: «a las armas». Todo le recordaba las armas.

– Sucede algo muy raro cuando lo recuerdas -prosiguió Callis-. Sí, claro, están hechas para dar miedo, ¿no es cierto? Y entonces alguien como yo reacciona y hay un problema.

– Es problema si te afecta para toda la vida, Andy. ¿Tienes algún problema cuando echas salsa a las patatas fritas?

– No, ya ves que no -respondió Callis palmeándose la barriga.

Rebus sonrió, se reclinó hacia atrás y cogió el vaso de whisky en el brazo del sofá. Se preguntaba si Callis era consciente del tic que tenía en el ojo izquierdo y del leve temblor en la voz. Hacía ya casi tres meses que había cogido la baja por enfermedad. Hasta entonces había sido oficial de patrulla con entrenamiento especial en armas de fuego. En Lothian and Borders había muy pocos agentes de aquel cuerpo especial insustituible y en Edimburgo sólo contaban con un vehículo de Respuesta Armada.

– ¿Qué dice el médico?

– John, qué más da lo que diga. No van a dejarme volver al cuerpo sin pasar una serie de pruebas.

– ¿Temes no superarlas?

– Lo que temo es superarlas -replicó Callis mirándole.

Se quedaron un rato en silencio viendo la televisión. Rebus pensó que debía de ser uno de esos programas tipo «Gran Hermano» en el que cada semana disminuyen los participantes.

– Bueno, ¿qué tenéis entre manos? -preguntó Callis.

– Pues… -contestó Rebus pensativo-. No mucho.

– ¿Salvo eso del colegio?

– Sí, salvo eso. Los compañeros no dejan de preguntar por ti.

Callis asintió con la cabeza.

– Sí, las caras conocidas pasan por casa de vez en cuando -dijo.

– ¿Así que no piensas volver? -preguntó Rebus inclinándose hacia delante.

Callis le dirigió una sonrisa cansina.

– Sabes que no. Tengo eso que llaman estrés o algo así. Incapacitado por…

– Andy, ¿cuántos años hace…?

– ¿Que ingresé? -dijo Callis pensativo frunciendo el ceño-. Unos quince… Quince años y medio.

– Un solo incidente en todos esos años ¿y ya te das por vencido? Ni siquiera fue un «incidente»…

– John, mírame, haz el favor. ¿Es que no ves cómo me tiemblan las manos? -dijo levantándolas para que lo viera-. ¿Y esta vena que me palpita en el ojo? -añadió levantando una mano hacia ella-. No es que yo me dé por vencido, es mi cuerpo. Todo esto son signos de aviso. ¿Quieres que haga como que no lo noto? ¿Sabes cuántos servicios hicimos el año pasado? Casi trescientos. Salimos de servicio con arma tres veces más que el año anterior.

– Sí, desde luego, la situación es cada vez más dura.

– Quizá, pero yo no.

– Ni tienes por qué -dijo Rebus pensativo-. Pero podrías volver al servicio sin armas. Hay muchos puestos por cubrir en los despachos.

– Eso no es lo mío, John -respondió Callis negando con la cabeza-. El papeleo me deprime.

– Podrías volver al servicio de patrulla a pie.

Callis miraba al vacío sin escuchar.

– Lo que me subleva es que yo estoy en casa con mis síntomas y esos hijos de puta siguen ahí, llevando armas sin que les pase nada. ¿En qué sistema vivimos, John? ¿Para qué demonios servimos si no podemos impedirlo? -añadió volviéndose hacia Rebus.

– Andy, estar aquí sentado gimoteando no sirve de nada -replicó Rebus con voz calmada.

En la mirada de su amigo había tanta rabia como impotencia. Callis bajó las piernas del escabel y se levantó.

– Voy a poner el hervidor. ¿Quieres algo?

En el televisor unos concursantes discutían sobre algo que tenían que hacer. Rebus miró el reloj.

– No, Andy. Tendría que irme ya.

– Te agradezco que vengas de vez en cuando, John, pero no te sientas obligado.

– Es un simple pretexto para gorrearte una copa, Andy. Ya verás cómo, cuando haya vaciado tu bar, no vuelves a verme el pelo.

Callis trató de sonreír.

– Pide un taxi por teléfono si quieres -dijo.

– Tengo el móvil.

