18

No podía haberse marchado.

Kincaid intentó abrir la puerta de la suite de Hannah, pero el pomo le resbaló de la palma de la mano repentinamente sudada. Estaba cerrada. Retrocedió y se asomó a la ventana del descansillo para ver el aparcamiento. La pintura roja como de cabina telefónica de su Midget relucía alegremente, pero el espacio de al lado, donde estuviera el Citroën verde de Hannah, estaba vacío.

Sintió un nudo en la garganta, pero se dijo que no podía ser tan estúpido y dejarse llevar por el pánico: probablemente habría bajado al pueblo a comprar café o un periódico. Pero ninguna explicación racional deshizo el miedo que le presionaba el pecho.

Había pasado la mañana paseando en torno al salón, esperando noticias de Gemma, dando por sentado que Hannah estaba a salvo, encerrada en su suite.

Qué estúpido había sido. Hannah Alcock llevaba demasiado tiempo viviendo según sus propias reglas para obedecer a nadie. Kincaid se quedó mirando el aparcamiento fijamente, preguntándose qué la habría llevado a salir aquella mañana.

La puerta del ala de enfrente se abrió. Kincaid se volvió y vio a Angela Frazer salir y detenerse al verlo. Cassie tenía razón. Todos los vestigios de una quinceañera normal habían desaparecido, camuflados de vampiro punk. Llevaba los labios y la cara pintados hábilmente de un blanco calcáreo, los ojos pintados de negro todo alrededor, estilo Cleopatra, y el cabello peinado en cresta.

Como mecanismo de defensa debía de funcionar, pensó Kincaid; desde luego, parecía inabordable. ¿Qué habría llevado a Angela Frazer a ocultarse así? Dejó de lado por un momento su preocupación por Hannah y se concentró en Angela. La mirada de la chica le hizo sentirse como una mosca bajo el microscopio. Apoyando la cadera en el alféizar de la ventana, cruzó los brazos y buscó el hilo de su anterior encuentro.

– ¿Dónde te habías metido?

No obtuvo respuesta. No se sorprendió. Esta manera de abordarla falsamente desenfadada había sonado demasiado paternal. Probó una táctica más combativa.

– ¿Qué he hecho yo para merecer este silencio?

Angela bajó la cabeza y apartó sus ojos, evasivos, mientras avanzaba pegada a la pared hacia él, pasando el dedo por lo alto de la moldura, como si comprobara la limpieza. Se detuvo a cierta distancia de él y volvió a mirarlo.

– Nada.

– ¿Nada? Vamos, Angela, ¿qué es lo que te atormenta? No se te ve el pelo durante dos días y apareces como la novia de Frankenstein. ¿Qué ha pasado?

Angela bajó la vista hacia su chaqueta negra claveteada y la minifalda de cuero. Por debajo del borde de la falda, asomaban unas rodillas blanquísimas y gorditas, las rodillas de una niña, con sus hoyuelos.

Abrazarla o ponerla sobre sus rodillas y darle unos azotes, cualquiera de las dos posibilidades funcionaría, pero no podía permitirse ninguna. Kincaid aguardó.

– Antes me llamaba Angie.

– Claro. ¿No éramos amigos?

Al oírlo, levantó la cabeza con ímpetu y dijo con rabia.

– No ha hecho nada. Me lo prometió. Ahora a nadie le importa lo que le ha pasado a Sebastian. No quiero decir -añadió, repentinamente recuperando su educación de clase media- que no me importen la señora MacKenzie y la señorita Alcock. Pero Sebastian era…

– Ya lo sé. Es normal que lo sientas así. -Sebastian, por muchos defectos que tuviera, se había ganado la lealtad de Angela. Kincaid aprovechó el momento de debilidad y le tocó el hombro-. Lo he estado intentando, Angie. Lo estoy intentando.

La cara de Angela se descompuso y de repente se echó a llorar sobre su pecho, abrazándolo fuertemente por la cintura. Kincaid trató de tranquilizarla con la voz y le acarició la nuca, donde el cabello natural, sin potingues, era tan suave como una pluma de pato. Sintió ganas de absorberle el dolor como si fuera una esponja.

Por fin los sollozos se convirtieron en hipo y se apartó de él, secándose los ojos con las manos. Como no tenía en su poder el pañuelo blanco e inmaculado que exigía la situación, Kincaid se sacó del bolsillo un kleenex arrugado.

– Toma, creo que está relativamente limpio.

Angela le dio la espalda y se sonó la nariz. Luego dijo despacio, vengativa.

– Ella se lo hizo hacer a él.

