Gideon Crew
12

Gideon Crew bajó por la empinada pendiente que serpenteaba hacia Chihuahueños Creek, siguiendo el viejo camino de mulas. Desde allí podía ver las lagunas y remansos que formaba el arroyo que fluía más abajo. A más de dos mil quinientos metros de altura, el aire era fresco y cortante, y en el limpio cielo crecían los cumulonimbos.

Se dijo que por la tarde seguramente descargaría una tormenta.

El hombro derecho aún le dolía, pero hacía una semana que le habían quitado los puntos y, en esos momentos, ya podía mover libremente el brazo. Las ligeras contusiones sufridas en su encuentro con Dajkovic no le habían ocasionando mayores problemas.

Salió a la luz del sol y se detuvo. Había pasado un mes desde la última vez que había salido a pescar en aquel valle, justo antes de ir a Washington, donde había satisfecho -y con gran éxito- la que había sido la obsesión de su vida. Todo había acabado. Tucker estaba muerto, y su nombre había sido arrastrado por el fango. Su padre por fin había sido vengado.

Había pasado los últimos diez años de su vida tan obsesionado con aquello que había descuidado todo lo demás: amistades, relaciones y profesión. En esos momentos, cumplido su objetivo, experimentaba una embriagadora sensación de alivio, de liberación. Por fin iba a poder vivir como una persona de verdad. Tenía treinta y tres años, toda la vida por delante, y había muchas cosas que deseaba hacer.

Empezando por atrapar aquella trucha enorme que sin duda se escondía en la gran laguna formada por troncos del arroyo, más abajo.

Aspiró la fragancia de los abetos y la hierba, intentando olvidar el pasado y concentrarse en el futuro. Miró a su alrededor, gozando de todo ello. Aquel era su rincón favorito de la tierra. Nadie salvo él pescaba en aquel tramo del río: se hallaba muy lejos de los caminos forestales y exigía una larga y pesada caminata. Las grandes truchas que nadaban en las charcas eran inquietas y asustadizas y muy difíciles de pescar. Un solo movimiento en falso, la sombra de una caña de pescar en la superficie del agua, una pisada más fuerte de lo debido cerca de la orilla y la pesca de todo un día se iría al traste.

Gideon se sentó en la hierba, lejos de la corriente y se descolgó del hombro el estuche de la caña. Lo desenroscó, sacó las piezas de bambú y las montó; luego, fijó el carrete y pasó el hilo por las guías. Una vez la tuvo lista, buscó en su macuto el cebo adecuado. Los saltamontes no abundaban en aquella zona, pero seguramente más de uno debía de haber saltado al agua y había sido devorado. Sería una buena trampa. Seleccionó una mosca con forma de saltamontes, de color verde y amarillo y la colocó en el anzuelo. Dejó sus cosas al borde del claro y se acercó a la orilla, arrastrándose con la mayor delicadeza posible. Al aproximarse a la primera charca, dio una ligera sacudida a la caña y sacó un poco de hilo. Acto seguido, con un experto quiebro de muñeca, lanzó la mosca al centro de la charca.

Casi en el mismo momento las aguas se agitaron. ¡Había picado!

Se puso en pie rápidamente y levantó la caña, tensando el hilo para luchar con el pez. Era grande y tenaz e intentó refugiarse bajo unas piedras del fondo, pero Gideon se lo impidió, tirando de la caña y manteniéndolo en el centro de la charca. Recuperó sedal cuando la trucha subió a la superficie, dando coletazos y agitando la cabeza. Su cuerpo fuerte y brillante reflejó brevemente la luz del sol antes de sumergirse e intentar escapar de nuevo. Gideon tiró un poco más, pero el pez parecía decidido a no rendirse. El sedal se tensó hasta casi romperse y…

– El doctor Gideon Crew, ¿verdad?

Gideon se volvió, sobresaltado, y soltó el carrete. La trucha lo aprovechó y se sumergió bajo un montón de raíces. Gideon intentó recobrar el hilo y la tensión, pero era demasiado tarde. El sedal se había enredado en una raíz. La trucha forcejeó hasta romperlo y consiguió liberarse.

