Dios mío, ¿qué hemos hecho?
ROBERT A. LEWIS,
copiloto del Enola Gay,
el avión que arrojó
la bomba sobre Hiroshima.
160 segundos.
Se hallaba recostado de espaldas. De vez en cuando abría los ojos y observaba la luz crecer en el sucio ventanuco envuelta en un rumor cada vez más tenue de lluvia. Calculaba que debían de ser cerca de las diez de la mañana, pero no podía saberlo con exactitud, porque su reloj-ordenador carecía de pila: se la había quitado aquella noche fiándose del científico, que le había asegurado que de esa forma evitarían un nuevo ataque.
Pobre imbécil.
Lo habían encerrado en una de las habitaciones del tercer barracón, bajo la custodia de un soldado: podía ver el borde del casco a través de la mirilla de la puerta. Se encontraba todo lo bien que le permitían las circunstancias, después de los «saludos» recibidos durante el arresto (le sangraban la nariz y la boca). Lo habían detenido dos jóvenes militares más aturdidos que él en el interior de la sala de proyección, mientras los científicos lanzaban gritos desgarradores. Claro está, se había rendido de inmediato.
Ahora Paul Carter se preguntaba cosas sobre su futuro.
No se hacía muchas ilusiones: sabía que Harrison lo mataría, antes o después. Eso si tenía suerte. Si no, lo mataría Zigzag. La cuestión no era qué, sino cómo y cuándo.
Pensó en trazar un plan, porque, aunque se sentía capaz de soportar la clase de muerte que le tuviese reservada Harrison, no le ocurría igual con la de Zigzag.
A lo largo de su vida creía haber visto todo cuanto un ser humano podía hacerle a otro, y sabía que las posibilidades eran más numerosas que los malos pensamientos. Sin embargo, Zigzag sobrepasaba cualquier límite, cualquier experiencia.
No había mentido a Harrison cuando éste se lo preguntó: ignoraba la mayor parte de las cosas relacionadas con Zigzag. Por mucho que había escuchado la explicación de Blanes, desdoblamientos y energías se le antojaban como hablar esperanto; solo los científicos podían conocer lo que ellos mismos habían creado. Tampoco había mentido al afirmar que había traicionado a Eagle por miedo: quien pensase que tipos como él estaban exentos de sentir temor, incluso mucho temor, se equivocaban.
Y desde que había entrado en la sala de proyección apenas cinco minutos después de salir de ella (en busca del estúpido cura), y contemplado lo que allí había, aquel temor había cristalizado en un pánico incontrolable.
Ponle un nombre: llámalo pánico, Impacto o acojonamiento.
Todo lo había visto a la luz de las cerillas que el cura le había escamoteado: las sillas y la pantalla destrozadas; sangre por las paredes y el suelo, como tras una explosión; el rostro de la mujer, o la mitad del cráneo, o lo que fuese, tirado como una máscara a sus pies; segmentos de su cuerpo rodeándolo… Sabía que aquello no era la obra de un loco, ni un crimen producido cinco minutos antes, sino la labor pausada, metódica, de alguna clase de criatura más allá de lo racional. Estaba tentado de creer en los demonios.
Por si fuera poco, los científicos aseguraban, con sus complicadas teorías, que aquel demonio podía proceder de él mismo. Eso le hacía temer, no ya solo por su vida sino por la de Kamaria y Saida, su mujer y su hija. ¿Quién sabía lo que podía ocurrirles si él sobrevivía?
Lo mejor era morir cuanto antes. O intentar huir. Escapar de Zigzag y de Harrison, si es que era posible escapar de ambos, y si -pensar esto le helaba la sangre- se trataba de amenazas diferentes.
Porque cada vez estaba más seguro de que Harrison se había vuelto loco.
Y era Zigzag quien lo había enloquecido. 104 segundos.
104 segundos
Se encontraba inquieto, pero no sabía bien por qué.
Había cesado de llover y la luz del sol pintaba el día entre las capas de nubes comenzando, como siempre, por el mar. A la luz le gustaba el mar. A Blanes le gustaban ambas cosas. Aquel espectáculo prodigioso, aquel mundo de ondas y partículas que formaban sonidos y colores, seres y objetos, se le ofrecía de repente ante sus cansados ojos como diciendo: «Contémplame, David Blanes. Mira qué simple es mi secreto».
