Chamblee S. Tucker estaba sentado tras una enorme mesa escritorio, en su estudio con paredes de madera de su casa de McLean, en Virginia, y levantando con una mano un pesado pisapapeles de cristal de Murano. A sus setenta años se encontraba en buena forma y se enorgullecía de ello.
Cambió el pisapapeles de mano y siguió haciendo flexiones. Alguien llamó a la puerta.
– Adelante -dijo, dejándolo con exquisito cuidado sobre la mesa.
Charles Dajkovic entró en el estudio. Iba vestido con ropa civil, pero tanto su porte como su físico proclamaban a los cuatro vientos que era militar: corte de pelo a cepillo, cuello de toro, la espalda recta como un palo y ojos de un azul acerado. El bigote pulcramente recortado era su única concesión a la vida civil.
– Buenos días, general -saludó.
– Buenos días, Charlie. Sírvase un café y siéntese, por favor -dijo Tucker, señalando una mesa auxiliar donde había una cafetera, azúcar, leche y tazas.
– Gracias -respondió Dajkovic, sirviéndose y sentándose en el sillón.
– Veamos… ¿cuántos años lleva con Tucker & Associates, diez?
– Más o menos, señor.
– Pero entre usted y yo la relación se remonta a más atrás.
– Desde luego, señor.
– Tenemos una historia en común, la Operación Furia Urgente. Por eso lo contraté, porque la confianza que se forja en el campo de batalla es la más auténtica que uno puede encontrar en este mundo de locos. Los hombres que no han luchado juntos no pueden comprender el verdadero significado de las palabras «lealtad» y «confianza».
– Muy cierto, señor.
– Por eso le he pedido que viniera a mi casa, porque puedo confiar en usted. -El general hizo una pausa-. Permítame que le cuente una historia. Tiene su moraleja, pero dejaré que sea usted quien la averigüe. No puedo ser más concreto, ya verá por qué.
Dajkovic asintió.
– ¿Ha oído hablar de John Walker Lindh?
– ¿El talibán estadounidense?
– Exacto. ¿Y de Adam Gadahn?
– ¿No es el tipo que se unió a al-Qaeda y hace vídeos para Bin Laden?
– Ha acertado. Ha llegado a mis manos información altamente confidencial sobre un tercer estadounidense convertido, solo que este es mucho más peligroso. -Tucker hizo una nueva pausa-. El padre de nuestro hombre trabajó para el INSCOM cuando yo estaba al frente de aquello. Al final resultó que era un traidor que pasaba información a los soviéticos. Seguramente recordará cómo terminó todo el asunto: cogió un rehén en el antiguo cuartel general y nuestros francotiradores acabaron abatiéndolo. Bueno, pues su hijo lo presenció todo.
– Recuerdo el incidente.
– Lo que no sabe, porque también es material reservado, es que aquel hombre fue el responsable de la caída de veintiséis agentes. Los soviéticos los capturaron a todos la misma noche y los torturaron hasta matarlos en los gulags soviéticos.
Dajkovic no dijo nada, pero apuró su taza de café y la dejó a un lado.
– Estos son los antecedentes. Puede usted imaginar lo que debió de ser para el chico crecer en ese ambiente. El caso es que nuestro muchacho, al igual que Lindh y Gadahn, se convirtió y se pasó al enemigo, solo que no cometió la estupidez de largarse a un campo de entrenamiento en Afganistán, sino que se matriculó en el MIT y ahora trabaja en el Laboratorio Nacional de Los Álamos. Se llama Gideon Crew -deletreó el apellido.
– ¿Cómo es posible que consiguiera un pase de seguridad?
– Con amigos poderosos en cargos influyentes. No ha cometido errores. Es bueno, muy convincente y sincero. Y también es el conducto para que al-Qaeda consiga la bomba.
Dajkovic se revolvió en su asiento.
– ¿Y por qué no lo detienen o cuando menos cancelan su pase de seguridad?
Tucker se inclinó hacia delante.
– Charlie, no sea ingenuo.
– Espero no serlo, señor.
– ¿Qué cree usted que está pasando en este país? Del mismo modo que los rojos se infiltraron en nuestras filas durante la Guerra Fría, ahora son los yihadistas, yihadistas estadounidenses.
– Entiendo.
– En estos momentos, con la protección de la que goza, nuestro hombre es intocable. No tenemos nada concreto, desde luego. Esta información llegó a mi mesa por casualidad, y yo no soy de los que se muestran remisos a la hora de defender nuestro país. No hay más que imaginar lo que haría al-Qaeda con un artefacto nuclear.
– No quiero ni pensarlo.
– Charlie, lo conozco. Usted era el mejor hombre de las Fuerzas Especiales que tenía bajo mi mando. Sus habilidades son únicas. La pregunta es: ¿hasta qué punto ama usted a su país?
Dajkovic se puso muy tieso.
– Esa es una pregunta que está de más, señor.
– Lo sabía. Esa es la razón de que únicamente comparta esta información con usted. Lo único que puedo decirle es que, a veces, un hombre tiene que asumir su deber patriótico.
El soldado no dijo nada, pero el rubor encendía su rostro atezado.
– La última vez que lo comprobé, nuestro hombre se encontraba en Washington. Se alojaba en el motel Luna de Dodge Park. Creemos que se propone establecer contacto con un colega yihadista. Es posible que pretenda pasarle ciertos documentos.
Dajkovic no abrió la boca.
– No sé cuánto tiempo estará allí ni adonde se dirigirá a continuación. Lleva consigo un ordenador que sin duda es tan peligroso como él. ¿Entiende lo que quiero decir?
– Lo entiendo perfectamente y le doy las gracias por concederme esta oportunidad.
– Se lo agradezco, Charlie, de corazón.
Le tendió la mano a Dajkovic y, en una demostración espontánea de emociones, lo atrajo hacia sí y le dio un fuerte abrazo.
Cuando el soldado hubo salido, Tucker juraría que había visto lágrimas en sus ojos.