SÉPTIMO DÍA . Miércoles

Capítulo 23

Lucía el sol cuando Rebus se despertó. Miró el reloj, rodó fuera de la cama, se levantó y se vistió. Llenó el hervidor, lo enchufó y se lavó la cara antes de darse una pasada con la maquinilla eléctrica. Fue a escuchar a la puerta del cuarto de Bob y no oyó nada. Llamó con los nudillos, aguardó, se encogió de hombros y fue al cuarto de estar a llamar al laboratorio de la Científica. No contestaban.

– Pandilla de gandules… -Eso le hizo pensar en Bob y esta vez llamó más fuerte a la puerta del cuarto de invitados y la entreabrió-. Ya es hora de levantarse -exclamó.

Pero vio que las cortinas de la ventana estaban descorridas y la cama vacía. Masculló una maldición y entró, pero allí no había dónde esconderse. Sobre la almohada estaba El viento en los sauces. Apretó la palma de la mano contra el colchón y le pareció notar cierto calor. En el vestíbulo vio que la puerta estaba entreabierta.

– Habría tenido que cerrar con llave -musitó cerrándola.

Se pondría la chaqueta y los zapatos y saldría otra vez a la caza, porque estaba seguro de que lo primero que haría Bob sería ir a por su coche y, si no era tonto, tomar la carretera del sur para irse de Escocia. Rebus dudaba que tuviera pasaporte. Ahora se arrepentía de no haber apuntado la matrícula del coche. Podría averiguarla, pero le llevaría tiempo.

– Un momento -se dijo.

Volvió al dormitorio, cogió el libro y vio que el joven había utilizado la guarda para marcar la página. ¿Por qué habría hecho eso…? Fue al vestíbulo, abrió la puerta, salió al descansillo y oyó pasos subiendo la escalera.

– No le habré despertado, ¿verdad? -dijo Bob mostrándole una bolsa de compra-. Traigo leche y unas bolsitas de té; y cuatro panecillos y un paquete de salchichas.

– Muy buena idea -dijo Rebus tratando de que no se le notara el nerviosismo.


* * *

Cuando terminaron de desayunar fueron a St Leonard en el coche de Rebus, que actuaba como si se tratara de un trámite sin importancia. Al mismo tiempo no ocultó al joven que iban a pasar la mayor parte del día en un cuarto de interrogatorios con grabadora de sonido y de vídeo.

– ¿Quieres un zumo o algo antes de empezar? -le preguntó. Bob había comprado un tabloide, que tenía abierto encima de la mesa, y leía moviendo los labios. Negó con la cabeza-. Bien, vuelvo enseguida -añadió Rebus abriendo la puerta y cerrándola con llave al salir.

Subió al DIC y vio que Siobhan estaba en su mesa.

– ¿Tienes mucho que hacer?

– Esta tarde doy mi primera lección de vuelo -contestó ella levantando la mirada del ordenador.

– ¿Obsequio de Doug Brimson? -Rebus le examinó la cara mientras hablaba con ella. Ella asintió con la cabeza-. ¿Cómo te encuentras?

– No me ha quedado ninguna marca.

– ¿Han soltado ya a McAllister?

Siobhan miró el reloj que estaba encima de la puerta.

– Será mejor que lo haga yo antes que nada.

– ¿No vas a denunciarle?

– ¿Tú crees que debo hacerlo?

Rebus negó con la cabeza.

– Pero antes de dejar que se largue, quizá debieras hacerle algunas preguntas.

– ¿Sobre qué? -replicó ella recostándose en el respaldo de la silla.

– Yo tengo a Demonio Bob abajo. Dice que fue Johnson quien puso la freidora al fuego.

– ¿Ha dicho por qué? -preguntó ella abriendo un poco los ojos.

– Tal como lo veo, pensaría que Fairstone iba a delatarle. Se habían peleado y luego alguien debió de llamar a Johnson y decirle que Fairstone estaba tomando una copa amigablemente conmigo.

– ¿Y lo mató simplemente por eso?

– Debía de haber un motivo para preocuparse -replicó Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Pero no sabes cuál?

– Aún no. A lo mejor sólo pretendía asustar a Fairstone.

– ¿Y crees que ese Bob es el eslabón que falta?

– Creo que conseguiré que hable.

– ¿Y dónde encaja McAllister en tu hipótesis?

– No lo sabremos hasta que tú pongas en práctica con él tus estupendas dotes detectivescas.

Siobhan deslizó el ratón por la esterilla para guardar el archivo.

– Veré qué puedo hacer. ¿Quieres estar presente?

Rebus negó con la cabeza.

– Tengo que volver al cuarto de interrogatorios.

– ¿Para tener esa conversación con el adlátere de Johnson? ¿Es oficial?

– Digamos que oficial-oficiosa.

– En ese caso debería estar presente alguien más -dijo ella mirándole-. Cumple el reglamento por una vez en tu vida.

Rebus sabía que tenía razón.

– Si quieres, espero a que tú termines con el barman -dijo.

– Muy amable por tu parte -replicó Siobhan mirando alrededor. Vio que Davie Hynds hablaba por teléfono y anotaba algo-. Davie es tu nombre. Es un poco más flexible que George Silvers.

Rebus miró hacia la mesa de Hynds, que había acabado de hablar por teléfono y colgaba ya mientras anotaba algo. El joven agente notó que le miraban y levantó la vista enarcando una ceja. Rebus le hizo una seña con el dedo para que se acercara. No conocía bien a Hynds y casi no había trabajado con él, pero se fiaba de la opinión de Siobhan.

– Davie -dijo poniéndole una mano cordial en el hombro-, ven conmigo, haz el favor. Tendré que ponerte en antecedentes sobre el tío que vamos a interrogar. -Hizo una pausa-. Mejor tráete el bloc de notas.


* * *

Transcurridos veinte minutos, cuando Bob aún estaba declarando sobre los prolegómenos del caso, llamaron a la puerta. Rebus abrió y vio que era una agente de uniforme. -¿Qué sucede? -preguntó.

– Tiene una llamada -contestó ella señalando hacia recepción.

– Ahora estoy ocupado.

– Es el inspector Hogan. Dice que es urgente y que la saque de donde esté, a no ser que sea una triple operación de bypass.

Rebus no pudo reprimir una sonrisa.

– ¿Es lo que ha dicho? -preguntó.

– Con esas mismas palabras -respondió la agente.

Rebus asomó la cabeza al cuarto de interrogatorios para decirle a Hynds que no tardaría. Hynds desconectó los aparatos.

– Bob, ¿quieres que te traiga algo? -añadió Rebus.

– Me parece que lo que tendría que traerme es a mi abogado, señor Rebus.

– Sería el mismo de Pavo Real, ¿verdad? -replicó Rebus mirándole.

– Bueno -dijo Bob pensándolo-, a lo mejor ahora mismo no.

– Ahora mismo no -repitió Rebus antes de cerrar la puerta.

Le dijo a la agente que no hacía falta que le acompañase a recepción y, tras cruzar la planta, entró en la sala de comunicaciones. Cogió el auricular que estaba encima de la mesa.

– ¿Diga?

– Por Dios, John, ¿te tenían en cuarentena o qué?

Bobby Hogan no parecía estar de muy buen humor. Rebus miró los monitores que tenía delante. En ellos se veían media docena de lugares exteriores e interiores de la comisaría. La imagen parpadeaba cada treinta segundos aproximadamente, al cambiar el enfoque de las nuevas cámaras.

– ¿Qué quieres, Bobby?

– Los de la Científica ya tienen los resultados del análisis de los disparos.

– ¿Ah, sí? -dijo Rebus torciendo el gesto por haberse olvidado de llamar de nuevo.

– Voy ahora para allá y me he acordado de que St Leonard me pilla de camino.

– Han descubierto algo, ¿verdad, Bobby?

– Dicen que es un asunto un poco complicado -contestó Hogan. Se calló un instante-. Lo sabías, ¿verdad?

– No exactamente. Tiene que ver con los disparos, ¿verdad? -añadió Rebus mientras veía en una pantalla a la comisara Gill Templer, que entraba en el edificio con un portafolios y un maletín abultado colgado.

– Exacto. Hay ciertas… anomalías.

– Buena palabra; anomalías. Engloba una multitud de faltas.

– ¿Te apetece venir conmigo?

– ¿Qué dice Claverhouse?

Se hizo un silencio.

– Claverhouse no sabe nada -respondió Hogan-. Me lo han comunicado directamente a mí.

– ¿Por qué no se lo has dicho, Bobby?

Se hizo otro silencio.

– No lo sé.

– ¿Por la perniciosa influencia de cierto colega tuyo?

– Tal vez.

Rebus sonrió.

– Recógeme cuando quieras, Bobby. Aparte de lo que nos digan en el laboratorio, tengo algunas preguntas que hacerles.

Abrió la puerta del cuarto de interrogatorios e hizo una seña a Hynds para que saliera al pasillo.

– Será un minuto, Bob -dijo.

Cerró la puerta y se puso delante de Hynds con los brazos cruzados.

– Tengo que ir a Howdenhall. Órdenes superiores.