No, no era simple, y él lo sabía. Se trataba de un enigma profundo y complejo, quizá excesivo para la capacidad de comprensión del cerebro humano. Aquel secreto lo abarcaba todo, desde lo más grande a lo más diminuto o sutil: Orión, los agujeros negros y los cuásares, pero también la intimidad de los átomos, las cuerdas subatómicas y (¿por qué no?) la razón por la que su hermano pequeño, su maestro Albert Grossmann y sus amigos Silberg, Craig, Jacqueline, Sergio y tantos otros habían muerto. Nada podía excluirse de la respuesta: si la física estaba destinada a conocer toda la realidad (él así lo creía), cosas como Zigzag, la muerte de su hermano, y los últimos minutos de Grossmann, Reinhard o Jacqueline, tenían que entrar también en la pregunta, en aquel Gran Acertijo que desde Demócrito a Einstein el ser humano se afanaba por resolver.
El viejo sabio reflexiona frente a la ventana: la ilusoria estampa le hacía sonreír con amargura. Recordó que, en la soledad de su casa de Zurich, acostumbraba meditar asomado a una ventana cerrada. Una vez Marini le había dicho que ese hábito se debía a que vivía demasiado dentro de su cerebro. Quizá tuviera razón, pero ahora las cosas eran distintas. Ahora su tarea no era otra que otear la verja a través del cristal para asegurarse de que Elisa y Víctor no fuesen molestados mientras descifraban la imagen del ordenador.
Todo iba bien por el momento, pero su inquietud no menguaba.
Aquel desasosiego no se parecía a ningún otro que hubiese soportado antes. ¿Quizá lo producía la posibilidad de que Elisa regresara y le dijera que él era Zigzag? No, ya había decidido que se quitaría de en medio en tal caso. Estaba seguro de que su malestar lo causaba algo más leve, un dato que había descuidado en sus reflexiones, una mínima variable que no había tenido en cuenta…
Mínima, pero, de algún modo, vital.
Su memoria se esforzaba en dar con ella. Grossmann llamaba al objetivo de una búsqueda «el trozo de queso». La memoria -aseguraba- era como una rata de laboratorio encerrada en un laberinto, y a veces los datos olvidados solo podían rastrearse con una facultad distinta de la inteligencia o el conocimiento. «Con el olfato, como la rata encuentra el queso en el laberinto.»
El olfato.
La cocina era una habitación pequeña, y el olor a cable quemado no se había desvanecido aún. El ataque de Zigzag a la pobre Jacqueline había carbonizado las conexiones de los electrodomésticos, él mismo lo había comprobado mientras escribía el mensaje para Elisa y Víctor en la servilleta…
Desvió la vista de la ventana y se quedó mirando aquellos cables.
Sí, era eso.
Zigzag había extraído energía de aparatos que no solo no estaban funcionando sino que no recibían electricidad. Carter y él habían desconectado la luz de aquella zona, pero Zigzag había «chupado» la energía como el vacío en un matraz arrastra el gas de un recipiente contiguo. Era la primera vez que hacía eso, que él supiera. Era como absorber energía de una linterna sin baterías.
Su mente se deslizó frenética, como un esquiador experto, por una ladera de cálculos. Si había aprendido a utilizar la energía potencial de máquinas desconectadas, entonces…
Cuatro helicópteros. Dos generadores. Rifles, pistolas. Radios, transmisores, teléfonos, ordenadores. Equipos militares…
Dios mío.
Un sudor helado lo bañó por completo. Si no se equivocaba, se encontraban en una trampa mortal. Toda la isla era una trampa. Zigzag podía extraer energía de casi cualquier cosa, así que ¿qué lo detendría? Su aparición se haría cada vez más frecuente y su área se extendería cada vez más, quizá a kilómetros de distancia, lo cual, a su vez, requeriría un mayor aporte de energía… ¿De dónde la sacaría entonces?
Los cuerpos. Los seres vivos. Cada ser vivo es una batería. Producimos energía. Zigzag la usará cuando su área se extienda y debilite. Eso significa…
Significaba que el siguiente ataque podía producirse en escasos minutos. Le tocaría a Elisa, Carter o él, pero el resto de los seres vivos de la isla perecería. De pronto aquella posibilidad matemática le parecía muy real. Si tenía razón, no solo ellos sino todos los que en aquel momento se encontraban en Nueva Nelson estaban en peligro. Debía avisar a Elisa, pero también tendría que hablar con Harrison. Debía…
– Profesor. -Una voz desconocida, cavernosa.
Se volvió y contempló la muerte en el rostro del individuo que lo encañonaba con la pistola con silenciador. No, ahora no. Antes debe saber…
– ¡Escuche…! -exclamó alzando las manos-. ¡Escuche, tiene que…!
