TERCER DÍA . Jueves

Capítulo 8

– ¿No te parece que este país es un asco? -dijo Bobby Hogan.

A Rebus le pareció que la pregunta no era justa. Iban por la M 74, la carretera más peligrosa de Escocia. Los camiones articulados y los remolques salpicaban sin piedad al Passat de Hogan con nueve partes de grava por una de agua. Los limpiaparabrisas, que funcionaban al máximo, no daban abasto, pese a lo cual Hogan intentaba ir a más de ciento sesenta. Para alcanzarlos tendría que adelantar a todos los camiones, los conductores de los vehículos pesados se divertían jugando a una especie de pídola, y ponerse a la cola de los coches que intentaba pasar.

Edimburgo había amanecido con un sol lechoso, pero Rebus sabía que no iba a durar mucho. El cielo estaba demasiado cargado de neblina, borroso como las buenas intenciones de un bebedor. Hogan había decidido que se encontrarían en St Leonard, y cuando llegó, la mole de piedra del Arthur's Seat estaba ya oculta entre nubes. Ni David Copperfield habría hecho el truco más rápido. Cuando el macizo empezaba a desvanecerse, había lluvia segura. Habían comenzado a caer antes de que llegaran a las afueras. Hogan puso los limpiaparabrisas en movimiento intermitente y poco después, en continuo. En ese momento, ya en la M 74 al sur de Glasgow pasaban a toda velocidad de un carril a otro como el Correcaminos.

– Este tiempo, este tráfico… ¿cómo lo aguantamos? -añadió Hogan.

– ¿Penitencia? -sugirió Rebus.

– ¿Y qué hemos hecho para merecerla?

– Como tú dices, Bobby, algo debe de impedirnos progresar.

– Tal vez seamos sólo vagos.

– No podemos cambiar el tiempo. Respecto al exceso de tráfico, me imagino que se podría hacer algo, pero ninguna medida da resultado, así que ¿para qué molestarse?

– Eso es lo que pasa, nos importa un rábano -dijo Hogan alzando un dedo.

– ¿Crees que es un defecto?

– Una virtud no creo que sea -replicó Hogan encogiéndose de hombros.

– No, no creo.

– Este país se ha ido a la mierda, John. El trabajo está difícil, los políticos con sus hocicos en el abrevadero, la juventud… Qué sé yo -añadió suspirando profundamente.

– ¿Te ha puesto de mal humor el telediario de la mañana, Bobby?

Hogan negó con la cabeza.

– Lo pienso desde hace ya mucho tiempo.

– Vale, gracias por invitarme al confesionario.

– ¿Sabes qué, John? Tú eres más cínico que yo.

– No es verdad.

– Dame un ejemplo.

– Yo, por ejemplo, creo en la otra vida. Y lo que es más, creo que nosotros dos no tardaremos en alcanzarla si sigues pisando tan a fondo el acelerador.

Hogan sonrió por primera vez en la mañana y puso el intermitente para cambiar al carril de menor velocidad.

– ¿Está mejor así? -preguntó.

– Mejor -concedió Rebus.

– ¿Crees de verdad que hay algo después de la muerte? -preguntó Hogan un instante después.

Rebus reflexionó antes de contestar.

– Creía que era un modo de hacer que fueras más despacio -dijo apretando el botón del encendedor, lamentándolo de inmediato; Hogan advirtió su mueca de dolor.

– ¿Todavía te duelen las manos?

– Están mejorando.

– Cuéntame otra vez lo que pasó.

Rebus negó despacio con la cabeza.

– No; hablemos de Carbrae. ¿Crees que vamos a obtener gran cosa de ese Robert Niles?

– Con un poco de suerte averiguaremos algo más que su nombre y su grado -contestó Hogan acelerando otra vez para adelantar.

El Hospital Especial de Carbrae estaba situado, según palabras de Hogan, en «el sobaco sudoroso de Dios sabe dónde». Ninguno de los dos había estado allí y a Hogan le habían dicho que tenían que tomar la A 711 al oeste de Dumfries en dirección a Dalbeattie. Debieron de salirse del desvío, entre maldiciones de Hogan a los camiones que llenaban el carril de marcha lenta impidiéndole leer los indicadores, y tuvieron que seguir hasta Lockerbie para salir de la M 74 y desviarse allí en dirección oeste a Dumfries.

– John, ¿tú estuviste en Lockerbie? -preguntó Hogan.

– Un par de días.

– ¿Recuerdas el follón con los cadáveres que fueron dejando en la pista de hielo? -Rebus lo recordaba: los muertos quedaron pegados al hielo y hubo que descongelar la pista de patinaje-. Eso es lo que quiero decir cuando critico a Escocia, John. Eso lo dice todo.

Rebus no estaba de acuerdo. Pensó que la serena dignidad de la gente de la localidad tras la tragedia del vuelo 103 de Pan Am, decía mucho más de los escoceses. No podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría la población de South Queensferry una vez que el triple circo de policía, periodistas y políticos bocazas se hubieran marchado. Había visto un cuarto de hora del telediario de la mañana en la tele mientras tomaba un café, pero no pudo por menos de quitar el sonido cuando apareció Jack Bell enroscando el brazo alrededor de Kate, pálida como un espectro.

Hogan había comprado varios periódicos al salir de casa antes de reunirse con Rebus y en algunos había fotos de la concentración con el sacerdote cantando y el diputado presentando su petición.

«No puedo pegar ojo; tengo miedo de quién más puede estar rondando por ahí», decía uno de los vecinos.

Miedo: la palabra clave. La mayoría de la gente pasaría su vida sin que le rozara el crimen, pero tenían miedo; un miedo real de algo al acecho. La función del Cuerpo de Policía era conjurar ese miedo, pero muchas veces la Policía resultaba falible e impotente; sólo aparecía después de los hechos para limpiar el desastre en lugar de prevenirlo. Y a veces surgía alguien como Jack Bell y parecía que por fin se iba a hacer algo… Rebus conocía el vocabulario que se manejaba en los congresos de la Policía: proactivo en vez de reactivo. Un periódico sensacionalista lo había cogido al vuelo y apoyaba incondicionalmente la campaña de Jack Bell: «Si las fuerzas de la ley y el orden son incapaces de atajar este problema cada vez más grave, nos corresponde a nosotros como individuos o grupos organizados impedir que la ola de violencia que azota a nuestra sociedad…».

Era fácil redactar un editorial al hilo del discurso del diputado, pensó Rebus. Hogan miró el periódico.

– Ese Bell tiene una buena racha, ¿eh?

– No le durará mucho.

– Eso espero. Ese cabrón mojigato me da náuseas.

– ¿Puedo citar sus palabras, inspector Hogan?

– Los periodistas. Otra de las causas de que este país sea un asco…


* * *

Pararon en Dumfries a tomar un café. El sitio era una mezcla inhóspita de fórmica y mala iluminación, pero dejó de importarles en cuanto les sirvieron unos buenos bocadillos de beicon. Hogan consultó el reloj y calculó que habían pasado casi dos horas en la carretera.

– Al menos está dejando de llover -comentó Rebus.

– Saca las banderas -replicó Hogan.

Rebus decidió cambiar de tema.

– ¿Habías estado antes aquí? -preguntó.

– Seguro que he pasado por Dumfries, pero no lo recuerdo.

– Yo estuve una vez. Con una caravana, en el estuario de Solway.

– ¿Cuándo? -preguntó Hogan chupando la mantequilla de los dedos.

– Hace años… Sammie todavía usaba pañales -añadió Rebus pensando en su hija.

– ¿Sabes algo de ella?

– Me llama de vez en cuando.

– ¿Sigue viviendo en Inglaterra? -Rebus asintió con la cabeza-. Suerte que tiene. -Hogan abrió el panecillo y quitó una tira de grasa del beicon-. La dieta escocesa. Otra de las maldiciones.

– Por Dios, Bobby, ¿quieres que te lleve a Carbrae y te ingrese? Podrías inscribirte como señor Gruñón y actuar para un público cautivo.

– Me refiero a que…

– ¿A qué te refieres? ¿A que tenemos mal tiempo y un asco de comida? ¿Por qué no le dices a Grant Hood que te organice una conferencia de prensa por todo lo alto a ver qué les parecen tus opiniones a todos los cabrones de este país?

Hogan se concentró en el bocadillo, mascando despacio sin tragar.

– A lo mejor hemos estado demasiado tiempo encerrados en el coche -comentó finalmente.

– Lo que llevas es demasiado tiempo con el caso de Port Edgar -replicó Rebus.

– Sólo llevamos…

– Me da igual el tiempo que llevemos. No irás a decirme que duermes tus horas, que te desconectas cuando llegas a casa, que delegas tareas y que gracias a que compartes con los demás…

– Entendido -dijo Hogan-. Pero a ti te he traído, ¿no?

– Menos mal, pero sospecho que antes has venido tú solo.

– ¿Y?

– Y que no tenías a nadie con quien lamentarte -replicó Rebus mirándole-. ¿Te sientes mejor ahora que te has desahogado?

– Quizá tengas razón -dijo Hogan sonriente.

– Vaya, hombre, ¿hemos sentado un precedente?

Acabaron los dos riendo. Hogan se empeñó en pagar la cuenta y Rebus dejó la propina. Volvieron al coche y encontraron la carretera de Dalbeattie. Quince kilómetros más adelante, un indicador a la derecha les dirigía hacia una pista estrecha con hierba en el centro.

– No hay mucho tráfico -comentó Rebus.

– Queda un poco a desmano para las visitas -añadió Hogan.

Carbrae era una construcción de los progresistas años sesenta, un edificio en forma de caja alargada con anexos aislados. No los vieron hasta que aparcaron, se identificaron en la garita de entrada y los fueron a buscar para acompañarlos entre los gruesos muros de hormigón. Había un perímetro exterior de alambre de espino de siete metros de altura con cámaras de seguridad a cada trecho. En la puerta del edificio les entregaron un pase individual plastificado que se colgaron al cuello de una cinta roja. Había letreros de advertencia para las visitas señalando los objetos no autorizados: comida y bebida, periódicos y revistas y objetos punzantes. No se podía entregar nada a los pacientes sin previa consulta con los empleados. Estaban prohibidos los móviles. «Cualquier cosa, por inofensiva que parezca, puede perturbar a los pacientes, ¡PREGUNTEN en caso de duda!»

– ¿Tú crees que podemos perturbar a Robert Niles? -preguntó Hogan mirando a Rebus.

– Nosotros no somos así, Bobby -dijo él desconectando el móvil.

En ese momento entró un ordenanza y entraron.

Cruzaron un patio ajardinado con parterres de flores. Vieron caras en algunas ventanas. Las ventanas no tenían reja. Rebus había esperado que los ordenanzas serían forzudos, callados e irían discretamente vestidos con bata blanca o uniforme similar. Sin embargo, su guía, que dijo llamarse Billy, era bajo y jovial, vestía una camiseta corriente y vaqueros y calzaba zapatos de suela de goma. A Rebus le asaltó el inquietante pensamiento de que los locos, tras apoderarse del centro, habían encerrado a los vigilantes. Eso explicaría el semblante radiante de Billy. O quizás había hecho una incursión a las existencias de la farmacia.

– La doctora Lesser les está esperando -dijo el guía.

– ¿Y Niles?

– Hablarán con él en su presencia. No le gusta que entren extraños a su habitación.

– ¿Ah, no?

– Él es así -añadió Billy encogiéndose de hombros, como queriendo decir «todos tenemos nuestras manías».

Pulsó unos números en un panel de la puerta y sonrió hacia una cámara enfocada hacia él. La puerta se abrió y entraron en el hospital.

Olía a… no exactamente medicinas. ¿Qué era? Rebus se dio cuenta finalmente de que era el aroma de moquetas nuevas; concretamente la de color azul que cubría el pasillo por el que caminaban. Olía también a recién pintado; «verde manzana», creyó haber leído Rebus en las latas de tamaño industrial. Las paredes estaban adornadas con láminas pegadas con Blu-tac. No había marcos ni chinchetas. Reinaba el silencio. La alfombra amortiguaba sus pasos y no había música estridente ni gritos. Billy se detuvo ante una puerta al fondo del pasillo.

– ¿Doctora Lesser?

La mujer estaba sentada a una mesa de despacho moderna. Les sonrió y les miró por encima de sus gafas de media luna.

– Por fin están aquí -dijo.

– Perdone, llegamos un poco tarde -dijo Hogan disculpándose.

– No es eso -replicó ella-. Es que muchos pasan de largo el desvío y nos llaman diciendo que se han perdido.

– Nosotros no.

– Ya lo veo.

Se había levantado para estrecharles la mano. Hogan y Rebus se presentaron.

– Gracias, Billy -dijo. Billy inclinó la cabeza a modo de saludo y se retiró-. ¿No van a pasar? No muerdo -añadió sonriendo otra vez.

Rebus pensó si aquello sería parte del trabajo en Carbrae.

Tenía un despacho pequeño y agradable. Había un sofá amarillo de dos plazas, librería y tocadiscos. No había archivadores, y Rebus supuso que tendrían a buen recaudo los expedientes de los internos. La doctora Lesser dijo que la llamasen Irene. Tendría veintitantos años o poco más de treinta, pelo castaño, por debajo de los hombros. El color de sus ojos era igual al de las nubes que a primera hora de la mañana habían velado el Arthur's Seat.

– Siéntense, por favor -tenía acento inglés.

Rebus pensó que de Liverpool.

– Doctora Lesser… -comenzó a decir Hogan.

– Irene, por favor.

– Ah, sí -añadió Hogan haciendo una pausa indeciso respecto a dirigirse a ella por su nombre de pila. Si lo hacía, ella utilizaría el nombre de él, y parecería demasiado familiar-. ¿Comprende a qué hemos venido?

La doctora asintió con la cabeza. Había arrimado una silla para sentarse frente a ellos. Rebus advirtió que el sofá les resultaba estrecho. Entre Hogan y él pesarían más de ciento cincuenta kilos.

– Y ustedes comprenderán -dijo Lesser- que Robert tiene derecho a no contestar. Si empieza a ponerse nervioso, la entrevista se termina. Definitivamente.

Hogan asintió con la cabeza.

– Usted estará presente, naturalmente -dijo.

Ella levantó una ceja.

– Naturalmente -repitió.

Aunque era la respuesta que esperaban, les decepcionó.

– Doctora -intervino Rebus-, tal vez pueda usted anticiparnos algo. ¿Qué cabe esperar del señor Niles?

– No me gusta antici…

– ¿Hay, por ejemplo, algo que no debamos mencionar? ¿Palabras clave?

La doctora dirigió una mirada admirativa a Rebus.

– No hablará de lo que hizo con su esposa.

– No es ése el objeto de nuestra visita.

Lesser reflexionó un instante.

– No sabe que su amigo ha muerto -añadió.

– ¿No sabe que Herdman ha muerto? -repitió Hogan.

– En general, a los pacientes no les interesan las noticias.

– ¿Prefiere usted que eso siga siendo así? -añadió Rebus.

– Supongo que no tendrán necesidad de explicarle cuál es su interés por el señor Herdman.

– Tiene razón, no hay motivo. Debemos procurar que no se nos vaya la lengua, ¿eh, Bobby? -dijo Rebus mirando a Hogan.

Hogan asintió con la cabeza y en ese momento oyeron llamar a la puerta que seguía abierta. Los tres se levantaron. Un hombre fuerte y alto esperaba en el umbral. Tenía cuello de toro y tatuajes en los brazos. Por un instante, Rebus pensó «éste sí que debe de ser un vigilante». Al ver la cara de Lesser comprendió que el gigante era Robert Niles.

– Robert -dijo la doctora sonriente de nuevo, pero Rebus intuyó que la mujer estaba pensando si Niles llevaría mucho tiempo en la puerta y qué es lo que había oído.

– Billy me ha dicho… -Su voz resonaba como un trueno.

– Sí, sí; adelante, entra.

En cuanto Niles entró, Hogan cerró la puerta.

– No, no -ordenó Lesser-. Aquí siempre dejamos la puerta abierta.

Cabían dos interpretaciones: o no tenían nada que ocultar o era una manera de prevenir una posible agresión de los reclusos.

Lesser hizo un gesto a Niles para que sentase en la silla que ella había ocupado y a continuación se sentó detrás de la mesa. Niles tomó asiento y los dos policías hicieron lo propio, encajándose como pudieron en el estrecho sofá.

Niles les miró con la cabeza gacha y mirada sombría.

– Robert, a estos señores les gustaría hacerte unas preguntas.

– ¿Qué preguntas?

Niles vestía una camiseta blanca impecable y pantalones de deporte grises. Rebus trataba de apartar la vista de los tatuajes. Eran viejos, probablemente de sus años en el Ejército. Cuando él era soldado, al terminar el período de instrucción fue el único que no quiso celebrarlo haciéndose tatuajes durante el primer permiso. Los de Niles incluían un cardo, un par de serpientes enroscadas y un puñal envuelto en una bandera. Rebus suponía que el puñal estaría relacionado con su época en las SAS, a pesar de que en esa unidad no estaban bien vistos los adornos: los tatuajes, como las cicatrices, eran signos de identificación y en caso de captura podían agravar la situación del soldado.

Hogan decidió tomar la iniciativa.

– Queremos hacerle unas preguntas sobre su amigo Lee.

– ¿Lee?

– Lee Herdman, que a veces viene a visitarle.

– A veces, sí. -Niles vocalizó despacio las palabras, y Rebus se preguntó cómo sería de fuerte su medicación.