Que podía utilizar, sólo que pulsando las teclas con un bolígrafo.

– ¿De verdad que no quieres nada más?

– Mañana tengo mucho que hacer -respondió Rebus negando con la cabeza.

– Yo también -dijo Callis.

Rebus asintió con una inclinación de cabeza. Sus conversaciones siempre acababan con las mismas frases: «¿Tienes mucho que hacer mañana, John? Siempre tengo mucho que hacer, Andy. Sí, yo también». Pensó en algo que decirle sobre el crimen del colegio, sobre Johnson Pavo Real, pero juzgó que sería contraproducente. Ya hablarían más adelante con claridad y no jugando a aquella especie de ping-pong a que en la actualidad se resumían sus conversaciones. Aún no.

– Me voy -dijo Rebus alzando la voz hacia a la cocina.

– Espera a que llegue el taxi.

– Quiero tomar un poco el aire, Andy.

– Lo que tú quieres es fumar un cigarrillo.

– No me explico cómo con esa intuición no te hicieron de la secreta -comentó Rebus abriendo la puerta.

– No quise -replicó Callis.

Una vez en el taxi, Rebus decidió desviarse y le dijo al conductor que iban a Gracemount, donde le indicó la dirección de la casa de Martin Fairstone. Habían tapado las ventanas con planchas y candado en prevención de vándalos. Bastaría con que entrase un par de heroinómanos para que la vivienda se convirtiera en un fumadero de crack. Por fuera no se veían las paredes chamuscadas. La cocina donde se había iniciado el incendio estaba en la parte de atrás. Allí se concentrarían los daños. Los bomberos habían sacado unos muebles al abandonado jardincillo trasero: sillas, una mesa y una aspiradora rota que nadie iba a molestar en llevarse. Dijo al taxista que continuara. En una parada de autobús había un grupo de adolescentes. Rebus no creía que esperaran el autobús. La marquesina era su guarida. Dos estaban subidos al techo y otros tres acechaban desde la oscuridad. El taxista se detuvo.

– ¿Qué sucede? -preguntó Rebus.

– Creo que tienen piedras. Si pasamos por delante nos acribillan.

Rebus miró hacia la parada y vio que los dos de encima estaban quietos. No vio que tuvieran nada en las manos.

– Espere un momento -dijo bajándose del taxi.

– ¿Está loco, amigo? -exclamó el taxista volviendo la cabeza.

– No; pero me volvería loco si se largara sin mí -le advirtió Rebus.

Dejó la portezuela abierta y se acercó a la parada de autobús. Tres cuerpos salieron del escondite. Llevaban sudaderas con capuchas, que tenían puestas y bien apretadas para protegerse del frío. Las manos en los bolsillos. Especímenes delgados y fuertes, llevaban vaqueros que hacían bolsas en la culera y zapatillas de deporte.

Rebus no les prestó atención, se dirigió a los que estaban subidos a la marquesina.

– Así que coleccionando piedras, ¿eh? -les gritó-. Yo de pequeño coleccionaba huevos de pájaro.

– ¿Qué coño dice?

Rebus bajó la vista para mirar cara a cara al que parecía el líder. Sí, aquél tenía que ser el jefe, flanqueado por sus lugartenientes.

– Yo te conozco -dijo Rebus.

– ¿Y qué? -replicó el jovenzuelo mirándole.

– Pues que a lo mejor te acuerdas de mí.

– Le conozco de sobra -añadió el joven emitiendo un sonido similar a un gruñido de cerdo.

– En ese caso ya sabes lo que te juegas.

Uno de los que estaban subidos a la marquesina soltó una carcajada.

– ¿No ve que somos cinco, gilipollas? -dijo.

– Muy bien, me alegro de que sepas contar hasta cinco.

Aparecieron los faros de otro coche y Rebus oyó que el taxista ponía en marcha el motor. Miró atrás pero el taxista sólo arrimaba el coche al bordillo; el otro vehículo disminuyó la marcha y luego se alejó con un acelerón nada dispuesto a verse envuelto.

