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Llegaron alrededor de las ocho de la mañana, vestidos con traje oscuro como si fueran un grupo de empresarios de la construcción de Hong Kong, entraron con su propia llave, invadieron la habitación y permanecieron educadamente en silencio mientras el jefe les hablaba.

– ¿El señor Gideon Crew?

Gideon se incorporó en la cama. La cabeza le latía con fuerza.

– ¿Humm? ¿Sí? -Aquello no presagiaba nada bueno.

– Por favor, acompáñenos.

Los miró un momento. Gerta seguía durmiendo a su lado como si nada.

– No, gracias.

Los dos individuos que flanqueaban al jefe sacaron sendas automáticas de nueve milímetros.

– Por favor, no nos cause problemas. Esto es un hotel de lujo.

– Está bien. ¿Puedo vestirme?

– Desde luego.

Salió de la cama, intentando no pensar en la resaca y hacerse cargo de la situación mientras los hombres lo miraban. Confió en que Gerta no se despertara, porque eso añadiría un elemento impredecible. Tenía que pensar en algo y rápido. Todo acabaría cuando lo metieran en el coche.

– ¿Puedo ducharme antes?

– No.

Gideon se dirigió al vestidor.

– Saque la ropa y vístase aquí.

Lentamente, mientras se esforzaba por pensar en algo, se puso el traje de cuatro mil dólares, la corbata y los zapatos a juego. Con el dinero que le habían costado, no quería perderlos.

– Síganos.

Los matones lo rodearon formando un círculo compacto. Las pistolas desaparecieron en cuanto salieron al pasillo. Entraron en el ascensor, que los esperaba con la puerta abierta. La mente de Gideon trabajaba a toda velocidad, pero no se le ocurría nada. ¿Montar una escena en el vestíbulo? ¿Empezar a gritar como un loco que lo estaban secuestrando? ¿Echar a correr? Sopesó las distintas alternativas pero siempre llegaba a la misma conclusión: de una manera u otra acabaría con un balazo en el cuerpo. El problema era que esos individuos sin duda tendrían una historia mejor que la suya. Y, además, una acreditación oficial. Imposible ganar.

El ascensor llegó a la planta baja, y las puertas se abrieron con un siseo. Salieron al vestíbulo de mármol. En el otro extremo, más allá de las paredes de cristal que daban a la entrada, vio aparcados tres todoterrenos negros, custodiados por más tipos con traje. Sus escoltas le dieron un empujón para que caminara más deprisa.

¿Y si hacía un amago y echaba a correr? ¿Se atreverían a dispararle? Y suponiendo que lograra escapar, ¿adónde iría? No conocía a nadie en Hong Kong y solo le quedaban dos mil dólares, que por aquellos lares eran calderilla. Lo cazarían antes de que hubiera logrado salir del país. Además, se había visto obligado a viajar con su nombre verdadero porque, últimamente, conseguir un pasaporte falso se había convertido en algo imposible.

Lo empujaron en dirección a la puerta, hacia los todoterrenos que esperaban con el motor en marcha.

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