SEXTO DÍA . Martes

Capítulo 19

El martes por la mañana, Rebus salió de su casa, fue hasta el final de Marchmont Road y cruzó los Meadows, la zona de césped cercana a la universidad. A su lado pasaban estudiantes camino de las clases, algunos en rechinantes bicicletas y otros a pie, adormilados. Estaba nublado y el color del cielo mimetizaba el gris de la pizarra de los tejados. Fue hacia el puente Jorge IV. Conocía el reglamento de la Biblioteca Nacional: el vigilante le dejaba pasar, pero luego tenía que subir la escalinata y convencer a la bibliotecaria de guardia de que necesitaba desesperadamente hacer una consulta urgentísima y tenía que ser en esa biblioteca. Mostró su carné de identificación, dijo lo que deseaba y le indicaron que fuera a la sala de microfilmes, formato en el que actualmente archivaban los periódicos antiguos. Años atrás, cuando investigaba algún caso, se sentaba en la sala de lectura y un empleado le traía a la mesa, en un carrito, el cargamento de periódicos. Ahora la operación consistía en encender una pantalla e introducir el rollo de película en la máquina.

No tenía en mente ninguna fecha concreta y decidió empezar por un mes antes del accidente del helicóptero y dejar desfilar por la pantalla los sucesos cotidianos. En cuanto llegó al día del accidente, rápidamente se hizo una buena idea del suceso. La noticia ocupaba la primera página del Scotsman con fotos de dos de las víctimas, el general de brigada Stuart Phillips y el comandante Kevin Spark. Como Phillips era escocés, el diario publicaba al día siguiente una detallada cronológica que a Rebus le aportó datos sobre la personalidad profesional y humana del general. Verificó las notas que había tomado, rebobinó la película y metió otro rollo con noticias de las dos semanas anteriores para cotejarlo con sus anotaciones sobre el alto el fuego del IRA en Irlanda del Norte y el papel desempeñado en las negociaciones por el general de brigada Stuart Phillips. Había habido contactos preliminares para examinar la problemática del recelo que suscitaría en los grupos paramilitares de ambos bandos y en los grupúsculos escisionistas… Rebus comenzó a darse golpecitos en los dientes con el bolígrafo hasta percatarse de que otro lector cerca de él le miraba con el ceño fruncido. Musitó un «perdón» y centró su atención en otras noticias del periódico: cumbres mundiales, guerras en el extranjero, crónicas de fútbol… La piel de una granada en la que se veía la cara de Cristo, un gato perdido y recuperado por sus dueños a pesar de haberse mudado de casa…

La foto del gato le recordó a Boecio. Volvió al mostrador y preguntó por el departamento de enciclopedias. Buscó Boecio y se enteró de que era un filósofo romano, traductor y político que, acusado de traición, escribió en la cárcel mientras esperaba su ejecución Sobre la consolación de la filosofía, tratado en el que argumentaba que todo es cambiante y no hay nada que tenga ningún grado de certidumbre… salvo la virtud. Rebus pensó si aquel libro le ayudaría a comprender el destino de Derek Renshaw y su repercusión sobre sus más allegados. Tenía sus dudas. En este mundo, los culpables suelen quedar impunes y las víctimas es como si no contaran. A la gente buena siempre le ocurren cosas malas y viceversa. Si era Dios quien había planificado así las cosas, el cabronazo tenía un tremendo sentido del humor. Resultaba más sencillo pensar que no había ningún plan y que era puro azar lo que había llevado a Lee Herdman a aquel colegio.

Pero le quemaba la duda de que tampoco fuese así.

Decidió acercarse al puente Jorge IV a tomar un café y fumar un cigarrillo. Había llamado a Siobhan a primera hora para decirle que estaría ocupado y que no se verían. A ella no pareció importarle, ni siquiera le había preguntado adónde tenía que ir. Era como si quisiera distanciarse de él, y no se lo reprochaba. Siempre había sido un imán para los problemas y, cerca de él, ella arriesgaba el futuro de su carrera. De todos modos, pensó que había otros motivos. Quizá le consideraba realmente un coleccionista, que establecía relaciones últimas de amistad con ciertas personas, por cariño o por interés… demasiado íntimas a veces. Pensó en la página de internet de la señorita Teri y en la ilusión que producía en sus virtuales visitantes. Una relación unilateral en la que podían verla a ella sin que ella viese a los demás. ¿Era Teri Cotter otro tipo de «ejemplar»?

Sentado en la cafetería Elephant House con un buen café con leche, sacó el móvil. Había fumado un cigarrillo en la calle antes de entrar en el local, en esos días nunca se sabía si dejaban fumar o no. Marcó con el pulgar el número del móvil de Bobby Hogan.

– ¿Se han hecho ya cargo del caso esos gorilas, Bobby? -preguntó.

Hogan sabía que se refería a Claverhouse y Ormiston.

– No del todo -contestó.

– ¿Andan por ahí?

– Están intimando con tu novia.

Rebus tardó un instante en captarlo.

– ¿Con Whiteread? -aventuró.

– Exacto.

– Seguro que Claverhouse disfrutará escuchando lo que le cuenta de mí.

– Ahora me explico por qué está tan sonriente.

– ¿Cómo crees que anda mi estatus de persona non grata?

– No me han dicho nada. Por cierto, ¿dónde estás? ¿Es una cafetera lo que oigo como ruido de fondo?

– Estoy en la pausa de media mañana, excelencia. Indagando sobre la época de Herdman en las SAS.

– ¿Sabes que tengo la sensación de que hemos fracasado irremisiblemente?

– No te preocupes, Bobby. Ya imaginaba que no nos entregarían el expediente por las buenas.

– ¿Cómo te las vas a arreglar para examinarlo?

– Digamos que de un modo lateral.

– ¿Puedes ser más explícito?

– No, hasta que no haya encontrado algo útil.

– John… están cambiando los parámetros de la investigación.

– ¿En cristiano, Bob?

– Que ya no parece tener tanta importancia el «móvil».

– ¿Resulta mucho más interesante el enfoque de las drogas? -aventuró Rebus-. ¿Me estás dando puerta, Bobby?

– Sabes que no es mi estilo, John. Lo que digo es que creo que el caso se me va de las manos.

– ¿Y Claverhouse dirige mi club de admiradores?

– Ni siquiera está en la lista de correo.

Rebus calló, pensativo. Hogan rompió el silencio.

– Tal como están las cosas, a lo mejor me voy a tomar café contigo.

– ¿Te están marginando?

– El último del banquillo.

Rebus sonrió pensando en el cuadro. Claverhouse de arbitro; Ormiston y Whiteread de jueces de línea…

– ¿Alguna noticia más? -dijo.

– El barco de Herdman donde se encontró la droga, parece ser que lo compró pagándolo casi todo en metálico, en dólares concretamente, la divisa internacional del narcotráfico. El año pasado hizo bastantes viajes a Amsterdam y trató de ocultar la mayoría.

– Interesante, ¿no?

– Claverhouse piensa que quizás haya algo de negocio pornográfico también.

– Ese hombre tiene la mente podrida.

– Tal vez tenga razón, mucho porno duro proviene de lugares como Rotterdam. En fin, que nuestro amigo Herdman debía de ser una joya.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Rebus amusgando los ojos.

– ¿Recuerdas que nos llevamos su ordenador? -Rebus recordaba que ya no estaba en el piso de Herdman cuando él fue la primera vez-. Los cerebros de Howdenhall han logrado descubrir algunos de los sitios de internet que visitaba y muchos de ellos eran para mirones.

– ¿De voyeurs?

– Exacto. Al señor Herdman le gustaba mirar. Y además muchos de ellos están registrados en Holanda. El pagaba la subscripción todos los meses con tarjeta de crédito.

Rebus miró por los cristales. Empezaba a llover, una llovizna oblicua. La gente caminaba deprisa con la cabeza agachada.

– ¿Tú sabes de algún traficante de pornografía que pague por mirar?

– Es la primera vez que lo oigo.

– No es ninguna pista, créeme. -Rebus hizo una pausa y entrecerró los ojos-. ¿Has entrado en esos sitios?

– En acto de servicio para examinar las pruebas.

– Descríbemelos.

– ¿Te da morbo?

– Para eso tengo a Frank Zappa. Vamos, compláceme, Bobby.

– Sale una chica sentada en la cama con medias, liguero, etcétera, y tú tecleas lo que quieres que haga.

– ¿Sabemos lo que le gustaba a Herdman que hicieran?

– No. Por lo visto, los técnicos de Howdenhall no llegan a tanto.

– Bobby, ¿tienes una lista de esos sitios? -Rebus oyó una especie de risita entre dientes apagada-. Sólo estoy aventurando una conjetura, pero ¿hay por casualidad alguno titulado Señorita Teri o Entrada a la Oscuridad?

Se hizo un silencio al otro lado de la línea.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fui adivino en una vida anterior.

– No, en serio, John. ¿Cómo lo sabes?

– Ya sabía que me lo ibas a preguntar. -Rebus accedió a no dejar en vilo a Bobby-. La señorita Teri es Teri Cotter, una alumna de Port Edgar.

– ¿Que se dedica al porno?

– No, Bobby, su página no es pornográfica -replicó Rebus sin darse cuenta.

– ¿La has visto?

– Sí, la chica tiene en su habitación una cámara conectada a internet -admitió Rebus-. Funciona las veinticuatro horas al parecer -añadió con una mueca, dándose cuenta de que había hablado demasiado otra vez.

– ¿Y cuánto tiempo has estado mirando para comprobarlo?

– No estoy seguro de que tenga nada que ver con…

– Tengo que decírselo a Claverhouse -interrumpió Hogan.

– Ni se te ocurra.

– John, si Herdman estaba obsesionado con esa chica…

– Si vas a interrogarla quiero acompañarte.

– No creo que tú…

– ¡Bobby, la pista te la he dado yo! -exclamó mirando a su alrededor consciente de haber levantado la voz. Estaba sentado a la barra al lado de la ventana. Vio que dos mujeres, dos oficinistas en su rato de descanso, desviaban la mirada. ¿Habrían estado escuchando?-. Tengo que estar presente, Bobby, por favor, prométemelo.

La voz de Hogan se suavizó.

– De acuerdo, prometido por lo que me toca. Lo que no sé es si Claverhouse estará de acuerdo.

– ¿Seguro que tienes que decírselo?

– ¿Qué quieres decir?

– Bobby, podríamos ir nosotros dos a hablar con ella…

– No es mi manera de trabajar, John -replicó Hogan con voz firme de nuevo.

– Sí, claro, Bobby. -Rebus tuvo una idea-. ¿Está ahí Siobhan?

– Yo creía que estaba contigo.

– No importa. ¿Me dirás el resultado del interrogatorio?

– De acuerdo -contestó Hogan con un suspiro.

– Gracias, Bobby. Te debo una.

Rebus colgó y salió del bar sin tomarse el resto del café. En la calle encendió otro cigarrillo. Las oficinistas cuchicheaban cubriéndose la boca con las manos como para evitar que leyera en sus labios lo que decían. Expulsó humo hacia los cristales y volvió a la biblioteca.


* * *

Siobhan fue a St Leonard temprano, hizo ejercicio en el gimnasio y luego se dirigió al DIC. Había un gran armario practicable donde guardaban los archivadores de casos antiguos. Cuando examinaba los lomos marrones de las carpetas de cartón vio que faltaba una y en su lugar había una hoja de papel. Era el de Martin Fairstone, y lo habían retirado por orden superior. Firmado: Gill Templer.

Era lógico. La muerte de Fairstone no había sido accidental y se iniciarían las pesquisas por homicidio, relacionadas con una investigación interna. Templer había retirado el expediente para entregárselo a quien correspondiera. Cerró, echó la llave y salió al pasillo para escuchar detrás de la puerta. Sólo se oía el sonido sordo de un teléfono. Miró a un lado y a otro del pasillo y vio que en el DIC había dos compañeros: Davie Hynds y Hi-Ho Silvers. Hynds era aún demasiado nuevo para que le intrigase lo que hacía, pero si Silvers la veía…

Respiró hondo, llamó a la puerta y aguardó antes de hacer girar el pomo.

Entró, cerró y se acercó de puntillas a la mesa de la jefa. No había nada encima y los cajones eran muy pequeños. Miró el archivador metálico verde.

– De perdidos al río -musitó abriendo el primero de ellos.