– Ya entiendo: siendo cinco contra uno es muy posible que me sacudierais a gusto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es lo que vendría después; porque de lo que podéis estar seguros es de que no pararía hasta que os juzgaran, sentenciaran y os metieran entre rejas. Ah, ¿que sois menores? Muy bien, os meten en un reformatorio guay. Sí, claro. Pero antes os encerrarán en Saughton. En la galería de adultos. Y eso, creedme, sí que os dará por culo. Por vuestro culo, para ser exactos.

– Éste es nuestro territorio; usted no es de aquí -espetó uno de ellos.

– Por eso me largo -dijo Rebus señalando hacia el taxi-. Con tu permiso…

Volvió a clavar los ojos en el jefecillo. Se llamaba Rab Fisher. Tenía quince años, y Rebus sabía que su pandilla se llamaba Los Perdidos y que los habían detenido muchas veces pero que luego los ponían en libertad sin cargos. Sus padres perjuraban que habían hecho cuanto podían, que le «había dado sus buenas palizas» las primeras veces que lo habían detenido, según el padre de Rab Fisher. «¿Qué más puedo hacer?»

Realmente, a Rebus no se le ocurría nada. De todos modos, era demasiado tarde. Era más fácil incluir en las estadísticas de delincuencia juvenil otra pandilla.

– ¿Me das permiso, Rab?

Rab Fisher le sostenía la mirada deleitándose con su efímero poder. Todos estaban pendientes de que diera el visto bueno.

– Un par de guantes no me vendría mal -dijo finalmente.

– Éstos no -replicó Rebus.

– Parecen calientes.

Rebus negó despacio con la cabeza y comenzó a quitarse un guante intentando reprimir el dolor. Le mostró la mano llena de ampollas.

– Cógelos si quieres, Rab, pero ya ves lo que había dentro…

– [Qué asco! -exclamó uno de los lugartenientes.

– Por eso digo que no creo que te sirvan.

Rebus volvió a ponerse el guante, les dio la espalda y fue hacia el taxi. Subió y cerró la puerta.

– Continúe -ordenó al taxista.

El taxi reanudó la marcha y Rebus miró al frente fingiendo que no sabía que los cinco clavaban los ojos en él. En el momento en que el taxista aceleraba se oyó un golpe en el techo y vieron caer medio ladrillo a la calzada.

– Un cañonazo de advertencia -dijo Rebus.

– Qué fácil es decirlo, jefe. No es su puto taxi.

En la calle principal se detuvieron en un semáforo en rojo. Vieron que en la otra acera había un coche parado y que el conductor examinaba un callejero a la luz del interior.

– Pobre desgraciado. No me gustaría perderme por estos pagos -comentó el taxista.

– De media vuelta -ordenó Rebus.

– ¿Qué?

– Que dé media vuelta y pare delante de ese coche.

– ¿Por qué?

– Porque lo digo yo -espetó Rebus.

Por el aspaviento que el hombre hizo, Rebus comprendió que no era precisamente el mejor servicio del día. En cuanto el semáforo cambió a verde, le dio al intermitente y giró para situarse junto al bordillo delante del coche parado. Rebus ya tenía el dinero en la mano.

– Quédese con el cambio -dijo al bajar.

– Bien que me lo he ganado, amigo.

Rebus se acercó al coche aparcado, abrió la portezuela del pasajero y subió.

– Qué noche tan agradable para pasear -le dijo a Siobhan Clarke.

– ¿Verdad que sí? -El callejero había desaparecido bajo su asiento. Miraba al taxista que se había bajado a examinar el techo de su vehículo-. ¿Y qué haces tú por aquí? -preguntó.

– Yo vengo de visitar a un amigo -contestó Rebus-. ¿Y tu excusa cuál es?

– ¿Necesito excusa?

El taxista meneaba la cabeza, y lanzó una mirada hosca hacia Rebus antes de a subir a su vehículo y de arrancar, girando en redondo hacia la seguridad del centro.

– ¿Qué calle buscabas? -preguntó Rebus. Ella le miró y él le sonrió-. Te he visto mirando el callejero. A ver si lo adivino: ¿la calle en que vivía Fairstone?

Siobhan tardó un instante en contestar.

– ¿Cómo lo sabes?

Rebus se encogió de hombros.

– Digamos que intuición masculina -respondió.

– Estoy impresionada -replicó ella enarcando una ceja-. ¿Es de allí de donde vienes tú?

– Fui a visitar a un amigo.

– ¿Cómo se llama?

