A Hannah se le ocurrió pensar, mientras temblaba por el frío que se filtraba entre los grandes bloques de piedra que había bajo sus pies, que se había engañado a sí misma. La energía febril que había sentido al despertar se había esfumado, dejándola hueca como una cáscara vacía, y lo que entonces le había parecido sensato ahora no pasaba la prueba de la lógica.
La bravuconería la había hecho salir con un portazo. No quería que el miedo dictara su vida y que la mimaran y cuidaran como a una viejecita.
Parecía una buena razón. Pero también debía enfrentarse a ello. Había huido, como si la persiguieran todos los demonios del infierno, lejos de la casa y del mal sin rostro que habitaba en ella.
Apartó aquellos pensamientos de su mente y miró, río abajo, el valle suave del Ure que se extendía a sus pies. Una nube oscureció el sol y Hannah se ciñó la chaqueta de punto. Parecía estar sola en el mundo, no se veía ninguna señal de humanidad, ni un cercado para ovejas o un muro de piedra. Sólo la ladera de árboles y el horizonte azul, y en la otra ribera una brillante alfombra de hojas rojizas.
El murmullo del agua sobre su lecho de piedras, en lugar de tranquilizarla, aumentó su sensación de aislamiento. En lo alto, hacia las Middle Falls *, una familia iba saltando por las piedras medio sumergidas, pero ella sólo veía que movían la boca, como si gritaran y rieran en una película muda.
Hannah suspiró, acariciándose la muñeca dolorida contra el pecho. No encontraba consuelo en aquel lugar. Sería mejor volver y afrontar la situación Duncan estaría furioso, y Patrick… si Patrick la veía como una carga que tenía que soportar, no había solución.
Hannah se volvió hacia la ladera que tenía detrás; su resolución perdía fuerza al pensar en la escarpada cuesta que debía subir para llegar al camino. Una figura apareció al fondo del sendero, que se deslizaba resbalando por la cuesta hacia ella; una figura con chaqueta de tweed, sombrero tirolés ladeado, balanceando un bastón y gafas redondas que centelleaban. Con un sobresalto, reconoció a Eddie Lyle.
Qué raro, pensó Hannah, no me parece muy excursionista.
Y qué irritante… era un hombrecillo que la exasperaba aun en los buenos momentos, y ahora no se sentía con ánimos para aguantarlo. No tenía escapatoria: la había visto y había acelerando el paso, saludándola animadamente con la mano.
– Qué alegría encontrar una cara amiga -dijo Lyle al llegar hasta ella-. He reconocido su coche en el aparcamiento. -A Hannah no se le ocurrió nada amable que decir y se limitó a sonreír débilmente. Lyle hinchó su pecho estrecho para respirar y espiró ruidosamente-. Qué bonito, ¿verdad? ¿Ha visto también las Upper Falls? Tengo que decir que éstas me parecen más bonitas, por mucho que digan.
La última observación la pronunció con el tono de superioridad suprema que molestaba tanto a Hannah, pero se limitó a decir:
– Pues sí.
Prefería no prolongar el encuentro con una discrepancia. Se preguntó cómo lo aguantaba su mujer. Parecía agradable, las pocas veces que había hablado con ella. Quizás se escapaba de él en cuanto podía, pensó, sonriendo para sí.
Lyle seguía perorando, apuntando con el bastón mientras describía los rasgos geográficos del valle. Hannah contestaba con monosílabos y lo miraba con curiosidad. Parecía nervioso. No paraba de volverse para escrutar las orillas, como si vigilara a alguien.
Hannah siguió su mirada río arriba y vio que la familia saltarina se acercaba a los escalones de madera que llevaban de las Middle Falls al sendero. El último niño, cabizbajo, desapareció detrás de la pantalla de árboles.
– Mire. Justo ahí, en esas piedras -Lyle se inclinó y señaló la orilla con el bastón-. Helechos fosilizados, si no me equivoco.
De mala gana, Hannah se acercó a él y se asomó. La forma del helecho en la blanca roca plana parecía una fotografía; el dibujo claramente recortado, tenía la fuerza y la delicadeza de unos huesos antiguos.
