Hannah estaba tumbada boca abajo, medio de espaldas, con los brazos extendidos como si hubiera tratado de parar la caída. Mientras una parte del cerebro de Kincaid había quedado conmocionado, la otra observaba los detalles: el jersey, del color de los calcetines, estaba levantado y dejaba al descubierto una franja de piel pálida; las costillas, que quedaban a la vista, subían y bajaban rítmicamente.
El alivio se expandió por su interior como un mareo. Cerró los ojos y respiró por un momento, estabilizándose, y luego se arrodilló a su lado. Aunque la cabeza de Hannah había quedado torcida, tenía buen color, y no le pareció que estuviera profundamente inconsciente. Le tocó suavemente el hombro.
– Hannah. -Ella emitió un suave ruido y sus párpados temblaron. Él volvió a probar, con más apremio-. Hannah. -Ahora abrió los ojos y lo miró confusa, con expresión vacía-. ¡Hannah, Hannah!
Un destello de reconocimiento brilló en sus ojos. Volvió un poco la cabeza y parpadeó.
– Qué… -Se volvió a mover, recuperando los sentidos y el conocimiento-. La cabeza. Dios mío. Qué ha… -Trató de levantarse e hizo una mueca de dolor.
– Cuidado, cuidado. Con calma. ¿Qué le duele?
– La cabeza… la nuca.
– ¿El cuello no?
Ella hizo rodar la cabeza hacia los dos lados, tanteando.
– No, parece que está bien.
– Bien. ¿Puede mover las piernas? -Ella las flexionó una tras otra y asintió-. Muy bien, menos mal. No, espere -le dijo cuando ella intentó incorporarse-. Vayamos por pasos. -Le pasó el brazo por debajo de la cabeza y la mantuvo al nivel de los hombros-. ¿Mejor así?
– Sí. Creo que estoy bien, en serio. Lo noto todo y puedo moverme. -Hannah dobló de nuevo brazos y piernas para mostrárselo. Esbozó la sombra de una sonrisa-. Dios mío, me siento como Humpty Dumpty. *
– Afortunadamente no se parece a él -dijo Kincaid, afectuosamente. Dudaba de moverla de allí, pero al cabo de unos minutos de oír a Hannah quejarse de que la sangre le subía a la cabeza, decidió ganar tiempo. Deslizó el brazo por debajo de los hombros de ella, la levantó y le dio la vuelta para sentarla de lado en el escalón con la cabeza contra la pared.
Hannah movió la cabeza con impaciencia.
– Estoy bien. Deje que…
– Espere -la interrumpió Kincaid-. Hay que comprobar el alcance del golpe.
Le pasó el dedo suavemente por la nuca. Cerca de la coronilla le estaba saliendo un bulto-. Le está saliendo un buen chichón, pero la piel está intacta. ¿Qué más?
Ella se cogió la muñeca derecha con la mano izquierda.
– Me duele horrores, pero puedo moverla.
– ¿Algo más?
– Me parece que no.
– Bien. Supongo que le saldrán varios moretones.
Cuando se irguió, Kincaid notó que le temblaban las manos, y que en los dedos le había quedado la huella del cabello de ella y la hinchazón de debajo. Esta reacción se le pasaría, lo sabía, y rechazó aquella primera imagen grabada en su mente: Hannah inmóvil en el suelo, debajo de él.
– Ahora cuénteme qué ha pasado.
Por primera vez, Hannah tuvo miedo.
– Estaba en lo alto de las escaleras. La puerta del rellano estaba abierta… Recuerdo haberme vagamente sorprendido de no oír pasos o los ruidos normales de la gente al caminar. Entonces he notado una mano en la espalda.
– ¿Y ha visto…?
– No, no he tenido tiempo. Un fuerte empujón es lo único que recuerdo. -Se palpó con energía la muñeca-. Supongo que he intentado frenar la caída.
Kincaid le tocó el brazo.
– Hannah, ¿está segura de no saber quién era? ¿No tiene ninguna impresión?
Ella negó con la cabeza.
– No, por qué…
Oyeron un portazo en la entrada y pasos rápidos que cruzaban el porche. Patrick Rennie entró en el vestíbulo, sonrojado por la rabia o la excitación. Se detuvo al verlos y miró a uno y otro, anonadado.
