III LA ISLA

La isla está llena de ruidos.

WILLIAM SHAKESPEARE


12

Los ojos la observaban fijamente mientras se movía desnuda por la habitación.

Fue entonces cuando tuvo el primer presentimiento, un leve espectro de lo que más tarde sucedería, aunque en aquel momento ni siquiera supiese que se trataba de eso. Solo después llegó a comprender que aquellos ojos eran un preámbulo. En realidad, los ojos no eran la oscuridad: eran la puerta de la oscuridad.


No empezó a inquietarse hasta que la llevaron a la casa. Hasta ese instante todo había resultado normal, incluso divertido. Que un tipo bien trajeado la estuviera esperando en el aeropuerto de Zurich con un cartel donde se leía su nombre lo consideró una muestra de la pulcritud suiza. Reprimió la risa al pensar, mientras seguía las firmes zancadas del hombre, que lo había confundido al principio con algún colega y casi se había sentido dispuesta a debatir con él los grandes problemas de la física. Pero se trataba del chofer.

El viaje en el Volkswagen oscuro fue placentero, con ese color del paisaje tan distinto de los descampados de oro que ceñían Madrid. Le parecía descubrir un millar de tonos verdes diferentes, como aquellos lápices con los que, de niña, emborronaba los cuadernos de dibujo (¿no eran lápices suizos?). Ya conocía un poco aquel país: durante la carrera había pasado unas semanas en el CERN, el Centro Europeo de Investigación Nuclear, en Ginebra. Ahora sabía que se dirigían al Laboratorio Tecnológico de Investigación Física de Zurich, en cuya residencia tenía una habitación reservada. Nunca había estado en el famoso laboratorio donde había nacido la «teoría de la secuoya», pero había visto innumerables fotos del edificio.

Por eso frunció el ceño cuando comprobó que no la llevaban allí.

Debían de estar a pocos kilómetros al norte (ella había leído «Dübendorf» en uno de los letreros), y aquello parecía una finca con bonitos árboles, césped bien recortado y coches lujosos estacionados en la entrada. La casa del productor. En realidad, van a hacer una película. El chofer le abrió la portezuela y sacó su equipaje. ¿Es aquí donde voy a hospedarme? Pero no le dejaron tiempo para pensar. Un tipo que aparentaba haber visitado la misma sastrería que el chofer (quizá lo había hecho) le pidió que se quitara la cazadora y le hizo cosquillas en las axilas y las perneras de los vaqueros con un detector. Encontró las llaves de su casa, su móvil y su dinero. Se lo devolvió todo en buen estado y la acompañó por un interior silencioso donde el parquet mostraba los reflejos de la luz como si se tratara de un lago de aguas densas, dejándola en manos de otro hombre que dijo llamarse Cassimir.

Si el nombre y el castellano que chapurreaba no lo hubiesen delatado, Cassimir habría dispuesto de otras cualidades para hacerle saber que era cualquier cosa menos español: su complexión de armario empotrado dotado de vida, su pelo dorado, su piel pintada de un blanco anglosajón que contrastaba con el jersey de cuello vuelto negro y los pantalones grises. Cumplía a la perfección su papel de felpudo con la palabra «Bienvenida» grabada encima. ¿Había tenido buen viaje? ¿Había estado antes en Suiza? Al tiempo que le hacía esas y otras preguntas corteses, la hizo pasar a un despacho luminoso y la invitó a sentarse frente a un escritorio de madera de cerezo. Detrás del asiento de Cassimir, una ventana se abría al soleado día suizo, y a la izquierda de Elisa (a la derecha de Cassimir) un largo espejo replicaba la habitación mostrando otra Elisa de ondulado cabello negro, camiseta rosa de tirantes rotulando la piel morena por encima de los tirantes blancos del sujetador (su madre odiaba aquellos contrastes «vulgares»), ceñidos vaqueros y zapatillas deportivas, y otro enorme Cassimir de perfil, las gigantescas manos entrelazadas. Ella sofocó la risa: había recordado un vídeo erótico que se había bajado por Internet cierta vez, en el que una chica era invitada a desnudarse en el despacho de un productor de películas porno mientras era observada desde el otro lado del espejo. Porque detrás de ese espejo hay alguien espiándome, seguro. Esto es una trata de blancas: valoran la mercancía antes de aceptarla.

– El profesor Blanes no se encuentra aquí. -Cassimir había sacado dos clases de papeles, unos blancos y otros azules-. Pero en cuanto usted lea y firme esto se reunirá con él. Son las condiciones generales. Léalas con atención, porque hay cosas que no hemos podido aclarar con usted antes. Y pregúnteme cualquier duda. ¿Quiere café, un refresco…?

– No, gracias.

– ¿Cómo se dice en español: «refresco» o «refresca»? -dudó Cassimir con alegre curiosidad. Y cuando Elisa le aclaró la cuestión, agregó, simpático-: A veces confundo.

Los papeles estaban escritos en perfecto castellano. Los blancos tenían un epígrafe: «Aspectos laborales». Los azules solo una clave: «A6», pero Cassimir le explicó de qué se trataba.