Estaba vacío. Los otros tres sí estaban llenos de papeles, pero no encontró lo que buscaba. Expulsó aire con ganas y miró a su alrededor. ¿Qué broma era aquélla? Allí no había escondrijos, era un despacho absolutamente utilitario. Hubo un tiempo en que Templer tenía un par de macetas en el alféizar, pero ya no estaban; se le habrían muerto las plantas o había decidido tirarlas. El antecesor de Templer tenía el escritorio lleno de fotos de su numerosa familia, pero actualmente no había nada que delatara que lo ocupaba una mujer. Segura de que no había dejado nada por inspeccionar, Siobhan abrió la puerta y se encontró con un hombre con el ceño fruncido.

– Precisamente a quien quería ver -dijo.

– Entré a… -alegó ella mirando al interior del despacho mientras pensaba en una explicación convincente para acabar la frase.

– La comisaria Templer se encuentra en una reunión.

– Sí, claro, es lo que he pensado -añadió Siobhan recuperando el aplomo y cerrando la puerta.

– Por cierto, me llamo… -dijo el hombre.

– Mullen -espetó ella estirándose para estar algo más a la altura de él.

– Ah, claro -dijo Mullen con un sonrisita-. Era usted la que iba al volante del coche el día que conseguí parar al inspector Rebus.

– ¿Y ahora quiere interrogarme sobre Martin Fairstone? -aventuró Siobhan.

– Exacto. -Hizo una pausa-. Siempre que pueda dedicarme unos minutos.

Siobhan se encogió de hombros sonriente, como si fuera lo más agradable del mundo.

– Sígame, por favor -dijo Mullen.

Al pasar por delante de la puerta abierta del DIC, Siobhan miró de reojo y vio que Silvers y Hynds se arrimaban uno a otro y estiraban sus corbatas por encima de la cabeza con el cuello doblado como ahorcados. Lo último que vieron del objeto de su mofa fue un dedo amenazador antes de que despareciera pasillo adelante. Siobhan siguió al oficial de Expedientes escaleras abajo y antes de llegar a la zona de recepción, éste abrió el cuarto de interrogatorios número uno.

– Supongo que tendría un motivo fundamentado para entrar en el despacho de la comisaria Templer -dijo Mullen mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de una de las sillas.

Siobhan se sentó en la otra, al otro lado de la mesa rayada y con manchas de bolígrafo. Mullen se agachó y cogió del suelo una caja de cartón.

– Sí, por supuesto -contestó ella viendo cómo abría la tapa del archivador.

Encima de todo había una foto de Martin Fairstone hecha poco después de su detención. Mullen la cogió y se la mostró. Siobhan no pudo evitar fijarse en aquellas uñas impecables.

– ¿Cree que este hombre merecía morir?

– No tengo una opinión formada -respondió Siobhan.

– Esto es sólo entre usted y yo, ¿comprende? -añadió Mullen bajando la foto de manera que por encima de ella apareció la mitad de su cara-. No vamos a grabar nada ni hay testigos. Todo muy discreto e informal.

– ¿Por eso se ha quitado la chaqueta? ¿Para que sea más informal?

Mullen no replicó.

– Se lo preguntaré otra vez, sargento Clarke. ¿Merecía este hombre morir?

– Si me pregunta si yo quería que muriese, la respuesta es «no». He conocido miserables mucho peores que Martin Fairstone.

– ¿Cómo lo clasificaría, entonces? ¿Como molestia menor?

– No me preocuparía en clasificarlo.

– Tuvo una muerte horrible, ¿sabe? Se despertó en pleno incendio, medio asfixiado por el humo, tratando de desatarse de la silla… A mí no me gustaría acabar así.

– Supongo que no.

Se miraron a la cara y Siobhan comprendió que en cualquier momento él se levantaría y comenzaría a pasear por el cuarto tratando de ponerla nerviosa. Se le anticipó y, apartando la silla de la mesa, fue a hasta el fondo con los brazos cruzados, obligándole a volverse.

– Parece que está haciendo usted una buena carrera, sargento Clarke -dijo Mullen-. Inspectora dentro de cinco años, tal vez inspectora jefe antes de los cuarenta… tiene diez años por delante para estar a la altura de la comisaria Templer. -Hizo una pausa efectista-. Un buen futuro si sabe evitar escollos.

– Espero tener un buen radar.

– Deseo por su bien que así sea. El inspector Rebus, por el contrario… no parece tenerlo muy afinado, ¿no cree?

– No tengo una opinión formada.

– Pues ya es hora de que la tenga. Con la carrera que tiene usted por delante, debe elegir con cuidado sus amistades.

Siobhan cruzó despacio hasta el otro lado del cuarto y se volvió al llegar a la puerta.

– Seguro que hay muchos sospechosos en libertad que deseaban la muerte de Fairstone -dijo.

– Esperemos que en la investigación se descubran muchos -replicó Mullen encogiéndose de hombros-. Pero entretanto…

– Entretanto, ¿quiere dar un repaso al inspector Rebus?

Mullen la miró un instante.

– ¿Por qué no se sienta?

– ¿Le pongo nervioso? -replicó ella inclinándose y apoyando los nudillos en el borde de la mesa.

– ¿Eso es lo que intentaba? Yo empezaba a pensar…

Siobhan le sostuvo la mirada.

– Dígame -añadió él pausadamente-, cuando supo que el inspector Rebus había estado en casa de Martin Fairstone la noche en que murió, ¿qué fue lo primero que pensó?

Siobhan respondió encogiéndose levemente de hombros.

– Una hipótesis es que alguien pudo querer dar un susto a Fairstone -dijo él entonando la voz- y salió mal. Tal vez el inspector Rebus intentó volver a la casa para salvarle… Nos llamó una doctora, una psicóloga llamada Irene Lesser, que hace poco trató con el inspector Rebus por otro asunto. Resulta que esa doctora tenía intención de presentar una reclamación, algo relacionado con la violación de la confidencialidad de los pacientes. Después de su queja, expresó su opinión de que el inspector Rebus es un «obsesionado». ¿Diría usted que estaba obsesionado, sargento Clarke? -añadió Mullen inclinándose hacia ella.

– A veces se enfrasca excesivamente en las investigaciones -dijo Siobhan-. No sé si es lo mismo.

– Me parece que la interpretación de la doctora Lesser es que le cuesta vivir en la realidad… que arrastra una furia acumulada de años.

– No entiendo qué tiene eso que ver con Martin Fairstone.

– ¿No? -replicó Mullen sonriendo con arrepentimiento-. ¿Considera al inspector Rebus amigo suyo, alguien con quien comparte su tiempo fuera del trabajo?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo?

– Parte de mi tiempo.

– ¿Es la clase de amigo a quien habla de sus problemas?

– Puede ser.

– ¿Y Martin Fairstone no era un problema?

– No.

– Para usted desde luego que no. -Mullen calló un instante y se recostó en la silla-. Sargento Clarke, ¿ha sentido alguna vez necesidad de proteger al inspector Rebus?

– No.

– Pero ha hecho de conductor para él mientras se le curaban las manos.

– No es lo mismo.

– ¿Le ha ofrecido una explicación creíble de cómo se las quemó?

– Las metió en agua muy caliente.

– He especificado «creíble».

– Yo la considero creíble.

– ¿No cree que es muy propio de él, al verla con un ojo tumefacto, establecer conclusiones y ajustar las cuentas a Fairstone?

– Estuvieron juntos en un pub, pero no he oído decir a nadie que se pelearan.

– Quizás en público no. Pero cuando el inspector Rebus le indujo a que le invitase a su casa… donde nadie les viera…

Siobhan negó con la cabeza.

– No ocurrió nada así.

– Me encantaría tener tanta confianza como usted, sargento Clarke.

– ¿Sustituiría su engreída arrogancia?

Mullen la miró inquisitivo, sonrió y guardó la foto en el archivador.

– Creo que es todo por ahora. -Siobhan no hizo ademán de irse-. A menos que usted tenga algo que decir -añadió Mullen con un destello en los ojos.

– En realidad, sí. Ahí tiene usted el motivo por el que entré en el despacho de la comisaria Templer -añadió señalando con la cabeza el archivador.

– ¿Ah, sí? -dijo Mullen interesado.

– Pero no tiene nada que ver con Fairstone, sino con el caso de Port Edgar. Vieron a la novia de Fairstone -dijo pensando que no comprometía nada revelándolo-; fue vista en South Queensferry, y el inspector Hogan -tragó saliva antes de dejar caer una pequeña mentira- quiere interrogarla, pero yo no recordaba la dirección.

– ¿Y está aquí? -dijo Mullen dando una palmadita en el archivador y pensándolo un instante antes de abrirlo y empujarlo hacia ella-. No veo inconveniente.


La rubia se llamaba Rachel Fox y trabajaba en un supermercado al final de Leith Walk. Siobhan llegó hasta allí en coche, pasando por delante de los poco sugerentes bares, tiendas de artículos de segunda mano y locales de tatuaje. A ella Leith le parecía estar siempre a punto de experimentar alguna especie de renacimiento. Cuando transformaron los antiguos almacenes en apartamentos tipo «loft», o abrieron una sala de cine o trajeron el histórico yate de la reina para que lo visitaran los turistas, se habló de «rejuvenecimiento». Sin embargo, para ella el lugar no había cambiado nada; era el Leith de siempre, con sus habitantes de siempre. No sentía aprehensión cuando estaba allí, ni siquiera en plena noche y había que llamar a la puerta de burdeles o antros de droga. Pero sí que reconocía que era un lugar sin espíritu, donde una sonrisa te revelaba como forastero. No había sitio en el aparcamiento del supermercado. Dio una vuelta y finalmente vio a una mujer que cargaba bolsas de compra en el maletero. Aguardó con el motor al ralentí. La mujer reñía a gritos a un niño de cinco años, lloroso y con mocos colgando, cuyos hombros subían y bajaban al compás de los sollozos. Vestía una chaqueta deportiva plateada Le Coq Sportif y dos tallas más grande que la suya y acolchada, por lo que parecía no tener manos. La madre se puso furiosa al verle limpiarse la nariz con la manga y comenzó a zarandearlo. Siobhan arrimó instintivamente la mano a la puerta del coche sin llegar a abrir, pues sabía que con su intervención podía agravar la situación de la criatura, aquella mujer no iba a reconocer sus malas maneras por el reproche que le hiciera una desconocida. Vio que cerraba el maletero y empujaba al niño dentro del coche y que, al dar la vuelta para sentarse al volante, la miraba a ella encogiéndose de hombros como reclamando comprensión. Siobhan la fulminó con la mirada, pero no dejó de pensar en la futilidad de su indignación mientras aparcaba, cogía un carrito y entraba en el supermercado.

¿A qué había ido allí, en definitiva? ¿Por Fairstone, por las notas, o porque Rachel Fox había estado en el Boatman's? Quizá por las tres cosas. Fox trabajaba de ayudante de caja; Siobhan miró la batería de cajas y la localizó enseguida. Vestía el uniforme azul de las empleadas, tenía recogida la melena en una cola alta y le caían dos tirabuzones sobre las orejas. En aquel momento miraba inexpresiva al vacío mientras pasaba los artículos por el lector de código de barras. Sobre la caja colgaba un letrero que decía: «Máximo nueve artículos». Siobhan entró en el primer pasillo, pero no vio nada que le hiciera falta; no quería aguardar cola en la pescadería ni en la carnicería por si Rachel Fox se tomaba un descanso o se marchaba antes de la hora. Echó en el carrito dos chocolatinas, rollos de papel de cocina y una lata de caldo Scotch. Cuatro artículos. Al doblar al fondo del pasillo miró si Fox seguía en la caja. Seguía allí, con tres pensionistas esperando turno para pagar. Siobhan añadió un frasco de salsa de tomate. Una mujer en silla de ruedas eléctrica pasó rauda a su lado para meter prisa al marido y gritarle que no olvidase la pasta dentífrica y los pepinillos.

La mueca que hizo el hombre le recordó a Siobhan que ella había olvidado los pepinillos y tendría que volver atrás.

Los clientes se movían despacio, como si pretendieran demorarse más de lo estrictamente necesario. Seguramente muchos acabarían por entrar en la cafetería a tomar un trozo de tarta, saboreándola despacio entre sorbos de té, antes de irse a casa y pasar la tarde viendo programas de cocina.

Un paquete de pasta. Seis artículos.

Ya sólo quedaba un pensionista en la caja rápida, y Siobhan se colocó detrás del hombre, que saludó a Fox. Ésta le respondió con un desmayado y seco «buenas» para disuadirle de charlar.