– Llame a Peter Raskin. Dígale que…
– Déjeme ir con usted -interrumpió Gemma-. Lo llamo desde el coche.
Kincaid dudó. Patrick Rennie salió de la casa y se acercó a ellos, con expresión preocupada.
– ¡Hola! -los llamó-. ¿Ha visto a Hannah?
Kincaid miró a Gemma a los ojos.
– No hay tiempo. Busque a Peter Raskin y luego venga con Rennie. Querrá venir, y puedo necesitarlo si Peter no aparece.
Cogió el mapa del capó y se metió en el Midget, bendiciendo la rapidez de encendido del motor.
– Pero qué le digo a… -Gemma se aferró a la ventanilla.
– Lo que quiera. Pero venga. -Kinkaid arrancó, dejando que Gemma se arreglara con la perplejidad de Rennie, boquiabierto. Cuando Kincaid miró atrás, Gemma cogía a Rennie por el brazo, diciendo.
– Va a buscar a Hannah. Venga…
Su voz se perdió cuando él salió a la carretera. Confiaba en que Gemma sabría gestionar las cosas.
Por la manera como tomaba las curvas, podría estar corriendo el Gran Premio de Monaco. Tenía el mapa extendido en el asiento del copiloto, y en él había marcado a toda prisa con tinta una ruta serpenteante para no tener que ir buscándola. Dejó la carretera en Thirsk, con la esperanza de que la carretera secundaria, más directa, no le hiciera perder tiempo. Al bajar la vista, se dio cuenta de que tenía los nudillos blancos y aflojó las manos del volante. Conducía con concentración metódica, consultando el mapa, pero sus pensamientos corrían descontrolados.
Cómo no se había dado cuenta. Todas las piezas habían encajado como en un puzzle. Pequeñas cosas -contradicciones, coincidencias- se habían ido añadiendo hasta llegar a una fatal constatación. Eddie Lyle había dicho a su mujer que no había conseguido reservar una semana durante las vacaciones escolares. Sin embargo, cuando Kincaid, pensando en los Frazer, había insinuado esa dificultad a Cassie, ella se había asombrado. Y Lyle había insistido en que las vacaciones eran idea de Janet, mientras que según Janet y su vecina la idea había sido de él. Gemma había descrito a Lyle con el agua al cuello económicamente… con aspiraciones por encima de sus posibilidades… Kincaid recordó la conversación que oyó en The Blue Plate: Janet se preocupaba por los planes de Eddie de mandar a su hija a la universidad porque no podrían pagarla… La tía de Eddie había muerto joven de una enfermedad rara, como la mujer de Miles Sterrett… El sobrino despreciado de Miles; y Hannah era la barrera que le impedía el acceso al patrimonio de Miles.
Kincaid sacudió la cabeza. Tal vez estaba sacando las cosas de quicio, quizá su miedo por Hannah le distorsionaba la lógica. Pero entonces recordó que Eddie había salido apresuradamente, poco después de la desaparición de Hannah, con la excusa de un recado innecesario, y volvió a aferrar el volante con fuerza.
La luz brillaba en lo alto del páramo cuando Kincaid entró en Wensleydale. Apretaba el acelerador en las rectas hasta que los pastos se convertían en una mancha verde.
Del antiguo pueblo de Middleham vio sólo las brillantes banderas en las murallas del castillo y las humeantes grupas de los caballos de carreras que giraban por una esquina. Wensley y el pueblo dormido de West Witton le hicieron perder tiempo; los ancianos y las madres con sus cochecitos se volvían a mirarlo. Luego, de nuevo, una última recta despejada hacia Aysgarth.
Cuando empezaba a respirar con más calma, un rebaño de ovejas cruzó la carretera delante de él. Se detuvo en seco y soltó una palabrota. Las ovejas no tenían prisa. Una masa blanca de lana palpitante, marcada con grandes manchas de pintura roja o azul. Kincaid se apoyó en el claxon y empujó a las rezagadas con el morro del coche. El pastor enarboló el cayado, y la última oveja se apartó de la carretera esparciendo algunas piedras.