– Hannah, por qué… ¿Qué pasa? -Su tono pasó del asombro a la preocupación al observar la postura protectora de Kincaid-. ¿Está bien?
Kincaid, con la mano todavía en el brazo de Hannah, notó que ella se ponía rígida. Como no contestó, lo hizo en su lugar.
– Ha recibido un buen golpe. -Hizo una pausa, estudiando la cara de Rennie-. Alguien la ha empujad escaleras abajo.
Rennie los miró incrédulo. Cuando logró hablar, tartamudeó como un niño:
– Por… ¿empujado? ¿Ha dicho empujado? ¿Y por qué diablos iba nadie a empujar a Hannah? Quizás se ha…
Kincaid, con malicia, pensó que por una vez Rennie había perdido su aplomo.
– Pensaba que podría… -empezó a decir, pero Rennie lo interrumpió.
– ¿Han llamado al médico? ¿Y la policía? Llevan todo el día merodeando por aquí y ahora, cuando podían hacer algo útil…
– Tranquilo, hombre. No me ha dado tiempo de llamar a nadie. Tal vez… -Kincaid notó que Hannah se crispaba a su lado, y la oyó decir, bajito, con apremio.
– No, no me deje.
– Tal vez -continuó, dirigiéndose a Rennie, sin mirarla a ella-, podría ir usted a llamarlos ahora.
– Se pasa la vida preparándome tazas de té. -Hannah ensayó una pálida sonrisa.
– Cada uno tiene su función -respondió Kincaid desde la cocina-. He nacido en una época equivocada. Seguro que habría sido un buen mayordomo.
– ¿Usted en el papel de Jeeves *? No lo creo.
Esta vez su sonrisa fue genuina, y Kincaid se sintió aliviado al ver que su rostro se relajaba. Con la ayuda de Rennie, la habían subido por las escaleras y entrado en su suite, donde la habían acomodado en el sofá.
Rennie daba vueltas en torno a Hannah, con el claro deseo de hablar con ella sin la presencia vigilante de Kincaid. Parecía que Hannah había abandonado su miedo casi instintivo ante su hijo, pero no había hablado con él ni lo había mirado directamente. Kincaid no tenía intención de dejarlos todavía.
Rennie cedió finalmente, recuperando su simpatía habitual.
– Mire, me doy cuenta de que no soy bienvenido. Pero si puedo hacer algo, ¿me lo dirá? -Desde la puerta volvió a dirigirse sólo a ella, haciendo caso omiso de Kincaid-. Lo siento, Hannah.
A Kincaid le dio la sensación de que no se estaba refiriendo a la caída. Salió de la cocina con dos tazas de té y una bandeja de galletas digestivas.
– La hora del té.
Hannah cogió una galleta, vacilante.
– Me da la impresión de que no he almorzado. Por eso me siento tan débil.
Kincaid empujó la butaca y se sentó lo bastante cerca para pasarle el té y las galletas. Observó su rostro mientras cogía la taza de té. Esperó a que bebiera y comiera antes de hablarle.
– Hannah, cuénteme qué ha pasado entre Patrick y usted. Creo que es necesario -añadió, suavizando un poco el tono perentorio de la petición.
Ella bebió y la taza tintineó sobre el platito cuando la dejó.
– Yo no quería que fuera así. No quería… -Apartó la cabeza, con los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto reciente, nuevamente llenos de lágrimas-. Primero lo acusé de todas esas cosas horribles, todas esas cosas que usted me dijo. Me salió así. No pude evitarlo. Luego le dije…
– ¿Que era su madre? -atajó Kincaid.
Hannah se rió espasmódicamente.
– Menuda ganga. Desconfiada, áspera. No me extraña que no le haya hecho mucha ilusión la perspectiva.
Hannah cruzó los brazos sobre el pecho y se echó a temblar.