– Qué buen día hace -dijo el hombre, que debía de ir sin dentadura postiza a juzgar por su modo de hablar y cómo le asomaba la lengua entre los labios.

Fox asintió con la cabeza y siguió pasando los artículos de compra con la mayor rapidez posible. Al mirar la cinta transportadora, dos cosas llamaron la atención de Siobhan. La primera era que el hombre llevaba doce artículos y la segunda, que también ella habría debido comprar huevos.

– Ocho ochenta -dijo Fox.

El hombre sacó despacio el dinero del bolsillo y comenzó a contar las monedas. Frunció el ceño y las contó otra vez. Rachel Fox tendió la mano y cogió el dinero.

– Faltan cincuenta peniques -dijo.

– ¿Cómo?

– Le faltan cincuenta peniques. Tendrá que dejar algún artículo.

– Tenga -dijo Siobhan aportando la moneda que faltaba.

El hombre la miró, sonrió desdentado, le hizo una breve reverencia y se dirigió a la salida con su bolsa.

Rachel Fox comenzó a pasar los artículos de la nueva dienta.

– Estará usted pensando que pobre hombre -comentó sin levantar la vista-, pero suele usar el mismo truco una vez a la semana.

– Pues qué tonta he sido -dijo Siobhan-. Bueno, por lo menos no se ha puesto a contar otra vez todas las monedas.

Fox levantó la vista, luego miró la cinta transportadora y volvió a mirar a Siobhan.

– Yo la conozco de algo -dijo.

– Rachel, ¿me ha estado enviando cartas?

– ¿Cómo sabe mi nombre? -replicó Fox con la mano sobre el paquete de pasta.

– En primer lugar lo pone en su insignia.

Pero en ese momento Rachel se acordó. La miró con cara de odio con los ojos entrecerrados.

– Usted es esa poli que pretendía encerrar a Marty.

– Testifiqué en la vista -concedió Siobhan.

– Sí, lo recuerdo… Y un colega suyo le prendió fuego.

– No se crea todo lo que cuentan los tabloides, Rachel.

– Usted le buscó problemas a Marty.

– No.

– Me habló de usted… me dijo que le tenía manía.

– Puedo asegurarle que no es cierto.

– ¿Y entonces por qué está muerto?

Había pasado el último artículo y Siobhan le tendió un billete de diez libras. La cajera del puesto más cercano había interrumpido su actividad y, junto con su dienta, estaba escuchando.

– Rachel, ¿podemos hablar a solas? -dijo Siobhan mirando a su alrededor-. ¿En algún sitio menos concurrido?

A Rachel Fox se le saltaron las lágrimas. Siobhan se acordó de pronto del niño que había visto en el aparcamiento y pensó que en ciertos aspectos nunca nos hacemos mayores. Emocionalmente, nunca crecemos.

– Rachel… -añadió.

Pero Rachel Fox abrió la caja para darle el cambio negando despacio con la cabeza.

– No tengo nada que decirles.

– ¿Y esas notas que he estado recibiendo, Rachel? ¿Qué me dice de eso?

– No sé de qué me habla.

Siobhan oyó el ruido de un motor y comprendió que la mujer de la silla de ruedas estaba detrás de ella. El marido llevaba en el carrito exactamente nueve artículos. Siobhan se volvió y vio que la mujer venía con otra cesta y otros nueve artículos. La miraba con la cara encendida, deseosa de que se fuera.

– La vi en el Boatman's -dijo Siobhan-. ¿Qué hacía allí?

– ¿Dónde?

– En el Boatman's… South Queensferry.

Fox le entregó el cambio con el ticket.

– Es donde trabaja Rod -dijo con un bufido.

– Es… un amigo suyo, ¿verdad?

– Es mi hermano -respondió Rachel Fox y, cuando levantó la vista, Siobhan vio que en lugar de lágrimas echaba fuego por los ojos-. ¿Es que van a matarle a él también? ¿Eh? ¿Es eso?

– Davie, será mejor que vayamos a otra caja -dijo la mujer de la silla de ruedas a su marido.

Comenzó a dar marcha atrás en el momento en que Siobhan cogía su bolsa y se dirigía a la salida seguida por la voz de Rachel Fox:

– ¡Puta asesina! ¿Qué te he hecho yo? ¡Asesina! ¡Asesina!

Siobhan tiró las bolsas en el asiento del pasajero y se sentó al volante.

– ¡So guarra! -gritó Rachel Fox yendo hacia el coche-. ¡No tienes ni un tío que se te acerque!

Siobhan encendió el motor y salió del hueco en marcha atrás al tiempo que Rachel Fox lanzaba una patada contra el faro. Como llevaba zapatillas deportivas, el pie rebotó en el cristal. Siobhan estiró el cuello para asegurarse de que no atropellaba a nadie y cuando enderezó el volante vio que Rachel Fox empujaba con todas sus fuerzas una fila de carritos empotrados. Arrancó y pisó el acelerador mientras oía el traqueteo de los carritos, que pasaron rozando el coche. Miró por el retrovisor y vio que habían quedado atravesados en la calle y que el primero de la fila había ido a estrellarse contra un Volkswagen Escarabajo aparcado en la otra acera.

Rachel Fox continuaba gruñendo y agitando los puños. Finalmente dirigió un dedo amenazador hacia el coche que se alejaba y se pasó ese mismo dedo por la garganta asintiendo despacio con la cabeza.

– De acuerdo, Rachel -musitó Siobhan saliendo del aparcamiento.

Capítulo 20

Bobby Hogan había tenido que poner en juego todo su poder de persuasión y se aseguraría de que Rebus no lo olvidara. La mirada que le dirigió fue elocuente: «Primero, me debes un favor; segundo, no jodas la marrana».

Estaban en un despacho de la «Casa grande», la Jefatura de la Policía de Lothian and Borders en Fettes Avenue, sede la División de Narcotráfico, por lo que Rebus estaba allí a disgusto. No sabía realmente cómo Hogan había convencido a Claverhouse para que le dejara asistir al interrogatorio; lo cierto es que allí se encontraban ahora. También asistía Ormiston, que resoplaba por la nariz y cerraba los ojos con fuerza cada vez que parpadeaba. Teri Cotter había acudido con su padre y completaba la escena una agente de uniforme.

– ¿Seguro que quieres que esté presente tu padre? -preguntó Claverhouse sin rodeos.

Teri le miró. Llevaba todos sus atavíos de gótica y unas botas hasta la rodilla con múltiples hebillas relucientes.

– Tal como lo plantea -dijo el señor Cotter-, quizás habría sido mejor que hubiera venido con mi abogado.

Claverhouse se encogió de hombros.

– Lo he preguntado simplemente porque no quiero que su hija se sienta violenta en su presencia -dijo mirando a la muchacha.

– ¿Violenta? -repitió el señor Cotter mirando a su hija, por lo que no pudo ver el ademán que hacía Claverhouse fingiendo teclear ante una pantalla; Teri sí que lo vio y comprendió al instante.

– Papá, quizá sea mejor que esperes fuera -dijo.

– Verdaderamente, no sé…

– Papá -dijo ella poniéndole la mano en el brazo-. No te preocupes. Luego te lo explico. De verdad -añadió taladrándole con la mirada.

– Bueno, no sé… -protestó Cotter mirando a su alrededor.

– No se preocupe, señor -dijo Claverhouse para tranquilizarle, recostándose en la silla y cruzando las piernas-. No se alarme, se trata simplemente de ciertos datos que queremos verificar con Teri. El sargento Ormiston le acompañará a la cantina -añadió señalando con la cabeza a Ormiston- y mientras usted toma algo habremos terminado.

Ormiston puso mala cara y miró a Rebus y a Hogan como si preguntara a su compañero por qué no podía ir uno de los dos. Cotter miró otra vez a su hija.

– No acaba de convencerme dejarte aquí sola -protestó de nuevo pero ya dándose por vencido, y Rebus pensó si se atrevería alguna vez a oponerse a su mujer o a su hija.

Era un hombre feliz en su mundo de cifras y movimientos de bolsa, datos que consideraba previsibles y controlables. Tal vez el accidente de coche y la pérdida del hijo le habían hecho perder la confianza en sí mismo, al verse como un ser vulnerable frente al azar y la adversidad. Se levantó y Ormiston, que aguardaba en la puerta, le siguió. Rebus pensó de pronto en Allan Renshaw y en las secuelas que deja en un padre la pérdida de un hijo.

Claverhouse dirigió una sonrisa de oreja a oreja a Teri Cotter, quien correspondió cruzando los brazos a la defensiva.

– Teri, sabes de qué se trata, ¿verdad?

– ¿Ah, sí?

– Esto sí que sabes lo que significa, ¿no? -añadió Claverhouse repitiendo el movimiento de dedos sobre el teclado.

– ¿Por qué no me lo explica?

– Significa que tienes una página en internet: Señorita Teri. Significa que la gente puede observar tu dormitorio a cualquier hora del día o de la noche. El inspector Rebus aquí presente es uno de tus admiradores -añadió Claverhouse señalándole con la cabeza-. Y Lee Herdman era otro. -Hizo una pausa mirándola fijamente-. No parece sorprenderte.

La muchacha se encogió de hombros.

– Por lo visto, el señor Herdman era un gran voyeur -añadió

Claverhouse fijando brevemente la vista en Rebus, como si se preguntara si podía clasificarle también como tal-. Le gustaba entrar en muchos sitios, casi todos de pago con tarjeta de crédito.

– ¿Y qué?

– Tú, sin embargo, te ofreces gratis.

– ¡Lo mío no es igual que esos sitios que dice! -exclamó enfurecida.

– Entonces ¿qué clase de sitio es el tuyo?

Teri Cotter estuvo a punto de responder, pero se contuvo.

– ¿Te gusta que te miren? -dijo Claverhouse-. A Herdman le gustaba mirar. Parece que los dos os complementabais.

– Me folló unas cuantas veces, si se refiere a eso -dijo ella fríamente.

– Yo no habría utilizado esas palabras.

– Teri -terció Rebus-, hay un ordenador que compró Lee y que no encontramos… ¿No será el que tienes en tu dormitorio?

– Puede.

– ¿Lo compró para ti y te lo instaló él?

– Si usted lo dice…

– ¿Y te enseñó a diseñar la página y a instalar la cámara?

– ¿Por qué me lo pregunta si ya lo saben? -replicó ella irascible.

– ¿Tus padres no preguntaron nada?

– Yo tengo mi dinero -replicó ella mirándole.

– ¿Pensaron que lo habías comprado tú? ¿No sabían nada de lo tuyo con Lee?

La muchacha le dirigió una mirada que hacía ver lo estúpidas que eran sus preguntas.

– Le gustaba observarte -añadió Claverhouse-. Quería saber dónde estabas y lo que hacías. ¿Por eso colgaste ese sitio en la Red?

Teri Cotter negó con la cabeza.

– Entrada a la Oscuridad es para todo el que quiera mirar -dijo.

– ¿Fue idea de él o tuya? -preguntó Hogan.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Se supone que soy Caperucita Roja? ¿Y Lee el lobo malvado? -Lanzó un suspiro-. Lee me regaló el ordenador y me dijo que quizá podríamos estar en contacto a través de la cámara. Pero Entrada a la Oscuridad fue idea mía, exclusivamente mía -añadió señalándose con el dedo entre los senos; la puntilla negra dejaba ver un trozo de piel sobre el que reposaba la cadenita de oro con el diamante, con el que se puso a juguetear.

– ¿Eso te lo regaló él también? -preguntó Rebus.

La muchacha bajó la vista a la cadenita, asintió con la cabeza y cruzó otra vez los brazos.

– Teri -añadió Rebus despacio-, ¿sabías quién más accedía a tu sitio?

Ella negó con la cabeza.

– El anonimato forma parte de la gracia del juego -respondió.

– Tu página no es anónima, hay muchos datos que explican quién eres.

Teri reflexionó un instante y se encogió de hombros.

– ¿Lo sabía alguien más del colegio? -preguntó Rebus.

La muchacha volvió a encogerse de hombros.

– Te diré alguien que sí lo sabía: Derek Renshaw.

Teri Cotter abrió los ojos y la boca, sorprendida.

– Probablemente Derek se lo diría a su buen amigo Anthony Jarvies -añadió Rebus.

Claverhouse se enderezó en la silla y levantó una mano.