Después de una última curva cerrada, la carretera descendía hasta el río Ure, y a la izquierda estaba el aparcamiento de las cascadas de Aysgarth. Kincaid dejó el Midget de cualquier manera en el primer hueco que encontró y se levantó para orientarse. El Citroën verde de Hannah estaba bien aparcado en un rincón, solo y vacío.
Delante de Kincaid, estaba el camino que llevaba a las Upper Falls; detrás, al otro lado de la carretera, valle abajo, el camino llevaba a las Middle y Lower Falls.
Kincaid vaciló por un instante y optó por el camino de arriba, echó a correr golpeando a excursionistas y turistas a su paso. El camino se hacía cada vez más sombrío por la frondosidad de los árboles y el suelo musgoso, acompañado por el rumor del agua. Tuvo una premonición, pero en cuanto llegó al claro sólo vio picnics familiares y montañistas con botas posando para una foto sobre las grandes piedras. No había ni rastro de Hannah.
El camino del otro lado de la carretera era tan tranquilo como un sendero de campo. A un lado había prados abiertos, y al otro la densa vegetación de la ribera. Una familia bajó hasta el camino por una escalera de madera. Los niños estaban mojados y quejumbrosos, los padres enfadados.
– ¡Mamá, quiero un helado, lo habéis prometido! -gritó el pequeño, furibundo.
– Chit, Trevor, te he dicho que…
Kincaid prácticamente cayó sobre ellos. Entre jadeos logró preguntar:
– ¿Hay alguien más allí?
– Con nosotros, no. -El hombre señaló-. Pero hay gente algo más adelante, río abajo.
– ¿Dos personas?
El hombre hizo un gesto dubitativo:
– Eso creo. Pero no lo puedo jurar.
Kincaid los dejó mientras ellos lo seguían con la mirada y los olvidó al instante. Casi se saltó la señal y la estrecha abertura en la espesura de la orilla. «Lower Falls. Sólo salida». Haciendo caso omiso de la advertencia del cartel, se introdujo por el camino.
Resbalando por la arena y los guijarros sueltos, bajó a una velocidad suicida. Con una lluvia de grava y aferrándose a una zarza, salió de la espesura y llegó a la superficie plana de la orilla.
A diez metros de él, Hannah Alcock se estaba asomando al borde del río. Detrás, Eddie Lyle se agachaba, y Kincaid captó el brillo de una piedra en su mano.
Kincaid gritó, nunca supo muy bien qué. Su memoria lo conservó como un alarido continuo sin la banda sonora de la escena a cámara lenta que tenía lugar ante sus ojos.
Hannah se incorporó y se volvió, sonriendo al reconocerlo. Lyle se quedó inmóvil. Pero un instante después aferró el cuello de Hannah con el brazo e introdujo la otra mano en el bolsillo del abrigo. Kincaid vio un destello. Lyle volvió a sacar la mano y la levantó sobre la sien de Hannah.
Una pistola. Aquel bastardo tenía una pistola. El breve forcejeo de Hannah cesó cuando notó sobre la cabeza la fría boca del arma.
Kincaid levantó las manos y avanzó unos pasos, con cautela.
– No se acerque más. -chilló Lyle. Aferró el cuello de Hannah con más fuerza y Kincaid vio los ojos de ella en blanco.
– ¿Me oye, Eddie? -Kincaid no gritó, por miedo de agravar la situación todavía más-. Escúcheme, Eddie, no tiene sentido. Suéltela.
– ¿No tiene sentido? -Lyle se echó a reír-. ¿Qué me va a impedir que mate a los dos, y no a uno? -Sus maneras nerviosas habían dado paso a una excitación febril. Estaba disfrutando, pensó Kincaid. Los asesinatos de Sebastian y Penny podían haber sido una necesidad, pero a Lyle le había gustado matar. Al constatarlo, Kincaid se quedó helado.
Hannah debió emitir algún sonido, porque Lyle le echó la cabeza todavía más para atrás.
– Haré lo que me dé la gana, comisario.
Sus palabras eran desdeñosas.
– Matarnos no le evitará nada, Eddie. Dejará rastro. El laboratorio encontró huellas en el pañuelo que escondió con la sangre de Penny.
