Sebastian flotaba boca abajo, tenía la piel cenicienta y el pelo rubio ondeaba como una anémona en una ilusoria vivacidad. A pesar de la primera impresión de Kincaid, llevaba un bañador estampado con flores tropicales.
Había un grueso cable eléctrico enroscado en torno al balcón del primer piso que se hundía en las agitadas aguas. Kincaid empujó a los niños, que se habían quedado mudos, a través de las puertas. Tenían expresiones conmocionadas y, como no recordó sus nombres, se agachó delante de ellos y les dijo con suavidad:
– Quedaos aquí. No podéis tocar el agua. ¿Habéis entendido?
Los niños asintieron solemnemente y Kincaid los dejó para subir los escalones de tres en tres hasta el balcón.
El cable se extendía por la barandilla desde el enchufe cercano a la puerta del fondo. Kincaid aferró la clavija con un pliegue del albornoz y la soltó, luego aseguró el cable enrollándolo a uno de los barrotes del balcón. Se detuvo un instante a tranquilizar a los niños y volvió a la piscina, se quitó el albornoz e inició la incómoda tarea de sacar el cuerpo del agua.
La piel de Sebastian estaba fláccida y reblandecida. Todavía sorprendía a Kincaid, a pesar de su larga experiencia con cadáveres, que algo tan intangible como la presencia de vida pudiera experimentarse tan claramente al contacto con la piel. El cuerpo de Sebastian, sin embargo, al contrario que la mayoría, estaba caliente, más caliente incluso que el suyo, con la carne viscosa y resbaladiza.
Kincaid logró por fin sacarlo de la piscina agarrándolo por las axilas, y Sebastian cayó sobre el borde del ladrillo con un leve rebote. Kincaid le dio la vuelta en busca de señales vitales, aunque la rápida alteración del cuerpo en agua caliente convertía su acción en inútil.
Las puertas de la piscina se abrieron de par en par y oyó una exclamación detrás de él. Se incorporó con esfuerzo y se secó las manos en los costados en un gesto instintivo.
Era Emma MacKenzie, ante la puerta, todavía con la mano en el picaporte. Menos mal que era Emma y no Penny, pensó Kincaid.
– Dios mío. Es Sebastian. Está muerto, ¿verdad? -Le sorprendió la suavidad de su voz. Se acercó y tendió la mano, como para tocarlo.
Kincaid asintió:
– Eso me temo. ¿Podría usted ir al despacho y llamar a la policía local? Y luego esperarlos para acompañarlos hasta aquí.
– Pero… ¿y los niños?
– Ya han visto lo peor. No creo que unos minutos los perjudiquen todavía más. Alguien tiene que quedarse con el cadáver. Si los mando subir solos sus padres bajarán inmediatamente, y es mejor que haya el menor lío posible antes de que llegue la policía.
Emma reflexionó un momento, con aire, ausente, abrazando la toalla doblada contra su cuerpo.
– De acuerdo -dijo, recuperando la eficiencia. Salió, acompañada por el ruido de sus chancletas sobre las baldosas.
Ella había aceptado su autoridad sin cuestionarla, pensó Kincaid, pero no todo iba a resultarle tan fácil. Había sido un estúpido al fingir no ser quien era, y ahora tendría que apechugar. Tenía un instinto de policía demasiado desarrollado para sofocarlo. Sentía ya que sus sentidos se aguzaban, como al principio de cada caso. Pero éste no era suyo, se recordó con determinación. No estaba en su jurisdicción, y sus colegas de la zona lo verían como un estorbo: Scotland Yard metiendo las narices donde no la llaman. No conocía a ninguna de aquellas personas, tal vez sólo a Hannah. No quería tener más que una relación casual con ellos y no debía implicarse por nada del mundo. Sintió un aguijonazo en la conciencia. Sebastian le caía bien. De pronto, se notó agotado. Se le ocurrió, en el breve remanso entre el descubrimiento y la actuación oficial, que estaba sufriendo cierto grado de conmoción. Siempre sentía un acceso de lástima y rabia al encontrarse con un cadáver, aunque había aprendido a distanciarse, a categorizarlo. Pero nunca antes se había encontrado con el cuerpo de alguien a quien había conocido, tocado, con quien había hablado horas antes. Sintió la necesidad de hacer un gesto especial, de reconocimiento. Se arrodilló y tocó por un instante el hombro desnudo de Sebastian.
Se estremeció. Tenía la piel mojada y fría ahora que el acceso de adrenalina había bajado. Por bien que le hubiera caído Sebastian, él no era responsable de su muerte, no tenía otro poder oficial que el de un testigo inocente. Y como no podía hacer nada más por Sebastian Wade, volvió al lado de los niños.