– Andy Callis.

– No lo conozco.

– Andy era un agente que está de baja por enfermedad.

– Has dicho «era»… como si no le fueran a dar de alta.

– Ahora soy yo el que está impresionado -dijo Rebus cambiando de postura en el asiento-. Andy está acabado… mentalmente, quiero decir.

– ¿Del todo?

Rebus se encogió de hombros.

– Espero que… Bah, dejémoslo.

– ¿Dónde vive?

– En Alnwickhill -contestó él sin pensar.

Miró a Siobhan al darse cuenta de que no era una pregunta inocente. Ella sonreía.

– Eso está cerca de Howdenhall, ¿verdad? -preguntó Siobhan metiendo la mano debajo del asiento y sacando el plano-. Un poco lejos de aquí.

– Cierto, pero es que di un rodeo al volver.

– ¿Para echar un vistazo a la casa de Fairstone?

– Sí.

Siobhan, satisfecha, plegó el mapa.

– Yo estoy bajo sospecha. Eso me da derecho a husmear. ¿Tú por qué lo haces?

– Sólo pensaba… -replicó ella, incómoda por la inversión de papeles.

– Pensabas ¿qué? -Levantó la mano enguantada-. Déjalo. No te molestes en decir una mentira. Lo que yo creo es…

– ¿Qué?

– Que no buscabas la casa de Fairstone.

– Ah.

Rebus negó con la cabeza.

– No, ibas a husmear. A ver si podías hacer una pequeña investigación personal, quizá localizar a amigos y a gente que le conocía… Tal vez alguien como Johnson Pavo Real. ¿Qué tal voy?

– ¿Y por qué motivo iba a hacerlo?

– Me da la impresión de que no estás convencida de que Fairstone haya muerto.

– ¿De nuevo intuición masculina?

– Lo insinuaste cuando hablamos por teléfono.

Siobhan se mordió el labio inferior.

– ¿Quieres contármelo? -añadió Rebus en voz baja.

– He recibido un mensaje -contestó ella mirándose el regazo.

– ¿Qué clase de escrito?

– Estaba firmado por «Marty» y me esperaba en el St Leonard's.

Rebus reflexionó un instante.

– Entonces sé lo que hay que hacer.

– ¿Qué?

– Anda, vamos al centro y te lo enseñaré.


* * *

Lo que le enseñó fue High Street y la Trattoria Gordon's, donde abrían hasta tarde y tenían café fuerte y pasta.

Se sentaron en un reservado frente a frente en una mesita y pidieron dos expresos dobles.

– El mío descafeinado -se acordó de pedir Siobhan.

– ¿Por qué sin plomo? -preguntó Rebus.

– Estoy intentando tomar menos café.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Vas a comer algo, o también eso está verboten?

– No tengo hambre.

Rebus decidió que él sí y pidió una pizza de marisco, advirtiendo a Siobhan que tendría que ayudarle. En la parte de atrás de Gordon's estaba el comedor y sólo había una mesa con gente bullanguera que ya había cenado y tomaba licores. La zona en donde estaban ellos, cerca de la entrada, era para tomar algo o comer algo rápido.

– Bueno, repíteme lo que decía el mensaje.

Ella suspiró y se lo repitió.

– ¿El matasellos era local?

– Sí.

– ¿Sello de primera o de segunda clase?

– ¿Qué puede importar?

Rebus se encogió de hombros.

– Para mí Fairstone era decididamente un segunda clase.

La miró. Parecía cansada y tensa a la vez, una mezcla potencialmente peligrosa. Sin querer le vino a la mente la imagen de Andy Callis.

– Quizá Ray Duff pueda aclararme algo -dijo Siobhan.

– Si alguien puede, ése es Ray.

Llegaron los cafés y Siobhan se llevó la taza a los labios.

– Mañana te van a linchar, ¿no? -añadió.

– Tal vez -contestó él-. Pero creo que tú debes mantenerte al margen. Eso quiere decir que no hables con los conocidos de Fairstone. Si los de Quejas te sorprenden pensarán que estamos conchabados.

– ¿Tú crees que fue Fairstone el que murió en el incendio?

– No hay motivo para dudarlo.

– Excepto por el mensaje.

– No era su estilo, Siobhan. Él no habría enviado una carta por correo; te habría acosado físicamente como en otras ocasiones.