A Blanes le alegró recibir la bala en el pecho. Ello le permitió pensar un instante más. Olvidó el dolor y el miedo, cerró los ojos y vio, aguardándolo en los confines de la negrura, a su hermanito. Se dirigió hacia él apresuradamente, sabiendo que sus labios le ofrecerían la respuesta a la Gran Pregunta de la vida.
100 segundos.
– La resolución ya es aceptable -dijo Elisa, y cargó la primera imagen.
Víctor, de pie tras ella, inclinado sobre su hombro, observaba la pantalla. Cada uno oía la respiración del otro y la suya propia formando un tenso dúo de jadeos. En la pantalla apareció con bastante nitidez la silueta de Ric sentado al ordenador, mutilada por el Tiempo de Planck.
– Dios mío -dijo Víctor tras ella.
Los objetos resaltaban también con claridad. Y aquel detalle… El pormenor que no lograba concretar -y que tanto la irritaba- se hallaba más presente que nunca.
De repente creyó saber qué era.
– Los controles… -Señaló la pantalla-. Mira esa hilera de luces. En nuestra consola están apagadas, ¿ves? -Indicó una serie de pequeños rectángulos en el teclado-. Son los detectores de recepción de imágenes telemétricas… Eso fue lo que noté antes. Ric hizo algo distinto de las otras veces: usó una transmisión por satélite…
– ¿De Nueva Nelson? ¿Por qué?
– Ni idea.
Era absurdo, pensaba Elisa. ¿Por qué complicarse la vida con una imagen telemétrica de la isla para abrir cuerdas del pasado reciente, cuando tenía a su disposición una decena de vídeos en directo? Solo había una posible explicación.
La imagen que le interesaba no procedía de Nueva Nelson.
Pero, entonces, ¿de dónde?
Por un instante el pánico la inmovilizó. Las posibilidades de época y lugar eran casi infinitas dentro del área del pasado reciente, y ello significaba que la persona que había dado origen a Zigzag podía encontrarse en cualquier sitio del planeta.
En la pantalla, la imagen había saltado a la siguiente cuerda abierta: Ric y Rosalyn aparecían de pie, a la izquierda, y lo que él había estado contemplando quedaba ahora despejado y nítido. Elisa abrió el zoom y lo centró en la pequeña área del ordenador de Ric. Contuvo el aliento mientras se definían los contornos. La nueva imagen apareció encuadrada en la pantalla.
La más inesperada de todas.
94 segundos.
Un ruido le hizo abrir los ojos. Se dio cuenta de que el casco del soldado que lo custodiaba había desaparecido de la mirilla. Cuando se incorporó, la puerta de la habitación se abrió y el cañón humeante de una pistola con silenciador apuntó a su cabeza. Vio las botas del soldado caído en el corredor y alzó las manos mirando al individuo que sostenía la pistola.
– ¿Sabes quién soy? Mírame a los ojos, Carter…
Aquella voz deformada y hueca le impresionó mucho más que el arma con que le apuntaba. Casi por primera vez en su vida, Paul Carter no supo qué responder.
– ¿No me reconoces? -dijo aquella voz-. Soy Jurgens.
Tragó saliva. ¿Jurgens? Ató cabos mentalmente a frenética velocidad y creyó comprender lo que sucedía. El hecho de comprenderlo no atenuó su miedo, pero al menos fue capaz de reaccionar. Intentó reunir calma y hablar con tranquilidad. Ante todo, no lo pongas nervioso.
– Oiga, escuche… Baje la pistola y deje que le diga algo…
– Soy tu muerte, Carter.
– Escuche… «Jurgens» es una clave… -Carter trataba por todos los medios de no apresurarse, de pronunciar cada palabra con exquisita claridad y calma-. Por Dios, ¿no lo recuerda? «Jurgens» es la clave que usamos en Eagle para indicar que algo debe ser solucionado por cualquier medio… ¡No es una persona, Harrison, es una clave…!
Pero la horrible mueca que vio en la cara de Harrison le hizo saber que no le escuchaba. Ya no es Harrison: es algo que ha producido Zigzag.
– ¿Es que no me ves? -Harrison gruñó con aquella voz forzada-. ¡Mira mis ojos, Carter…! ¡Mira mis ojos…!
Y disparó.
54 segundos.
Víctor hablaba atropelladamente a su espalda.
– Debe de ser una imagen del pasado… Hay… signos de apertura de cuerdas temporales, ¿verdad?
Se trataba de un paisaje campestre, pero evidentemente no era Nueva Nelson. En el margen derecho parecía discurrir un río pequeño. En la parte superior, sobre unas piedras, al pie de un árbol (pero no cubiertos por éste), había tres pequeñas siluetas blancas y en la inferior una grande y oscura. Pese a las irregularidades producidas por el Tiempo de Planck, Elisa reconoció en la silueta grande a un hombre corpulento, de pie junto a la orilla del riachuelo. En la mano llevaba algo que ella no distinguía (¿un sombrero?, ¿una gorra?), y junto a él, sobre la hierba, una vara larga y una especie de cesta le hicieron pensar en útiles de pesca.