Kincaid tuvo la sensación de haberse perdido algo.

– ¿Quién hizo hacer qué a alguien?

– No sea obtuso -resopló-. Ya lo sabe.

– Pues la verdad es que no. Cuéntamelo.

Se le aceleró el pulso, pero su voz reflejaba solamente un interés de amigo bienintencionado. Cualquier gesto o palabra equivocada podía hacer que Angela retrocediera y se ocultara de nuevo en su caparazón.

Ahora ella vaciló, jugueteando con la cremallera de la chaqueta.

– La noche que Sebastian…, dijo que no había salido, pero sí salió. Yo lo oí.

– ¿Tu padre?

Ella asintió.

– Y la mañana que murió la señorita MacKenzie, cuando me levanté, él no estaba. Y dijo que había estado allí todo el tiempo.

Kincaid tanteó un poco.

– Angie, ¿qué crees que ha hecho tu padre?

– No lo sé. -Levantó la voz, en un quejido-. Pero si ha hecho algo, ha sido culpa de ésa.

– ¿De Cassie? -preguntó Kincaid, seguro de la respuesta. Angela asintió.

– ¿Por qué lo crees?

– Siempre están juntos, con secretitos. Se creen que no lo sé. -Kincaid notó la satisfacción debajo de la censura-. Cuando me acerco, se callan y se apartan. De aquella manera… ya sabe.

– Pero no has oído nada concreto…

Angela sacudió la cabeza y retrocedió unos pasos, tal vez con el instinto de defender a su padre venciendo el deseo de acusarlo.

– Podría ser inocente, ¿no crees? Quizás estás exagerando las cosas -dijo Kincaid con ligereza, un poco burlón, como pinchándola.

– Él le dijo que mi madre se las iba a cargar -soltó Angela, picada-. Que se iba a arrepentir, como todo el mundo que intentara perjudicarlo. Y si… -Angela se interrumpió, con la mirada asustada. Había ido más lejos de lo que quería-. Tengo que marcharme.

– Angie…

– Adiós.

Se marchó por la puerta del fondo y al cabo de un instante oyó sus pasos por las escaleras.

Kincaid la miró mientras la puerta se cerraba con suavidad. Graham había soltado una fanfarronería velada. Pero y si no fuera así… Ojalá pudieran atrapar al sujeto de una vez, en lugar de recoger rumores y acusaciones de segunda mano. Graham Frazer era tan inaferrable y tan frío como un cubito de hielo.


* * *

Kincaid se encontró con Maureen Hunsinger en lo alto de las escaleras, con su cara redonda como una manzana abrillantada y el cabello rizado y húmedo como si saliera del baño.

– Lo estaba buscando -dijo, con una amplia sonrisa, y luego se puso seria-. Quería despedirme.

– ¿Se van ustedes? -preguntó Kincaid.

– El inspector jefe Nash nos ha dado permiso -asintió. Parecía casi disculparse-. Ha sido muy difícil para los niños, no tiene sentido prolongar la estancia. Además -apartó la mirada, y a Kincaid le pareció captar cierto apuro-, después de lo que le pasó ayer a Hannah, podría… bueno, nos podría pasar a todos, ¿no? No podemos perder de vista a los niños. Es muy preocupante.

Maureen suspiró y se apartó un mechón de la cara. Kincaid se dijo que no le gustaba ver ni una abolladura en su sólido optimismo.

– Tiene usted toda la razón -la consoló-, yo haría lo mismo.

– ¿Sí? Quizás vendamos nuestra semana aquí o la cambiemos por otro lugar. No creo que pueda volver a sentirme bien en este sitio. ¿Ha podido…?

– No, nada definitivo. -Kincaid respondió a la pregunta que no había formulado, y formuló la que le preocupaba a él-. ¿Ha visto a Hannah esta mañana, Maureen?

– Sí, pero no hemos hablado.

– Y…

– Estábamos empezando a cargar el coche. Hace más o menos una hora. Cuando se viaja en familia es inimaginable lo que hay que hacer para meter todas las cosas en el coche y…

– Maureen -Kincaid trató de devolverla al hilo de lo que hablaban antes.

– En fin, yo salía de la casa y ella se marchaba. Me ha hecho un gesto de despedida y yo he intentado devolvérselo, pero tenía los brazos llenos de legos… -sonrió-. Emma me ha ayudado a recogerlos.

– Emma…

– Estaba entrando cuando yo salía. Tal vez ella haya hablado con Hannah.

– Gracias, amiga mía. Voy a buscarla -Kincaid le sonrió con cariño-. Que tenga buena suerte, Maureen.