Siobhan reflexionó un instante.

– Sí, claro -dijo al fin.

Se hizo un silencio y los dos sorbieron el café fuerte y amargo.

– ¿Seguro que te encuentras bien? -preguntó él al fin.

– Muy bien.

– ¿De verdad?

– ¿Quieres que te lo ponga por escrito?

– Quiero que estés bien de verdad.

Los ojos de Siobhan se ensombrecieron, pero no dijo nada. Llegó la pizza y Rebus la cortó en trozos, animándola a que comiera uno. Volvió a hacerse un silencio mientras comían. Los bebedores de la mesa se levantaron y se marcharon sin dejar de reír hasta que estuvieron en la calle. El camarero que los había servido, al cerrar la puerta, alzó los ojos al cielo, contento de que el local recuperase la calma.

– ¿Todo bien por aquí?

– Sí -contestó Rebus sin quitar los ojos de Siobhan.

– Sí -dijo ella, sosteniéndole la mirada.

Siobhan le dijo que le llevaba a casa. Al subir al coche Rebus miró el reloj. Las once en punto.

– Pon las noticias a ver si lo de Port Edgar sigue siendo la noticia principal -dijo.

Ella asintió con la cabeza y puso la radio.

– «… donde esta noche se celebra una concentración con velas. Nuestra enviada Janice Graham está allí.»

«Esta noche los vecinos de South Queensferry harán oír sus voces. Se entonarán himnos religiosos y presidirá el sacerdote de la localidad acompañado del capellán del colegio. Aunque es muy posible que el fuerte viento que en estos momentos sopla desde el estuario de Forth desluzca esta concentración con velas. Pese a ello, comienza ya a congregarse un buen número de personas entre las que se encuentra el diputado Jack Bell. El señor Bell, cuyo hijo resultó herido en la tragedia, espera lograr apoyo para su campaña legislativa contra las armas de fuego. Anteriormente el parlamentario había manifestado…»

En un semáforo, Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada y ella asintió con la cabeza; no necesitaban decirse nada. Al ponerse verde el disco luminoso, Siobhan avanzó hasta el cruce, arrimó el coche al bordillo para no entorpecer el tráfico y giró en redondo.


* * *

La concentración estaba convocada ante las puertas del colegio. Había algunas velas cuya llama resistía el viento, pero casi todos los presentes, previsores, habían optado por traer antorchas. Siobhan aparcó en doble fila junto a una camioneta de televisión. Los periodistas estaban en el terreno de la acción: cámaras, micrófonos, focos. Pero por cada uno de ellos se contaban diez asistentes entre cantores y simples curiosos.

– Debe de haber cuatrocientas personas -comentó Siobhan.

Rebus asintió con la cabeza. La carretera estaba llena de gente. A cierta distancia se veían policías con las manos a la espalda como actitud de respeto. Rebus vio que un grupo de periodistas había apartado a Jack Bell a un rincón, y no dejaban de asentir con la cabeza y tomar notas, llenando página tras página con lo que decía.

– Qué detalle -comentó Siobhan, y Rebus vio que se refería a que el diputado llevaba un brazalete negro.

– Sí, muy sutil, desde luego -comentó Rebus.

En aquel momento Bell los vio, y no les quitó el ojo de encima mientras seguía con sus declaraciones. Rebus comenzó a abrirse paso entre la multitud poniéndose de puntillas para ver lo que sucedía al otro lado de la verja. El sacerdote era alto, joven y tenía buena voz. A su lado estaba una mujer mucho más baja de su misma edad, y Rebus se figuró que era la capellana del colegio Port Edgar. Alguien le tiró del brazo, miró a la izquierda y vio a Kate Renshaw, bien abrigada, tapándose la boca con una bufanda rosa. Él asintió con la cabeza y le sonrió. Cerca de ellos, un par de hombres que cantaban con entusiasmo pero desafinando, parecían recién salidos de algún mesón del pueblo. Rebus notó el olor a cerveza y tabaco al tiempo que uno daba al otro un codazo en el costado para que mirara hacia una cámara de televisión, y ambos enderezaron el torso y siguieron cantando con todas sus ganas.