– ¿Hace mucho que no le ve?

– Hará unas semanas… creo -dijo Niles volviendo la cabeza hacia la doctora Lesser, quien asintió con la cabeza para disipar sus dudas.

Probablemente el tiempo no contaba mucho en Carbrae.

– ¿De qué hablan cuando viene a verle?

– De los viejos tiempos.

– ¿De algo en concreto?

– No… de los viejos tiempos. Entonces sí vivíamos bien.

– ¿Opinaba Lee lo mismo? -preguntó Hogan aspirando aire al terminar, al percatarse de que había utilizado el pretérito para Herdman.

– ¿Qué es lo que quieren? -dijo Niles con otra mirada hacia Lesser, que a Rebus le recordó un animal amaestrado que pide instrucciones a su dueño-. ¿Tengo que estar aquí?

– Robert, la puerta está abierta -dijo la doctora señalando con la mano hacia ella-, ya lo sabes.

– Señor Niles -dijo Rebus inclinándose levemente-, Lee ha desaparecido y queremos averiguar qué ha sucedido.

– ¿Ha desaparecido?

Rebus se encogió de hombros.

– Desde South Queensferry hasta aquí hay un viaje largo en coche. Debían de ser muy amigos.

– Servimos juntos en el Ejército.

Rebus asintió con la cabeza.

– En el regimiento de las SAS -dijo-. ¿En la misma compañía?

– En el escuadrón C.

– Yo también estuve a punto de ingresar -añadió Rebus con una sonrisa-. Era paracaidista… y solicité el ingreso.

– ¿Y qué pasó?

Rebus trataba de no pensar en aquellos tiempos que tantos horrores evocaban para él.

– Me catearon en el entrenamiento.

– ¿Hasta dónde llegó?

Era más fácil decir la verdad que mentir.

– Aprobé todo menos la parte psicológica.

Una gran sonrisa cruzó el rostro de Niles.

– Le machacaron.

Rebus asintió con la cabeza.

– Como un puto huevo, compañero.

«Compañero», lenguaje militar.

– ¿Cuándo fue eso?

– A principios de los setenta.

– Yo ingresé algo más tarde -dijo Niles recordando-. Tuvieron que cambiar las pruebas. Antes eran mucho más duras.

– A mí me tocó.

– ¿Le machacaron en las pruebas? ¿Qué le hicieron? -preguntó Niles entrecerrando los ojos.

Estaba más despierto ahora que sostenía una conversación en la que alguien contestaba a sus preguntas.

– Me encerraron en un calabozo con ruidos constantes y la luz permanentemente encendida. Se oían ruidos y gritos de otras celdas.

Rebus era consciente de que todos estaban pendientes de él. Niles dio una palmada.

– ¿Y el helicóptero? -preguntó. Cuando Rebus asintió, Niles dio otra palmada y se volvió hacia la doctora-. Te tapaban la cabeza con un saco, te subían a un helicóptero y te decían que si no confesabas te tiraban. ¡El helicóptero volaba a sólo dos metros del suelo pero no lo sabíamos! -Se volvió hacia Rebus-. Es una auténtica putada -añadió tendiendo la mano al inspector.

– Ya lo creo -dijo Rebus tratando de abstraerse del agudo dolor que le produjo el apretón de Niles.

– A mí me parece una barbarie -comentó la doctora, que había palidecido.

– O te rompes o te haces -replicó Niles.

– A mí me rompió -dijo Rebus-. Y usted, Robert, ¿se hizo?

– Durante un tiempo, sí -respondió Niles algo más calmado-. Pero cuando sales de allí… es cuando te amasa.

– ¿Por qué?

– Por todo lo que has… -Enmudeció como una estatua. ¿Sería por efecto de algún medicamento? Vieron que la doctora les hacía un gesto para que no se preocuparan. Era simplemente que el gigantón pensaba-. Yo conocí a algunos paracaidistas -prosiguió-. Eran duros los cabrones.

– Yo estuve en la segunda compañía de infantería ligera, en los paracaidistas -dijo Rebus.

– Entonces, sirvió en el Ulster.

Rebus asintió con la cabeza.

– Y en otras partes -añadió.

Niles se tocó la aleta de la nariz y Rebus imaginó aquellos dedos empuñando un puñal y cortando un cuello suave y blanco de mujer.

– Punto en boca -dijo Niles.

Pero a Rebus la palabra que no se le iba de la cabeza era «cuello».

– La última vez que vio a Lee, ¿lo encontró normal? -le pregunto con tono tranquilo-. ¿Sabe si le preocupaba algo?

Niles negó con la cabeza.

– Lee siempre pone al mal tiempo buena cara. Yo nunca sé si está deprimido.

– Pero ¿le consta que a veces está deprimido?

– Estamos entrenados para que no se note. ¡Somos hombres!

– Exacto -apostilló Rebus.

– El Ejército no quiere lloricas. Los lloricas son incapaces de matar a un desconocido o de lanzarle una granada. Tienes que ser capaz… te entrenan para… -No le salían las palabras y retorció las manos como para hacerlas salir retorciéndolas. Miró a Rebus y Hogan-. A veces… a veces no saben cómo desconectarnos.

– ¿Cree que ése es también el caso de Lee?

Niles le miró fijamente.

– Ha hecho algo, ¿verdad?

Hogan se mordió la lengua y miró a la doctora en busca de ayuda, pero ya era demasiado tarde. Niles comenzó a levantarse despacio de la silla.

– Me voy -dijo yendo hacia la puerta.

Hogan abrió la boca para decir algo pero Rebus le tocó en el brazo para contenerlo, sabiendo que probablemente estuviera a punto de lanzar una granada en la sala: «Su amigo se ha suicidado llevándose a unos colegiales por delante»… La doctora Lesser se levantó y se acercó a la puerta, para asegurarse de que Niles se había marchado realmente. Una vez que lo hubo comprobado se sentó en la silla vacía.

– Es muy despierto -comentó Rebus.

– ¿Despierto?

– Quiero decir que conserva bastante el control. ¿Es por la medicación?

– La medicación desempeña su papel -dijo la doctora cruzando las piernas enfundadas en el pantalón.

Rebus advirtió que no llevaba ninguna joya, ni pendientes, ni pulseras ni collar.

– Cuando se «cure»… ¿volverá a la cárcel?

– La gente piensa que ingresar aquí es una suerte. Pero no es así, créanme.

– No me refería a eso. Lo decía por…

– Si no recuerdo mal -terció Hogan-, Niles no llegó a explicar el motivo por el que degolló a su esposa. ¿Se ha sincerado en ese sentido con usted, doctora?

Ella le miró sin pestañear.

– Eso no tiene nada que ver con su visita.

– Es cierto. Era simple curiosidad -añadió Hogan encogiéndose de hombros.

La doctora se volvió hacia Rebus.

– Tal vez sea una especie de lavado de cerebro -dijo.

– ¿A qué se refiere? -inquirió Hogan.

Fue Rebus quien le contestó:

– La doctora está de acuerdo con Niles: piensa que el Ejército entrena a hombres para matar y luego no los desconecta antes de su vuelta a la vida civil.

– Hay muchas evidencias documentadas sobre eso -añadió Lesser con una leve palmada de ambas manos en los muslos para indicarles que había concluido la visita.

Rebus se levantó a la vez que ella, pero Hogan se mostró reacio.

– Doctora, hemos venido desde muy lejos -dijo.

– No creo que vayan a obtener nada de Robert. Hoy no.

– No sé si nos será posible volver.

– Eso es decisión suya, por supuesto.

Hogan se puso finalmente en pie.

– ¿Con qué frecuencia ve a Niles? -preguntó.

– Todos los días.

– Me refiero cara a cara.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Quizá cuando lo vea la próxima vez, pueda preguntarle sobre su amigo Lee.

– Quizás.

– Y si le dice algo…

– Eso quedará entre él y yo.

Hogan asintió con la cabeza.

– La confidencialidad sobre el paciente -dijo-. Lo que sucede es que hay unos padres que han perdido a sus hijos. Tampoco estaría mal que por primera vez pensara usted en las víctimas. -El tono de Hogan se había endurecido. Rebus tiraba de él hacia la puerta.

– Disculpe a mi colega -dijo a la doctora-. Comprenda que un caso como éste influye en el ánimo.

– Sí… naturalmente -replicó ella suavizando levemente la expresión-. Si esperan un momento, llamaré a Billy.

– Creo que podremos encontrar la salida -dijo Rebus, pero nada más salir al pasillo vieron que Billy venía hacia ellos-. Gracias por su ayuda, doctora. Bobby -añadió-, da las gracias a la amable doctora.

– Gracias, doctora -atinó a gruñir Hogan soltándose de Rebus y echando a andar por el pasillo.

Rebus se disponía a seguirle cuando oyó que la doctora le llamaba y se dio la vuelta.

– Inspector Rebus, quizá debería hablar con alguien. Me refiero a un psicólogo.

– Hace treinta años que dejé el Ejército, doctora Lesser.

– Sí, es mucho tiempo soportando una carga -dijo ella asintiendo con la cabeza-Piénselo, ¿sabe?

Rebus asintió con la cabeza, mientras seguía caminando hacia atrás. La saludó con la mano. Se volvió y se alejó por el pasillo sintiendo su mirada clavada en él. Hogan, ofuscado, caminaba unos pasos delante de Billy y Rebus llegó a la altura del ordenanza.

– Ha sido una visita útil -dijo sabiendo que Hogan lo oiría.

– Me alegro.

– El viaje ha valido la pena.

Billy asintió con la cabeza satisfecho de que a alguien más le hubiera ido bien aquel día.

– Billy -dijo Rebus poniéndole la mano en el hombro-, ¿el libro de visitas está aquí o en la entrada?

El joven le miró desconcertado.

– ¿No oyó lo que dijo la doctora?

Rebus insistió.

– Es para comprobar la fecha de las visitas de Lee Herdman.

– El libro está en la entrada.

– Pues allí le echaremos un vistazo -añadió Rebus desarmándole con una sonrisa irresistible-. ¿No podríamos tomar un café de paso?

En la dependencia de control había un hervidor y en cuanto el vigilante se dispuso a prepararles dos cafés de sobre, el ordenanza les dejó.

– ¿Tú crees que irá a decírselo a Lesser? -preguntó Hogan en voz baja.

– Hay que actuar lo más rápido posible.

No fue fácil porque el vigilante entabló conversación con ellos preguntándoles cómo era el trabajo en el DIC. Probablemente el hombre estaba aburrido de estar solo todo el día en su garita, con una batería de cámaras de circuito cerrado y unos cuantos coches que controlar cada hora. Hogan se encargó de tenerle entretenido contándole anécdotas, la mayor parte de las cuales Rebus sospechaba que eran inventadas. El registro de visitas era un anticuado libro de contabilidad con sus respectivas columnas para la fecha, la hora, el nombre y la dirección del visitante y la persona visitada. La última estaba a su vez dividida en dos espacios para la firma del paciente y del médico. Rebus comenzó a comprobar nombres de visitantes y recorrió rápidamente con el dedo tres páginas hasta dar con el de Lee Herdman. Casi exactamente hacía un mes; así que el cálculo de Niles no era tan inexacto. Un mes antes, otra visita. Rebus lo apuntó en su bloc sin apenas poder apretar el bolígrafo. Por lo menos no volvían a Edimburgo en blanco.

Hizo una pausa para dar un sorbo a la taza desconchada con dibujo de flores y el café le supo a una de esas mezclas de oferta de supermercado con profusión de achicoria. Su padre solía comprar aquel tipo de café por ahorrar unos peniques. Una vez, cuando él era adolescente, se le ocurrió llevar a casa otro más caro, pero su padre no lo había querido.

– Está bueno el café -le dijo al vigilante, que pareció complacido.

– Ya vamos acabando -dijo Hogan, harto de contar historias.

Rebus asintió con la cabeza, pero volvió a echar un último vistazo al libro, esta vez no a la columna de visitantes sino a la de pacientes visitados.

– Viene compañía -le previno Hogan señalándole la pantalla de uno de los monitores que encuadraba a Billy y a la doctora Lesser saliendo del hospital y caminando por el jardín.

Rebus volvió a mirar el libro y vio el nombre R. Niles otra vez. R.Niles/dra. Lesser: otro visitante que no era Lee Herdman.

«¡Cómo no se nos ocurriría preguntarle!» A Rebus le entraban ganas de abofetearse.

– Larguémonos de aquí, John -dijo Hogan dejando la taza.

Pero Rebus no se movía. Le miró fijamente y él le hizo un guiño. En ese momento se abrió la puerta y la doctora irrumpió.

– ¿Quién les ha dado permiso para consultar informes confidenciales? -espetó.

– Olvidamos preguntarle si Niles había tenido otras visitas -respondió Rebus imperturbable. Señaló la página con el dedo-. Ese Douglas Brimson, ¿quién es?

– Eso a usted no le importa.

– ¿Ah, no? -replicó Rebus anotando el nombre en su bloc.

– ¿Qué hace?

Rebus cerró el bloc y lo guardó en el bolsillo dirigiendo a Hogan un gesto con la cabeza para indicarle que podían marcharse.

– Gracias de nuevo, doctora -dijo Hogan dispuesto a salir de la garita.

Ella, sin hacerle caso, miró furiosa a Rebus.

– Daré parte de esto -dijo.

Él se encogió de hombros.

– De todos modos, me suspenderán del servicio activo antes de que acabe el día. Gracias otra vez por su colaboración.

Se deslizó entre ella y la puerta y siguió a Hogan.

– Me siento mejor -dijo Billy-. Ha sido de chiripa, pero es un tanto.

– Un tanto de chiripa siempre viene bien -concedió Rebus.

Hogan se detuvo junto al Passat y buscó el mando en el bolsillo.

– ¿Douglas Brimson? -preguntó.

– Otro de los visitantes de Niles -contestó Rebus-. Vive en Turnhouse.

– ¿En Turnhouse? ¿El aeropuerto? -preguntó Hogan.

Rebus asintió.

– Pero ¿qué puede haber allí?

– ¿Aparte del aeropuerto, quieres decir? -Rebus se encogió de hombros-. Quizá valga la pena averiguarlo -añadió en el momento en que se oía el sonido sordo de la apertura centralizada del mando a distancia.

– ¿Qué es eso de que esperas que te suspendan de servicio?

– Algo tenía que decir.

– ¿Y se te ocurrió eso?

– Por Dios, Bobby, pensaba que habíamos dejado atrás a la psicóloga.

– Si hay algo que yo deba saber, John…

– No hay nada.

– He sido yo quien te ha metido en esta investigación y puedo echarte cuando quiera. No lo olvides.

– Qué bien se te da dar ánimos a la gente, Bobby -dijo Rebus cerrando la portezuela.

Iba a ser un largo viaje.

Capítulo 9

ALÉGRAME EL DÍA (C.O.D.Y.).

Siobhan volvió a mirar la nota. Era la misma caligrafía que la del día anterior, estaba segura. Era correo normal, pero había llegado en un día. La dirección de St Leonard era exacta, hasta el código postal. Esta vez no había ningún nombre, pero no hacía falta, ¿verdad? Precisamente era lo que pretendía el autor.

¿Lo de «Alégrame el día» sería una referencia a Harry el Sucio de Clint Eastwood? ¿A quién conocía que se llamara Harry? A nadie. No estaba segura de que tuviera que desentrañar el significado de C.O.D.Y., pero de pronto comprendió lo que quería decir: Come On, Die Young; [1] lo sabía porque era el título de un disco de Mogwai que había comprado no hacía mucho. Un tema sobre pandilleros grafiteros americanos o algo así. Aparte de ella, ¿a quién conocía que le gustara Mogwai? Ella le había prestado a Rebus dos cedés hacía dos meses pero, aparte de eso, nadie en la comisaría conocía sus gustos musicales. Grant Hood había ido a su piso algunas veces… y Eric Bain también. Quizá no tenía por qué significar nada, o era otra cosa menos obvia. Suponía que la mayoría de los seguidores del grupo era gente más joven que ella, adolescentes o veinteañeros. Y probablemente varones. Mogwai hacía música instrumental y mezclaba guitarras con ruidos estridentes. En aquel momento no recordaba si Rebus le había devuelto los cedés. ¿Sería uno de ellos Come On, Die Young?

Sin darse cuenta se había apartado de su mesa para acercarse a la ventana y mirar hacia St Leonard's Lane. En el DIC no quedaba nadie; habían concluido ya los interrogatorios relacionados con el caso de Port Edgar. Había que hacer las transcripciones y la recopilación, introducir todos los datos en el sistema informático y comprobar si la tecnología lograba establecer conexiones que hubieran escapado a la capacidad de los mortales.

El autor de la carta quería que le hiciera feliz. ¿A él? Volvió a examinar la escritura. Tal vez un perito pudiera determinar si era una caligrafía masculina o femenina. Sospechaba que el autor había desfigurado su modo de escribir y por eso era una letra tan garabateada. Volvió a su mesa y llamó a Ray Duff.

– Ray, soy Siobhan. ¿Puedes decirme algo?

– Buenos días, sargento Clarke. ¿No te dije que te llamaría en cuanto encontrara algo, si lo encontraba?

– O sea ¿que no has descubierto nada?

– O sea, que estoy de trabajo hasta el cuello. O sea, que no he tenido tiempo de hacer nada respecto a tu carta, por lo que sólo puedo presentarte mis disculpas y alegar que soy un simple ser humano.