– Un momento -dijo mirando a Hogan, que se encogió de hombros, y luego a Rebus-. Esto es nuevo para mí.

– Derek Renshaw tenía guardada en su ordenador la dirección del sitio de Teri -dijo Rebus.

– ¿Y el otro chico también lo sabía? ¿El que mató Herdman?

Rebus se encogió de hombros.

– He dicho probablemente -contestó.

Claverhouse se puso en pie y se restregó el mentón.

– Teri, ¿Lee Herdman era del tipo celoso? -preguntó.

– No lo sé.

– Pero lo del sitio lo sabía… Se lo dijiste, por supuesto -añadió Claverhouse de pie junto a ella.

– Sí -contestó Teri Cotter.

– ¿Y a él qué le pareció? Me refiero al hecho de que cualquiera pudiera verte en tu dormitorio a cualquier hora de la noche.

– ¿Cree en que los mató por eso? -dijo Teri casi en un susurro.

Claverhouse se inclinó con el rostro casi pegado al de ella.

– ¿A ti qué te parece, Teri? ¿Lo crees posible?

No esperó la respuesta, giró sobre sus talones y dio una palmada.

Rebus sabía qué estaba pensando: que él, el inspector Charlie Claverhouse, acababa de desentrañar el misterio el primer día que se hacía cargo del caso. Y ya estaba deseando lanzar al vuelo las campanas de su triunfo para que se enteraran los jefes. Se acercó a la puerta, la abrió y le decepcionó ver que no había nadie en el pasillo. Rebus aprovechó la ocasión para levantarse de la silla y sentarse en la de Claverhouse. Teri se miraba el regazo y jugueteaba de nuevo con la cadenita.

– Teri -dijo Rebus en voz queda para llamar su atención. La muchacha le miró y, al advertir, a pesar del rímel, que tenía los ojos húmedos, añadió-: ¿Te encuentras bien? -Ella asintió despacio con la cabeza-. ¿Seguro? ¿Quieres que te traiga algo?

– Estoy bien.

Rebus asintió con la cabeza tratando de convencerse. Hogan también se había cambiado de sitio y estaba al lado de Claverhouse en la puerta poniéndole una mano en el hombro para calmar su excitación. Rebus no oía lo que decían, ni le importaba.

– No puedo creerme que ese cabrón me mirara.

– ¿Quién, Lee?

– Derek Renshaw -replicó ella furiosa-. ¡Él mató a mi hermano! -añadió alzando la voz.

Rebus bajó aún más la suya.

– Por lo que yo sé, iba en el coche con tu hermano, pero eso no significa que tuviera la culpa del accidente. -De pronto cruzó por su mente la imagen del padre de Derek: un niño abandonado en el bordillo de la acera, aferrado a una pelota recién comprada como si en ello le fuera la vida mientras el mundo discurre vertiginoso ante él-. ¿Tú crees realmente que Lee entraría en un colegio y mataría a dos personas porque estaba celoso?

Teri Cotter reflexionó un instante y negó con la cabeza.

– Yo tampoco -dijo Rebus. Ella le miró-. En primer lugar -prosiguió él-, ¿cómo iba a saberlo? Tampoco parece que conociera a las víctimas, así que, ¿cómo iba a elegirlos precisamente a ellos? -Aguardó a ver el efecto que causaba en ella el razonamiento-. Matarlos por una cosa así es un poco exagerado, ¿no crees? Y en un lugar público… Tendría que haber estado loco de celos. Completamente trastornado.

– Entonces… ¿qué sucedió? -preguntó ella.

Rebus miró a la puerta. Ormiston había regresado de la cafetería y Claverhouse le abrazaba. Probablemente le habría levantado en brazos de contento de haber podido. Rebus captó un entusiasta «lo hemos resuelto» seguido de un cauteloso susurro de Hogan.

– No estoy seguro todavía -dijo Rebus en respuesta a la pregunta de Teri-. Los celos son un buen móvil, por eso le has dado ese alegrón al inspector Claverhouse.

– Usted no le traga, ¿verdad?

– No te preocupes, es un sentimiento totalmente recíproco.

– Cuando se metió en Entrada a la Oscuridad… -Bajó de nuevo los ojos-. ¿Me vio haciendo algo?

Rebus negó con la cabeza.

– El cuarto estaba vacío -contestó sin querer confesar que la había visto durmiendo-. ¿Te importa que te haga una pregunta? -añadió mirando hacia la puerta para asegurarse de que no le oían-. Doug Brimson dice que es amigo de tus padres, pero a mí me da la impresión de que no es santo de tu devoción…

Una expresión de desazón cruzó el rostro de la joven.

– Mamá está liada con él -contestó displicente.

– ¿Estás segura? -Ella asintió con la cabeza-. ¿Lo sabe tu padre?

– Más vale que no lo sepa, ¿no cree? -respondió mirándole horrorizada.

Rebus reflexionó un instante.

– Sí, claro -dijo-. ¿Tú cómo te enteraste?

– Intuición de mujer -respondió ella sin asomo de ironía.

Rebus se recostó en la silla pensando en Teri, Lee Herdman y Entrada a la Oscuridad, preguntándose si no tendría algo que ver con un intento de recuperar a la madre.

– Teri, ¿seguro que no puedes saber de alguna forma quién te miraba a través del ordenador? ¿Ningún chico del colegio te insinuó…?

Ella negó con la cabeza.

– Yo recibo mensajes en el libro de huéspedes, pero nunca de nadie conocido.

– Y en esos mensajes, ¿hay alguno que sea… espontáneo?

– Son los que me gustan. -Ladeó levemente la cabeza tratando de encarnar el personaje de la señorita Teri, pero no había nada que hacer, Rebus la había calado como Teri Cotter a secas y no se dejaba impresionar. El inspector enderezó el cuello y la espalda-. ¿Sabes a quién vi anoche? -añadió en tono amistoso.

– ¿A quién?

– A James Bell.

– ¿Y? -replicó ella mirándose el esmalte negro de las uñas.

– Pues que se me ocurrió… ¿recuerdas aquella foto tuya que nos birlaste en el pub de Cockburn Street?

– Era mía.

– No digo que no lo fuera. Creo recordar que cuando la cogiste me dijiste que James se dejaba ver por las fiestas de Lee.

– ¿Él lo niega?

– Al contrario, por lo visto ellos dos se conocían bastante bien. ¿Tú qué piensas?

Los tres policías, Claverhouse, Hogan y Ormiston, volvieron a entrar. Ormiston daba palmaditas en la espalda a Claverhouse.

– Apreciaba a Lee -contestó Teri Cotter-. De eso no hay duda.

– ¿Era un aprecio mutuo?

La muchacha entrecerró los ojos.

– James Bell… él le podría haber señalado a Lee, a Renshaw y a Jarvies, ¿verdad? -dijo.

– Eso no explicaría que Lee le disparara a él también. El caso es que… -Sabía que le quedaban segundos antes de que le vetaran en el interrogatorio-. Esa foto tuya que tú dices que te la hicieron en Cockburn Street… Lo que me pregunto es quién la hizo.

Teri Cotter consideró un instante el porqué de la pregunta. Claverhouse estaba delante de ellos dos chasqueando los dedos para darle a entender a Rebus que dejara libre la silla, y Rebus continuó mirando cara a cara a la muchacha mientras se levantaba.

– ¿James Bell? -preguntó-. ¿Fue él?

Teri Cotter asintió con la cabeza sin encontrar inconveniente en decirlo.

– ¿Iba a verte a Cockburn Street?

– Estaba haciéndonos fotos a todos para un trabajo del colegio…

– ¿De qué se trata? -preguntó Claverhouse sentándose sonriente en la silla.

– Me estaba preguntando cosas sobre James Bell -respondió Teri.

– ¿Ah, sí? ¿Qué pasa con él?

– Nada -contestó ella guiñándole el ojo a Rebus, que se apartó a un lado.

Claverhouse hizo un gesto brusco y se volvió en la silla hacia él, pero Rebus simplemente se encogió de hombros sonriendo. Cuando Claverhouse se volvió otra vez hacia la muchacha, él hizo un gesto. Teri comprendió que le daba las gracias. Rebus sabía muy bien lo que Claverhouse habría hecho con la información: James Bell presta un libro a Lee Herdman sin darse cuenta de que dentro hay una foto de Teri como señal. Herdman la encuentra, siente celos, un móvil para herir al chico, pues no es algo tan grave como para matarle y, además, James era amigo suyo…

Con semejante conclusión, Claverhouse daría por cerrado el caso e iría directamente al despacho del subdirector a por su medalla al mérito. No quedaría nadie en la caseta prefabricada ni dentro del colegio de Port Edgar y todos los agentes volverían al servicio rutinario.

Y él, Rebus, estaría de nuevo suspendido del servicio.

Pero nada de eso cuadraba realmente. Ahora estaba seguro. Y sabía que tenía algo ante sus narices. En ese momento miró a Teri Cotter, que seguía jugueteando con la cadena, y supo lo que era. La pornografía y las drogas no eran la única industria de Rotterdam.


* * *

Rebus localizó a Siobhan en el coche.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– En la A 90 camino de South Queensferry. ¿Y tú?

– Delante de un semáforo en Queensferry Road.

– ¿Conduciendo y hablando por teléfono? Sí que debes de tener curadas las manos.

– Más o menos. ¿Dónde has estado?

– Hablando con la novia de Fairstone.

– ¿Algún resultado?

– En cierto modo. ¿Y tú?

– He estado presente en un interrogatorio de Teri Cotter. Claverhouse se cree que ha descubierto el móvil.

– ¿Ah, sí?

– Piensa que Herdman estaba celoso porque los dos chicos visitaban el sitio de Teri.

– ¿Y casualmente James Bell se interpuso?

– Seguro que es como Claverhouse lo verá.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Con esto queda todo cerrado.

– ¿Y Whiteread y Simms?

– Tienes razón. No van a conformarse -dijo Rebus viendo que el semáforo cambiaba a verde.

– Ni querrán irse con las manos vacías.

– Exacto. -Rebus pensó un instante sosteniendo el teléfono entre el hombro y la mandíbula mientras cambiaba de marcha y añadió-: ¿A qué vas a Queensferry?

– El barman del Boatman's es hermano de Fox.

– ¿Qué Fox?

– La novia de Fairstone.

– Lo que explica por qué ella iba a ese bar.

– Sí.

– ¿Has hablado con ella?

– Intercambiamos unos cumplidos.

– ¿Dijo algo sobre Johnson Pavo Real y si su pelea con Fairstone tenía algo que ver con ella?

– Se me olvidó preguntarle.

– ¿Se te olvidó…?

– El asunto se complicó y pensé que era mejor interrogar a su hermano.

– ¿Crees que él sabrá si ella tenía relaciones con Pavo Real?

– No lo sabré hasta que no se lo pregunte.

– ¿Quieres que nos encontremos? Yo tenía pensado ir al puerto deportivo.

– ¿Quieres ir primero allí?

– Luego podemos concluir la jornada con una copa bien merecida.

– Bien, nos vemos en el puerto.

Siobhan cortó y tomó la última salida antes del puente del Forth. Cuando después de descender hacia South Queensferry doblaba a la izquierda en Shore Road, volvió a sonar su teléfono.

– ¿Has cambiado de plan? -preguntó por el micrófono.

– No hasta que no tengamos un plan que cambiar. La llamo por eso.

Reconoció la voz de Doug Brimson.

– Perdone; creí que era otra persona. ¿Qué quiere?

– Pensaba en si estaría lista para usar el cielo otra vez.

– Tal vez -contestó Siobhan sonriendo mentalmente.

– Estupendo. ¿Qué le parece mañana?

Ella reflexionó un instante.

– Sí, podría escaparme una hora.

– ¿Por la tarde, antes de que se ponga el sol?

– De acuerdo.

– ¿Y esta vez cogerá los mandos?

– Es posible que me deje convencer.

– Magnífico. ¿Qué le parece a las dieciséis horas?

– Suena a las cuatro de la tarde.

Él se echó a reír.

– Nos vemos, Siobhan.

– Adiós, Doug.

Dejó el móvil en el asiento del pasajero y miró al cielo a través del parabrisas imaginándose en un avión; imaginándose… presa de un ataque de pánico. No, no creía que le entrara el pánico. Además, llevaría a Doug Brimson a su lado. No había por qué preocuparse.

