Sé bien de que huyo, pero ignoro lo que busco
MICHEL DE MONTAIGNE
La isla apareció como un desgarrón en el tejido azul ondulado, bajo los rayos de un sol que se ocultaba con rapidez. El helicóptero la sobrevoló dos veces antes de decidirse a descender.
Hasta ese instante, la idea de un trozo de jungla flotando en el océano tropical le había parecido a Víctor más propia de la propaganda de las agencias de turismo que de la realidad: esa clase de lugares a los que nunca llegas porque no son sino artificios, cebos publicitarios. Pero al divisar Nueva Nelson en medio del índico, rodeada de anillos de distintas tonalidades de verde, cubierta de hojas de palmeras que parecían flores vistas desde arriba, arenas color vainilla y corales como collares enormes arrojados al mar, hubo de reconocer que se había equivocado. Cosas así podían ser reales.
Y si la isla era real -razonaba con pavor-, todo lo que había oído hasta entonces adquiría un grado más de verosimilitud.
– Parece el paraíso -murmuró.
Elisa, que compartía con él el reducido espacio junto a la ventanilla del helicóptero, la contemplaba con expresión absorta.
– Es el infierno -dijo.
Víctor lo dudaba. Pese a todo lo que ya sabía, no creía que aquello fuese peor que el aeropuerto de Sanaa, en Yemen, donde habían pasado las dieciocho horas previas aguardando a que Carter finalizara los preparativos para trasladarlos a la isla. No había podido ducharse ni cambiarse de ropa, le dolían todos los huesos de haber dormido en los incómodos bancos del aeropuerto y apenas había comido otra cosa que patatas fritas y chocolatinas acompañadas de agua mineral. Todo eso después del angustioso vuelo en avioneta que habían realizado desde Torrejón, amenizado por las avinagradas advertencias de Carter:
– Ustedes son científicos y conocen la expresión «en teoría», ¿verdad? Bueno, pues «en teoría» van a regresar al mismo lugar que abandonaron hace diez años, pero no me echen la culpa si no es así.
– Nunca lo hemos abandonado -fue la taciturna réplica de Jacqueline Clissot. A diferencia de Elisa, Jacqueline sí había traído algo de ropa. En Sanaa se había cambiado y llevaba una gorra deportiva sobre los lacios cabellos teñidos de rojo, una blusa veraniega de color blanco y minifalda vaquera. En aquel momento estaba mirando por la otra ventanilla, sentada junto a Blanes, pero al divisar la isla apartó la cara del cristal.
A Víctor le daba igual lo que dijeran: allí podría esperarles cualquier cosa, pero al menos se trataba de la etapa final de aquel viaje enloquecedor. Tendría tiempo para lavarse, quizá incluso afeitarse. Sobre lo de hallar ropa limpia albergaba dudas. El helicóptero ejecutó otra violenta maniobra. Tras un nuevo bandazo -el piloto, que era árabe, aseguraba que se trataba del viento, pero a juicio de Víctor se trataba de su torpeza- se equilibró y empezó a descender sobre un perímetro de arena. En la esquina derecha había ruinas negras y metales retorcidos.
– Es lo que queda de la casamata y el almacén -le dijo Elisa.
Víctor notó cómo se estremecía y le pasó el brazo sobre los hombros.
La estación, desde el aire, le recordaba vagamente a un tenedor con el mango roto. Las puntas eran tres barracones grises de techo inclinado conectados por el extremo norte, mientras que la parte que hacía de mango era redonda y corta: supuso que allí tenía que estar SUSAN, el acelerador de electrones. Sobre ella, clavadas como dardos, antenas largas y circulares erguían sus esqueletos de metal. Una alambrada lo encerraba todo en un amplio cuadrilátero.
Víctor fue de los últimos en salir. Siguió a Elisa hasta la escalerilla, inclinados ambos debido al techo bajo del helicóptero (él casi besando el trasero de ella) y saltó al terrizo aturdido por el viaje, la nube de arena y el ruido de las aspas. Se apartó tosiendo y, al tomar aliento, varios centímetros cúbicos de aire isleño penetraron en sus pulmones. No era tan húmedo como esperaba.
– Hay tormenta al sur, en las Chagos -exclamó Carter, que aún seguía en el helicóptero, haciéndose oír sin esfuerzo por encima de los rotores.
– ¿Eso es malo? -preguntó Víctor, alzando la voz.
Carter lo miró como si Víctor fuese un insecto en la fase de muda.
– Eso es bueno. Lo que me preocupa es el tiempo seco, que es más frecuente en esta época. Mientras haya tormentas nadie se acercará aquí. Agarre esto.
Le tendía una caja sosteniéndola con una sola mano. Él necesitó las dos, y aun así se le caía. Se sintió como una especie de soldado transportando víveres. En verdad se trataba de parte de las provisiones que Carter había reunido en Sanaa: latas de conserva y paquetes de pasta italiana, así como baterías de distintos tamaños para las linternas, radios, municiones y botellas de agua. Estas últimas eran especialmente importantes, ya que el depósito del almacén había quedado destruido y Carter ignoraba si habían instalado otro. Elisa, Blanes y Jacqueline se acercaron y repartieron el resto del equipaje.
Víctor avanzaba hacia el barracón tambaleándose como un borracho. La caja pesaba endemoniadamente. Vio cómo Elisa y Jacqueline le adelantaban, la primera llevando incluso dos cajas, puede que menos pesadas que la suya, pero dos. Se sintió desanimado e inútil. Recordó cuánto le costaba realizar los ejercicios físicos en el colegio y la humillación que sufría cuando una chica lo superaba en cuestión de músculos. De alguna manera, la idea de que una mujer, sobre todo si era tan atractiva como Elisa o Jacqueline, tenía que ser más débil que él seguía muy arraigada en su interior. Se trataba de una idea ridícula, lo admitía, pero no podía quitársela de encima.
Mientras hacía muecas intentando llegar oyó a su espalda la voz de Carter despidiéndose a gritos del piloto. Como coordinador de la seguridad en Nueva Nelson, Carter no había tenido ningún problema en conseguir que los guardacostas mirasen para otro lado. Tampoco era de temer, por el momento -según había explicado-, que Eagle se enterara de que estaban allí, ya que los vigilantes eran hombres de confianza. Pero les había advertido que el helicóptero se marcharía de inmediato: no quería arriesgarse a que un avión militar advirtiese su presencia durante un vuelo rutinario. Iban a quedarse solos. Y si alguna prueba necesitaba Víctor de ello, escuchó cómo se aceleraba el ritmo de las aspas y alzó la cabeza justo a tiempo de ver el helicóptero girar en el aire lanzando chispazos del sol de poniente antes de alejarse. Solos en el paraíso, pensó.
Quizá fue ese pensamiento lo que le aturdió, porque la caja se le resbaló de las manos. La sujetó antes de que se cayera del todo, pero no pudo evitar que una esquina le golpeara el pie derecho. El agudo dolor le hizo trizas cualquier idea de paraíso.
Por fortuna, nadie había percibido su torpeza. Se hallaban congregados frente a la puerta del tercer barracón, sin duda esperando a que Carter la abriera.
– ¿Necesita ayuda? -dijo Carter rebasándolo.
– No, gracias… Ya…
Colorado como un tomate y resoplando, Víctor reanudó la marcha por la arena cojeando, con las piernas separadas. Carter se había reunido con los demás y sostenía unas tenazas tan largas como sus brazos. El ruido que produjo al cortar la cadena de la puerta semejó un disparo.
– La casa estaba vacía y nadie ha venido a barrer -dijo como si fuera el estribillo de una canción, deteniéndose para apartar con la bota unos escombros.
Eran las 18.50, hora de la isla, del viernes 13 de marzo de 2015.
Viernes trece. Víctor se preguntó si eso traería mala suerte.
– Ahora me parece pequeñísima -dijo Elisa.
Se hallaba de pie en el umbral, moviendo el haz de la linterna por el interior de la que había sido su habitación en Nueva Nelson.
Él empezaba a pensar que, en efecto, aquello era un infierno.
No había visto lugar más deprimente en toda su vida. Las paredes y el suelo de chapa albergaban tanto calor como las piezas de un horno desconectado hacía solo unos segundos tras pasar varias horas a doscientos grados. Todo tenía un aspecto lóbrego, no había ventilación y olía a rayos fritos. Y, desde luego, los barracones eran mucho más pequeños de lo que la narración de Elisa le había hecho imaginar: un pobre comedor, una pobre cocina, dormitorios desnudos. La cama solo era el armazón, el baño apenas contaba con el mobiliario indispensable y estaba cubierto de polvo. Nada semejante al lugar de ensueño donde Cheryl Ross la había recibido a ella diez años atrás. A los ojos de Elisa asomaron lágrimas y sonrió sorprendida: dijo que no creía sufrir ninguna nostalgia. Quizá se hallaba extenuada por el viaje.
La sala de proyección impresionó más a Víctor, pese a que era un lugar igualmente pequeño y hacía un calor espantoso. Sin embargo, al contemplar la oscura pantalla no pudo evitar estremecerse. ¿Era posible que hubiesen vislumbrado en ella la ciudad de Jerusalén en tiempos de Cristo?
Pero fue en la sala de control donde se quedó boquiabierto.
Con sus casi treinta metros de anchura por cuarenta de largo y sus paredes de cemento, era la cámara más grande y fresca de todas. Aún no había luz (Carter había ido a examinar los generadores), pero, bajo el débil resplandor que penetraba por las ventanas, Víctor contempló, alelado, el dorso relampagueante de SUSAN. Él era físico, y nada de lo que había visto u oído hasta entonces podía compararse a aquel aparato. Reaccionó como un cazador que, habiendo oído historias de increíbles piezas cobradas, contempla al fin la fantástica arma que ha servido para capturarlas y ya no duda de la veracidad del resto. Un estrépito lo sobresaltó. Se encendieron los fluorescentes del techo haciendo que todos parpadearan. Víctor miró a sus compañeros como si los viera por primera vez, y de improviso fue consciente de que iba a vivir con ellos allí. Pero no le parecía mal, al menos en el caso de Elisa y Jacqueline. Blanes tampoco le resultaba una compañía desagradable. Solo Carter, que en ese momento apareció por una pequeña puerta a la derecha del acelerador, seguía sin encajar en su amplio universo.
– Bueno, tendrán luz para jugar con ordenadores y calentar comida. -Se había quitado la cazadora, los vellos canosos del tórax le sobresalían de la camiseta y los bíceps le abultaban las mangas-. Lo malo es que no hay agua. Y no debemos usar la climatización si queremos que lo demás funcione. No me fío del generador auxiliar, el otro sigue estropeado. Eso significa pasar calor -agregó sonriendo. Pero su rostro no mostraba ni una gota de sudor, mientras que Víctor se percató de que ellos estaban empapados de pies a cabeza. Oyéndolo hablar, nunca sabía con certeza si Carter se burlaba o quería ayudarlos de verdad. Puede que ambas cosas, decidió.
– Hay otro motivo por el que debemos ahorrar luz -dijo Blanes-. Hasta ahora hemos razonado lo opuesto: evitar la oscuridad todo lo posible. Pero está claro que Zigzag usa la energía que encuentra a su disposición… Las luces y los aparatos conectados son como comida para él.
– Y usted propone hacerle ayunar -dijo Carter.
– No sé si servirá de mucho, en cualquier caso. Su uso de la energía es variable. Por ejemplo, en el avión de Silberg le bastó con fundir las luces de la cabina. Pero es mejor no darle facilidades.
– Puede hacerse. Desconectaremos la luz general y conectaremos solo los ordenadores y el microondas para calentar alimentos. Tenemos linternas de sobra.
– Pues no perdamos el tiempo. -Blanes se volvió hacia los demás-. Me gustaría que trabajáramos juntos. Podemos usar esta sala: hay varias mesas y es bastante amplia. Nos dividiremos las tareas. Elisa, Víctor: existe un ritmo en los ataques que debemos descubrir. ¿Por qué Zigzag actúa varios días seguidos y luego «descansa» durante años? ¿Tiene algo que ver con la energía consumida? ¿Sigue algún patrón concreto? Carter os dará los informes detallados de los asesinatos. Yo trabajaré con las conclusiones de Reinhard y los archivos de Marini. Jacqueline: tú podrías ayudarme a clasificar los archivos…
Mientras todos asentían sucedió algo.
Estaban tan cansados, o quizá ocurrió tan rápido, que al pronto nadie reaccionó. Un segundo antes Carter se hallaba a la derecha de Blanes frotándose las manos y un segundo después había saltado hacia la silla del ordenador central y asestado una patada bajo la mesa. Entonces hinchó el pecho y los miró a todos como un viejo fogonero de tren interrumpiendo una conversación entre pasajeros de primera clase.
– Se ha olvidado de los malos estudiantes, profesor, los que hacemos novillos. Aún podemos resultar útiles para limpiar las aulas. -Con un ademán teatral, se agachó y recogió la pequeña serpiente aplastada-. Imagino que su familia andará cerca. Aunque no lo parezca, estamos en la selva, y los bichos tienen por costumbre penetrar en las casas vacías en busca de comida.
– No es venenosa -dijo Jacqueline sin inmutarse, cogiendo la serpiente-. Parece una culebra verde de los manglares.
– Ya, pero asquea lo suyo, ¿eh? -Carter le arrebató el reptil, se acercó a una papelera de metal y dejó caer la pequeña guirnalda verde de tripas reventadas-. Por lo visto, no solo vamos a trabajar con la cabeza: será preciso hacer algo con los pies. Y eso me recuerda que yo también necesito ayuda. Alguien que colabore abriendo y ordenando provisiones, cocinando, realizando turnos de guardia y vigilancia, limpiando un poco… Ya saben, todas esas vulgaridades de la vida…
– Lo haré yo -dijo Víctor de inmediato, y miró a Elisa- Puedes ocuparte sola de esos cálculos. -Ella observó que Carter sonreía, como si el ofrecimiento de Víctor le pareciese divertido.
– Bien -zanjó Blanes-. Vamos a empezar. ¿De cuánto tiempo cree que disponemos, Carter?
– ¿Se refiere antes de que Eagle nos envíe a la caballería? Un par de días, tres a lo sumo, si se han tragado los anzuelos que dejé en Yemen.
– Es poco.
– Pues serán aún menos, profesor -dijo Carter-. Porque Harrison es un zorro astuto y sé que no se los tragará.
Lo bueno de las personas que se sienten ligeramente tristes en su vida cotidiana es que, cuando llegan los momentos tristes de verdad, siempre recuperan un poco de ánimo. Es como si pensaran: «No sé de qué me quejo. Mira lo que está pasando ahora». Era justo lo que le sucedía a Víctor. No podía afirmarse que fuera feliz por completo, pero experimentaba una exaltación, una fuerza vital insospechada. Atrás quedaban sus días de plantas hidropónicas y lecturas filosóficas: ahora vivía en un mundo salvaje que le exigía nuevas cualidades casi cada minuto. Además, le gustaba sentirse útil. Siempre había creído que nada de lo que uno sabe hacer sirve de mucho si no sirve para los demás, y era el momento de poner en práctica esa máxima. A lo largo de la tarde había abierto cajas, barrido y limpiado bajo las órdenes de Carter. Estaba extenuado, pero había descubierto que la fatiga tenía algo que enganchaba como una droga.
En un momento dado, Carter le preguntó si sabía cocinar con el microondas.
– Puedo hacer estofado -contestó.
Carter se quedó mirándolo.
– Pues hágalo.
Le parecía evidente que el ex militar abusaba, pero él obedecía sin rechistar. A fin de cuentas, ¿qué satisfacción encontraba cuando trabajaba para él solo en su casa? Ahora tenía la oportunidad de ayudar a otros con aquellas simplezas.
Abrió latas de conserva, botes de aceite y vinagre, preparó platos y aprovechó la escasa luz que todavía adornaba la ventana para elaborar una comida que fuese algo más que un rancho. Se había quitado el jersey y la camisa y trabajaba con el torso desnudo. A veces creía ahogarse en aquella atmósfera de sudor y aire denso, pero todo eso contribuía a otorgarle a su tarea un grado más de realismo. Era un minero preparando la cena para sus agotados compañeros, un grumete barriendo la cubierta.
Las escenas insólitas se repetían a su alrededor. En un momento dado, Elisa entró en la cocina con el pantalón vaquero en las manos. Vestía solo la camiseta de tirantes y unas pequeñas bragas, pero aun así estaba sudando y se había sujetado el bellísimo y cuantioso pelo negro con una goma.
– Víctor, ¿habría alguna herramienta con la que pudiese cortar esto? Unas tijeras grandes quizá… Estoy muerta de calor.
– Creo que tengo lo que buscas.
Carter había traído una caja enorme de herramientas, que estaba abierta en la habitación contigua. Víctor eligió una cortadora de acero portátil. Fue un momento inesperado y maravilloso. ¿Cómo hubiese podido imaginar jamás una situación así, y precisamente con Elisa? Incluso ella llegó a sonreír, y bromearon juntos.
– Más alto, más, corta a esta altura -le indicaba ella.
– Se te va a quedar un mini pantalón. Incluso como shorts te quedarán pequeños…
– Corta sin piedad. Jacqueline no tiene ninguno que prestarme.
Pensó en su vida anterior, cuando se consideraba un hombre afortunado cada vez que podía tomar un café con ella en el aséptico ambiente de Alighieri. Y ahora se hallaban casi desnudos (él de cintura para arriba y ella en bragas) decidiendo a qué altura tenían que cortar unos pantalones. Seguía sintiendo miedo (y ella igual, era evidente), pero había algo en aquel miedo que le hacía pensar que podía ocurrir cualquier cosa, agradable o desagradable. El miedo lo liberaba.
Cuando la cena estuvo lista ya había caído la noche y el calor se había mitigado. Por el ventanuco del comedor penetraba brisa, casi viento, y Víctor podía distinguir masas de sombras agitándose más allá de las alambradas. Puso un mantel de papel, repartió platos y colocó una de las lámparas portátiles en el centro, a modo de candelabro. Intentó, incluso, servir con cierto arte, pero de poco le sirvió. La cena fue apresurada y silenciosa, nadie habló con nadie y Elisa, Jacqueline y Blanes regresaron enseguida a la sala de control y reanudaron el trabajo.
Víctor se quedó recogiendo la mesa y encendió el transmisor en el bolsillo de sus vaqueros. Creía poder identificar la respiración de Elisa entre los diversos sonidos que escuchaba. Imaginó que la respiración era una especie de huella dactilar, y allí estaría la de ella, el jadeo inconfundible de su voz de contralto y los rasguños que produciría su lápiz al deslizarse por el papel.