Las otras tres figuras poseían tamaños y complexiones diferentes. Elisa dirigió el zoom hacia ellas y aumentó otro treinta por ciento.
A juzgar por el cabello de una, largo y negro, podía tratarse de una niña. La niña y uno de los niños aparecían en un color sepia uniforme, lo cual indicaba que podían estar desnudos. El otro chico llevaba ropa, pero escasa, quizá camiseta y pantalón corto, Elisa no podía estar segura. Además, no era su vestuario lo que le llamaba la atención, sino su postura: semejaba haber caído sobre las rocas. Tenía los pies más elevados que la cabeza, como si la foto hubiese sido hecha en el momento de caer. Y el gesto de los brazos de su compañero indicaba… Elisa lo comprendió de repente.
– Uno de los chicos parece haber empujado al otro… Debe de ser un recuerdo de Ric.
Sus pensamientos eran un torbellino. De repente las cosas empezaban a encajar con la personalidad del Ric Valente que ella había conocido. Marini se equivocó. Supuso que Ric se había arriesgado, pero en realidad no lo hizo. Ric era ambicioso, pero también cobarde. Tenía miedo de usar los vídeos de gente dormida debido a las consecuencias del desdoblamiento, y optó por otra escena, una de su propio pasado, que consideraría «inocente», trivial… Pero ¿cuál? Llevaba un diario detallado desde niño, me lo dijo… De él pudo sacar los datos de hora y lugar…
– ¿Un recuerdo de…? -murmuró Víctor junto a su oído. El cambio que advirtió en su tono de voz hizo que Elisa dejase un instante de mirar la pantalla para observarle. El rostro de Víctor presentaba una abrumadora palidez. En los sucios cristales de sus gafas se reflejaba la pantalla del ordenador, y Elisa no podía verle los ojos.
De pronto ella misma creyó recordar una remota conversación. ¿No me contó Víctor algo semejante hace años…? La pelea por aquella chica inglesa de la que se había enamorado… Ric lo empujó y…
Volvió a mirar a la pantalla y se fijó en otra cosa: la imagen del chico caído sobre las rocas era menos nítida que las demás. Parecía haber sombras rodeándola.
Sombras.
Notaba la boca seca, y pulsaciones febriles en las sienes. Sus ojos se dilataron.
Se volvió lentamente, pero Víctor ya no estaba junto a ella: había retrocedido temblando hacia la pared y la expresión de su rostro era la de aquel que comprueba, de manera inequívoca, que no hay otra vida más allá de la tumba.
– Mátame, Elisa -sollozó-. Te lo suplico… Yo no… no podría hacerlo. Mátame tú, por favor…
– No…
Víctor dejó de implorar para lanzar un grito donde se mezclaban el terror y la decisión:
– ¡Elisa! ¡Hazlo antes de que eso vuelva…!
Ella siguió negando con la cabeza sin decir nada, solo negando.
En ese instante la puerta se abrió.
Al principio Elisa no reconoció a Harrison: tenía sangre en las manos y la ropa y su rostro se hallaba desencajado, rojizo, con los ojos fuera de las órbitas.
– Míralo… -Apuntaba a Víctor con la pistola, pero se dirigía a ella. En las comisuras de sus labios destellaba la espuma-. Míralo morir, puta.
– ¡No! -gritó Elisa, al tiempo que otra voz en su interior gritaba, desesperada: ¡Mátalo! ¡Mátalo!
Su grito quedó sofocado por el repentino zumbido de los aparatos a su alrededor. El suelo pareció vibrar como ante la llegada de un seísmo. De la pantalla de los ordenadores saltaron chispas y un olor acre llenó el aire.
Tras unos cuantos segundos de sorpresa, Harrison disparó.
Y todo cesó.
? segundos.
Fue como si se quedara sorda. Sin embargo, lanzó un grito y se oyó a sí misma. También sentía la silla junto a sus nalgas, y palpaba la mesa y el teclado.
Víctor y Harrison seguían en la misma posición, el primero aguardando la bala y el segundo apuntándole, pero sus figuras habían cambiado: un corte longitudinal atravesaba las mejillas de Víctor de lado a lado y todo su vientre era un hueco rojizo por el que se vislumbraba la columna vertebral; Harrison había perdido parte de un brazo y las facciones.