Aparcó delante de la cafetería del puerto deportivo, entró y salió con una chocolatina. Estaba desenvolviéndola cuando llegó Rebus en el Saab. Pasó por delante de ella y lo dejó al fondo del aparcamiento a cincuenta metros del cobertizo de Herdman. Cuando ella llegó a su altura, él cerraba la portezuela.

– Bien, ¿qué hacemos aquí? -preguntó Siobhan deglutiendo el último trozo de chocolatina.

– ¿Aparte de destruirnos la dentadura? -replicó él-. Quiero echar un último vistazo al cobertizo.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

Las puertas estaban cerradas pero no con llave. Rebus las abrió y vio, en cuclillas sobre la lancha neumática, a Simms, que levantó la vista mientras Rebus señalaba con la cabeza la palanca que tenía en la mano.

– ¿Qué hace, destrozar el chiringuito? -dijo.

– Nunca se sabe lo que se puede encontrar -respondió Simms-. En ese aspecto, nosotros decididamente les hemos ganado la partida.

Whiteread, al oír voces, salió de la oficina con un montón de papeles en la mano.

– De pronto hay prisas, ¿verdad? -dijo Rebus acercándose a ella-. Claverhouse está a punto de cerrar el caso y no debe de hacerles mucha gracia, ¿eh?

Whiteread esbozó una leve sonrisa despectiva. Rebus, pensando qué podría hacer para desconcertarla, tuvo una idea.

– Supongo que fue usted quien nos echó encima al periodista -dijo ella-. Quería saber datos sobre el helicóptero que se estrelló en Jura, lo que me hizo pensar…

– Vamos, dígalo -dijo Rebus provocador.

– Esta mañana he tenido una charla muy interesante -añadió ella pausadamente- con un tal Douglas Brimson. Por lo visto, los tres hicieron un pequeño viaje juntos -espetó ella mirando a Siobhan.

– No me diga -replicó Rebus deteniéndose.

Pero ella siguió caminando y se le acercó hasta pegar prácticamente la cara a la de él.

– Les llevó a la isla y luego fueron al lugar del accidente -añadió sin dejar de mirarle a la cara para observar un signo de debilidad. Rebus dirigió una mirada a Siobhan. «¡Ese cabrón no tenía por qué decírselo!» Ella se ruborizó.

– ¿Ah, sí? -fue todo cuanto se le ocurrió como réplica a Rebus.

Whiteread se puso de puntillas, la cara a la misma altura que la de Rebus.

– La cuestión es, inspector Rebus, cómo sabía usted eso.

– ¿Qué?

– El único medio de saberlo es tener acceso a documentación confidencial.

– ¿Ah, sí? -replicó Rebus viendo que Simms bajaba de la lancha con la palanca en la mano. Se encogió de hombros-. Bien, si esa documentación de que habla es confidencial, es imposible que yo la haya visto, ¿no le parece?

– No sin un allanamiento… sin mencionar que lo han fotocopiado -añadió Whiteread mirando ahora a Siobhan e inclinando inquisitivamente la cabeza-. ¿Ha tomado mucho el sol, sargento Clarke? Veo sus mejillas tan encendidas… -Siobhan no dijo nada-. ¿Le ha comido la lengua el gato?

Simms sonreía con cara de satisfacción viendo la turbación de Siobhan.

– Me han dicho que tiene usted miedo a la oscuridad -dijo Rebus mirándole.

– ¿Cómo? -inquirió Simms con el ceño fruncido.

– Lo que explicaría que deje la puerta del dormitorio abierta -añadió Rebus con un guiño antes de volverse hacia Whiteread-. No creo que vaya con esto a ninguna parte. A menos que desee que cuantos intervienen en el caso se enteren de por qué han venido aquí en realidad.

– Según tengo entendido, usted está suspendido del servicio activo y quizá no tarde en enfrentarse a una acusación de homicidio -dijo Whiteread clavando en él una mirada de odio-. A lo que se suma que la psicóloga de Carbrae dice que examinó unos documentos privados sin permiso. -Hizo una pausa-. Me da la impresión de que ya está con el agua al cuello, Rebus. No creo que le interese buscarse más problemas de los que tiene. Y, no obstante, se presenta aquí dispuesto a provocar un enfrentamiento. Déjeme que le diga una cosa a ver si la entiende -añadió acercándole la boca al oído-: No tiene salvación.

Se apartó de él despacio, calibrando su reacción. Rebus alzó la mano enguantada. Ella frunció el ceño insegura del significado del ademán, y de inmediato vio lo que sostenía entre el pulgar y el anular. Lo vio destellar y brillar a la luz.

Era un diamante.

– ¿Qué diablos…? -masculló Simms.

Rebus cerró el puño sobre el diamante.

– Quien lo encuentra se lo queda -dijo dándose la vuelta y caminando hacia la salida seguido de Siobhan, que aguardó a estar fuera para hablar.

– ¿Qué ha sido ese numerito?

– Una operación de sondeo.

– Pero ¿de qué se trata? ¿De dónde has sacado ese diamante?

– De un amigo que tiene una joyería en Queensferry Street -respondió Rebus sonriendo.

– ¿Y?

– Le convencí para que me lo prestara -añadió él guardándose el diamante en el bolsillo-. Pero esos dos no lo saben.

– Pero a mí vas a explicármelo, ¿verdad?

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– En cuanto averigüe lo que he recogido con el anzuelo.

– John… -añadió ella medio suplicante y medio agresiva.

– ¿Vamos a tomar esa copa? -preguntó Rebus.

Ella no contestó, pero no dejó de mirarle camino del coche y siguió con los ojos clavados en él mientras abría la portezuela, subía al Saab, ponía el motor en marcha y bajaba el cristal de la ventanilla.

– Nos vemos en el Boatman's -dijo él arrancando.

Siobhan se quedó allí, él apenas la saludó con la mano. Maldiciendo para sus adentros, fue hacia su coche.

Capítulo 21

Rebus estaba sentado en el bar a una mesa junto a la cristalera, leyendo un mensaje de texto de Steve Holly.

«¿Qué tiene para mí? Si no colabora haré una segunda entrega de la freidora.»

Indeciso entre responder o no, finalmente comenzó a teclear:

«Accidente isla de jura herdman cogió algo que ejército quiere recuperar pregunte otra vez a whiteread.»

No estaba muy seguro de si Holly lo entendería porque él no había aprendido a poner mayúsculas ni puntos en los mensajes, pero aquello le mantendría entretenido, y si acababa enfrentándose otra vez a Whiteread y Simms, mucho mejor. Así se sentirían acosados. Cogió la media pinta y brindó para sí mismo en el preciso instante en que entraba Siobhan. Aún no había decidido si decirle lo que le había contado Teri sobre su madre y Brimson. Temía que si lo hacía, Brimson se daría cuenta al verla, por su manera de hablarle y de rehuir su mirada. No, no quería que sucediera eso porque no haría bien a nadie en aquel momento. Siobhan dejó el bolso en la mesa y miró a la barra, donde una mujer que no había visto nunca servía unas cervezas.

– No te preocupes -dijo Rebus-, le he preguntado y me ha dicho que McAllister entra de turno dentro de unos minutos.

– Entonces nos da tiempo a que me pongas al corriente -dijo ella quitándose el abrigo.

Rebus se levantó.

– Primero te traeré algo. ¿Qué quieres?

– Lima con soda.

– ¿No prefieres algo más fuerte?

– Algunos tenemos que conducir -replicó ella mirando con el ceño fruncido su cerveza medio vacía.

– No te preocupes, no voy a tomar más -dijo él yendo a la barra y volviendo con dos vasos, uno de lima y soda para ella y otro de coca cola para él-. ¿No ves? Cuando quiero, puedo ser serio y virtuoso -añadió.

– Mucho mejor que conducir borracho -comentó ella quitando la pajita del vaso y dejándola en el cenicero antes de echarse hacia atrás en la silla con las manos apoyadas en los muslos-. Bueno, por mí puedes empezar.

En ese momento se abrió la puerta.

– Hablando del rey de Roma -dijo Rebus al ver entrar a McAllister, quien se percató de que le miraban y dirigió la vista hacia ellos, circunstancia que Rebus aprovechó para saludarle con una inclinación de cabeza.

McAllister abrió la cremallera de su desgastada cazadora de cuero, se quitó el pañuelo negro que llevaba al cuello y lo guardó en un bolsillo.

– Tengo que empezar a trabajar -dijo al ver que Rebus daba unas palmaditas en una silla.

– Es un minuto nada más -replicó Rebus sonriente-. A Susie no le importará -añadió señalando con la cabeza a la mujer de la barra.

McAllister, un tanto indeciso, acabó por sentarse con los codos apoyados en sus piernas delgadas y las manos bajo la barbilla. Rebus le imitó.

– ¿Es por algo relacionado con Herdman? -preguntó.

– No exactamente -contestó Rebus, y miró a Siobhan.

– Luego hablaremos de eso -dijo ella-, pero ahora lo que nos interesa es su hermana.

McAllister miró sucesivamente a los dos.

– ¿Cuál de ellas?

– Rachel Fox. Es curioso que tengan distinto apellido.

– No es así -replicó McAllister mirando de nuevo a uno y a otro, sin saber a quién responder. Siobhan chasqueó los dedos y el barman dirigió hacia ellos su atención entrecerrando levemente los ojos-. Es que ella cambió de apellido hace cierto tiempo cuando intentó trabajar de modelo -añadió-. ¿Qué tiene ella que ver con ustedes?

– ¿No lo sabe?

Él se encogió de hombros.

– ¿Conoce a Marty Fairstone? -añadió Siobhan-. No me diga que ella no se lo presentó.

– Sí, conocía a Marty. Se me revolvieron las tripas cuando me enteré de su muerte.

– ¿Y a un tal Johnson? -preguntó Rebus-, apodado Pavo Real… amigo de Marty.

– Sí.

– ¿Le conoce personalmente?

McAllister reflexionó un instante.

– No estoy seguro -dijo finalmente.

– Pensamos -comenzó a decir Siobhan ladeando la cabeza para llamar de nuevo su atención- que Johnson y Rachel habían empezado una relación.

– ¿Ah, sí? -dijo McAllister enarcando una ceja-. Primera noticia.

– ¿Ella nunca le habló de él?

– No.

– Los han visto por South Queensferry.

– Últimamente se ha visto a mucha gente por aquí. Ustedes dos, por ejemplo -replicó él recostándose en el asiento, enderezando la espalda y mirando el reloj de encima de la barra-. No me gustaría que Susie se enfadase.

– Se rumorea que Fairstone y Johnson se enemistaron, tal vez por lo de Rachel.

– ¿Ah, sí?

– Si encuentra extrañas las preguntas, señor McAllister -dijo Rebus-, dígalo.

Siobhan miró la camiseta de McAllister, bien visible ahora que no estaba inclinado. Tenía estampada la portada de un disco que ella conocía.

– Es admirador de Mogwai, ¿eh, Rod?

– De todos los grupos que toquen fuerte -contestó él mirándose la camiseta.

– Ése es su disco Rock Action, ¿verdad?

– Exacto.

McAllister se levantó y miró hacia la barra, pero Siobhan cruzó una mirada con Rebus y asintió levemente con la cabeza.

– Rod -dijo-, ¿recuerda que la primera vez que vine al bar le di mi tarjeta?

McAllister asintió con la cabeza sin dejar de alejarse de la mesa, pero Siobhan se levantó para seguirle y alzó la voz.

– En esa tarjeta ponía la dirección de St Leonard, ¿no es cierto, Rod? Y al leer mi nombre supo quién era porque Marty se lo había dicho, ¿verdad?… o quizá Rachel. Rod, ¿recuerda el disco de Mogwai anterior a Rock Action?

McAllister levantó la trampilla del mostrador para entrar en la barra y la dejó caer de golpe una vez dentro. La camarera le miró mientras Siobhan volvía a levantarla.

– No está permitido… -dijo la camarera.

Pero Siobhan no la escuchaba. Sin percatarse de que Rebus se había levantado de la mesa para acercarse, agarró a McAllister de la manga de la cazadora. Él intentó zafarse, pero le obligó a volverse hacia ella.

– ¿Recuerda el título, Rod? Era Come On, Die Young. C.O.D.Y., Rod. La firma de su segunda nota.

– ¡Déjeme en paz! -gritó él.

– Si tienen algo que discutir, háganlo fuera -terció Susie.

– Rod, enviar amenazas de ese tipo es un delito grave.