– Los papeles azules son las normas de confidencialidad. ¿Por qué no las lee primero?

Advirtió su nombre en mayúsculas, rodeado por el bosque del texto, y sintió una nueva punzada de inquietud. No había esperado encontrar su nombre escrito con la misma letra que el resto del documento sino un espacio de puntos relleno con bolígrafo. Pero advertir «ELISA ROBLEDO MORANDÉ» impreso como las demás palabras la sobresaltó: era como si el motivo de la existencia de tales palabras fuese ella exclusivamente, como si se hubiesen tomado demasiadas molestias solo por ella.

– ¿Lo entiende todo? -insistió, solícito, Cassimir.

– Aquí dice que no podré publicar ningún trabajo…

– Durante un tiempo, en efecto, pero solo en relación con la investigación que lleva a cabo el profesor Blanes. Lea más abajo… La cláusula «5C»… Esta prohibición solo afectará a dicha investigación durante un plazo no inferior a dos años, pero ello no impide que usted publique trabajos con el profesor Blanes, o cualquier otro profesor, en relación con otros temas. Y mire la cláusula siguiente. Se le ofrece la oportunidad de hacer la tesis doctoral con el profesor Blanes, siempre sobre un tema no relativo a este período… Si lee los papeles blancos, donde pone «Cuantía de la beca»… Como verá, es sustanciosa… Y no incluye el alojamiento, que es gratis: solo gastos de comida, personales… La cobrará cada mes, como un sueldo, hasta diciembre de este año inclusive.

Otra voz, mucho más fría, le hablaba desde los papeles azules con encabezamientos que apenas entendía: «Normas relativas a la investigación científica y la seguridad de los estados de la Unión Europea», «Normas de confidencialidad poscontractuales», «Aspectos penales de la revelación de secretos de Estado y material clasificado»… Pero no eran esas expresiones lo que le parecía más inquietante sino la amable insistencia de Cassimir, su preocupación por conseguir que ella no se preocupara: el interés que ponía en cortarle cada pedacito a un tamaño asequible para que pudiera tragarse todo el plato sin rechistar.

– Si quiere que la deje sola y lo lee todo con calma…

Alzó la vista y parpadeó, porque la luz golpeaba la ventana. Se percató de algo que no había notado -absurdamente- hasta ese instante: Cassimir usaba gafas. ¿Cuándo se las había puesto? ¿Las llevaba desde el principio? Su mente giraba en torno a aquella y otras preguntas, sumida en la confusión.

– ¿En qué consiste el trabajo?

– En ayudar al profesor Blanes.

– Pero ¿en qué?

– En su investigación.

Reprimió un risa cruel. Desde el espejo, la otra Elisa la miraba con cara de mala.

– Lo que quiero saber es qué clase de investigación voy a hacer con el profesor Blanes.

– Oh, lo ignoro por completo. -Cassimir sonrió-. No soy físico.

– Pues yo quiero saber lo que voy a hacer, si no le importa.

– Lo sabrá enseguida. En cuanto acepte las condiciones, lo pondremos todo en marcha ahora «misma»… ¿«Misma»? -Titubeó y se corrigió-: «Mismo»

Elisa ya no le acompañó en la simpatía.

– ¿Qué condiciones?

– Oh, en cuanto firme, quiero decir.

Esto es un diálogo de sordos. Pensó que si su madre la hubiese visto en aquel momento, habría detectado la Sonrisa de Mala Leche Número Uno de Elisa Robledo. Pero el señor Casimir no era su madre, y sonrió también.

– Verá, no pienso firmar nada si antes no sé lo que voy a hacer.

Como un dócil espejo (o un eco de sus actitudes), Cassimir aparentó irritación.

– Ya se lo he dicho: ayudar en la investigación del profesor Blanes…

– ¿Qué es «EG SECURITY»? -Cambió ella de táctica señalando una línea en el papel blanco-. Está por todas partes. ¿Qué es?

– Oh, la empresa principal que financia el proyecto. Es un consorcio de varias empresas de investigación…

– ¿«E G» significa «Eagle Group»?

– Son las iniciales. Pero yo no trabajo para ellos y no lo sé…

Oh, qué gran astucia la suya, señor Oh. Elisa optó por olvidar la caballerosidad y descerrajarle al señor «Oh» un tiro de postas en mitad de la cara.

– ¿Son ustedes los que me han estado vigilando las últimas semanas? ¿Los que colocaron un transmisor en mi teléfono móvil y me hicieron responder un cuestionario de medio centenar de preguntas?

Le gustó ver cómo la sonrisa y la calma del tipo se borraban por completo de su rostro, y la expresión de desconcierto que las sustituyó. Era obvio que Cassimir había recibido instrucciones para atender a clientes más dóciles, o quizá la había subestimado pensando qué, siendo una mujer joven, resultaría más manipulable.

– Perdone, pero…

– No, perdóneme usted a mí. Creo que ya saben mucho, sobre mi humilde persona. Ahora me toca el turno de pedir explicaciones.