Y en medio de ambos, casi en el punto central, un insecto paralizado. Elisa lo contempló horrorizada. La bala. No ha llegado a tiempo, Dios mío.
Retrocedió y empujó la silla sin lograr moverla. Al apoyar los dedos en las teclas del ordenador ninguna se hundió, como si se tratara de rugosidades simétricas labradas en una piedra. Algo en ella también era distinto: estaba desnuda por completo.
El sudor le cubrió la cara.
Sabía dónde se encontraba. Sabía en manos de quién.
Seguía estando en la sala de control, pero con ciertas diferencias. Era como una habitación decorada por algún artista del surrealismo. En la pared de su derecha habían aparecido extrañas aberturas en forma de elipse a través de las cuales podían divisarse las alambradas y la playa. De allí venía la luz. Todo lo demás era oscuridad.
Y sentía algo más. No hubiese sabido decir cómo, porque no lo veía, pero lo percibía de alguna forma.
Zigzag. El cazador.
Su mente, abrumada por el pánico, se disgregó: parte de sus pensamientos racionales flotaron hacia la superficie y se mantuvieron coherentes y observadores; el resto se hundió en las profundidades de su ser más indefenso, en el recuerdo de sus terrores y fantasías de los últimos años.
Se acercó a la pared que daba al exterior mientras lo miraba todo con aquel sentimiento dual de horror maravillado. Puedo pensar, sentir, moverme. Soy yo, pero estoy en otro lugar. Recordó que días antes, o un milenio antes (no lograba concretarlo) había hablado a sus alumnos de Alighieri acerca de la posibilidad de contacto entre distintas dimensiones (puse una moneda en la transparencia). Ahora se hallaba metida en el ejemplo práctico más inconcebible que hubiese podido imaginar.
Tocó la pared: era sólida. Por allí no había salida. Pero una de las aberturas era muy amplia y se hallaba casi a ras del suelo. Tendió la mano sin notar nada.
Durante un instante titubeó. La idea de escapar atravesando uno de aquellos agujeros se le hacía, en cierto modo, nauseabunda, como caminar bajo tierra.
Entonces se fijó en la abertura de la cámara del generador. Era un agujero enorme y elíptico en mitad de la puerta. Comprendió que, gracias a él, Rosalyn había penetrado en la cámara huyendo de Zigzag y tocado el generador, recibiendo la descarga después de que Zigzag la atacara. Si Rosalyn había pasado al otro lado a través de uno de aquellos agujeros, ella también podía intentarlo.
Fuera como fuese, no iba a quedarse allí dentro aguardando a que él decidiera atacar.
Alzó una pierna, luego la otra. Procuró no apoyarse en los bordes del agujero, pese a que eran completamente lisos. Salió afuera.
No oía el mar, ni el viento, ni siquiera sus propios pasos. Tampoco sentía la tibieza del sol sobre su piel, aunque estaba desnuda. Eva en el paraíso. Era como caminar por un decorado, una naturaleza virtual. La luz del sol, sin embargo, seguía alcanzando sus retinas con normalidad. Supuso que la explicación residía en la teoría de la relatividad, que afirmaba que la velocidad de la luz era una de las constantes absolutas del universo físico. Incluso en la cuerda de tiempo la luz se desplazaba de la misma forma inalterable.
En su camino se extendía un agujero de materia en el suelo, de gran tamaño, un foso de paredes poliédricas pero limpias, con la tierra perfectamente aglomerada por capas. Mientras lo rodeaba miró hacia abajo.
Y se detuvo.
En el fondo, a unos diez metros de la superficie, yacía una figura.
Lo reconoció de inmediato. Olvidándose de todo, incluso de su propio miedo, se agachó en el borde. Veía su cabeza, su rostro anguloso mezclado con la tierra, enhebrado con ella, fosilizado, convertido en materia porosa, como la raíz de un árbol. Un tubérculo blancuzco encerrado en la oscuridad de una prisión eterna. Ha estado en la isla todo este tiempo. Cayó por un agujero de materia al intentar escapar de Zigzag esa noche. Pero ya había muerto, o así parecía. Así lo deseó ella, por su bien.
No fue culpable.
Ric Valente la miraba desde el abismo con sus órbitas huecas. De pronto, una brutal sensación de alarma le hizo volver la cabeza.
Zigzag se hallaba tras ella.
Tan solo el hecho de verlo la dejó aturdida. Los años de terror, las pesadillas, el nido de repugnantes alimañas que había ido creciendo en su subconsciente, todo se quebró en su interior y el contenido rebosó hasta anegarla.