Un instante de duda ensombreció el rostro de Lyle. Kincaid aprovechó la ventaja.
– Seguramente lleva mucho tiempo planeándolo, Eddie. Su madre y usted eran los únicos parientes de Miles Sterrett. Qué oportuna su madre al morir justo cuando usted entró en el piso de Hannah. Estaba reduciendo el terreno, ¿no, Eddie?
– ¿Trucos de poli, Kincaid? ¿Va a entretenerme charlando hasta que lleguen los refuerzos? ¿Creía que me iba a quedar embobado? -Bajo el tono ligero y casi guasón de Lyle, Kincaid percibió la hostilidad que le daba alas-. Se le olvidan los halagos, comisario.
Kincaid tragó saliva para segregar y humedecerse la boca seca.
– A eso iba.
Los refuerzos eran lo último que quería que tuviera Eddie Lyle en mente; prefería que pensara que quería ganar tiempo hablando. Pero ¿dónde diablos estaba Gemma?
Y, ¿qué argumento podía aducir para disuadir a ese hombre que no tenía ya nada que perder? Lyle no iba a ver nunca el dinero de Miles Sterrett, y lo condenarían a cadena perpetua tanto si los mataba como si no.
– Satisfaga mi curiosidad, Eddie. Sé que Penny debió verle la noche en que mató a Sebastian. ¿Quedaron para verse en la cancha de tenis? -Por el tono de Kincaid parecía como si estuvieran charlando delante de unas cervezas. Sopesó la posibilidad de llegar hasta Lyle antes de que disparara, pero decidió que era físicamente imposible. Debía confiar en su labia.
– Una sugerencia mía. -Volvió a sonreír-. Era un lugar como otro cualquiera.
– ¿Y Sebastian? ¿Qué fue lo que averiguó?
– Ese maldito fisgón. -Lyle pareció malhumorado-. Me vio salir de su cuarto-. Apretó más el cuello de Hannah, para que no hubiera duda de a quién se refería-. Había estado… comprobando unas cosas. No podía permitirme que se encontrara ninguna relación luego, ¿verdad?
– No, no, claro que no -respondió Kincaid como si fuera la pregunta más razonable del mundo. Le pareció oír un ruido emboscado en el camino y se apresuró a hablar para que Lyle no lo oyera también.
– Oiga, Eddie…
– Me estoy cansando, comisario. Camine hasta allí.
Lyle indicó con la cabeza la orilla del río. El sol se reflejó por un momento en los cristales de sus gafas iluminando unos ojos redondos, brillantes y metálicos.
Kincaid oyó un deslizamiento a sus espaldas, luego un ruido sordo. Se oyó la voz de Patrick, con una nota de pánico.
– Han… -pero se interrumpió, amordazado, sin duda, por la mano de Gemma. Kincaid oyó claramente sus fuertes respiraciones por encima del murmullo del río y de los latidos de su corazón.
Lyle se volvió bruscamente hacia ellos y Kincaid advirtió la tensión en todo su cuerpo. Aferró a Hannah con más fuerza.
– Retrocedan. Todos.
– Ríndase, Eddie. Está llegando más policía. No ponga las cosas más difíciles.
– ¿Más difíciles? -La risa de Lyle era histérica-. ¿Por qué no puedo tener la satisfacción de llevarlos conmigo, sobre todo a ella? -Puso la pistola contra la sien de Hannah-. Me dan asco.
– ¿Y su esposa? -soltó Kincaid a la desesperada-. Y su hija… ¿cómo lo va a pasar cuando salga la noticia en todos los periódicos? Van a hacer su agosto con usted, Eddie, créame. Y a Chloe le va a pesar toda la vida.
Por primera vez, Lyle pareció flaquear, girando la cabeza a ciegas. De repente, Hannah le dio un pisotón.
Kincaid se lanzó hacia ellos. La luz del sol pareció fundirse a su alrededor hasta dejarlo inmóvil, impotente.
De un golpe que le torció las gafas de montura dorada, Eddie Lyle se llevó la pistola a la sien y disparó.