– Señorita…

– Quiero hablar con el profesor Blanes. A fin de cuentas, voy a trabajar con él.

– Ya le he dicho que no está aquí.

– Pues quiero que alguien me diga en qué voy a trabajar, al menos.

– No puede saberlo -dijo otra voz en perfecto inglés.

El hombre acababa de salir de una puerta junto al espejo, a espaldas de Elisa. Era alto, delgado, vestía un traje de corte impecable. Su pelo rubio tenía canas en las sienes y su bigote estaba recortado con esmero. Lo acompañaba otro hombre de baja estatura, corpulento. Resulta que sí me estaban espiando. Su corazón dio un brinco.

– Entiende el inglés, ¿verdad? -prosiguió el hombre alto con aquella voz de violonchelo, acercándose. A diferencia de Cassimir, no le tendió la mano ni fingió ningún tipo de cordialidad. Sus ojos fueron lo que más impresionó a Elisa: eran azules y fríos como taladros de diamante-. Me llamo Harrison, y este señor se llama Carter. Somos los encargados de seguridad. Se lo repito: no puede saber nada. Nosotros mismos no sabemos nada. Se trata de un trabajo relacionado con las investigaciones del profesor y considerado «material clasificado». El profesor precisa de la colaboración de científicos jóvenes, y usted ha resultado elegida.

El hombre dejó de hablar cuando dejó de caminar: se había situado frente a ella y clavaba aquellas agujas azules en su rostro. Tras una pausa agregó:

– Si acepta, firme. Si no, regresará a España y asunto concluido. ¿Alguna pregunta?

– Sí, varias. ¿Me han estado vigilando?

– En efecto -repuso el tipo con desinterés, como si ese aspecto fuese el más obvio e intrascendente-. La hemos estudiado, hemos controlado sus movimientos, hemos hecho que responda a un cuestionario, hemos indagado en su vida privada… Lo mismo ha ocurrido con otros candidatos. Todo es legal, está aprobado por convenciones internacionales. Se trata de pura rutina. A la hora de solicitar un trabajo normal, usted entrega un currículo y responde unas preguntas en una entrevista, y eso no le parece mal, ¿correcto? Pues ésta es la rutina a la hora de solicitar un trabajo etiquetado como «material clasificado». ¿Más preguntas?

Elisa se detuvo a reflexionar. Por su mente cruzaban relámpagos con el rostro de Javier Maldonado y el sonido de su voz. «El buen periodismo se hace con informaciones recopiladas pacientemente.» Hijo de puta. Pero enseguida se calmó. Él solo hacía su trabajo. Ahora ha llegado el turno de hacer el mío.

– ¿Pueden decirme, al menos, si me quedaré en Zurich?

– No, no se quedará. En cuanto firme será trasladada a otro lugar. ¿Ha leído el epígrafe «Aislamiento y filtros de seguridad»?

– La segunda página del grupo azul -la ayudó Cassimir, interviniendo por primera vez en la nueva conversación.

– El aislamiento será completo -dijo Harrison-. Todas las llamadas que haga, todos los contactos con el exterior a través de cualquier medio, deberán pasar por un filtro. En lo que al mundo respecta, e incluyo a familiares y amigos, usted seguirá en Zurich. Cualquier imprevisto que surja derivado de esta situación será responsabilidad nuestra. Usted no tendrá que preocuparse, por ejemplo, de que su familia o amigos la visiten por sorpresa y descubran que no está: nos encargaremos nosotros.

– Cuando dice «nosotros», ¿a quién se refiere?

El hombre sonrió por primera vez.

– Al señor Carter y a mí. Nuestra misión es procurar que usted solo tenga que pensar en ecuaciones. -Consultó su reloj de pulsera-. El tiempo de las preguntas se ha agotado. ¿Firmará o aguardará aquí el próximo avión hacia Madrid?

Elisa contempló los papeles sobre la mesa.

Tenía miedo. Un miedo que al principio calificó como «normal» -cualquiera en su situación lo tendría-, pero que luego comprendió que ocultaba algo más. Como si una voz más sabia dentro de ella le gritara: No lo hagas.

No firmes. Vete.

– ¿Puedo leer todo esto más despacio mientras me tomo un vaso de agua? -dijo.


Las experiencias misteriosas pueden resultar imborrables, pero, al mismo tiempo, y paradójicamente, los detalles que recordamos sobre ellas quizá sean nimios, inconexos y hasta estúpidos. Nuestro grado de alteración nos graba a fuego en la memoria determinadas percepciones, pero a la vez impide que éstas sean las más adecuadas para describir objetivamente el conjunto.