– Perdona, Ray -dijo ella con un suspiro pellizcándose el puente de la nariz.

– ¿Has recibido otra?

– Sí.

– ¿Una ayer y otra hoy?

– Exacto.

– ¿Me la vas a enviar?

– Creo que me quedaré con ésta, Ray.

– Te llamaré en cuanto tenga algo.

– Ya lo sé. Perdona que te haya molestado.

– Siobhan, habla con alguien.

– Ya lo he hecho. Adiós, Ray.

Cortó la comunicación y llamó a Rebus al móvil, pero no contestaba. No se molestó en dejarle un mensaje. Dobló el papel, volvió a meterlo en el sobre y se lo guardó en el bolsillo. Tenía encima de su mesa el portátil de un adolescente muerto: su tarea de aquel día. El ordenador guardaba más de cien archivos; algunos serían programas, pero la mayoría eran documentos creados por Derek Renshaw. Ya había examinado algunos -correspondencia y deberes del colegio-, pero no había nada sobre el accidente de coche en el que había muerto su amigo. Parecía estar diseñando una fanzine de jazz. Había páginas maquetadas y fotos escaneadas, algunas bajadas de la Red. Derek tenía mucho entusiasmo, pero redactar no era su fuerte: «Miles fue un innovador, desde luego, pero luego fue más bien un cazatalentos que dio oportunidades a muchos noveles pensando en que algo se le pegaría…». Esperaba que Miles hubiera sido capaz de quitarse lo que se le había pegado, pensó Siobhan. Se sentó ante el portátil y lo contempló tratando de concentrarse. No paraba de darle vueltas en la cabeza a la palabra C.O.D.Y.; quizá fuese una pista… que conducía a alguien con ese apellido. No creía conocer a nadie que se apellidara Cody, pero por un instante tuvo la idea absurda de que Fairstone estaba vivo y que el cadáver calcinado era el de un tal Cody. Desechó aquella idea, inspiró hondo y decidió ponerse a trabajar.

Y se dio contra una pared. No podía entrar en el correo electrónico de Derek Renshaw sin la contraseña. Cogió el teléfono y llamó a South Queensferry, agradecida de que contestara la hermana en vez del padre.

– Kate, soy Siobhan Clarke.

– Sí.

– Tengo aquí el ordenador de Derek.

– Me lo ha dicho mi padre.

– El caso es que se me olvidó preguntar la contraseña.

– ¿Para qué la necesita?

– Para ver los últimos mensajes en la bandeja de entrada del correo electrónico.

– ¿Por qué?

La joven replicaba en tono exasperado, como con ganas de interrumpir la conversación.

– Porque es nuestro trabajo, Kate. -Se hizo un silencio-. ¿Kate?

– ¿Qué?

– Pensaba que me habías colgado.

– Ah… de acuerdo.

Se cortó la comunicación. Kate Renshaw acababa de colgar. Siobhan lanzó una maldición para sus adentros y decidió intentarlo más tarde o decirle a Rebus que lo hiciera él. Al fin y al cabo, era de la familia. Por otra parte, tenía la carpeta con los mensajes antiguos de Derek y para eso no necesitaba contraseña. Descubrió que el joven había guardado los mensajes de cuatro años. Esperaba que hubiera sido cuidadoso y hubiese limpiado toda la basura. Llevaba cinco minutos revisándolos y ya estaba aburrida de encontrar últimos resultados deportivos y crónicas de partidos de rugby cuando sonó el teléfono. Era Kate Renshaw.

– Lo siento mucho -dijo la voz.

– No te preocupes. No pasa nada.

– Sí que pasa. Usted sólo intentaba hacer su trabajo.

– Eso no significa que a ti tenga que gustarte. Si te digo la verdad, a mí hay veces que tampoco me gusta.

– La contraseña es Miles.

Naturalmente. No habría tardado ni cinco minutos en deducirlo.

– Gracias, Kate.

– A Derek le gustaba mucho conectarse. Al principio papá se quejaba de las facturas de teléfono.

– Supongo que Derek y tú estaríais bastante unidos, ¿no?

– Pues sí.

– No todos los chicos revelan la contraseña a su hermana.

Se oyó un resoplido, como una risita sarcástica.

– Es que la adiviné; la acerté a la tercera. El tenía que adivinar la mía y yo la suya.

– ¿Y te la adivinó?

– Estuvo varios días dándome la lata, cada poco venía con nuevas ideas.

Siobhan apoyó el codo en su propio ordenador y dejó descansar la cabeza en el puño. A lo mejor se prolongaba la conversación, porque Kate necesitaba hablar de sus recuerdos de Derek.

– ¿Teníais los mismos gustos musicales?

– Qué va. La música que a él le gustaba es ésa de mirarse el ombligo. El se pasaba horas en su cuarto, y si entrabas te lo encontraba con las piernas cruzadas en la cama y la cabeza en las nubes. Intenté llevarlo a alguna discoteca, pero me dijo que le deprimían. -Otro sonido despectivo-. Bueno, cada cual tiene sus gustos. ¿Sabe que una vez le dieron una paliza?

– ¿Dónde?

– En el centro, y creo que fue cuando empezó a no salir mucho de casa. Fueron unos chicos con quienes se tropezó a los que no les gustó su acento «pijo». Hay muchos de ésos, ¿sabe? Dicen que somos esnobs y que nuestros padres son unos ricachos de mierda que nos pagan el colegio. Lo que sucede es que ellos son de barrios pobres y casi todos acaban en el paro y ahí empieza todo.

– ¿Qué es lo que empieza?

– La agresividad. Recuerdo que en mi último curso en Port Edgar recibimos una carta «recomendándonos» no ir de uniforme por la ciudad si no íbamos en una excursión del colegio. -Lanzó un profundo suspiro-. Mis padres se privaron de todo para que nosotros pudiéramos ir a un colegio de pago y, mire por dónde, quizá fue eso el motivo de su ruptura.

– No lo creo, Kate.

– Muchas de sus peleas eran por cuestiones de dinero.

– De todos modos…

Se hizo un silencio.

– He estado buscando en internet, mirando cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– De todo… para intentar figurarme por qué lo hizo.

– ¿Te refieres a Lee Herdman?

– Hay un libro escrito por un americano; un psiquiatra o algo así. ¿Sabe cómo se titula?

– ¿Cómo?

Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. ¿Cree que es cierto?

– Tendría que leer el libro.

– Creo que lo que dice es que todos llevamos dentro el potencial de… bueno, ya sabe…

– No, de eso no sé nada -replicó Siobhan, que no había dejado de pensar en Derek Renshaw.

Lo de la paliza tampoco aparecía en los archivos del ordenador. Tenía muchos secretos.

– Kate, ¿puedo preguntarte una cosa?

– ¿Qué?

– Derek no estaba deprimido ni nada así, ¿verdad? Quiero decir que le gustaba el deporte, los partidos…

– Sí, pero cuando volvía a casa…

– ¿Prefería meterse en su cuarto? -preguntó Siobhan.

– Sí, a oír jazz y a navegar.

– ¿Tenía algunos sitios concretos preferidos?

– Entraba en un par de chats.

– ¿Sobre deportes y jazz?

– Ha dado en el clavo. -Hizo una pausa-. ¿Recuerda aquello que le dije sobre los padres de Stuart Cotter?

Stuart Cotter era la víctima del accidente de coche.

– Sí -contestó Siobhan.

– ¿Pensó usted que estaba loca? -añadió Kate en tono más suave.

– No te preocupes; lo investigaremos.

– Escuche, lo dije por decir. En realidad, no creo que los padres de Stuart fueran capaces de una cosa así.

– Comprendo, Kate. -Volvió a hacerse un largo silencio-. ¿Me has vuelto a colgar?

– No.

– ¿Quieres hablar de alguna otra cosa?

– No, usted tiene trabajo.

– Pero puedes llamar cuando quieras, Kate. En cualquier momento que tengas ganas de hablar.

– Gracias, Siobhan. Es muy amable.

– Adiós, Kate.

Siobhan cortó la comunicación y volvió a centrarse en la pantalla. Palpó con la palma de la mano el bolsillo de la chaqueta y tocó el sobre.

C.O.D.Y.

De pronto no le pareció tan importante.

Se puso a trabajar de nuevo; enchufó el portátil a una línea telefónica y utilizó la contraseña de Derek para acceder a un montón de mensajes nuevos, basura en su mayor parte o resultados deportivos. Había algunos firmados con nombres que reconoció por los antiguos archivos. Amigos de todo el mundo que compartían sus gustos y que Derek probablemente conocía únicamente a través de la red. Amigos que no sabían que él había muerto.

Enderezó la espalda y sintió crujir las vértebras. Tenía el cuello rígido y vio, al mirar el reloj, que ya pasaba de la hora del almuerzo. Aunque no tenía hambre, debía tomar algo. Lo que verdaderamente le apetecía era un espresso doble, quizá con chocolate. La combinación de azúcar y cafeína que hace que el mundo siga en marcha.

«No pienso ceder a la tentación», pensó. Iría al Cobertizo de Máquinas, donde servían comidas orgánicas e infusiones. Cogió un libro de bolsillo y el móvil del bolso, que guardó en el cajón inferior de la mesa.

Cerró con llave. Nunca se toman bastantes precauciones en una comisaría. El libro era una crítica sobre la música rock escrito por una poeta novel, y hacía tiempo que quería terminar de leerlo. Cuando ella salía del DIC entraba Hi-Ho Silvers.

– George, me voy a almorzar -dijo.

– ¿Te importa que te acompañe? -preguntó él mirando la oficina vacía.

– Lo siento, George, pero tengo una cita -dijo, mintiendo alegremente-. Además, alguien tiene que vigilar el fuerte.

Bajó la escalera y salió de la comisaría por la puerta principal para dar la vuelta hacia St Leonard's Lane. Iba mirando la pantalla del móvil por si había mensajes cuando sintió una pesada mano en el hombro y una voz profunda que graznaba: «Hola». Giró sobre sus talones, dejando caer el libro y el móvil, y agarró con fuerza una muñeca retorciéndola hacia abajo para obligar al agresor a caer de rodillas.

– ¡La puta que me…! -exclamó el hombre casi sin respiración.

Siobhan sólo le veía la parte superior de la cabeza. Pelo corto peinado con algunos mechones en punta; vestía un traje marengo y era un tipo fuerte pero no alto.

No era Martin Fairstone.

– ¿Quién es usted? -le preguntó entre dientes, sin soltarle la muñeca pegada a la espalda.

Oyó que se abrían y cerraban las portezuelas de algunos coches y vio que un hombre y una mujer se acercaban corriendo.

– Sólo quería hablar con usted. Soy periodista. Me llamo Holly… Steve Holly -farfulló el desconocido.

Siobhan le soltó y Holly se sujetó el brazo dolorido mientras se levantaba.

– ¿Qué sucede? -preguntó la mujer.

Siobhan vio que era Whiteread, la investigadora del Ejército, acompañada de Simms, quien le sonreía complacido por su rapidez de reflejos.

– Nada -respondió ella.

– Pues no lo parece -replicó Whiteread mirando fijamente a Steve Holly.

– Es periodista -añadió Siobhan.

– De haberlo sabido, habríamos tardado un poco más en intervenir -comentó Simms.

– Gracias -musitó Holly restregándose el codo y mirando a Whiteread y a Simms-. A ustedes les conozco; les he visto antes, delante del piso de Lee Herdman, si no me equivoco. Creía que conocía a todos los polis de St Leonard -añadió irguiéndose y tendiendo una mano a Simms, tomándole por el superior-. Me llamo Steve Holly.

Simms miró a Whiteread y Holly, dándose cuenta de su error, desplazó rápidamente la mano hacia la mujer y repitió su nombre, pero Whiteread no le hizo el menor caso.

– ¿Trata siempre al cuarto poder de esta manera, sargento Clarke? -preguntó.

– A veces les hago una llave de cabeza.

– Muy buena idea, la versatilidad en el ataque -concedió Whiteread.

– Así se desconcierta al enemigo -añadió Simms.

– Me da la impresión de que se están cachondeando -dijo Holly.

Siobhan se agachó a recoger el libro y el móvil, y miró si se había roto.

– ¿Qué es lo que quería? -preguntó al periodista.

– Hacerle un par de preguntas.

– ¿Sobre qué, exactamente?

– ¿Seguro que no desea hablar en privado, sargento Clarke? – añadió mirando a la pareja de la policía militar.

– En cualquier caso, no tengo nada que decirle -añadió Siobhan.

– ¿Cómo lo sabe antes de escucharme?

– Porque sé que va a preguntarme algo sobre Martin Fairstone.

– Ah, vaya -dijo Holly enarcando una ceja-. Bueno, tal vez fuese mi primera intención, pero ahora también me intriga por qué está tan nerviosa y por qué no quiere hablar de Fairstone.

«Estoy nerviosa por culpa de Fairstone», sintió ganas de gritar Siobhan, pero lo que hizo fue lanzar un bufido para cortar la conversación. Ya no podía ir al Cobertizo de Máquinas porque Holly iría tras ella y se sentaría a su mesa.

– Me vuelvo a la comisaría -dijo.

– Vigile que nadie le ponga la mano en el hombro -comentó Holly-. Y presente mis excusas al inspector Rebus.

Siobhan no pensaba morder el anzuelo. Se dirigió a la puerta y se encontró con Whiteread bloqueándole el paso.

– ¿Podemos hablar?

– Es mi hora del almuerzo.

– No me importaría comer algo a mí también -dijo Whiteread mirando a su compañero, que asintió con la cabeza.

Siobhan suspiró.

– Muy buen, pasen -dijo empujando la puerta giratoria, seguida por la mujer.

Simms se detuvo un instante para dirigirse al periodista.

– ¿Trabaja en un periódico? -preguntó. Holly asintió con la cabeza y Simms sonrió-. Una vez maté a un hombre con un periódico – añadió antes de cruzar la puerta de St Leonard.


* * *

No quedaba mucho que comer en la cantina. Whiteread y Siobhan pidieron sendos sándwiches y Simms un plato de patatas fritas y judías.

– ¿Qué quiso decir ese periodista de Rebus? -preguntó Whiteread removiendo el azúcar del té.

– No tiene importancia -contestó Siobhan.

– ¿Lo dice de verdad?

– Escuche…

– No somos el enemigo, Siobhan. Me consta que lo más probable es que no le inspiren confianza sus propios compañeros de otras comisarías, y menos unos desconocidos como nosotros. Pero estamos en el mismo bando.

– No tengo ningún problema con eso; pero lo que acaba de pasar no tiene nada que ver con Port Edgar, Lee Herdman ni las SAS.

Whiteread la miró, luego se encogió de hombros aceptando la explicación.

– Bien, ¿de qué quería hablar? -añadió Siobhan.

– En realidad, era con el inspector Rebus con quien queríamos hablar.

– Rebus no está aquí.

– Eso nos dijeron en South Queensberry.

– ¿Y así y todo han venido?

Whiteread miró minuciosamente el contenido del bocadillo.

– Es evidente.

– ¿Él no estaba… pero sabían que yo sí?

Whiteread sonrió.

– Rebus intentó ingresar en las SAS pero no aprobó.

– Si usted lo dice…

– ¿Alguna vez le ha contado lo que sucedió?

Siobhan optó por no responder, y no tener que admitir que Rebus no le había contado aquel episodio de su vida. Whiteread interpretó su silencio como una respuesta afirmativa.

– Se rajó, abandonó el Ejército con una depresión nerviosa y estuvo viviendo un tiempo en una playa al norte de Escocia.

– En Fife -añadió Simms con la boca llena de patatas fritas.

– ¿Cómo saben todo esto? Se supone que sobre quien tienen que indagar es sobre Herdman.

Whiteread asintió con la cabeza.

– Ya, pero sucede que a Herdman no lo teníamos en el punto de mira.

– ¿En el punto de mira?

– Como psicópata en potencia -dijo Simms.

Whiteread le miró furiosa y él deglutió el bocado y siguió comiendo.

– Psicópata no es el término exacto -dijo ella corrigiéndole tras una breve pausa.

– ¿Y a John sí le tenían en el punto de mira? -inquirió Siobhan.

– Sí -respondió Whiteread-. La crisis nerviosa y después, al ingresar en la Policía, su nombre aparecía muchas veces en los periódicos.

«Y ahora volverá a aparecer», pensó Siobhan.

– Sigo sin entender qué tiene esto que ver con la investigación – dijo procurando parecer tranquila.

– Pensamos que quizás el inspector Rebus ve el caso desde cierta perspectiva que puede sernos útil -añadió Whiteread-. No cabe duda de que el inspector Hogan, por ejemplo, piensa igual. Ha pedido a Rebus que vaya con él a Carbrae, ¿no es cierto?, a ver a Robert Niles.

– Otro fallo espectacular del Ejército -añadió Siobhan sin poder contenerse.

Whiteread encajó el comentario, dejó el bocadillo empezado en el plato y cogió la taza de té. El móvil de Siobhan sonó. Miró la pantalla. Era Rebus.

– Perdonen -dijo levantándose y alejándose hasta la máquina de refrescos-. ¿Qué tal te ha ido? -preguntó arrimando el micrófono a la mejilla.

– Tenemos un nombre. ¿Podrías comprobarlo en los archivos?

– A ver, dime.

– Brimson -contestó Rebus deletreándolo-. Nombre de pila Douglas. Dirección, Turnhouse.

– ¿El aeropuerto?

– Eso parece. Brimson hacía visitas a Niles.