No estaba seguro de si serían de South Queensferry, pero lo más probable era que fuesen forasteros con ganas de verse al día siguiente en la televisión…

El canto terminó y la capellana inició un discurso, con una voz débil que apenas dejaba oír el fuerte viento que soplaba desde la costa. Rebus miró a Kate otra vez y le hizo señas para que fuera hasta la parte de atrás de la multitud. Ella le siguió hasta donde estaba Siobhan. Un operador de televisión se había subido a la tapia del colegio a filmar una panorámica de la concentración, pero uno de los policías de uniforme le ordenó bajar.

– Hola, Kate -dijo Rebus.

– Hola -dijo ella bajándose la bufanda.

– ¿No ha venido tu padre? -preguntó él, y la joven negó con la cabeza.

– Apenas sale de casa -contestó envolviéndose el cuerpo con los brazos y meciéndose sobre la punta de los pies, muerta de frío.

– Cuánta gente -comentó Rebus mirando a la multitud.

Kate asintió con la cabeza.

– Estoy sorprendida de que tanta gente me conozca y se acerque a darme el pésame por Derek.

– Un acto como éste moviliza a la gente -comentó Siobhan.

– Si no… ¿qué diría eso de nosotros? -Alguien más la saludó-. Perdonen, tengo que irme… -Y se fue hacia el corrillo de periodistas.

Era Bell quien le había hecho una seña para que se acercara al grupo de periodistas. Le pasó un brazo por los hombros y restallaron los fogonazos de los fotógrafos situados junto a un seto tras ellos.

La gente había depositado ramilletes, mensajes escritos a mano y fotos de las víctimas.

– … y gracias al apoyo de personas como ella creo que tenemos una oportunidad. Más que una oportunidad, porque hechos como éste no pueden tolerarse en lo que se pretende una sociedad civilizada. No queremos que vuelva a repetirse y por eso damos este paso…

En cuanto Bell hizo una pausa para mostrar a los periodistas una carpeta sujetapapeles, todos le asediaron a preguntas. El mantuvo su mano protectora sobre el hombro de Kate y fue respondiendo. «¿Protectora o propietaria?», pensó Rebus.

– Creo que esta petición es una buena idea… -dijo Kate.

– Una excelente idea -le corrigió Bell.

– … pero es sólo el principio. Lo verdaderamente necesario es que se actúe, que las autoridades intervengan para impedir que las armas vayan a parar donde no deben.

Al decir «autoridades», Kate miró hacia Rebus y Siobhan.

– Permítanme que les dé algunas cifras -volvió a terciar Bell enarbolando la carpeta-: Los crímenes por armas de fuego van en aumento… Aunque no digo nada nuevo, lo cierto es que las estadísticas no reflejan la realidad. Según quien proporciona los datos, el aumento anual de crímenes por armas de fuego es de un diez, de un veinte y hasta de un cuarenta por ciento. Cualquier aumento no sólo constituye una mala noticia, no sólo un lamentable baldón para la Policía y para los Servicios de Inteligencia, sino lo que es más importante…

– Kate, quisiera preguntarle -metió la cuchara un periodista-, ¿cómo cree que lograrán que el gobierno escuche la voz de las víctimas?

– No sé si podremos lograrlo; quizás haya llegado el momento de prescindir totalmente del gobierno y hacer un llamamiento directo a los que matan y hieren con esas armas, a los que las introducen en el país…

Bell alzó aún más la voz.

– Ya en 1996 el Ministerio del Interior reconoció que en el Reino Unido entraban dos mil pistolas ilegalmente a la semana (a la «semana»)… muchas de ellas por el túnel del Canal. Desde que entró en efecto la prohibición después de Dunblane, las muertes por pistola han aumentado un cuarenta por ciento…

– Kate, ¿qué opina de…?

Rebus se había alejado y vuelto al coche de Siobhan. Cuando ella llegó hasta él, estaba encendiendo un cigarrillo, o más bien intentando encenderlo. El viento apagaba una y otra vez el encendedor.

– ¿No vas a ayudarme? -preguntó.

– No.

– Gracias.

Pero Siobhan cedió y abrió su abrigo para cubrirle y permitirle encenderlo. Rebus le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

– ¿Has visto bastante? -preguntó ella.

– ¿No te parece que somos peor que los morbosos?

Siobhan reflexionó un instante y negó con la cabeza.

