Cuando el peligro nos parece leve, deja de ser leve.
FRANCIS BACON
Madrid,
11 de marzo de 2015,
11.12 h
Exactamente seis minutos y trece segundos antes de que su vida diera un horrible y definitivo vuelco, Elisa Robledo estaba haciendo algo banal: impartía a quince alumnos de segundo curso de ingeniería una clase optativa sobre las modernas teorías de la física. En modo alguno sospechaba lo que estaba a punto de ocurrirle, porque, a diferencia de tantos estudiantes y no pocos profesores, para quienes aquellos recintos podían llegar a resultar temibles, Elisa se sentía más tranquila en un aula que en su propia casa. Le había ocurrido así en el anticuado colegio en el que había hecho el bachillerato y en la desnuda clase de facultad de la carrera. Ahora trabajaba en las modernas y luminosas instalaciones de la Escuela Superior de Ingeniería de la Universidad Alighieri en Madrid, un centro privado de lujo cuyas aulas contaban con amplios ventanales, hermosas vistas del campus, espléndida acústica y olor a maderas nobles. Elisa hubiese podido quedarse a vivir en un sitio como aquél. De forma inconsciente suponía que nada malo podía ocurrirle en un lugar así.
Se equivocaba por completo, y le quedaban poco más de seis minutos para comprobarlo.
Elisa era una profesora brillante rodeada de cierta aureola. En las universidades existen profesores y alumnos sobre los cuales se tejen leyendas, y la enigmática figura de Elisa Robledo había dado pie a un misterio que todos deseaban descifrar. En cierto modo, el nacimiento del «misterio Elisa» era obligado: se trataba de una mujer joven y solitaria, de largo y ondulado pelo negro, con un rostro y un cuerpo que no hubiesen desentonado en la portada de ninguna revista de belleza, pero al mismo tiempo poseedora de una mente analítica y una prodigiosa capacidad para el cálculo y la abstracción, cualidades tan necesarias en el frío mundo de la física teórica, donde gobiernan los príncipes de la ciencia. A los físicos teóricos se los miraba con respeto, y hasta con reverencia. Desde Einstein a Stephen Hawking, los físicos teóricos eran la imagen aceptada y bendecida de la física para el vulgo. Aunque los temas a los que se dedicaban eran abstrusos y poco menos que ininteligibles para la gran mayoría, causaban mucha sensación. La gente solía considerarlos el prototipo del genio frío y huraño.
Sin embargo, no había ninguna frialdad a este respecto en Elisa Robledo: en ella todo era pasión por enseñar, y eso cautivaba a sus alumnos. Por si fuera poco, era una excelente profesional y una colega amable y solidaria, siempre dispuesta a ayudar a un compañero en apuros. En apariencia, no había nada extraño en ella.
Y eso era lo más extraño.
La opinión general era que Elisa resultaba demasiado perfecta. Demasiado inteligente y valiosa, por ejemplo, para trabajar en un insignificante departamento de física cuya asignatura era considerada prescindible para el alumnado empresarial de Alighieri. Sus compañeros estaban seguros de que habría podido conseguir cualquier otra cosa: una plaza en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, una cátedra en una universidad pública o un puesto de importancia en algún centro prestigioso del extranjero. En Alighieri, Elisa parecía desperdiciada. Por otra parte, ninguna teoría (y los físicos son muy dados a ellas) lograba explicar satisfactoriamente el hecho de que a sus treinta y dos años de edad, casi treinta y tres (los cumpliría al mes siguiente, en abril), Elisa siguiera sola, sin grandes amigos, en apariencia feliz, como si hubiese obtenido lo que más deseaba en la vida. No se le conocían novios (tampoco novias) y sus amistades se limitaban a sus compañeros de trabajo, pero nunca compartía con ellos su ocio. No era presuntuosa, ni siquiera presumida, a pesar de su poderoso atractivo, que solía incrementar con una curiosa gama de prendas de diseño ceñidas que le otorgaban una imagen bastante provocativa. Pero en ella aquellos atuendos no parecían destinados a llamar la atención o atraer a la legión de hombres que se volvían a su paso. Solo hablaba de su profesión, era cortés y siempre sonreía. El «misterio Elisa» resultaba insondable.