Lo de los transmisores había sido idea de Blanes, y Carter había hecho una mueca con su rostro pétreo, como pensando: «Profesor, déjeme a mí las ideas prácticas», pero había terminado sirviéndose de las radios portátiles para proporcionárselos, no sin objetar:
– No servirá de mucho, señor sabio. A Silberg lo pulverizó en las narices de los escoltas, dentro del avión, ¿recuerda? Y a Stevenson en una barcaza más pequeña que este cuarto, delante de cinco compañeros que no vieron ni pudieron hacer nada…
– Ya lo sé -admitió Blanes-, pero creo que debemos estar en todo momento comunicados entre nosotros. Es más tranquilizador.
Por eso la bragueta de Víctor carraspeaba y tosía con las voces de Jacqueline, Elisa y Blanes, y suponía que otro tanto ocurría con sus propios ruidos, por lo que procuró ser silencioso a la hora de quitar los platos (luego tendría que fregarlos con los bidones de agua de mar que Carter había traído de la playa). En ese instante Carter lo llamó.
– Tome una linterna, baje a la despensa y revise las estanterías superiores por si quedara algo aprovechable. Es usted más alto que yo y no tenemos escalera.
Víctor le pidió que repitiera la orden: desde que habían llegado a la isla el interés de Carter en hablar en castellano era nulo, y aunque Víctor se manejaba bien en inglés, el de aquel hombre le resultaba a veces una jerigonza. Cuando por fin entendió, obedeció sumisamente: cogió una linterna y se dirigió a la oscura cámara contigua, donde se hallaba la trampilla abierta en el suelo.
Abierta y negra.
Iluminó el agujero, vio los escalones que descendían y recordó algo. Aquí mató a la mujer mayor. ¿Cuál era su nombre? Cheryl Ross.
Alzó la vista. Carter seguía en la cocina, ocupado en algo. Volvió a mirar la trampilla. ¿Qué pasa? ¿Solo resultas útil para hacer estofados? Respiró hondo y comenzó a bajar los escalones. El transmisor, desde el bolsillo de sus pantalones, le envió la tos de Elisa entre interferencias. ¿Habría escuchado ella la orden de Carter? ¿Sabría lo que él estaba haciendo en aquel; momento?
Cuando el techo de la despensa lo cubrió, alzó la linterna. Vio estanterías metálicas atiborradas de objetos. El suelo era de tierra, aunque por más que lo rastreó no halló las huellas que esperaba (y temía). Hacía fresco allí abajo, incluso un poco de frío, en comparación con el pegajoso ambiente de la cocina.
De repente distinguió, al fondo, una puerta gris metálica sobre cuyo marco habían clavado listones de madera. Recordó que Elisa le había dicho que todo había sucedido en la cámara del fondo.
Tras esa puerta.
Se estremeció. Terminó de bajar los peldaños y decidió concentrarse en su tarea.
Empezó por la estantería de la derecha. Se alzó de puntillas y pasó el haz de luz por la parte superior. Alcanzó a vislumbrar dos cajas que parecían de galletas y latas grandes de algo que, fuera lo que fuese, no era comestible. Se acordó de aquel acertijo en el que un chino le señala a otro una lata queriendo significar «rata». «Grande», para el chino, sería «glande». Desde el transmisor le llegaba una conversación en voz baja, censurada por la estática: Blanes y Elisa se habían puesto a hablar de algo relacionado con el cómputo del TU (Tiempo Universal) y los períodos de energía. El vibrato de la voz de Elisa le acariciaba la ingle.
– Bah, apague esa mierda -oyó de repente las botas de Carter bajando por la escalera-. No sirve para nada, diga lo que diga el sabio.
Víctor no le hizo caso. Ni siquiera se molestó en replicar: siguió recorriendo el altillo con la linterna hasta encontrar nuevas cajas.
De pronto una mano palpó sus genitales. Una mano enorme. Se apartó de un salto, pero no antes de que los gruesos dedos de Carter se introdujesen en el angosto bolsillo de sus vaqueros y apagaran el transmisor.
– ¿Qué… hace? -chilló Víctor.
– Tranquilo, señor cura, no es usted mi tipo. -Carter mostró la dentadura en la oscuridad-. Ya le he dicho que lo de los transmisores es una mierda inútil, y no me gusta que me escuchen.
Víctor ahogó su enfado reanudando la tarea.
– No me llame «señor cura», por favor -dijo-. Soy profesor de física.
– Pensé que estudiaba religión, o teología, o algo.
– ¿Cómo lo sabe? -se extrañó Víctor.
– Anoche, en el aeropuerto de Yemen, le oí decírselo a la profesora francesa. Y le he visto rezar en ocasiones.
Víctor se sorprendió de aquella insospechada faceta de observador que demostraba Carter. Era cierto que había charlado con Jacqueline sobre sus lecturas y que a lo largo del viaje había rezado varias veces (jamás se había sentido tan motivado a hacerlo), pero siempre de manera discreta, apenas el susurro de un padrenuestro. No creía que nadie se hubiese fijado.
– Soy católico -dijo. Tendió la mano e inclinó una de las cajas para ver su contenido. Más latas. Sacó una. Alubias.
– Para mí es igual, científico o cura. -Carter se había puesto a sacar las cajas de la estantería izquierda-. Son las peores castas de la sociedad que conozco. Unos crean las armas y los otros las bendicen.
– Y los soldados las disparan -replicó Víctor sin ganas de discutir, pero con cierta intención. Buscó la fecha de caducidad en la lata de alubias y descubrió que había expirado cuatro años antes. La devolvió a la caja y dirigió la linterna hacia la siguiente. Envases de cartón. Metió la mano e intentó sacar uno.
– Dígame una cosa -pidió Carter a su espalda-. ¿Qué es Dios para usted?
– ¿Dios?
– Sí, ¿qué es para usted?
– Esperanza -dijo Víctor tras una pausa-. ¿Y para usted?
– Depende del día.
El envase estaba atascado. Víctor sacudió la caja con violencia. De pronto una sombra ágil y negra emergió a cinco centímetros de sus dedos y trepó por la pared.
– Dios… -gimió Víctor en castellano, y retrocedió asqueado.
– No, eso sí que no es «Dios». -Carter repitió la palabra en castellano mientras enfocaba al techo-. Es una cucaracha. Es grande, pero no hay que exagerar…
– Es enorme… -Víctor sentía náuseas. El estofado se le removió en el estómago.
– Es una cucaracha tropical, sin conservantes ni colorantes. Yo he estado en sitios donde se te hacía la boca agua viendo a una de ésas. Sitios donde verlas pasar era como ver pasar a un ciervo.
– No estoy seguro de que me gustara estar en esos sitios.
La risa del ex militar fue breve y ronca.
– Está ya en uno de esos sitios, señor cura. Si quiere, le quito las tablas a la puerta y se lo enseño.
Víctor se volvió hacia la puerta, luego hacia Carter. Los ojos de Carter y la puerta tenían el mismo color a la luz de su linterna.
– No puedo decir que sea lo peor que he visto en mi vida, porque después vi a Craig, Petrova y Marini. Pero lo que vi tras esa puerta fue lo peor que había visto en mi vida hasta entonces. Y le juro que ya había visto unas cuantas cosas. -El aliento de Carter, en la frialdad de la despensa, formaba un ligero vaho. La linterna hacía brillar sus ojos. Era como si ardiera por dentro-. Buenos soldados, como Stevenson o Bergetti, gente acostumbrada a vivir de pie, como digo yo, se quedaron tocados del ala cuando bajaron a esta despensa… Incluso el tipo que nos está buscando, Harrison, el hombre de Eagle, se ha vuelto loco de remate: ha visto más víctimas que nadie, y está como una chota. Le dan ataques, crisis, cosas así. Y no es un hombre a quien yo calificaría de sensible.
Víctor movió la nuez en su garganta en un inútil intento de tragar. Carter se ladeó un poco mientras hablaba, como si ya no se dirigiera a él sino a las sombras que los rodeaban.
– Voy a contarle algo. A miles de kilómetros de aquí, en una casa de Ciudad del Cabo, viven mi mujer y mi hija. Son negras. Tengo una bonita, bonita niña negra de diez años de edad con preciosos rizos y ojos enormes. Su sonrisa es tan dulce que podría estar mirándola toda la vida hasta que no me quedara baba que derramar. Mi mujer se llama Kamaria, que en swahili significa «como la luna». Es alta y hermosa, lo mejor de su raza, un cuerpo de ébano firme. Las amo con locura. Y desde hace un par de años no pasa una sola noche que no sueñe que las encierro en esta despensa y las destrozo. Les hago las mismas cosas que eso le hizo a Cheryl Ross. No puedo evitarlo: él aparece, me las ordena y yo obedezco. A mi hija le arranco los ojos y me los como.
Quedó un rato en silencio, respirando. Luego se volvió hacia Víctor con una mirada tranquila, indiferente.
– Tengo miedo, señor cura. Más miedo que un niño en un cuarto oscuro. Desde que todo esto empezó, puedo ponerme a chillar si un amigo me da un susto, o me cago en los pantalones si me quedo solo por las noches. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida… Sé que, si Dios existe, como usted cree, él… o eso… es un Antidios. La Antiesperanza. El Anticristo, ¿no se dice así?
– Sí -musitó Víctor.
Carter se quedó mirándolo.
– Pero no se preocupe: esto no va con usted. Va con nosotros. Si sus colegas no encuentran pronto una solución, nos matará a todos, pero no a usted… Usted solo se volverá loco. -Hablaba con repentino desprecio-. De modo que no se preocupe más por las jodidas cucarachas y siga abriendo cajas. Dio media vuelta y salió de la despensa.
Despertó con un sobresalto. Se encontraba en su casa. Ric Valente y él estaban haciendo pedazos los pantalones de las chicas. Todo lo demás (la isla, los horrendos asesinatos) había sido un mal sueño, por suerte. Los caminos del inconsciente son inescrutables, pensó.
– Mira esto -le decía Ric, que había inventado un aparato ultrarrápido para destrozar los pantalones.
Pero no era así. En realidad se hallaba en el suelo, con la espalda desnuda apoyada en una fría pared de metal. Reconoció la angosta cocina de la estación científica. Por la ventana penetraba la luz del amanecer, pero no era la luz lo que le había despertado.
– ¿Víctor…? -murmuraba la radio en la repisa-. ¿Víctor, estás ahí? ¿Puedes avisar a Carter y venir ambos a la sala de proyección?
– ¿Tenéis algo? -preguntó incorporándose con dificultad.
– Venid cuanto antes -dijo Blanes a modo de respuesta. A juzgar por su tono de voz, Víctor pensó que parecía aterrorizado.
– La imagen de la izquierda procede de una grabación de vídeo; la de la derecha, de una cuerda temporal del pasado reciente, unos veinte minutos antes… Se abrió usando esa grabación. Observad la sombra que rodea el lomo…
Blanes se acercó a la pantalla y deslizó el dedo índice por la silueta de la imagen derecha. Las fotos eran muy similares: mostraban a una rata de laboratorio con su pelaje castaño, las finas púas del hocico, las patitas rosáceas. Pero la que ocupaba el margen derecho de la pantalla tenía un color ligeramente sepia y estaba bordeada de un halo oscuro, como si la figura hubiese sido sobreimpresa varias veces.
Y había otras diferencias.
– Los ojos de la segunda… -murmuró Elisa.
– Luego comentaremos eso -cortó Blanes-. Ahora, fijaos. -Volvió a cruzar la sala y proyectó otra imagen-. Ésta es una copia del Vaso Intacto. ¿Notáis algo?
Los cuellos se inclinaron hacia delante. Hasta Carter, de pie en la puerta, se acercó.
– ¿Una… sombra rodeando el vaso, como en la rata? -apuntó Jacqueline.
– En efecto. Lo achacábamos a la falta de nitidez, pero es el desdoblamiento.
– ¿Qué es el desdoblamiento? -preguntó Elisa.
– Sergio Marini lo cuenta todo en sus archivos… Lo descubrió él, yo jamás lo supe… -Blanes se hallaba nervioso, casi angustiado: Elisa nunca lo había visto así. Mientras hablaba hacía desfilar las imágenes en la pantalla con rápidos tecleos en la consola del ordenador-. Al parecer, cuando obtuvimos el Vaso Intacto le sucedió algo extraño. Vio el mismo vaso a los veinte minutos, tres y diecinueve horas después de realizar el experimento. Aparecía en cualquier sitio frente a él: un autobús, su cama, la calle… Solo él lo veía. Cuando intentaba cogerlo, desaparecía. Creyó que era una alucinación, por eso no me dijo nada. Pero empezó a experimentar por su cuenta y pronto comprobó que las imágenes de cuerdas temporales recientes producían ese efecto en los objetos. Probó entonces con seres vivos; ratas, al principio. Las filmaba y abría cuerdas del pasado reciente. A partir de ese momento, la misma rata se le aparecía cada cierto período de tiempo, igual que el vaso: en su casa, en el coche, no importaba el sitio donde estuviera… Siempre a él. No hacían nada especial: solo dejarse ver. Pero las luces en un área de unos cuarenta centímetros de diámetro alrededor de la aparición se apagaban. A Marini le resultó evidente que utilizaban esa energía para aparecer. Las llamó «desdoblamientos». Supuso que eran la consecuencia directa del entrelazamiento entre el pasado reciente y el presente.
Las ratas en la pantalla se convirtieron en perros y gatos. Blanes prosiguió:
– Ensayó con animales mayores… Observó otras propiedades. Aunque la imagen contuviera varios animales, solo uno se desdoblaba, y no siempre el mismo. Lo atribuyó al azar. Podía prever cuál se desdoblaría por las sombras que rodean su imagen en la cuerda abierta: es como si el desdoblamiento apareciera en ese instante… Descubrió también que si el animal moría no se producía el desdoblamiento. Es decir, no podían coexistir el animal muerto y el mismo animal vivo, ni siquiera en cuerdas temporales diferentes. Con todos esos datos, reclutó a Craig. Hicieron más pruebas, y concluyeron que los desdoblamientos eran reales, aunque solo aparecían en el espacio-tiempo de quienes realizaban la prueba.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Víctor-. Quiero decir, ¿cómo puede un objeto o un ser vivo aparecer a la vez en dos sitios distintos?
– No olvides que cada cuerda temporal es única, Víctor, y todo lo que hay en ella, incluyendo objetos y seres vivos, también. Reinhard lo explica de forma muy curiosa. Dice que cada fracción de segundo somos alguien distinto. Nuestra ilusión de ser los mismos es producida por el cerebro, para impedir que enloquezcamos. Quizá los esquizofrénicos capten las diferencias entre los múltiples seres que conforman nuestro yo a lo largo de la dimensión tiempo… Pero al aislar una cuerda temporal del pasado reciente, los objetos y criaturas únicos que hay en ella también quedan aislados de la corriente del tiempo y… viven por su cuenta durante períodos proporcionales.
Carter resopló sonoramente y cambió de postura, apoyando una mano en el marco de la puerta.
– Si no entiende algo me lo pregunta, Carter -dijo Blanes.
– Tendría que empezar preguntándole cómo me llamo -rezongó Carter-. Desde que ha empezado a hablar usted me siento como una embarazada de trillizos.
– Espera un momento -interrumpió Elisa. En sus piernas desnudas se reflejaban los colores de las fotos. Las mantenía abiertas, el respaldo de la silla frente a ella-. Pon la imagen anterior… No, ésa no… La anterior, la ampliación de la rata herida… Ésa.
La foto, en color sepia, ocupaba toda la pantalla. Mostraba a una rata con una profunda hendidura en el hocico y una brecha en el lomo. Sin embargo, eran heridas limpias y no sangraban.
– ¿No te recuerdan algo esas mutilaciones, Jacqueline? -Elisa comprendió que la paleontóloga ya se había dado cuenta.
– La Mujer de Jerusalén…
– Y las patas de los dinos. Nadja me lo hizo notar…
– Observad, además, que a varios perros y ratas no se les ven las pupilas -indicó Blanes-. Tú lo ibas a decir antes, Elisa.
Los ojos blancos. Elisa contuvo el aliento.
– ¿Qué significa todo eso? -preguntó Víctor.
– Marini y Craig dieron con la respuesta. En realidad, no solo ocurre con las extremidades y el rostro. Esperad. -Retrocedió hasta la imagen del Vaso Intacto y la amplió-. Fijaos en el costado derecho. Faltan trozos de cristal… Incluso… Mirad esos agujeros en el centro… No son burbujas sino porciones de materia ausentes. Nuestro cerebro solo percibía los defectos, digamos, más antropomórficos: la cara o los dedos… Pero todos los objetos del pasado, incluyendo la tierra y las nubes, todos presentan agujeros, mutilaciones… La explicación es asombrosa… y muy simple.
– El Tiempo de Planck -murmuró Elisa, comprendiendo de repente.
– Exacto. Pensábamos que estas imágenes eran fotografías o películas. Sabíamos que no era así, pero de manera inconsciente lo pensábamos. Sin embargo, se trata de cuerdas temporales abiertas. Cada cuerda es un Tiempo de Planck, el intervalo más breve de la realidad, un lapso tan mínimo que la luz apenas puede recorrer un espacio durante el mismo. La materia está hecha de átomos: núcleos de protones y neutrones con electrones girando alrededor, pero en un intervalo tan breve los electrones no han tenido tiempo de rellenar todo el objeto, por sólido que sea: quedan agujeros, vacíos… Nuestro rostro, nuestro cuerpo, una mesa o una montaña presentarían la apariencia de estar inacabados, mutilados. No nos dimos cuenta hasta ver el rostro de la Mujer de Jerusalén.
– ¿Quiere decir que durante ese tiempo no tenemos cara? -preguntó Carter.
– Podemos tenerla o no, pero lo más probable es que no la tengamos del todo. Imagine una sartén con unas gotas de aceite: si usted la hace oscilar, el aceite terminará cubriendo toda la base, pero para ello necesitará cierto tiempo. En un Tiempo de Planck lo más probable es que queden huecos que los electrones no han cubierto: nuestros ojos, parte de la cara o la cabeza, una víscera, una extremidad… A escalas tan mínimas de tiempo y espacio, cambiamos continuamente, no solo de aspecto… Ni siquiera un pensamiento puede viajar de una neurona a otra durante un Tiempo de Planck. Sencillamente, es un intervalo demasiado fugaz. Repito: en cada cuerda temporal somos otros seres. Existen tantos seres distintos en nosotros como cuerdas temporales han transcurrido desde que hemos nacido.
– Es increíble -murmuró Jacqueline.
– Profesor, ¿sabe una cosa?… -Carter se rascó la cabeza sonriendo-. Yo era de los escolares que se saltaban la paja al estudiar. Su documental me parece maravilloso, pero lo que me gustaría entender es quién nos está trinchando desde hace diez años, quién nos provoca esas pesadillas y cómo podemos eliminarlo.