– ¡Suélteme, zorra! -replicó él deshaciéndose de ella de un tirón y dándole una bofetada que la lanzó contra un estante del que salieron volando unas botellas.

Rebus entró en la barra, agarró a McAllister del pelo y le aplastó con fuerza la cara contra el escurridor. McAllister agitó los brazos farfullando sonidos ininteligibles, pero Rebus no le soltó.

– ¿Llevas esposas? -preguntó a Siobhan.

Ella se incorporó entre crujidos de los trozos de vidrio del suelo y echó a correr hacia el bolso para vaciarlo en la mesa y coger las esposas. McAllister le atizó un par de patadas en las espinillas con los tacones de sus botas vaqueras, pero ella, tras apretarle bien las esposas para mayor seguridad, se apartó de él, medio mareada, sin saber si era por efecto de los golpes, de la adrenalina o de las emanaciones alcohólicas de las botellas rotas.

– Llama a comisaría -dijo Rebus-. Una noche en el calabozo no le vendrá mal a este cabrón.

– Oiga, no puede hacer eso -protestó Susie-. ¿Quién va a hacer su turno?

– No es problema nuestro -respondió Rebus forzando una sonrisa de buena voluntad.


* * *

Llevaron a McAllister a St Leonard y le encerraron en el único calabozo libre. Rebus preguntó a Siobhan si presentaban cargos formalmente, y ella se encogió de hombros.

– No creo que vaya a seguir enviándome notas.

La mejilla estaba enrojecida por el golpe, pero no tenía aspecto de que fuera a quedarle un moratón.

En el aparcamiento se separaron.

– ¿Qué era lo del diamante? -preguntó ella, pero Rebus se limitó a decirle adiós con la mano mientras se alejaba en el coche.

Fue a Arden Street sin hacer caso del sonido de llamada del móvil. Sería Siobhan para repetirle la pregunta. No encontró sitio para aparcar y pensó que, de todos modos, estaba demasiado excitado para acostarse. Siguió calle adelante y cruzó el sur de Edimburgo hasta llegar a Gracemount y a la parada de autobús donde se había enfrentado a los Perdidos pocos días antes, aunque que ya le parecían una eternidad. ¿Cuándo había sido?, ¿la noche del miércoles? No había nadie bajo la marquesina, pero aparcó junto al bordillo, bajó el cristal de la ventanilla tres centímetros y fumó un cigarrillo. No sabía qué iba a hacer con Rab Fisher si daba con él; lo que sí quería es que le contestara a ciertas preguntas relacionadas con la muerte de Andy Callis. El incidente del bar le había estimulado. Se miró las manos. Todavía le escocían del forcejeo con McAllister, pero no era, después de todo, una sensación desagradable.

Pasaron varios autobuses sin detenerse. Encendió el motor y se dirigió hacia los bloques de viviendas, donde recorrió las calles metiéndose en ocasiones en callejones sin salida que le obligaron a dar marcha atrás. Vio a unos críos jugando al fútbol en un parque raquítico medio a oscuras y a otros con monopatín en un pasadizo. Era su territorio y su hora del día. Podría preguntarles por los Perdidos, pero sabía que aquellos chavales aprendían las reglas desde muy pequeños y no darían el chivatazo, y menos cuando su mayor aspiración en la vida era pertenecer a la pandilla local. Volvió a aparcar delante de un bloque de mediana altura y encendió otro cigarrillo. Tenía que encontrar pronto una tienda para no quedarse sin tabaco. O ir a algún pub a ver si encontraba cigarrillos baratos de reventa. Puso la radio con la idea de captar algo decente, pero no sintonizó más que rap y música dance. En el casete tenía una cinta de Rory Gallagher: Jinx, pero no le apetecía oírla. Creyó recordar que una de las canciones era The Devil Made Me Do It [El diablo me indujo a ello]. Mala excusa para los tiempos actuales, aunque muchos otros habían ocupado el puesto de Pedro Botero. Hoy no había crímenes inexplicables, con tantos científicos y psicólogos que hablaban de herencia congénita y maltrato infantil, lesiones cerebrales y presión ejercida por los demás. Siempre había una causa…, siempre, al parecer, un pretexto.

¿Por qué había muerto Andy Callis?

¿Y por qué había entrado en esa aula Lee Herdman?

Rebus fumó el cigarrillo en silencio, sacó el diamante, lo miró y volvió a guardárselo al oír un ruido; era un niño que llevaba a otro en volandas en un carrito de supermercado. Le miraron los dos como si fuera un bicho raro. Quizá lo fuera. Minutos después los tenía allí otra vez. Rebus bajó del todo el cristal de la ventanilla.

– ¿Busca algo, señor? -preguntó el que empujaba el carrito, un niño de unos nueve años, quizá diez, con la cabeza rapada y pómulos prominentes.

– He quedado con Rab Fisher -contestó Rebus mirando el reloj-, pero el cabrón no aparece.

Los niños se mostraban recelosos, aunque no tanto como lo harían al cabo de un par de años.

– Yo le he visto hace poco -dijo el que iba montado en el carrito, y Rebus decidió abreviar.

– Es que le debo dinero -dijo- y pensé que andaría por aquí – añadió mirando a un lado y a otro como si esperara ver aparecer a Fisher.

– Nosotros podríamos dárselo -dijo el conductor del carrito.

– ¿Tengo cara de gilipollas? -replicó Rebus sonriendo.

– Como quiera -dijo el chico encogiéndose de hombros.

– Vaya a ver dos calles más allá -añadió el pasajero señalando hacia la derecha-Le echamos una carrera.

Rebus puso el motor en marcha, pero optó por ir despacio. Ya llamaba suficientemente la atención como para circular con un carrito de supermercado siguiéndole a toda velocidad.

– A ver si encontráis cigarrillos -dijo sacando del bolsillo un billete de cinco libras-. Los más baratos que haya, y quedaos con el cambio.

El billete le voló de la mano.

– ¿Por qué lleva guantes, señor?

– Para no dejar huellas -contestó Rebus con un guiño, pisando el acelerador.

Dos calles más adelante no había nadie. Llegó a un cruce, miró a derecha e izquierda y vio un coche aparcado junto al bordillo y un grupo inclinado sobre él. Rebus se detuvo ante un indicador de ceda el paso pensando que estaban forzando el coche, pero en ese momento se dio cuenta de que el grupo simplemente hablaba con el conductor. Eran cuatro, más la cabeza de dentro del vehículo. Parecían los Perdidos, y Rab Fisher era el que hablaba. Se oía un ralentí muy fuerte. Trucado o sin tubo de escape. Rebus sospechó que lo primero. Era un coche modificado con una luz de frenos descomunal y alerón acoplado al parachoques. El conductor llevaba una gorra de béisbol. A Rebus le habría gustado que fuera una agresión, un atraco, algo que le diera pie a intervenir. Pero no era el caso. Oyó que reían, seguramente de alguna anécdota.

Uno de ellos miró hacia donde él estaba y Rebus se percató de que llevaba demasiado tiempo parado en el cruce. Entró en la bocacalle y aparcó de espaldas a aquel coche a unos cincuenta metros, fingiendo mirar los bloques de viviendas como si hubiera ido a recoger a un amigo. Para rematar la farsa dio dos bocinazos. Los Perdidos volvieron la cabeza un instante y siguieron a lo suyo. Rebus se acercó el móvil al oído fingiendo que llamaba su amigo sin dejar de mirar por el retrovisor.

Veía a Rab Fisher gesticular contando su historia al conductor, alguien a quien trataba de impresionar. Se oía música, los acordes sordos de un bajo. Tenían la radio sintonizada precisamente en la emisora que él había desechado. Pensó cuánto tiempo podría seguir allí disimulando. ¿Y si los del carrito volvían realmente con el tabaco?

En ese momento Fisher se enderezaba para apartarse de la portezuela, que se abrió. El conductor bajó del coche.

Nada menos que Demonio Bob. Bob con coche propio, dándoselas de importante y de duro, contoneándose hacia el maletero para abrirlo y enseñarles algo que la pandilla se puso a mirar en semicírculo tapándole la visión.

Demonio Bob, el secuaz de Pavo Real. No estaba allí actuando de segundón, pues; aunque lejos de ser una lumbrera, estaba muy por encima en el escalafón de un pipiolo como Fisher.

No hacía teatro…

Rebus recordó el interrogatorio en St Leonard el día de la redada. Bob había dicho que nunca había ido al teatro en tono de decepción. Bob, aquel niño grande, apenas adulto, a quien Pavo Real llevaba a su lado, tratándole casi como a un perro; una mascota que le hacía gracias.

Y Rebus recordó de pronto otro rostro, otra escena: la madre de James Bell y El viento en los sauces.

«Nunca se es demasiado mayor -le había dicho levantando el dedo-. Nunca demasiado mayor.»

Lanzó una última mirada de supuesto aburrimiento por la ventanilla y arrancó a toda velocidad como cabreado porque no hubiera aparecido su amigo. Giró en el siguiente cruce, aminoró la marcha y llamó por el móvil. Apuntó el número que le daban, hizo una segunda llamada y dio una vuelta sin ver rastro del carrito ni de las cinco libras, aunque ya se había hecho a la idea. Se encontró con otro ceda el paso a cien metros del coche de Bob. Aguardó y vio que cerraba el maletero de golpe y que los Perdidos volvían a la acera y él subía al coche. Al quitar el freno de mano sonó una bocina con la melodía de Dixie. Los neumáticos chirriaron y se levantó una nube de humo. Iba a setenta cuando pasó al lado de Rebus. Dixie tronó otra vez. Rebus le siguió.

Se sentía sereno, decidido. Decidió que era el momento de fumar el último cigarrillo que le quedaba y quizá también de escuchar unos minutos a Rory Gallagher. Recordó que le había visto en los años setenta en el Usher Hall, ante un público vestido con camisas a cuadros y vaqueros desteñidos. Rory tocó Sinner Boy, Ym Movin'On… Eso era lo que él tenía a la vista: un pecador. Y esperaba coger a otros dos.

Rebus por fin logró lo que deseaba. Tras saltarse dos semáforos en ámbar, Bob por fin se detuvo ante uno en rojo. Rebus le adelantó, paró delante impidiéndole el paso y se bajó en el momento en que sonaba Dixie y Bob se apeaba con cara de pocos amigos. Rebus alzó las manos en gesto conciliador.

– Buenas, Bo-Bo -dijo-. ¿Te acuerdas de mí?

Bob le recordaba perfectamente.

– Me llamo Bob -replicó.

– Sí, claro.

El semáforo se puso verde y Rebus hizo una seña a los coches para que pasaran a su lado.

– ¿A qué viene esto? -preguntó Bob mientras Rebus examinaba el coche como un posible comprador-. Yo no he hecho nada.

Rebus se acercó al maletero y le dio unos golpecitos con los nudillos.

– ¿Quieres enseñarme lo que llevas? -dijo.

– ¿Tiene orden de registro? -replicó Bob alzando la barbilla.

– ¿Tú crees que yo me ando con formalismos? -La visera de la gorra de béisbol tapaba la cara de Bob y Rebus se agachó para mirarle-. Piénsalo -añadió tras una pausa-. Pero, en realidad, lo que quiero es que vengas conmigo a un sitio -dijo incorporándose.

– Yo no he hecho nada -repitió Bob.

– No te preocupes, en St Leonard tenemos los calabozos llenos.

– ¿Adónde vamos?

– Invito yo -dijo Rebus señalando con la cabeza el Saab-. Voy a dejarlo aparcado junto al bordillo; tú arrímate detrás. ¿Entendido? Y no quiero verte con el móvil en la mano.

– Yo no…

– Lo he entendido -le interrumpió Rebus-. Ahora sí que vas a hacer algo, y te gustará. Te lo prometo -añadió levantando un dedo y volviendo a su coche para cerrarlo.

Demonio Bob aparcó detrás obedientemente y aguardó a que Rebus subiese al asiento del pasajero y le mandara arrancar.

– ¿Adónde vamos?

– A la mansión de Señor Sapo -contestó Rebus señalando al frente.

Capítulo 22

Se habían perdido la primera parte, pero tenían entradas reservadas en la taquilla y entraron en el segundo acto. Formaban el público familias, muchos jubilados y, sin duda, un viaje escolar, porque había muchos niños con chándal azul. Rebus y Bob ocuparon sus asientos al fondo de la sala.

– No es una comedia -dijo Rebus-, pero es lo siguiente mejor.