Solo una cosa le impidió enloquecer en ese momento: el dolor lancinante que experimentó en el muslo izquierdo. Se retorció en el suelo chillando como una niña y contempló cinco surcos simétricos y paralelos en la parte central del muslo. No sangraban. Su sangre aún no había tenido tiempo de brotar, pero parecían cortes profundos.
Zigzag ni siquiera había necesitado tocarla: ahora comprendía lo dueño que era de la situación. Todo lo que le rodeaba no representaba ni el más mínimo obstáculo para él. Era capaz de destrozarla a voluntad. El tormento que sentía le hizo pensar cómo sería morir a manos de aquella criatura.
Se puso en pie y trastabilló, volvió a caer, apoyó las manos y se incorporó otra vez. Corrió sin mirar atrás, cojeando. Intuyó que eso era lo que él deseaba. Quiere que siga huyendo. El pensamiento de que Zigzag no quería atraparla aún la horrorizaba.
Cruzó la verja y continuó hacia la playa sin que sus pies descalzos dejaran huella alguna en la arena. Esquivó sin demasiada dificultad los agujeros de materia en el suelo. La idea de caer en alguno y quedar atrapada (¿dónde?, ¿a cuántos kilómetros de profundidad antes de que los átomos regresaran a rellenar el vacío?) le daba pánico.
Al llegar a la playa abrió la boca.
Le pareció estar viendo a Dios.
El mar se hallaba inmóvil. Su tiempo había cesado en el instante de volcar una ola hacia la orilla. La ola formaba una trinchera oblonga de ladrillo verde coronada por una alambrada de nieve y horadada de incontables grutas. Otra ola había quedado petrificada en el momento de retirarse.
¿Adónde iría ahora? Se detuvo y reunió fuerzas para mirar atrás.
No vio a Zigzag.
Pese a ello, siguió avanzando: pisó la ola y no notó especial diferencia con la arena. Caminó por ella sorteando un agujero de materia y llegó hasta la pared curva de la ola levantada. Tocó la espuma que se alzaba hasta su pecho pero tuvo que retirar la mano con una mueca de dolor. Advirtió pinchazos en la palma. También sentía dolor en la planta de los pies. Razonó que, al aglomerarse en espacios más reducidos que en la materia sólida, los átomos otorgaban al agua una textura de vidrio roto. El mar, en el mundo de Zigzag, podía desangrarla.
La ola no tenía mucha altura, pero intentar escalarla sería como introducirse desnuda en un zarzal. Además, ¿adónde iría? En el horizonte advertía fosas de diámetro enorme. Le pareció atisbar una tan grande como la propia isla, y en su superficie, colgados del vacío, cuerpos de criaturas negras (¿delfines?, ¿tiburones?) disecadas en medio de la natación. A su alrededor se extendía la rugosidad del océano paralizado, con aquellas crestas que cortarían su carne como navajas de afeitar. Jadeando, retrocedió hacia la orilla y comprobó que la arena tampoco era segura. No se deformaba bajo sus pies: era como pisar una lámina de acero arrugada. Las dunas la herían con su delgado filo. En el cielo, las nubes eran aros de humo blanco o puntos dispersos, y la línea esmeralda de la selva semejaba un ejercicio de papiroflexia mal recortado. Comprendió lo que ocurría. El área de la cuerda de tiempo se ha ampliado. Pero eso requiere mucha energía. Quizá se debilite.
No sabía adónde dirigirse, y tampoco si merecía la pena dirigirse a algún sitio. Cayó de rodillas en aquella arena de acero, gimiendo de dolor debido a la herida en el muslo. Esperó. ¿Aguardaría su llegada? ¿O bien existía alguna forma de librarse de él, o de abreviar su propio final?
Sabía cuál era la única posibilidad que le quedaba, pero le repugnaba desearla.
Acurrucada sobre la arena, intentaba pensar frenéticamente. El área se ha expandido tanto que necesitará más energía para sostenerse… Quizá la extraiga de los seres vivos. Sintió una leve esperanza: Cuando consuma toda la energía a su alrededor tendrá que parar, aunque sea un instante, y entonces la bala…
Pero no se atrevía a desear salvarse a costa de eso…
Y sin embargo, mientras lo pensaba, lo estaba deseando.
Alzó la vista y supo que ya era demasiado tarde: llegaba su turno.
Zigzag se movía con ligereza. No parecía caminar sino ser impulsado por un viento imperceptible. Elisa lo contempló con la fascinación con que se contemplan las cosas que van a causar la muerte.