En ocasiones, algo en ella causaba inquietud. No era nada concreto: quizá una forma de mirar, una luz perdida al fondo de sus pupilas castañas o el poso de sensaciones que dejaba en su interlocutor tras un breve intercambio de palabras. Era como si ocultara un secreto. Los que más la conocían -su colega el profesor Víctor Lopera; Noriega, el jefe del departamento- pensaban que quizá era preferible que Elisa nunca revelara aquel secreto. Hay personas que quizá no hayan representado nada en nuestra vida y de las que podemos albergar tan solo un par de recuerdos sin importancia, pero que, por una u otra razón, resultan inolvidables: Elisa Robledo era una de ellas, y todos deseaban que continuara siéndolo.
Una notoria excepción era Víctor Lopera, también profesor de física teórica en Alighieri y uno de los escasos verdaderos amigos de Elisa, que a veces se veía asaltado por la urgente necesidad de desentrañar su misterio. Víctor había experimentado varias tentaciones al respecto, la última el año anterior, en abril de 2014, cuando el departamento decidió dar a Elisa una fiesta sorpresa por su cumpleaños.
La idea había partido de Teresa, la secretaria de Noriega, pero todos los miembros del departamento se apuntaron, incluso algunos alumnos. Pasaron casi un mes preparándola, entusiasmados, como si la consideraran la manera idónea de penetrar en el círculo mágico de Elisa y tocar su evanescente superficie. Compraron velitas con el número treinta y dos, tarta, globos, un gran oso de peluche y algunas botellas de cava que aportó generosamente el jefe. Se encerraron en la sala de profesores, la decoraron con rapidez, corrieron las cortinas y apagaron la luz. Cuando Elisa llegó a la facultad, un oportuno conserje le indicó que había «reunión urgente». Los demás aguardaban en la oscuridad. Se abrió la puerta y la silueta de Elisa, titubeante, quedó dibujada en el umbral con su rebeca corta, su pantalón ceñido y su largo pelo negro. Entonces estallaron los aplausos y risas y se encendieron las luces mientras Rafa, uno de sus «aventajados alumnos», grababa el desconcierto de la joven profesora con una de esas cámaras de vídeo de última generación, apenas mayor que sus propios ojos.
La fiesta, por lo demás, fue breve y no sirvió ni mucho menos para penetrar en el «misterio Elisa»: hubo palabras emocionadas de Noriega, se oyeron las canciones usuales y Teresa agitó frente a la cámara una jocosa pancarta pintada por su hermano, que era dibujante, con las caricaturas de Isaac Newton, Albert Einstein, Stephen Hawking y Elisa Robledo compartiendo trozos del mismo pastel. Todo el mundo tuvo oportunidad de mostrar a Elisa su cariño y hacerle saber que la admitían de buen grado sin pedirle nada a cambio, salvo que continuara siendo el tentador misterio al que ya se habían acostumbrado. Elisa estuvo, como siempre, perfecta: con el grado justo de asombro y felicidad pintado en el rostro, hasta con cierta dosis de emoción ribeteando sus ojos. Contemplada en la grabación, con su espléndida forma física dibujada por la rebeca y el pantalón, habría podido pasar por una alumna más, o quizá la madrina de honor de algún gran acontecimiento…, o una estrella del porno con su primer Oscar en la mano, como susurraba Rafa a sus amigos en el campus: «Einstein y Marilyn Monroe por fin unidos en una sola persona», decía.
Sin embargo, un observador atento habría percibido en aquella grabación algo que no encajaba: el rostro de Elisa al principio, en el momento en que se encendieron las luces, era otro.