El policía de guardia no tardó en llegar, abotonándose todavía la chaqueta del uniforme. Era un hombre joven y grueso, de cara redonda y rubicunda y expresión ligeramente bovina.
– A ver, ¿qué es eso de que se ha ahogado un hombre en la piscina?
– No se ha ahogado -dijo Kincaid. Le hizo una señal a Emma, que le pisaba los talones al policía, para que se quedara con los niños-. Se ha electrocutado. Con un aparato pequeño, supongo. Lo he desenchufado desde arriba, antes de sacarlo del agua, pero no he comprobado qué era.
– ¿Ha tocado el cadáver, señor?
Observó con calma a Sebastian que yacía como una ballena varada en el borde de la piscina, aunque a Kincaid le pareció que perdía algo de su color rosado.
– Pues claro que lo he movido. Tenía que comprobar que estaba muerto.
La exasperación de Kincaid hizo que el policía se afirmara en su dignidad oficial. Se irguió en toda su altura, nada despreciable, sacó cuaderno y lápiz y se balanceó sobre los talones.
– ¿Y usted quién es, señor?
Por desgracia, chupó el lápiz antes de llevarlo al cuaderno, y eso le hizo perder algo de la imagen de competencia y autoridad que pretendía darse.
– Me llamo Kincaid. Soy detective. Comisario de Scotland Yard. Estoy aquí de vacaciones y casualmente he sido el primero en bajar, aparte de los niños. Y, gracias a Dios, ellos no han tocado nada.
Había averiguado que los niños se llamaban Bethany y Brian, y que se habían escabullido de la habitación mientras sus padres dormían.
– Es que queríamos explorar -le había explicado Brian, con un ceceo exagerado por el hueco de un diente-. Parecía que el hombre estaba nadando y podía aguantar mucho sin respirar. Pero no salía y no salía…
– Y estaba muy raro -añadió Bethany-. No sabíamos que era Sebastian, no hemos visto su… y entonces Brian se ha echado a llorar. -La niña había mirado con reprobación a su hermano, con toda la superioridad de una hermana mayor, ahora que el horror se había quedado al otro lado de la puerta-. ¿Hemos hecho algo mal?
Brian hizo un puchero, al borde de las lágrimas, y Kincaid se apresuró a tranquilizarlos:
– Los dos habéis sido muy valientes y muy responsables. Vuestro papá y vuestra mamá estarán orgullosos de vosotros, y en cuanto llegue la policía alguien os acompañará arriba, con ellos.
El policía parecía haber decidido que Kincaid no podía ya causar ningún daño. Después de todo, llevaba solo con el cadáver un buen rato:
– Agente Rob Trumble, señor. Tengo que llamar a la central. Si no le importa…
– Claro. -Kincaid le hizo un gesto de despedida y se quedó ante el cadáver, indeciso. Con qué diablos lo habrían hecho, se preguntaba. Se quitó el albornoz y se introdujo en el agua templada. Se envolvió la mano con un trozo de tela, la metió en el agua y sacó el objeto del fondo con cautela. Era un calentador eléctrico portátil, del tamaño de un bolso de mujer, y si no estaba muy equivocado, lo había visto, o uno muy parecido, bajo el escritorio metálico de Cassie.
El agente Trumble, sonrojado por la excitación e imbuido de autoridad, dio permiso a Kincaid para secarse y vestirse, y Emma fue a acompañar a los niños a su habitación. Kincaid no tenía ganas de que los oficiales de la jefatura de policía de Mid-Yorkshire lo encontraran desnudo, mojado y sin documentación. No tenía sentido ponerse en una posición de desventaja psicológica. Se había friccionado la cabeza con la toalla, se había puesto los tejanos y un gastado jersey de algodón azul. Con zapatillas de deporte y la cartera y las llaves bien guardadas en el bolsillo, se sintió suficientemente armado. Cuando bajaba ya las escaleras de la piscina, un vacío en el estómago le recordó que no había desayunado.
Cuando había vuelto a su habitación le sorprendió que fueran las ocho, y que la mañana avanzara a su paso habitual. La prometedora calma de una hora antes parecía a años luz de distancia. En la casa se iniciaba el revuelo. Oyó las puertas abrirse suavemente y movimientos en las habitaciones vecinas. La policía local tendría que apresurarse a retener a los huéspedes antes de que iniciaran su éxodo diario.