– Y no vive lejos de South Queensferry, así que podría ser que conociera a Lee Herdman -dijo Siobhan mirando en dirección a la mesa donde charlaban Whiteread y Simms-. Están aquí tus amigos del Ejército -comentó-. ¿Quieres que les dé el nombre de Brimson por si también es un antiguo militar?

– No, por Dios. ¿Te están oyendo?

– Estoy en la cantina almorzando con ellos. No te preocupes, no nos oyen.

– ¿Qué hacen allí?

– Whiteread está comiendo un bocadillo y Simms engullendo un plato de patatas fritas con judías. -Hizo una pausa-. Pero a quien están friendo de verdad es a mí.

– ¿Tengo que reírme?

– Perdona. Un intento malo. ¿Has hablado ya con Templer?

– No. ¿De qué humor está?

– He conseguido no verla en toda la mañana.

– Seguramente habrá hablado con los patólogos antes de echarme al aceite hirviendo.

– ¿Quién hace ahora chistes de mal gusto?

– Ojalá fuese un chiste.

– ¿Cuándo vuelves?

– Hoy, no. No puedo; Bobby quiere hablar con el juez.

– ¿Por qué?

– Para aclarar un par de puntos.

– ¿Y eso te llevará el resto del día?

– Tú tienes ahí trabajo de sobra sin mí. Mientras tanto, no le digas nada a la Horrible Pareja.

Siobhan miró a la Horrible Pareja. Habían dejado de hablar para terminar de comer. Los dos la miraron.

– También ha estado fisgando Steve Holly -dijo Siobhan.

– Supongo que le diste una patada en los huevos y le echaste.

– Pues… poco faltó.

– Volveremos a hablar más tarde.

– Aquí estaré.

– ¿No has encontrado nada en el ordenador?

– De momento nada.

– Insiste.

Oyó una serie de armoniosos pitidos y comprendió que Rebus había colgado. Volvió a la mesa esbozando una sonrisa.

– Tengo que irme -dijo.

– Podemos llevarla -dijo Whiteread.

– Quiero decir que tengo que volver arriba.

– ¿Han terminado ya en South Queensferry? -preguntó la investigadora militar.

– Nos quedan cosas que acabar.

– ¿Cosas?

– Detalles previos a los hechos.

– Papeleo, ¿verdad? -terció Simms comprensivo; pero la expresión de Whiteread daba a entender que no se lo creía.

– Les acompaño hasta la salida -añadió Siobhan.

– Hace tiempo que siento curiosidad por ver las oficinas de un DIC… -insinuó Whiteread.

– Se las enseñaré en otra ocasión cuando no estemos tan agobiados de trabajo -replicó Siobhan.

Whiteread no tuvo más remedio que aceptar la negativa, pero Siobhan vio que probablemente le gustaba menos que un concierto de Mogwai.

Capítulo 10

Lord Jarvies era un hombre de casi sesenta años. Durante el viaje de vuelta a Edimburgo, Bobby Hogan puso a Rebus al día de los datos de la familia: divorciado de su primera mujer, se había vuelto a casar. Anthony era el hijo único del segundo matrimonio. Vivían en Murrayfield.

– Por allí hay muchos buenos colegios -comentó Rebus pensando en la distancia entre Murrayfield y South Queensferry.

Pero Orlando Jarvies era antiguo alumno de Port Edgar, y de joven incluso había jugado en el equipo de rugby de ex alumnos del colegio.

– ¿De qué jugaba? -preguntó Rebus.

– John, lo que yo sé de rugby cabe en un papel de fumar -contestó Hogan.

Hogan esperaba encontrar al juez en su casa, abatido y de luto. Sin embargo, tras un par de llamadas, supo que Jarvies había vuelto a sus obligaciones, de modo que podrían encontrarle en el juzgado de Chambers Street enfrente del museo donde trabajaba Jean Burchill. Rebus pensó en llamarla -era una buena ocasión para tomar un café juntos-, pero desechó la idea. Vería los guantes. Mejor esperar a tener las manos curadas. Aún sentía el apretón de Robert Niles.

– ¿Has declarado alguna vez ante Jarvies? -preguntó Hogan mientras aparcaba sobre la línea amarilla frente al edificio del antiguo ambulatorio dental de Edimburgo, transformado ahora en bar discoteca.

– Una cuantas. ¿Y tú?

– Un par de veces.

– ¿Le has dado algún motivo para que se acuerde de ti?

– Ahora lo veremos -dijo Hogan colocando por dentro del parabrisas la cartulina de SERVICIO DE POLICÍA.

– ¿No crees que sería más barato arriesgarnos a una multa?

– ¿Por qué?

– Reflexiona, Bobby.

Hogan frunció el ceño pero asintió con la cabeza. No todos los que salieran del juzgado tendrían razones para adorar a la policía. El importe de una multa eran treinta libras, y siempre podía anularse con un poco de mano izquierda, mientras que una ralladura resultaría mucho más cara. Quitó la tarjeta.

El juzgado era un edificio moderno, pero comenzaba a acusar el tránsito de sus visitantes por los escupitajos secos en los cristales de las ventanas y las pintadas en las paredes. El juez estaba en el vestidor y allí condujeron a Hogan y Rebus. El bedel les obsequió con una leve reverencia antes de retirarse.

Jarvies acababa de quitarse la toga y vestía un traje de raya diplomática con reloj de cadena incluido. Lucía una corbata color burdeos de nudo perfecto y sus gruesos zapatos de cuero negro relucían como espejos. Tenía un rostro también reluciente, con visibles venillas rojas en ambas mejillas. Vieron en una mesa larga indumentaria de otros jueces: togas, cuellos blancos y pelucas grises, cada una de las prendas con el nombre de su propietario.

– Siéntense si encuentran silla -dijo Jarvies-. Les atendré aquí mismo -añadió alzando la vista, con la boca caída y levemente abierta, gesto habitual cuando presidía el tribunal.

La primera vez que Rebus declaró ante Jarvies le había desconcertado aquel gesto peculiar y había pensado que el magistrado estaba constantemente a punto de interrumpirle.

– Me veo obligado a recibirles aquí porque tengo otra cita -añadió el juez.

– Muy bien, señor -dijo Hogan.

– La verdad es -añadió Rebus- que con lo que ha sucedido nos sorprende verle aquí.

– No hay que dejar a esa canalla que nos venza, ¿verdad? -replicó el juez como si fuera una frase habitual en su boca-. Bien, ¿en qué puedo servirles?

Rebus y Hogan cruzaron una mirada como si les pareciera insólito que aquel hombre acabara de perder a su hijo.

– Se trata de Lee Herdman -dijo Hogan-. Parece ser que era un amigo de Robert Niles.

– ¿Niles? -repitió el juez alzando la vista-. Ah, sí, lo recuerdo… el que apuñaló a su esposa, ¿no es así?

– Le cortó el cuello -precisó Rebus-. Fue a la cárcel, pero ahora está en Carbrae.

– Lo que deseamos saber -prosiguió Hogan- es si alguna vez tuvo usted motivos para temer represalias.

Jarvies se levantó despacio, sacó el reloj del bolsillo y lo abrió para mirar la hora.

– Creo que lo entiendo -dijo-. Buscan un móvil. ¿No es suficiente el hecho de que Herdman sufriese un desequilibrio mental?

– Tal vez ésa sea nuestra conclusión definitiva -respondió Hogan.

El juez se miró en el espejo de cuerpo entero que había en el cuarto. Rebus notó un leve aroma que al fin identificó. Olía a tienda de ropa para caballero, un tipo de establecimientos que él conocía porque de niño había acompañado a su padre cuando iba a tomarse medidas para algún traje. Jarvies se colocó un solo cabello desplazado. Aparte de las sienes canosas, tenía el resto del pelo color castaño; tal vez demasiado castaño, pensó Rebus sospechando que se lo teñía. No parecía que el juez hubiera cambiado su peinado con raya a la izquierda perfectamente marcada desde sus tiempos de colegial.

– Señor, ¿y Robert Niles…? -insistió Hogan.

– Nunca he recibido amenazas relacionadas con él, inspector Hogan. Ni había oído el nombre de Herdman hasta después de los hechos -dijo volviendo la cabeza y apartando la mirada del espejo-. ¿Es lo que querían saber?

– Sí, señor.

– Si Herdman se proponía matar a Anthony, ¿por qué disparar contra los otros? ¿Y por qué esperar tanto tiempo después de la sentencia?

– Sí, señor.

– No siempre existe un móvil…

De pronto sonó el móvil de Rebus, fuera de lugar, una distracción moderna. Sonrió, se disculpó y salió al pasillo alfombrado de rojo.

– Rebus -dijo.

– Acabo de tener dos reuniones muy interesantes -dijo Templer tratando de contener su genio.

– ¿Ah, sí?

– El examen forense que ha llevado a cabo la Científica en la cocina de Fairstone muestra que probablemente fue atado y amordazado. Eso lo convierte en un asesinato.

– O en que alguien intentó darle un buen susto.

– No parece sorprenderte.

– Últimamente pocas cosas me sorprenden.

– Ya lo sabías, ¿verdad? -Rebus guardó silencio; no era cuestión de causarle problemas al doctor Curt-. Bien, supongo que te imaginas perfectamente con quién ha sido la segunda entrevista.

– Con Carswell -dijo Rebus.

Colin Carswell era el subdirector de la Policía.

– Exacto.

– Y debo considerarme suspendido de servicio activo y pendiente de investigación.

– Así es.

– Muy bien. ¿Es todo lo que tenías que decirme?

– Tienes que presentarte en Jefatura para una entrevista preliminar.

– ¿Con los de Expedientes?

– Algo así, incluso podría tomar cartas en el asunto la UDP.

La Unidad de Deontología Profesional.

– Ya, el brazo paramilitar de Expedientes.

– John… -oyó que decía ella con un tono mezcla de advertencia y exasperación.

– Estoy deseando hablar con ellos -replicó Rebus cortando la llamada.

Hogan salió del vestidor, después de dar las gracias al juez por su tiempo. Tras cerrar la puerta, dijo en voz baja:

– Parece que lo lleva bien.

– Más bien se lo guarda, diría yo -dijo Rebus ajustando el paso con Hogan-. Por cierto, tengo noticias.

– ¿Qué?

– Me han suspendido de servicio activo. Y me apostaría a que Carswell está en estos momentos tratando de localizarte para decírtelo.

Hogan se detuvo y se volvió hacia Rebus.

– Tal como predijiste tú en Carbrae.

– Fui a la casa de un tipo. Esa misma noche murió en un incendio. -Hogan bajó la vista hacia los guantes de Rebus-. No tiene nada que ver con esto, Bobby. Es pura coincidencia.

– Entonces, ¿qué problema hay?

– Ese fulano acosaba a Siobhan.

– ¿Y?

– Y por lo visto lo ataron a una silla antes de declararse el incendio.

Hogan infló los carrillos.

– ¿Hay testigos?

– Según parece, me vieron entrar en la casa con él.

El móvil de Hogan sonó con una sintonía distinta a la del de Rebus y, al mirar la pantalla con el número de quien llamaba, torció el gesto.

– ¿Es Carswell? -preguntó Rebus.

– Jefatura.

– Entonces es él seguro.

Hogan asintió con la cabeza y guardó el teléfono en el bolsillo.

– No sirve de nada dar largas al asunto -comentó Rebus.

Pero Bobby Hogan negó con la cabeza.

– Sirve, y mucho, John. Además, seguramente te apartarán del caso, pero Port Edgar no es realmente un caso normal, ¿no? Nadie va a comparecer ante los tribunales. Sólo son pesquisas oficiales.

– Sí, claro -replicó Rebus con una sonrisa irónica.

Hogan le dio unas palmadas en el brazo.

– No te preocupes, John. El tío Bobby cuida de ti…

– Gracias, tío Bobby -dijo Rebus.

– … mientras la mierda no empiece a salpicar.


* * *

Cuando Gill Templer volvió a St Leonard, Siobhan ya había localizado a Douglas Brimson. No le costó mucho porque Brimson figuraba en el listín telefónico con dos direcciones y dos números de teléfono, el de su casa y el del negocio. Templer cruzó el pasillo y entró en su despacho cerrando de un portazo. George Silvers levantó la vista de la mesa.

– Parece que ha desenterrado el hacha de guerra -comentó Silvers guardándose el bolígrafo y preparándose para escaquearse.

Siobhan había intentado hablar con Rebus, pero su teléfono comunicaba. Seguramente guardándose del tomahawk de la jefa.

Después de que Silvers se fuera, Siobhan se vio sola en el DIC. El inspector jefe Pryde estaba allí, en algún sitio, igual que el agente Hynds. Los dos habían logrado volverse invisibles. Miró la pantalla del portátil de Derek Renshaw, más que harta de revisar sus inofensivos documentos.

Estaba convencida de que Derek era un buen chico, pero también aburrido. Una persona que conocía de antemano su futuro: tres o cuatro años en la universidad estudiando Económicas e Informática, y luego un empleo en una oficina, quizá de contable. Un sueldo que le permitiera comprarse un ático con vistas al mar, un coche rápido y el mejor aparato de música del mercado.

Aquel futuro se había congelado, reducido a meras palabras en una pantalla y retazos de recuerdos. Se estremeció al pensarlo. Cómo cambia todo en un instante… Se tapó la cara con las manos y se restregó los ojos pensando sólo en una cosa: no quería estar allí cuando Gill Templer hiciera su aparición detrás de aquella puerta. Algo en su interior le decía que ésta plantaría cara a la jefa, e incluso iría más allá. No estaba dispuesta a hacer de chivo expiatorio. Miró el teléfono y el bloc con los datos sobre Brimson. Decidida, cerró el portátil, lo guardó en el bolso y cogió el móvil y el bloc.

Fue a pie.

Un único desvío, una parada rápida en casa, donde encontró el cede Come On Die Young. Lo puso al subir al coche y lo escuchó con atención por si encontraba alguna pista. No está fácil, porque en su mayor parte era instrumental.

La casa de Brimson resultó ser un chalet moderno en una carretera estrecha que discurría entre el aeropuerto y el antiguo hospital de Gogarburn. Al bajar del coche oyó a lo lejos los golpes de los trabajos de demolición: estaba derribando el hospital. Por lo que sabía, el solar lo había adquirido un banco para construir en él su nueva sede. El chalet estaba detrás de un seto alto con una verja de hierro pintada de verde. Empujó la puerta y cruzó un sendero de grava rosada que crujió bajo sus pasos. Tocó el timbre y miró por las ventanas de uno y otro lado. La primera daba al cuarto de estar y la otra, a un dormitorio. La cama estaba hecha, y no parecía que se usara mucho el cuarto de estar. En un sofá azul había revistas con fotos de aeroplanos en la portada. El jardín delantero estaba casi todo enlosado, con excepción de un par de parterres con rosales que aún no habían florecido. Un sendero unía la casa con el garaje. Había otra puerta que se abrió cuando giró la manilla y que daba paso al jardín de atrás. Era una gran parcela de césped inclinada al fondo de la cual se extendían unos cuantos acres de tierras de labranza. El invernadero de estructura de madera debía de ser un añadido más reciente. La puerta estaba cerrada con llave. Miró por otras ventanas y vio la cocina, blanca y espaciosa, y otro dormitorio. No había indicios de vida familiar, juguetes en el jardín ni nada que indicara la mano de una mujer. De todos modos, estaba todo impecable. Al volver por el sendero reparó en otra ventana en la parte de atrás del garaje. Dentro vio un Jaguar deportivo. Pero decididamente su dueño no estaba en casa.

Volvió a su coche, fue al aeropuerto y se detuvo en la terminal. Un agente de seguridad le indicó que no podía dejar allí el coche, pero la dejó pasar al ver su identificación de policía. El edificio estaba lleno de viajeros, había largas colas al parecer de viajes concertados para algún destino con playa, y gente vestida con traje con maletas rodando hacia la escalera mecánica. Siobhan miró los indicadores, vio el letrero de Información y se acercó al mostrador. Preguntó por el señor Brimson. La empleada tecleó con celeridad en el ordenador y tras mirar la pantalla negó reiteradamente con la cabeza.

– Ese nombre no figura -dijo.

Siobhan se lo deletreó y la mujer volvió a teclearlo. Acto seguido hizo una llamada telefónica y lo deletreó a su vez: B-r-i-m-s-o-n, y con una mueca de desconcierto volvió a negar con la cabeza.

– ¿Seguro que trabaja aquí? -preguntó.

Siobhan le mostró la dirección copiada del listín telefónico y la mujer sonrió.

– Ahí dice «aeródromo»; no el aeropuerto, cariño -dijo, y a continuación le explicó cómo llegar allí.

Siobhan dio las gracias ruborizada por su error. El aeródromo era una pista anexa a la del aeropuerto y se llegaba a él bordeando la mitad de su perímetro. En el aeródromo había avionetas y, según el cartel de la puerta, una escuela de vuelo. En el letrero se indicaba el número de teléfono, el que ella había copiado del listín. La gran puerta de hierro estaba cerrada con un candado, pero había un teléfono antiguo de comunicación interna en un cajetín de madera sobre un poste. Siobhan lo descolgó y oyó sonar el timbre de llamada.

– ¿Diga? -contestó una voz de hombre.

– Busco al señor Brimson.

– Pues aquí lo tiene, encanto. ¿Qué desea?

– Señor Brimson, soy la sargento Clarke de la policía de Lothian and Borders. ¿Podría hablar un momento con usted?

Se hizo un breve silencio.

– Un momento, iré a abrirle la puerta.