– Llegaremos a ese punto enseguida -repuso Blanes y abrió otro archivo-. Marini y Craig habían estudiado animales y objetos, pero faltaban los seres humanos… Era una experiencia arriesgada: ¿quién iba a ofrecerse voluntario para ser desdoblado? Entonces pensaron en Ric Valente.
La siguiente imagen, inesperada, hizo que Elisa sintiese un hormigueo en el vientre. En un recuadro rodeado de números aparecía Ric Valente sentado frente a un ordenador. Elisa reconoció el lugar de inmediato.
– Ric comenzó grabándose a sí mismo por las noches en la sala de control, y usó esas imágenes para estudiar sus propios desdoblamientos. Comprobó que el ser humano aparecía en períodos de tiempo distintos; el área era de unos cuatro o cinco metros de diámetro. Ric le confesó a Marini que aquellas apariciones le impresionaban mucho.
Ella se había puesto a recordar la tarde en que lo había sorprendido ensimismado en la playa. ¿Estaría contemplando uno de aquellos desdoblamientos? Y al verla a ella, ¿provocaría la discusión que tuvieron para que creyese que su aturdimiento se debía a no haber entregado aún sus resultados?
– Una noche de septiembre ocurrió algo más. Ric estaba extenuado y se durmió mientras la cámara lo filmaba… Cuando despertó siguió con el experimento y abrió una cuerda temporal de diez minutos antes, en el período en que estaba dormido… Entonces surgió otra clase de desdoblamiento. -La voz de Blanes mostraba ahora más ansiedad. Pasó varias diapositivas repletas de ecuaciones-. La primera diferencia con los anteriores fue que apareció poco después de realizado el experimento, en un período inesperado para Ric. Además, su área era ostensiblemente mayor, y produjo un apagón breve en la sala de control. No solo eso: introdujo a Ric en su cuerda temporal. Durante ese intervalo, la sala se convirtió para él en un mundo oscuro, con extraños agujeros en las paredes y el suelo…
– ¿Agujeros? -preguntó Jacqueline.
– Los producidos por el movimiento de los electrones -intervino Elisa-, como las supuestas heridas en las caras. -La angustia le oprimía el pecho: ahora comprendía el significado de aquella abertura en la pared de su cuarto durante su extraño «sueño».
– «Agujeros de materia», los llamó Marini -dijo Blanes-. Desde el punto de vista de un observador situado dentro de una cuerda temporal, el mundo a su alrededor está incompleto: quedan «defectos» que terminarán rellenándose cuando el paso del tiempo vuelva a situar esas partículas en los lugares correspondientes, aunque se abrirán otros…
– Entonces Ric también vio esos agujeros en su cuerpo -dijo Víctor.
– No, él no se veía a sí mismo de esa forma. A su desdoblamiento sí, pero no a él. Desde su punto de vista, se encontraba desnudo en un mundo inmóvil.
Como yo en el sueño, pensó Elisa.
– ¿Desnudo? -inquirió Jacqueline.
– No percibía la ropa ni ninguno de los objetos que llevaba encima. Solo su cuerpo. Los objetos que transportaba habían quedado fuera de la cuerda temporal. El desdoblamiento lo introdujo solo a él.
Elisa se volvió hacia Blanes.
– No solo Ric tuvo esa experiencia.
Sintió las miradas convergiendo en ella. Añadió, con cierta turbación, sus mejillas ardiendo en la penumbra de la sala:
– Nadja y yo también… Y Rosalyn…
– Lo de Rosalyn lo sabía -afirmó Blanes-. Ella se lo contó a Valente. El desdoblamiento se le apareció la misma noche que a él, y también fue «introducida» en la cuerda temporal. Por supuesto, Rosalyn creyó que se trataba de un sueño muy vívido, pero Ric comprobó que las luces de su baño se habían fundido y supo lo que había pasado en realidad…
Elisa miraba las ecuaciones de la pantalla sin verlas. El misterioso rompecabezas con el que había vivido todos aquellos años empezaba a cobrar forma dentro de ella. El hombre sin rostro de los ojos blancos era eso. Recordó que tanto Nadja como ella habían creído que se trataba de Ric. ¿Y el resto de lo sucedido? ¿Hasta qué punto había sido real la agresión que había creído sufrir? Decidió no hablar de eso; sencillamente, se sentía incapaz de contarlo. Pero entonces Blanes dijo:
– Rosalyn le confesó a Ric que había soñado que su doble la atacaba… Él no estaba seguro de si había exagerado para culparlo por su desinterés hacia ella, pero lo cierto es que se preocupó. ¿A qué se debía esa diferencia? Los desdoblamientos anteriores apenas hacían algo más que moverse como fantasmas… Se lo contó a Marini. Meditaron mucho sobre el tema. Solían dar largos paseos hacia el lago mientras discutían en secreto…
– A veces hablaban en la casamata -interrumpió Carter-. Allí sabían que ninguno de ustedes los escucharía.
– Al fin Marini creyó encontrar la explicación: el desdoblamiento procedía, en este caso, de una de las múltiples «personas» que Ric era cuando estaba dormido. Es decir, era un desdoblamiento del inconsciente de Ric. El sueño es una actividad más violenta de lo que pensamos. Reinhard Silberg opina que la idea de que «descansamos» cuando dormimos también puede ser una ilusión del paso del tiempo. Aislados en cada intervalo, nuestros cuerpos dormidos se muestran mucho más activos que durante la vigilia: movemos los ojos con rapidez, tenemos alucinaciones, nos excitamos sexualmente… Sergio dedujo que el sueño o la inconsciencia producían en el ser humano un desdoblamiento de la parte más íntima y salvaje.
– Entonces… eso es Zigzag… -murmuró Jacqueline-. El desdoblamiento del inconsciente de Ric…
Blanes sacudió la cabeza.
– No. Zigzag apareció después, la noche del primero de octubre. Fue otra clase de desdoblamiento aún más potente. No pudo ser el mismo que vieron Rosalyn, Elisa y Nadja, porque éste utilizaba solo una cantidad discreta de energía mientras que Zigzag, en cambio, quemó los generadores al aparecer. Además, su período de entrelazamiento con el presente se ha extendido a lo largo de diez años en intervalos variables, lo cual no ha sucedido en ningún otro caso… Ni siquiera sabemos si lo produjo Ric, aunque todo indica que así fue. Valente llevaba un diario riguroso que Marini recuperó. En él Ric afirmaba que, aunque Marini le había pedido que interrumpiese las pruebas con personas dormidas debido a los posibles riesgos, iba a seguir haciéndolas por su cuenta… Se mostraba entusiasmado. Deseaba averiguar más cosas sobre esos desdoblamientos agresivos. Eran algo que él había descubierto. Decía que, por primera vez en la historia, se habían obtenido pruebas de la estrecha relación existente entre la física de partículas y la psicología freudiana… No puedo juzgarle mal por mucho que lo intento… Su última anotación procede del veintinueve de septiembre, y en ella declara que se disponía a aprovechar la noche del sábado primero de octubre, cuando la tormenta estuviera en su apogeo, para producir otro desdoblamiento con una nueva imagen.
Jacqueline hizo la pregunta que había surgido en la mente de todos.
– ¿Qué imagen?
Blanes cerró los archivos y abrió otros.
– En la última entrada escribió que estaba pensando usar éstas…
Por la pantalla desfilaron ampliaciones borrosas. Elisa y Jacqueline se levantaron de los asientos casi a la vez.
– Joder… -dijo Carter.
Las fotos eran similares: en cada una aparecía una habitación con una cama y una figura acostada. Elisa se había reconocido a sí misma enseguida, y también a Nadja. Las fotografías habían sido tomadas desde algún lugar del techo, y las mostraban durmiendo en sus habitaciones de Nueva Nelson diez años atrás.
– Las luces de nuestros cuartos tenían cámaras ocultas con infrarrojos -explicó Blanes-. Ric disponía, cada noche, de imágenes de todos nosotros en tiempo real. Incluyéndole a usted, Carter.
– Eagle quería espiarnos -asintió Carter-. Estaban paranoicos con el Impacto.
Ahora todo encajaba para Elisa: comprendió que la mención que Ric había hecho sobre sus placeres solitarios durante aquella discusión no había sido una fanfarronada. Él realmente la había visto. Podía verlos a todos, de hecho.
– Pero ¿cuál de estas malditas imágenes utilizó? -Jacqueline casi gritaba. Más que preguntarle a Blanes, era como si le hablara a la pantalla.
– No lo sabemos, Jacqueline. Ric hizo el experimento por su cuenta, sin comunicárselo a Marini.
– Pero… tiene que haber… algún registro… una grabación… -Carter, súbitamente, parecía muy nervioso-. En la sala de control también había cámaras ocultas… -agregó, pero Blanes negaba con la cabeza.
– Todos los registros y grabaciones de esa noche se borraron tras el corte de luz debido a Zigzag: absorbió la energía a su alrededor y borró los datos en los circuitos. Incluso es posible que Ric usara de nuevo una imagen suya, aunque lo dudo. Creo que probó con otra. Cualquiera de éstas, pero ¿cuál?… -Volvió a pasarlas de una en una, hacia atrás.
– No, cualquiera no… -Elisa notó que le costaba esfuerzo hablar-. No pueden ser las de Nadja, Marini, Craig, Ross, Silberg ni las de los soldados…
– Tienes razón. Ellos están muertos, y un desdoblamiento no puede coexistir con la misma criatura muerta. Solo quedamos… -Blanes los miró conforme los mencionaba, en la habitación en penumbra-… Elisa, Jacqueline, Carter y yo. Y Ric, que ha desaparecido.
– Pero… eso significa… -Jacqueline estaba pálida.
Blanes asintió gravemente.
– Zigzag es uno de nosotros.
La soldado se llamaba Previn, o eso decía la placa colgada en la pechera de su uniforme. Era rubia, de ojos azules, algo corpulenta pero atractiva, aunque lo mejor que tenía era que no hablaba. En cambio, el teniente Borsello, al mando de la Sección Táctica de la base de Imnia en el mar Egeo, parapetado tras el escritorio del despacho, hablaba por los codos. Pero en algo se parecían: las miradas de ambos fingían no ver a Jurgens. La soldado mantenía los ojos bien apartados de él, y el teniente lo hacía aún mejor: dedicaba guiños fugaces a Jurgens y retornaba con rapidez a Harrison, como si quisiera dar a entender que estaba acostumbrado a ver de todo.
Harrison comprendía que fingiera que la presencia de Jurgens no importaba.
– Estoy encantado de recibirle, señor -dijo Borsello-, y me pongo a su disposición, pero no sé si he entendido bien su demanda.
– Mi demanda… -Harrison pareció darle vueltas al término-. Mi demanda es muy simple, teniente: cuatro «arcángeles», dieciséis hombres, trajes anticontaminación, todo el equipo.
– ¿Para salir cuándo?
– Esta misma noche. Dentro de ocho horas.
Borsello enarcó las cejas. No perdía la expresión de «Mira-Qué-Amable-Soy-Con-Los-Civiles», pero en aquellas cejas de pelos retorcidos Harrison leyó una negativa rotunda.
– Mucho me temo que va a ser imposible. Hay un tifón al norte de las Chagos y avanza hacia Nueva Nelson. Los «arcángeles» son helicópteros pequeños. Existe una probabilidad de más del cincuenta por ciento de que…
– Hidroaviones, entonces.
Borsello sonrió compasivamente.
– No podrían amerizar, señor. Dentro de un par de horas las olas alrededor de la isla alcanzarán los diez metros. Es completamente imposible. Somos un equipo modesto aquí en Imnia. No más de treinta hombres en mi sección. Tendremos que esperar a mañana.
De alguna manera Harrison insistía en mirar a la soldado Previn. Devolvía las sonrisas y la cortesía a Borsello, pero miraba a su subordinada. Lo que menos podía soportar, lo que nadie tenía derecho a exigirle que soportara, era aquel obstáculo de cara de luna sembrada de cráteres de acné que era el teniente Borsello.
– A primera hora podrá tener listo el equipo. Quizá al amanecer, si…
– ¿Podemos hablar a solas, teniente? -cortó Harrison.
Cejas enarcadas, más esfuerzos por no parecer sorprendido, por seguir siendo cortés. Y por no mirar a Jurgens. Pero al fin Borsello hizo un gesto y la soldado se esfumó cerrando la puerta tras de sí.
– ¿Qué quiere exactamente, señor Harrison?
Ahora que se había marchado la valquiria, Harrison se sentía más cómodo. Cerró los ojos e imaginó posibles respuestas. Quiero quitarme una avispa del interior de la cabeza. Podría contestarle eso. Cuando volvió a abrirlos, Borsello seguía allí, y también Jurgens, por fortuna. Esbozó una sonrisa de anciano cortés.
– Quiero ir a la isla esta noche, teniente. Y llevarme a algunos de sus hombres. Le juro que si pudiera hacer todo el trabajo por mi cuenta, no le molestaría.
– Lo entiendo. Y me consta que debo seguir sus instrucciones. Ésas son mis órdenes: seguir sus instrucciones. Pero me temo que ello no significa cometer un disparate. No puedo enviar «arcángeles» a una zona con tifón… Por otra parte… si me permite hablarle con honestidad… -Harrison hizo un gesto, como animándolo-. Según nuestros informes, los individuos que busca se dirigen a Brasil. Las autoridades de ese país ya han sido alertadas. No comprendo muy bien su urgencia por viajar a Nueva Nelson.
Harrison asintió en silencio, como si Borsello le hubiese revelado alguna verdad incuestionable. Ciertamente, todo hacía suponer que Carter y los científicos se habían dirigido a Egipto después de hacer escala en Sanaa. Sus agentes habían interrogado a un falsificador de pasaportes de El Cairo que aseguraba que Carter le había encargado varios visados para entrar en Brasil. Era la única pista sólida de la que disponían.
Por esa razón, Harrison no quería seguirla. Conocía bien a Paul Carter y sabía que elegir el camino marcado con su rastro era un error.
En cambio, existía otro dato, mucho más sutil: los satélites militares habían detectado un helicóptero no identificado sobrevolando el Índico la tarde del día previo. Tal hallazgo no era muy significativo, porque el helicóptero no se había acercado a Nueva Nelson, pero Harrison había caído en la cuenta de que los encargados de informar sobre quién se acercaba o no a Nueva Nelson eran hombres de Carter.
Para él, ése era el camino correcto. Se lo había dicho a Jurgens aquella mañana, cuando volaban hacia Imnia: «Están en la isla. Han regresado». Hasta creía saber por qué. Han descubierto algún modo de acabar con Zigzag.
Pero tenía que actuar con la misma diabólica astucia que su antiguo colaborador. Si decidía presentarse en Nueva Nelson a la luz del día, los vigilantes alertarían a Carter, y lo mismo ocurriría si daba la orden de retirar a los guardacostas o interrogarlos. Tenía que asaltar la isla de improviso, aprovechando que la vigilancia se interrumpiría esa noche debido a la tormenta: solo así podría atraparlos a todos. La idea le excitaba. Sin embargo, ¿qué ganaría contándosela al idiota que tenía delante?
Al fin y al cabo, ya disponía de una ayuda inigualable: había llamado a Jurgens.
– Lo de Brasil es una pista -admitió-. Una buena pista, teniente. Pero antes de seguirla quiero descartar Nueva Nelson.
– Y yo quiero complacerle, señor, pero…
– Ha recibido usted órdenes directas de la Sección Táctica…
– Se me ordena que siga sus instrucciones, repito, pero soy yo quien decide cómo y cuándo arriesgar la vida de mis hombres. Esto es una empresa, no un ejército.
– Sus hombres me obedecerán, teniente. También han recibido órdenes directas.
– Mientras yo esté aquí, mis hombres, señor, me obedecerán a mí.
Harrison desvió la vista, como si hubiese perdido todo interés por la conversación. Se dedicó a mirar el suave mediodía amarillo y azul sobre el mar, más allá de la ventana hermética del despacho. Casi lloró al pensar que antes, mucho antes de ocuparse del Proyecto Zigzag, antes de que sus ojos y su mente entraran en contacto con el horror, paisajes como aquél lograban conmoverlo.
– Teniente -dijo tras larga pausa, mirando aún hacia la ventana-. ¿Conoce las jerarquías de los ángeles? -Y enumeró, sin esperar respuesta-: «Serafines, Querubines, Tronos, Potestades…» Yo tomaré el mando. Soy una jerarquía superior, infinitamente superior a la suya. He visto más horror que usted, y merezco respeto.
– ¿A qué se refiere con «tomaré el mando»? -Borsello frunció el ceño.
Harrison dejó de contemplar el paisaje y miró a Jurgens. Borsello, entonces, hizo algo sorprendente: se irguió en el asiento y quedó rígido, como si hubiese entrado un militar de alta graduación. El orificio entre sus cejas dejó escapar una gota rojo oscura que descendió sin obstáculos por el puente de la nariz. La pistola con silenciador desapareció en la chaqueta de Jurgens con la misma centelleante rapidez con que había aparecido.
– Me refiero a esto, teniente -dijo Harrison.
Se habían trasladado al comedor. La luz grisácea de la mañana subrayaba los contornos de objetos y cuerpos, mezclándolos. Carter bebió un sorbo de café.
– ¿No podría haber una explicación más fácil? -dijo-. Un loco, un sádico, un asesino profesional, una organización terrorista… Una explicación algo más… no sé, más real, joder… -Debió de notar la mirada que le dirigieron los otros, porque alzó la mano-. Es solo una pregunta.
– Ésta es la explicación más real, Carter -repuso Blanes-. La realidad es física. Y usted sabe tan bien como yo que no hay otra explicación. -Fue levantando los dedos de una mano conforme hablaba-. En primer lugar, la rapidez y el silencio: matar a Ross le ocupó menos de dos horas, a Nadja la destrozó en cuestión de minutos y con Reinhard le bastaron unos segundos. Luego está la increíble variedad de lugares: el interior de una despensa, una barcaza, un apartamento, un avión en pleno vuelo… Es evidente que no le importa cambiar de espacio, porque no se mueve a través del espacio. En tercer lugar, el estado de momificación de los restos, que indica que el tiempo transcurrido fue distinto para las víctimas que para el resto de cosas que las rodeaban. Y en cuarto lugar, el shock que se produce al contemplar el escenario del crimen, y que sufre hasta la gente acostumbrada a ver cadáveres. ¿Sabe por qué? Se debe al Impacto. En los crímenes de Zigzag hay Impacto, igual que en las imágenes del pasado… Marini y Ric lo sufrían cuando veían desdoblamientos. -Blanes le mostró aquellos cuatro dedos como si tratara de señalar una puja en una subasta-. Para usted está tan claro como para todos: el asesino es un desdoblamiento. Y todo indica que procede de uno de nosotros. Ésa fue la conclusión a la que llegó el pobre Reinhard.