– Nosotros somos parte interesada.

– Es una forma de verlo.

La multitud comenzaba a dispersarse; algunos se detenían a contemplar el improvisado altar en el seto, pero el resto empezó a discurrir por delante de Rebus y Siobhan. Las caras eran serias, resueltas, llorosas. Pasó una mujer abrazada a sus dos hijos adolescentes que caminaban risueños sin entender los sollozos de la madre. Un anciano, apoyándose con firmeza en su bastón, avanzaba con gran tesón decidido a volver a su casa solo y rehusando tenaz la ayuda de quienes se ofrecían.

Había un grupo de quinceañeros con uniforme de Port Edgar. Rebus estaba seguro de que los habrían filmado decenas de cámaras desde su llegada. A las chicas se les había corrido el rímel y ellos parecían fuera de lugar, casi arrepentidos de haber ido. Rebus escrutó el grupo buscando a la señorita Teri, pero no la vio entre ellos.

– ¿No es ése tu amigo? -preguntó Siobhan señalando con la cabeza. Rebus miró hacia la multitud y vio inmediatamente a quién se refería.

Johnson Pavo Real caminaba entre los que regresaban a casa, y a su lado, medio metro más abajo, iba Demonio Bob, quien se había quitado la gorra de béisbol durante el acto y mostraba la coronilla calva. En ese momento volvía a ponérsela. Johnson se había vestido para la ocasión: una camisa gris brillante, tal vez de seda, debajo de una gabardina larga negra. Alrededor del cuello llevaba una corbata negra sujeta con un pasador de plata. Él también se había quitado el sombrero, de fieltro gris, que sujetaba entre las manos y hacía girar con los dedos.

Fue como si Johnson sintiera que le observaban. Al cruzar su mirada con la de Rebus, él hizo una seña con el dedo para que fuera hacia ellos. Johnson dijo algo a su lugarteniente y ambos se apartaron de la multitud y se acercaron.

– Veo, señor Rebus, que ha venido a presentar sus respetos como buen caballero que usted sin duda se considera.

– Ésa es mi explicación. ¿Y la tuya?

– La misma, señor Rebus, la misma.

Hizo una reverencia dirigida a Siobhan.

– ¿La señora es amiga o una colega suya?

– Lo último -respondió Rebus.

– Lo uno no quita lo otro, como suele decirse -añadió sonriendo a Siobhan mientras se ponía el sombrero.

– ¿Ves a aquel hombre? -dijo Rebus señalando con la cabeza hacia el lugar en que Bell concluía la entrevista-. Si le digo quién eres y lo que haces, se llevará una alegría.

– ¿Quién, el señor Bell? Lo primero que hicimos al llegar fue firmar su petición, ¿verdad, pequeño? -dijo mirando a su acompañante, quien no pareció entender pero asintió con la cabeza de todas formas-. Ya ve que tengo la conciencia limpia.

– Eso no explica en absoluto qué hacías aquí… a menos que esa conciencia que dices limpia se sintiera culpable.

– Eso ha sido un golpe bajo, si me permite decirlo -replicó Johnson con un guiño exagerado-. Da las buenas noches a estos amables policías -dijo dando una palmada en el hombro de Demonio Bob.

– Buenas noches, amables policías.

Con una sonrisa en su rostro rollizo, Johnson Pavo Real volvió a integrarse en la muchedumbre y siguió caminando cabizbajo como sumido en cristiana reflexión. Bob le fue a la zaga unos pasos más atrás como un perrillo que su amo ha sacado de paseo.

– ¿Qué conclusión sacas de esto? -preguntó Siobhan.

Rebus meneó despacio la cabeza de un lado a otro.

– Quizá tu comentario sobre la culpabilidad no estuvo muy atinado -añadió ella.

– Me encantaría tener un motivo para encerrar a ese cabrón.

Siobhan le dirigió una mirada inquisitiva, pero Rebus observaba de nuevo a Jack Bell que susurraba algo al oído de Kate Renshaw. La joven asintió con la cabeza y el diputado le dio un apretón.

– ¿Crees que esa chica tiene futuro en política? -musitó Siobhan.

– Espero con toda mi alma que sea eso lo único que la atrae -respondió Rebus aplastando sin contemplaciones la colilla con el zapato.

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