Nadie se fijó bien en este detalle porque, a fin de cuentas, a nadie le interesaba profundizar en las imágenes de un cumpleaños ajeno. Pero Víctor Lopera había sido capaz de percatarse del fugaz aunque importante cambio: cuando la habitación se iluminó, las facciones de Elisa no mostraban el aturdimiento propio de la persona sorprendida sino una emoción más compleja y violenta. Por supuesto, todo terminó en cuestión de décimas de segundo, y Elisa volvió a sonreír y a ser perfecta. Pero durante aquel mínimo lapso su belleza se había disuelto en otra clase de expresión. Los que vieron la grabación, salvo Lopera, se reían del «gran susto» que se había llevado. Lopera notó algo más. ¿Qué? No estaba seguro. Quizá desagrado ante lo que su amiga había considerado una broma sin gracia, o la irrupción de una timidez extrema, u otra cosa.
Quizá miedo.
Víctor, hombre inteligente y observador, fue el único que se preguntó qué era lo que había esperado encontrar Elisa en aquella habitación a oscuras. Qué clase de «gran susto» había pensado que le aguardaba en un principio, antes de que las luces se encendieran y se oyeran las risas y palmadas, en aquel lugar en sombras, aquella remota, bellísima, perfecta profesora Robledo. Hubiese dado cualquier cosa por saberlo.
Lo que estaba a punto de ocurrirle a Elisa aquella mañana en la clase, lo que iba a sucederle en apenas seis minutos en aquel recinto pacífico y clausurado, hubiese podido aportar más pistas a la curiosidad de Víctor Lopera, pero por desgracia éste no se hallaba presente.
Elisa se esforzaba en poner ejemplos que resultaran atractivos para las insulsas mentes de los hijos de buenas familias que constituían su alumnado. Ninguno de ellos se especializaría en física teórica, y ella lo sabía. Lo que querían era pasar a toda prisa por encima de los conceptos abstractos para aprobar las asignaturas y salir pitando con un título bajo el brazo que les permitiese acceder a los privilegiados puestos de la industria y la tecnología. Los porqués y los cómos, que habían constituido los enigmas básicos de la ciencia desde que el cerebro humano la inaugurara sobre la Tierra, les traían sin cuidado: querían resultados, efectos, dificultades a las que enfrentarse para obtener puntuación. Elisa intentaba modificar todo eso enseñándoles a pensar en las causas, en las incógnitas.
En aquel momento trataba de que sus alumnos visualizaran el extraordinario fenómeno de que la realidad posee más de tres dimensiones, quizá muchas más que el «largo-ancho-alto» observable a simple vista. La relatividad general de Einstein había demostrado que el tiempo es una cuarta dimensión, y la compleja «teoría de cuerdas», cuyas derivaciones constituían un reto para la física actual, afirmaba que existían al menos nueve dimensiones espaciales más, algo inconcebible para la mente humana.
En ocasiones, Elisa se preguntaba si la gente tenía la más ligera idea de todo lo que la física había descubierto. En pleno siglo XXI, en la así llamada «era de Acuario», al público general seguía interesándole los sucesos «sobrenaturales» o «paranormales», como si lo «natural» y lo «normal» fueran procesos ya conocidos, poco o nada misteriosos. Pero no hacía falta ver platillos volantes o fantasmas para comprobar que vivimos en un mundo sumamente perturbador, inabarcable incluso para la imaginación más desbocada, opinaba Elisa. Se había propuesto demostrárselo, al menos, a los quince alumnos de aquella modesta clase.
Comenzó con un ejemplo fácil y divertido. Depositó sobre el proyector una transparencia en la que había dibujado un esbozo de figura humana y un cuadrado.
– Este señor -explicó, señalando con el índice la figura vive en un mundo de solo dos dimensiones, largo y ancho. Ha trabajado muy duro durante toda su vida y ha ganado una fortuna: un euro… -Oyó algunas risas y supo que había logrado captar la atención de varios de aquellos quince pares de ojos aburridos-. Para que nadie se lo robe, decide guardarlo en el banco más seguro que existe en su mundo: un cuadrado. Este cuadrado tiene una sola abertura en un lado, por la cual nuestro amigo introduce el euro, pero nadie más, salvo él, podrá abrirla de nuevo.
Con un gesto rápido, Elisa sacó del bolsillo de sus vaqueros la moneda de un euro, que ya tenía preparada, y la depositó sobre el cuadrado de la transparencia.