– Es decir, que uno de los que estamos aquí puede ser eso. Y ni siquiera lo sabe.
– Elisa, Jacqueline, usted o yo -afirmó Blanes-, o bien Ric. Uno de los que estábamos en la isla hace diez años. Uno de los que hemos sobrevivido. A menos que fuera Reinhard, en cuyo caso ya habrá muerto. Pero lo dudo.
Jacqueline permanecía inclinada hacia delante en el asiento con los codos en los muslos y la mirada perdida, como si no estuviera escuchando nada, pero de pronto parpadeó e intervino.
– El desdoblamiento de Ric no era tan violento, ¿no es cierto? ¿Por qué Zigzag es… así?
Blanes la miraba gravemente.
– Es la pregunta clave. La única respuesta que se me ocurre es la que Reinhard le dio: uno de nosotros no es lo que aparenta ser.
– ¿Qué?
– Todos esos sueños que tenemos… -Blanes enfatizaba las palabras con gestos-. Estos deseos ajenos a nosotros, los impulsos que nos dominan… Zigzag nos influye a lo largo del tiempo, aunque no lo veamos… Penetra en nuestro subconsciente, nos obliga a pensar, soñar o hacer cosas. Eso no había ocurrido con ningún desdoblamiento anterior. Reinhard opinaba (y le parecía espantoso) que debía de proceder de una mente enferma, anormal. Al desdoblarse estando dormida, ha… ha adquirido una fuerza enorme. Tú empleaste una palabra, Jacqueline: «contaminación», ¿recuerdas? Es apropiada. Estamos contaminados por el inconsciente de ese sujeto.
– ¿Quieres decir -preguntó Jacqueline en tono de incredulidad- que uno de nosotros está engañando a los demás?
– Quiero decir que se trata, probablemente, de un perturbado.
Hondo silencio. Las miradas giraron hacia Carter, aunque Elisa no comprendió muy bien por qué.
– Si se trata de un perturbado, seguro que es profesor de física -dijo Carter.
– O bien un ex soldado -replicó Blanes mirándolo-. Un tipo con bastantes traumas como para que su inconsciente viva en una perenne pesadilla…
Carter hizo un gesto con los hombros, como si se riera, pero sus labios no se movieron. Dio media vuelta, entró en la cocina y se sirvió algo más de café recalentado.
– ¿Y a qué se debe que deje de dar señales de vida durante años y vuelva después? -inquirió Jacqueline.
– Esa expresión, «durante años», no tiene sentido desde el punto de vista de Zigzag -precisó Blanes-. Para Zigzag todo está transcurriendo en un abrir y cerrar de ojos, y esos períodos equivalen a los intervalos que emplea en moverse a través del tiempo, como cualquier otro desdoblamiento. Para él, nosotros todavía nos hallamos en la estación esa noche, acudiendo a la sala de control mientras suena la alarma. En su cuerda temporal, en su mundo, seguimos en ese preciso instante. Por eso sufrimos su influencia aunque no lo veamos. De hecho, estoy seguro de que nos escoge según un determinado orden… ¿Recordáis quién llegó primero a la sala de control, sin contar a Ric…? Rosalyn. Fue la primera que murió. ¿Y después? ¿Quién llegó después?
– Cheryl Ross -murmuró Elisa-. Ella misma me lo dijo.
– Fue la segunda víctima.
– Méndez fue el primero de mis hombres en llegar -dijo Carter-: estaba de guardia y… Esperen… Él fue la tercera víctima… ¡Por todos los…!
Se miraron entre sí. Jacqueline parecía muy nerviosa.
– Yo llegué después que Reinhard… -gimió. Se volvió hacia Elisa-. ¿Y tú?
– Hay un error -dijo Elisa-: yo llegué junto con Nadja, pero Reinhard ya estaba allí, y Nadja murió antes de… -De repente se detuvo. No: Nadja me dijo que se había levantado antes. Incluso descubrió que Ric no estaba en la cama. Se corrigió-: No, es verdad… Nos está matando según el orden en que nos despertamos y salimos al pasillo…
Por un instante nadie miró a nadie y cada uno pareció sumido en sus propios pensamientos. A Elisa le resultó espantoso sentir cierto alivio al recordar que Jacqueline y Blanes ya estaban levantados cuando ella llegó.
– Escuchen todos. -Carter alzó una de sus pesadas manos. Su cara había perdido color, pero en su voz había un nuevo matiz de autoridad-. Si esta teoría suya es correcta, profesor, ¿qué ocurrirá cuando esa… eso se elimine a sí mismo?
– Cuando asesine a su alter ego, ambos morirán -respondió Blanes.
– Y si su alter ego muriese por cualquier causa…
– Zigzag también morirá.
Carter hizo un gesto con la cabeza, como si ya poseyera todas las claves.
– De modo que lo único que necesitamos es conocer la identidad de este sujeto y, sea quien sea, eliminarlo antes de que el cabrón de Zigzag vuelva a triturar a alguien… Es evidente que no se eliminará a sí mismo: si no lo ha hecho ya, es que piensa dejarse para el final, adrede o por azar. Tendremos que hacerlo nosotros. -Hubo una pausa. Carter los miraba como desafiándolos. Repitió-: Sea quien sea. ¿Me equivoco?
¿Podía ser ésa la solución? A Elisa se le antojaba horrible, pero al mismo tiempo simple y apropiada.
Una nueva inquietud parecía haberse apoderado del ambiente. Hasta Víctor, que se había mantenido al margen, se hallaba ahora muy involucrado en la conversación.
– Es un hombre… -La voz de Jacqueline resonó como una piedra arrojada al suelo-. Lo sé: es un hombre. -Alzó los oscuros ojos hacia Carter y Blanes.
– ¿Se refiere a que no existen mujeres pervertidas, profesora? -preguntó Carter.
– ¡Me refiero a que sé que es un hombre! ¡Y Elisa también! -Jacqueline se volvió hacia ella-. ¡Tú sientes lo mismo que yo! ¡Vamos, dilo de una vez!
Antes de que Elisa pudiese contestar, Carter dijo:
– Pongamos que tiene razón: es macho. ¿Qué quiere que hagamos? Aún sigue habiendo dos posibilidades. ¿Nos lo jugamos a los chinos, el profesor y yo? ¿Nos cortamos el cuello mutuamente para que usted pueda vivir en paz?
– Tres -dijo Víctor con voz muy suave, pese a lo cual creó otro silencio-. Tres posibilidades: Ric también cuenta.
Elisa pensó que tenía razón. No podían descartar a Valente hasta que no comprobaran que había muerto. De hecho, a juzgar por la clase de «contaminaciones» que padecían Jacqueline y ella, era el candidato más probable.
– Si pudiéramos averiguar qué imagen usó esa noche… -dijo Blanes.
Por un instante, el recuerdo de Ric Valente arrastró a Elisa fuera de la realidad. Era como si no hubiesen pasado diez años: volvió a ver su rostro, su perenne sonrisa; escuchó sus burlas y humillaciones… ¿Acaso no se estaba burlando de todos ellos ahora? De pronto comprendió lo que había que hacer.
– Hay una forma. Claro. Una única forma…
– ¡No!
El grito le permitió saber que Blanes la había comprendido.
– ¡Es nuestra única posibilidad, David! ¡Carter tiene razón! ¡Tenemos que descubrir quién de nosotros es Zigzag antes de que vuelva a matar!
– Elisa, no me pidas eso…
– ¡No te lo estoy pidiendo! -Fue consciente de que también ella era capaz de gritar como nunca antes-. ¡Es una propuesta! ¡Tú no eres el único que decide, David!
La mirada de Blanes en aquel momento era terrible. En medio de la pausa escucharon la voz gastada y cínica de Carter.
– Si quieres ver violencia de verdad, encierra a dos científicos en la misma jaula… -Dio unos cuantos pasos y se situó entre ambos. Había encendido un cigarrillo (Víctor ignoraba que Carter fumara) y le daba largas caladas, como si su deseo de recibir humo fuera mayor que el de expulsar palabras-. ¿Les importaría mucho a ustedes dos, brillantes cerebros de la física, explicar lo que están discutiendo?
– ¡Riesgos: crear otro Zigzag! -exclamó Blanes en dirección a Elisa, sin hacer caso a Carter-. ¡Beneficios: ninguno!
– ¡Aun si fuera así, no sé qué otra cosa podríamos hacer! -Elisa se volvió hacia Carter y habló con más calma-. Sabemos que Ric utilizó el acelerador y los ordenadores de la sala de control esa noche. Propongo filmar unos cuantos segundos en vídeo de la sala de control y abrir las cuerdas temporales para ver lo que hizo y lo que ocurrió después, incluyendo el asesinato de Rosalyn. Sabemos la hora exacta a la que sucedió todo: fue la del corte de luz. Podemos abrir dos o tres cuerdas temporales previas a ese instante. Eso quizá nos permitiera averiguar qué estaba haciendo Ric, o qué imagen usó para crear a Zigzag…
– Y así sabríamos quién es. -Carter se rascó la barbilla y miró a Blanes-. Está bien pensado.
– ¡Se olvidan de un pequeño detalle! -Blanes se encaró con Carter-. ¡Zigzag apareció porque Ric abrió una cuerda temporal del pasado reciente! ¿Quieren que ocurra lo mismo ahora? ¿Dos Zigzags?
– Tú mismo lo dijiste -objetó Elisa-: se necesita que el sujeto esté inconsciente para que el desdoblamiento sea peligroso. No creo que Ric estuviera dormido mientras manipulaba el acelerador esa noche, ¿verdad? -Clavó los ojos en Blanes y habló con suavidad-. Míralo de esta forma: ¿qué otra opción tenemos? No podemos defendernos. Zigzag seguirá matándonos horriblemente hasta que se mate a sí mismo, si es que lo hace…
– Podemos estudiar la manera de evitar que utilice la energía…
– ¿Por cuánto tiempo, David? Si consiguiéramos detenerlo ahora, ¿cuánto tardaría en regresar? -Se dirigió a los demás-. He estado calculando el intervalo entre cada ataque y la energía utilizada y consumida: el período de ataque se ha reducido por dos. El primero se produjo ciento noventa millones de segundos después de la muerte de Méndez, y el segundo noventa y cuatro millones quinientos mil segundos después de la muerte de Nadja, casi la mitad. A este paso, a Zigzag aún le quedan cuarenta y ocho horas de actividad antes de «hibernar» de nuevo durante, probablemente, menos de un año. Ha matado a cuatro personas en apenas cuarenta y ocho horas. Todavía puede matar a dos o tres más en el mismo tiempo, hoy o mañana, y acabar con el resto en menos de seis meses… -Miró a Blanes-. Estamos condenados, David, da igual lo que hagamos. Yo solo quiero elegir mi propia pena de muerte.
– Estoy de acuerdo con ella -dijo Carter.
Elisa buscó a Jacqueline con la mirada: se hallaba de pie a su lado, pero de alguna forma parecía remota; algo en su postura o su expresión la empequeñecía.
– No puedo más… -murmuró-. Quiero acabar con ese… ese monstruo. Estoy de acuerdo con Elisa.
– No voy a opinar -se apresuró a decir Víctor cuando Elisa se volvió hacia él-. Sois vosotros quienes debéis decidir. Solo deseo haceros una pregunta. ¿Estáis completamente seguros de que podréis matar a sangre fría a la persona de la cual ha surgido el desdoblamiento cuando sepáis quién es?
– Con mis propias manos -le espetó Jacqueline-. Y si soy yo, lo tendré más fácil.
– Tranquilo, señor cura. -Carter palmoteó a Víctor en el hombro-. Yo me puedo encargar de eso. He matado a gente por toser hacia el lado equivocado.
– Pero la persona de la cual ha surgido el desdoblamiento no es responsable de nada -dijo Víctor sin arredrarse, mirando a Carter-. Ric hizo mal al realizar ese experimento sin permiso, pero aun si se tratase de él, no merecería morir. Y si no es Ric, entonces ni siquiera ha tosido.
Toda su culpa ha consistido en estar durmiendo. Elisa le daba la razón a Víctor, pero no quería abordar ese problema en aquel instante.
– En cualquier caso, es necesario que sepamos quién es -Se volvió hacia Blanes-. David, solo quedas tú. ¿Estás de acuerdo?
– ¡No! -Y abandonó la habitación mientras repetía, gritando angustiado-: ¡No estoy de acuerdo!
Durante un instante nadie reaccionó. Se oyó la voz de Carter, lenta, densa:
– Tiene demasiado interés en que no se lleve a cabo esta prueba, ¿no les parece?
Decidió seguirle. Salió al pasillo a tiempo de verle girar hacia el corredor de acceso al primer barracón. De repente creyó saber adónde se dirigía. Torció hacia la izquierda, cruzó frente a las puertas de los laboratorios y abrió la que daba paso a su antiguo despacho. Se trataba de una de las zonas más dañadas por la explosión, y ahora era poco más que una tumba oscura y vacía. Por entre las rendijas de las paredes, sujetas con contrafuertes, gemía el viento. Solo quedaba una pequeña mesa.
Blanes apoyaba los puños sobre ella.
De repente le pareció que volvía a interrumpir su recital de Bach para enseñarle el resultado de sus cálculos. Cuando hallaba un error, él le decía: «Ve y corrige este maldito error de una vez».
– David… -murmuró.
Blanes no respondió. Permanecía con la cabeza gacha, en la oscuridad.
Elisa se encontraba más tranquila. No le había resultado fácil: el calor y la tensión eran insoportables. Pese a que apenas llevaba encima una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos, notaba la espalda, axilas y frente pegajosas de sudor. Además, necesitaba dormir. Unos cuantos minutos, pero dormir. Sin embargo (primer consejo que se dio a sí misma), sabía que tenía que seguir despierta si quería sobrevivir, y (segundo consejo) debía conservar la calma por encima de todo.
Por eso decidió decírselo con absoluta serenidad.
– Nos has mentido, David.
Él giró la cabeza y la miró.
– Dijiste: «Solo ven los desdoblamientos quienes realizan la prueba». Las imágenes de ratas y perros las obtuvo Marini, pero la primera, la del Vaso Intacto, la conseguisteis los dos. Tú también viste el desdoblamiento del vaso, ¿verdad? ¿Por eso no quieres que hagamos esta prueba?
Desde la oscuridad, Blanes la contemplaba en silencio.
Ella se imaginó lo que veía: su figura de mujer de pie en el umbral, a contraluz, la cabellera negra recogida en una gran cola sobre su cabeza, la camiseta descubriendo el vientre y los vaqueros de bordes rotos ceñidos a sus ingles.
– Elisa Robledo -susurró él-. La alumna más lista y hermosa… y la capulla más arrogante.
– Y a ti nunca te importó una mierda ninguna de las tres cosas.
De nuevo se midieron con la mirada. Entonces sonrieron. Sin embargo, justo en ese momento él dijo lo más espeluznante:
– Hay otra víctima de Zigzag que no conoces, pero la he matado yo. -Seguía con los puños sobre la mesa. Se había puesto a contemplar algo invisible que hubiera allí, entre sus manos, con intensa concentración. No miró a Elisa mientras hablaba-. ¿Sabías que, a los ocho años de edad, vi a mi hermano pequeño morir electrocutado? Estábamos en el comedor, mi madre, mi hermano y yo. Entonces… Lo recuerdo muy bien… Mi madre se ausentó un instante y mi hermano, que estaba jugando con una pelota, pasó a jugar con la madeja de cables de la televisión sin que me enterase. Yo estaba leyendo un libro… Me acuerdo del título: Maravillas de la ciencia. En un momento dado me volví y vi a mi hermanito con el pelo como un puercoespín, rígido. Emitía un ruido ronco por la garganta. Me pareció que su cuerpo de cintura para abajo estallaba como un globo lleno de agua, pero en realidad lo que ocurría era que se estaba haciendo pis y caca encima. Me arrojé sobre él, medio loco. Había leído en algún sitio que era peligroso tocar a alguien que se está electrocutando, pero en aquel momento me dio igual… Corrí hacia él y lo empujé como si estuviéramos peleándonos. Me salvó el simple hecho de que en ese instante saltaron los fusibles. Pero en mi recuerdo tengo la impresión de haber… tocado fugazmente la electricidad. Es un recuerdo muy raro, sé que es falso pero no puedo quitármelo de la cabeza: toqué la electricidad y toqué la muerte. Sentí que la muerte no era una cosa tranquila; la muerte no era algo que pasaba y finalizaba: era rígida, y zumbaba como una máquina poderosa. La muerte era un monstruo de metal quemado… Cuando abrí los ojos, mi madre me abrazaba. A mi hermano ya no lo recuerdo. He borrado la visión de su cadáver. En ese momento, justo en ese horrible momento, decidí que sería físico: supongo que quería conocer bien a mi enemigo…
Se detuvo y la miró. Prosiguió, con voz quebrada:
– Hace días viví otro momento horrible, el más horrible después de la muerte de mi hermano. Pero en este caso me arrepentí de ser físico. Fue el martes. Reinhard me llamó al medio día, tras echar un primer vistazo a los documentos de Sergio, y me contó por encima lo que ocurría. Yo tenía que viajar a Madrid para preparar la reunión, pero antes… Antes quise visitar a Albert Grossmann, mi maestro. Necesitaba verlo. Creo que una vez te conté que él estaba en contra del Proyecto Zigzag. Me ayudó a hallar las ecuaciones de la «teoría de la secuoya», pero al sospechar las posibles consecuencias de los entrelazamientos se apartó y nos dejó solos a Sergio y a mí… Decía que no quería pecar. Quizá lo decía porque era viejo. Yo era joven entonces, y me agradó que me lo dijera. Ésa es la diferencia, la gran diferencia, entre las edades: a los viejos les horroriza el pecado, a los jóvenes les atrae… Pero este martes, después de que Reinhard me revelara todo lo que Marini había hecho, envejecí de golpe. Y fui a contárselo a Grossmann… buscando quizá la absolución. -Hizo una pausa. Elisa lo escuchaba con la cabeza apoyada en el marco de la puerta-. Estaba ingresado en un hospital privado de Zurich. Sabía que iba a morir, ya lo había asumido. Su cáncer se hallaba muy avanzado, con metástasis pulmonares y óseas… Se pasaban el tiempo ingresándolo y dándole el alta. Conseguí que me permitieran entrar fuera de las horas de visita. Él me escuchó desde la cama, agonizando. Yo veía llegar la muerte a sus ojos como se ve llegar la noche en el horizonte. Su pavor, conforme yo le contaba la conexión entre los asesinatos (que él ignoraba) y la existencia de Zigzag, era inmenso. No me dejó terminar. Se arrancó la mascarilla de oxígeno y empezó a gritarme. «¡Mal nacido! -me dijo-. ¡Has querido ver lo que nadie puede ver, lo que Dios prohibió que viéramos! ¡Ésa es tu culpa! ¡Y tu castigo es Zigzag!» Y lo repetía gritando a voz en cuello, tosiendo y muriéndose: «¡Tu castigo es Zigzag!». En realidad, ya estaba muerto, pero aún no lo sabía.