– ¿Quiere que lo meta en el calabozo hasta que usted…?

Rebus le interrumpió negando con la cabeza.

– Quiero que continúes tú. Ya no falta mucho. Si se pone difícil, me llamas al móvil.

– Pero…

– Davie -dijo Rebus poniéndole una mano en el hombro-, lo estás haciendo bien y sabrás seguir sin mí.

– Pero tiene que haber otro policía presente -protestó Hynds.

Rebus le miró.

– Davie, ¿te ha estado aleccionando Siobhan? -dijo frunciendo los labios pensativo-. Tienes razón -añadió asintiendo con la cabeza-. Pregunta a la comisaria Templer si quiere intervenir en el interrogatorio.

A Hynds le subieron las cejas hasta la línea del pelo.

– La jefa no…

– Sí, sí querrá. Si le dices que es por el caso Fairstone, ya verás cómo accede encantada.

– Pero antes tendré que ponerle en antecedentes.

La mano que descansaba sobre el hombro de Hynds le dio unas palmaditas.

– Pues hazlo -dijo Rebus.

– Pero, señor…

Rebus meneó despacio la cabeza.

– Es tu oportunidad de demostrar de qué eres capaz, Davie. Todo lo que has aprendido trabajando con Siobhan -añadió Rebus apartando la mano del hombro de Hynds y cerrando el puño-. Es hora de ponerlo en práctica.

Hynds asintió con la cabeza irguiendo ligeramente el torso.

– Buen chico -añadió Rebus, dando media vuelta para marcharse; pero se detuvo-. Ah, una cosa, Davie.

– ¿Sí?

– Dile a la comisaria Templer que sea maternal.

– ¿Maternal?

– Tú díselo -insistió Rebus yendo hacia la salida.


* * *

– No me vengas ahora con el XJK. Cualquier modelo de Porsche deja atrás a los Jaguar.

– Pero a mí el Jaguar me parece más bonito -replicó Hogan, haciendo que Ray Duff levantase la vista de su trabajo-. Es más clásico.

– Antiguo, querrás decir -replicó Duff, que seleccionaba una serie de fotos de la escena del crimen y las situaba en los espacios disponibles de la pared. Estaban en una habitación semejante a un laboratorio escolar descuidado, con cuatro bancos de trabajo independientes en el centro. Las fotos mostraban el cuarto del colegio Port Edgar desde todos los ángulos posibles, y se centraban en las manchas de sangre en las paredes y el suelo y la posición de los cadáveres.

– Soy un tradicionalista, si quieres -replicó Hogan cruzando los brazos con la esperanza de poner fin a una de tantas discusiones con Ray Duff.

– Muy bien. Dime los cinco mejores coches ingleses.

– Ray, los coches no son mi fuerte.

– A mí me gusta mi Saab -terció Rebus respondiendo con un guiño al gesto de desdén de Hogan.

Duff lanzó una especie de gorjeo.

– No me vengas ahora con los coches suecos…

– De acuerdo, ¿y si nos centramos en lo de Port Edgar? -dijo Rebus, pensando en Doug Brimson, otro enamorado de los Jaguar.

Duff miró a su alrededor buscando el portátil. Lo enchufó en uno de los bancos de trabajo y, al tiempo que lo inicializaba, les hizo un ademán para que se acercaran.

– Mientras esperamos -dijo-, ¿qué tal está Siobhan?

– Muy bien -contestó Rebus-. Ese problemilla…

– ¿Qué?

– Ya está resuelto.

– ¿Qué problemilla? -preguntó Hogan, pero Rebus no le hizo caso.

– Esta tarde va a dar una clase de vuelo.

– ¿Ah, sí? -dijo Duff enarcando una ceja-. Eso no es nada barato.

– Creo que le saldrá gratis; cortesía de un tío que tiene un aeródromo y un Jaguar.

– ¿Brimson? -aventuró Hogan, y Rebus asintió con la cabeza.

– Frente a eso, mi propuesta de un paseo en el MG palidece -masculló Duff.

– Tú no puedes competir con ese tipo. Hasta tiene un avión para ejecutivos.

Duff lanzó un silbido.

– Estará podrido de dinero. Un avión así cuesta millones.

– Sí, ya -dijo Rebus en tono despectivo.

– Lo digo en serio -añadió Duff-. Y eso de segunda mano.

– ¿Te refieres a millones de libras? -preguntó Hogan. Duff asintió con la cabeza-. Los negocios deben de irle bien, ¿eh?

Sí, pensó Rebus, tanto que Brimson podía permitirse el lujo de tomarse un día libre para volar a Jura.

– Bien, aquí está -dijo Duff para que centraran la atención en el portátil-. Básicamente aquí lo tenemos todo -añadió deslizando ufano el dedo por el borde de la pantalla-. En el programa de simulación podemos… muestra la trayectoria lógica cuando se produce un disparo desde cualquier distancia y cualquier ángulo sobre la cabeza o el cuerpo. -Pulsó otras teclas y Rebus oyó el zumbido del motor del cedé. En la pantalla aparecieron unos gráficos, y una figura esquelética contra una pared-. ¿Veis esto? El sujeto está a veinte centímetros de la pared y le disparan una bala desde una distancia de dos metros… entrada, salida. ¡Pum!

– Apareció una línea que penetraba en el cráneo y volvía a salir en forma de puntos finos. Duff pulsó sobre la tecla de pantalla para ampliar el impacto marcado con un recuadro en la pared.

– Es una foto magnífica -comentó con una sonrisa.

– Ray -dijo Hogan-, por si no lo sabes, el inspector Rebus perdió a un familiar en esa habitación.

A Duff se le borró la sonrisa del rostro.

– No pretendía burlarme de…

– Sería preferible ir al grano -intervino Rebus, serio no por reproche a Duff, que ignoraba su parentesco con el muerto, sino por acabar cuanto antes.

Duff metió las manos en los bolsillos de la bata blanca y se volvió hacia las fotografías.

– Ahora tenemos que examinarlo en las fotos -dijo mirando a Rebus.

– Muy bien -respondió él asintiendo con la cabeza-. Acabemos, ¿de acuerdo?

Duff no hablaba ya con la misma animación.

– La primera víctima, Anthony Jarvies, era la que quedaba más próxima a la puerta. Hermand entra en la sala y apunta a quien tiene más cerca por pura lógica. Según las pruebas, la distancia entre ambos era poco menos de dos metros. Realmente no existe ángulo de tiro. Herdman tenía casi la misma estatura que la víctima, así que la bala le atraviesa el cráneo en trayectoria lateral; las salpicaduras de sangre son aproximadamente como cabe esperar. Luego, Herdman se da la vuelta porque su segunda víctima está más lejos, quizás a unos tres metros, distancia que él debió de reducir antes de efectuar el disparo, pero probablemente no mucho. Esta vez la bala penetra en el cráneo de arriba abajo, lo que significa que quizá Derek Renshaw trató de huir agachándose. ¿Me siguen? -añadió mirándolos. Rebus y Hogan asintieron con la cabeza y los tres fijaron la vista en la pared-. Las manchas de sangre del suelo son explicables; todo encaja -apostilló Duff con una pausa.

– ¿Hasta ahora? -preguntó Rebus, y Duff asintió con la cabeza.

– Disponemos de muchos datos sobre armas de fuego; la clase de daño que causan en el cuerpo humano y sobre cualquier material en el que impacten…

– ¿Y James Bell resulta problemático?

Duff asintió con la cabeza.

– Un poco, sí.

Hogan miró sucesivamente a Duff y a Rebus.

– ¿Por qué?

– Según la declaración de Bell, el disparo le alcanzó cuando se movía. En el momento de tirarse al suelo, en concreto, y a eso atribuía él que no le matara. Añadió que Herdman estaba a unos tres metros y medio cuando disparó -agregó Duff acercándose al ordenador para proyectar una simulación tridimensional del cuarto y señalar las respectivas posiciones del pistolero y el alumno-. También en este caso la víctima es de la misma estatura que Herdman, pero aquí el ángulo de tiro es de abajo arriba -puntualizó Duff haciendo una pausa para que lo asimilaran-. Como si el que disparó estuviese en cuclillas -añadió haciendo una flexión y apuntando con una pistola imaginaria. A continuación se incorporó y se acercó a otro de los bancos de trabajo, donde enchufó una caja de luz que les permitió ver una radiografía que mostraba la trayectoria de la bala en el hombro de James Bell-. Ésta es la herida de entrada por delante y ésta, la de salida por atrás. Se ve perfectamente -insistió señalándola con el dedo.

– Así que Herdman estaba en cuclillas -dijo Bobby Hogan encogiéndose de hombros.

– Me da la impresión de que Ray no ha terminado -comentó Rebus en voz baja, pensando que, en definitiva, no tenía muchas preguntas que plantearle.

Duff miró a Rebus y volvió a las fotografías.

– No hay salpicadura de sangre -dijo trazando con el dedo un círculo en la zona de la pared. Levantó una mano-. En realidad no es del todo cierto. Hay rastros de sangre, pero tan difuminados que apenas son perceptibles.

– ¿Y eso qué quiere decir? -preguntó Hogan.