Se preguntó si tendría conciencia, si sentía algo, si experimentaba alguna emoción o era capaz de reaccionar con inteligencia ante las situaciones. Concluyó de repente que no era así. Ni siquiera creía que fuese capaz de obtener placer ante la satisfacción de sus deseos de destrucción, o siquiera de poseer tales deseos, o algo similar a un deseo. Viéndolo, Elisa tuvo la certeza de que Zigzag se hallaba más allá de la frontera entre lo vivo y lo inanimado. No era un objeto, pero desde luego tampoco una criatura. Hasta su mero movimiento le pareció una ilusión. Decidió que no era cierto que estuviese «acercándose» de ninguna forma a ella. Eso era lo que sus ojos le hacían creer, pero Zigzag no se desplazaba: estaba ya allí, con ella, frente a ella, solos e inmóviles los dos en el interior de la cuerda. En cuanto a su voluntad, tenía la misma que podía tener un imán frente a una plancha de hierro. No se trataba de voluntad, sino de un fenómeno físico.
El resto era su furia.
Una furia pura, sin un antes ni un después, sin desarrollo ni evolución, de una intensidad que el ser humano no conocía ni había conocido nunca. No creyó que hubiese inteligencia ni voluntad tras aquella furia: simplemente, Zigzag era eso. En él, apariencia y esencia eran lo mismo.
Elisa nunca había visto ni imaginado nada semejante, salvo en las pesadillas, donde la maldad y el miedo podían encarnarse y tomar forma. Señor Ojos Blancos. No le sorprendió que Jacqueline lo hubiese llamado «diablo». Se sintió incapaz de definir, entender o soportar el aura de perversión casi simbólica, el odio y la locura que emanaban de cada centímetro de su aspecto, la crueldad inhumana que destilaba todo su ser. David tenía razón: está atrapado en un sentimiento puro. Es algo que destruye. Solo hace eso. Solo puede hacer eso.
En cuanto a su horripilante aspecto físico, Elisa sabía que se debía a la misma causa que provocaba pozos en el mar y lepra en la Mujer de Jerusalén. El desplazamiento de materia lo mutilaba, arrancando a medias sus facciones, borrando sus pupilas en las órbitas blancas y amputando uno de sus antebrazos y parte del tronco, como si hubiese sido mordisqueado y escupido por un depredador. Su postura, con brazos y piernas separados y ligeramente flexionados, era una réplica de la que, sin duda, había adoptado al caer por las rocas, después de que Ric lo empujara.
Sin embargo, mientras lo contemplaba, y aunque creía que iba a enloquecer si no apartaba los ojos de él, comprendió algo más.
Pensó en Víctor, en su espantoso sufrimiento cuando descubrió a la chica de quien creía estar enamorado (su amor infantil) en brazos de su mejor amigo; en todo lo que había cruzado por su alma de chaval durante fracciones de segundo, mientras su cerebro se sumía en la inconsciencia del golpe: la rabia, el deseo, la venganza, el sadismo, la impotencia al ver que el mundo se desmorona por primera vez a tu alrededor… Ric quiso acudir a un recuerdo «inocente», pero ¿qué encontró?
Supo que, desprovisto de todo aquel horror, Zigzag quedaría reducido a lo que de verdad era, lo que había sido, lo que hubiese sido si el tiempo no lo hubiese aislado en un instante terrible. Ahora que lo veía de cerca, podía intuir su verdadera naturaleza tras las gruesas capas de rabia paralizada.
Zigzag era un niño de once años.
0,0005 segundos.
Víctor corría por la orilla del río aquella mañana de verano en Ollero. Ric y Kelly habían desaparecido, pero sospechaba dónde podía encontrarlos: sobre el montículo de piedras, en el lugar que Ric y él llamaban el Refugio. Incluso habían pensado hacer una cabaña allí.
De repente se detuvo.
¿Hacia dónde corría de esa manera? ¿Qué había estado haciendo momentos antes? Recordaba vagamente que se hallaba junto a Elisa mirando algo. También recordaba el cabello negro de Kelly Graham, y lo parecidas que eran Elisa y Kelly en su memoria. Y el instante en que descubrió a Ric y Kelly desnudos bajo el pino, justo donde habían planeado construir aquella cabaña. Y lo que sintió al verla arrodillada frente a Ric, tocándole (ya sabía lo que era eso: lo había visto en las revistas que Ric coleccionaba), y lo que Ric le dijo. ¿No quieres participar, Vicky Lo-opera? ¿No quieres que ella te lo haga, Vicky? La mirada de Ric y, sobre todo, la de Kelly. La mirada de Kelly Graham mirándole con sus ojos gatunos.
Todas las chicas, absolutamente todas, sin excepción, miran así.