– Nuestro amigo se siente tranquilo con sus ahorros guardados en ese banco: nadie, absolutamente nadie, puede penetrar por ningún lado del cuadrado… Es decir, nadie de su mundo. Pero yo puedo robarlo con facilidad a través de una tercera dimensión, imperceptible para los habitantes de ese universo plano: la altura. -Mientras hablaba, Elisa quitó la moneda y sustituyó la transparencia por otra que mostraba otro dibujo-. Os podéis imaginar lo que sucede con el pobre hombre cuando abre el cuadrado y comprueba que sus ahorros han desaparecido… ¿Cómo han podido robarle, si el cuadrado estuvo cerrado todo el tiempo?
– Qué mala leche -murmuró un joven desde la primera fila, de pelo cortado a cepillo y gafas de colores, provocando risas. A Elisa no le importaban aquellas risas ni la aparente falta de concentración: sabía que se trataba de un ejemplo muy simple, irrisorio para estudiantes de alto nivel, pero deseaba precisamente eso. Quería abrir todo lo posible la puerta de entrada, porque sabía que luego solo unos pocos alcanzarían la salida. Extinguió las risas hablando en otro tono, mucho más suave.
– Igual que este señor no puede siquiera imaginar cómo han robado su dinero, nosotros tampoco concebimos la existencia de más de tres dimensiones a nuestro alrededor. Ahora bien -añadió, acentuando cada palabra-, este ejemplo muestra de qué manera esas dimensiones pueden afectarnos, incluso provocar acontecimientos que no dudaríamos en calificar de «sobrenaturales»… -Los comentarios ahogaron sus palabras. Elisa sabía qué les ocurría. Creen que estoy adornando la clase con toques de ciencia-ficción. Son alumnos de física, saben que les estoy hablando de la realidad, pero no pueden creerlo. Entre el bosque de brazos alzados escogió uno-. ¿Sí, Yolanda?
La que levantaba la mano era una de las pocas alumnas que tenía en una clase donde predominaba el género masculino, una chica de largo pelo rubio y grandes ojos. A Elisa le agradó que fuese la primera en intervenir seriamente.
– Pero ese ejemplo tiene truco -dijo Yolanda-: la moneda es tridimensional, posee cierta altura, aunque muy pequeña. Si hubiese estado dibujada en el papel, como debería haber estado, no habrías podido robarla.
Se levantó una oleada de murmullos. Elisa, que ya tenía preparada una respuesta, fingió cierta sorpresa para no defraudar la indudable agudeza de la estudiante.
– Una buena observación, Yolanda. Y totalmente cierta. La ciencia se hace con observaciones así: aparentemente sencillas pero muy sutiles. No obstante, si la moneda hubiese estado dibujada en el papel, igual que el hombre y el cuadrado… yo habría podido borrarla. -Las risas le impidieron proseguir durante unos segundos: exactamente cinco.
Sin que ella lo supiera, ya solo quedaban doce segundos para que toda su vida saltara por los aires.
El gran reloj de la pared opuesta a la pizarra marcaba imparable aquel último tiempo. Elisa lo contempló indiferente, sin sospechar que la larga manecilla que barría el círculo horario había iniciado la cuenta atrás para destruir para siempre su presente y su futuro.
Para siempre. Irrevocablemente.
– Lo que quiero que entendáis -continuó, moderando las risas con un gesto, ajena a nada que no fuera la sintonía que había establecido con sus alumnos- es que las diferentes dimensiones pueden afectarse entre sí, no importa cómo. Os pondré otro ejemplo.
Había pensado en un principio, mientras preparaba la clase, que el siguiente símil lo dibujaría en la pizarra. Pero entonces vio el periódico plegado sobre la mesa de la tarima. Cuando tenía clase, compraba el periódico en el quiosco que había a la entrada de la facultad y lo leía al terminar, en la cafetería. Se le ocurrió que quizá los alumnos comprenderían mejor el nuevo ejemplo bastante más difícil, si usaba un objeto.
Abrió el periódico por una página central al azar y lo alisó.
– Imaginaos que esta hoja es un plano en el espacio… Bajó la vista para separar la hoja de las restantes sin dañar el diario.
Y lo vio.