– Que James Bell no estaba donde dice en el momento en que le dispararon. Estaba más lejos, es decir, más próximo a Herdman.

– ¿Y a pesar de eso, la trayectoria es de abajo arriba? -preguntó Rebus.

Duff asintió con la cabeza y abrió un cajón del que sacó una bolsa de plástico transparente con bordes marrones; una bolsa de pruebas en la que había una camisa blanca manchada de sangre con el orificio de entrada de la bala en la hombrera claramente visible.

– Es la camisa de James Bell -dijo Duff-. Y en ella se aprecia algo más.

– Chamusquina de pólvora -dijo Rebus pausadamente.

Hogan se volvió hacia él.

– ¿Tú cómo lo sabes? -dijo entre dientes.

Rebus se encogió de hombros.

– Bobby, ya sabes que no tengo vida social. Lo único que sé hacer es sentarme a pensar.

Hogan le miró furioso para darle a entender que no era la clase de respuesta que esperaba.

– El inspector Rebus ha dado en el clavo -añadió Duff recuperando la atención de los dos-. En los cadáveres de las dos primeras víctimas, lógicamente no existen restos de pólvora. Les dispararon desde cierta distancia. Sólo quedan restos de pólvora quemada cuando el arma está cerca de la piel o de la ropa de la víctima.

– ¿Herdman tenía también restos de pólvora? -preguntó Rebus.

– Los que corresponden al disparo de una pistola pegada a la sien -contestó Duff.

Rebus se acercó a mirar despacio las fotos. No le decían nada, lo que, en cierto modo, era precisamente el quid de la cuestión. Había que penetrar bajo la superficie para vislumbrar la verdad.

– No acabo de entenderlo -dijo Hogan rascándose la coronilla.

– Es complicado -concedió Duff-. Es difícil encajar la declaración de la víctima con las pruebas.

– Depende de cómo se mire, Ray, ¿verdad?

Duff clavó la mirada en Rebus y asintió con la cabeza.

– Todo tiene siempre una explicación -dijo.

– Bien, trata de explicármelo -dijo Hogan apoyando la palma de las manos en el banco de trabajo-. De todas maneras, hoy no tengo otra cosa que hacer.

– Es cuestión de mirarlo de otro modo, Bobby -dijo Rebus-. James Bell recibió un disparo a quemarropa.

– Sí, de alguien tan alto como un enanito de jardín -añadió Hogan con desdén.

Rebus meneó la cabeza.

– Sólo significa que no pudo ser Herdman.

Hogan abrió los ojos de par en par.

– Espera un momento…

– ¿Es correcto, Ray?

– Ésa es la conclusión, desde luego -contestó Duff restregándose el mentón.

– ¿Que no pudo ser Herdman? -repitió Hogan mirando a Rebus-. ¿Quieres decir que había alguien más? ¿Un cómplice?

Rebus negó con la cabeza.

– Lo que digo es que es posible, incluso probable, que Herdman sólo matase a una persona en esa sala.

– ¿Ah, sí; a quién? -replicó Hogan entrecerrando los ojos.

Rebus se volvió hacia Ray Duff para que fuera él quien contestase.

– A sí mismo -respondió Duff, como si fuese la explicación más natural del mundo.

Capítulo 24

Rebus y Hogan se quedaron sentados y en silencio unos minutos en el coche con el motor al ralentí. Rebus fumaba con la ventanilla del asiento del pasajero abierta mientras Hogan tamborileaba con los dedos en el volante.

– ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Hogan, y Rebus no se hizo de rogar.

– Ya conoces mi técnica preferida, Bobby -contestó.

– ¿La del elefante que entra en una cacharrería? -aventuró Hogan.

Rebus asintió despacio con la cabeza, acabó el cigarrillo y tiró la colilla a la calle.

– Siempre me ha ido bastante bien.

– Pero esto es distinto, John. Jack Bell es diputado.

– Jack Bell es un payaso.

– No le subestimes.

– ¿Es que ahora te rajas, Bobby? -replicó Rebus volviéndose hacia su colega.

– No, pero creo…

– ¿Que tenemos que cubrirnos el culo?

– John, al contrario que tú, yo nunca he sido partidario de irrumpir en una cacharrería.

Rebus miró por el parabrisas.

– Yo voy a entrar de todos modos, Bobby. Lo sabes. O vienes conmigo o te quedas, tú verás. Puedes llamar a Claverhouse y a Ormiston y que se apunten el tanto, pero yo quiero oír lo que dice. ¿En serio que no te tienta? -añadió mirando a Hogan con ojos relucientes.

Bobby Hogan se pasó la lengua por los labios en sentido contrario a las agujas del reloj y luego al revés, y sus dedos se aferraron al volante.

– Al diablo -dijo-. ¿Qué pueden importar entre amigos unos cuantos cacharros rotos?

Fue Kate Renshaw quien les abrió la puerta de casa de Barnton.

– Hola, Kate -dijo Rebus con cara de palo-, ¿cómo está tu padre?

– Está bien.

– ¿No crees que deberías pasar algo más de tiempo con él?

Les había franqueado la entrada después de que Hogan hubiese telefoneado para avisar que irían.

– Aquí hago algo útil -replicó Kate.

– ¿Apoyando la carrera política de un putero?

Los ojos de la joven echaban fuego, pero Rebus hizo caso omiso. A la derecha, a través de unas puertas de cristal, vio el comedor con la mesa llena de folletos de la campaña de Jack Bell, quien en ese momento bajaba por la escalera frotándose las manos como si acabara de lavárselas.

– Señores -dijo sin intentar ser amable-, espero que su visita sea breve.

– Nosotros también -replicó Hogan.

– ¿Está en casa la señora Bell? -preguntó Rebus mirando alrededor.

– Ha salido a hacer una visita. ¿Hay algo en particular que…?

– Sólo quería decirle que anoche vi El viento en los sauces. Es una obra extraordinaria.

El diputado enarcó una ceja.

– Se lo diré.

– ¿Ha avisado a su hijo de que veníamos? -preguntó Hogan.

Bell asintió con la cabeza.

– Está viendo la televisión -contestó señalando hacia el cuarto de estar.

Sin que se lo dijera, Hogan se acercó a la puerta y la abrió. James Bell estaba tumbado en el sofá color crema, sin zapatos, y la cabeza apoyada en el brazo sano.

– James, ha llegado la policía -dijo el padre.

– Ya lo veo -contestó el joven poniendo los pies en la alfombra.

– Hola, James -dijo Hogan-. Creo que conoces al inspector…

James asintió con la cabeza.

– ¿Te importa que nos sentemos? -preguntó Hogan mirando al hijo y sentándose en un sillón sin aguardar a que el padre les invitara a hacerlo.

Mientras, Rebus se acomodó junto a la chimenea. Jack Bell tomó asiento al lado de su retoño y le puso la mano en la rodilla, pero el joven se la apartó. A continuación se agachó, cogió un vaso de agua del suelo y dio un sorbo.

– Bueno, quisiera saber qué es lo que sucede -dijo impaciente Jack Bell en su papel de hombre ocupado que tiene cosas importantes que hacer.

Sonó el móvil de Rebus, que musitó una disculpa mientras lo sacaba del bolsillo y miraba de quién era la llamada. Volvió a excusarse, se levantó y salió de la habitación.

– ¿Gill? -dijo-. ¿Qué tal te ha ido con Bob?

– Ya que lo preguntas, es un pozo de sorpresas.

– Por ejemplo, que no sabía que la freidora iba a incendiarse -dijo Rebus observando que Kate no estaba en el comedor.

– Exacto.

– ¿Y qué más?

– Parece haberla tomado con Rab Fisher, sin darse cuenta de cómo implica eso a su amigo Pavo Real.

– ¿En qué? -dijo Rebus entornando los ojos.

– Resulta que Fisher iba por las colas de las discotecas presumiendo delante de la gente de su pistola.

– ¿Y?

– Y vendía droga.

– ¿Droga?

– Por cuenta de tu amigo Johnson.

– Pavo Real trapicheó con hachís en una época, pero no tanto como para tener un ayudante.

– Bob aún no lo ha soltado, pero creo que estamos hablando de crack.

– Dios mío… ¿quién le suministraba?

– Me pareció obvio -respondió ella con una risita-. Tu otro amigo, el de los barcos.

– No creo -replicó Rebus.

– ¿No se encontró cocaína en su barco?

– Sí, pero de todos modos…

– Pues entonces será otro -añadió ella con un suspiro-. En cualquier caso, no está mal para empezar, ¿no crees?

– Debe de ser el toque de mujer.

– Sí, ese chico necesita alguien que le cuide. Gracias por el consejo, John.

– ¿Significa eso que estoy fuera de peligro?

– Significa que le voy a decir a Mullen que venga y oiga lo que hemos grabado.

– Pero ¿ya no creerás que maté a Marty Fairstone?

– Digamos que empiezo a dudarlo.

– Gracias por apoyarme, jefa. Si descubres algo más me lo dices, ¿de acuerdo?

– Lo intentaré. ¿En qué andas metido ahora? ¿En otra cosa que pueda preocuparme?

