58

Allí donde hay traficantes de drogas, hay armas. Y el centro del tráfico de drogas en Nueva York, al menos en la calle, se encuentra en el barrio de South Central Bronx llamado, por una ironía de la vida, Mount Eden. Gideon iba en el tren que salía a toda velocidad de Manhattan en dirección norte, con un fajo de billetes quemándole en el bolsillo. Aquel no era el modo más inteligente de comprar un arma, pero ofrecía la ventaja de la inmediatez, y él llevaba prisa.

Cuando el tren se detuvo en la parada del estadio de los Yankees de la calle Ciento sesenta y uno, un hombre que acababa de subir se sentó junto a él. Gideon tardó unos instantes en darse cuenta de que se trataba de Garza, disfrazado de artista con una boina negra y un chaquetón.

– ¿Se puede saber qué está haciendo? -preguntó. Su tono estaba desprovisto de su habitual afabilidad.

– Mi trabajo.

– Está usted fuera de control. Tiene que tranquilizarse, aminorar la marcha y venir a hablar con nosotros de su siguiente paso.

– Este asunto ya no tiene nada que ver con ustedes -contestó Gideon, sin molestarse en bajar la voz-. Ahora me toca actuar a mí y es algo personal.

– Es precisamente a eso a lo que me refería. Nunca he visto nada tan poco profesional. El señor Glinn se equivocó al elegirlo. Con su temeridad está poniendo usted en peligro la operación.

Gideon no respondió.

– ¡Presentarse en Throckmorton haciéndose pasar por padre de un chico adoptado! ¿Qué locura es esa? A partir de ahora, queremos saber lo que está haciendo y adónde va. Es usted un idiota si cree que puede vencer a Nodding Crane.

Gideon intuyó que Garza no sabía nada de Hart Island y le produjo cierta satisfacción saber que, por una vez, iba por delante de Glinn y de su ayudante.

– Me las arreglaré por mi cuenta.

– No, no lo hará. Va a necesitar apoyo, no sea idiota.

Gideon soltó un bufido.

– ¿Dónde se encontrarán? -quiso saber Garza.

– No es asunto suyo.

– Crew, si pretende darnos esquinazo, le juro que lo mandaré encerrar. Se lo juro.

Gideon vaciló, aquello era un problema añadido que no necesitaba.

– En el Corona Park, en Queens -respondió.

– ¿En el Corona Park?

– Sí, ya sabe, donde se celebró la antigua Exposición Universal. Nos encontraremos en el Unisphere.

– ¿Cuándo?

– A medianoche. Hoy.

– ¿Y por qué allí?

– Es un sitio como cualquier otro.

Garza meneó la cabeza.

– Un sitio como cualquier otro.

– Nodding Crane ha asesinado a mi amiga. Ahora es él o yo. Como le he dicho, esto no tiene nada que ver con usted. Cuando me haya ocupado de este asunto, acabaré con el de ustedes. No intente detenerme.

Garza permaneció en silencio un momento y finalmente asintió. Cuando el tren se detuvo en la siguiente parada, se levantó y bajó con expresión de disgusto.


***

Gideon se apeó en la Ciento setenta con Grand Concourse y caminó hacia el este, en dirección al parque, dejando atrás una hilera de edificios abandonados. Entró en el parque, un triste páramo con tierra en vez de césped y basura por todas partes, y empezó a deambular sin rumbo concreto, como un tipo cualquiera en busca de droga. Casi al instante, se le acercó un camello, que pasó por su lado murmurando: «Hierba, hierba».

Gideon se volvió.

– Sí.

El camello dio media vuelta. Era un chaval bajo y encorvado, con un peine clavado en el pelo y el pantalón por debajo del culo.

– ¿Qué necesitas, tío? Tengo hierba, caballo…

– Una pistola.

Silencio.

– Pagaré una buena pasta -prosiguió Gideon-, pero necesito algo de gran calibre y que sea de calidad.