– Está conmocionada. -Kincaid se inclinó sobre ella, lleno de remordimientos-, no debería darle la lata…
– No, no, he de decírselo. Quiero decírselo. -Levantó la voz y Kincaid se dio cuenta de que se esforzaba por dominarse-. Me he equivocado en todo, ya ve -prosiguió, expresándose con calma-. Desde el principio. Éxito. Independencia. Ésas eran las cosas que yo veía en mí. Bajo la jurisdicción de nadie. Pensaba en el matrimonio y la familia como una pérdida de autonomía. -Hannah retorció la punta de la manta-. Qué falsedad. La verdad es que yo no tenía nada que dar, nada que compartir. -Levantó la vista y lo miró-. Y Patrick… Creo que lo que más le ha dolido ha sido el tiempo que he esperado… Si conocerlo era tan importante para mí, ¿por qué no lo busqué hace años? Y podría haberlo hecho, en eso tiene razón. Con todas mis ilusiones de valor e independencia, nunca hice frente a mi padre. Mi padre…
Kincaid aguardó mientras ella buscaba una postura más cómoda. Los músculos faciales mostraban agotamiento, se le caían los párpados.
– Hannah…
– No, quiero contárselo, antes de que todo se me vaya…
Kincaid guardó silencio, impotente ante su necesidad de hablar. Lo había visto con cierta frecuencia en víctimas de accidentes o en estado de shock, pero Hannah era más coherente que la mayoría.
– Patrick… ¿Cómo puedo explicar lo que me ha pasado este último año? El reloj biológico es estúpido, ya lo sé -sus labios se torcieron en una débil sonrisa-, pero cuando he sabido que no podría tener otro hijo… algo ha cambiado en mí. De pronto todo parecía vacío. Todo lo que había hecho, tan absurdo…
Kincaid, perplejo, empezó a protestar.
– No irá a decir ahora que las mujeres sólo pueden realizarse con el matrimonio y los hijos… No me lo creo de usted.
Ella empezó a sacudir la cabeza, luego se llevó los dedos con delicadeza a la nuca.
– No… -Se quedó callada tanto rato que Kincaid creyó que se había perdido. Luego dijo, tranquila-. No creo que el sexo tenga mucho que ver. Son las pequeñas mentiras, la acumulación de decepciones. Nos hacemos un caparazón, ocultándonos, como una criatura marina de cuerpo blando. Con miedo de…
– ¿Con miedo de qué, Hannah? -Kincaid no se fiaba de su propia delicadeza.
De nuevo sacudió imperceptiblemente la cabeza.
– De perder…
Apartó los ojos. Cogió la taza olvidada y se bebió el té frío, sedienta, retrocediendo para alejarse del presunto precipicio al que se había acercado.
Parpadeó y cerró los ojos, bordeados de pestañas oscuras. La taza vacía tintineó entre sus manos. Kincaid la iba a coger cuando ella empezó a hablar con los ojos cerrados.
– De pronto me di cuenta de que si no me despertaba una mañana, nadie me echaría de menos. Aparte de Miles. Miles y yo fuimos amantes, al principio. -Hannah sonrió levemente al recordar-. Él se cansó cuando empezó a fallarle la salud. O tal vez yo no tuviera mucho que dar tampoco entonces. Pero sigo siendo lo único que tiene, aparte de un despreciable sobrino que no le importa mucho, y yo lo he descuidado muchísimo desde que me… obsesioné tanto con Patrick.
Abrió los ojos y miró a Kincaid. La luz vespertina hacía fluctuar sus iris del color avellana al verde, casi tan claros como los de Patrick Rennie.
– Obsesión… un interés egoísta -dijo, soñadora, y siguió con más vehemencia-. ¿Qué derecho tenía yo de buscar a Patrick y espiarlo, juzgando sus capacidades como hijo? Podía haber ido a su despacho a contarle la verdad directamente, darle una oportunidad de empezar de forma ecuánime. Y en cambio… -Un pequeño encogimiento de hombros de desolación resumió el resultado.
– Me parece -dijo Kincaid con suavidad- que ya te has castigado bastante por errores que cualquiera podía haber cometido. Ninguno de nosotros tiene las respuestas por adelantado. ¿Por qué es demasiado tarde para Patrick y para usted? ¿Es que no puede contarle lo que me ha contado a mí? ¿Tiene algo que perder?
– Bueno… Él no quiere…
– ¿Cómo sabe lo que Patrick quiere o no quiere? No me ha dado la impresión de un hombre determinado a cortar toda relación.
A no ser, pensó Kincaid, que Patrick Rennie hubiera visto alguna ventaja en adoptar un nuevo papel, el del hijo afligido que ha encontrado a su madre.