– Quizá… mira el cielo sobre Barnton por si ves fuegos artificiales -dijo Rebus cortando; desconectó el aparato y volvió a la habitación.

– Le aseguro que le entretendremos lo menos posible -dijo Hogan, y miró a Rebus-. Ahora lo dejo en manos de mi colega.

Rebus fingió pensarse la pregunta y a continuación miró a James Bell.

– James, ¿por qué lo hiciste?

– ¿Qué?

– Oiga, debo protestar por ese tono… -terció Jack Bell inclinándose hacia delante.

– Lo siento, señor. A veces me pongo algo nervioso cuando alguien me miente. No sólo a mí, sino a todos los investigadores, a sus padres, a la prensa… a «todos». -James le miraba fijamente y Rebus cruzó los brazos-. Mira, James, estamos empezando a reconstruir lo que realmente sucedió en el aula y tenemos que decirte algo: cuando se dispara una pistola quedan siempre restos en la piel. Pueden durar semanas por mucho que te laves y frotes. Y en los puños de la camisa también. ¿Recuerdas que tenemos la camisa que llevabas puesta?

– ¿Qué demonios está diciendo? -gruñó Jack Bell rojo de cólera-. ¿Cree que les voy a consentir que entren en mi casa para acusar a un adolescente de dieciocho años de…? ¿Es así como trabaja hoy la Policía?

– Papá…

– Es por perjudicarme a mí, ¿verdad? Intentan perjudicarme utilizando a mi hijo. Sólo porque cometieron un grave error que casi me cuesta el cargo, mi matrimonio…

– Papá… -repitió el joven en tono más alto.

– Y ahora, aprovechando esta horrible tragedia, ustedes…

– No es una represalia, señor -dijo Hogan.

– A pesar de que el agente de Leith que le detuvo asegura que le sorprendió con las manos en la masa -añadió Rebus sin poder contenerse.

– John… -advirtió Hogan.

– ¿Lo ve? -La voz de Jack Bell temblaba de ira-. ¿Ve cómo es y será siempre? Es un caso perdido. De una arrogancia sin igual, de una…

James Bell se levantó de pronto.

– ¿Quieres dejar de decir gilipolleces por una vez en tu vida? ¿Quieres callarte de una puta vez?

Se hizo un silencio y sus palabras quedaron flotando en el aire como un eco. James Bell volvió a sentarse con parsimonia.

– Quizá si dejásemos hablar a James -dijo Hogan con voz pausada mirando al diputado, que, estupefacto, no apartaba la vista de un hijo que él nunca había pensado que existiera, una persona que se manifestaba ante él por primera vez en su vida.

– A mí no puedes hablarme así -dijo con voz apenas audible.

– Pues acabo de hacerlo -replicó el hijo, quien, mirando a Rebus, añadió-: Acabemos de una vez.

Rebus se humedeció los labios.

– James, de momento probablemente lo único que podemos demostrar es que recibiste un disparo a quemarropa (contrariamente a la versión que nos has dado) y que, a juzgar por el ángulo de tiro, te disparaste tú mismo. Sin embargo, has confesado que conocías la existencia de al menos una de las armas de Herdman, y por eso creo que tú cogiste la Brocock para matar a Anthony Jarvies y a Derek Renshaw.

– Eran unos gilipollas.

– ¿Y eso es una razón?

– James -intervino el padre-. No quiero que sigas declarando.

– Tenían que morir -añadió el hijo sin hacerle caso.

Jack Bell se quedó boquiabierto y mudo mientras su hijo daba vueltas sin cesar al vaso de agua.

– ¿Por qué tenían que morir? -preguntó Rebus con voz tranquila.

– Ya lo he dicho -contestó el muchacho encogiéndose de hombros.

– Porque no te gustaban -aventuró Rebus-. ¿Sólo por eso?

– Muchos chicos como yo han matado por menos. ¿O es que no ven los telediarios? Estados Unidos, Alemania, Yemen… A veces basta con que no te gusten los lunes.

– Ayúdame a entenderlo, James. Ya sé que teníais distintos gustos musicales…

– No sólo en música: en todo.

– ¿Veíais la vida de forma distinta? -aventuró Hogan.

– Tal vez en cierto modo querías impresionar a Teri Cotter -añadió Rebus.

– No la meta en esto -replicó James lanzándole una mirada iracunda.

– Es difícil no hacerlo, James. Al fin y al cabo, Teri te dijo que le obsesionaba la muerte, ¿no es cierto? -El muchacho guardó silencio-. Yo creo que te obnubilaste un poco con ella.

– ¿Usted qué sabe? -replicó desdeñoso el adolescente.

– En primer lugar estuviste en Cockburn Street haciéndole fotos.

– Yo hago muchas fotos.

– Pero la suya la guardabas en ese libro que le prestaste a Lee Herdman. No te gustaba que se acostase con ella, ¿verdad? Ni te gustó que Jarvies y Renshaw te dijeran que habían entrado en su página y la habían visto en su dormitorio. -Rebus hizo una pausa-. ¿Qué tal voy? -añadió.

– Es muy listo, inspector.

Rebus negó con la cabeza.

– No; hay muchas cosas que no sé, James. Y espero que tú puedas llenar las lagunas.

– No tienes por qué decir nada, James -gruñó el padre-. Eres menor y hay leyes que te protegen. Has sufrido un trauma y ningún tribunal… -Miró a los policías-. ¿No debería hablar en presencia de un abogado?

– No lo necesito -espetó el muchacho.

– Tienes que aceptarlo -replicó el padre horrorizado.

– Tú ya no pintas nada, papá -añadió el hijo-. ¿No te das cuenta? Ahora soy yo el protagonista. Soy yo quien te va a hacer salir en la primera página de los periódicos, pero por los peores motivos. Y por si no lo sabes, no soy menor: tengo dieciocho años. Tengo edad para votar, y para muchas cosas -añadió como si esperase la réplica del padre, pero al no producirse, se volvió hacia Rebus-. ¿Qué es lo que quiere saber?

– ¿Tengo razón respecto a Teri?

– Yo sabía que se acostaba con Lee.

– Cuando le prestaste el libro, ¿dejaste deliberadamente en él la foto?

– Supongo.

– ¿Esperando que la viese y que reaccionase? -preguntó Rebus; el joven se encogió de hombros-. Tal vez te bastaba con que se enterara de que a ti también te gustaba. -Rebus hizo una pausa-. Pero ¿por qué ese libro concretamente?

James le miró.

– Porque Lee quería leerlo. Conocía la historia de aquel hombre que se había tirado de un avión. Él no era… -añadió sin encontrar las palabras adecuadas. Lanzó un suspiro-. Tiene que pensar que era un hombre muy desgraciado.

– ¿Desgraciado en qué sentido?

James encontró la palabra:

– Obsesionado -dijo-. Ésa era la impresión que daba. Obsesionado.

Se hizo un silencio que rompió Rebus.

– ¿Cogiste la pistola en el piso de Lee?

– Eso es.

– ¿Él no lo sabía?

James Bell negó con la cabeza.

– ¿Tú sabías que tenía una Brocock? -preguntó Hogan sin levantar la voz.

El muchacho asintió con la cabeza.

– ¿Y por qué se presentó en el colegio? -inquirió Rebus.

– Le dejé una nota, pero no esperaba que la leyera tan pronto.

– ¿Cuál era entonces tu plan, James?

– Entrar en la sala común, donde solían estar ellos dos solos, y matarlos.

– ¿A sangre fría?

– Exacto.

– ¿A dos chicos que no te habían hecho nada?

– Dos menos en este mundo -replicó el adolescente encogiéndose de hombros-. Total… en comparación con los tifones, huracanes, terremotos, hambrunas…

– ¿Por eso lo hiciste, porque daba igual?

James Bell reflexionó un instante.

– Tal vez -contestó.

Rebus miró la alfombra intentando dominar la ira que le invadía. «Un familiar de mi misma sangre…»

– Todo sucedió muy rápido -añadió James Bell-. Me sorprendió lo tranquilo que estaba. Pum, pum: dos cadáveres… En el momento en que disparaba sobre el segundo entró Lee y me miró fijamente. Yo también a él. Estábamos los dos desconcertados -añadió sonriendo al recordarlo-. Luego, él estiró el brazo con la mano abierta para que le entregara la pistola y yo se la di. -Dejó de sonreír-. Lo que menos me imaginaba era que el gilipollas iba a disparársela en la sien.

– ¿Por qué crees que lo hizo?

James Bell negó lentamente con la cabeza.

– He intentado dar una explicación… ¿Usted qué cree? -añadió implorante, como si necesitara saberlo.

Rebus tenía varias hipótesis: porque era el dueño de la pistola y se sentía responsable, porque el incidente atraería a equipos de investigadores profesionales, incluidos los del Ejército… y porque era una solución.

Porque ya no vivía obsesionado.

– Y después tú cogiste la pistola y te disparaste en el hombro -dijo Rebus enfatizando las palabras-. ¿Y luego volviste a colocársela en la mano?

– Sí. En la otra mano llevaba la nota que yo le había dejado, y se la quité.

– ¿Y las huellas dactilares?

– Limpié la pistola con la camisa, como en las películas.