Al principio, el chaval pareció no haberlo oído, pero luego masculló: «Espera aquí» y se alejó.

Gideon aguardó. Veinte minutos más tarde, el camello regresó.

– Ven conmigo -le dijo.

Gideon lo siguió fuera del parque, hasta un edificio abandonado de Morris Avenue, una vieja mole de piedra con las ventanas tapiadas y cuyo interior apestaba a orines. Por peligroso que fuera, sería mejor que tener que suplicar de rodillas un arma a Garza. No quería depender de aquel hombre más de lo estrictamente necesario. Sabía que debería estar nervioso, incluso tener miedo, pero no sentía nada. Nada salvo rabia.

El camello se dirigió al portal del edificio, metió la cabeza y silbó. De alguna parte le llegó otro silbido a modo de respuesta.

– Segundo piso -dijo.

Gideon subió por la escalera, sorteando una gran variedad de condones usados, jeringuillas y restos de vómito, y llegó al segundo piso. En el rellano lo esperaban dos individuos, ambos vestidos con chándal de diseño y zapatillas de deporte blancas. Eran hispanos con pasta. El más alto, obviamente el jefe, llevaba una barba de varios días cuidadosamente recortada, anillos y cadenas de oro y apestaba a Armani Attitude. El más bajo tenía la cara llena de espinillas y pupas.

– Enséñanos el dinero -dijo el alto, con una sonrisa fanfarrona.

– Cuando vea la pistola.

El cabecilla se apoyó en la pared con las manos en los bolsillos, mirando a Gideon. Era alto y utilizaba su estatura para intimidar. Sin embargo, sus ojos eran los de un estúpido.

– Tenemos la pistola.

– Pues enséñamela. No tengo todo el día.

El bajo con la cara llena de pupas metió la mano bajo la chaqueta y medio sacó una pistola.

– Es una Beretta de nueve milímetros.

– ¿Cuánto pides?

– ¿Cuánto tienes?

Gideon notó que su rabia, casi a punto de ebullición, iba en aumento.

– Escucha, capullo, primero di tu precio. Luego, examinaré la mercancía. Si me gusta, pago, y si no, me largo.

El tipo alto asintió.

– Enséñasela -dijo, frunciendo los labios.

El Pupas sacó la pistola y se la entregó a Gideon. Este la cogió, la examinó, la armó y accionó el gatillo.

– ¿Y el cargador? -preguntó.

Se lo dieron. Lo cogió y torció el gesto.

– ¿Qué pasa con la munición?

– Escucha, tío, no queremos tiros aquí dentro.

Gideon lo pensó. Tenían razón. Tendría que probarla más Metió el cargador. La pistola parecía funcionar perfectamente.

– Está bien, me la quedo.

– Dos mil.

Aquello era mucho dinero por un arma que costaba setecientos dólares. Habían limado el número de serie, aunque eso no servía de nada. Un poco de ácido bastaría para hacerlo salir de nuevo. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, donde había guardado los billetes en fajos de quinientos. Cogió cuatro, entregó el dinero, guardó la pistola en el cinto y dio media vuelta para marcharse.

– Un momento, tío.

Se volvió y se encontró con dos pistolas que lo apuntaban.

– Dame el resto del dinero -dijo el alto.

– ¿Vais a robarme a mí, al cliente?

– Tú lo has dicho, tío.

Gideon llevaba otros dos mil en el bolsillo. Tomó una rápida decisión: sacó el dinero y lo arrojó al suelo.

– Eso es todo.

– La pistola también.

– Oye, te estás pasando.

– Pues entonces despídete de tu culo de blanco. -Sonrieron mientras le apuntaban.

– ¿Mi culo de blanco? -repitió Gideon, sacando la pistola y encañonándolos a su vez.

– Te olvidas de que no está cargada, capullo.

– Si os devuelvo la pistola, prometedme que me dejaréis ir -gimió Gideon, alargándoles el arma.