Había dado un paso hacia las escaleras cuando Maureen lo detuvo con una mano en el hombro.

– Cuídese -le dijo bajito, se puso de puntillas y le dio un beso, presionando con sus labios cálidos la mandíbula de él, rozándolo con sus grandes pechos.

Kincaid se sintió extrañamente reconfortado.


* * *

Emma lo encontró a él antes de que él la encontrara a ella. Todo el mundo parecía estar buscándolo esa mañana, menos la persona que más quería encontrar.

Se vieron en el vestíbulo, ella sacudió la cabeza con energía como si él hubiera aparecido a una orden suya. El gesto, en cualquier caso, era un vestigio de su antigua aspereza. Se la veía agotada y como -Kincaid buscó el adjetivo adecuado- aflojada. Su espalda aparecía encorvada como él no la recordaba, y hasta el cabello gris metalizado le caía lacio.

– ¿Salimos un momento? -Kincaid notó con alivio que no había perdido la resonancia de su voz. Emma lo llevó al porche y levantó un momento la cara hacia el sol-. Yorkshire ha decidido regalarnos otro radiante día de otoño antes de que nos vayamos. Para mañana han previsto lluvias. ¿Sabe que mañana es el funeral de Sebastian? -se volvió hacia él-. Yo, ahora que lo han dejado salir, he mandado que lleven el cuerpo de Penny a casa. -Sacudió los hombros-. Y me marcho después del oficio de mañana, con el fin de disponer las cosas para Penny.

Kincaid pensó que a Emma le pesaba algo más que el dolor. Se sumaba su necesidad de hacer lo que consideraba adecuado para despedir a Penny.

– No sabía nada del entierro de Sebastian. Iré.

Y procuraría llevar consigo a Angela Frazer.

– Emma, Maureen me ha dicho que le parecía que usted había hablado con Hannah esta mañana, cuando se marchaba.

– Sí.

– ¿Qué le ha dicho? Es decir -añadió, impaciente-, ¿ha dicho a dónde iba o por qué?

– El porqué era evidente -contestó Emma, con amargura-. Si alguien me hubiera empujado por las escaleras, yo me iría todavía más lejos.

– ¿Más lejos de dónde?

– Ha dicho que iba a ver las cascadas, mientras el buen tiempo se mantuviera. Que está de vacaciones, al fin y al cabo, y que todos se fueran a paseo. Eso ha dicho, más o menos -concluyó Emma con cierta satisfacción.

– ¿Qué cascadas? -Kincaid mantuvo la voz firme.

– Las de Aysgarth, supongo, en Wensleydale. Son las únicas que hay por los alrededores. -Emma alcanzó la puerta y se volvió para añadir-: Se movía muy bien esta mañana, considerando el golpe que recibió. No aparentaba más de setenta años. -Le dirigió una sonrisa no tan feroz como las de antes y entró en la casa.

Kincaid iba hacia el coche a buscar un mapa cuando Janet Lyle salió corriendo por un lateral de la casa, cabizbaja, con las manos metidas en los bolsillos del ligero anorak. Con expresión ceñuda, era la primera vez que Kincaid observaba en ella un gesto de mal genio. Al verlo, su expresión se suavizó y apretó el paso, cambiando de rumbo para interceptarlo.

– ¿No va por casualidad a Thirsk?

– Pues no… ¿Necesita que la lleven?

– Es que Eddie se fue en coche esta mañana. -Sus gestos revelaban exasperación, y por primera vez Kincaid se la imaginó como enfermera, responsable y segura-. Ha dicho que tenía que mandar un fax a la oficina. Lo que pasa es que encargué unas botas para Chloe, hay un zapatero buenísimo, y estaban listas para esta mañana, pero la tienda cierra a mediodía los viernes. Qué rabia.

Se la veía molesta, pero sin su habitual actitud sumisa, resultaba animada.

– Su marido ha dicho que no se encontraba bien.

– Ah, bueno -Janet se encogió de hombros-, eso es lo que dice él. Cuando murió su madre se empeñó en que yo estaba desanimada y que necesitaba unas vacaciones. Una transferencia, ¿no se dice así? -Le sonrió, mostrando sus dientes blancos y regulares que contrastaban con su tez olivácea-. Si hubiera querido unas vacaciones, yo hubiera preferido ir a Mallorca.


* * *

Gemma condujo el coche con cuidado a través de la cancela de Followdale House y ralentizo la marcha para mirar a su alrededor. Supo que era el lugar que buscaba porque con lo primero que se toparon sus ojos fue el Midget de Kincaid, aparcado en una esquina del patio de grava.