De aquel primer viaje, embriagada por los nervios, Elisa albergaba escenas triviales. Por ejemplo, la discusión que mantuvo Carter, el hombre corpulento (que fue quien la acompañó, porque a Harrison no volvió a verlo hasta mucho después), con uno de sus subordinados mientras subían al avión de diez plazas que les aguardaba aquel mediodía en el aeropuerto de Zurich, discusión surgida, al parecer, por la obsesiva duda de si «Abdul se encontraba en su puesto» o si «Abdul se había marchado» (nunca supo quién era Abdul). O las manos grandes, peludas y venosas de Carter, sentado al otro lado del pasillo del avión mientras sacaba del maletín un dossier. O el olor a flores y gasóleo (si tal mezcla era posible) del aeropuerto en el que aterrizaron (le dijeron que pertenecía a Yemen). O el divertido momento en que Carter tuvo que enseñarle a ponerse el chaleco salvavidas y atarse el casco mientras subían al enorme helicóptero que aguardaba en una pista apartada: «No se asuste, son normas de seguridad en los vuelos largos con helicópteros militares». O el pelo cortado a cepillo de Carter y su ligera barba espolvoreada de canas. O sus maneras algo bruscas, sobre todo cuando daba órdenes por teléfono. O el calor que sintió con el casco puesto.

Todas y cada una de aquellas insignificancias constituyeron su experiencia del día más corto y la noche más larga de su vida (viajaban hacia el este). Con aquellas piezas tuvo que apañarse a lo largo de los años para reconstruir un trayecto de más de cinco horas, entre avión y helicóptero.

Pero, de entre todos los recuerdos que el ácido del tiempo fue disolviendo, uno se mantuvo indeleble, nítido hasta el fin, y ella lo recuperaba intacto cada vez que rememoraba aquella aventura.

La palabra que figuraba en la portada del dossier que extrajo Carter de la maleta.

Más que ninguna otra cosa, aquella curiosa expresión fue su resumen visual del día. Y los acontecimientos posteriores harían que no la olvidara jamás.

«Zigzag.»

13

«Imagine el que quiera entender cuanto vi»: la curiosa frase figuraba, en inglés, al pie de un dibujo que mostraba a un hombre contemplando dos círculos de luces en el cielo. Estaba buscando algo de ropa que ponerse cuando aquel dibujo llamó su atención. Se hallaba en una pegatina adosada a la pared del cabecero de su cama, pero no se había fijado en él hasta entonces.

Fue en ese momento.

No se trató de un pensamiento racional, sino de una especie de sensación física, un calor en las sienes. Estaba desnuda, y eso agudizó su alarma. Volvió la cabeza y miró hacia la puerta.

Y vio los ojos.


No era que no lo hubiese esperado. Le habían avisado de que tal eventualidad podía llegar a producirse: en Nueva Nelson no iba a gozar precisamente de su amada vida íntima. Se lo había dicho la señora Ross la noche anterior, al recibirla en el terreno arenoso donde el helicóptero se había posado (es decir, aquella misma noche, las horas se mezclaban en su cabeza). La señora Ross había estado, en verdad, muy amable, incluso afectuosa: Su sonrisa, mientras la aguardaba al pie del helicóptero, alcanzaba a rozar los dorados pendientes en forma de trébol que llevaba en cada lóbulo. Le tendió ambas manos.

Welcome to New Nelson! -exclamó en tono entusiasta cuando se alejaron del ensordecedor rugido de las aspas, como si todo aquello se tratara de una gran fiesta y ella fuese la encargada de atender a los invitados y organizar los juegos.

Pero no era una fiesta. Era un lugar muy oscuro y cálido, especialmente oscuro y cálido, donde flotaban luces de reflectores iluminando esqueletos de alambradas. Una brisa marina como jamás había sentido antes en ninguna playa desordenó su pelo y, pese a que tenía los oídos taponados, percibió extraños rumores.

– Estamos a unos ciento cincuenta kilómetros al norte del archipiélago de las Chagos y a unos trescientos al sur de las Maldivas, en pleno océano Índico -continuó la señora Ross en inglés, avanzando a saltos por la arena-. La isla la descubrió un portugués que la llamó «La Gloria», pero cuando pasó a ser colonia británica fue rebautizada como Nueva Nelson. Perteneció al BIOT (el British Indian Ocean Territory) hasta, 1992, pero ahora forma parte de unos terrenos adquiridos por un consorcio de empresas de la Unión Europea. Es un bendito paraíso, ya verás. Aunque, no creas, es más pequeña que la palma de tu mano, apenas algo más de once kilómetros cuadrados. -Habían cruzado la alambrada a través de una verja que un soldado (no un policía, sino un soldado armado hasta los dientes; ella nunca había pasado tan cerca de alguien que llevara armas así) mantenía abierta. Elisa se volvió para comprobar si el señor Carter las seguía, pero solo vio a otro par de soldados junto al helicóptero que acababa de abandonar-. La conocerás bien por la mañana. Supongo que estás cansada.

– No mucho. -En realidad le parecía como si hubiese olvidado qué había que hacer para cansarse.

– ¿No tienes sueño?

– En mi casa… -Se interrumpió al comprender que estaba hablando en español. Rápidamente lo tradujo-. En mi casa suelo acostarme tarde.

– Ya veo. Pero son las cuatro y media de la madrugada.

– ¿Qué?