Blanes jadeaba, como si en vez de hablar hubiese hecho un violento ejercicio. Sus dedos empezaron a tamborilear en la mesa polvorienta como en un teclado.
– Entró una enfermera y tuve que marcharme. Cuando llegué a Madrid al día siguiente, me enteré de que había fallecido de su enfermedad esa misma noche: Zigzag lo había matado a través de mí.
– No, tú no…
– Tienes razón -la interrumpió él con dificultad-. Yo también vi los desdoblamientos del vaso… Sergio y yo los estudiamos, y comprendimos los riesgos que implicaba el entrelazamiento. Me negué a seguir por ese camino y creí convencer a Sergio. Juramos no revelarlo nunca. Pero él continuó con las pruebas en secreto… Años después empecé a intuir lo que sucedía, pero no dije nada, ni a Grossmann ni a nadie. ¡Todos muriendo a mi alrededor y yo… en silencio!
Y de repente Blanes se echó a llorar.
Fue un llanto esforzado y torpe: como si llorar precisara de una habilidad de la que carecía por completo. Elisa se acercó y lo abrazó. Pensó en la madre de Blanes ciñendo el cuerpo de su hijo mayor con todas sus fuerzas, tocándolo para asegurarse de que él, al menos él, seguía vivo; de que él, al menos él, no había sido alcanzado por la máquina poderosa.
– No sabías lo que sucedía… -le dijo suavemente, acariciando su nuca sudorosa-. No podías estar seguro, David… No eres culpable de nada…
– Elisa… Dios mío, ¿qué hice…? ¿Qué hicimos…? ¿Qué hemos hecho todos los científicos?
– Acertar o equivocarnos: es lo único que podemos hacer… -Ella hablaba sin dejar de abrazarle-. Vamos a probar de nuevo, David… Vamos a intentar acertar esta vez, por favor… Déjame intentarlo…
Blanes parecía más tranquilo. Pero cuando se apartó y la miró a los ojos, ella advirtió el terror que lo embargaba.
– Tengo tanto miedo de que acertemos como de equivocarnos -dijo.
– Ya está -anunció Jacqueline Clissot, encaramada a una silla.
– Tal como la profesora quiere -afirmó Carter contemplando la pantalla del ordenador donde Elisa se sentaba-: en el centro de su culo.
Elisa se volvió hacia la mini cámara adosada al ordenador de control. Estaba situada sobre un trípode a su espalda, apuntando al teclado principal. Aprobó la posición. Si Ric había manipulado el acelerador esa noche, suponía ella, todo lo había hecho desde allí. Además, la imagen registraba también la puerta del generador donde había muerto Rosalyn.
Había pasado la tarde entera preparándose. Convenció a Blanes de que quería hacerlo sola (también tuvo que convencer a Víctor): era menos arriesgado para el grupo, dijo, porque si se producían desdoblamientos lo más probable era que los viera solo ella. No deseaba ayuda, ni siquiera para los cálculos; alegaba que eso supondría una pérdida de tiempo. En cambio, tuvo que aprender el manejo de los instrumentos. Aunque Blanes no lo conocía todo sobre SUSAN, demostró saber lo imprescindible para enseñarle a manipular los controles de entrada y salida del haz de partículas. Víctor colaboró revisando los ordenadores. Gran parte de las funciones de aquellos programas le resultaba extraña, pero contaba con la ventaja de que el software era relativamente anticuado. Los perfiladores de gráficos eran más complejos, pero ella solo los usaría si era preciso: se proponía ver las imágenes tal cual.
Pasaban de las seis de la tarde cuando el viento empezó a soplar con fuerza, y su ulular pudo escucharse desde la sala de control.
– Quizá tengas problemas con la tormenta -dijo Blanes, inseguro.
– Son los que menos me preocupan. -Una tormenta al. principio, otra al final. Elisa pensó que quizá aquella coincidencia fuera un signo afortunado.
Jacqueline se le acercó. Se había sujetado el cuantioso pelo con una goma y las puntas le caían como una planta que necesitara agua.
– Cuando obtengas las imágenes… ¿qué harás? Todos necesitamos verlas.
No le pasó inadvertido aquel acento en «todos». Pero Jacqueline tenía razón, por supuesto. Si veo a Zigzag, ellos deberán verlo también. No van a creerme.
– Las grabaré y haré copias. Necesitaré algún soporte.
– Lamentablemente -se quejó Carter, burlón-, se me olvidaron los CD en un supermercado de Yemen.
– Tiene que haber CD en algún sitio -dijo Elisa.
Carter encendió un cigarrillo y engoló la voz como un locutor de radio.
– «Lo habían planeado todo, salvo los CD». -Soltó una risa ronca.
– Quizá quede alguno en el laboratorio de Silberg -dijo Blanes.
– Iré a ver -se ofreció Víctor. Salió de la sala esquivando los cables coaxiales retorcidos en el suelo como serpientes muertas.
– Todo saldrá bien -les dijo Elisa.
Era mentira, pero los demás lo sabían; pensó, por tanto, que la considerarían una verdad defectuosa.
La puerta metálica, arrastrada por la mano de Carter, se cerró.
Como una losa vista desde el lugar del cadáver.
Se quedó sola. No oía nada salvo el gemido del viento. Era como si estuviese sumergida en una campana hermética a varias brazas de profundidad. Un miedo inagotable, copioso, se desmoronó sobre ella. Observó los controles, los ordenadores parpadeantes. Intentó concentrarse en los cálculos.
Conocía la hora exacta que le interesaba explorar. El reloj de los ordenadores se había detenido la noche del primero de octubre de 2005 a las cuatro horas, diez minutos, doce segundos. Eso equivalía, en números redondos, a unos trescientos millones de segundos atrás. Se detuvo un instante a pensar en cuánto había cambiado su vida durante aquellos últimos trescientos millones de segundos.
Creía haber obtenido la energía exacta para abrir dos o tres de cuerdas en el margen de las fracciones previas a esa hora. Luego usaría la filmación que realizaba la cámara a su espalda para enviarla al acelerador y hacerla colisionar a la energía calculada. Después recuperaría el nuevo haz con cuerdas abiertas y lo cargaría en el ordenador para verlo. Y tras todo eso, ya veremos.
Ya veremos.
Repasó las ecuaciones una y otra vez. Deslizó la mirada por las inagotables columnas de números y letras griegas, intentando cerciorarse de que no se había equivocado. Ve y corrige ese maldito error. ¿Qué había dicho Blanes aquel día en clase? Las ecuaciones de la física son la clave de nuestra felicidad, nuestro terror, nuestra vida y nuestra muerte. Confió en haber dado con la solución correcta.
Las barras amarillas que indicaban el estado de configuración del acelerador habían alcanzado la meta. En medio de la creciente penumbra de la sala, aquellas líneas parecían segmentar el rostro de Elisa, brillante de sudor, y su cuerpo casi desnudo, con la camiseta anudada bajo los pechos. De alguna manera, el calor había aumentado: Carter decía que debido a la tormenta y las bajas presiones. El viento producía ruidos como de nube de langostas al agitar las palmeras. Aún no llovía, pero ya era posible escuchar el rugido del mar desde la sala.
Cien por cien, indicaban los números. Se oyó un zumbido que le resultó familiar. El proceso inicial había concluido. El aparato estaba preparado para recibir la imagen y hacerla girar en su interior a una velocidad cercana a la de la luz.
Febrilmente, empezó a teclear los datos de la energía calculada.
Quizá lo logre. Quizá pueda identificara Zigzag.
Pero ¿qué haría si lo conseguía? ¿Qué haría si comprobaba que era un desdoblamiento de David, Carter, Jacqueline… o de ella misma? ¿Acaso no había tenido razón Blanes al afirmar
que acertar, en este caso, sería igualmente malo? ¿Qué iban a hacer todos?
Apartó aquellas preguntas de su mente y se dedicó a la pantalla.
Blanes estaba extrayendo las baterías del transmisor.
– Quitad las baterías a todo lo que llevéis encima: teléfonos, agendas electrónicas… Carter, ¿ha revisado las conexiones de la cocina y las linternas?
– Desenchufé los electrodomésticos. Y ninguna linterna tiene pilas, salvo ésta.
Carter iba de un lado a otro con la linterna en la mano derecha y la izquierda extendida, como pidiendo limosna. Sobre su palma, monedas pequeñas y lisas. Se acercó a Víctor, que alzó la muñeca y sonrió.
– El mío es de cuerda.
– No puedo creerlo. -Carter miró a Víctor de arriba abajo, a la luz de la linterna-. En pleno 2015, ¿y no tiene usted reloj-ordenador?
– Tengo uno, pero no lo uso. Éste va muy bien. Es un Omega clásico. De mi abuelo. Me gustan los relojes de cuerda.
– Es usted una caja de sorpresas, señor cura.
– Víctor, ¿miraste en los laboratorios? -preguntó Blanes.
– Había dos portátiles en el de Silberg. Les he quitado las baterías.
– Muy bien. Le dije a Elisa que desconectara el acelerador y los ordenadores que no utilice -comentó Blanes ahuecando las manos para recibir las pilas que le entregaba Jacqueline-. Habrá que dejar todo esto en algún sitio…
– En la consola. -Carter había cruzado la sala hasta el fondo. Cuando se alejó de ellos, la oscuridad los envolvió.
– David… -Era la trémula voz de Jacqueline, que se había sentado en el suelo-. ¿Crees que va a atacar… pronto?
– Las noches son los períodos más arriesgados porque dispone de las luces encendidas. Pero no sabemos exactamente cuándo lo hará, Jacqueline.
Carter regresó y buscó un sitio en el suelo. Entre los cuatro no ocupaban ni la mitad del espacio de la sala de proyección: estaban apiñados junto a la pantalla, como obligados a compartir una pequeña tienda de campaña, Blanes sentado en una silla contra la pared, Carter y Jacqueline en el suelo, Víctor en otra silla en el lado opuesto. La oscuridad era total, salvo el haz amarillo de la linterna que sostenía Carter, y hacía un calor de sauna.
En un momento dado Carter dejó a un lado la linterna y sacó dos objetos de los bolsillos del pantalón. A Víctor le parecieron piezas de un grifo negro.
– Supongo que puedo usar esto -dijo, encajando las piezas entre sí.
– No le servirá de nada -advirtió Blanes-, pero siempre y cuando no tenga baterías, puede usarla.
Carter colocó la pistola en su regazo. Víctor advirtió que la miraba con una emoción que no le había visto expresar frente a las personas. De improviso, el ex militar cogió la linterna y se la arrojó. El gesto fue tan inesperado que, en vez de intentar atraparla, Víctor se apartó y la linterna le golpeó el brazo. Oyó la risa de Carter mientras se agachaba a recogerla. Idiota, pensó Víctor.
– Le ha tocado, señor cura. Gracias a su reloj de cuerda, se ha ganado usted la primera guardia. Llámeme a las tres, si me duermo. Yo haré el resto de la noche.
– Elisa nos avisará antes -dijo Blanes.
Pasaron un rato callados. Las sombras de todos formaban como bocas de túnel proyectadas contra las paredes por el resplandor de la linterna. Víctor estaba seguro de que eso que escuchaba era lluvia. En la sala de proyección no había ventanas (pese a sus desventajas, era el único lugar de la estación donde podían estirar las piernas los cuatro con cierta comodidad), pero se oía una especie de enorme interferencia, el crepitar de un televisor mal sintonizado. Sobre esa capa de sonidos gemía el viento. Y más cerca, en las tinieblas, suspiraba una respiración entrecortada. Un sollozo. Víctor advirtió que Jacqueline había hundido la cara entre las manos.
– No podrá atacar esta vez, Jacqueline… -afirmó Blanes en tono de infundir confianza-. Estamos en una isla: en kilómetros enteros a la redonda solo dispone de las baterías de esa linterna y el ordenador de Elisa. No atacará esta noche.
La paleontóloga alzó la cabeza. Ya no le pareció a Víctor una mujer hermosa: era un ser malherido y trémulo.
– Soy… la siguiente -dijo en voz muy baja, pero Víctor la oyó-. Estoy segura…
Nadie probó a consolarla. Blanes respiró hondo y se reclinó contra la pantalla.
– ¿Cómo lo hace? -preguntó Carter. Se estiraba cuan largo era apoyando la nuca en las manos y éstas en la pared, mechones de vello torácico sobresaliendo de su camiseta-. ¿Cómo nos mata?
– Cuando nos introducimos en su cuerda de tiempo, somos suyos -dijo Blanes-. Ya le expliqué que en un lapso tan breve como el de la cuerda no hay tiempo suficiente para que seamos «sólidos», y nuestro cuerpo y todos los objetos que nos rodean resultan inestables. Somos como un puzzle de átomos allí dentro: Zigzag solo tiene que quitarnos las piezas una a una, o cambiarlas de sitio, o destruirlas. Lo puede hacer a voluntad, de la misma forma que manipula la energía de las luces. La ropa, todo lo que queda fuera de la cuerda y por tanto tiene su propio transcurrir, se vuelve ajeno. Nada nos protege y no podemos usar ningún arma. En la cuerda de tiempo estamos desnudos e indefensos como bebés.
Carter se había quedado inmóvil. Daba la impresión de que ni siquiera respiraba.
– ¿Cuánto dura? -Sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón-. El dolor. ¿Cuánto cree que dura?
– Nadie ha regresado para contarlo. -Blanes se encogió de hombros-. La única versión que poseemos es la de Ric: a él le pareció que pasaba horas dentro de la cuerda, pero aquel desdoblamiento no tenía la potencia de Zigzag…
– Craig y Nadja duraron meses… -murmuró Jacqueline abrazándose las piernas, como aterida-. Eso dicen las autopsias… Meses o años sintiendo dolor.
– Pero ignoramos qué ocurre con sus conciencias, Jacqueline -se apresuró a añadir Blanes-. Quizá su percepción del tiempo sea distinta. Tiempo subjetivo y objetivo: existen diferencias, recuérdalo… Puede que todo suceda muy rápido desde el punto de vista de sus conciencias…
– No -dijo Jacqueline-. No lo creo.
Carter buscaba algo en los bolsillos, quizá un mechero o una caja de cerillas, porque aún tenía el cigarrillo maltrecho entre los labios. Pero desistió, se quitó el cigarrillo de la boca y lo contempló mientras hablaba.
– He visto muchas veces la tortura, y la he probado. En 1993 trabajé en Ruanda entrenando a varios grupos paramilitares hutus en la zona de Murehe… Cuando estalló la revuelta me acusaron de traición y decidieron torturarme. Uno de los jefes me anunció que se lo tomarían con calma: comenzarían por los pies y llegarían a la cabeza. Empezaron arrancándome las uñas de los pies con palos puntiagudos. -Sonrió-. Nunca he sentido más dolor en mi puta vida. Lloraba y me meaba de dolor, pero lo peor era que pensaba que no habían hecho sino empezar: solo eran las uñas de los pies, esas mierdas secas que nos crecen en la última punta del cuerpo… Creí que no lo soportaría, que mi mente estallaría antes de que hubiesen llegado a la cintura. Pero a los dos días otro de esos grupos que yo había entrenado entró en el poblado, mató a los tipos que me retenían y me liberó. En ese momento pensé que siempre existen límites para lo que uno puede llegar a sufrir… En la academia militar donde me preparé tenían un dicho: «Si el dolor dura mucho, entonces puede resistirse. Si es irresistible, te matará y no durará mucho». -Lanzó su vieja y gastada risa-. Se suponía que saber eso nos ayudaría en los momentos difíciles. Pero esto…
– ¿Quiere callarse, por favor? -Con un gesto de desesperación, Jacqueline volvió a agachar la cabeza y se tapó los oídos.
Carter la miró un instante y luego siguió hablando en voz baja y ronca, apuntándoles con el cigarrillo apagado como con una tiza torcida.
– Sé perfectamente lo que voy a hacer cuando su compañera salga con una imagen. Voy a eliminar a ese bastardo, sea quien sea de nosotros. Aquí y ahora. Lo mataré como se mata a un perro enfermo. Si soy yo… -Se detuvo, como considerando esa posibilidad insospechada-. Si soy yo, tendrán el gusto de ver cómo me salto la tapa de los sesos.
La cabina del pequeño UH1Z empezaba a balancearse como un autobús viejo en una calle sin asfaltar. Prisionero del moderno asiento ergonómico con cinturón de seguridad en equis, la cabeza de Harrison era lo único que se movía de todo su cuerpo, pero lo hacía en cualquier dirección que sus vértebras le permitieran. Sentada frente a él y rozándole las rodillas, la soldado Previn mantenía la vista fija en el techo. Harrison observó que bajo la línea del casco los bonitos ojos azules se hallaban dilatados. Sus compañeros no disimulaban mucho mejor. Solo Jurgens, sentado al fondo, permanecía incólume.
Pero Jurgens era la otra cara de la muerte, y no servía como ejemplo.
Más allá parecía haberse desatado el infierno. O quizá se trataba del verdadero cielo, quién podía saberlo. Los cuatro «arcángeles» avanzaban frenéticamente contra una lluvia casi horizontal que ametrallaba los cristales delanteros. A medio centenar de metros bajo ellos se alzaba un monstruo con la potencia de mil toneladas de agua curva. Por fortuna, la noche impedía contemplar la vorágine del mar. Pero cuando se asomaba por la ventanilla del costado el tiempo suficiente, Harrison llegaba a distinguir millones de antorchas de espuma en la cima de kilómetros de terciopelo agitado, como la caprichosa decoración de un viejo palacio romano en las orgías de carnaval.
Se preguntó si la soldado Previn lo culpaba de algo. No creía, desde luego, que le reprochase la muerte de aquel idiota de Borsello. En Eagle lo habían aplaudido, incluso.
La orden llegó al mediodía, cinco minutos después de que Borsello recibiera un balazo en el entrecejo. Procedía de algún lugar del norte. Siempre ocurría igual: algún lugar del norte ordenaba, y alguien al sur obedecía. Como la cabeza y el cuerpo: siempre de arriba abajo, pensaba Harrison. El cerebro ordena y la mano ejecuta.