El horror es muy rápido. Somos capaces de horrorizarnos incluso antes de tener conciencia de ello. No sabemos aún por qué, y ya nuestras manos tiemblan, nuestro semblante palidece o nuestro estómago se encoge como un globo desinflado. La mirada de Elisa se había posado en uno de los titulares del ángulo superior derecho de la hoja y, antes incluso de entender del todo lo que significaba, una brutal descarga de adrenalina la paralizó.
Leyó lo más básico de la noticia en cuestión de segundos. Pero fueron segundos eternos durante los cuales apenas si fue consciente de que sus alumnos habían enmudecido esperando a que continuara, y ya empezaban a percibir que algo extraño sucedía: había codazos, carraspeos, cabezas que se volvían para interrogar a los compañeros…
Una nueva Elisa levantó los ojos y se enfrentó a la expectación silenciosa que había provocado.
– Eh… Imaginaos que doblo el plano por este punto -prosiguió sin temblar, con la voz átona de un piloto automático. No supo cómo, pero siguió explicando. Escribió ecuaciones en el encerado, las desarrolló sin errores, hizo preguntas y puso otros ejemplos. Fue una hazaña íntima y sobrehumana que nadie pareció percibir. ¿O sí? Se preguntaba si la atenta Yolanda, que la escrutaba desde la primera fila, habría captado un resto del pánico que la sobrecogía.
– Lo dejaremos aquí -dijo cuando quedaban cinco minutos para el final de la clase. Y añadió, estremeciéndose ante la ironía de sus palabras-: Os advierto que a partir de ahora todo se hará más complicado.
Su despacho quedaba al final del pasillo. Por fortuna, los demás compañeros estaban ocupados y no encontró a nadie durante el trayecto. Entró, cerró con llave, se sentó tras el escritorio, abrió el periódico y casi arrancó la página mientras se entregaba a leer con el ansia de quien revisa un listado de fallecidos esperando no encontrar a un ser querido, pero sabiendo que al fin aparecerá, inevitablemente, el nombre exacto, reconocible, como subrayado en otro color.
La noticia apenas ofrecía datos, solo la fecha probable del suceso: aunque el hallazgo se había producido al día siguiente, todo parecía haber ocurrido durante la noche del lunes 9 de marzo de 2015. Anteayer.
Sintió que le faltaba el aire.
En ese instante la claridad del vidrio esmerilado de la puerta se convirtió en una sombra.
Aun sabiendo que su origen debía de ser trivial (un conserje, un compañero), Elisa se levantó de la silla, incapaz siquiera de proferir una palabra.
Ahora viene a por ti.
La sombra permaneció inmóvil frente al cristal. Se escuchó un ruido en la cerradura.
Elisa no era una mujer cobarde, todo lo contrario, pero en aquel momento la sonrisa de un niño habría podido horrorizarla. Notó una superficie fría en contacto con su espalda y su trasero, y solo entonces fue consciente de que había estado retrocediendo hasta la pared. Largos y húmedos cabellos negros ocultaban a medias su rostro sudoroso.
La puerta se abrió al fin.
Algunos sustos son como muertes sin perfilar, bosquejos de muertes que nos despojan momentáneamente de la voz, la mirada, las funciones vitales, durante los cuales no respiramos, no podemos pensar, nuestro corazón no late. Aquél fue uno de esos terribles momentos para Elisa. El hombre, al verla, dio un respingo. Era Pedro, uno de los conserjes. Sostenía unas llaves y un manojo de cartas.
– Perdón… Pensé que no había nadie. Como nunca viene por aquí después de clase… ¿Puedo pasar? Vengo a dejarle el correo. -Elisa murmuró algo, el conserje sonrió, cruzó el umbral y dejó las cartas en el escritorio. Luego se marchó, no sin antes echar un vistazo al periódico abierto y al aspecto de Elisa. A ella no le importó. De hecho, aquella brusca interrupción la había ayudado a sacudirse el terror de encima.
Repentinamente comprendió lo que tenía que hacer.
Cerró el periódico, lo guardó en el bolso, revisó por encima el correo (comunicaciones internas y de otras universidades con las que mantenía contacto, nada que en aquel momento le importara) y salió del despacho.