Iba a dar las gracias, pero él había cortado. Desde la puerta se veían hangares y un par de aeroplanos, uno con una sola hélice en el morro y el otro con dos en el extremo de las alas; ambos parecían biplazas. Había también dos edificios de poca altura prefabricados, y vio que de uno de ellos salía un hombre que subió de un salto a un viejo Land Rover descubierto. Un avión que aterrizaba en el aeropuerto cubrió con su estruendo el ruido del motor del Land Rover, que arrancó bruscamente y recorrió a toda velocidad los cien metros que le separaban de la verja. El hombre se bajó de un brinco y Siobhan vio que era alto, musculoso y de tez bronceada -probablemente tendría poco más de cincuenta años-, y una sonrisa a guisa de presentación cruzó su rostro surcado de arrugas. Llevaba una camisa de manga corta de color verde oliva, del mismo color que el Land Rover, que dejaba ver sus brazos velludos y canosos, como su abundante pelo, que posiblemente había sido rubio en su juventud. Llevaba la camisa metida dentro de los pantalones grises de loneta, y dejaba ver una panza incipiente.

– Tengo que tener cerrado -dijo sacando un manojo de llaves que acompañaban a la de contacto del Land Rover- por motivos de seguridad.

Siobhan asintió con la cabeza. Encontraba algo inmediatamente agradable en aquel hombre. Quizá la sensación de energía y seguridad que infundía o la manera de balancear los hombros caminando hacia la puerta. Y esa escueta y cautivadora sonrisa.

Pero en el momento de abrirle la puerta Siobhan advirtió que su expresión se había vuelto más seria.

– Imagino que será Lee el motivo de su visita -dijo con gravedad-. Tenía que suceder tarde o temprano. Puede aparcar delante de la oficina -añadió indicándoselo con un gesto-. Enseguida estoy con usted.

Al pasar junto a él en el coche, Siobhan no pudo evitar preguntarse por qué había dicho aquello: «Tenía que suceder tarde o temprano».

Sentada ya frente a él en la oficina, se lo preguntó.

– Me refiero a que supuse que querrían hablar conmigo.

– ¿Por qué?

– Porque imaginé que querrían averiguar por qué hizo eso.

– ¿Y?

– Y hablarían con sus amigos para ver si podían ayudarles.

– ¿Era usted amigo de Lee Herdman?

– Sí -contestó frunciendo el ceño-. ¿No está aquí por esa visita?

– De un modo indirecto, sí. Hemos averiguado que usted y el señor Herdman acudían a Carbrae.

Brimson asintió despacio con la cabeza.

– Muy inteligente -comentó.

Sonó el clic del hervidor al alcanzar el punto de ebullición y Brimson se levantó ágilmente de la silla, sirvió agua en dos tazas con café de sobre y le tendió una a Siobhan. Era una oficina pequeña en la que no cabían más que la mesa y dos sillas, comunicada con una antesala con algunas sillas más y un par de archivadores. Adornaban las paredes unos carteles de diversos tipos de avión.

– ¿Es usted instructor de vuelo, señor Brimson? -preguntó Siobhan al coger la taza.

– Por favor, llámeme Doug -replicó Brimson sentándose.

En la ventana a sus espaldas surgió una figura que golpeó los cristales con los nudillos. Brimson se volvió, saludó con la mano y el recién llegado devolvió el saludo.

– Es Charlie, que va a dar una vuelta-dijo Brimson-. Trabaja en un banco y dice que me cambiaría a gusto su profesión para poder estar más tiempo en el aire.

– ¿Los aviones, los alquila usted?

Brimson tardó un instante en entender la pregunta.

– No, no -dijo finalmente-. Charlie vuela con su propio avión, pero lo tiene en el aeródromo.

– Pero el aeródromo es suyo.

Brimson asintió con la cabeza.

– Bueno, la pista me la alquila el aeropuerto. Pero sí, todo esto es mío -añadió abriendo los brazos y sonriendo de nuevo.

– ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a Lee Herdman?

Brimson bajó los brazos y dejó de sonreír.

– Bastantes años.

– ¿Puede ser más preciso?

– Casi desde que vino a vivir aquí.

– ¿Unos seis años, entonces?

– Si usted lo dice. -Hizo una pausa-. Perdone, he olvidado su nombre.

– Sargento Clarke. ¿Eran amigos íntimos?

– ¿Íntimos? -repitió Brimson encogiéndose de hombros-. Lee no establecía realmente «intimidad» con nadie. Quiero decir, sí, éramos amigos y nos veíamos, etcétera.

– ¿Pero?

Brimson frunció el ceño, pensativo.

– Yo nunca llegué a saber qué es lo que tenía aquí -añadió tocándose la cabeza con el índice.

– ¿Qué pensó cuando se enteró de los hechos?

Brimson se encogió de hombros.

– No me lo podía creer.

– ¿Sabía que Herdman tenía una pistola?

– No.

– Sin embargo, le gustaban las armas.

– Es cierto… pero a mí nunca me enseñó ninguna.

– ¿Nunca hablaron de armas?

– Nunca.

– ¿De qué hablaban?

– De aviones, de barcos, del Ejército… Yo serví siete años en la RAF.

– ¿De piloto?

Brimson negó con la cabeza.

– En aquella época casi no volaba. Era el especialista en electricidad, mantenía los aparatos en el aire. ¿Ha volado alguna vez? -añadió inclinándose sobre la mesa.

– Sólo en vacaciones.

Brimson esbozó una sonrisa.

– Me refiero a volar en un aparato como el de Charlie -dijo señalando con el pulgar hacia la ventana, a través de la cual se veía una avioneta rodando por la pista.

– Bastante tengo con el coche.

– Un avión es más fácil, créame.

– Ah, entonces, ¿todas esas esferas y palancas son para impresionar?

Brimson se echó a reír.

– Podríamos volar ahora mismo, ¿qué le parece?

– Señor Brimson…

– Doug.

– Señor Brimson, en este momento no tengo tiempo para clases de vuelo.

– ¿Y mañana?

– Lo pensaré -respondió Siobhan sin poder contener una sonrisa al pensar que volando a mil pies sobre Edimburgo estaría a salvo de Gill Templer.

– Le encantará, se lo prometo.

– Ya veremos.

– Pero estará fuera de servicio, ¿no? Es decir, que podrá permitirse llamarme Doug. -Aguardó a que ella asintiera con la cabeza-. ¿Y cómo me permitiré llamarla yo, sargento Clarke?

– Siobhan.

– ¿Es un nombre irlandés?

– Gaélico.

– Su acento no…

– No he venido aquí para hablar de mi acento.

Brimson levantó las manos en gesto de conciliación.

– ¿Por qué no se presentó usted? -preguntó ella, pero Brimson no pareció entenderlo-. Después del suceso hubo amigos del señor Herdman que nos llamaron por si queríamos hablar con ellos.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Por un sinfín de razones.

Brimson reflexionó un instante.

– Yo no lo consideré necesario, Siobhan -dijo.

– Dejemos los nombres de pila de momento, ¿de acuerdo?

Él inclinó la cabeza hacia un lado a modo de disculpa. En ese momento se oyeron de repente ruidos de parásitos y voces transistorizadas.

– La torre de control -dijo él agachándose para bajar el volumen de la radio-. Es Charlie pidiendo un hueco. -Consultó el reloj-. A esta hora no habrá problema.

Siobhan oyó una voz que advertía al piloto que fuera con cuidado con un helicóptero que sobrevolaba el centro de la ciudad.

– Roger, control.

Brimson bajó aún más el volumen.

– Me gustaría volver en otro momento con un colega para que hable con usted -dijo Siobhan-. ¿Le parece bien?

Brimson se encogió de hombros.

– Ya ve lo poco ocupado que estoy. Sólo hay movimiento los fines de semana.

– Ojalá pudiera yo decir lo mismo.

– No me diga que no está ocupada los fines de semana. Una mujer guapa como usted…

– Me refería…

Él se echó a reír de nuevo.

– Lo decía en broma. Aunque veo que no lleva alianza -añadió señalando con la cabeza la mano izquierda de ella-. ¿Cree que yo estaría a la altura del DIC?

– Yo también me he fijado en que no lleva usted anillo.

– Soy soltero y sin compromiso. Mis amigos dicen que es porque tengo la cabeza en las nubes y allí no hay muchos bares para solteros -añadió señalando hacia arriba.

Siobhan sonrió y se dio cuenta de que estaba disfrutando de la conversación. Mala señal. Sabía que tenía que hacerle ciertas preguntas pero no acababa de centrarse.

– Entonces, hasta mañana quizá -dijo levantándose.

– ¿Para su primera lección de vuelo?

– Para que hable con mi colega -replicó ella negando con la cabeza.

– Pero ¿vendrá usted también?

– Si puedo.

Brimson pareció conforme y dio la vuelta a la mesa con la mano tendida.

– Encantado de conocerla, Siobhan.

– Encantada, señor… -titubeó al ver que él levantaba un dedo-. Encantada, Doug.

– La acompaño -añadió él.

– No hace falta -replicó ella abriendo la puerta y deseando que entre ambos hubiera un poco más de distancia de la que él dejaba.

– ¿En serio? Ah, entonces se le da bien abrir candados, ¿eh?

– Bastante bien -replicó ella recordando el de la puerta y siguiendo a Doug Brimson en el momento en que el aparato de Charlie llegaba al final de la pista y sus ruedas se despegaban del suelo.


* * *

– ¿Te ha localizado ya Gill? -preguntó Siobhan por el móvil en el camino de vuelta a Edimburgo.

– Positivo -contestó Rebus-. Pero no me he escondido.

– Vale, ¿y en qué ha quedado la cosa?

– Estoy suspendido de servicio activo, pero Bobby no lo ve así. Quiere que continúe ayudándole.

– Lo que significa que sigues necesitándome, ¿no?

– Creo que ya puedo conducir si no hay más remedio.

– Pero no tienes por qué…

Rebus se echó a reír.

– Lo decía en broma, Siobhan. Sigue de chófer, si quieres.

– Estupendo, porque acabo de localizar a Brimson.

– Estoy impresionado. ¿Quién es?

– Tiene una escuela de vuelo en Turnhouse. -Hizo una pausa-. Fui a verle. Sí, ya sé que habría debido decírtelo, pero tu teléfono comunicaba.

– Ha ido a ver a Brimson -oyó que Rebus le decía a Hogan, que musitó algo en respuesta-. Bobby dice que habrías debido pedir permiso antes -añadió Rebus para Siobhan.

– ¿Son exactamente ésas sus palabras?

– En realidad, ha puesto los ojos en blanco y ha proferido ciertas palabrotas. He preferido darte mi versión.

– Gracias por no ofender mi candidez de doncella.

– Bueno, ¿qué le has sacado?

– Que era amigo de Herdman porque tienen un pasado en común, el Ejército y la RAF.

– ¿Y de qué conoce a Robert Niles?

Siobhan se mordió el labio inferior.

– Se me olvidó preguntárselo, pero dije que volveríamos.

– Sí, claro, habrá que volver. ¿Qué te ha dicho en concreto?

– Que no sabía que Herdman tuviera armas ni se imagina por qué hizo eso en el colegio. ¿Y qué tal la visita a Niles?

– No ha servido para nada.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Nos veremos en Port Edgar. Tenemos que hablar largo y tendido con la señorita Teri. -Se hizo un silencio y Siobhan creyó que había perdido la cobertura, pero oyó que Rebus añadía-: ¿Hay algún mensaje más de nuestro amigo?

Se refería a las cartas, pero en presencia de Hogan no quería ser específico.

– Esta mañana me ha llegado otro.

– ¿Ah, sí?

– Muy parecido al primero.

– ¿Lo has enviado a Howdenhall?

– No lo he creído necesario.

– Bien. Quiero echarle un vistazo cuando nos veamos. ¿Cuánto tardarás?

– Quince minutos. ¿Apuestas algo?

– Cinco libras a que llegamos antes.

– Hecho -dijo Siobhan pisando el acelerador.

Unos instantes después se percató de que no sabía desde dónde hablaba Rebus.

Y tal como se imaginaba, se lo encontró esperándola en el aparcamiento del colegio Port Edgar recostado en el Passat de Hogan con los brazos cruzados.

– Has hecho trampa -dijo bajándose del coche.

– Tienes que ser cauta. Me debes cinco libras.

– Ni hablar.

– Aceptaste la apuesta, Siobhan. Una dama siempre paga.

Ella negó con la cabeza y metió la mano en el bolsillo.

– Por cierto, aquí está la carta -añadió sacando el sobre.

Rebus tendió la mano-. Pero leerla cuesta cinco libras.

Él la miró.

– ¿Por el privilegio de darte mi opinión de experto? -preguntó con el brazo estirado sin que ella le entregara el sobre-. De acuerdo, trato hecho -añadió al fin vencido por la curiosidad.

La leyó varias veces en el coche mientras ella conducía.

– Cinco libras tiradas -dijo al fin-. ¿Quién es Cody?

– Creo que significa Come On, Die Young, una canción sobre pandilleros americanos.

– ¿Cómo lo sabes?

– Está en un disco de Mogwai. Te presté dos.

– Puede ser un nombre. Buffalo Bill, por ejemplo.

– ¿Qué relación existe?

– No lo sé -contestó Rebus doblando la nota, examinando los pliegues y mirando dentro del sobre.

– Vaya Sherlock Holmes que estás hecho -comentó Siobhan.

– ¿Qué más quieres que haga?

– Admitir tu derrota -replicó ella tendiendo la mano.

Rebus metió la nota en el sobre y se lo devolvió.

– Alégrame el día… ¿Será una referencia a Harry el Sucio?

– Eso creo -concedió Siobhan.

– Harry el Sucio era policía.

– ¿Tú crees que es alguien del cuerpo? -preguntó ella mirándole.

– No me digas que no lo has pensado.

– Sí que lo he pensado -respondió Siobhan finalmente.

– Pero tendría que ser alguien que sepa que estás relacionada con Fairstone.

– Sí.

– Lo que reduce las posibilidades a dos personas: Templer y yo. -Hizo una pausa-. Y supongo que últimamente a ella no le has prestado discos.

Siobhan se encogió de hombros sin apartar la vista de la carretera. Permaneció callada un rato, igual que Rebus, que comprobó en su bloc una dirección, se inclinó en el asiento y dijo:

– Es aquí.

Long Rib House era una edificación estrecha enjalbegada con aspecto de antiguo establo de caballos. Constaba de una planta baja y otra abuhardillada cuyas ventanas sobresalían de la pendiente del tejado. Se accedía a ella a través de una gran puerta de madera que se abrió cuando Siobhan la empujó. Volvió a subir al coche y lo introdujo unos metros en el camino de acceso de grava. En el momento en que cerraba el portón se abrió la puerta de la casa y apareció un hombre. Rebus bajó del coche y se presentó.

– Y usted debe de ser el señor Cotter -aventuró.

– William Cotter -contestó el padre de la señorita Teri.

Era un hombre de poco más de cuarenta años con el pelo rapado a la moda. Estrechó la mano que Siobhan le tendía, pero no pareció molestarle que Rebus mantuviera las suyas enguantadas pegadas a los costados.

– Pasen -dijo.

Entraron en un vestíbulo largo alfombrado y decorado con cuadros y un antiguo reloj de pared. Había puertas cerradas a derecha e izquierda. Cotter les condujo al fondo y les hizo pasar a una zona de estar con cocina anexa, que parecía ser de construcción posterior, en la que había puertas cristaleras que daban a un patio, tras el cual se veía un amplio jardín trasero que limitaba con otra ampliación reciente de madera pero con múltiples ventanas que permitían ver lo que había dentro.

– Piscina cubierta. Debe de ser cómodo -musitó Rebus.

– Se usa más que si uno tiene que salir de casa -comentó risueño Cotter-. Bien, ¿en qué puedo ayudarles?

Rebus miró a Siobhan, que inspeccionaba aquel cuarto con sofá de cuero color crema en forma de L, tocadiscos Bang & Olufsser y televisor de pantalla plana con el sonido desconectado. Estaba viendo las cotizaciones de bolsa.

– Con quien queríamos hablar es con Teri -dijo Rebus.

– No se habrá metido en ningún lío, ¿verdad?

– En absoluto, señor Cotter. Se trata únicamente de ciertas preguntas de seguimiento sobre el caso de Port Edgar.

Cotter entrecerró los ojos.

– ¿No podría ayudarles yo? -preguntó con ánimo de obtener más explicaciones.

Rebus había decidido sentarse en el sofá. Delante de él había una mesita de centro con periódicos abiertos por las páginas de economía, un móvil, unas gafas de media luna, una taza vacía, un bolígrafo y un bloc tamaño folio.

– ¿Se dedica usted a los negocios, señor Cotter?

– En efecto.

– ¿Le importa si le pregunto de qué clase de negocios?

– Negocios de capital-riesgo. -Hizo una pausa-. ¿Sabe lo que es? -añadió.

– ¿Inversiones en cotizaciones en alza? -terció Siobhan mirando al jardín.

– Más o menos. Me dedico a asuntos de propiedad y trabajo con gente que tiene proyectos.

Rebus miró morosamente a su alrededor.

– Evidentemente no le va mal. -Hizo una pausa para que surtiera efecto el elogio-. ¿Está Teri en casa?

– No lo sé -contestó Cotter. Al ver la expresión de Rebus sonrió disculpándose-Con Teri nunca se sabe. A veces está más callada que una tumba, llamo a su puerta y no contesta -añadió encogiéndose de hombros.