La «cabeza» había dictaminado que la eliminación del teniente Borsello era admisible. Harrison había hecho lo correcto, Borsello había sido un inepto, la situación era urgente, ahora el sargento Frank Mercier lo sustituía. Mercier era muy joven y estaba sentado al lado de Previn, frente a Harrison. También tenía miedo. Su miedo adoptaba forma de nuez subiendo y bajando por su cuello. Pero eran buenos soldados, entrenados en SERE: Supervivencia, Evasión, Resistencia, Escape. Conocían sus armas y equipo a la perfección, habían recibido instrucción suplementaria en defensa y aislamiento de zonas. Y podían hacer algo más que defenderse: llevaban rifles de asalto XM39 de balas explosivas y subfusiles Ruger MP15. Todos eran fuertes, de mirada vidriosa y piel brillante. No parecían personas sino máquinas. La única mujer era Previn, pero no desentonaba en el grupo. Se sentía contento de tenerlos a su lado, no quería que pensaran nada malo de él. Con ellos y Jurgens ya no tenía nada que temer.
Salvo la tormenta.
Tras el nuevo bandazo decidió reaccionar.
Miró a los pilotos. Semejaban hormigas gigantes con aquellos cascos ovoides y negros orlados por el resplandor del panel de instrumentos. Ni pensar en desabrocharse el cinturón de seguridad para acercarse a ellos, por supuesto. Hizo girar el brazo del micrófono incorporado al casco y pulsó una tecla.
– ¿Esto es la tormenta? -preguntó.
– El comienzo, señor -respondió uno de los pilotos-. Los vientos no superan aún los cien kilómetros por hora.
– No es un huracán -dijo el otro piloto desde su oído derecho.
– Y si lo es, no está bautizado.
– Pero ¿el helicóptero aguantará?
– Supongo que sí -contestó su oído izquierdo con sorprendente indiferencia.
Harrison sabía que el «arcángel» era un sofisticado y resistente aparato militar preparado para toda clase de condiciones atmosféricas. Hasta las aspas podían regularse según la fuerza del viento: en aquel momento no dibujaban la clásica equis sino dos rombos. Sin embargo, la sola posibilidad de tener un accidente le agobiaba, no por el hecho de enfrentarse a la muerte sino por no alcanzar su objetivo.
– ¿Cuándo creen que llegaremos? -Sintió que el sudor le corría por la espalda y la nuca, bajo el casco y el chaleco salvavidas.
– Deberíamos ver la isla en una hora, si todo va bien.
Dejó abierto el canal de radio. Las voces cosquilleaban su oído como las alucinaciones de un loco. Arcángel Uno a Arcángel Dos, cambio…
Se habían quedado dormidos, o eso creía.
No se atrevía a apuntarles con la linterna por temor a que despertaran, aunque tal eventualidad le parecía remota: era obvio que se encontraban exhaustos por la falta de descanso. Pero al mirarlos uno a uno no le cupo ninguna duda de que dormían. El sueño de Jacqueline era agitado y sonoro: emitía como una especie de lamento gutural mientras sus pechos ondulaban bajo la camiseta. Carter parecía estar despierto, pero sus labios formaban un pequeño punto negro en una comisura, como el cañón de su pistola. Blanes roncaba.
Faltaban diez minutos para la medianoche y Elisa aún no había aparecido.
Llegaba el momento.
El corazón se le desbocaba. Pensó, incluso, que los demás lo oirían latir y se despertarían, pero no había manera de enmudecer su corazón.
Actuando a cámara lenta, dejó la linterna grande en el suelo, sacó la pequeña y la encendió. Ahora venía la prueba de fuego, nunca mejor dicho.
Apagó la grande. Aguardó. No sucedió nada. Seguían dormidos.
La luz de la linterna pequeña era mínima, como la que podrían producir los rescoldos de una hoguera, pero resultaba más que suficiente para que no se asustaran si despertaban de improviso.
Dejó la linterna encendida en el suelo, junto a la otra, y se quitó los zapatos. Sobre todo, no perdía de vista a Carter. Aquel hombre le resultaba terrorífico. Era uno de esos seres violentos que habían vivido en un mundo paralelo al suyo, tan alejado de plantas hidropónicas, matemáticas y teología como un buey podría estarlo de asistir a clase en Princeton. Sabía que, si necesitaba hacerle daño para protegerse, el ex militar no iba a pensárselo dos veces.
Aun así, ni Carter ni el diablo iban a impedirle hacer lo que deseaba.
Se levantó y caminó de puntillas hacia la puerta. Había tomado la precaución de dejarla abierta. Salió al tenebroso corredor y sacó las cerillas del pantalón. Horas antes, cuando Carter las había estado buscando para encender el cigarrillo, temió que descubriera quién se las había hurtado. Por fortuna, no había sido así.
Iluminándose con la trémula llama giró hacia la derecha y llegó al pasillo del primer barracón. Allí se escuchaba el golpeteo de la lluvia con más intensidad, incluso penetraba el viento.
Víctor protegió la cerilla con la mano pensando que podía apagarse.
La oscuridad le agobiaba. Se sentía aterrorizado. En principio, Zigzag (si es que tal monstruo existía, lo cual aún dudaba) no representaba para él una amenaza directa, pero los demás le habían inoculado el horror en la sangre. Y la algarabía de la tormenta, la ausencia de luces y aquellas paredes de gélido metal no contribuían precisamente a tranquilizarlo.
La cerilla quemaba sus dedos. Sopló y la arrojó al suelo. Durante un instante permaneció ciego mientras cogía otra. El miedo es, en gran parte, imaginación: Víctor lo había leído infinidad de veces. Si no dejabas suelta tu fantasía, la oscuridad y los ruidos no tenían ningún poder sobre ti.
La cerilla se le resbaló de los dedos. Ni pensar en agacharse y buscarla. Cogió otra.
De cualquier forma, se hallaba cerca de su meta. Cuando la llama volvió a surgir, distinguió la puerta a un par de metros a su derecha.
– ¿Dónde se ha ido Víctor?
– No lo sé -repuso Jacqueline-. Y no me importa. -Se dio la vuelta para seguir durmiendo: la inconsciencia era la única manera que tenía de atenuar el miedo.
– No podemos sobrellevar todo el peso nosotros, Jacqueline -comentó Blanes-. Víctor es una gran ayuda. Si se marcha, será como si se fueran el viento y el mar y solo quedara el viejo barco.
Jacqueline, que había cerrado los ojos, se incorporó y miró a Blanes. Éste seguía sentado en la silla con la cabeza apoyada en la pantalla, la camiseta verde manchada de sudor y las piernas enfundadas en los holgados vaqueros estiradas y cruzadas. Su rostro amable y bonachón, de crecida barba gris, mejillas desportilladas por un viejo acné y nariz grande, estaba vuelto hacia ella con expresión afectuosa.
– ¿Qué has dicho?
– Que no debemos permitir que Víctor se vaya. Es la única ayuda que tenemos.
– No, no… Me refiero… Dijiste algo sobre el viento y el mar… y un viejo barco.
Blanes frunció el ceño con curiosidad.
– Una frase hecha. ¿Por qué lo dices?
– Me ha recordado un poema que escribió Michel cuando tenía doce años. Me lo leyó por teléfono y me encantó. Le animé a que siguiera escribiendo. Lo echo tanto de menos… Jacqueline reprimió un súbito deseo de llorar-. Se han ido el viento y el mar. Solo queda el viejo barco… Ahora tiene quince años, y sigue escribiendo poemas… -Se frotó los brazos y miró a su alrededor con expresión de súbita inquietud-. ¿No has oído algo?
– No -susurró Blanes.
La oscuridad de la sala era enorme. A Jacqueline le dio la impresión de que era más grande que la propia habitación.
– Soy la siguiente. -Hablaba entre gemidos y mohines, como una niña castigada-. Sé todo lo que va a hacerme… Me lo dice cada noche… Muchas veces he pensado en matarme, y lo haría, si él me lo permitiera… Pero no quiere. Le gusta que siga esperándole, día tras día. A cambio, me ofrece placer y terror. Me arroja el placer y el terror a la boca como huesos de perro, y yo los mastico a la vez… ¿Sabes lo que le dije a mi marido cuando decidí abandonarlo? «Aún soy joven y quiero vivir mi vida y obedecer mis deseos.» -Sacudió la cabeza, desconcertada, y sonrió-. Esas palabras no fueron mías… Él la: dijo por mí.
Blanes asintió con un cabeceo.
– Abandoné a mi marido y a mi hijo… Abandoné a Michel… Tenía que hacerlo, él quería que estuviera sola. Me visita por las noches y me obliga a caminar a gatas y echarme a sus pies. Tenía que maquillarme, teñirme el pelo de negro, vestir como… ¿Sabes por qué llevo el pelo de este color? -Se llevó la mano al rojizo cabello y sonrió-. A veces consigo rebelarme. Me cuesta mucho, pero lo hago… Ya he hecho demasiado por él, ¿no crees? Tenía que dejar toda mi vida anterior: mi profesión, mi esposo… Incluso a Michel. No tienes idea del espantoso odio que posee, las cosas horribles que dice de mi hijo. Viviendo sola, al menos, puedo… puedo recibir todo ese odio en mi cuerpo…
– Comprendo -replicó Blanes-. Pero, en parte, esta situación te gusta, Jacqueline… -Alzó la mano deteniendo su réplica-. Solo en parte, quiero decir. Es algo inconsciente. Él contamina tu inconsciente. Es como un pozo: echas el cubo y al sacarlo obtienes muchas cosas. Agua, pero también bichos muertos. Todo lo que hay dentro de ti, que siempre hubo, y que él ha descubierto y sacado a flote. En el fondo, también hay placer…
Ella se dio cuenta de que el rostro de Blanes estaba cambiando mientras hablaba. Sus ojos carecían de pupilas: semejaban abscesos purulentos bajo las cejas.
Despertó en ese instante.
Tenía que haberse quedado dormida, o quizá había sufrido una «desconexión». La recordaba perfectamente, había sido horrenda: ver el rostro de Blanes cambiando como… Por fortuna, se había tratado solo de un sueño.
Entonces miró a su alrededor y supo que algo marchaba mal.
La imagen finalizó. Víctor la cerró y cargó otra.
No sabía si deseaba verlo. De repente pensaba que no quería, fuese o no Él realmente (¿a cuántos pobres diablos habrían crucificado en aquella época hasta llegar a aquel pobre dios?). No, al menos, bajo los escalofríos de los Tiempos de Planck, sometido a la dictadura de átomos evanescentes. No quería ver al Hijo carcomido, devorado por un instante en el que ni siquiera el Padre tenía cabida. La Eternidad, la Infinita Duración, la Rosa Beatífica y Mística, eran el Tiempo de Dios. Pero ¿y la Infinita Brevedad? ¿Cómo debería llamársela? ¿ La Instantaneidad?
Aquel lapso tan diminuto en que la Rosa era solo el tallo pertenecía al Diablo, sin duda. Un relámpago, la vislumbre de un parpadeo, incluso el simple deseo de parpadear, duraban infinitamente más. Víctor pensaba algo horrible: en aquel cosmos de millonésimas de segundo el Bien no existía, porque necesitaba más tiempo que el Mal.
Los había encontrado por casualidad esa tarde, en uno de los archivadores del laboratorio de Silberg, mientras buscaba CD vírgenes. Eran varios discos compactos con una etiqueta que ponía «Dispers» sobre la tapa.
Recordó de inmediato la narración de Elisa. Tenían que ser las «dispersiones» que Nadja le había contado que Silberg guardaba, los experimentos fallidos de cuerdas de tiempo abiertas con energías erróneas, y por tanto borrosas. ¿Cómo era que seguían allí? Quizá en Eagle pensaban que aquél era el lugar más adecuado para albergarlas. O podía tratarse de imágenes inservibles. Estaba seguro, en cualquier caso, de que no lograría ver mucho, pero el nombre de los archivos que descubrió al insertar uno de los discos en el ordenador -«crucif», seguido de un número- era demasiado tentador, demasiado sospechoso como para perder aquella oportunidad única.
En el laboratorio de Silberg había un par de portátiles con las baterías cargadas. Víctor suponía que los técnicos que visitaban la isla se servían de ellos para examinar los discos. Aunque Blanes había ordenado extraer las baterías de todos los aparatos, Víctor se había asegurado de dejar al menos uno de los portátiles en activo. Para no estropear los planes de sus compañeros había efectuado un rápido cálculo: la linterna que había dejado en lugar de la otra consumía menos. En total, la energía que ahora utilizaban equivalía casi a la de la linterna grande. Y si a pesar de eso estaba haciendo algo malo, no le importaba: había decidido asumir la responsabilidad. Solo quería ver algunas de esas imágenes. Solo algunas, por favor. Nada en el mundo iba a impedírselo.
Había abierto el primer archivo temblando. Pero era un universo rosa pálido, un delirio surrealista. Los nueve siguientes parecían animaciones de un pintor de los sesenta bajo la in fluencia del ácido. En el undécimo, sin embargo, se le cortó la respiración.
Un paisaje, un monte, una cruz.
De pronto la cruz se convirtió en un poste sin brazo horizontal. Tragó saliva: aquellos cambios en la morfología tenían que deberse a los Tiempos de Planck. La cruz no era cruz en aquellos lapsos tan pequeños. No advirtió ninguna figura humana.
La imagen solo duraba cinco segundos. Víctor la guardó y abrió la siguiente.
Era muy borrosa: un monte que parecía en llamas. La cerró y probó con la siguiente. Mostraba un escorzo de la escena de la cruz. O quizá otra diferente, porque ahora advertía una segunda cruz en la cima y el extremo de otra a la derecha. Tres.
Y figuras alrededor. Bultos, sombras decapitadas.
Un sudor helado bañaba su espalda. La imagen era muy borrosa, pero aun así podía distinguir formas adosadas a las cruces.
Se quitó las gafas y se acercó a la pantalla hasta que su visión de miope captó todos los detalles. La imagen saltó, y una de las cruces desapareció casi por completo. En su lugar quedó una mancha flotando en el aire, una cosa oblonga colgada de la madera como un avispero de una viga.
¿Eres Tú, Señor? ¿Eres Tú? Se le humedecieron los ojos. Alargó los dedos hacia la pantalla, como queriendo tocar aquella silueta difusa.
Estaba tan concentrado que no se percató de que la puerta del laboratorio se abría a su espalda. El mínimo ruido que hicieron los goznes quedó ahogado por el embate del temporal.
Por un instante creyó que seguía soñando.
La pantalla de la sala, sobre la que Blanes se recostaba, había sido horadada. La abertura tenía el tamaño aproximado de un balón de reglamento y era de forma oval, con bordes limpios. El resplandor que penetraba por ella procedía, sin duda, del brillo de las luces de la sala de control al otro lado.
Pero lo más horrible era lo que ocurría con Blanes.
En su rostro había un agujero elíptico y profundo. Ocupaba la porción derecha de su cara e incluía la ceja, el globo ocular y todo el pómulo. En su interior podían observarse (perfectamente visibles bajo la luminiscencia que penetraba por la oquedad de la pantalla), densas masas rojizas. Jacqueline creyó identificarlas: los senos frontales, la delgada lámina del tabique nasal, los cordajes de los nervios facial y trigémino, las rugosas paredes del encéfalo… Era como una holografía anatómica.
Se han ido el viento y el mar.
A su alrededor se había desatado un silencio inmenso. La oscuridad también era distinta, como más sólida. No había linternas ni ninguna otra luz, salvo la que se filtraba por el agujero.
Se han ido: solo queda el viejo barco.
Se puso en pie y dedujo que no soñaba. Todo resultaba demasiado real. Ella era ella, y sus pies descalzos tocaban el suelo, aunque no percibía la frialdad del…
Una rara sensación le hizo bajar la cabeza: vislumbró la cima de sus senos coronados por los pezones. Se palpó el cuerpo. No llevaba nada encima, ni ropa ni objetos. Nada la cubría.
Se han ido el viento y el mar. Se han ido. Se han ido.
Se volvió hacia Carter, pero no lo vio. Víctor también había desaparecido. Solo quedaba aquel Blanes, paralizado y destrozado, y ella.
Solo ellos dos, y la oscuridad.
Dócil como un muñeco, Víctor fue a estrellarse allí donde la Mano lo envió. Golpeó el cajón abierto de las dispersiones y notó un agudísimo dolor en las corvas. Al desplomarse levantó una oleada de polvo que lo hizo toser. Entonces la Mano aferró sus cabellos y se sintió alzado en vilo entre nubes de estrellas diáfanas, purísimas como nieve en el aire. Recibió una bofetada que pareció convertir su oído izquierdo en un motor zumbante y maltrecho. Intentó apoyarse en algún sitio y arañó la pared metálica que tenía detrás. Sus gafas habían desaparecido. A la altura de sus pupilas se situó un ojo sin iris, tan negro que parecía opaco. Tan negro que se desmarcaba fácilmente de la mediocre oscuridad a su alrededor. Oyó el crujido de un mecanismo.
– Escuche, estúpido cura… -La voz de Carter, susurrante como un soplete, parecía provenir de aquel ojo-. Le estoy apuntando con una 98S. Está fabricada en fibra de carbono y posee un cargador con treinta balas de cinco milímetros y medio. Un solo disparo a esta distancia y no quedará de usted ni el recuerdo de su primer pedo, ¿está claro? -Víctor gimió, ciego, lloriqueante-. Le advierto una cosa: me ocurre algo. Lo sé, lo noto. No soy yo mismo. Se lo juro. Desde que he regresado a esta jodida isla me he convertido en alguien peor que el que era… Soy capaz de meterle ahora mismo una bala en la cabeza, limpiarme sus sesos con un pañuelo y luego desayunar. -Hágalo, pensó Víctor, pero no logró articular una palabra y Carter no le dejaba intentarlo-. Si vuelve a largarse sin avisar, si vuelve a irse estando de guardia o conecta algún otro maldito aparato sin permiso, juro que lo mataré… No es una amenaza: es lo que hay. Es posible que lo mate aunque se comporte bien, pero déjeme hacer la prueba. No me ofrezca oportunidades fáciles, cura. ¿De acuerdo?
Víctor asintió. Carter le devolvió las gafas y lo empujó hacia la salida.
Entonces sucedió todo.
Más que sentirlo, lo presintió.
No fue una imagen, un ruido, un olor. Nada material, nada que pudiese percibir con sus sentidos. Pero supo que Zigzag estaba allí, al fondo de la sala, de igual manera que hubiese sabido que un hombre anónimo, en medio de una multitud, la deseaba solo a ella.
Se han ido el viento y el mar. Queda el abismo.
– Dios… ¡Dios mío, por favor! ¡¡Por favor, que alguien me ayude!! ¡¡Carter, David…!! ¡¡Socorro, ayúdenme…!!
El terror tiene un punto sin retorno. Jacqueline lo cruzó en ese instante.
Se acurrucó contra la pantalla, junto al cuerpo petrificado de Blanes, las manos cubriéndose los pechos, y gritó una y otra vez, como nunca en toda su vida, sin reservas, sin pensar en otra cosa que en enloquecer con sus propios gritos. Aulló, berreó como un animal agonizante, hasta romperse la garganta, hasta creer que el corazón le estallaba y los pulmones se le anegaban de sangre, hasta saber que ya estaba loca, o muerta, o al menos anestesiada.