La risa de la señora Ross resultaba agradable. Elisa también rió al comprender su error. En su reloj no habían dado aún las once de la noche. Bromeó un poco sobre el tema: no quería que la señora Ross pensara que se trataba de una novata en cuestión de viajes, lo cual tampoco era cierto. Pero sus nervios le jugaban malas pasadas.

Caminaron hasta el último barracón de una hilera de tres. La señora Ross abrió una puerta y penetraron en un pasillo iluminado por pequeñas bombillas, como las usadas en las salas de cine cuando se apagan las luces. Pero lo que Elisa percibió con más intensidad fue el cambio de temperatura, incluso de atmósfera: del pegajoso entorno del aire libre al recinto clausurado de aquellas casas portátiles. El pasillo se hallaba flanqueado de puertas con curiosas mirillas. La señora Ross abrió otra puerta al fondo, se detuvo en la primera de la izquierda, hizo girar el picaporte sin usar llave alguna y encendió las luces de un cuarto adyacente.

– Ésta es tu habitación. Ahora no se ve bien porque por las noches solo se deja conectada la luz del baño, pero…

– Es estupenda.

En verdad, había pensado que viviría en una especie de «zulo». Pero el lugar era espacioso -más tarde contaría unos buenos cinco metros de ancho y tres de largo- y estaba pulcramente amueblado con un armario, un pequeño escritorio y una cama en el centro con su mesilla. A partir de la cama la habitación se estrechaba con la otra dependencia, cuya puerta la señora Ross se apresuró a abrir. «El cuarto de baño», dijo.

Ella se limitaba a asentir y a comentar todo lo bueno, pero la señora Ross fue al grano de inmediato, en una especie de interrogatorio «de mujer a mujer»: cuántas mudas de ropa había traído, si usaba un champú especial, qué clase de compresas necesitaba, si tenía pijama o dormía sin él, si disponía de traje de baño, etc. Luego le señaló la puerta de entrada y Elisa se percató de que también poseía una mirilla rectangular de cristal, al estilo de las que se veían en tantas películas en las celdas de los locos peligrosos. Le produjo una rara sensación. Había otra mirilla idéntica en la puerta del baño, que asimismo carecía de cerradura y pestillo.

– Son instrucciones de seguridad -le explicó Ross-. Ellos lo llaman «cabinas de baja privacidad grado dos». Para nosotras lo que significa es que cualquier morboso puede espiarnos. Por suerte, estamos rodeadas de hombres serios y decentes.

Elisa cedió de nuevo a la tentación de sonreír, pese a que aquella pérdida de intimidad le provocaba un cúmulo de extrañas sensaciones que, en conjunto, resultaban desagradables. Pero parecía que al lado de la señora Ross nada podía ser malo.

Antes de que su anfitriona la dejara, Elisa la contempló bajo el escrutinio de la luz del baño: regordeta y madura, quizá más de cincuenta años, vestida con un chándal plateado y zapatillas deportivas, perfectamente maquillada, con el pelo como recién modelado por un estilista, pendientes, anillos y pulseras dorados. Una tarjeta pellizcaba el chándal con su foto, su nombre y su cargo: «Cheryl Ross. Scientific Section».

– Me da pena haberla hecho levantarse de madrugada a causa de mi llegada -se excusó Elisa.

– Para eso estoy. Ahora debes descansar. Mañana, a las nueve y media (bueno, dentro de cuatro horas más o menos), habrá una reunión en la sala principal. Pero antes puedes ir a la cocina a desayunar. Y cualquier cosa que precises a lo largo de estos días, habla con Mantenimiento.

Aquella última frase le hizo pensar que la señora Ross aguardaba una pregunta. La complació.

– ¿Dónde está Mantenimiento?

– Estás viendo a Mantenimiento -dijo la señora Ross, en efecto complacida.


«Imagine el que quiera entender cuanto vi», decía la frase del adhesivo. Se había inclinado para leerla cuando se percató de que no estaba sola.

Los ojos la observaban con la fijeza de los reptiles.

Comprendía que no tenía que haberse asustado de aquella ridícula forma, pero no pudo evitar dar un respingo y retroceder de un salto mientras se llevaba una mano a los pechos y otra al pubis y se preguntaba dónde rayos había dejado la toalla. Cierta parte de su conciencia, más indulgente, la comprendía. Después de no haber pegado ojo durante las horas de descanso debido a los estresantes acontecimientos (ayer estaba en Madrid despidiéndome de mi madre y Víctor, y esta mañana estoy en pelotas en una isla en mitad del Índico, por Dios), la fatiga había hecho mella en ella mermando su umbral nervioso. Pese a todo, el entusiasmo no la había abandonado. Se había levantado mucho antes de la hora prevista, tras advertir luz a través de un rectángulo acristalado en la pared del fondo, y se había quedado boquiabierta al asomarse por él. Una cosa es saber que estás en una isla y otra, muy distinta, contemplar un oscuro horizonte de olas movedizas mecerse brutalmente casi al alcance de tu mano, más allá de un cerco de alambradas, palmeras y playa. Luego decidió darse una ducha, y se quitó la camiseta y las bragas sin pensar en mirillas ni vigilancia de ningún tipo. El baño disponía del espacio imprescindible para que sus rodillas no rozaran la pared cuando se sentaba en el retrete, pero aun así el agua que cayó sobre su cuerpo en el cuadrado de metal sin cortinas le pareció deliciosa, a la temperatura justa. Encontró una toalla y se secó. Salió del baño secándose y examinó con el ceño fruncido la mirilla de cristal: estaba oscura. No le gustaba exhibirse, pero tampoco iba a modificar sus costumbres por eso. Arrojó la toalla a… a algún condenado lugar (¿dónde, joder?) y abrió la cremallera de su maleta en busca de ropa.