Comenzaron a apagarse las luces para que diese inicio el segundo acto. Rebus había leído El viento en los sauces cuando era niño, pero no recordaba el argumento. A Bob no parecía importarle. Cualquier reparo por su parte se disipó rápidamente en cuanto los focos iluminaron el escenario y aparecieron los actores. Señor Sapo estaba en la cárcel al comenzar la acción.

– Incriminado por la Policía, seguro -musitó Rebus, pero Bob no escuchaba.

Demonio Bob aplaudía y abucheaba con los chicos del público y al llegar el punto culminante de la trama -cuando Señor Sapo y sus amigos ponían en fuga a las comadrejas- se levantó del asiento dando gritos y animándoles. Luego bajó la vista hacia Rebus sentado y le sonrió de oreja a oreja.

– Ya te dije que no es una comedia pero tiene su moraleja -comentó Rebus mientras las luces se encendían y los colegiales comenzaban a abandonar la sala.

– ¿Y todo esto es por lo que yo dije el otro día? -preguntó Bob, que, finalizada la función, volvía a recobrar parte de su recelo.

Rebus se encogió de hombros.

– Quizá sea porque a mí no me pareces una comadreja sin remedio -dijo.

En el vestíbulo, Bob se detuvo y miró a su alrededor como reacio a marcharse.

– Puedes volver cualquier otro día -dijo Rebus-. No hace falta que sea en una ocasión señalada.

Bob asintió con la cabeza y salió con Rebus a la calle, muy concurrida a aquella hora. Bob tenía ya preparadas las llaves del coche, pero Rebus se restregó las manos enguantadas.

– ¿Qué tal una bolsa de patatas fritas para rematar la velada? -dijo.

– Invito yo. Usted pagó las entradas -se apresuró a decir Bob tajante.

– Bueno, en ese caso, que sea también pescado -añadió Rebus.

En el quiosco de patatas fritas y pescado no había gente porque aún no habían cerrado los pubs. Fueron con los envoltorios calientes al coche y se sentaron a comer llenando de vaho el cristal de las ventanillas. De pronto Bob estuvo a punto de soltar la risa con la boca llena.

– Señor Sapo era gilipollas, ¿verdad?

– Pues en realidad me ha recordado a tu amigo Pavo Real -replicó Rebus, que se había quitado los guantes para no mancharlos de grasa, sabiendo que Bob no le vería las manos en la oscuridad del coche.

Habían comprado unas latas de zumo y Bob sorbió ruidosamente de la suya sin comentar nada, por lo que Rebus insistió:

– Te vi antes con Rab Fisher. ¿Tú qué piensas de él?

Bob masticó pensativo.

– Rab es buen tío -dijo.

Rebus asintió con la cabeza.

– Es lo mismo que cree Pavo Real, ¿no?

– Y yo qué sé.

– ¿Es que no te lo ha dicho?

Bob se centró en la comida y Rebus comprendió que había tocado el punto débil que buscaba.

– Sí, eso es -prosiguió-. Rab cada vez se gana más la confianza de Pavo Real. La verdad es que ha tenido suerte. ¿Te acuerdas de cuando le trincamos por lo de la pistola réplica? No hubo juicio y fue como si Rab nos la hubiera pegado -añadió Rebus asintiendo con la cabeza tratando de no pensar en Andy Callis-. Pero no fue así; simplemente tuvo suerte. Cuando tienes suerte, la gente se fija en ti y empieza a pensar que eres más listo que otros. -Hizo una pausa para que sus palabras calaran en Bob-. Pero te diré una cosa, Bob, da igual que las armas sean reales o no. Las réplicas son muy buenas y nosotros no podemos diferenciarlas. Lo que significa que más tarde o más temprano algún chaval acabará muerto. Y su sangre os salpicará las manos.

Bob, que en ese momento se chupaba el kétchup de los dedos, se quedó paralizado. Rebus lanzó un suspiro y se recostó en el asiento.

– Tal como van las cosas -añadió con voz queda-, Rab y Pavo Real irán entablando cada vez más amistad.

– Rab es buen tío -repitió Bob, pero esa vez sus palabras sonaron huecas.

– Un ángel -asintió Rebus-. ¿Compra todo lo que le vendéis?

Bob le miró y Rebus se contuvo.

– De acuerdo, de acuerdo, no es asunto mío. Haré como si no supiera que tienes una pistola o algo envuelto dentro del maletero.

La cara de Bob se puso tensa.

– Lo digo en serio, hijo -dijo Rebus poniendo cierto énfasis en la palabra «hijo», pensando en qué clase de padre habría conocido el muchacho-. Conmigo puedes sincerarte -añadió cogiendo una patata y llevándosela a la boca con cara de satisfacción-. ¿Hay algo mejor que el pescado con patatas fritas?

– Las patatas están crujientes.

– Casi como hechas en casa.

Bob asintió con la cabeza.

– Pavo Real hace las mejores patatas que yo conozco, con los bordes crujientes.

– Así que Pavo Real cocina, ¿eh?

– La última vez nos tuvimos que ir antes de que terminara…

Mientras Bob seguía engullendo patatas, Rebus miró fijamente. Cogió su lata de zumo y la levantó por hacer algo. Le latía el corazón con tal fuerza que le parecía que le oprimía la tráquea. Carraspeó.

– En la cocina de Marty, ¿verdad? -aventuró tratando de mantener la voz neutra. Vio que Bob asentía con la cabeza y rebañaba trozos del rebozado de los bordes del envase-. Creí que estaban enemistados por culpa de Rachel.

– Sí, pero cuando Pavo Real recibió aquella llamada… -añadió Bob, dejando de masticar de pronto con cara de terror al darse cuenta de que no estaba charlando con un amigo.

– ¿Qué llamada? -preguntó Rebus, dejando que la voz reflejara su tensión.

Bob negó con la cabeza. Rebus abrió la portezuela de su lado y quitó las llaves del tablero de instrumentos, bajó del coche tirando las patatas por el suelo, y fue a abrir el maletero.

– ¡No! -exclamó Bob a su lado-. ¡Me dijo que no iba a…! Joder, ¡me lo dijo!

Rebus apartó la rueda de repuesto y debajo apareció la pistola que no estaba envuelta: una Walther PPK.

– Es una réplica -tartamudeó Bob.

Rebus la sopesó y la examinó detenidamente.

– No, no es una réplica -replicó entre dientes-. Tú lo sabes y yo lo sé, y eso significa que vas a ir a la cárcel, Bob. Tu próxima función de teatro será dentro de cinco años. Espero que te guste -añadió con la pistola en una mano y la otra en el hombro del joven-. ¿Qué llamada? -insistió.

– No lo sé -contestó Bob resoplando y temblando-. Uno que le llamó desde un pub… Luego cogimos el coche.

– Uno que le llamó desde un pub para decirle ¿qué?

– Pavo Real no me lo contó -respondió Bob negando insistentemente con la cabeza.

– ¿No?

Bob seguía moviendo la cabeza de un lado a otro con los ojos llenos de lágrimas. Rebus se mordió el labio inferior y miró a su alrededor. No había nadie mirando; por Lothian Road sólo circulaban autobuses y taxis y a varios metros de ellos. En la puerta de una discoteca había un gorila. Rebus no veía en realidad. Su mente giraba a toda velocidad.

Podría haber sido cualquiera de los clientes del pub, que al verle hablar tanto tiempo con Fairstone pensase que a Pavo Real podía interesarle. Pavo Real, que había sido amigo de Fairstone. Luego tuvieron la pelea por Rachel Fox. ¿Y, y qué más? ¿Estaba Pavo Real preocupado porque Marty Fairstone se había convertido en un confidente? ¿Porque sabía algo que a Rebus le interesaba?

Pero ¿qué?

– Bob -añadió Rebus con voz sosegada-. Está bien, Bob. No te preocupes. No hay por qué preocuparse. Sólo necesito saber qué quería Johnson de Marty.

Bob volvió a negar con la cabeza, esa vez con menos fuerza, como si empezara a resignarse.

– Me mataría -dijo con voz queda-. Lo haría -añadió mirando a Rebus a los ojos.

– En ese caso, tengo que ayudarte, Bob. Debes dejar que yo sea tu amigo. Porque así será Pavo Real quien vaya a la cárcel y no tú. A ti no te pasará nada.

El joven siguió en silencio como si se lo pensara, y Rebus se preguntó qué haría un abogado defensor medianamente competente ante un tribunal con un individuo como aquél. Cuestionaría su capacidad e inteligencia y lo impugnaría como testigo.

Pero Bob era su única posibilidad.


* * *

Volvieron en silencio hasta el coche de Rebus. Bob dejó el suyo aparcado en una bocacalle y subió al del inspector.

– Será mejor que esta noche te quedes en mi casa -dijo Rebus-. Así estarás más seguro -añadió, pensando que «seguro» era un buen eufemismo-. Mañana hablaremos, ¿de acuerdo? -«Hablar»: otro eufemismo.

Bob asintió con la cabeza sin decir nada y Rebus encontró un hueco para aparcar al final de Arden Street y condujo a Bob hasta la puerta de su casa. Al abrir le sorprendió que no funcionara la luz de la escalera. Se dio cuenta demasiado tarde de lo que eso podía significar, cuando ya unas manos le agarraban de las solapas y le lanzaban contra la pared. El agresor trató de darle un rodillazo en la ingle, pero Rebus le esquivó con un giro de cadera y recibió el golpe en el muslo. Lanzó un cabezazo que alcanzó al agresor en el pómulo y sintió su mano en el cuello buscando la carótida. Si se la presionaba comenzaría a perder el conocimiento. Cerró los puños y empezó a golpearle en los riñones, pero la cazadora de cuero del atacante amortiguaba los puñetazos.

– Hay otro -dijo una voz de mujer.

– ¿Qué? -respondió el agresor con acento inglés.

– ¡Que está con alguien!

Rebus notó que cesaba la presión en el cuello y su agresor se apartaba. El haz de luz de una linterna iluminó de pronto la puerta entreabierta por la que asomaba Bob boquiabierto.

– ¡Mierda! -masculló Simms.

Whiteread, que sostenía la linterna, enfocó el rostro de Rebus.

– Lo siento, Gavin pone a veces demasiado celo -dijo.

– Se acepta la disculpa -replicó Rebus recobrando el ritmo de la respiración al tiempo que lanzaba un puñetazo, pero Simms lo esquivó ágilmente y se puso en guardia con los puños alzados.

– Muchachos, muchachos -dijo Whiteread-. Se acabó el juego.

– ¡Bob, al piso! -ordenó Rebus comenzando a subir la escalera.

– Tenemos que hablar -dijo Whiteread pausadamente, como si no hubiese ocurrido nada.

Bob pasó por delante de ella para seguir a Rebus.

– ¡Tenemos que hablar! -repitió ella ladeando la cabeza hacia arriba para mirar a Rebus, que ya estaba en el descansillo.

– Bien -respondió él-, pero primero vuelvan a encender la luz.

Abrió la puerta del piso e hizo pasar a Bob y le mostró dónde estaban la cocina, el baño y la cama preparada del cuarto de invitados que rara vez usaba. Palpó el radiador y estaba frío; se agachó y conectó el termostato.

– Enseguida se calienta -dijo.

– ¿Qué es lo que ocurría en la entrada? -preguntó el joven curioso, pero sin darle importancia; una despreocupación producto de su costumbre de no meterse en asuntos ajenos.

– Nada que deba preocuparte -contestó Rebus que, al levantarse, sintió acelerarse el pulso en las sienes y se apoyó en la pared-. Será mejor que esperes aquí mientras hablo con esos dos. ¿Quieres un libro o algo?

– ¿Un libro?

– Para leer.

– Nunca se me ha dado la lectura -dijo Bob sentándose en el borde de la cama.

Rebus oyó que se cerraba la puerta, lo que quería decir que Whiteread y Simms acababan de entrar.

– Bien, espera aquí, ¿de acuerdo?

El joven asintió con la cabeza y miró el cuarto como si fuera un calabozo, un encierro más que un refugio.

– ¿No hay tele? -preguntó.

Rebus salió del cuarto sin contestar e hizo una seña con la cabeza a los dos policías militares para que le siguieran al cuarto de estar.

Tenía encima de la mesa las fotocopias del expediente de Herdman, pero no le importaba que las vieran. Se sirvió un vaso de whisky sin invitarles y lo apuró de un trago acercándose a la ventana para observar en los cristales el reflejo de sus movimientos.

– ¿Dónde encontró el diamante? -preguntó Whiteread.

