Las vacaciones de Duncan Kincaid empezaron bien. En cuanto el coche enfiló el sendero, un rayo de sol se filtró entre las nubes iluminando un trozo del páramo de Yorkshire que iba quedando atrás, como si alguien hubiera encendido un foco celestial sobre él.
Muros de piedra seca serpenteaban como signos misteriosos de un antiguo alfabeto por el verde brillante del prado, donde pacían unas ovejas de un blanco luminoso, ajenas a su importancia en la composición. La escena parecía detenida tanto en el espacio como en el tiempo, y Kincaid tuvo la impresión de estar ante un tapiz vivo, en un mundo remoto e inalcanzable. Pero las nubes volvieron a correr, la visión se deshizo tan rápido como se había formado, y él sintió un extraño estremecimiento de pérdida.
Pensó que el trabajo de las últimas semanas le cobraba factura y ahuyentó aquella fugaz sensación de su mente. No es que New Scodand Yard requiriera explícitamente que los comisarios detectives recién promovidos se destrozaran las coronarias, pero las vacaciones de agosto se habían aplazado fácilmente a septiembre, y luego había acumulado días libres; siempre ocurría algo, y el último caso había sido especialmente embrollado.
Una serie de mujeres asesinadas en la región de Sussex, todas mutiladas de forma parecida; la peor pesadilla para un policía. Al final habían encontrado al culpable, un auténtico loco, pero no las tenían todas consigo de que las pruebas que habían reunido convencieran a un jurado compasivo. Al final, la sinrazón de todo ello se llevó la mayor parte de la satisfacción de haber acabado con semejante montón de papeles.
– Una manera como otra de pasar la noche del sábado -le había dicho Gemma James, la sargento subordinada de Kincaid, mientras repasaban el último expediente, la noche antes.
– Dígaselo a los jefes. A ellos no creo que se les haya ocurrido.
Kinkaid sonrió desde el otro lado del escritorio atestado. Gemma no estaba precisamente de foto, pálida de cansancio, con la traza de una mancha de carbón en la mejilla que parecía un moratón. Hinchó los carrillos y resopló apartando los mechones pelirrojos que le caían sobre los ojos.
– Qué suerte tiene de ir de vacaciones esta semana. No todos tenemos primos con casas elegantes, o lo que sea.
– Me parece captar una punta de envidia…
– Mañana usted se va a Yorkshire y yo a casa para hacer la compra y poner las lavadoras de la semana… ¿Envidia de qué? -Gemma le sonrió con su buen humor habitual, pero luego su voz reveló una preocupación maternal-. Está hecho polvo. Hace mucho que no descansa; le sentará la mar de bien, ya verá.
Tanta solicitud de su colaboradora, diez años más joven que él, hizo gracia a Kincaid; era una experiencia nueva y no le pareció mal. Se había esforzado por ascender porque significaba alejarse del despacho y volver a la calle, pero empezaba a pensar que la verdadera ventaja era la sargento Gemma James. De veintimuchos años, divorciada, sola con un hijo, el buen carácter de Gemma ocultaba, según descubría Kincaid, una mente rápida y una tenaz ambición.
– Estaré como pez fuera del agua -dijo él, guardando las últimas hojas sueltas en la carpeta-. ¡Una multipropiedad!
– Se la ha cedido su primo, ¿no?
Kincaid asintió:
– Su mujer está embarazada y el médico ha decidido en el último momento que no puede salir de Londres, así que ha pensado en mí para no perder la semana que tenía reservada.
– La suerte -había contestado Gemma, picándolo- siempre sonríe a los que menos lo merecen.
Demasiado cansados incluso para su habitual parada en el pub de vuelta a casa, Gemma se marchó a Leyton y Kincaid se había arrastrado hasta su piso de Hampstead y había dormido profundamente y sin soñar, como los verdaderos exhaustos. Ahora, lo mereciera o no, quería sacar el mejor provecho posible de aquel regalo inesperado.
Mientras dudaba, al principio del camino, sin saber qué dirección tomar, el sol se abrió paso y cayó de pleno sobre la capota del coche. Era un día perfecto de finales de septiembre, cálido y dorado como una promesa.