– Pero cuando llegaste allí para matarlos, deberías ir decidido a que todos lo supieran. ¿Por qué cambiaste de idea?

El muchacho se encogió de hombros.

– Porque surgió la oportunidad. ¿Sabemos en realidad por qué hacemos las cosas cuando nos arrastra un impulso? A veces nos dejamos llevar por los instintos. Los malos pensamientos… -añadió volviéndose hacia su padre.

Y en ese momento su padre se lanzó sobre él para agarrarle del cuello y los dos cayeron del sofá rodando por el suelo.

– ¡Maldito cabrón! -gritó Jack Bell-. ¿Sabes lo que has hecho? ¡Esto es mi ruina! ¡Has destrozado mi carrera!

Rebus y Hogan los separaron; el padre continuó rezongando y profiriendo maldiciones mientras el hijo, más bien sereno, observaba atento aquella ira incoherente como si fuese algo que deseara conservar como un valioso recuerdo. Se abrió la puerta y apareció Kate. A Rebus le asaltó el deseo de obligar a James Bell a arrodillarse ante ella para que la pidiera perdón. La joven contempló la escena.

– ¿Jack…? -dijo a media voz.

Jack Bell, a quien Rebus sujetaba con fuerza por detrás, la miró como si fuera una extraña.

– Vete, Kate -dijo el diputado-. Márchate a tu casa.

– No entiendo…

James Bell, sin oponer resistencia a Hogan, que le agarraba, miró hacia la puerta y luego hacia donde estaban su padre y Rebus. En su cara se esbozó lentamente una sonrisa.

– ¿Se lo decís vosotros o se lo digo yo…?

Capítulo 25

– No puedo creerlo -volvió a decir Siobhan.

La llamada de Rebus se había prolongado durante todo el trayecto desde la comisaría al ya cercano aeródromo.

– A mí también me cuesta creerlo.

Iba por la A 8 en dirección oeste. Miró el retrovisor y puso el intermitente para adelantar a un taxi en el que viajaba un hombre de negocios que leía tranquilamente el periódico antes de coger el avión. Siobhan sintió ganas de parar en el arcén, salir del coche y gritar para desahogar la confusión de sentimientos que la embargaban. ¿Era por la excitación de que se hubiera resuelto el caso? Dos en realidad: el caso Herdman y el homicidio de Fairstone. ¿O era por la frustración de no haber estado presente?

– ¿Y no habrá matado también a Herdman? -preguntó ella.

– ¿Quién, el joven maestro Bell?

Oyó a Rebus haciendo un aparte y repitiendo la pregunta a Hogan.

– Deja la nota sabiendo que Herdman va a seguirle -añadió ella-, mata a los tres y luego se dispara.

– Es una hipótesis -dijo Rebus-. ¿Qué es ese ruido?

– Mi teléfono, que necesita una recarga -dijo ella tomando el desvío al aeropuerto con el taxi aún visible en el retrovisor-. Puedo anular mi lección de vuelo.

– ¿Para qué? Aquí no hay nada que hacer.

– ¿Vais a ir a Queensferry?

– Ya estamos. Bobby está cruzando la verja del colegio -volvió a apartarse del teléfono para decir algo a Hogan.

A Siobhan le pareció que le decía que quería estar presente cuando explicara la resolución del caso a Claverhouse y a Ormiston, porque captó el comentario de «y sobre todo que la hipótesis de las drogas no sirve para nada».

– ¿Quién puso las drogas en el barco? -preguntó Siobhan.

– ¿Cómo dices, Siobhan?

Ella repitió la pregunta.

– ¿Crees que lo hizo Whiteread para mantener abierta la investigación? -añadió.

– Ni siquiera estoy seguro de que tenga poder para hacer algo así. Ya sólo quedan por liquidar detalles de poca monta. Han salido coches patrulla para detener a Rab Fisher y a Johnson Pavo Real y ahora Bobby va a dar la noticia a Claverhouse.

– Me gustaría estar ahí.

– Reúnete más tarde con nosotros. Iremos al pub.

– Al Boatman's no, ¿verdad?

– He pensado en ir al de al lado, para cambiar.

– Yo acabaré dentro de una hora más o menos.

– No tengas prisa. Supongo que no iremos a otro sitio. Si te apetece, tráete a Brimson.

– ¿Le cuento lo de James Bell?

– Tú verás. Los periódicos no tardarán en publicarlo.

– ¿Lo dices por Steve Holly?

– Creo que le debo eso al cabrón. Al menos no le daré a Claverhouse el placer de dar la noticia. -Hizo una pausa-. ¿Conseguiste meterle miedo a Rod McAllister?

– Sigue insistiendo en que él no escribió las cartas.

– Basta con que tú lo sepas, y que él sepa que lo sabes. ¿Preparada para tu clase de vuelo?

– Irá bien.

– Tal vez debería alertar a control aéreo.

Oyó que Hogan decía algo y que Rebus contenía la risa.

– ¿Qué dice? -preguntó ella.

– Bobby cree que más bien deberíamos avisar a los guardacostas.

– Dile que le he puesto en la lista negra.

Oyó cómo Rebus se lo decía a Hogan.

– Okay, Siobhan, hemos llegado al aparcamiento y vamos a darle la noticia a Claverhouse.

– ¿Mantendrás la calma por una vez?

– No te preocupes; estaré tranquilo, sereno y sosegado.

– ¿De verdad?

– En cuanto le haya restregado la mierda por las narices.

Siobhan sonrió y cortó. Decidió desconectar el móvil también. A cinco mil pies de altitud no iba a hacer llamadas. Miró el reloj del tablero de instrumentos y vio que llegaba con tiempo. Supuso que a Doug Brimson no le importaría.

Intentó ordenar en su mente cuanto acababa de oír: Lee Herdman no había matado a los dos chicos y John Rebus no había prendido fuego a la casa de Fairstone.

Sentía mala conciencia por haber sospechado de Rebus, pero la culpa era de él, por ser siempre tan misterioso. Igual que Herdman con su doble vida y sus temores. La prensa tendría que morder el polvo y centrar sus tiros en el blanco más fácil: Jack Bell. Lo que casi era un final feliz.

Llegó a la puerta del aeródromo en el momento en que otro coche se disponía a salir. Brimson se bajó del asiento del pasajero y le dirigió una sonrisa cautelosa mientras abría el candado y la puerta. Siobhan esperó a que saliera el coche, que cruzó la puerta a toda velocidad, con un hombre al volante con cara de pocos amigos. Brimson le hizo seña de que entrase y ella cruzó la verja y aguardó a que él cerrara la puerta. Brimson abrió la portezuela y subió al coche.

– No te esperaba tan pronto -comentó.

– Lo siento -dijo Siobhan arrancando despacio y mirando hacia adelante-. ¿Quién era tu visitante?

– Alguien interesado en lecciones de vuelo -contestó Brimson con una mueca.

– No me pareció el prototipo de alumno.

– ¿Lo dices por la camisa? -replicó Brimson riendo-. Muy llamativa, ¿verdad?

– Un poco, sí.

Llegaron a la oficina. Siobhan echó el freno de mano y Brimson se bajó del coche. Ella se quedó sentada observándole mientras él daba la vuelta al coche para abrirle la portezuela, como si ella estuviera esperándolo. Evitaba mirarla a la cara.

– Hay que rellenar un formulario -dijo él señalando la oficina- para el descargo de responsabilidad… esas cosas -añadió adelantándose a abrir la puerta.

– ¿Cómo se llamaba ese cliente? -preguntó ella entrando detrás de él.

– Jackson o Jobson… creo -contestó él sentándose en la silla del despacho y revolviendo papeles.

Siobhan permaneció de pie.

– Estará escrito en algún formulario -dijo.

– ¿Cómo?

– Si vino a inscribirse para tomar lecciones, supongo que tendrás sus datos.

– Ah, sí… estarán por aquí -dijo él moviendo hojas-. Va siendo hora de que coja una secretaria -añadió forzando una sonrisa.

– Se llama Johnson Pavo Real -dijo Siobhan pausadamente.

– ¿Ah, sí?

– Y no ha venido para dar clases de vuelo. ¿Quería que le sacaras de Escocia en avión?

– ¿Lo conoces?

– Sé que le busca la justicia por ser culpable de la muerte de un delincuente de poca monta que se llamaba Martin Fairstone. A Johnson le habrá entrado pánico al ver que no aparece su lugarteniente y probablemente sabe que lo hemos detenido.

– Todo lo cual es nuevo para mí.

– Pero sabes quién es Johnson… y lo que es.

– No, ya te he dicho que quería lecciones de vuelo.

Las manos de Brimson removían papeles con mayor velocidad.

– Te contaré un secreto -añadió Siobhan-. Hemos resuelto el caso de Port Edgar. Lee Herdman no mató a esos dos chicos; fue el hijo del diputado.

– ¿Qué? -dijo Brimson, a quien parecía costarle asimilar la noticia.

– Los mató James Bell, y luego se disparó, después de que Lee Herdman se suicidara.

– ¿En serio?

– Doug, ¿buscas algo en concreto o es que pretendes excavar el tablero de la mesa?