Furioso por la intrusión, Gideon fulminó con la mirada al desconocido, que se encontraba a unos cinco metros de distancia; iba vestido con un pantalón de loneta recién planchado, camisa a cuadros, botas de excursionista nuevas y gafas de sol. Tendría unos cincuenta años, pelo canoso, piel cetrina y un rostro que parecía cansado y con cicatrices, como si hubiera sobrevivido a un incendio; sin embargo, y a pesar de todo ello, mostraba una gran vivacidad.

Maldiciendo entre dientes, Gideon recogió el sedal y examinó el extremo roto. Luego, volvió a mirar al desconocido, que seguía observándolo con una medio sonrisa.

– ¿Quién demonios es usted? -quiso saber.

El hombre dio un paso al frente y le tendió la mano.

– Me llamo Manuel Garza.

Gideon lo miró con cara de pocos amigos hasta que el otro retiró la mano.

– Discúlpeme por molestarlo durante su tiempo libre, pero no podía esperar -dijo Garza, sin dejar de sonreír ni perder la compostura. Todo él parecía emanar calma y control. A Gideon le resultó irritante.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Una deducción afortunada. Sabemos que este es uno de los lugares donde viene a pescar. También lo teníamos localizado por la última llamada que hizo desde su móvil.

– O sea que es usted el Gran Hermano. ¿De qué va todo esto?

– Eso es algo de lo que no puedo hablar por el momento.

Gideon se preguntó si no tendría que ver con el asunto de Tucker. Pero no, aquello era agua pasada; además, había sido un éxito rotundo: había dado respuesta a todas las preguntas oficiales, y el buen nombre de su familia había sido rehabilitado. Señaló su reloj.

– La hora del cóctel es a las seis, en mi cabaña. No me cabe duda que sabe cómo localizarla, de modo que nos veremos allí. Ahora estoy ocupado pescando.

– Lo siento, doctor Crew, pero, como le he dicho, esto no puede esperar.

– ¿Qué es lo que no puede esperar?

– Un trabajo.

– Gracias, pero ya tengo un trabajo, en Los Álamos. Ya sabe, donde hacen esas bombas atómicas tan bonitas.

– La verdad es que este otro trabajo es mucho más emocionante y está mucho mejor pagado. Cien mil dólares por una semana de trabajo. Además, se trata de una labor para la que está particularmente dotado y que beneficiará tanto a nuestro país como a usted. Dios sabe que necesita el dinero, con todas esas tarjetas de crédito que ha exprimido… -Garza meneó la cabeza.

– Bueno, ¿y quién no ha agotado sus tarjetas alguna vez? Este es un país libre, ¿no? -Gideon vaciló; aquella oferta suponía mucho dinero, dinero que necesitaba-. ¿Qué se supone que tendré que hacer en ese trabajo suyo?

– Como le he comentado, no puedo decírselo todavía. Un helicóptero nos espera para llevarnos al aeropuerto de Albuquerque y, desde allí, en avión privado a su destino final.

– ¿Ha venido a buscarme en helicóptero? -Gideon recordaba haber oído uno, pero no le había prestado atención. A menudo, debido a que quedaban muy apartados, se utilizaban los montes Jemez para vuelos de entrenamiento de la base aérea de Kirtland.

– Perdone, pero tenemos prisa, doctor Crew.

– ¿De veras? ¿A quién representa?

– Tampoco puedo decírselo, todavía. -Sonrió e hizo un gesto con la mano, invitándolo a seguirlo-. ¿Nos vamos?

– Mi madre me decía que no subiera nunca a un helicóptero con desconocidos.

– Doctor Crew, se lo repito: este trabajo le resultará de lo más interesante y está bien remunerado. ¿Ni siquiera está dispuesto a acompañarme a nuestro cuartel general para conocer los detalles?

– ¿Y dónde está eso?

– En la ciudad de Nueva York.

Gideon lo miró fijamente. Meneó la cabeza y soltó un bufido. Los cien mil dólares le irían estupendamente para empezar los muchos planes e ideas que tenía pensados para su nueva vida.

– ¿Supone algún tipo de actividad ilegal?

– Desde luego que no.

– De acuerdo. Hace mucho que no he estado en la Gran Manzana. Muy bien, después de usted, Manuel.

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