Kincaid volvió junto a Trumble, que vigilaba la piscina en silencio, y cuando llegó el inspector jefe Bill Nash, acompañado del inspector Peter Raskin, Kincaid se alegró de ir vestido. Nash era calvo, corpulento y arrugado, como un elfo jovial con voz campechana de Yorkshire y ojillos negros y opacos como el alquitrán. Nash dio un golpecito a la tarjeta que le mostraba, y Kincaid tuvo la sensación de haber sido valorado y rechazado en cinco segundos.
– Estamos buenos -dijo Nash-, uno de Scotland Yard que no tiene nada mejor que hacer que meterse en los asuntos de los demás. Lo que nos faltaba. ¿Y cómo ha llegado tan rápidamente al escenario, muchacho?
Kincaid disimuló su antipatía y se obligó a mostrarse razonable:
– Mire, inspector, por pura coincidencia. No tengo ninguna intención de meterme por medio, pero me gustaría mirar, si no molesto.
– Pues procure no molestar. -Nash se daba cuenta de que no era conveniente desde un punto de vista político echar del lugar a un oficial de Scotland Yard, pero su voz no era acogedora. Estudió el cadáver con detenimiento-. El señor Sebastian Wade, ¿verdad?, ayudante de dirección. Ex ayudante de dirección, más bien.
Permaneció en un silencio contemplativo por un momento más, luego salió de su abstracción.
– Peter, toma declaración al señor Kincaid, para que pueda irse a sus quehaceres.
Puso el énfasis en la palabra «señor», y Raskin lo miró receloso, luego sacó el cuaderno e invitó a Kincaid a sentarse en el banco de madera adosado a la pared. No había hablado desde que los presentaron. Ahora, mirando de reojo para asegurarse de que Nash estuviera ocupado, arqueó las cejas en un gesto de complicidad hacia Kincaid. Raskin era un hombre joven, enjuto, de rostro delgado y oscuro, de cara saturnina y un mechón de cabello negro estilo Heathcliff * sobre los ojos. Kincaid respondió a sus pausadas preguntas con la mitad de la atención, mientras escuchaba a Nash con la otra.
Trumble recibió el encargo de ir a ver a los huéspedes.
– Trumble te llamas, ¿no? Vamos a ver, reúnelos a todos en el salón, quieran o no, y que se queden allí hasta que los necesite. ¿Entendido?
– Sí, señor -dijo Trumble, con poco entusiasmo. Kincaid lo sintió por él: era el acontecimiento más emocionante de toda su carrera, y lo relegaban a hacer de canguro. Se iba a perder el trabajo de los investigadores en la escena del crimen. Tenía poca experiencia para aprovechar la situación y observar las reacciones de los huéspedes ante la noticia, o para escuchar con atención lo que se dirían entre sí mientras estaban reunidos. Nash no lo instruyó en nada.
Que le tomaran declaración, y no tomarla él, fue una nueva experiencia para Kincaid, e intentó ser tan conciso como supo sobre sus movimientos y la secuencia de los acontecimientos, sin dejar de observar el lento movimiento de Nash en torno a la piscina. Nash se agachó al lado del cuerpo de Sebastian, con los antebrazos apoyados en sus fuertes muslos y las manos colgando por delante. A Kincaid le recordó un buitre saciado. Repitió la postura delante de la ropa de Sebastian, cuidadosamente doblada, luego se acercó al borde de la piscina y estiró el cuello para ver el cable eléctrico.
– ¡Qué resolutivo! -sentenció-. Había decidido quitarse de en medio. Muy listo, el chico. Lo ha enchufado arriba, lo ha dejado caer, ha bajado y ha saltado al agua. Si no hubiera muerto con la descarga, habría perdido el conocimiento el rato suficiente para ahogarse.
– No -se le escapó a Kincaid-. No ha podido ser así. Alguien ha llegado mientras estaba todavía en el jacuzzi, de espaldas al balcón, donde están los chorros más fuertes. Alguien ha enchufado y descolgado el cable con sigilo. Aunque Sebastian lo hubiera visto caer no habría tenido tiempo de salir.
No dijo que el calentador debía de haberse apagado al entrar en el agua y por tanto la descarga de corriente habría durado unos segundos.
– ¿Y usted por qué sabe tantas cosas, muchacho? ¿Puede ver el pasado? -Nash se volvió y miró a Kincaid con sus ojos de botón-. A mí me parece un suicidio. Mire la ropa, toda dobladita. Típico.
– No. Él era una persona ordenada, no me lo imagino dejando la ropa en un revoltijo. Probablemente lo hacía siempre. Anoche dijo abiertamente que le gustaba venir a última hora. Estoy seguro de que no encontrarán sus huellas dactilares en el cable ni en el enchufe. Los suicidas no suelen usar guantes. Y él no era un suicida.
Ahora había obtenido toda la atención de Nash.