El levantó la vista y sonrió.

– Te estaba diciendo que Lee no mató a esos chicos.

– Sí, claro.

– Lo que significa que la única incógnita por resolver es la de las drogas que encontramos en su barco. Supongo que sabrás que tenía un yate amarrado en el puerto deportivo.

Brimson era incapaz de sostenerle la mirada.

– ¿Por qué iba yo a saberlo?

– ¿Y por qué no?

– Escucha, Siobhan -añadió Brimson consultando aparatosamente el reloj-. Dejemos el papeleo. Vamos a perder nuestro espacio…

Siobhan hizo caso omiso del comentario.

– Debe de ser un buen yate, porque Herdman viajaba a Europa, pero ahora sabemos que vendía diamantes.

– ¿Y al mismo tiempo compraba drogas?

Siobhan negó con la cabeza.

– Tú sabías lo del yate y probablemente que viajaba al continente -añadió avanzando un paso hacia la mesa-. Era en esos vuelos de ejecutivos, ¿verdad, Doug? En esos viajecitos a Europa para llevar a hombres de negocios a congresos y a pasarlo bien. Así es como traes las drogas.

– Todo se está yendo a la mierda -exclamó Brimson, casi con una calma excesiva. Se recostó en la silla, se ajustó el pelo y miró al techo-. Le dije a ese imbécil que no viniera aquí nunca.

– ¿Te refieres a Pavo Real?

Brimson asintió despacio con la cabeza.

– ¿Por qué pusiste las drogas en el barco? -preguntó ella.

– ¿Por qué no? -respondió él riendo-. Lee estaba muerto. Eso centraría en él la atención.

– ¿Disipando las sospechas sobre ti? -dijo ella sentándose-. La verdad es que no sospechábamos de ti.

– Charlotte creía que sí. Andabais husmeando por todas partes, hablando con Teri, viniendo a hablar conmigo…

– ¿Charlotte Cotter está implicada?

Brimson la miró como si fuera idiota.

– Es un negocio de dinero en mano y hay que lavarlo.

– ¿A través de los salones de bronceado?

Siobhan asintió con la cabeza. Claro, Brimson y la madre de Teri eran socios.

– Lee no era tan santo, ¿sabes? -añadió Brimson-. Él fue quien me presentó a Johnson.

– ¿Lee conocía a Johnson? ¿Le facilitó él las armas?

– Te lo iba a decir, pero no sabía cómo.

– ¿Qué?

– Johnson tenía armas desactivadas y necesitaba a alguien que les instalase el percutor o lo que fuera.

– ¿Y Lee Herdman se encargaba de eso?

Siobhan pensó en el taller tan bien provisto del cobertizo del puerto. Era una tarea fácil si se disponía de las herramientas y se sabía cómo hacerlo.

Brimson permaneció impasible un instante.

– Todavía tenemos tiempo de ir a volar -dijo-. Es una lástima perder el turno de despegue.

– No he traído el pasaporte -replicó ella estirando el brazo hacia el teléfono-. Tengo que hacer una llamada, Doug.

– Lo tenía todo apalabrado con la torre de control, ¿sabes? Pensaba enseñarte tantas cosas…

Siobhan se había puesto en pie para descolgar el teléfono.

– Tal vez en otra ocasión.

Pero los dos sabían que no habría otra ocasión. Brimson la miraba con las palmas de las manos apoyadas en la mesa. Siobhan se llevó el receptor al oído y comenzó a marcar el número.

– Lo siento, Doug -dijo.

– Yo también, Siobhan, créeme, lo siento en el alma -añadió cogiendo impulso y saltando por encima de la mesa tirando los papeles.

Siobhan soltó el teléfono y dio un paso atrás, tropezó con la silla y cayó al suelo con las manos abiertas para amortiguar el golpe.

Doug Brimson, sofocado, se le echó encima impidiéndole respirar.

– Vamos a volar, Siobhan, vamos a volar… -repetía sujetándola por las muñecas.

Capítulo 26

– ¿Estás contento, Bobby? -preguntó Rebus.

– Loco de contento -contestó Hogan.

Entraron en el bar del muelle de South Queensferry. La reunión en el colegio no habría podido ser más oportuna pues interrumpieron la exposición que estaba haciendo Claverhouse al subdirector Colín Carswell. Hogan respiró hondo antes de intervenir y aseverar que todo lo que decía Carswell era pura filfa antes de explicar por qué.

Al final de la reunión, Claverhouse salió del cuarto sin decir palabra y fue su colega Ormiston quien dio a Hogan la mano en reconocimiento de su mérito.

– Lo que no quiere decir que otros lo reconozcan, Bobby -comentó Rebus dando una palmadita en el hombro a Ormiston para hacerle ver que apreciaba su gesto, e incluso le invitó a tomar una copa con ellos, pero Ormiston rehusó.

– Creo que me habéis asignado una misión de consuelo -dijo.

De modo que estaban ellos dos solos en aquel bar. Mientras aguardaban a que les sirvieran, Hogan comenzó a desanimarse un poco. Generalmente, al resolver satisfactoriamente un caso, se reunían todos en la sala de Homicidios, donde les llevaban unas cajas de cerveza, acompañadas en ocasiones de una botella de champán obsequio de los jefazos, y whisky para los más tradicionales. En aquel bar, ellos dos solos, no era lo mismo. El antiguo equipo se había dispersado…

– ¿Qué vas a tomar? -preguntó Hogan tratando de mostrarse animoso.

– Creo que un Laphroaig, Bobby.

– La medida que sirven aquí no es muy generosa -dijo Hogan, que había echado una ojeada de experto al botellero-. Lo pediré doble.

– ¿Y decidimos ahora mismo quién conduce?

– Creí que habías dicho que iba a venir Siobhan -replicó Hogan torciendo el gesto.

– Eso es una crueldad, Bobby -comentó Rebus haciendo una pausa-. Una crueldad, pero razonable.

El camarero se acercó a ellos y Hogan pidió el whisky para Rebus y una pinta de cerveza para él.

– Y dos puros -añadió volviéndose hacia Rebus, observándole y apoyando el codo en la barra-. John, después de haber resuelto un caso como éste me da por pensar que sería el momento apropiado de dejar el cuerpo.

– Por Dios, Bobby, estás en tu mejor momento.

Hogan lanzó un resoplido.

– Hace cinco años te habría dicho que sí -dijo sacando unos billetes del bolsillo y cogiendo uno de diez libras-, pero ahora ya tengo bastante.

– ¿Qué es lo que ha cambiado?

Hogan se encogió de hombros.

– Un adolescente que mata a dos compañeros sin ningún motivo es algo que no acabo de entender… Vivimos en un mundo distinto al que conocimos, John.

– Por eso somos más necesarios que nunca.

Hogan volvió a lanzar un bufido.

– ¿De verdad lo crees? ¿Tú crees de verdad que te quiere alguien?

– He dicho «necesarios», no queridos.

– ¿Y quién nos necesita? ¿Personas como Carswell porque le dejamos en buen lugar? O Claverhouse, ¿para que no meta más la pata de lo que lo hace?

– Pues eso para empezar -replicó Rebus sonriente.

Tenía ya el whisky delante y echó un poco de agua para rebajarlo. Llegaron los dos puros y Hogan quitó el envoltorio del suyo.

– Seguimos sin saberlo, ¿no es cierto? -dijo.

– ¿Qué?

– Por qué se suicidó Herdman.

– ¿Pensabas que íbamos a averiguarlo? Cuando me llamaste, mi impresión fue que lo hacías porque te asustaba tanto adolescente; porque necesitabas otro dinosaurio a tu lado.

– John, tú no eres un dinosaurio -dijo Hogan alzando su vaso y chocándolo con el de Rebus-. Por nosotros dos.

– Y por Jack Bell, sin cuya intervención el hijo podría haberse dado cuenta de que podía optar por callarse y quedar impune.

– Cierto -dijo Hogan con una amplia sonrisa-. Familias, ¿eh, John? -añadió balanceando la cabeza.

– Familias -repitió Rebus llevándose el vaso a los labios.

Cuando sonó su móvil, Hogan le dijo que no contestase, pero Rebus miró la pantallita por si era Siobhan. No era ella. Indicó a Hogan que salía afuera donde estaba más tranquilo. Había un patio abierto delante, una zona asfaltada con algunas mesas, para tomar el fresco. Rebus se acercó el aparato al oído.

– ¿Gill? -dijo.

– Me dijiste que te tuviera al corriente.

– ¿Sigue cantando el joven Bob?

– Casi estoy deseando que termine -dijo Gill Templer con un suspiro-. Nos ha explicado su infancia, que abusaban de él en la escuela, que se hacía pis en la cama… Habla un poco del presente pero vuelve constantemente al pasado y no sé si lo que dice sucedió hace una semana o hace diez años. Ahora nos pide el libro de El viento en los sauces.

Rebus sonrió.

– Lo tengo en casa. Se lo llevaré.

Rebus oyó a lo lejos el motor de una avioneta y miró hacia lo alto con la mano libre a modo de visera. El aparato sobrevolaba el puente del estuario y estaba demasiado lejos para distinguir si era el mismo en el que habían ido ellos a Jura. Le pareció del mismo tamaño, volaba pesarosamente cruzando el cielo.