Entonces se fijó en la decoración de la pared que hacía de cabecero de la cama: pegatinas y postales como puestas allí para dar un aire más confortable al cubo forrado de aluminio que la albergaba. Se acercó para ver la que más le atraía y, de repente, tuvo aquella rara sensación y descubrió los ojos en la mirilla de la puerta.

Fue entonces.

Al tiempo que saltaba y se protegía como una doncella ofendida.

Justo entonces pasó por su cabeza, por primera vez, un presagio de la oscuridad.


– Bienvenida a Nueva Nelson, aunque supongo que eso ya te lo han dicho.

Lo reconoció antes de verlo entrar. Pensó que reconocería aquellos ojos azul verdosos en cualquier parte: en medio del Índico, el Pacífico o el Polo Norte. Y lo mismo sucedía con su voz.

Ric Valente entró en la habitación y cerró la puerta. Llevaba una camiseta y unas bermudas verdes bien conjuntadas, aunque ni de lejos se parecían a la clase de ropa que solía usar (como si a él también le hubiese pillado por sorpresa el traslado a una isla, pensó ella), y sostenía dos jarras con algo humeante. S rostro huesudo estaba distendido en una sonrisa.

– Pedí una habitación con cama de matrimonio, pero no tenían. Me contentaré con verte así cada mañana. Por cierto, si buscas la toalla, está aquí, en el suelo. -Señaló el otro lado de la cama pero no hizo ningún ademán por recogerla-. Lamento haberte asustado, pero ya sabes que aquí la intimidad está prohibida por decreto. Esto es una especie de comuna sexual, todos gozamos de todos. La temperatura ayuda lo suyo: quitan la climatización por las noches. -Dejó las jarras en el escritorio y sacó de sus abultados bolsillos un par de vasos de papel y cuatro triángulos de sándwich envueltos en celofán.

De pie junto a la ventana, aún cubriéndose con los brazos, Elisa sintió un ligero desánimo. Valente era la única espina clavada en medio de su felicidad. Por supuesto, él seguía siendo el mismo de siempre, con la misma intención de humillarla de siempre, y parecía hallarse en su elemento, quizá debido a la sencillez con que había conseguido hacerla enrojecer. Sin embargo, ya esperaba encontrarse con él tarde o temprano (bien es verdad que no esperaba estar desnuda) y, de cualquier forma, tenía otras muchas cosas en qué pensar para preocuparse por algo tan ínfimo como que él la viera sin ropa.

Lanzó un suspiro, bajó los brazos y caminó con naturalidad hacia la toalla. Valente la observaba divertido. Al final movió la cabeza con gesto evaluador.

– No está mal, pero no te doy un diez, desde luego, ni siquiera con cuatro centésimas menos: todo lo más, un siete. Tu cuerpo es… ¿cómo definirlo? Demasiado abrumador, exuberante… Con mucha glándula, muchas cachas… De ser tú, yo me afeitaría las ingles.

– Me alegro de verte, Valente -replicó ella con indiferencia, dándole la espalda, cubierta por la toalla. Siguió buscando en su equipaje-. Creo que tenemos una reunión a las nueve y media.

– Tendré mucho gusto en acompañarte, pero supuse que no te apetecería tomar el desayuno junto a gente desconocida, de modo que opté por compartirlo contigo a solas. ¿Prefieres de jamón y queso o de pollo?

Lo del desayuno a solas era cierto. Estaba hambrienta y no quería comenzar la mañana saludando a todo el mundo.

– ¿Cuándo llegaste? -le preguntó, optando por el de pollo.

– El lunes. -Valente le mostró las jarras: estaban llenas de café hasta la mitad-. ¿Con o sin azúcar?

– Sin.

– Igual que yo. Comparto tu amargura.

Elisa había sacado una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos que, por suerte, había metido en el equipaje para sus días de ocio en Suiza

– ¿De qué va todo esto? -indagó-. ¿Lo sabes?

– Ya te lo he dicho: un experimento sexual. Las cobayas somos nosotros.

– Hablo en serio.

– Yo también. Carecemos de intimidad y estamos obligados a mirarnos el culo mutuamente dentro de jaulas metálicas en una isla del Índico con temperatura tropical. A mí eso me suena a sexo. Por lo demás, sé lo mismo que tú. Pensé que Blanes estaba en Zurich y me llevé una sorpresa cuando me trasladaron aquí. Después me sorprendí aún más al saber que tú también venías. Ahora ya me he acostumbrado a las sorpresas: forman parte de la vida de isleño. -Levantó su jarra-. Por nuestra apuesta.