– Qué raro -dijo Hannah, interrumpiendo su poco agradable especulación-. Después de todo lo que ha pasado, hoy me siento muy distanciada. Como si viera las cosas a través de un telescopio. Claras y lejanas. No creo que me dure. Pero veo claramente que no puedo perseguir a Patrick y esperar que llene los vacíos de mi vida.
La voz de Hannah se iba cargando de sueño. Kincaid recogió el servicio de té y volvió a su lado, pensando que no debía dejarla descansar todavía. Una pregunta pendía sobre él como un peso.
– Hannah, ¿pudo ser Patrick quien la empujó escaleras abajo?
Ella no se molestó, como hubiera hecho anteriormente ante una sugerencia de la culpabilidad de Patrick, sino que respondió pensativa y somnolienta.
– Ya lo he pensado. Sería idiota, si no. Pero no lo creo. -Hizo una pausa, buscando las palabras-. Había tanta… maldad en ese golpe. Lo noté. -Arrugó la frente, concentrada-. Hoy he visto un poco al verdadero Patrick, no mi versión idealizada de él. Hay un poco de rabia en la superficie, de amargura, pero también la habilidad de reírse de sí mismo, de poner los sentimientos en perspectiva. No me lo imagino albergando tanto odio. -Se puso de nuevo a temblar-. ¿Por qué me puede odiar alguien tanto?
– Qué le…
Una llamada a la puerta interrumpió su pregunta, pero Hannah levantó una mano para detenerlo mientras se levantaba.
– No le diré lo que me dijo de Cassie y Penny. Tendrá que preguntárselo usted.
Kincaid dudó y acabó por asentir. No tenía sentido intimidarla, había empezado a calibrar su testarudez. Además, lo comprendía.
Anne Percy aguardaba pacientemente junto a la puerta, con su maletín de médico. A Kincaid le dio un vuelco el corazón y se sintió imbécil.
Kincaid se encontró con el inspector jefe Nash en las escaleras.
– Vengo a tomar la declaración de su querida Hannah Alcock.
Se lo dijo sin preámbulos, con ese tono burlón que hacía que Kincaid se tragara una infantil respuesta insultante.
– Está la doctora Percy con ella. No parece tener nada grave.
– ¿En serio? -preguntó Nash, sarcástico-. Bueno, bueno. ¿No es extraño?
– ¿Qué insinúa, si se puede saber? -Kincaid hizo un esfuerzo por dominar la exasperación de su voz.
– Muchacho, ¿no le parece que es una caída muy apropiada? Sola, sin testigos, una pequeña caída por las escaleras…
– La encontré yo: ¡estaba inconsciente!
– Muy apropiado, como le he dicho, que la encuentre un policía bien dispuesto. -Nash soltó una risotada condescendiente-. Cualquiera puede fingir un desmayo.
Kincaid cerró los ojos y respiró hondo.
– ¿Tiene usted idea, inspector jefe, de por qué la señorita Alcock iba a correr el riesgo de partirse el cuello?
– Se me ocurre que si está liquidando gente a diestra y siniestra, parecer una víctima no está de más. Es un viejo truco.
– ¿Qué motivo podía tener para matar a Sebastian y a Penny?
– El mismo que cualquier otro. Dígamelo usted, muchacho. Es su amiguita.
Nash le sonrió malicioso, y Kincaid pensó que su conversación iba por camino de convertirse en una farsa.
– Siento no poder ayudarlo, inspector. Tendrá que preguntárselo usted.
Kincaid salió disparado por la puerta y sacudió la cabeza, como si el aire frío pudiera despejarle las ideas. Por muy pequeña que fuera la dosis de inspector Nash, se sentía como si hubiera vagado por una niebla densa. Quería hacerle unas preguntas a Patrick Rennie y no tenía intención alguna de invitar a Nash para que le estropeara la entrevista.
Caminó por el jardín, ya en sombras, lamentando no tener a Gemma o a Peter Raskin como equipo consultor. El primer piso de Followdale House estaba dividido en secciones por puertas antiincendios: una dividía la zona que contenía su suite y la puerta del balcón de la zona que contenía la suite de Hannah y la escalera principal. A su vez, esa zona estaba separada de las suites del otro lado de la casa por otra puerta. Kincaid recordó que al salir por la puerta entre su suite y la escalera, habría jurado oír que la puerta más lejana se cerraba.