– Está muy seguro de lo que dice, de repente, chico. ¿No le había dicho al inspector que sólo llevaba un día aquí? Hay que ver lo bien que ha conocido al señor Wade en tan poco tiempo.
Su voz se había vuelto suave, con un poco más de camaradería. Kincaid apretó los puños y se mordió la lengua. Cualquier cosa que dijera sobre el rato que pasó con Sebastian sonaría superficial, absurdamente sentimental. La única salida era combatir con las mismas armas de Nash. Le sonrió y dijo, sin alterarse:
– Soy muy observador. Es mi trabajo, inspector, quizás se le olvida.
Cualquiera que fuera a ser la respuesta de Nash ante aquel gesto tan poco sutil de superioridad fue interrumpida por la llegada del equipo científico del distrito. Kincaid se sintió aliviado al ver que Nash era lo bastante competente como para retirarse y dejarles trabajar sin interferir, aunque tenía poca esperanza en los resultados.
El fotógrafo colocó los focos y las cámaras con la facilidad que le daba la práctica y empezó a sacar instantáneas del cuerpo. El biólogo forense era un hombre rubio con dientes de conejo; llevaba pantalones cortos, una camiseta manchada y zapatillas de tenis, que no pegaban nada con los finos guantes de látex que se estaba poniendo. Se agachó al lado de la ropa de Sebastian, como había hecho Nash, y se puso a inspeccionarla con dedos hábiles.
No había sombra de forense de la policía. Kincaid aguardó a que Peter Raskin estuviera libre un instante para preguntarle:
– ¿Dónde está vuestro forense?
– Parece que ha recibido otra llamada. Pero han telefoneado a la médico del pueblo. Quizá no es buena idea, pero en este caso probablemente no importe.
– ¿Está de acuerdo con su jefe, pues, en que ha sido un suicidio?
– No, no he dicho eso. -Raskin se mostró cauto, y Kincaid vio un brillo de humor en sus ojos-. Pero un examen previo del cadáver no suele revelar mucho, y es el forense del distrito quien hará la autopsia cuando llegue. Mire -inclinó la cabeza hacia las puertas de cristal-. Ahí viene la doctora.
El maletín profesional que llevaba en la mano derecha era lo único que la identificaba. Vestía un chándal verde y zapatillas de deporte, y el cabello rizado y húmedo enmarcaba su rostro en forma de corazón. Nash, ocupado con el fotógrafo, no la vio. Raskin la recibió y Kincaid lo siguió a una distancia discreta, tendiendo a su vez la mano, que ella apretó con fuerza.
– Anne Percy.
Desvió la mirada en dirección al bulto inmóvil de Sebastian, y volvió la vista hacia ellos.
– ¿Ya lo han preparado? He venido directamente, estaba corriendo -señaló su ropa, como excusándose-, antes de la consulta de la mañana.
Una médico de pueblo, pensó Kincaid, acostumbrada a asistir a moribundos rodeados por la familia, no a tratar casos criminales. Su parloteo nervioso tenía la misma función que el humor negro de los forenses de la policía.
– ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién era?
Como miraba a Kincaid al hablar, tras una leve inclinación de consentimiento de Raskin, él respondió:
– Sebastian Wade, el ayudante de dirección de la casa. Una muerte sospechosa. -Captó el arqueo de ceja de Raskin, un gesto que empezaba a reconocer como señal de burla-. Electrocutado, o ahogado después de electrocutarse. Probablemente, anoche, tarde.
– ¿Lo han encontrado en el hidromasaje?
Peter Raskin continuó el relato:
– El señor Kincaid lo ha encontrado cuando ha bajado a nadar esta mañana.
– ¡Ah! -Anne Percy pareció momentáneamente desorientada-. Yo creía que usted también era policía…
– Lo soy -respondió Kincaid-, pero de vacaciones. Soy un huésped.
– Bueno, no sé qué puedo hacer yo, más que certificar la muerte. -Abrió el maletín y se arrodilló junto al cuerpo de Sebastian-. La temperatura corporal no sirve para establecer la hora del deceso ni tampoco lo hará la rigidez cadavérica. Sólo la autopsia puede determinar la causa de la muerte -dijo, poniéndose los guantes de látex después de flexionar el brazo de Sebastian.
Kincaid se sintió extrañamente incómodo, como si fuera indecente que mirara el cuerpo de Sebastian profanado, y se alejó cuando la doctora Percy se puso manos a la obra.