– No hay ya ninguna apuesta -dijo Elisa. Probó un sorbo de café y lo consideró excelente-. Estamos empatados.

– Ni lo sueñes. He ganado yo. Blanes me dijo ayer que tus ideas sobre la variable de tiempo local son ridículas, pero que estás demasiado buena para no ficharte, a lo cual no tuve nadar que objetar. Y ahora que ya cuento con conocimiento de causa, debo decir que no le falta razón.

Elisa empezó a devorar su sándwich.

– ¿Quieres decirme de una vez qué es lo que sabes? -preguntó.

– Solo sé que no sé nada. O muy poco. -Valente se zampó su comida de dos bocados-. Sé que tuve razón desde el principio, y que esto, sea lo que sea, es algo muy gordo… Tan gordo que no quieren compartirlo. Por eso han buscado a estudiantes como nosotros, ¿comprendes, querida? Nombres desconocidos que no empañen los suyos… En cuanto al resto, supongo que la reunión de las nueve y media servirá para rellenar nuestras lagunas de ignorancia. Pero te preguntaré, como Dios a Salomón: «¿Qué es lo quieres saber exactamente?».

– ¿Sabes qué se hace con la ropa sucia?

– Eso sí puedo decírtelo. La lavamos nosotros. Hay una lavadora en la cocina, una secadora y una tabla de planchar. También debemos hacer la cama y limpiar la habitación, lavar los platos y turnarnos para hacer las comidas. Y te advierto que las chicas tenéis trabajo extra por la noche, ya que debéis dedicaros a complacer a los hombres. En serio: el experimento de Blanes consiste en averiguar si la gente puede soportar la vida matrimonial sin perder la cordura… ¿Te vas a poner sujetador? Por favor… ¡Todas las chicas van con los pechos sueltos! Estamos en una isla, cariño.

Sin hacerle caso, Elisa entró en el baño y empezó a vestirse.

– Dime una cosa -dijo cuando se cerró la cremallera de los shorts-. ¿Voy a tener que soportarte durante todo el tiempo en esta isla?

– Son unos once kilómetros cuadrados contando con el lago, no te preocupes. Hay espacio suficiente para no vernos la jeta.

Ella regresó al dormitorio. Ric la miraba desde la cama sorbiendo café.

– Ya que he cumplido mi sueño de verte sin ropa, quizá sea hora de que te diga la verdad -comentó-. No fue Blanes quien me llamó el domingo, sino Colin Craig, mi amigo de Oxford. Yo era su candidato, ya me había elegido sin yo saberlo, por eso me estudiaron y vigilaron. También te estudiaron a ti como otra probable candidata, en este caso para Blanes, aunque él aún no te había elegido. Pero, al leer tu trabajo, no tuvo ninguna duda. -Sonrió ante la sorpresa que ella mostraba-. Tú eres la novia de Blanes.

– ¿Qué?

Divertido con la expresión de Elisa, Valente agregó:

– Que tenías razón, querida: la variable de tiempo local era la clave, y no lo sospechábamos.


Nubes como sacos repletos de grano ocultaban el sol y gran parte del cielo. Sin embargo, no hacía frío y la atmósfera era densa y pegajosa. Bajo aquel universo, el paisaje que se extendía ante sus ojos la fascinó: arena fina, palmeras pesadas, un horizonte de selva más allá del pequeño helipuerto y el mar grisáceo ciñéndolo todo.

Mientras caminaban hacia el segundo barracón, Valente le explicó que Nueva Nelson tenía forma de herradura abierta hacia el sur, donde se encontraban los arrecifes de coral, cerrando un lago de agua salada de unos cinco kilómetros cuadrados, de modo que podía afirmarse que la isla era un atolón. La estación científica se hallaba al norte, en el cinturón de tierra firme, y entre ella y el lago discurría una línea de selva, que era la que en aquel momento contemplaban.

– Podemos ir un día de excursión -añadió-. Hay bambú, palmeras y hasta lianas, y las mariposas merecen la pena.



Algo parecido a una alegría nunca antes experimentada inundaba a Elisa mientras caminaba por la arena. Y ello a pesar de las alambradas y el resto de construcciones, no precisamente a juego con aquel escenario natural: antenas parabólicas y verticales, casamatas de paredes portátiles y helicópteros. Tampoco le importaron los dos soldados que montaban guardia en las verjas, ni siquiera la irritante presencia de Valente, pequeña pero siempre molesta, como un grano. Supuso que su felicidad se debía a razones muy íntimas, quizá ancladas en su inconsciente. Era el sueño del Edén hecho realidad. Estoy en el paraíso, se dijo.

Tal sensación duró exactamente veinte segundos, el tiempo que pasó en el exterior.