– Ah, ¿de eso se trataba, verdad? -dijo Rebus sonriendo para sí mismo-. Por lo que Herdman adoptaba tantas precauciones… porque sabía que algún día vendrían a buscarlo.

– ¿Lo encontró en Jura? -aventuró Simms, tranquilo y sin inmutarse.

Rebus negó con la cabeza.

– Ha sido un simple truco. Sabía que si les enseñaba un diamante acabarían sacando conclusiones, como acaban de hacer -añadió alzando el vaso vacío hacia Simms-. Brindo por ello.

– Nosotros no hemos afirmado nada -dijo Whiteread entrecerrando los ojos.

– Han venido aquí sin pérdida de tiempo y no necesito más. Además, usted estuvo en la isla el año pasado tratando de hacerse pasar por turista -añadió Rebus sirviéndose otro whisky, dando un sorbo y pensando que aquél tenía que durarle-. Aquellos oficiales de alto grado que iban a negociar un cese de hostilidades en Irlanda del Norte… era lógico que hubiera un precio. Había que pagar a los paramilitares. Ésos son chicos codiciosos, no iban a quedarse sin tajada. Por eso el gobierno pensó en comprarlos con diamantes. Pero el cargamento desapareció en el accidente del helicóptero y las SAS enviaron una misión. Armada hasta los dientes por si los terroristas iban también a buscarlo. -Hizo una pausa-. ¿Voy bien?

Whiteread parecía una estatua, y Simms, sentado en el brazo del sofá, cogió un ejemplar atrasado del suplemento dominical para hacer un rollo con él. Rebus le señaló con el dedo.

– ¿Piensa aplastarme la tráquea, Simms? No olvide que ahí hay un testigo.

– Qué más quisiera -replicó Simms con voz fría y ojos de fuego.

Rebus centró su atención en Whiteread, que se había acercado a la mesa y tenía la mano sobre el expediente de Herdman.

– ¿No puede frenar el celo de su mono?

– Estaba usted contándonos una historia sobre diamantes -dijo ella sin apartar su atención de los papeles.

– Nunca creí a Herdman traficante de drogas -prosiguió Rebus-. ¿Pusieron ustedes ese alijo en su barco? -Ella negó despacio con la cabeza-. Bien, pues alguien lo hizo -añadió Rebus reflexionando un instante y dando otro trago-. Pero esos viajes por el mar del Norte… Rotterdam es un buen lugar para vender diamantes. Lo que creo es que encontró los diamantes pero se lo calló. O bien se los llevó en el primer momento o bien los escondió y volvió más tarde a por ellos, después de su repentina decisión de no reengancharse. Ahora bien, el Ejército se preguntaría qué había sido de los diamantes y de la noche a la mañana Herdman se hace notar. Dispone de dinero y monta un negocio de barcos… pero no se puede demostrar nada. -Hizo otra pausa para dar otro trago-. ¿Saben si queda mucho, o lo ha gastado todo? -Rebus pensó en los barcos pagados al contado en dólares, la moneda del mercado de diamantes, y en el que le había regalado a Teri Cotter, que había sido la clave que él buscaba. Hizo una pausa, Whiteread no contestaba-. En cuyo caso -añadió- su misión aquí consistía en limitar los daños y en asegurarse de que no quedase ningún indicio que al aparecer pudiera destapar el asunto. Todos los gobiernos dicen lo mismo: no negociamos con terroristas. Tal vez no, pero en una ocasión intentamos comprarlos. ¿No resultaría una historia jugosa para la prensa? -preguntó mirándola por encima del borde del vaso-. Es eso más o menos, ¿no?

– ¿Y el diamante? -inquirió Whiteread.

– Me lo prestó un amigo.

Ella permaneció callada casi un minuto mientras Rebus se regocijaba esperando el momento oportuno, diciéndose que si no hubiera vuelto a casa acompañado de Bob… Sí, decididamente, las cosas no le habrían salido tan bien. Aún sentía en la garganta los dedos de Simms y más al tragar el whisky.

– ¿Ha vuelto a ponerse en contacto con ustedes Steve Holly? -dijo rompiendo el silencio-. Lo digo porque si a mí me sucede algo, él lo sabrá inmediatamente.

– ¿Cree que eso garantiza su integridad?

– ¡Calla, Gavin! -espetó Whiteread; tras lo cual se cruzó despacio de brazos-. ¿Qué piensa hacer? -preguntó.

Rebus se encogió de hombros.

– Si le digo la verdad, el asunto no es cosa mía. No tengo por qué hacer nada a condición de que no suelte de la cadena a su mono aquí presente.

Simms se puso en pie y metió la mano en la chaqueta, pero Whiteread giró sobre sus talones y le dio un manotazo en el brazo. Rebus se quedó maravillado de la rapidez de la mujer.

– Lo único que quiero es que ustedes dos se hayan ido mañana a primera hora -dijo marcando las palabras-. Si no, tendré que pensar en hablar con mi amigo del cuarto poder.

– ¿Cómo podemos confiar en usted?

Rebus volvió a encogerse de hombros.

– No creo que a ninguno nos interese que la prensa publique esta historia -dijo dejando el vaso-. Bien, si hemos acabado, tengo un huésped que atender.

– ¿Quién es? -preguntó Whiteread mirando hacia la puerta.

– Pierda cuidado, ése es de los que no hablan.

Ella asintió despacio con la cabeza y se volvió para irse.

– Dígame una cosa, Whiteread. -Ella se detuvo y se volvió hacia él-. ¿Por qué cree que Herdman hizo eso?

– Porque era codicioso.

– Me refiero a lo del colegio.

– A mí qué me importa -respondió ella con una mirada encendida.

Sin más palabras salió del cuarto de estar. Simms continuaba mirando a Rebus, que le dijo adiós con la mano antes de volverse a acercar a la ventana. Simms sacó la pistola automática de la chaqueta, le apuntó a la nuca, lanzó un suave silbido entre los dientes y volvió a guardar el arma en la funda.

– Genial -dijo casi en un susurro-, sin que se espere cuándo ni dónde, será mi cara lo último que vea.

– Vaya gracia -replicó Rebus con un suspiro, sin molestarse en darse la vuelta-, desperdiciar mis últimos instantes en este mundo viendo la cara de un perfecto gilipollas.

Oyó los pasos alejándose en el vestíbulo y un portazo. Fue al vestíbulo a asegurarse de que se habían marchado y vio a Bob en el umbral de la cocina.

– Me he hecho una taza de té. Por cierto, no le queda leche.

– He dado el día libre a los criados. Anda, trata de dormir, que nos queda un día largo por delante.

Bob asintió con la cabeza, fue al cuarto y cerró la puerta. Rebus se sirvió un tercer whisky -el último-, se sentó derrengado en su sillón y vio que el rollo que había hecho Simms con la revista iba abriéndose despacio en el sofá. Pensó en Lee Herdman, tentado por los diamantes, cómo los entregaría y saldría luego del bosque como si tal cosa. Tal vez se sintió culpable después, presa del temor, sabiendo que nunca se disiparían las sospechas. Era muy posible que, en su momento, hubiera tenido que dar explicaciones, someterse a interrogatorios, incluso quizá con Whiteread. Por muchos años que pasaran, el Ejército no olvidaría el asunto porque no podían quedar cabos sueltos, sobre todo en algo como aquello, que podía convertirse en algo que les explotara en las manos. Herdman habría vivido bajo la presión de aquel miedo, tendría pocos amigos… los jovencitos eran distintos, ellos no podían ser agentes secretos. Y, por lo visto, tampoco Doug Brimson importaba… Tantas cerraduras para conjurar peligros. No era de extrañar que estallara. Pero ¿por qué de aquel modo? Rebus no acababa de entender que hubiera sido sólo por celos.

James Bell le hace una foto a la señorita Teri en Cockburn Street…

Derek Renshaw y Anthony Jarvies entran en su página web…

Teri Cotter, su curiosidad por la muerte y amante de un ex militar…

Renshaw y Jarvies, amigos íntimos; distintos de Teri, distintos de James Bell; aficionados al jazz, no al heavy metal; desfilaban en el colegio con sus uniformes militares, eran aficionados al deporte. No como Teri Cotter.

Ni como James Bell.

Y pensándolo bien, aparte de sus años en el Ejército, ¿qué tenían en común Herdman y Doug Brimson? Para empezar, que los dos conocían a Teri Cotter. Teri estaba con Herdman y su madre se veía con Brimson. Rebus pensó que era un extraño baile, como esos en que se intercambian las parejas constantemente. Hundió la cara entre las manos, para no ver la luz, sintió el olor de cuero de los guantes mezclado con los vapores del whisky y los personajes del baile comenzaron a danzar en su cabeza. Parpadeó, abrió los ojos y lo vio todo borroso. El papel de las paredes fue precisándose poco a poco, pero él veía manchas de sangre, sangre en el aula.

Dos disparos mortales y un herido.

No: tres disparos mortales.

– No.

Se dio cuenta de que hablaba solo. Dos disparos mortales, un herido. Luego otro disparo mortal.

En el suelo y en las paredes, salpicaduras de sangre.

Sangre por todos lados. Una sangre con historia propia…

Se sirvió el cuarto whisky sin pensar y sólo se dio cuenta al llevarse el vaso a los labios. Volvió a verterlo con cuidado en la botella y puso el tapón. Y con un esfuerzo de voluntad dejó la botella en la repisa de la chimenea.

Sangre con historias que contar.

Cogió el teléfono. No pensaba que hubiera nadie en el laboratorio de la Policía Científica a aquella hora de la noche, pero marcó el número. Nunca se sabe; había gente con sus propias obsesiones, sus misterios que desentrañar. No porque los casos lo requirieran, ni por simple orgullo profesional, sino por gusto, por estímulo personal.

Individuos a quienes, igual que a él, les costaba distanciarse. No sabía si era bueno o malo, pero era así. Al otro extremo sonaba el teléfono, pero nadie contestaba.

– Pandilla de vagos -musitó, y en ese momento advirtió que Bob asomaba la cabeza por la puerta.

– Perdón -dijo el joven pasando al cuarto de estar. Se había quitado la cazadora y su camiseta gris de manga corta dejaba ver unos brazos fofos sin vello-. No consigo dormir.

– Siéntate si quieres -dijo Rebus señalando con la cabeza el sofá. El joven se sentó pero no parecía cómodo-. Ahí está la tele si te apetece.

Bob asintió con la cabeza pero no dejaba de mirar en derredor. Vio la librería y se acercó a mirar.

– A lo mejor…

– Adelante, coge el que quieras.

– La función que hemos visto… ¿no dijo que estaba basada en un libro?

Rebus se volvió para asentir con la cabeza.

– Pero no lo tengo -dijo, escuchando al otro lado de la línea el sonido de su llamada otros quince segundos antes de cortar la comunicación.

– Siento haberle interrumpido -dijo Bob, que no había tocado un solo libro y los miraba como ejemplares raros de museo.

– No me has interrumpido -dijo Rebus levantándose-. Oye, espera un momento -añadió dirigiéndose al pasillo para abrir un armario.

Había montones de cajas de cartón. Cogió una y vio que eran cosas de cuando su hija era pequeña, muñecas y cajas de lápices de colores, tarjetas postales y piedras recogidas en paseos a la orilla del mar. Pensó en Allan Renshaw y en cómo se habían roto los vínculos entre los dos. Allan con sus cajas de fotos y su colección de recuerdos en la buhardilla. Dejó la caja a un lado y cogió otra de debajo. Contenía libros, también de Sammy, infantiles, novelas en rústica con las cubiertas garabateadas y ajadas y algunos libros de tapa dura. Sí, allí estaba, forrado de plástico verde y, en el lomo amarillo, un dibujo de Señor Sapo al que habían añadido una casilla de diálogo para escribir en ella «Pii, pii, pii». No sabía si era letra de su hija. Pensó de nuevo en su primo Allan tratando de recordar nombres de rostros en viejas fotografías.

Volvió a colocar las cajas, cerró el armario y fue al cuarto de estar con el libro.

– Aquí tienes -dijo tendiéndoselo al joven-. Así sabrás lo que te perdiste en el primer acto.

Bob puso cara de satisfacción, aunque cogió el libro con recelo como si no supiera qué hacer con él. Después se retiró a su cuarto. Rebus se quedó de pie delante de la ventana mirando a la oscuridad pensando si también, como en la función, se había perdido él algo al principio del caso.

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