– Un buen augurio para estas vacaciones -se dijo en voz alta, y sintió que su agotamiento se aligeraba. Sólo le faltaba encontrar Followdale House. La flecha para Woolsey-under-Bank señalaba un prado donde pacían unas ovejas. Le tocaba volver a consultar el mapa.
Condujo despacio, con el codo apoyado en la ventanilla abierta del Midget, inspirando la fragancia de los setos, y buscando alguna indicación de que no se había desviado. El sendero serpenteó en torno a varias granjas construidas con la pizarra gris de Yorkshire, y por encima de ellas el páramo cedía a la tentación de alargar sus dedos boscosos hacia los pastos. Aquella llamarada del veranillo tardío debió estar precedido por noches frescas, pues los árboles ya cambiaban de color, el cobre y el oro estaban salpicados con manchas ocasionales de verde. A lo lejos, por encima de los retazos de campos y pastos y los bajos páramos, la tierra se elevaba escarpada hasta una alta loma.
Al doblar un recodo, Kindcaid se encontró en lo alto de un pueblecito de postal. Las casitas de piedra se apiñaban a los lados del camino, y macetas y jardineras llenas de geranios y petunias arrojaban cascadas de color sobre la carretera. A su derecha, en un macizo semicírculo de piedra, estaba esculpido el nombre de «Woolsey-under-Bank». La montaña que ahora parecía colgar sobre el pueblo tenía que ser Sutton Bank.
Unos kilómetros a su izquierda, junto a una abertura en el alto seto vio un poste de madera con una placa metálica. La inscripción decía «Followdale», y tenía grabada una ondulante rosa llena de pétalos. Kincaid soltó un silbido: pues sí que era elegante, pensó, mientras entraba con el coche por la estrecha cancela y lo detenía en la grava delante del porche. Observó la casa y el jardín que se extendía ante él, sorprendido y satisfecho. En realidad, no sabía qué esperar de una multipropiedad inglesa. Una casita trasplantada de la Costa del Sol, tal vez, o alguna horterada victoriana. No aquella casa georgiana, desde luego, elegante e imponente por su sencillez, dorada a la luz de tarde. Una maraña de hiedra cubría partes de los muros del primer piso, y una brillante trepadora de Virginia cubría la parte superior de la casa con una mancha escarlata.
Un examen más atento le reveló que su primera impresión de la casa era falsa. No era simétrica. Un ala se extendía a los dos lados de la entrada coronada por un friso, pero la parte izquierda de la casa era más grande y ocupaba más espacio del patio. Encontró que aquella ilusión óptica era más agradable que el riguroso equilibrio de un edificio real.
Kincaid se estiró y salió de su abollado Midget MG. Los muelles del asiento del conductor llevaban años hundidos, e impedían que rozara con la cabeza la mullida capota mientras conducía. Miró a su alrededor. Al oeste, una hilera de casitas bajas, construidas con la misma piedra dorada que la casa; al este, los cuidados jardines se extendían hacia la masa montañosa de Sutton Bank.
Sintió que la serenidad salía por todos sus poros, y cuando se dio cuenta de que estaba inspirando profundamente comprendió los nervios que había pasado. Desterró de su mente las preocupaciones del trabajo, sacó la bolsa de viaje del maletero y se encaminó hacia la casa.
La pesada puerta de paneles de roble no estaba cerrada, y se abrió de par en par en cuanto Kincaid la tocó, dándole paso a una entrada de casa típicamente campestre, que contenía hasta botas y paragüeros. En el vestíbulo adyacente, un bol chino de crisantemos de bronce sobre una mesita auxiliar desentonaba con la alfombra carmesí. El aire estaba cargado de olor de cera para muebles.
Por una puerta entreabierta a la izquierda, oyó claramente una voz femenina que mordía las palabras con furiosa precisión.
– Óyeme bien, sanguijuela, te tengo dicho que no te metas en mis cosas. Estoy harta de que espíes y te entrometas cuando crees que no te ven -la mujer inspiró bruscamente-. Lo que haga o deje de hacer en mi tiempo libre no es asunto de nadie, y menos tuyo. Has llegado muy lejos, dada tu procedencia y tus cualidades -la última palabra sonó cáustica-, pero por éstas que te vas a enterar. Te equivocas si crees que pasarás por encima de mí.