En aquel momento no se paró a pensarlo, hasta que Patrick había llegado por la puerta de entrada, sonrojado y jadeante, al cabo de unos minutos de que él hubiera encontrado a Hannah; Kincaid no podía saber cuánto rato llevaba Hannah allí caída, pero tal vez fueran sólo unos minutos. Rennie pudo bajar corriendo por las escaleras traseras y dar la vuelta al edificio, ansioso por saber los resultados de su atentado contra la vida de Hannah.
Kincaid volvió a la casa y dudó un momento en el vestíbulo. ¿Dónde estaría Peter Raskin? ¿Alguien habría tomado declaración a los demás huéspedes?
Permaneció quieto, al acecho del menor ruido, de cualquier señal de vida o movimiento en el interior. Le sorprendía que una casa de aquel tamaño, con casi una docena de personas, pudiese dar esa sensación desértica. El barullo que se había creado en el cóctel del primer día era inimaginable ahora. Los huéspedes habían perdido interés en frecuentarse.
Caminó por la recepción en penumbra hacia la sala, donde una tenue lámpara proyectaba un solitario haz de luz. Un leve ruido en la barra del bar atrajo a Kincaid a la puerta.
Patrick Rennie estaba sentado solo en una mesa, taciturno, empujando un vaso por el pequeño charco de líquido condensado.
– Justo la persona que buscaba -dijo Kincaid, y Rennie levantó la cabeza de golpe.
– ¿Cómo está Hannah?
– La doctora Percy está con ella. No creo que tenga nada grave. -Kincaid cogió una cerveza de debajo de la barra y se sentó enfrente de Rennie-. ¿Dónde está todo el mundo?
– Encerrados en sus habitaciones esperando saber lo que va a ocurrir, me imagino. El inspector jefe Nash ha mandado al policía ese a tomar declaraciones. No sé si ha terminado la ronda. Oiga -Rennie cambió de táctica, para no distraerse de lo que tenía en mente-, hoy me he comportado muy mal con Hannah. -Y ahora esto. Rennie hizo un vago movimiento hacia las escaleras, luego su mirada se cruzó con la de Kincaid-. ¿Le ha contado algo de mí?
– Sí.
– ¿Y le ha contado mi odioso comportamiento de esta mañana?
– Me ha dicho que le ha dolido a usted su entrada a codazos en su vida -respondió Kincaid secamente.
Rennie se frotó la frente con sus largos dedos.
– Tiene que haber sufrido tanto… y encima yo la pisoteo con una sensibilidad de elefante. -Levantó las cejas y esbozó la sonrisa de autoirrisión que debió de haber visto Hannah-. Habrá sido el susto. Tantos años preguntándome quién sería, cómo sería, por qué me dio… lo recordé todo de golpe. ¿Cree que es demasiado tarde para volver a empezar?
A Kincaid el papel de consejero de corazones solitarios no le hacía ilusión en ningún caso, pero en particular cuando una de las partes podía haber intentado apresurar la desaparición de la otra.
– No sabría decirle. -Dio un trago a su cerveza y luego añadió, simplemente-. En buena parte dependerá de dónde haya estado hoy antes de volver.
Rennie se puso como la grana.
– Dios mío, qué imbécil he sido. Tenía usted razón con lo de Cassie. Empezó el año pasado. Marta sabía que sucedía algo, pero la engañé para que viniéramos de todos modos. Yo creía que Cassie me quería, que valía la pena hasta arriesgar mi futuro. -Sacudió la cabeza, como desconcertado ante su propia estupidez-. Pero esta vez no ha ido nada bien. Esta tarde he decidido que teníamos que hablar y aclarar las cosas. Fui al chalet y empecé a llamar a la puerta, pero la puerta no estaba cerrada del todo. Bueno, es la vieja historia de siempre, no sé de qué me sorprendo…
Sonrió, pero seguía sonrojado y sin mirar directamente a Kincaid.
– ¿Muy comprometedor?
– Bastante.
– ¿Y quién era el afortunado?
Rennie apartó la vista.
– Graham Frazer.