– ¿Qué sabes de salones de bronceado? -preguntó Gill Templer.

– ¿Por qué?

– Porque no cesa de mencionarlos. Y una conexión con Johnson y las drogas…

Rebus seguía mirando la avioneta, de pronto descendió en picado, para inmediatamente estabilizarse y balancear las alas. Si Siobhan iba a bordo, no olvidaría su primera lección.

– Sólo sé que la madre de Teri Cotter tiene varios salones de ésos -dijo Rebus.

– ¿No serán una tapadera?

– No creo. Vamos a ver, ¿de dónde iba ella a sacar…?

No acabó la frase. Ahora recordaba que Brimson tenía aparcado el coche en Cockburn Street, donde la madre de Teri tenía uno de aquellos salones y que la muchacha le había dicho que su madre estaba liada con Brimson. Doug Brimson era amigo de Lee Herdman y tenía aviones. ¿De dónde demonios sacaba el dinero para comprarlos? Millones, había comentado Ray Duff. Le había parecido sospechoso en determinado momento, pero James Bell le había desviado su atención. Millones… Sí, era un dinero que se puede ganar con unos cuantos negocios legales, y decenas de ilegales.

Recordó lo que había dicho Brimson volviendo de la isla de Jura al sobrevolar el estuario del Forth: «Muchas veces pienso en el desastre que podría causar incluso un aparato tan pequeño como un Cessna en el puerto, en el transbordador, en los puentes y en el aeropuerto». Dejó caer la mano y miró a contraluz guiñando los ojos.

– ¡Dios mío! -musitó.

– John, ¿me escuchas?

Cuando Gill hizo la pregunta ya no escuchaba.

Entró corriendo en el bar y arrastró a Hogan.

– Tenemos que ir al aeródromo.

– ¿A qué?

– ¡Deprisa!

Hogan abrió el coche, pero Rebus le apartó a un lado y se puso al volante.

– ¡Conduzco yo!

Hogan no rechistó. Rebus salió del aparcamiento a todo gas, pero acto seguido dio un frenazo y miró por la ventanilla.

– Dios mío, no… -masculló bajando del coche y parándose en medio de la calzada mirando al cielo.

El avión había caído en picado, pero luego se estabilizó.

– ¿Qué sucede? -vociferó Hogan desde el coche.

Rebus volvió a sentarse al volante y arrancó sin dejar de mirar el avión, que en aquel momento sobrevolaba el puente del ferrocarril para acto seguido describir un amplio círculo ya cerca del litoral de Fife y enfilar de nuevo hacia los puentes.

– Ese avión está en apuros -comentó Hogan.

Rebus volvió a detener el coche para mirar.

– Es Brimson -dijo entre dientes-. Y Siobhan va con él.

– ¡Se va a estrellar contra el puente!

Saltaron los dos del coche. No eran los únicos: había otros automóviles parados y sus conductores miraban hacia arriba, mientras los peatones señalaban con el dedo haciendo comentarios. El ruido del motor de la avioneta se hizo más intenso y discordante.

– ¡Dios mío! -dijo Hogan en un susurro al ver que pasaba por debajo del puente del ferrocarril a escasos metros de la superficie del agua.

Volvió a tomar altura, casi en vertical, se estabilizó y de nuevo se dejó caer en picado para pasar por debajo del tramo central del puente viario.

– ¿Qué hace, dar el espectáculo o aterrorizarla? -comentó Hogan.

Rebus meneó la cabeza. Estaba pensando en Lee Herdman y su costumbre de asustar a los adolescentes que practicaban esquí acuático.

– Fue Brimson quien puso las drogas en el barco. Él trae la droga al país en su avión, Bobby, y me da la impresión de que Siobhan lo ha descubierto.

– ¿Y qué demonios hace él ahora?

– Quizá pretende asustarla. Deseo con toda mi alma que sea eso.

Pensó en Lee Herdman acercándose el cañón a la sien y en el antiguo miembro de las SAS que se había arrojado desde un avión.

– ¿Llevan paracaídas? ¿Podrá ella lanzarse? -preguntó Hogan.

Rebus, sin contestar, apretó los dientes.

En aquel momento la avioneta, muy próxima al puente, rizó el rizo pero, al rozar con un ala uno de los cables de suspensión, comenzó a caer en espiral.

Rebus dio automáticamente un paso al frente y gritó «¡No!», alargando la palabra durante el tiempo que tardó la avioneta en precipitarse al agua.

– ¡La puta hostia! -masculló Hogan mientras Rebus escrutaba el lugar del impacto donde, entre humo, se vieron restos del aparato que no tardaron en comenzar a hundirse.

– ¡Hay que ir allí! -gritó Rebus.

– ¿Cómo?

– No lo sé… ¡en un barco! ¡En Port Edgar tienen!

Volvieron a subir al coche y Rebus dio media vuelta haciendo chirriar los neumáticos; cuando llegaban al astillero oyeron el ulular de una sirena y vieron embarcaciones que zarpaban hacia el lugar de la tragedia. Rebus aparcó y echaron a correr por el muelle y, al pasar por delante del cobertizo de Herdman, Rebus, de reojo, advirtió junto a él algo que se movía y una ráfaga de color, pero no era momento de detenerse a ver de qué se trataba. Mostraron sus identificaciones a un hombre que estaba a punto de soltar el amarre de una lancha rápida.

– Necesitamos que alguien nos lleve.

El hombre, un cincuentón calvo y de barba canosa, los miró de arriba abajo.

– No pueden subir sin chaleco salvavidas -protestó.

– Sí podemos. Ahora llévenos allí. -Rebus hizo una pausa-. Por favor.

El hombre volvió a mirarle y asintió con la cabeza. Saltaron los dos a bordo, sujetándose bien mientras el hombre aceleraba la lancha para salir del puerto. Ya había otras barcas junto a la mancha de aceite y en aquel momento llegaba la lancha de salvamento de South Queensferry. Rebus escrutó la superficie consciente de que era un gesto fútil.

– Tal vez no eran ellos -dijo Hogan-. Quizá Siobhan no fue al aeródromo.

Rebus asintió con la cabeza deseando que su amigo se callase. Los restos comenzaban a esparcirse por efecto del oleaje y del movimiento de las embarcaciones.

– Bobby, hay que pedir buceadores, hombres rana, lo que sea.

– Lo harán, John. Eso no es cosa nuestra. -Rebus advirtió que Hogan le apretaba el brazo-. Dios, y yo hice el comentario estúpido del guardacostas…

– No es culpa tuya, Bobby.

– Aquí no tenemos nada que hacer -comentó Hogan pensativo.

Rebus no tuvo más remedio que admitirlo. Pidieron al patrón que volviera a llevarlos a tierra y el hombre arrancó el motor de la lancha.

– Ha sido un accidente horroroso -gritó el hombre por encima del estruendo del fueraborda.

– Horroroso -repitió Hogan. Rebus no apartaba la vista de la superficie picada del agua-. ¿Vamos al aeródromo? -preguntó Hogan al saltar al muelle.

Rebus asintió con la cabeza y echó a andar a zancadas hacia el Passat, pero se detuvo ante el cobertizo de Herdman y miró en otro más pequeño al lado, frente al cual había aparcado un viejo BMW negro deslustrado que no reconoció. ¿Era allí donde había visto la ráfaga de color? Miró al cobertizo y vio que tenía la puerta cerrada. ¿Estaba abierta cuando ellos llegaron? ¿Había visto aquel colorido fugaz a través de ella? Se acercó a la puerta y empujó, pero no cedía porque alguien a su vez apretaba por detrás. Rebus retrocedió para tomar impulso, lanzó una patada con todas sus ganas y la empujó con el hombro. La puerta se abrió de golpe y el hombre cayó de bruces al suelo.

Llevaba una camisa de manga corta con estampado de palmeras y volvió la cara para mirar a Rebus.

– ¡Mierda! -masculló Hogan mirando una manta que había en el suelo llena de armamento.

Vieron dos taquillas abiertas llenas que revelaban sus secretos: pistolas, revólveres y metralletas.

– ¿Vas a desencadenar una guerra, Pavo Real? -preguntó Rebus.

Johnson, en respuesta, gateó hacia la pistola más cercana, pero Rebus avanzó un paso y le descargó un puntapié en pleno rostro, volviendo a tumbarle en el suelo inconsciente y con los miembros extendidos. Hogan le miró moviendo la cabeza con gesto de asombro.

– ¿Cómo diablos se nos escaparía esto? -dijo.

– Tal vez porque lo teníamos delante de nuestras narices, Bobby, como todo lo demás en este maldito caso.

– Pero ¿qué relación existe?

– Sugiero que se lo preguntes a tu amigo aquí presente en cuanto se despierte -dijo Rebus dándose la vuelta para marcharse.

– ¿Adónde vas?

– Al aeródromo. Tú quédate aquí y llama a comisaría.

– John… ¿para qué?