– ¡No tengo ninguna intención! -Kincaid no pudo evitar sonreír ante aquella respuesta de la segunda voz-. Vamos, Cassie, eres una arpía. Sólo porque hayas hecho de todo por ascender hacia la dirección no significa que seas el Verdugo Mayor del Reino. Además -añadió, con una punta de malicia-, no te quejarás de mí: me importa un comino lo que hagas con los huéspedes, pero no creo que encaje mucho con la idea corporativa de hospitalidad, a no ser que quieran recrear la fiesta de una casa eduardina. A ver cómo te las apañas esta semana… ¿El juego de las camas? -Era una voz masculina, pensó Kincaid, pero fina y un poco nasal, con un deje de Yorkshire en las vocales.
Kincaid retrocedió unos pasos hacia la puerta, la abrió con fuerza, volvió a cruzar el vestíbulo rápidamente y llamó a la puerta entreabierta antes de asomarse al interior.
La mujer estaba delante de una bonita mesa estilo Reina Ana que parecía hacer las veces de recepción, de espaldas a la ventana, con las manos inmóviles en el gesto de alinear un montón de papeles. Su compañero, apoyado en el marco de otra puerta, tenía las manos en los bolsillos y una expresión de sorna.
– Buenos días, ¿qué desea? -preguntó la mujer, sonriendo a Kincaid con una perfecta compostura, sin rastro de la rabia que acababa de oír.
– No sé si he acertado con el lugar… -dijo Kincaid, tanteando.
– Si busca Followdale House, sí. Soy Cassie Whitlake, directora de ventas. Y usted tiene que ser el señor Kincaid.
Él le sonrió, entró y posó su bolsa:
– ¿Cómo lo sabe?
– Por eliminación, en realidad. El domingo por la tarde es el momento de entrega de llaves, y los demás huéspedes han llegado ya o no coinciden con la descripción que nos dio de usted su primo.
– No hay nada peor que te preceda una reputación… Espero que no fuera muy mala… -Kincaid se sintió aliviado, pues la mujer no se había dirigido a él por el rango. Tal vez su primo Jack hubiera sido discreto por una vez en su vida y él iba a poder disfrutar de sus vacaciones como un ciudadano británico corriente y moliente.
– Al contrario. -Ella arqueó las cejas, dando un tono seductor a su cortés respuesta, y Kincaid se preguntó, incómodo, qué sería lo que había dicho Jack.
Observó con interés a Cassie Whitlake. A primera vista, le había echado unos treinta años, pero tenía una edad difícil de definir. Era alta, tan elegante como las líneas curvas de su escritorio, llamativa de una forma monocromática. Tenía los ojos y el cabello del color de hoja seca de roble, la piel clara, el sencillo vestido de lana que llevaba era de un tono ligeramente más oscuro que su cabello. Se le ocurrió que tenía que haber escogido los crisantemos del recibidor, pues combinaban con ella a la perfección.
A lo largo de la conversación, su compañero había mantenido una postura desenfadada, moviendo la cabeza como un pájaro. Ahora se sacó la mano derecha del bolsillo y se acercó a Kincaid.
– Yo soy Sebastian Wade, ayudante de dirección, o lacayo de nuestra Lady Di, según cómo se vea -le dijo, tendiéndole la mano. Miró de reojo a Cassie para medir el efecto de su broma, y sonrió a Kincaid mientras le estrechaba la mano. Su saludo resultó acogedor, y Kincaid se sintió más en síntoma con la ironía compartida de Wade que con la fina cortesía de Cassie Whitlake. Wade no llegaba a los treinta años, era un hombre de constitución frágil, cabello rubio trigueño cortado a la moda y piel granulosa sobre rasgos delicados. Sorprendían sus ojos oscurísimos.
Cassie se apresuró a dar la vuelta a su escritorio para desviar la atención de Kincaid tocándole el brazo con sus fríos dedos.
– Le mostraré su suite. Luego, cuando se haya instalado, le enseñaré todo y contestaré a todas sus preguntas.
Sebastian Wade lo saludó con un gesto burlón cuando Cassie se lo llevó de la estancia.