– A diferencia de la mayoría de los jóvenes.

Cotter asintió con la cabeza.

– Sí, ésa es la impresión que me dio cuando la conocí -añadió Rebus.

– Ah, ¿ha hablado ya con ella? -preguntó Cotter. Rebus asintió con la cabeza-. ¿Y la ha visto con todas sus galas?

– Me imagino que al colegio no irá vestida así.

Cotter negó con la cabeza.

– No les permiten llevar ni piercings en la nariz. El doctor Fogg es muy estricto en ese sentido.

– ¿No podríamos llamar a su cuarto a ver si está? -preguntó Siobhan volviéndose hacia Cotter.

– Sí, ¿por qué no? -contestó él.

Le siguieron por el pasillo hasta un tramo corto de escalera que desembocaba en otro largo pasillo estrecho sin puertas de transición, pero con habitaciones a los lados. También estaban las puertas cerradas.

– ¿Estás ahí, Teri, cariño? -dijo Cotter al salvar el último escalón.

Pareció avergonzarse al pronunciar lo de «cariño», y Rebus pensó que su hija le tenía prohibido llamarla con ese apelativo. Ante la última puerta Cotter arrimó el oído antes de llamar suavemente con los nudillos.

– A lo mejor está dormida -dijo en voz baja.

– ¿Me permite? -preguntó Rebus, y sin aguardar la respuesta hizo girar el pomo y abrió.

El cuarto estaba a oscuras y con las cortinas de gasa negra echadas. Cotter encendió la luz y vieron velas por todas partes: velas negras derretidas en su mayoría. Había carteles y láminas en las paredes, y Rebus reconoció algunas de H. R. Giger, a quien él conocía como diseñador por la portada de un disco de ELP. El escenario era una especie de infierno de acero inoxidable. El resto de las imágenes eran también composiciones macabras.

– Ah, los adolescentes… -fue el comentario del padre.

Había libros de Poppy Z. Rite y de Ann Rice. Otro titulado Las puertas de Jano cuyo autor era Ian Brady, el Asesino del Páramo. Abundaban los cedés de grupos estridentes. Las sábanas de la cama eran negras, igual que el reluciente edredón. Las paredes eran de color carne y el techo estaba dividido en cuatro cuadrados, dos negros y dos rojos. Siobhan se acercó a una mesita en la que había un ordenador, que le pareció de gran calidad, con pantalla plana, DVD, escáner y cámara conectada a la Red.

– Me imagino que no los hacen negros -dijo pensativa.

– Si no, Teri lo tendría -apostilló Cotter.

– Yo a su edad -dijo Rebus- los únicos góticos que conocía eran los pubs.

Cotter se echó a reír.

– Es verdad, los Gothenburgs. ¿Eran pubs comunales, verdad?

Rebus asintió con la cabeza.

– A menos que se haya escondido debajo de la cama, creo que no está. ¿Tiene usted idea de dónde podemos encontrarla?

– Si quiere, la llamo al móvil…

– ¿No será éste? -preguntó Siobhan cogiendo un pequeño aparato negro reluciente.

– Sí, ése es -contestó Cotter.

– No es muy propio de una jovencita dejarse el móvil en casa -comentó Siobhan pensativa.

– Ya, pero es que su madre a veces… -añadió Cotter balanceando los hombros algo violento.

– Su madre, ¿qué?, señor -insistió Rebus.

– Su madre la controla bastante, ¿no es eso? -terció Siobhan.

Cotter asintió con la cabeza aliviado por no haber tenido que decirlo él.

– Si no tienen prisa, pueden esperar hasta que vuelva -añadió el hombre.

– Será mejor que acabemos cuanto antes, señor Cotter -dijo Rebus.

– Ah.

– Ya sabe usted eso de que el tiempo es oro; supongo que estará de acuerdo.

Cotter asintió con la cabeza.

– Bien, en ese caso, vayan a ver si la encuentran en Cockburn Street. A veces se reúne allí con sus amigos.

– Podríamos haberlo pensado -dijo Rebus mirando a Siobhan, que hizo un gesto de asentimiento con la boca.

Cockburn Street era una calle que serpenteaba entre la Royal Mile y la estación Waverley y siempre había gozado de mala fama. Décadas atrás había sido centro de reunión de hippies y mendigos, mercadillo de camisetas de algodón con dibujos desteñidos y papel de fumar. Rebus iba por entonces a una buena tienda de discos de segunda mano totalmente ajeno a los puestos de ropa. Ahora, las nuevas culturas alternativas eran el centro de atracción del lugar, que bien merecía un paseo para quienes sintieran curiosidad por los macabros y los colocados.

Mientras cruzaban el pasillo, Rebus advirtió que en una puerta había una pequeña placa de porcelana que rezaba: CUARTO DE STUART, y se detuvo ante ella.

– ¿Su hijo?

Cotter asintió despacio con la cabeza.

– Charlotte, mi mujer… desde el accidente, la conserva tal como estaba -dijo.

– No hay de qué avergonzarse, señor -comentó Siobhan al ver su embarazo.

– No, claro.

– Dígame una cosa -añadió Rebus-. ¿Esta fase gótica de Teri empezó antes o después de que muriera su hermano?

– Poco después -contestó Cotter mirándole.

– ¿Estaban muy unidos? -añadió Rebus.

– Creo que sí. Pero no entiendo qué tiene eso que ver…

Rebus se encogió de hombros.

– Era simple curiosidad -dijo-. Perdone; es deformación profesional.

Cotter pareció aceptar la explicación y comenzó a bajar la escalera.

– Yo compro allí cedés -dijo Siobhan ya en el coche camino de Cockburn Street.

– Yo también -dijo Rebus.

Y también había visto a menudo a los góticos, que ocupaban casi toda la acera y se sentaban en la escalinata lateral del antiguo edificio del Scotsman, se pasaban cigarrillos e intercambiaban información sobre los nuevos grupos musicales. Comenzaban a reunirse después de las horas de clase, algunos después de quitarse el uniforme y ataviados con el negro de rigor, maquillados y con baratijas llamativas, todos ellos esperando integrarse en el grupo y distinguirse a la vez. El problema era que en los tiempos actuales costaba más llamar la atención. Años atrás se conseguía llevando el pelo largo. Después llegó el glam y a continuación, su hijo bastardo, el punk. Rebus recordaba un sábado de antaño en que yendo a comprar discos, al tomar la cuesta de Cockburn Street, se cruzó con sus primeros punks: desgarbados y despreciativos, crestas y cadenas. Una mujer de mediana edad que caminaba detrás de él sin poder contenerse les reprendió: «¿Es que no podéis ir como seres humanos?», para regocijo de los punks, probablemente.

– Podríamos aparcar al final de la calle y subir -dijo Siobhan ya cerca de Cockburn Street.

– Es mejor aparcar arriba y bajar -replicó Rebus.

Tuvieron suerte porque salía un coche de un hueco en el momento en que ellos llegaban y dejaron el suyo en la misma Cockburn Street, a pocos metros de un grupo de góticos.

– Bingo -dijo Rebus al ver a la señorita Teri en animada conversación con dos amigos.

– Tendrás que bajar tú antes -dijo Siobhan.

Rebus miró y vio que a ella le impedían hacerlo unas bolsas de basura amontonadas en la acera. Se apeó y sujetó la portezuela para que Siobhan pasara a su asiento y saliera. En ese momento, notó que corría gente por la acera y advirtió que cogían una bolsa de basura. Levantó la vista y vio cinco jóvenes que pasaban a la carrera junto al coche, con parkas con capucha y gorras de béisbol. Uno de ellos lanzó hacia el grupo de góticos la bolsa de basura, que reventó esparciendo su contenido. Se oyeron gritos y chillidos. Hubo intercambio de puntapiés y puñetazos. Uno de los góticos cayó de bruces por la escalinata y otro echó a correr haciendo regates y salió a la calzada donde un taxi estuvo a punto de atropellarle. Los peatones se detenían alarmados dando voces. Y los comerciantes se asomaban a la puerta de sus establecimientos. Alguien gritó que llamaran a la policía.

La reyerta se generalizó y los jóvenes, dándose empujones, chocaban contra los escaparates y se agarraban del cuello. Eran cinco agresores contra doce góticos, pero los pendencieros eran fuertes y brutales. Siobhan echó a correr para contener a uno de ellos y Rebus vio que la señorita Teri se ponía a salvo dentro de una tienda y cerraba la puerta. Como era de cristal, su perseguidor miró alrededor buscando algún proyectil para lanzarlo. Rebus aspiró aire y gritó:

– ¡Rab Fisher! ¡Rab, ven aquí! -El interpelado se detuvo y miró a Rebus, que alzó su mano enguantada-. ¿Te acuerdas de mí, Rab?

Rab Fisher torció el gesto. Otro de los pandilleros reconoció a Rebus, gritó «¡Polis!» y los Perdidos se juntaron en medio de la calzada con el pecho palpitante y jadeantes.

– ¿Qué, muchachos, estáis haciendo méritos para ese viajecito a Saughton? -dijo Rebus en voz alta dando un paso hacia el grupo.

Cuatro echaron a correr cuesta abajo. Rab Fisher, haciéndose el valentón, antes de seguir a sus compañeros daba una patada en la puerta de cristal. Siobhan ayudó a levantarse a una pareja de góticos que comprobaban si tenían heridas. No había habido navajas ni proyectiles, lo que había recibido una paliza era el orgullo. Rebus se acercó a la puerta de cristal y vio en el interior la señorita Teri junto a una señora con bata blanca de médico o farmacéutica. Al advertir en el local una serie de cabinas resplandecientes, comprendió que se trataba de un salón de bronceado que le pareció recién instalado. La mujer acarició el pelo a Teri y ésta se apartó huraña. Rebus entró en el establecimiento.

– Teri, ¿te acuerdas de mí? -dijo.

La joven le miró y asintió con la cabeza.

– Sí, es el policía del otro día.

Rebus tendió la mano a la mujer.

– Usted debe de ser la madre de Teri. Soy el inspector Rebus.

– Charlotte Cotter -dijo la mujer estrechándole la mano.

Tendría cerca de treinta y tantos años, una espesa melena ondulada de color rubio ceniza y un rostro ligeramente bronceado, casi brillante. Rebus no acababa de encontrar parecido físico entre ambas y, de no haber sabido el parentesco, casi habría pensado que eran más o menos de la misma edad, no hermanas sino primas quizás. La madre era unos tres centímetros más baja que la hija, más delgada y de aspecto distinguido. Rebus supo en ese momento quién de los Cotter hacía más uso de la piscina cubierta.

– ¿Qué ha sido ese jaleo? -preguntó Rebus a Teri.

– Nada -contestó la jovencita encogiéndose de hombros.

– ¿Os molesta mucho esa gente?

– No dejan de molestarles -terció la madre para indignación de su hija-. Les insultan y a veces suceden cosas peores.

– Tú qué sabes -protestó Teri.

– Lo veo.

– ¿Es que has abierto este negocio para vigilarme? -añadió la joven jugueteando con la cadena de oro que llevaba al cuello.

Rebus advirtió que la adornaba un diamante.

– Teri -replicó la madre con un suspiro-, lo que quiero decir…

– Me voy -musitó la hija.

– Un momento -dijo Rebus-. ¿Podemos hablar antes?

– ¡No voy a presentar denuncia!

– ¿No ve usted qué tozuda es? -dijo Charlotte Cotter exasperada-. Inspector, oí que llamaba a voces por su nombre a uno de esos gamberros. ¿Los conoce usted? ¿No podría detenerlos?

– No creo que sirviera de nada, señora Cotter.

– Pero ¿no ha visto lo que han hecho?

Rebus asintió con la cabeza.

– Y les he dado un aviso. Creo que con eso bastará. Bien, el caso es que no pasaba por aquí por casualidad; quería hablar con Teri.

– ¿Ah, sí?

– Pues venga conmigo -dijo Teri agarrando a Rebus del brazo-. Perdona, mamá, voy a colaborar con la policía en la investigación.

– Teri, espera…

Pero fue inútil; Charlotte Cotter vio cómo su hija arrastraba al inspector a la calle hacia el grupo en el que ya se iban calmando los ánimos. Se enseñaban unos a otros las contusiones. Un muchacho olía las solapas de su gabardina negra y arrugaba la nariz pensando que iba a tener que darle un buen lavado. Habían recogido la basura esparcida de la bolsa, y Rebus pensó que sería principalmente obra de Siobhan que en aquel momento miraba buscando alguien que la ayudara a meterla en otra nueva que había traído un tendero.

– ¿Estáis todos bien? -preguntó Teri.

Sonrieron y asintieron con la cabeza, y a Rebus le pareció que disfrutaban. Otra vez víctimas, y felices por su suerte. Igual que en la escena de los punks y aquella mujer mayor, habían llamado la atención y ahora era un grupo con más cosas que compartir y batallitas que contar. Otros chicos con uniforme de colegio que volvían a casa se habían parado a escucharles. Rebus llevó a Teri calle arriba hasta el primer pub que encontró.

– ¡No servimos a gente como ella! -espetó la mujer de la barra.

– Sí si viene conmigo -replicó Rebus.

– Pero es menor -insistió la mujer.

– Tomará un refresco. ¿De qué lo quieres? -añadió volviéndose hacia Teri.

– De vodka y tónica.

Rebus sonrió.

– Sírvale una coca-cola y a mí un Laphroaig con muy poca agua.

Pagó las consumiciones, capaz ya de manejar calderilla y sacar billetes del bolsillo.

– ¿Qué tal las manos? -preguntó Teri Cotter.

– Bien -contestó él-. Pero lleva tú las bebidas a la mesa.

Mientras encontraban una y se acomodaban, varios clientes les miraron indiscretamente. El recibimiento pareció halagar a Teri, que le dirigió un beso a uno de ellos que respondió con un aspaviento de desdén y apartó la vista.

– Si me montas aquí un jaleo, te dejo sola -dijo Rebus.

– Sé defenderme.

– Sí, ya te he visto refugiarte en las faldas de mamá en cuanto aparecieron los Perdidos.

Ella le miró furiosa.

– Por cierto que es una buena estrategia -añadió Rebus-. Hay que defender lo de más valor, como se dice. ¿Es cierto lo que afirma tu madre de que estos incidentes son frecuentes?

– No tanto como ella cree.

– ¿Y, a pesar de ello, seguís viniendo a Cockburn Street?

– ¿Por qué no íbamos a volver?

Rebus se encogió de hombros.

– Por nada, claro, un poco de masoquismo no hace mal a nadie.

Ella le miró, sonrió y bajo la vista al vaso.

– Salud -dijo Rebus alzando el suyo.

– Esa cita no es exacta -dijo ella-. Lo de más valor es la discreción. Shakespeare, Enrique IV, acto primero.

– No se puede decir que tú y tus amigos seáis precisamente discretos.

– Yo procuro no serlo.

– Y lo haces muy bien. Cuando te mencioné a los Perdidos no me pareció que te sorprendieras. ¿Los conoces?

La joven volvió a bajar la vista y el pelo cubrió parte de su rostro mientras acariciaba el vaso con los dedos con las uñas pintadas de negro. Tenía manos y muñecas finas.

– ¿Tiene un cigarrillo? -dijo.

– Enciende dos -dijo Rebus sacando la cajetilla del bolsillo.

Ella le puso en la boca el pitillo encendido.

– La gente hará comentarios -dijo expulsando el humo.

– Lo dudo, señorita Teri -replicó Rebus.

Vio abrirse la puerta y Siobhan entró. Al verle levantó las manos y señaló con la cabeza a los servicios para decirle que iba a lavárselas.

– Te gusta ser una inadaptada, ¿verdad? -preguntó Rebus.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y por eso te gustaba Lee Herdman, porque él también era un inadaptado? -Ella le miró-. Encontramos una foto tuya en su piso. De lo cual deduzco que le conocías.

– Le conocía. ¿Me enseña la foto?

Rebus sacó del bolsillo la bolsita de plástico transparente que protegía la foto.

– ¿Dónde está hecha? -preguntó.

– Aquí mismo -contestó ella señalando hacia la calle.

– Le conocías muy bien, ¿verdad?

– Es que le gustábamos. Me refiero a los góticos. Aunque nunca entendí por qué.

– Él daba bastantes fiestas, ¿verdad? -añadió Rebus, recordando los discos del piso de Herdman, entre los que había música de baile gótica.

Teri asintió con la cabeza, conteniendo las lágrimas.

– Sí, algunos solíamos ir a su piso -contestó-. ¿Dónde la encontró? -preguntó cogiendo la foto de la mesa.

– Dentro de un libro que estaba leyendo.

– ¿Cuál?

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Por nada -respondió ella encogiéndose de hombros.

– Era una biografía, creo. Un soldado que acabó haciendo lo mismo que él.

– ¿Cree que es una pista?

– ¿Una pista?

– Que explique por qué se mató.

– Tal vez. ¿Conociste alguna vez a algún amigo suyo?

– No creo que tuviera muchos amigos.

– ¿A Doug Brimson? -preguntó Siobhan, que se sentó con ellos.

– Sí, le conozco -respondió Teri con un temblor de labios.

– No lo dices con mucho entusiasmo -comentó Rebus.

– Y que lo diga.

– ¿Qué pasa con él? -preguntó Siobhan intrigada y algo picada, como advirtió Rebus.

Teri se encogió de hombros.

– Los dos chicos que murieron -preguntó Rebus-, ¿los viste en alguna de sus fiestas?