De pronto algo avanzó desde el fondo de la sala. Era una sombra, y al moverse pareció arrastrar consigo parte de la oscuridad. Jacqueline giró la cabeza y la contempló.
Al ver sus ojos dejó de gritar.
En ese mismo instante logró dar una única y definitiva orden a su cuerpo. Se levantó y corrió hacia la puerta como si lo hiciera por un trampolín desde la cubierta de un barco que se hundía.
Se han ido. Se han ido. Se han ido. Se han ido. Se han ido.
No lo lograría, se dijo. No conseguiría escapar. El la atraparía antes (se movía muy rápido, demasiado rápido). Pero con el último jirón de su cordura comprendió que estaba haciendo lo correcto.
Lo que cualquier ser vivo hubiese hecho en su lugar después de haber visto aquellos ojos.
La imagen había sido procesada. El ordenador le preguntaba si quería cargarla. Conteniendo la ansiedad, Elisa presionó la tecla ENTER.
Tras un instante de indecisión, la pantalla parpadeó en rosa pálido mostrando lo que parecía una foto borrosa de la sala de control: distinguió perfectamente el brillo del acelerador al fondo y los dos ordenadores en primer plano. Pero algo había cambiado, aunque la falta de nitidez provocó que demorara en darse cuenta: existía otra fuente de luz, una linterna encendida junto al ordenador de la derecha. Bajo su resplandor pudo ver el borrón situado en el mismo lugar que ella.
Sintió que le faltaba el aire. Algo en su memoria se resquebrajó y dejó escapar un torrente de recuerdos. Diez años después lo veía de nuevo. El mal estado de la imagen dejaba mucho margen para que ella lo reconstruyera: la espalda huesuda, la cabeza grande y angulosa… Todo cuarteado por el Tiempo de Planck, pero no necesitaba más nitidez para saber quién era.
Ric Valente estaba contemplando la pantalla del ordenador, ajeno al hecho de que diez años después ella lo contemplaría a él desde la misma pantalla. Se encontraba a solas y así creía que seguiría por los siglos de los siglos, pero la teoría de Blanes lo había arrancado de la piedra del tiempo como una veta extraída por mineros expertos.
Pasada la primera impresión, Elisa se encorvó casi en una postura similar a la de Valente: ambos escudriñando lo que sucedía o había sucedido, asomados a la cerradura del pasado, espiando como mayordomos indiscretos.
¿Qué está mirando? ¿Qué hace?
El brillo de los controles encendidos frente a Ric le hizo saber que él también acababa de abrir varias cuerdas temporales y observaba los resultados. La posición de la cámara con la que había grabado la muestra de luz le permitía ver la misma pantalla que veía Ric, pero la silueta de éste se interponía entre ella y lo que él contemplaba. De todas formas no iba a ver nada aunque se apartase. Necesito usar los perfiladores.
Algo la intrigaba en aquella imagen. ¿Qué era? ¿Por qué se sentía de repente tan inquieta?
Cuanto más la miraba, más segura estaba de que había un detalle que no encajaba. Algo oculto, o quizá demasiado a la vista, como en esos juegos en los que solo el ojo atento puede distinguir las sutiles diferencias entre dibujos muy similares. Intentó concentrarse…
El brusco salto a otra cuerda temporal casi la asustó. Ahora Ric se había desplazado a la izquierda, pero los contornos seguían siendo muy borrosos y, tal como había sospechado, no conseguía siquiera imaginar cuál podía ser la escena que él había estado vislumbrando y que ahora aparecía frente a ella, sin obstáculos, en la pantalla de Ric, como un manchurrón sepia. Ahí tiene que estar Zigzag, pero necesito perfilarla y hacer un zoom. Había otra figura junto a Valente. Pese a que le faltaba la mitad del rostro y parte del torso, reconoció a Rosalyn Reiter. Sin duda, se trataba del momento en que la pobre Rosalyn lo había sorprendido. Él estaría intentando explicarle qué hacía allí. Aquella cuerda pertenecía a una fracción diminuta de tiempo en el margen de las 4.10.10 horas, dos segundos antes del apagón y de Zigzag. Rosalyn se hallaba muy alejada del generador. ¿Cómo había logrado entrar dos segundos después en la cámara del generador y morir electrocutada? Le pareció obvio que todo había ocurrido durante el ataque, incluso empezaba a imaginar una posible explicación…
Y seguía existiendo ese detalle que no lograba concretar pero que la inquietaba tanto. ¿Qué era?
Ya no había abierto más cuerdas. Antes de que se le olvidara, tecleó una orden e inició el proceso de perfiladura, programándolo para continuar con el ordenador apagado.
Entonces se dio cuenta de otra cosa: ni la silueta de Ric ni la de Rosalyn tenían sombras a su alrededor. Sabía que Rosalyn estaba muerta y no podía originar ningún desdoblamiento, pero ¿y Ric? ¿Significaría eso que también había muerto?
Mientras reflexionaba, experimentó otra clase de inquietud, más intensa.
Giró la cabeza y contempló la vasta cámara.
La sala de control se hallaba a oscuras. La fosforescencia rosácea de la pantalla era la única luz, y se detenía a solo dos metros a su alrededor. Siguiendo las instrucciones de Blanes, había desconectado el acelerador una hora antes y desenchufado los cables del resto de los ordenadores y aparatos. La pila de su reloj se hallaba sobre la mesa (aunque sabía la hora por el reloj de la pantalla: casi las doce). Afuera continuaba el caos. La furia del temporal se percibía incluso a través de las paredes. En las ventanas se estrellaba una ola inacabable.
No vio nada raro, solo sombras. Pero su inquietud se incrementó.
Llevaba diez años acostumbrada a esa sensación, marcada por ella, como si cada noche hubiese sido un pequeño hierro al rojo rubricando su piel.
Estaba segura. Él se encontraba allí.
Lo sentía tan cerca, tan próximo a su cuerpo, que por un instante se reprochó algo absurdo: no estar preparada para recibirle… El miedo se le convirtió en una piedra dentro del pecho. Se levantó, tambaleándose, sintiendo que el cabello se le erizaba:
De súbito todo pasó. Oía algo así como gritos -la voz de Carter- y pasos apresurados en los barracones, pero no había nadie en la sala de control.
Al volver la cabeza hacia delante la vio.
Estaba de pie frente a ella, tras el ordenador, iluminada por la pantalla. Su desnudez parecía gomosa, como una figura sin acabar, una arcilla ciega y anónima. El único rasgo en sus facciones era la boca, que se hallaba como descoyuntada y era negra e inmensa: su mano abierta hubiese cabido entera por aquellas fauces. Ni siquiera comprendió cómo pudo reconocerla.
Entonces Jacqueline Clissot empezó a desmoronarse ante sus ojos.
Al despertar gimió de dolor: había estado tumbada boca abajo sobre una especie de manta polvorienta en un somier sin colchón, y la dureza de los alambres le había marcado la mejilla. No recordaba dónde se encontraba ni qué hacía allí, y no le sirvió de mucho ver aquellas caras sin facciones de ojos brillantes. Las manos la hicieron levantarse sin miramientos. Pidió ir al baño, pero solo cuando habló en inglés los tirones se interrumpieron para reanudarse en dirección opuesta. Tras una breve e ingrata visita al retrete (no había agua ni toallas), se sintió al menos capaz de caminar sola. Pero las manos (eran soldados con mascarillas, ahora los veía) volvieron a ceñir sus brazos.
A Harrison no le gustaban las islas.
En aquellos trozos de tierra, aquellas excepciones de la geología en el mar para beneficio de los homínidos, se habían cometido muchas faltas. Sus solitarios vergeles, ocultos a los ojos de los dioses, eran propicios para transgredir normas y ofender a la creación. Eva fue la primera responsable. Pero ahora pagaba por aquel crimen antiguo: Eva o Jacqueline Clissot, lo mismo daba. La serpiente se había transmutado en dragón.
Eran casi las nueve de la mañana del domingo 15 de marzo, y sobre la maldita isla seguía derramándose una densa cortina de agua. Las palmeras, al borde de la playa, se agitaban como plumeros manejados por un criado nervioso. El calor y la humedad obstruían la nariz de Harrison, y una de las primeras órdenes que había dado había sido poner en marcha los climatizadores. Se resfriaría, sin duda, porque su ropa todavía seguía mojada debido a la tormenta que los había recibido al aterrizar ocho horas antes, pero ése sería el menor de sus males.
Mirando aquel paisaje, con las manos en los bolsillos, y pensando en islas, pecados y Evas muertas, Harrison dijo:
– Los dos hombres que entraron en la sala han tenido que ser sedados. Son soldados curtidos, acostumbrados a ver de todo… ¿Qué tiene de especial esto, profesor? -Se volvió hacia Blanes, sentado junto a la polvorienta mesa. Mantenía la cabeza gacha y no había tocado el vaso de agua que Harrison le había ofrecido-. Son algo más que cuerpos mutilados, ¿verdad? Algo más que sangre seca en las paredes y el techo…
– Es el Impacto -dijo Blanes en el tono anónimo, vacío, en que había estado respondiendo las preguntas previas-. Los crímenes de Zigzag son como imágenes del pasado. Producen Impacto…
Durante un instante todo lo que hizo Harrison fue asentir con la cabeza.
– Ya comprendo. -Se apartó de la ventana y dio otro paseo por el comedor-. Y eso… puede hacer que… ¿nos transformemos?
– No entiendo.
– Que… -Harrison movía apenas los músculos indispensables para hablar. Su rostro era una máscara empolvada-… hagamos, o pensemos, cosas extrañas…
– Supongo. La conciencia de Zigzag, de alguna manera, nos contamina a todos, porque se entrelaza con nuestro presente…
Nos contamina. Harrison no quería mirar a Elisa allí sentada, respirando como un animal salvaje, con aquella camiseta pegada al torso y los vaqueros aserrados a la altura de las ingles, la piel morena con un brillo aceitoso de sudor, el pelo negro carbón revuelto.
No quería mirarla, porque no quería perder el control. Se trataba de algo muy sutil: si la miraba mucho tiempo, o el tiempo suficiente, haría cualquier cosa. Y aún no quería hacer nada. Debía ser prudente. Mientras el profesor tuviera algo que decir o hacer, él conservaría la calma.
– Veamos los puntos fundamentales de nuevo, profesor. -Se frotó los ojos-. Desde el principio. Estaba usted solo en la sala de proyección…
– Me había dormido, pero me desperté con los chispazos. Procedían de todas las tomas eléctricas: la consola, los interruptores… También ocurrió en los laboratorios…
– Y en la cocina, ¿lo ha visto? -Harrison se asomó por la puerta haciendo una mueca ante el olor a quemado-. El aislante de los enchufes está chamuscado, y los cables, completamente pelados… ¿Cómo ha podido suceder esto?
– Lo ha hecho Zigzag. Es algo nuevo. Ha… aprendido a extraer energía de aparatos desconectados.
Harrison se masajeaba la barbilla mientras miraba al científico. Necesitaba afeitarse. Un buen baño que le devolviera la vida, un buen descanso en una cama en condiciones. Pero aún no iba a hacer nada de eso.
– Continúe, profesor.
La avispa. Ante todo, matar esa avispa negra que te pica los pensamientos.
– A la luz de esas chispas pude ver… No sé ni cómo supe que eso era Jacqueline… Vomité. Empecé a gritar.
La puerta del comedor se abrió, interrumpiéndolos. Entró Víctor acompañado de un soldado. Venía tan sucio como los demás: con el torso desnudo, la camisa atada a la cintura y el rostro hinchado por la falta de sueño y las dos o tres bofetadas que Carter le había propinado. A Harrison le repugnaba verle: su palidez enfermiza, su ausencia de vello pectoral, sus anticuadas gafas… Todo en aquel tipo le hacía pensar en un gusano inmaduro, un renacuajo larguirucho. Por si fuera poco, se había meado en los pantalones al entrar en la sala de proyección, y aún se le notaba la mancha por toda la pernera. Harrison le sonrió, decidido a tragar también con el Señor Renacuajo.
– ¿Ha descansado, profesor? -Lopera asintió con la cabeza mientras ocupaba una silla. Harrison notó que la mujer lo miraba con preocupación. ¿Cómo era posible que ella fuese amiga de aquel esperpento? Quizá fuera buena idea matarlo delante de ella. Quizá fuera bueno que la puta lo viera morir. Guardó esa idea para sí con el fin de comentarla luego con Jurgens. Se concentró en Blanes-. ¿Por dónde íbamos? Vio los restos de la profesora Clissot y… ¿qué ocurrió después?
– Todo había vuelto a quedarse a oscuras. Pero yo ya sabía que había atacado otra vez. -Se detuvo y acentuó las palabras-. Entonces lo vi.
– ¿A quién?
– A Ric Valente.
Hubo un silencio apenas estorbado por la monotonía de la lluvia.
– ¿Cómo lo reconoció, si estaba a oscuras?
– Lo vi -repitió Blanes-. Como si resplandeciera. Estaba de pie frente a mí, en la sala de proyección, cubierto de sangre. Escapó por la puerta antes de que Carter y el profesor Lopera llegaran.
– ¿Usted también lo vio? -dijo Harrison en dirección a Víctor.
– No… -Víctor parecía grogui-. Pero en aquel momento hubiese sido difícil que me fijara en algo…
– ¿Y usted, profesora? -preguntó Harrison sin mirarla-. Creo que seguía en la sala de control, ¿no? Había tenido un desmayo… ¿Vio a Valente?
Elisa ni siquiera levantó la vista.
Harrison sintió miedo: no porque ella fuese a hacerle algo sino, al contrario, por todo lo que él tenía ganas de hacerle. Por todo lo que le haría a su debido tiempo. Le daba pánico mirar el cuerpo con el que jugaría a tantas cosas desconocidas. Tras una pausa, tomó aire y lo expulsó en forma de palabras.
– No sabe, no contesta… Bien, sea como sea, mis hombres lo encontrarán. No podrá huir de la isla, dondequiera que esté. -Retornó a su gran amigo Blanes-. ¿Cree que Valente es Zigzag?
– No me cabe ninguna duda.
– ¿Y dónde se ha metido durante estos años?
– No lo sé. Tendría que estudiarlo.
– Me gustaría saberlo, profesor. Saber cómo lo ha hecho, él o su «duplicado», «desdoblamiento» o como se llame…, cómo ha logrado eliminar a tantos de ustedes. Quiero saber el truco, ¿comprende? Un profesor de mi colegio solía responder a todas mis dudas diciendo: «No preguntes las causas, que el efecto te baste». Pero el «efecto», ahora, está en la sala de al lado, y es difícil de entender. -Aunque sonreía, Harrison puso cara de aguantar un dolor-. Es un «efecto» que te pone la piel de gallina. Uno se plantea qué clase de pensamientos debieron de pasar por la cabeza del señor Valente para hacer todo eso con un cuerpo humano… Necesito una especie de informe. A fin de cuentas, este proyecto es tan nuestro como de ustedes.
– Y yo necesitaré tiempo y calma para estudiar lo sucedido -repuso Blanes.
– Tendrá ambas cosas.
Elisa miró a Blanes, desconcertada. Habló casi por primera vez desde que había comenzado el largo interrogatorio.
– ¿Estás loco? -dijo en castellano-. ¿Vas a colaborar con ellos?
Antes de que Blanes pudiera contestar, Harrison se adelantó.
– «Estás loco» -chapurreó en castellano, en tono humorístico-. Todos estamos «locos», profesora… ¿Quién no?
Se inclinó hacia ella. Ahora sí podía mirarla, y pensaba darse ese placer: le pareció tan hermosa, tan excitante pese al olor a sudor y suciedad que despedía y a lo desordenado de su aspecto, que sintió escalofríos. Improvisó un discurso para aprovechar al máximo aquellos segundos de contemplación, adoptando la voz admonitoria de un padre frente a la hija preferida, aunque díscola:
– Pero la locura de algunos consiste en asegurarnos de que otros duermen tranquilos. Vivimos en un mundo peligroso, un mundo donde los terroristas atacan a traición, por sorpresa, sin dar la cara, como hace Zigzag… No podemos permitir que… lo sucedido esta noche sea usado por la gente equivocada.
– Usted no es la gente correcta -dijo Elisa con voz ronca, sosteniéndole la mirada.
Harrison quedó inmóvil, la boca descolgada, como en mitad de una palabra. Entonces añadió, casi con dulzura:
– Puedo no serlo, pero hay gente peor, no lo olvide…
– Quizá, pero están bajo sus órdenes.
– Elisa… -terció Blanes.
– Oh, no hay ningún problema… -Harrison se comportaba como un adulto que quisiera demostrar que jamás podría ofenderse por las palabras de un niño-. La profesora y yo mantenemos una relación… especial desde hace años… Ya nos conocemos. -Se apartó de ella y cerró los ojos. Por un instante el sonido de la lluvia en la ventana le hizo pensar en sangre derramada. Abrió los brazos-. Supongo que estarán hambrientos y cansados. Pueden comer y reposar ahora, si quieren. Mis hombres rastrearán la isla palmo a palmo. Encontraremos a Valente, si es que se encuentra en algún lugar… «encontrable». -Rió brevemente. Luego miró a Blanes como un vendedor miraría a un cliente selecto-. Si nos entrega un informe sobre lo sucedido, profesor, olvidaremos todas las faltas. Sé por qué regresaron aquí, y por qué huyeron, y lo comprendo… Eagle Group no presentará cargos contra ustedes. De hecho, no están arrestados. Intenten relajarse, den un paseo… si es que les apetece con este tiempo. Mañana llegará una delegación científica, y cuando ustedes les comenten sus conclusiones podremos irnos a casa.
– ¿Qué pasará con Carter? -preguntó Blanes antes de que Harrison saliera.
– Me temo que vamos a ser menos amables con él. -En la húmeda chaqueta color crudo de Harrison la tarjeta con el logotipo de Eagle Group lanzaba destellos-. Pero su destino final no está en mis manos. El señor Carter será acusado, entre otras cosas, de haber cobrado por un trabajo que no ha hecho…
– Intentaba protegerse, como nosotros.
– Trataré de poner algo en el otro platillo cuando lo lleven a juicio, profesor, no puedo prometerle más.
A un gesto de Harrison, los dos soldados que había en la habitación lo siguieron. Cuando la puerta se cerró, Elisa se despejó el cabello de la cara y miró a Blanes.
– ¿Qué clase de informe vas a emitir? -estalló-. ¿Es que no entiendes lo que quiere? ¡Van a convertir Zigzag en el arma del siglo veintiuno! ¡Soldados que maten al enemigo a través del tiempo, cosas así! -Se levantó y golpeó la mesa con los puños-. ¿Para eso te servirá la muerte de Jacqueline? ¿Para hacer un puto informe?