Cuando penetró por la puerta del segundo barracón, que era más amplio, y se vio envuelta en luces artificiales, paredes, metálicas y cristaleras con marcos de acero que revelaban un comedor funcional, toda idea de paraíso se esfumó de su mente. Solo persistió su orgullo profesional al recordar las palabras de Valente: Mi solución era correcta.

– La estación científica también tiene forma de herradura, o más bien de tenedor -le explicó Ric dibujando en el aire-: el primer barracón es el más cercano al helipuerto, y alberga los laboratorios; el segundo es el brazo central y contiene la sala de proyección, el comedor y la cocina con la trampilla de acceso al la despensa; el tercero es el de los dormitorios. El brazo transversal corresponde a una especie de sala de control, o al menos así la llaman. Yo he estado solo una vez, pero quiero repetir, hay ordenadores de última generación y un acelerador de partículas de la hostia, un tipo nuevo de sincrotrón. Ahora nos dirigimos a la sala de proyección…

Señalaba una puerta abierta a la izquierda desde la que llegaban palabras en inglés. Hasta ese momento Elisa no había encontrado a nadie: suponía que el equipo no debía de ser muy numeroso. Cheryl Ross apareció de repente por aquellas puertas, en camiseta y vaqueros, pero manteniendo el mismo peinado e idéntica sonrisa que por la noche. Elisa se despidió del idioma castellano en cuanto la vio.

– Buenos días -dijo Ross en tono musical-. ¡Ahora mismo iba a buscaros! El jefe no quiere comenzar hasta que no estemos todos, ya lo conocéis… ¿Cómo ha sido tu primera noche en Nueva Nelson?

– He dormido como un tronco -mintió Elisa.

– Me alegro.

La sala semejaba el interior de un cine de hogar preparado para una decena de espectadores. Las butacas consistían en sillas dispuestas en hileras de tres. En la pared del fondo había una consola con un teclado de ordenador y en la opuesta una pantalla de unos tres metros de longitud.

Pero en aquel momento lo que más interesó a Elisa fue la gente: se levantaron haciendo un ruido espectacular con las sillas. Hubo una confusión de manos y besos en la mejilla cuando Valente la presentó como «la que faltaba». Obligada a pensar en inglés, Elisa se dejó arrastrar por los acontecimientos. Ya conocía de vista a Colin Craig, un tipo joven y atractivo, de pelo corto, gafas redondas y barbita rodeando la boca. Recordó que la hermosa mujer de largo pelo castaño era Jacqueline Clissot, pero ésta mantuvo las distancias y solo le tendió la mano. Quien no guardó ninguna distancia fue Nadja Petrova, la chica del pelo albino, que la besó afectuosamente y provocó risas intentando pronunciar «También soy paleontóloga» en castellano.

– Me alegro de conocerte -agregó en otra pirueta lingüística, y a Elisa le agradó mucho su esfuerzo por hablar en su idioma.

Valente, por su parte, montó una de sus típicas escenas para presentar a la otra mujer, flaca, madura; de rostro anguloso y arrugado, con una ostensible nariz salpicada de pecas. Depositó un brazo sobre sus hombros haciéndola sonreír con embarazo.

– Te presento a Rosalyn Reiter, de Berlín, amada discípula de Reinhard Silberg, graduada en historia y filosofía de la ciencia pero actualmente dedicada a un campo muy especial.

– ¿Cuál? -preguntó Elisa.

– Historia del cristianismo -repuso Rosalyn Reiter.

Elisa no modificó su tono de cortés alegría, pero estaba pensando en otra cosa. Contemplaba las caras de las personas con las que tendría que trabajar, y mientras tanto reflexionaba. Dos paleontólogas y una experta en historia del cristianismo… ¿Qué significa esto? En ese instante Craig señaló algo.

– Ya está aquí el Consejo de Sabios.

Por la entrada desfilaron David Blanes, Reinhard Silberg y Sergio Marini. Este último cerró la puerta tras de sí.

Aquel gesto hizo pensar a Elisa en una selección: los que vivirán en el paraíso y los expulsados; los admitidos a la gloria eterna y los que se quedarían en tierra. Los contó: eran diez, con ella incluida.

Diez científicos. Diez elegidos.

En el silencio que siguió todos ocuparon los asientos. Solo Blanes permaneció de pie frente a los demás, dando la espalda a la gran pantalla. Al ver cómo se agitaban los papeles que sostenía, Elisa casi creyó que soñaba.

Blanes estaba temblando.

– Amigos: hemos esperado a que todos los participantes en el Proyecto Zigzag estuvieran presentes para ofrecer las explicaciones que, sin duda, estaréis deseando escuchar… Me apresuro a deciros esto: los que nos encontramos hoy en esta sala podemos considerarnos muy afortunados… Vamos a contemplar lo que ningún ser humano ha visto jamás. No exagero. En ocasiones veremos cosas que ninguna criatura, viva o muerta, ha visto nunca desde el comienzo del mundo…

Un gélido torrente de escalofríos había dejado a Elisa paralizada.

Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado.

Se irguió en el asiento preparándose para introducirse, junto a sus nueve asombrados compañeros, en aquellas aguas desconocidas.

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