– Imposible.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él.

– Que tenían otro estilo -respondió ella mirándole-. Les gustaba el jazz, el rugby y eso de los cadetes -añadió como si fuera una explicación definitiva.

– ¿Hablaba Lee alguna vez de sus años en el Ejército?

– No mucho.

– ¿Pero le preguntaste? -Ella asintió despacio con la cabeza-. ¿Y sabías que le gustaban las armas?

– Sabía que tenía fotos… -respondió ella, pero inmediatamente se mordió el labio.

– En el armario, detrás de la puerta -añadió Siobhan-. Un detalle que no todo el mundo conoce, Teri.

– ¡Eso no significa nada! -replicó la joven alzando la voz.

Jugueteaba otra vez con la cadenita.

– No estamos en un juicio, Teri -terció Rebus-. Simplemente tratamos de averiguar qué le impulsó a hacer lo que hizo.

– ¿Cómo voy a saberlo yo?

– Porque tú le conocías y no hay mucha gente que le conociera.

– Él nunca me contaba nada -replicó Teri negando con la cabeza-. Él era así, tenía secretos, pero jamás pensé que…

– ¿No?

La joven miró a Rebus sin decir palabra.

– Teri, ¿no te enseñó nunca un arma?

– No.

– ¿Ni te insinuó que tenía una?

La joven negó con la cabeza.

– Dices que nunca se sinceraba contigo… ¿y lo contrario?

– ¿Cómo lo contrario?

– ¿Te preguntaba cosas a ti? Tal vez tú le hablaste de tu familia…

– Puede.

– Teri -añadió Rebus inclinándose sobre la mesa-, sentimos lo de tu hermano.

– Tal vez le contaste a Lee Herdman lo del accidente -insistió Siobhan, inclinándose también.

– O alguno de tus amigos -añadió Rebus.

Teri se sentía arrinconada. No había escapatoria a sus miradas y sus preguntas. Dejó la foto en la mesa y centró en ella su atención.

– Ésta no la hizo Lee -dijo como si tratara de cambiar de tema.

– ¿Hay alguien más con quien deberíamos hablar, Teri? -preguntó Rebus-. ¿Otras personas que fueran a los guateques?

– No quiero seguir contestando.

– ¿Por qué no? -inquirió Siobhan frunciendo el ceño como si realmente le sorprendiera.

– Porque no.

– Si nos dices nombres de otras personas con quienes podamos hablar, te librarás de nosotros… -añadió Rebus.

Teri Cotter permaneció un instante sentada y luego se puso de pronto de pie, se subió al asiento y, pisando en la mesa, saltó al suelo haciendo ondear las gasas negras de su falda. Llegó hasta la puerta sin volver la cabeza, la abrió y salió cerrando con un portazo. Rebus miró a Siobhan y sonrió sin ganas.

– Tiene su estilo, la chica -comentó.

– La hemos asustado -dijo Siobhan- en cuanto mencionamos la muerte de su hermano.

– Quizá porque le quería mucho -replicó Rebus-. No estás otra vez con la teoría del asesinato, ¿verdad?

– De todos modos -dijo Siobhan-, hay algo que…

La puerta se abrió de nuevo y Teri Cotter se acercó rápido a la mesa, se apoyó en ella con las manos y arrimó el rostro al de sus inquisidores.

– James Bell -espetó entre dientes-. ¿No querían nombres? Pues ahí tienen uno.

– ¿Iba a las fiestas de Herdman? -preguntó Rebus.

Teri Cotter asintió con la cabeza y luego se volvió a marchar. Los clientes habituales la miraron salir, menearon la cabeza y volvieron a centrarse en sus consumiciones.

– En esa cinta del interrogatorio que escuchamos -dijo Rebus-, ¿qué es lo que dijo James Bell de Herdman?

– Que lo conocía de hacer esquí acuático o algo así.

– Ya, pero me refiero al modo de expresarlo; creo que dijo «Coincidimos socialmente» o algo así.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Tendríamos que haberlo anotarlo -dijo.

– Tenemos que hablar con él.

Siobhan asintió otra vez con la cabeza sin levantar la mirada de la mesa. Luego miró debajo.

– ¿Has perdido algo? -preguntó Rebus.

– Yo no, tú sí.

Rebus miró la mesa y comprendió: Teri Cotter les había quitado la fotografía.

– ¿Crees que volvió para eso? -preguntó Siobhan.

Rebus se encogió de hombros.

– Me imagino que considera esa foto propiedad suya… un recuerdo del hombre que ha perdido.

– ¿Crees que eran amantes?

– Cosas más raras se han visto.

– En ese caso…

Pero Rebus negó con la cabeza.

– ¿Servirse de sus ardides de mujer para inducir a Herdman al asesinato? Por favor, Siobhan…

– Cosas más raras se han visto -repitió ella.

– Hablando de eso, ¿vas a invitarme? -dijo él alzando su vaso vacío.

– De eso nada -replicó ella levantándose.

Rebus la siguió mohíno fuera del bar. Siobhan estaba junto al coche, parecía paralizada por algo. Rebus no veía nada digno de particular en los alrededores. Los góticos continuaban hablando en grupos, con excepción de Teri. Tampoco había rastro de los Perdidos. Los turistas se paraban para hacerse fotos.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Ella señaló con la cabeza un coche aparcado en la acera de enfrente.

– Creo que es el Land Rover de Brimson -contestó.

– ¿Estás segura?

– Vi uno igual cuando fui a Turnhouse -añadió ella mirando la calle de arriba abajo.

No se veía a Brimson por ninguna parte.

– Está mucho más viejo que mi Saab -comentó Rebus.

– Sí, pero tú no tienes un Jaguar en el garaje de tu casa.

– ¿Tiene un Jaguar y usa ese Land Rover para el arrastre?.

– Sí, desde luego es ilustrativo… los niños y sus juguetes -dijo ella mirando otra vez la calle-. ¿Dónde estará?

– A lo mejor te está acosando -añadió Rebus, pero al ver la cara que ella ponía se disculpó encogiéndose de hombros.

Siobhan volvió a mirar el coche intrigada y convencida de que era el de Brimson. Sería pura coincidencia, pensó.

Coincidencia.

De todos modos, anotó la matrícula.

Capítulo 11

Aquella noche Siobhan se acomodó en el sofá tratando de encontrar algo interesante en la tele. Dos presentadoras bien vestidas le decían a su víctima lo mal que le sentaba la ropa que llevaba; en otro canal limpiaban y ordenaban una casa, y no le quedó más opción que una deprimente serie cómica o un documental sobre sapos de cañaveral.

Lo tenía bien merecido por no haber pasado por el videoclub. No tenía muchas películas y ya las había visto tantas veces que se sabía los diálogos de memoria y lo que pasaba en cada escena. Pondría música o la televisión sin sonido para inventarse los diálogos de la aburrida serie. Incluso de los sapos. Acababa de hojear una revista, luego había ido a por un libro que también había desechado y se había puesto a comer patatas fritas y chocolatinas compradas cuando había parado a poner gasolina. Tenía en la mesa de la cocina un resto de chow mein que podía calentar en el microondas. Lo malo es que se le había acabado el vino y no tenía más que envases vacíos en la cola del reciclaje. Ginebra tenía, pero no con qué combinarla, salvo coca-cola light, y no estaba tan desesperada.

De momento.

Podía llamar a alguna amiga, pero no le sería buena compañía. Tenía en el contestador un mensaje de su amiga Caroline invitándola a una copa. Caroline, rubia y menuda, siempre llamaba la atención cuando salían juntas. Siobhan decidió no contestar a su invitación de momento. Estaba muy cansada y la investigación bullía sin parar en su cerebro. Se hizo un café y apenas dio un sorbo comprendió que lo había preparado sin hervir el agua. Acto seguido dedicó dos minutos a buscar azúcar hasta que recordó que no tomaba azúcar en el café desde jovencita.

– Demencia senil -farfulló-. «Y hablar sola, otro síntoma.»

El chocolate y las patatas fritas estaban excluidos de su dieta por los ataques de pánico. También la sal, las grasas y el azúcar. No sentía el pulso acelerado, pero sabía que tenía que calmarse de alguna manera, relajarse y desconectarse antes de acostarse. Había estado mirando por la ventana las casas de enfrente y contemplando con la nariz pegada al cristal cómo discurría el tráfico dos pisos más abajo. La calle estaba tranquila; tranquila y oscura, sólo se veía la acera iluminada por la luz anaranjada de las farolas. No había ningún ogro ni nada que temer.

Recordó que hacía mucho tiempo, cuando aún tomaba azúcar con el café, durante un tiempo tuvo miedo a la oscuridad. A los trece o catorce años, demasiado mayor para confesárselo a sus padres. Gastaba el dinero que le daban en comprar pilas para la linterna que mantenía encendida toda la noche bajo las sábanas, con la respiración contenida por si entraba alguien en el cuarto. Las pocas veces en que sus padres la sorprendieron, pensaron que se quedaba hasta tarde leyendo. Nunca sabía qué era mejor, si dejar la puerta abierta para poder echar a correr o cerrarla para que no entraran intrusos. Cada día miraba dos o tres veces debajo de la cama, un espacio reducido donde guardaba los discos. Lo curioso es que no tenía pesadillas. Y si alguna vez las tenía volvía a sumirse en un sueño profundo y reparador. Nunca sufría ataques de pánico y al final acababa por olvidarse del objeto de su miedo. Poco después guardó la linterna en un cajón y el dinero que invertía en baterías comenzó a gastarlo en cosméticos.

No recordaba cómo había sido el proceso: ¿Había empezado ella a fijarse en los chicos o los chicos en ella?

– Prehistoria, mujer -musitó.

No había ogros fuera, ni tampoco galantes caballeros, por deslustrados que fuesen. Se acercó a la mesa y miró las notas sobre la investigación. Todo lo que le habían entregado el primer día estaba apilado en desorden: datos, informes de la autopsia y de la Policía Científica, fotos del escenario del crimen y de los chicos. Examinó sus rostros. Derek Renshaw y Anthony Jarvies. Los dos eran guapos, pero un poco insulsos. Los ojos de Jarvies, de pobladas pestañas, destellaban una inteligencia altanera, mientras que Renshaw no parecía tan pagado de sí mismo, tal vez fuera por cierto complejo social al lado de Jarvies. Seguro que Allan Renshaw se sentía ufano de que su retoño fuese amigo del hijo de un juez. En los padres constituye una motivación enviar a los hijos a colegios de pago para que se codeen con gente de alcurnia que pueda serles útil en el futuro. Ella conocía a compañeros del cuerpo, y no con sueldo del DIC, que hacían sacrificios por matricular a sus hijos en colegios que a ellos les habían estado vedados. Sí, cuestiones de clase. Pensó en Lee Herdman, que había estado en el Ejército, en las SAS, sometido a las órdenes de oficiales que habían ido a los colegios correctos y que hablaban correctamente. ¿Sería tan simple la explicación? ¿Podría haber motivado su estallido de locura el simple rencor de clase hacia la élite?

«No hay misterio», le había dicho a Rebus, pero en ese momento se echó a reír. Si no había misterio, ¿de qué se preocupaba? ¿Por qué se afanaba de aquel modo? ¿Qué le impedía olvidarse de todo y descansar?

– A la mierda -musitó sentándose a la mesa, apartando los papeles y acercando el portátil de Derek Renshaw.

Lo enchufó a la línea telefónica y lo encendió. Tenía que repasar mensajes del correo electrónico y se quedaría levantada hasta tarde si era preciso para terminar el trabajo. Además, había muchos archivos que mirar. El trabajo la calmaría; la calmaría porque era trabajo.

Decidió tomar un descafeinado sin olvidarse de enchufar el hervidor y se llevó al cuarto de estar la taza caliente. Entró en el correo con la contraseña «Miles», pero los nuevos mensajes eran basura: anuncios de seguros o de Viagra dirigidos a una persona que ignoraban que había muerto. También había otros mensajes de gente que había notado la ausencia de Derek en los chats y foros. Siobhan tuvo una idea. Arrastró la flecha hasta la parte superior de la pantalla para seleccionar «Favoritos». Apareció una lista de sitios y códigos de direcciones que Derek utilizaba habitualmente. Allí estaban los sitios de charla y foros. Amazon, BBC… Había una dirección que a Siobhan no le sonaba y la seleccionó; la conexión fue rápida:


¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!


Las letras eran de color rojo mortecino y cobraron intensidad. El fondo de la pantalla era negro. Movió el cursor hasta la primera letra e hizo doble clic. Esta vez la conexión fue algo más lenta, y en la pantalla apareció el interior bastante borroso de una habitación. Siobhan probó a manipular el contraste de pantalla, pero la deficiencia era de la imagen y no pudo mejorarla. Distinguía una cama y detrás una ventana con cortinas. Movió el cursor por la pantalla pero no encontró ninguna señal oculta para pulsar. No había nada más. Se reclinó en la silla con los brazos cruzados pensando en qué podría significar aquello, qué interés tendría aquella imagen para Derek Renshaw. Quizá fuera su cuarto. Tal vez la «oscuridad» era otra faceta de su carácter. En ese momento la pantalla cambió de repente y fue inundada por una extraña luz amarilla. ¿Sería una interferencia? Siobhan se inclinó y agarró el borde de la mesa. Ahora lo entendía: eran los faros de un coche que proyectaban su luz por detrás de las cortinas. Lo que veía no era una foto fija.

Una webcam, susurró. Lo que veía era la transmisión en tiempo real de un dormitorio. Lo que era más: sabía de quién era el dormitorio. El fulgor amarillo le había bastado para reconocerlo. Se levantó, encontró el móvil y llamó.


* * *

Siobhan enchufó el ordenador portátil y lo reinicializó. Lo habían colocado en una silla porque el cable no llegaba desde la mesa hasta la conexión del teléfono fijo de Rebus.

– Es todo muy misterioso -dijo ella cogiendo de una bandeja una de las tazas de café que habían preparado.

Olía a vinagre; probablemente él había cenado pescado. Pensó en el chow mien que había dejado en su casa y se dio cuenta de que no eran tan distintos: comida para llevar, nadie en casa esperándoles. Vio que Rebus había bebido cerveza porque en el suelo, junto a una silla, había una botella vacía de Deuchar. Había escuchado música: la antología de Hawkind que ella le había regalado para su cumpleaños. A lo mejor lo había puesto para que ella viera que no lo había olvidado.

– Ya falta poco -dijo Siobhan.

Rebus había apagado el tocadiscos y se restregaba los ojos con las manos enrojecidas, sin guantes. Eran casi las diez. Cuando ella le llamó estaba dormido en el sillón, decidido a pasar allí la noche. Era más sencillo que desvestirse, desatarse los cordones de los zapatos, desabrocharse… No se había molestado en arreglarse; ella le conocía de sobra. Sin embargo, sí había cerrado la puerta de la cocina para que no viera el fregadero lleno de platos. Si los veía, se ofrecería a limpiar y no iba a consentirlo.

– Ahora sólo hay que conectarse.

Rebus acercó una silla para sentarse. Siobhan estaba arrodillada en el suelo delante del portátil, que desplazó ligeramente para que él viese la pantalla. Rebus asintió con la cabeza para darle a entender que lo veía bien.


¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!

– ¿Es el club de fans de Alice Cooper?

– Ahora verás.

– ¿O es la Organización Nacional de Ciegos?

– Si percibes una leve sonrisa por mi parte, tienes permiso para sacudirme con la bandeja en la cabeza -dijo ella inclinándose levemente hacia atrás-. Ahí está… mira.

La habitación ya no estaba a oscuras. Había velas encendidas: velas negras.

– El cuarto de Teri Cotter -dijo Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza y él miró fijamente el parpadeo de las llamas.

– ¿Es una película?

– Es en directo, que yo sepa.

– ¿Y cómo es posible?

– En el ordenador de ella había una cámara. De ahí llega la imagen. La primera vez que entré en la página, el cuarto estaba a oscuras. Ahora debe de estar en casa.

– ¿Y qué interés tiene esto? -preguntó Rebus.

– Hay gente a quien le gusta. Algunos hasta pagan por ver cosas así.

– ¿Y nosotros vamos a verlo gratis?

– Eso parece.

– ¿Crees que lo desenchufa cuando vuelve a casa?

– ¿Qué gracia tendría, entonces?

– ¿Lo tiene enchufado constantemente?

– Tal vez lo descubramos ahora mismo -contestó Siobhan encogiéndose de hombros.

Teri Cotter acababa de entrar en el encuadre; sus movimientos eran nerviosos y la cámara transmitía una serie de imágenes fijas con pausas intermedias.

– ¿No hay sonido? -preguntó Rebus.

Siobhan no lo creía, pero probó subiendo el volumen.

– No hay sonido -dijo.

Teri se sentó en la cama con las piernas cruzadas. Vestía igual que cuando había estado con ellos. Parecía mirar hacia la cámara. Se tumbó boca abajo y se estiró en la cama apoyando la barbilla en las manos, y colocándose directamente delante del objetivo.

– Es como una película muda antigua -comentó Rebus, sin que Siobhan comprendiera si lo decía por la calidad de la película o por la falta de sonido-. ¿Y nosotros qué pintamos en esto?

– Somos su público.

– ¿Sabe ella que la ven?

Siobhan negó con la cabeza.

– Lo más probable es que no se pueda saber si hay alguien mirando, suponiendo que mire alguien.

– ¿Derek Renshaw solía mirarla?

– Sí.

– ¿Crees que ella lo sabe?