Rebus se detuvo. Sabía que lo que Hogan quería decirle era que para qué iba a ir al aeródromo, pero no se le ocurría otra cosa. Marcó el número de Siobhan en el móvil y el contestador le dijo que el abonado no estaba disponible y que repitiera la llamada más tarde. Volvió a marcarlo y obtuvo la misma respuesta. Tiró el pequeño aparato plateado al suelo y lo pisoteó con todas sus ganas con el tacón.


* * *

Cuando llegó ante la verja del aeródromo ya oscurecía.

Bajó del coche y llamó por el teléfono de comunicación interna que había en el exterior, pero no contestaba nadie. A través de la verja vio el coche de Siobhan aparcado delante de una oficina que tenía la puerta abierta, como si alguien hubiera salido precipitadamente.

O forcejeando… sin preocuparse de cerrar al salir.

Empujó la puerta de hierro con el hombro. La cadena traqueteaba pero no cedía. Retrocedió un paso y comenzó a darle patadas; luego volvió a empujar con el hombro, a propinarle puñetazos y, finalmente, cerró los ojos y apoyó en ella la cabeza.

– Siobhan… -musitó con voz temblorosa.

Sabía que sin unos alicates no había nada que hacer. Podía llamar a un coche patrulla para que los trajeran, pero no tenía con qué.

Brimson… ahora lo sabía. Sabía que traficaba con drogas y era él quien las había puesto en el barco de su amigo muerto. Ignoraba el móvil, pero lo averiguaría. Siobhan había llegado a descubrir la verdad y por ello había muerto. Tal vez había sostenido un forcejeo con él, lo que explicaría aquel vuelo errático. Abrió los ojos, borrosos por las lágrimas.

Miró a través de la verja.

Parpadeó para enfocar la visión.

Porque había alguien a la puerta… Una silueta, con una mano en la cabeza y la otra en el estómago. Parpadeó de nuevo para asegurarse.

– ¡Siobhan! -gritó, y ella levantó una mano y la agitó.

Rebus se subió a la verja y repitió su nombre a gritos. Ella volvió a entrar en la oficina.

Se le quebró la voz. ¿Veía visiones? No. Siobhan reapareció, subió a su coche y llegó hasta la verja. Al aproximarse, Rebus vio que efectivamente era ella y estaba bien. Frenó y se bajó del coche.

– Brimson es el que introduce las drogas… conchabado con Johnson y la madre de Teri -dijo al tiempo que buscaba en el manojo de llaves del piloto la del candado de la puerta.

– Lo sabemos -dijo Rebus, pero ella no escuchaba.

– Huyó y debió de dejarme sin sentido… Recobré el conocimiento al oír el ruido del teléfono -añadió accionando el candado y soltando la cadena.

La puerta se abrió y Rebus levantó a pulso a Siobhan del suelo en un fuerte abrazo.

– Ay, ay, ay -dijo ella para que aflojase el apretón-. Tengo contusiones -añadió mirándole a los ojos. Rebus, sin poder contenerse, le plantó un beso en los labios, con los ojos cerrados. Ella los mantuvo abiertos de par en par. Se desprendió del abrazo y retrocedió un paso para recobrar la respiración-. No es que me sienta abrumada, pero ¿a cuento de qué viene esto?

Capítulo 27

En esa ocasión fue Rebus quien acudió a visitar a Siobhan al hospital. Estaba ingresada con contusiones y tendría que pasar allí la noche.

– Esto es absurdo. De verdad que me encuentro bien -protestó ella.

– Haz lo que te han dicho, jovencita.

– Sí, claro, mira quién habla.

Como para corroborar sus palabras, en aquel momento, la misma enfermera que había cambiado el vendaje de Rebus pasó con un carrito.

Rebus acercó una silla y se sentó a la cabecera.

– ¿No me has traído nada? -preguntó Siobhan.

Rebus se encogió de hombros.

– No he tenido ni un minuto. Ya sabes cómo es.

– ¿Qué ha declarado Johnson?

– No se muestra muy elocuente, lo cual le perjudicará. Por lo que ha averiguado Gill Templer, Herdman no quería tener armas en su cobertizo y Johnson alquiló el de al lado para almacenarlas y que Herdman las activara allí, pero con el suicidio de Herdman las cosas se complicaron y Johnson no podía acercarse a trasladarlas.

– ¿Y luego le entró miedo?

– Miedo, o tal vez quisiera coger alguna para su propia protección por si acaso.

– Gracias a Dios que no llegó a hacerlo -comentó Siobhan cerrando los ojos.

Guardaron silencio unos minutos.

– ¿Y Brimson? -preguntó ella.

– ¿Qué pasa con Brimson?

– Esa decisión suya de acabar así…

– Yo creo que al final se adueñó de él el pánico.

Siobhan abrió los ojos.

– O vio claramente que no había nadie más a quien implicar.

Rebus se encogió de hombros.

– Sea lo que fuere, es una muerte más en las estadísticas de suicidios, y el Ejército tendrá que asumirla.

– A lo mejor alegan que fue un accidente.

– Tal vez lo fuese. Quizá lo único que pretendía era rizar el rizo y se estrelló por un fallo.

– Prefiero mi versión.

– Pues mantenla.

– ¿Y James Bell?

– ¿Qué?

– ¿Crees que llegaremos a entender por qué lo hizo?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

– Lo único que sé es que la prensa va a pasarlo en grande con el padre.

– ¿Y con eso te basta?

– De momento sí.

– James y Lee Herdman… no acabo de entenderlo.

Rebus reflexionó un instante.

– Tal vez James vio que había encontrado un héroe, una persona distinta a su padre, alguien por quien valía la pena hacer cualquier cosa.

– ¿Incluso matar? -añadió ella.

Rebus sonrió, se levantó y le dio una palmadita en el brazo.

– ¿Ya te vas?

Él se encogió de hombros.

– Tengo mucho que hacer. Ahora tenemos un policía menos.

– ¿No puedes dejarlo para mañana?

– La justicia nunca duerme, Siobhan. Lo que no quiere decir que tú no lo hagas. ¿Quieres algo antes de que me vaya?

– Pues quizá la sensación de haber logrado algo.

– No creo que las máquinas expendedoras tengan de eso, pero veré qué puedo hacer.


* * *

Había vuelto a hacerlo.

Acabó bebiendo demasiado… y al volver a casa tiró la chaqueta en el vestíbulo y se derrumbó en la taza del váter apoyando la cabeza en las manos.

Era la última vez… La última vez había sido la noche de Martin Fairstone, cuando había estado en diversos pubs buscando a su presa, más los whiskies que se tomó en casa de Fairstone antes de volver a la suya en taxi. Al llegar a Arden Street, el conductor tuvo que despertarle. Apestaba a tabaco y, con idea de quitarse el olor, se preparó un baño abriendo el grifo del agua caliente pensando en echar después la fría. Se sentó en la taza medio desvestido, con la cabeza en las manos y los ojos cerrados.

Sintió en la oscuridad cómo se movía el mundo sobre su eje, venciéndole a él hacia delante y cayó de rodillas, se dio un cabezazo contra el borde de la bañera y se levantó con las manos ardiendo, dentro de la bañera, escaldadas.

Escaldadas.

No había ningún misterio.

Puede sucederle a cualquiera.

¿No es cierto?

Pero esta noche no. Se levantó, recobró el equilibrio, consiguió llegar al cuarto de estar, se dejó caer en el sillón y lo acercó a la ventana empujando con los pies. Era una noche tranquila y había luces en los pisos de enfrente. Parejas descansando, echando un ojo a los niños. Solteros esperando una pizza o viendo un vídeo que acababan de alquilar. Estudiantes matando una noche más en los pubs, preocupados por la proximidad de los exámenes.

Seguro que casi ninguno se enfrentaría a misterios. Tendrían temores, sí; dudas; algunos incluso sentirían remordimiento por pequeños errores y faltas, pero no eran asuntos que pudieran ser motivo de preocupación para Rebus y sus colegas. Aquella noche no. Palpó con los dedos el suelo en busca del teléfono y se lo puso en el regazo pensando en llamar a Allan Renshaw. Tenía que decirle algunas cosas.

Había estado pensando en eso de las familias; no sólo por la suya, sino en general por las relacionadas con el caso. Lee Herdman, que había abandonado a la suya; James y Jack Bell, exclusivamente unidos por el vínculo de la sangre; Teri Cotter y su madre. Y en su mismo caso, él, que sustituía a su familia por colegas como Siobhan y Andy Callis para establecer lazos muchas veces más fuertes que los de la sangre.

Miró el aparato y pensó que era un poco tarde para llamar a su primo. Se encogió de hombros y musitó un «mañana» mientras sonreía recordando la escena en el aeródromo al levantar a Siobhan en brazos.

Decidió arriesgarse a llegar hasta la cama. Tenía el portátil en reserva de pantalla y, sin molestarse en dar al botón, lo desenchufó de la red. Ya lo devolvería al día siguiente a la comisaría.

Se detuvo en el pasillo y entró en el cuarto de invitados para coger El viento en los sauces. Lo pondría al lado del ordenador para no olvidarlo y al día siguiente se lo regalaría a Bob.

Mañana, si Dios y el diablo querían.

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