Kincaid la siguió al vestíbulo admirando cómo el suave tejido de su vestido marcaba su silueta. Le llegó una vaharada de perfume acre, como de almizcle, inesperado en una mujer tan elegante. En cuanto a la altura, había acertado: sus cabezas estaban casi a la misma altura.
Ella se volvió al empezar a subir las escaleras.
– Para mí, esta suite es la mejor de la casa. Es una lástima que su primo y su mujer tuvieran que cancelar las vacaciones en el último momento. Ha tenido suerte -añadió, nuevamente con una punta de impertinencia.
– Sí -respondió Kincaid, y por un momento se preguntó cómo su primo, sincero y bonachón como era, había afrontado el sofisticado interrogatorio de Cassie Whitlake.
En lo alto de las escaleras, siguió a Cassie por un pasillo que corría por la parte trasera de la casa y acababa en una puerta decorada con un discreto número cuatro de bronce. Cassi abrió la puerta con llave y lo guió al exiguo recibidor. Kincaid no pudo entrar con su bolsa por aquel espacio sin rozarla, y ella le sonrió de forma sugerente.
El recibidor daba a un saloncito donde era evidente la mano de decoradora de Cassie, al menos en la elección de los colores. Los mullidos sofás y butacas eran de un color dorado apagado, con brazos redondos, botones y flecos, las cortinas verde aceituna, y la alfombra estampada mezclaba las dos tonalidades en una excesiva asociación geométrica. Toda la habitación, que podía salir entera de cualquier tienda de muebles de clase media, exhalaba respetabilidad sólida y anónima.
Lo mejor de la habitación era la puerta cristalera del fondo; Cassie siguió a Kincaid cuando cruzó la estancia, dejó la bolsa y la abrió. Salieron juntos al estrecho balcón. Ante ellos, se extendían las tierras y jardines de Followdale hasta la loma de Sutton Bank, que se elevaba en la distancia.
– Allí hay una cancha de tenis. -Cassi señaló a la izquierda-. Y el invernadero. Tenemos campo de croquet y de bádminton y bolera, aparte de los itinerarios para caminar y montar a caballo. Ah, y piscina cubierta, por supuesto. La piscina es uno de nuestros mayores atractivos. Creo que lo tendremos ocupado.
– Estoy impresionado -sonrió Kincaid-, me puede dar un ataque de nervios con tanto donde elegir.
– De momento, le dejo que se instale. Si quiere comprar algo, la tienda del pueblo está a pocos pasos, por la carretera. A las seis ofrecemos un cóctel en la sala, así los huéspedes tienen ocasión de conocerse.
– Tengo poca experiencia en multipropiedades. ¿No se conocen ya los demás huéspedes, puesto que poseen la misma semana?
– En realidad, no. Siempre hay gente nueva. Los propietarios se cambian las semanas, o se marchan a otro sitio, y nunca se sabe quién va a estar. Además, esta semana hay varios nuevos.
– Bueno, entonces no seré el único novato. ¿Cuántos huéspedes somos?
Cassie se apoyó en la barandilla y dobló los brazos, paciente con su curiosidad de turista.
– A ver, hay ocho suites en la casa grande y tres chalets en otro edificio. Los habrá visto al llegar, a la izquierda. Yo ahora estoy en uno de los chalets, el del fondo. -Refería hechos e imágenes con soltura, acunados por la suavidad de su voz. Ahora le mantuvo la mirada y, guapa como era, su invitación, calculada y un tanto impersonal, lo hizo sentir incómodo. Movido por un perverso deseo de darle un corte para que entendiera que no lo podría manipular tan fácilmente, preguntó:
– ¿Y su ayudante también vive en el lugar? Parece una persona encantadora.
Cassie se puso rígida. Su voz, al pronunciar la condena social de Sebastian Wade, tenía la misma punta venenosa que antes.
– No, vive en el pueblo, con su madre, que tiene el estanco. -Se frotó las manos, como si se sacudiera las migas-. Y ahora perdone, pero tengo cosas que hacer. Si necesita algo, llámeme. Si no, nos veremos más tarde.
Esta vez su sonrisa fue breve, nada invitante. Cassie salió sigilosa y lo dejó solo en el balcón.