Siobhan se encogió de hombros y dio un sorbo al café amargo. No era descafeinado e iba a quitarle el sueño, pero no le importaba.

– Bien, ¿tú qué crees? -preguntó Rebus.

– No es tan raro que las jovencitas sean exhibicionistas. -Hizo una pausa-. Aunque desde luego, es la primera vez que veo una cosa parecida.

– Me pregunto quién más lo sabrá.

– Sus padres, no creo. ¿Crees que debemos preguntarle a ella?

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Cómo se entra ahí? -preguntó señalando la pantalla.

– En la Red hay una lista de páginas. Basta con que ella cuelgue un enlace o alguna descripción.

– Echemos un vistazo.

Siobhan salió de la página de Teri y comenzó a probar en los buscadores, tecleando «Señorita» y «Teri». Aparecieron páginas y más páginas de enlaces, la mayoría de sitios porno con los nombres de Terry, Terri y Teri.

– Podemos tardar un poco -comentó ella.

– ¿Y esto es lo que yo me he perdido por no tener módem? -dijo Rebus.

– Aquí encuentras la vida en todas sus facetas, sólo que algunas son algo deprimentes.

– Lo ideal después de una jornada en el tajo.

Siobhan sonrió de modo imperceptible y él estiró aparatosamente el brazo hasta la bandeja de las tazas.

– Creo que ya está -dijo Siobhan dos minutos después.

Rebus miró unas palabras que ella señalaba con el dedo.

«Sseñorita Teri: visita mi página personal, 100% no pornográfica (¡lo siento, chicos!).»

– «Sseñorita», ¿por qué? -preguntó Rebus.

– Tal vez porque las otras posibilidades ortográficas estaban cubiertas. Mi dirección de correo electrónico es «66Siobhan».

– ¿Porque había otras sesenta y cinco Siobhans antes que tú?

Ella asintió con la cabeza.

– Y eso que creía que tenía un nombre raro -comentó haciendo clic en el vínculo.

La página de Teri Cotter comenzó a cargarse. Se vio su foto con todas sus galas góticas y con el rostro enmarcado entre las manos con las palmas hacia afuera.

– Se ha dibujado una estrella de cinco puntas -comentó Siobhan.

Rebus comprobó que en ambas palmas tenía una estrella dentro de un círculo. No aparecieron más fotos, sino un texto explicativo sobre los gustos de Teri, el colegio al que iba y una invitación: «Puedes adorarme en Cockburn Street, casi todos los sábados por las tardes». Había también la opción de enviarle un mensaje con un comentario para su libro de visitas o recurrir a diversos enlaces, casi todos ellos para entrar en otros sitios góticos, uno de los cuales se llamaba «Entrada a la oscuridad».

– Eso es lo de la cámara conectada -dijo Siobhan, y probó en el enlace para cerciorarse.

En la pantalla volvió a aparecer en letras rojas ¡bienvenido a mi oscuridad! Con un segundo clic entraron en el dormitorio de la joven. Había cambiado de postura y ahora la vieron reclinada en la cabecera de la cama con las rodillas flexionadas juntas, sobre las que escribía en un cuaderno de hojas sueltas.

– Debe de estar haciendo los deberes -comentó Siobhan.

– A lo mejor es su libro de brebajes -dijo Rebus-. Los que entren en su página saben su edad, a qué colegio va y qué aspecto tiene.

– Y dónde encontrarla los sábados por la tarde -añadió Siobhan asintiendo con la cabeza.

– Es un pasatiempo peligroso -musitó Rebus.

Era una presa potencial para los cazadores.

– A lo mejor por eso le gusta.

Rebus volvió a restregarse los ojos. Se acordaba de la primera vez que la había visto, del comentario que le hizo sobre sentir envidia de Derek y Anthony y de la frase con la que se despidió: «Puede verme cuando le apetezca». Ahora entendía lo que había querido decir.

– ¿Tienes bastante? -preguntó Siobhan dando unos golpecitos en la pantalla.

Rebus asintió.

– ¿Primera impresión, sargento Clarke?

– Bien… «si» era amante de Herdman, y «si» él era celoso…

– Eso sólo tiene sentido si Anthony Jarvies conocía la página.

– Jarvies y Derek eran muy amigos; ¿qué posibilidades hay de que Derek no le dejara entrar en ella?

– Muy cierto. Habrá que comprobarlo.

– ¿Hablando otra vez con Teri?

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– ¿Se puede entrar en el libro de visitas?

Pudieron, pero no encontraron nada de particular. Ni había comentarios evidentes de Derek Renshaw ni de Anthony Jarvies; sólo palabrerías de una serie de admiradores de la Sseñorita Teri, del extranjero en su mayor parte a juzgar por la redacción del inglés. Rebus miró a Siobhan mientras desenchufaba el portátil.

– ¿Comprobaste aquella matrícula? -preguntó.

Ella asintió con la cabeza.

– Fue lo último que hice antes de irme a casa. Era Brimson.

– Cada vez más, más curiosa…

– ¿Qué tal te apañas? -añadió Siobhan mientras cerraba el ordenador-. Para vestirte y desvestirte, me refiero.

– Bien.

– ¿No dormirás vestido?

– No -replicó él tratando de infundir al monosílabo cierto tono de indignación.

– Entonces, ¿podré verte mañana con camisa limpia?

– Deja de cuidarme como una madre.

– Podría prepararte la bañera -añadió ella sonriendo.

– Puedo hacerlo yo -replicó él aguardando a que ella le mirara-. Te lo juro.

– ¿Y que te mueras si es mentira?

La mención de la muerte recordó a Rebus su primer encuentro con Teri Cotter… cuando le preguntó detalles sobre los muertos que había visto, intrigada por el hecho de la muerte. Y ahora resultaba que tenía una página en la Red que era una invitación para mentes enfermas.

– Hay algo que quiero enseñarte -dijo Siobhan rebuscando en el bolso. Sacó un libro y le mostró la portada: I'm a Man, de Ruth Padel-. Es sobre música rock -añadió abriéndolo por una página marcada-. Escucha esto: «Los sueños heroicos comienzan en el dormitorio del adolescente».

– ¿En qué sentido?

– La autora habla sobre el modo en que los adolescentes se valen de la música rock como instrumento de rebelión. Quizá lo que hace Teri Cotter es valerse de su dormitorio. Y hay algo más -añadió buscando otra página-. «… La pistola es símbolo de la sexualidad masculina.» Para mí tiene sentido -dijo mirándole.

– ¿Quieres decir que Herdman estaba celoso?

– ¿Tú nunca has estado celoso? ¿No te has dejado llevar por la ira?

– Tal vez un par de veces -respondió Rebus tras pensarlo.

– Kate me habló de un libro titulado Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. Quizá Herdman se dejó llevar demasiado lejos por la ira -añadió llevándose la mano a la boca para contener un bostezo.

– Ve a acostarte -dijo Rebus-. Mañana tendrás tiempo de sobra para tus aficiones psicoanalíticas.

Siobhan desenchufó el portátil y recogió los cables. Rebus la despidió y después se acercó a la ventana a comprobar que subía segura al coche. De repente, una figura de hombre se acercó a la ventanilla. Echó a correr escalera abajo saltando los escalones de dos en dos y empujó enardecido la puerta de la calle. El hombre hablaba a voces para hacerse entender por encima del ruido del motor y arrimaba algo contra el parabrisas: un periódico. Rebus le agarró del hombro sintiendo un intenso dolor en los dedos. Al darle la vuelta reconoció su cara.

Era el periodista Steve Holly. Comprendió que el periódico sería un ejemplar de la edición de la mañana.

– Precisamente el hombre a quien yo quería ver -dijo Holly zafándose de Rebus y sonriendo de oreja a oreja-. Es interesante comprobar cómo se visita el personal del DIC -añadió volviéndose hacia Siobhan, que había parado el motor y se bajaba del coche-. Habrá quien piense que es un poco tarde para charlar.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó Rebus.

– Sus comentarios -respondió Holly enarbolando el periódico y mostrándole los titulares en la primera página: EL MISTERIO DEL POLICÍA EN LA CASA INCENDIADA -. De momento no vamos a dar ningún nombre. Queríamos saber si le interesaba dar su versión de los hechos. Tengo entendido que está suspendido de servicio activo y sometido a una investigación interna -añadió Holly, que había doblado el periódico y sacado una minigrabadora del bolsillo-. Eso no tiene buena pinta -dijo mirando las manos descubiertas de Rebus-. Las quemaduras tardan en curarse, ¿verdad?

– John… -dijo Siobhan para advertirle que no perdiera la cabeza.

Rebus apuntó con un dedo enrojecido al periodista.

– Apártese de los Renshaw. Si no los deja en paz, se las verá conmigo, ¿entendido?

– Entonces concédame una entrevista.

– Ni hablar.

Holly bajó la vista hacia el periódico que sujetaba en la otra mano.

– ¿Qué le parece el titular: «Policía huye del escenario del crimen», por ejemplo?

– A mis abogados les parecerá bien cuando presente una querella contra usted.

– Mi periódico está siempre dispuesto al juego, limpio, inspector Rebus.

– Entonces tiene un problema -replicó Rebus tapando la grabadora con la mano- porque yo nunca juego limpio -añadió furioso enseñando los dientes a Holly.

El periodista apretó un botón para interrumpir la grabación.

– Es interesante saber con quién nos la jugamos.

– Deje en paz a mi familia, Holly. Hablo en serio.

– Estoy seguro, con su estilo triste y torpe. Dulces sueños, inspector Rebus -añadió con una leve inclinación para Siobhan antes de largarse.

– Hijo de puta -musitó Rebus entre dientes.

– Yo no me preocuparía. Su periódico sólo lo lee un cuarto de la población -dijo Siobhan.

Subió al coche y dio marcha atrás para salir del hueco de aparcamiento.

Le saludó con la mano y arrancó. Holly había doblado la esquina en dirección a Marchmont Road. Rebus subió a su piso y buscó las llaves del coche. Se volvió a poner los guantes. Cerró con doble vuelta de llave y salió.

La calle estaba tranquila y no se veía rastro de Steve Holly. Pero no le buscaba. Subió a su Saab e intentó coger el volante, y probó girarlo. Se vio capaz de conducir. Pasó por Marchmont Road y Melvilla Drive en dirección al Arthur's Seat. No se molestó en poner música, se dedicó a pensar en los acontecimientos, evocando conversaciones y escenas.

Irene Lesser: «Quizá debería hablar con alguien… Es mucho tiempo soportando una carga».

Siobhan, leyéndole las citas de aquel libro.

Kate: «Los malos…».

Boecio: Los hombres buenos sufren.

No se consideraba malo, pero sabía que probablemente tampoco era bueno.

I’m A Man (Soy un hombre) era el título de un antiguo blues.

Robert Niles había abandonado las SAS sin que le desconectaran previamente. Lee Herdmand también se había ido con aquella «carga». Pensó que si entendía a Herdman tal vez se entendiera mejor a sí mismo.

Easter Road estaba tranquila, los bares seguían abiertos y comenzaba a formarse cola en la tienda de patatas fritas. Se dirigió a la comisaría de Leith. El dolor durante el trayecto fue soportable; la piel debía de haberse endurecido, como después de las quemaduras de sol. Había un hueco junto a la acera a unos cincuenta metros de la entrada y aparcó en él. Bajó, cerró el coche y vio que, en la acera opuesta, había un equipo de televisión, seguramente para filmar con la comisaría de fondo el informativo que elaboraban. Y en ese momento Rebus vio quién: era Jack Bell. Bell giró la cabeza, le reconoció y le apuntó con el índice antes de volverse de nuevo hacia la cámara. Rebus oyó que decía:

– … mientras policías como ése lo único que hacen son labores de limpieza sin ofrecer soluciones preventivas viables…

– Corten -dijo el director-. Perdone, Jack -añadió señalando con la cabeza a Rebus, que había cruzado la calle y estaba a espaldas de Bell.

– ¿Qué sucede aquí? -preguntó Rebus.

– Estamos haciendo un reportaje sobre violencia y sociedad -replicó tajante Bell, molesto por la interrupción.

– Pensé que era un vídeo de autoayuda -dijo Rebus con sorna.

– ¿Qué?

– Una guía para buscar prostitutas en coche o algo así. Ahora la mayoría de ellas se dedica a esa modalidad -añadió Rebus señalando con la cabeza hacia Salamander Street.

– ¡Cómo se atreve! -farfulló el diputado para, acto seguido, volverse hacia el director-. Vea usted una actitud que ilustra perfectamente el problema del que hablábamos. La Policía muestra en la actualidad una actitud mezquina y malintencionada.

– A diferencia de usted, claro -añadió Rebus, advirtiendo que Bell tenía en la mano una fotografía que esgrimió ante sus narices.

– Éste es Thomas Hamilton -dijo-. De quien nadie pensaba que tuviera nada de particular y resultó ser la encarnación del mal el día que entró en el colegio de Dunblane.

– ¿Y cómo habría podido prevenir eso la Policía? -preguntó Rebus cruzando los brazos.

Antes de que Bell contestara, el director preguntó a Rebus:

– ¿Había en casa de Herdman vídeos, revistas o películas violentas?

– No hay indicios de que estuviera interesado por ese tipo de cosas. Pero, aunque lo estuviera, ¿qué?

El director se encogió de hombros desistiendo de plantear más preguntas.

– Jack, tal vez podría tener una breve entrevista con… perdone, no he captado su nombre -añadió sonriendo a Rebus.

– Me llamo Que te den por culo -replicó Rebus sonriente mientras cruzaba la calle y entraba en la comisaría.

– ¡Es una vergüenza! -gritó Bell desde la otra acera-. ¡Una auténtica vergüenza! ¡No voy a consentir…!

– ¿Qué, haciendo amigos otra vez? -comentó el sargento de guardia del mostrador.

– Por lo visto es un don que tengo -replicó Rebus subiendo la escalera hacia el DIC.

Como había presupuesto para horas extra en el caso Herdman, vio agentes trabajando a aquellas horas. Escribían informes, charlaban y tomaban algo caliente. Reconoció a Mark Pettifer y se acercó a él.

– Necesito una cosa, Mark.

– ¿Qué?

– Que me presten un portátil.

– Pensaba que los de su generación usaban pluma y pergamino -dijo Pettifer sonriendo.

– Y otra cosa -añadió Rebus haciendo caso omiso del sarcasmo-. Que tenga conexión a internet.

– Creo que se lo podré conseguir.

– Mientras lo buscas… -añadió Rebus inclinándose hacia él y bajando la voz-. ¿Recuerdas cuando detuvieron a Jack Bell por deambular en busca de prostitutas? Fueron compañeros tuyos, ¿verdad?

Pettifer asintió despacio con la cabeza.

– Me imagino que no habrá papeles…

– No creo. Al final no hubo cargos contra él, ¿no?

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Y quiénes pararon el coche? ¿No podría hablar con ellos?

– ¿De qué se trata? -preguntó Pettifer.

– Digamos que… soy parte interesada -contestó Rebus.

El joven agente que había detenido a Bell había sido destinado a la comisaría de Torphichen Street. Finalmente, Rebus consiguió un número de móvil y su nombre: Harry Chambers.

– Perdone que le moleste -dijo Rebus sin presentarse.

– No es molestia. En este momento vuelvo a casa del pub.

– ¿Lo ha pasado bien?

– Hemos celebrado un torneo de billar y he entrado en las semifinales.

– Enhorabuena. Le llamo en relación con Jack Bell.

– ¿Qué le ha pasado a ese grasiento hijo de puta?

– Que no para de darnos la lata en el caso de Port Edgar.

Era la verdad, aunque no toda, y Rebus no consideró necesario explicarle sus deseos de librar a Kate del influjo del diputado.

– Pues a ver si le patean el culo, es lo único para lo que vale -comentó Chambers.

– ¿Denoto cierta animadversión por su parte, Harry?

– Después del aquel incidente de las putas movió los hilos para intentar que me descendieran. Menudo cuento tenía el tío; primero alegó que volvía a casa desde no sé dónde, y como no pudo justificarlo, dijo que estaba «investigando» sobre la necesidad de una zona de tolerancia. Sí, claro. La puta que hablaba con él me dijo que ya habían acordado un precio.

– ¿Sabe si era la primera vez que iba por allí?

– No lo sé. Lo único que sé (y trato de ser lo más objetivo posible) es que es un repugnante cabrón, fullero y vengativo. ¿Por qué ese Herdman no nos habrá hecho el favor de pegarle un tiro a él en vez de a esos dos pobres chicos…?


* * *

En casa, Rebus procuró seguir las instrucciones de Pettifer para inicializar el ordenador. No era el último modelo, tal como había comentado Pettifer: «Si va despacio, échele una palada de carbón». Le había preguntado cuántos años tenía el ordenador y el agente le contestó que dos pero que estaba ya casi obsoleto.

Rebus decidió que había que cuidar un aparato tan venerable y limpió la pantalla y el teclado con un paño húmedo. Era un superviviente, igual que él.

– Muy bien, veterano; a ver de lo que eres capaz -musitó.

Al cabo de unos minutos de frustración llamó a Pettifer y por fin lo localizó en el móvil, en el coche, camino de casa. Más instrucciones… Rebus no colgó hasta que consiguió lo que quería.

– Gracias, Mark -dijo antes de colgar.

Luego arrimó el sillón para poder estar más cómodo.

Estaba sentado con las piernas y los brazos cruzados y la cabeza levemente ladeada.

Veía a Teri Cotter durmiendo.

Загрузка...