Lo segundo que vio fue a su jefe en persona, al lado, con un mapa extendido sobre el capó. Pantalones de pana y un jersey verde mar, una chaqueta de tweed con coderas, y su cabello castaño claro revuelto por la brisa. Gemma pensó que era un cuadro muy bonito. Se acercó y bajó del coche, con el bolso colgado del hombro.

– Vaya, qué aspecto de propietario rural. ¿Planea la próxima cacería o posa para Country Life?

Él se giró de golpe.

– ¡Gemma! -El relámpago de placer en su cara duró tan poco que ella creyó haberlo imaginado-. ¿Se puede saber dónde se había metido?

– Bueno, yo también me alegro de verle. ¿Con lo que me ha costado venir hasta aquí y sólo se le ocurre decir eso? -Gemma le contestó de buen humor, pero notó un escalofrío de alarma por el espinazo. Aunque a Kincaid no le gustaban las bromas, tampoco era propio de él saltarle al cuello.

– Perdone, Gemma. -Esbozó su sonrisa de siempre, pero con menos voltaje.

Gemma le puso un dedo en el pecho.

– ¿Ha estado cambiando una rueda?

Kincaid bajó la vista a las manchas negras que tenía en el jersey.

– No, supongo que es rímel. -Se hizo visera sobre los ojos y la miró a la cara-. Ahora cuénteme dónde ha estado.

Ella se apoyó en el Escort, recordando con retraso que tenía que haberlo lavado, y buscó el cuaderno de notas en su bolso. Las páginas ondearon mientras las pasaba rápidamente; los dos sabían que no necesitaba consultarlo, pero el gesto rutinario les permitía una transición más suave al trabajo.

– He visto por fin a Miles Sterrett. El monstruo de su secretaria lo guarda como si fuera las joyas de la corona, así que probé con el ama de llaves y fue como coser y cantar. Un encuentro breve después de comer para no cansarlo, me dijo ella. -Gemma hizo una pausa y cerró la libreta entre sus dedos-. Intenté llamarle anoche, pero no contestó.

– Punto confirmado. Siga.

– Ha tenido una leve apoplejía, pero todavía está más lúcido que muchos que conozco y que se supone que están en sus cabales. -Gemma se detuvo a pensar-. Es más joven de lo que esperaba, tal vez tenga sesenta años, y es todavía muy guapo, delgado y serio. -Un movimiento de las cejas de Kincaid la hicieron apresurarse-. No sabía nada de lo ocurrido aquí, y se preocupó mucho por Hannah. Me dio la impresión de que la idea de la multipropiedad no le encajaba muy bien con ella, y esto le resultaba incómodo. Por lo visto dirige la clínica ella sola prácticamente, y el resto del personal no es tan indispensable. Sin Hannah, dice, los parientes y Hacienda tendrían que pelearse por la supervivencia, o tal vez lo cedería a Patrimonio Nacional. -Gemma sonrió-. No ha perdido el sentido del humor, aun en sus condiciones.

– Pues yo sí -dijo Kincaid-. A Hannah sí le ha pasado algo: alguien la empujó escaleras abajo.

– Pero está…

– Está bien. O al menos lo estaba; ha desaparecido esta mañana.

Gemma ojeó el mapa extendido en el capó. Por eso estaba tan poco comunicativo.

– Va a buscarla -dijo, como una afirmación-. ¿Sabe adónde?

– ¿Eh? -La mirada de él parecía fija en una gran urna de piedra del jardín-. Hay una posibilidad -respondió vagamente-. Un lugar llamado Cascadas de Aysgarth.

– Voy con usted. No discuta -añadió, aunque él no dio señales de haberla oído-. Deje que coja las cosas del coche. Me lo cuenta por el camino.

El maletín de Gemma estaba debajo del asiento del pasajero y ella estaba medio metida en el coche tirando de él, cuando Kincaid dijo:

– Dios mío.

El tono inexpresivo y neutro de su voz hizo que ella saliera tan rápidamente que se golpeó la cabeza contra el techo sin darse cuenta.

– ¿Qué ocurre?

La cara de él, inmóvil, parecía de mármol. A Gemma se le encogió el corazón.

Kincaid hizo un esfuerzo para enfocar la vista hacia ella, y tomó aire.

– Hannah -dijo, ganando fuerza-. Sebastian no tiene nada que ver. Sólo se metió en medio, como Penny.

– Qué…

– No es que Hannah hubiera oído o supiera algo sobre el asesinato de Sebastian -Kincaid aferró los hombros de Gemma-. Hannah ha sido siempre el objetivo.

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