– Elisa, cálmate… -Blanes parecía impresionado por su furia.
– ¡A ese viejo hijo de puta le bailaban los ojos pensando en el plato que mañana va a entregar a la delegación científica! ¡A ese cabrón repugnante y baboso…! ¡A ese miserable hijo de puta, viejo repulsivo…! ¿Es a él a quien vas a ayudar? -El llanto la arrojó de nuevo a la silla, la cara oculta entre las manos.
– Creo que exageras, Elisa. -Blanes se levantó y entró en la cocina-. Obviamente, quieren conocer las claves, pero están en su derecho…
Elisa dejó de llorar. De repente se sentía demasiado cansada, incluso para eso.
– Hablas como si Eagle fuera un grupo de asesinos a sueldo -continuó diciendo Blanes desde la cocina-. No saquemos las cosas de quicio. -Tras una pausa agregó, cambiando de tono-: Harrison tiene razón, los enchufes están carbonizados y los cables a flor de piel… Es increíble… En fin, no podemos calentar café… ¿Alguien quiere agua mineral y galletas? -Regresó con una botella de plástico, un paquete de galletas y una servilleta de papel. Permaneció asomado por la ventana mientras comía.
– No pienso colaborar con esa gentuza, David -afirmó ella secamente-. Tú haz lo que te dé la gana, pero yo no voy a decirles ni una palabra. -A su pesar, cogió una galleta y se la zampó de dos bocados. Dios, qué hambrienta estaba. Cogió otra, y otra más. Las engullía a grandes trozos, casi sin masticar.
Entonces bajó la vista y observó la servilleta que Blanes acababa de colocar sobre la mesa. Había algo escrito a mano en ella con letras grandes, apresuradas: «QUIZÁ MICROS. SALGAMOS DE UNO EN UNO. REUNIÓN EN RUINAS DE CASAMATA».
Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Además, se sentía tan sofocada y pringosa de sudor que agradeció aquella repentina ducha de agua limpia. Se quitó los zapatos y calcetines y avanzó por la arena en la actitud de alguien que ha decidido dar un paseo a solas. Miró a su alrededor y no vio ni rastro de Harrison y sus soldados. Entonces quedó inmóvil.
A un par de metros sobre la arena estaba la silla.
La reconoció enseguida: asiento de piel negra; pies de metal con ruedas; en el lado derecho del respaldo, una muesca alargada y elíptica de bordes nítidos que casi llegaba al centro. Dos de las cuatro patas no existían y uno de los reposabrazos se hallaba horadado con minuciosidad revelando una pedrería plateada. Aquella silla se habría caído al suelo, de haber sido una silla normal y corriente.
Pero no era una silla normal y corriente. La lluvia no la humedecía, ni siquiera la salpicaba. Las gotas no rebotaban en su superficie, aunque tampoco daba la sensación de que la atravesarán como a una holografía. Eran como agujas de plata que alguien lanzara desde el cielo: se clavaban en el asiento y desaparecían para volver a aparecer debajo y golpear la arena.
Elisa contempló el objeto fascinada. Lo había visto por primera vez en el interrogatorio, enredado en las piernas de Harrison como un gato silencioso y rígido. Harrison lo había traspasado al caminar como ahora hacía la lluvia. Se había percatado de que, durante la aparición, uno de los soldados miraba su reloj-ordenador y lo manipulaba, sin duda porque acababa de quedarse sin energía.
Contó cinco segundos antes de que la silla desapareciese. Le hubiese gustado disponer de tiempo (y ganas) para estudiar los desdoblamientos. Eran uno de los hallazgos más increíbles de la historia de la ciencia. Casi se sentía inclinada a comprender a Marini, Craig y Ric, aunque ya era demasiado tarde para perdonarlos.
Cuando la silla desapareció, dio media vuelta y cruzó la verja de la alambrada.
Experimentó un escalofrío al pensar que Zigzag no difería mucho de aquella silla: también era una aparición periódica, el resultado de la suma algebraica de dos tiempos distintos. Pero Zigzag tenía voluntad. Y su voluntad era torturarlos y matarlos. Le quedaban tres víctimas para cumplir esa voluntad por completo (quizá cuatro, si incluía a Ric), a menos que ellos hicieran algo. Tenían que hacer algo. Cuanto antes.
De la casamata militar y el almacén solo quedaba en pie un par de paredes negruzcas, apuntaladas con cascotes. Había otras que parecían haberse desplomado hacía poco, sin duda debido a los vientos monzónicos. La mayor parte de los escombros y piezas de metal habían sido barridos hacia el extremo norte dejando en el centro un área despejada, de tierra más dura, quizá debido al calor de la explosión, aunque ya habían crecido matorrales en diversos lugares.
Decidió aguardar junto a las paredes. Dejó los zapatos en el suelo, deshizo el nudo de la camiseta y se frotó el pelo. Más que limpiárselo, la lluvia se lo había apelmazado. Echó la cabeza hacia atrás para que las gotas le bañaran el rostro. El aguacero estaba cesando y el sol empezaba a taladrar las nubes menos densas. Un instante después llegó Blanes. Cruzaron pocas palabras, como si se hubiesen encontrado por casualidad. Pasaron cinco minutos y apareció Víctor. A Elisa le dio pena ver el estado en que se encontraba: pálido y desaliñado, con barba de dos días, el cabello rizado formando abruptos matojos. Aun así, Víctor le sonrió débilmente.
Blanes echó un vistazo a los alrededores y ella lo imitó: al norte, más allá de la estación, había palmeras, un mar gris y arena solitaria; al sur, cuatro helicópteros militares posados en el terrizo y la franja de selva. No parecía haber nadie cerca, aunque se escuchaban voces remotas de pájaros y soldados.
– Aquí estamos seguros -dijo Blanes.
Sus miradas se cruzaron, y de repente Elisa no pudo reprimirse más. Se arrojó a sus brazos. Apretó aquel cuerpo robusto sintiendo que las manos abiertas de él presionaban su espalda.
Ambos lloraron, aunque de forma muy distinta a como lo habían hecho hasta entonces, sin sonidos, sin lágrimas. Pese a todo, al recordar a su compañera, Elisa se aferraba a un pensamiento obsesionante. Jacqueline, pobrecita, fue rápido, ¿verdad? Sí, seguro que sí, no disponía de energía para… Pero sabía que también se lamentaban por ellos mismos: porque se sentían perdidos, oprimidos por la angustia de una condena inexorable.
Vio a Víctor acercarse con el rostro desencajado y lo envolvió en su abrazo, apoyando el mentón en su huesudo hombro húmedo de lluvia.
– Lo siento… -gemía Víctor-. Perdonadme… Yo fui quien…
– No, Víctor. -Blanes le acarició la mejilla-. No hiciste nada malo. Tu portátil encendido no tuvo nada que ver. Usó la energía potencial de los aparatos. Es la primera vez que lo hace. No podíamos protegernos contra eso…
Cuando Elisa sintió que Víctor se tranquilizaba, se apartó y lo besó en la frente. Tenía deseos de besar, abrazar y amar. Tenía deseos de ser amada y consolada. Pero de inmediato lo postergó todo y procuró concentrarse en la tarea que le aguardaba. Tras lo de Jacqueline se había jurado a sí misma acabar con Zigzag a costa de su propia vida. Extinguirlo. Desconectarlo. Matarlo. Aniquilarlo. Tacharlo. Joderlo. No estaba muy segura de cuál sería la expresión correcta en aquel caso: quizá todas ellas.
– ¿Qué ocurrió en la sala de control, Elisa? -preguntó Blanes, ansioso.
Ella le contó lo que no había querido decir delante de Harrison, incluso la «desconexión» durante la cual había visto a Jacqueline desmoronándose.
– He dejado la imagen perfilándose -agregó-. Si no han tocado nada, ya debería estar lista.
– ¿Se han producido desdoblamientos?
– La silla del ordenador. La he visto dos veces. Ni Rosalyn ni Ric han aparecido.
– Es extraño…
Blanes se mesó la barba. Luego empezó a hablar en un tono muy distinto del que había mantenido durante el interrogatorio: entrecortado, rápido, casi jadeante.
– Bien, os contaré lo que creo. En primer lugar, Elisa tiene razón, por supuesto. Cuando elaboremos ese informe ya no les serviremos para nada. De hecho, ahora que sabemos de dónde ha surgido Zigzag, somos testigos peligrosos. Sin duda querrán eliminarnos, pero aun si no fuera así, no voy a ofrecerles Zigzag en bandeja para que lo conviertan en el Hiroshima del siglo veintiuno… Creo que todos estamos de acuerdo en este punto… -Elisa y Víctor asintieron-. Pero debemos jugar con cuidado: no mostrar todas las cartas, guardarnos cosas en la manga… Por eso es vital que comprendamos bien lo ocurrido y sepamos quién es Zigzag…
– Pero ya lo sabemos: es Ric Valente… -comenzó Víctor, pero Blanes agitó la mano.
– Les mentí. Quería alejarlos, que organizaran una búsqueda por la isla para distraerlos. En realidad, no vi a Valente ni a nadie en la sala de proyección.
Elisa ya lo sospechaba, pero no pudo evitar el desánimo.
– Entonces sabemos lo mismo que antes -dijo.
– Creo que sé algo más. -Blanes la miró-. Creo que ya sé por qué Zigzag nos está asesinando.
– ¿Qué?
– Que estábamos equivocados desde el principio.
Los ojos de Blanes lanzaban destellos. Ella conocía bien esa clase de expresión: era la del científico que roza, durante un trémulo instante, la verdad.
– Se me ocurrió poco después de ver los restos de Jacqueline… Cuando los soldados me llevaron al comedor y logré calmarme lo suficiente para poder pensar, recordé lo que había visto en la sala… Lo que Zigzag le había hecho a Jacqueline… ¿Por qué esa inmensa crueldad? No se limita solo a matarnos, hay un ensañamiento que va más allá de cualquier límite, de cualquier comprensión… ¿Por qué? Hasta ahora habíamos hablado de un perturbado, de que Zigzag fuera una especie de psicópata oculto entre nosotros…, un «diablo», como decía Jacqueline. Pero me pregunté si podía haber una explicación científica para ese salvajismo desmedido, esa brutalidad sobrehumana… Le estuve dando vueltas y hallé esto. Quizá os suene extraño, pero es lo más probable.
Se arrodilló y usó la arena húmeda a modo de pizarra. Elisa y Víctor se agacharon a su lado.
– Suponed que, en el instante en que se produjo el desdoblamiento, la persona desdoblada se hallase en medio de un acceso de furia… Imaginad que estuviera golpeando a alguien… Pero ni siquiera se necesitaría eso: solo una emoción intensa, agresiva, quizá dirigida contra una mujer… Si fue así, al producirse el desdoblamiento no pudo cambiar de emoción, ni siquiera atenuarla. No ha tenido tiempo. En un Tiempo de Planck ninguna neurona puede enviar información a la siguiente… Todo se conserva igual, sin modificaciones. Si la persona desdoblada estaba sometida a un impulso violento, a un deseo de abusar o humillar, el desdoblamiento ha quedado paralizado en eso.
– Aun así -objetó Víctor- tendría que estar perturbado…
– No necesariamente, Víctor. Ahí es donde nos equivocábamos. Pregúntate esto: ¿en qué se basa nuestra idea de bondad? ¿Por qué decimos que una persona es «buena»? Cualquier individuo puede llegar a desear cosas terribles en un momento dado, aunque al momento siguiente se arrepienta. Pero para eso se necesita tiempo, aunque solo sean fracciones de segundo… Zigzag no ha tenido esa posibilidad. Vive en una cuerda única, una pequeñísima fracción aislada del curso de las cosas… Si el desdoblamiento se hubiese producido al segundo siguiente, quizá Zigzag hubiese sido un ángel, no un demonio…
– Zigzag es un monstruo, David -murmuró Víctor.
– Sí, un monstruo, el peor de todos: una persona normal y corriente en un instante cualquiera.
– ¡Es absurdo! -Víctor reía con nerviosismo-. Perdona, pero te equivocas… ¡Por completo!
– A mí también me cuesta trabajo creerlo… -Elisa estaba impresionada por la idea de Blanes-. Entiendo lo que dices, pero no lo creo. La tortura y el dolor que produce en las víctimas… Esa «contaminación» obscena de su presencia… Esas… pesadillas asquerosas…
Blanes la miraba fijamente.
– Los deseos de cualquier persona en un intervalo de tiempo aislado, Elisa.
Ella se detuvo a reflexionar. No podía pensar en Zigzag de aquella forma. Todo su cuerpo se rebelaba ante la idea de que su torturador, su despiadado verdugo, aquel ser con el que soñaba desde hacía años y que apenas se atrevía a mirar, fuese otra cosa que el Mal Absoluto. Pero no encontraba resquicio alguno en el razonamiento de Blanes.
– No, no, no… -negaba Víctor. La fina lluvia, cada vez más escasa, tachonaba sus gafas de puntos cristalinos-. Si lo que dices fuera cierto, las decisiones éticas, el bien y el mal… ¿en qué se convierten? ¿En puras cuestiones del devenir de la conciencia? ¿Carecerían de ataduras con la intimidad de nuestro ser? -Víctor alzaba cada vez más la voz. Elisa se incorporó, temerosa de que los soldados los oyeran, pero no parecía haber nadie-. ¡Según tu absurda idea, cualquier hombre, el mejor que haya existido nunca, hasta… hasta… Jesucristo, puede ser un monstruo en un tiempo aislado…! ¿Te estás dando cuenta de lo que afirmas…? ¡Cualquier persona podría haber hecho… lo que vi en la sala de proyección! Lo que vi, David… Lo que tú y yo vimos que le hizo a esa pobre mujer… -Había contraído el rostro en una mueca de miedo y asco. Se quitó las gafas y se pasó la mano por la cara-. Reconozco que eres un genio -añadió con más calma-, pero tu campo es la física… La bondad y la maldad no dependen del paso del tiempo, David. Están estampadas en nuestro corazón, en nuestra alma. Todos tenemos impulsos, deseos, tentaciones… Unos los controlan y otros se dejan vencer: ésa es la clave de la creencia religiosa.
– Víctor -lo interrumpió Blanes-: lo que quiero decir es que puede ser cualquiera. Puedo ser yo. Antes no pensaba así. En mi fuero interno siempre creí que podía excluirme del sorteo de Zigzag, porque sé bien cómo soy por dentro, o creo saberlo… Ahora pienso que nadie puede quedar excluido. En el sorteo entra toda la humanidad.
– Aun así -intervino Elisa-, debemos descubrir quién es. Si no era Jacqueline, aún le quedan veinticuatro horas para atacar de nuevo…
– Cierto, la prioridad es detener a Zigzag -convino Blanes-. Necesitamos ver la imagen perfilada.
– Podría intentarlo ahora -sugirió ella.
– No sé si es el momento adecuado…
– Sí -dijo Víctor-. Mientras me conducían por el barracón lo comprobé: en la estación solo quedan los dos soldados dormidos en el laboratorio de Silberg y uno de guardia en la habitación donde han encerrado a Carter. -Se volvió hacia Elisa-. Si entras por el primer barracón, podrías acceder a la sala de control sin que te vieran…
– Lo intentaré -dijo Elisa-. La imagen ya estará nítida.
– Te acompaño -se ofreció Víctor.
Miraron a Blanes, que asintió.
– Bien, yo vigilaré desde la cocina por si Harrison y sus hombres regresaran. Debemos actuar con rapidez. Cuando sepamos quién es Zigzag… destruiremos todos los datos para que Eagle nunca averigüe lo sucedido.
Ella asintió sabiendo lo que él quería decir. Lo destruiremos todo, incluyendo a aquel de nosotros que sea Zigzag.
Se separaron allí mismo, y Blanes, impulsivamente, la abrazó. Entonces se apartó un poco para poder mirarla a los ojos mientras hablaba.
– Zigzag es un simple error, Elisa, estoy seguro. Un error en el papel, no una criatura maligna. -De repente le sonrió, y su voz le recordó a ella la del profesor que tanto había admirado-: Ve y corrige ese maldito error de una vez.
«La prioridad es detener a Zigzag»: Harrison no podía estar más de acuerdo con Blanes en esa opinión. En cambio, el científico se equivocaba gravemente al afirmar que no era un ser maligno.
Claro que lo era. A él le constaba. El mayor mal que jamás había hollado la faz de la Tierra. El verdadero y único Diablo. Se incorporó con cierta dificultad -los años empezaban a pesarle-, guardó el auricular en la chaqueta y le dijo a Jurgens que podía plegar la pequeña antena del micrófono direccional con el que habían estado oyendo la conversación a cien metros de distancia, junto a las palmeras. Su idea de enviar a los soldados a rastrear la isla y aguardar cerca de la estación con el micrófono preparado había dado resultado.
– Nuestra desventaja es que los sabios son ellos -comentó mientras observaba la armónica mancha que, a lo lejos, era Elisa para él: su ropa era tan escasa que desde aquel punto casi le parecía desnuda-. Pero nuestra ventaja es la misma. Son sabios, y por tanto ignorantes… Estaba seguro de que Blanes nos mentía para poder quedarse con sus colegas a solas. Sin embargo, su pequeña mentira nos ha servido… Es mejor que el ejército mire para otro lado: no queremos testigos, ¿verdad? A fin de cuentas, no nos han ordenado que los eliminemos ahora. Pero lo haremos. Será nuestro secreto, Jurgens. Vamos a cortar, a purificar… ¿De acuerdo?
Jurgens se mostró de acuerdo. Harrison se volvió y lo miró. Al aterrizar en Nueva Nelson le había ordenado que aguardara oculto en la playa hasta que llegara el momento oportuno, el momento de utilizar sus extraordinarias cualidades.
Y ese momento había llegado.
– Vas a entrar en los barracones. Darás un rodeo para que Blanes no te vea y matarás a Blanes y a Carter ahora mismo. Luego esperaremos a que los otros obtengan lo que buscan, y cuando lo hagan, matarás a Lopera delante de la profesora. Quiero que ella lo vea. A ella la encerrarás en uno de los cuartos y la interrogaremos. Necesitamos obtener el informe. Tenemos todo el día, hasta que venga la delegación, tú y yo, para hacerla hablar… Será un rato interesante. Mañana a primera hora no debe quedar ningún científico con vida…
Mientras Jurgens se alejaba despaciosamente para cumplir la orden, Harrison respiró hondo y observó el mar, las nubes deshaciéndose, el sol abriéndose paso con débiles rayos. Por primera vez en mucho tiempo se sentía feliz.
Junto a Jurgens, ni siquiera tenía miedo de Zigzag.