Los mismos labios que le habían sonreído tantas veces besaban ahora los genitales desnudos de Ric: eso merecía el insulto que le lanzó y otros peores. Insultar (lo descubrió entonces) tenía algo que era como un vicio: gritabas hasta quedar afónico, llorabas, sentías que querías destrozar el mundo, y todo eso te impulsaba a gritar más, a seguir injuriando. ¡Oh, si el mundo fuese el cuerpo de una chica o los genitales de Ric…! ¡Oh, si la rabia durase para siempre! Desearías gritar hasta que los gritos vaciaran de contenido aquellas sonrisas y miradas, gritar para siempre, hasta el fin de tu último día, con la boca bien abierta, mostrando los dientes…
Pero no estaba en Ollero, ni corría hacia ninguna parte. Se hallaba en el interior de una sala grande y muy calurosa. ¿Qué era aquello? ¿El infierno? ¿Y por qué se encontraba él (precisamente él) en aquel espantoso lugar? No es justo.
La rabia le nubló. Quiso explicarle a quienquiera que hubiese hecho aquello cuán injusto era. Cierto, él se había propasado. Había querido, durante una fracción de segundo, o quizá algo más (pero no tanto como para que a la naturaleza le importase), había deseado con todas sus fuerzas comérselos vivos a ambos, joderlos, cortarles la cabeza y follarlos por el agujero, como decía Ric, a ella sobre todo, a ella más que a él, por el engaño, por ser tan despreciable, tan hermosa, tan semejante a esas chicas depiladas, con ropa interior negra, de las revistas de Ric que se arrodillaban delante de los hombres como perritas.
Pero, seamos sinceros, todo eso había sucedido más de veinte años antes, y las consecuencias no habían sido otras que un buen coscorrón, unas horas dormido a pierna suelta en el hospital, una cicatriz en la mollera, mucha preocupación por parte de su familia y un final feliz. Ric no se había movido de su lado durante aquellas horas y cuando él despertó se echó a llorar y le pidió perdón. En cuanto a Kelly, ya la había olvidado. Fue un incidente entre chiquillos. ¿Qué edad tenían? Apenas once o doce años…
No es justo. La vida estaba mal hecha si cosas como aquélla podían convertirse, con el paso del tiempo (¿ésa era la expresión?), en cavernas tan oscuras. ¿Dónde estaba la justicia en una naturaleza que no perdonaba? Él ya había perdonado a Kelly y a todas las chicas del mundo. Había perdonado a todas las mujeres. El resto se llamaba «trauma», pero hacía años que había aprendido a convivir con eso: vivía solo, y pese a todo lo que Elisa le gustaba y los deseos que experimentaba por ella, no se atrevía a dejar pasar dentro de su corazón a ninguna mujer. Ric y él se hallaban distanciados. ¿Qué más debía hacer para expiar su culpa? ¿Acaso a Dios le importaban tanto todas y cada una de las palabras y emociones que se dicen o sienten durante unos cuantos segundos salvajes?
Y de pronto creyó comprender que, en efecto, así era.
La piedra golpea la superficie y las ondas crecen. ¿No era ésa la raíz del pecado original, la falta primera, la Única Falta? Un error cometido hace mucho tiempo, una mancha al comienzo que enturbia el agua del paraíso y arrastra consigo a tantos inocentes. Sospechó que muy pocos contaban con aquella sabiduría. Él era un privilegiado: Dios le mostraba de qué manera los círculos de los errores transforman la faz del mundo al extenderse.
En realidad, lejos de encontrarse en el infierno, estaba en el paraíso. Antes tendría que atravesar por el purgatorio de recibir un balazo en la frente, pero eso sucedería muy pronto: ya veía la bala venir hacia él. Comprendió que solo su muerte podría terminar con todo. La clave residía en morir antes que Blanes, Elisa y Carter. Morir.
Sintió una repentina felicidad. Estaba haciendo realidad un sueño íntimo, su sueño más profundo: dar su vida para salvar la de Elisa.
Exactamente eso.
¿Qué otro paraíso podía desear?
Sonrió mientras su amigo Ric lo empujaba. Cayó sobre las rocas, sintió el golpe y luego vino la paz.
0 segundos.
La luz la cegó de repente. Apartó los ojos del sol, parpadeando. Estoy viva.
Vio el cielo, nubes como el humo de incendios remotos, el mar rugiente, la tierra bajo su espalda, la camiseta que la cubría. El agudo dolor en el muslo se incrementó, y notó la presencia de un líquido tibio deslizándose por la herida. Se estaba desangrando. Moriría pronto. Pero tales sensaciones eran pruebas más que suficientes de que aún seguía viva. Estoy viva.
Le dio la bienvenida a la sangre.