– Pues claro. -Dos sonrisas burlonas acompañaron la respuesta.

La mano de Gideon temblaba tanto que los dos camellos se echaron a reír. El Alto se acercó para coger la pistola y, en ese momento de distracción, Gideon golpeó al Pupas, arrancándole la pistola de la mano al tiempo que le propinaba una patada en la rodilla y giraba para apartarse de la línea de tiro del Alto. Este disparó mientras su compañero caía al suelo con un aullido de dolor, y Gideon notó que la bala le rozaba el hombro. Con un grito de furia se lanzó sobre el cabecilla. Este se derrumbó como un tronco podrido. Gideon cayó encima de él, le arrebató violentamente la pistola y le clavó el cañón en el ojo, inmovilizándolo.

El camello gritó de dolor e intentó mover la cabeza, pero la presión del arma lo obligó a quedarse quieto.

– ¡Por favor, para! ¡Ay! ¡Mi ojo!

El Pupas se puso en pie. Había recuperado la pistola y apuntaba a Gideon con ella.

– ¡Suéltala o disparo! -gritó Gideon como un poseso-. ¡Le disparo y después te mato!

– ¡Haz lo que dice, joder! -ordenó el Alto-. ¡Suelta la pistola!

El Pupas retrocedió, caminando hacia atrás y sin soltar el arma. Gideon comprendió que iba a echar a correr. A la mierda, que se largara. El Pupas dio media vuelta y salió corriendo. Gideon oyó sus pasos en la escalera, seguidos de un estrépito cuando tropezó presa del pánico y cayó. Sonaron más pasos corriendo y después se hizo el silencio.

– Parece que solo quedamos tú y yo -dijo Gideon. Notaba que un reguero de sangre caliente le corría por el brazo. Evidentemente, la bala le había rozado el hombro. El relleno de la chaqueta sobresalía por el agujero, pero no sentía nada en el hombro.

El Alto farfullaba incoherencias. Mientras seguía presionándole el ojo con el cañón de la pistola, para inmovilizarlo, Gideon le registró el chándal y le cogió el dinero -había mucho, al menos cinco mil dólares- y un cuchillo que encontró. Luego, pensándolo mejor, le quitó los anillos, los collares y la cartera junto con las llaves del coche y de su casa, unas monedas sueltas y unas cuantas balas, que sin duda eran las de la Beretta.

Retiró el cañón del ojo del camello y se levantó sin dejar de apuntarle. El Alto se quedó en el suelo, gimoteando.

– Escucha, Fernando -dijo Gideon, mirando el nombre del permiso de conducir-, tengo las llaves de tu casa y sé dónde vives; así que si intentas joderme iré a buscarte y mataré a toda tu familia, al perro, al gato y hasta a los peces de colores.

El camello soltó un gemido, acurrucándose en el suelo en posición fetal.

Antes de salir del edificio, Gideon se aseguró de que el Pupas no estuviera merodeando por allí. Luego, se dirigió a la estación de Grand Concourse y por el camino tiró las llaves, la cartera y las monedas en una alcantarilla, pero conservó el dinero y las armas.

En ese momento tenía dos pistolas. Se escondió en un portal y examinó el botín. La otra era una Taurus Millenium Pro de calibre 32 ACP y tenía el cargador lleno. Metió las balas en el cargador de la Beretta y se guardó las armas en la parte trasera del cinturón. A continuación, se quitó la chaqueta y se examinó el hombro. La herida no era tan leve como había creído, pero seguía siendo superficial. Volvió a ponerse la chaqueta y miró la hora: las diez de la mañana.

De camino al metro, paró en una farmacia, compró un apósito, entró en el aseo y se lo puso en el hombro. Acto seguido, y obedeciendo un impulso, entró en una papelería y compró una libreta, hojas de papel, bolígrafos y un sobre de papel marrón grueso. Por último, se dirigió a una cafetería cercana y se sentó para escribir sus últimas voluntades.

Загрузка...