Cassie Whitlake estaba en la puerta, despeinada y desarreglada. En ella, un ligero desaliño daba sensación de un desorden terrible. Llevaba el cabello color castaño sin peinar, por detrás de las orejas; un faldón de la blusa fuera de la falda, y se había puesto unas pantuflas en los pies sin medias. El habitual color claro de su tez hubiera parecido sonrosado al lado de su actual palidez.
Kincaid dejó de mirar la pared del fondo de la piscina, pensando que su aprensión ya había durado bastante. Además, la visión de Anne Percy compensaba el desagrado de la visión de lo que le estaba haciendo a Sebastian. No oyó que la puerta se abría.
Cassie se quedó como anclada al pomo metálico de la puerta, con los ojos dilatados y clavados en la escena que tenía delante. Por qué razón no habrán puesto a un policía en la puerta, se dijo Kincaid, encaminándose hacia ella, para evitar que pasen estas cosas. Le tocó el brazo.
– Cassie…
Ella no lo miraba. Toda su atención estaba centrada en el pequeño cuadro junto a la piscina. Anne Percy se quitó los guantes con delicadeza y cerró la bolsa, hablando por lo bajo con Peter Raskin.
– Cassie -repitió Kincaid-, deje que la acompañe…
– No. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha pasado? No tenía derecho, el muy canalla.
Las lágrimas empezaron a correr por su rostro, más de rabia y sorpresa que de lástima, le pareció a Kincaid.
– ¿A qué no tenía derecho?
– Se ha suicidado, ¿verdad? Aquí. Tenía que hacerlo precisamente aquí. Por despecho. Dios mío… qué voy a decir… Cómo lo voy a explicar… -Había perdido su perfecto acento de la BBC con la conmoción, y las vocales alargadas traicionaban su origen del sur londinense.
– ¿Explicarlo a quién? -preguntó Kincaid.
– A la dirección. Es responsabilidad mía que no pasen estas cosas. Y usted… -miró por primera vez a Kincaid-, usted es un maldito poli. Ese energúmeno de policía ha dicho que es uno de ellos y que los está ayudando en la investigación. No nos lo había dicho. ¿Es que se ha dedicado a seguirnos y espiarnos?
– Cassie, lo siento. No parecía que fuera asunto de nadie a qué me dedicaba yo.
Ella volvió a mirar a Sebastian, y subió el tono de voz de forma alarmante.
– ¿Cuándo se lo van a llevar? Lo verá todo el mundo. Y ¿por qué han concentrado a los huéspedes, como si fueran criminales?
Anne Percy reconoció el anuncio de una histeria inminente y se acercó a ellos, cruzando una mirada con Kincaid.
– Soy la doctora Percy. ¿Puedo…?
– Ya sé quién es. -Cassi apartó el brazo cuando Anne la tocó-. No necesito ayuda de nadie. No quiero sedantes.
Pareció reponerse, cerró los ojos y respiró hondo.
El agente Trumble, sonrojado y sudoroso, bajaba ruidosamente por la escalera de baldosas y se detuvo tras la puerta de cristales. Kincaid apartó suavemente a Cassie para que la puerta se abriera; ésta vez ella se dejó llevar.
Trumble buscó ansioso al inspector Nash y resopló aliviado cuando vio que no recibiría de inmediato el castigo divino.
– Tranquilo, agente. -La voz calmosa de Peter Raskin tenía una punta de ironía al acercarse-. Ha salido por la parte de atrás para dar instrucciones al personal médico, la doctora Percy ha terminado.
– Señorita -Trumble sacó fuerzas de flaqueza y se dirigió a Cassie-, no debería permanecer aquí. Está restringido el paso. Debe ir con los demás hasta que el inspector jefe hable con todos. -Y añadió para Raskin, como disculpa-: no sabía que había un chalet separado, señor. Me lo han explicado los residentes, dijeron que alguien informara a la señorita Whitlake. Así lo he hecho, y ella me ha dicho que iría enseguida con los demás. Pero como no llegaba, me di cuenta de que había venido…
– Tengo derecho. Soy la encargada. Soy responsable de que todo… De acuerdo. -Cassie cedió al mirar el semicírculo de rostros implacables-. Esperaré con los demás, pero será mejor que acaben pronto. Tengo que hacer unas llamadas.
Ahora estaba más serena, y Kincaid percibió que recuperaba sus maneras calculadoras. Trumble, sin dejar de farfullar y mirar por encima del hombro, se la llevó a toda prisa, y Kincaid se fijó en que Cassie no volvía a mirar a Sebastian. Al fin y al cabo, ¿qué podía esperarse? ¿Una desgarradora escena de despedida prostrada sobre el cadáver de Sebastian? ¡No, al menos por parte de Cassie! Las lágrimas que se derramaran por Sebastian tendrían otra procedencia.