Ante todo, debía salvar su vida.
El despacho de Víctor Lopera se hallaba frente al suyo. Víctor, que acababa de llegar, se entregaba con modesto placer a fotocopiar el jeroglífico del periódico matutino. Coleccionaba aquellos pasatiempos, tenía álbumes enteros llenos de acertijos entresacados de Internet, o de diarios y revistas. Cuando la hoja salía por la bandeja oyó golpecitos en su puerta.
– ¿Sí?
Apenas se percibió cambio alguno en su tranquila expresión al ver a Elisa: sus espesas cejas oscuras se arquearon ligeramente y las comisuras de sus labios distendieron un poco la cara lampiña tras las gafas, en un gesto que, según la escala de conducta de su propietario, quizá fuera considerado una sonrisa.
Elisa ya estaba acostumbrada al carácter de su compañero. Pese a su timidez, Víctor le agradaba mucho. Era una de las personas en quien más confiaba. Aunque en aquel momento solo podía ayudarla de una forma.
– ¿Qué tal el enigma de hoy? -Ella sonrió despejándose el cabello de la frente. Era una pregunta casi ritual: a Víctor le gustaba que se interesase por su afición, incluso le comentaba algunos de los más curiosos jeroglíficos. No tenía muchas personas con quien hablar sobre aquellos temas.
– Bastante fácil. -Le mostró la página fotocopiada-. Un tipo mordiendo una pared. «¿Estás sordo?», dice la pregunta. La solución debe de ser: «Como una tapia». ¿Comprendes? «Como… una tapia…»
– No está mal -dijo Elisa riendo. Intenta mostrarte despreocupada. Sentía deseos de gritar, de huir, pero sabía que debía comportarse con serenidad. Nadie iba a ayudarla, al menos de momento: estaba sola-. Oye, Víctor, ¿te importaría decirle a Teresa que no voy a poder dar el seminario sobre cuántica este mediodía? Es que no está en su despacho y quiero irme ya.
– Claro. -Otro movimiento casi imperceptible de las cejas-. ¿Te pasa algo?
– Me duele la cabeza y creo que tengo fiebre. Quizá sea gripe.
– Vaya.
– Sí, qué mala suerte.
Aquel «vaya» era todo lo cerca que Víctor podía encontrarse de manifestar su afecto, y Elisa lo sabía. Se miraron un instante más y Víctor dijo:
– No te preocupes. Se lo diré.
Ella se lo agradeció. Mientras se marchaba oyó: «Que te mejores».
Víctor permaneció en la misma postura durante un tiempo indeterminado: de pie, con la fotocopia en la mano, mirando hacia la puerta. Su rostro, tras la máscara de las anticuadas y grandes gafas metálicas que usaba, no mostraba otra cosa que un ligero desconcierto, pero en la intimidad de sus pensamientos había preocupación.
Nadie te ayudará.
Se dirigió apresuradamente hacia su coche en el aparcamiento de la escuela. La fría mañana de marzo, con el cielo casi blanco, la hizo temblar. Sabía que no tenía gripe, pero pensó que no podía reprochársele esa mentira en aquel momento.
De vez en cuando volvía la cabeza para mirar a su alrededor.
Nadie. Estás sola. Y todavía no has recibido la llamada. ¿O sí?
Sacó el móvil del bolso y rastreó su buzón de mensajes. Ninguno. Tampoco había correos electrónicos nuevos en su reloj-ordenador de pulsera.
Sola.
Por su mente cruzaban millares de preguntas, un incesante tráfico de inquietudes y posibilidades. Se dio cuenta de lo nerviosa que estaba cuando casi se le cayó el mando a distancia de las puertas del coche. Maniobró despacio, aferrando el volante con ambas manos y planeando cada gesto del acelerador y el embrague, como una principiante en el examen decisivo del carnet. Decidió no conectar el ordenador del vehículo y concentrarse en la conducción sin asistencia: eso la ayudaría a mantener la calma.
Salió de la universidad y enfiló por la carretera de Colmenar de regreso a Madrid. El espejo retrovisor no le ofrecía ninguna información especial: los coches la adelantaban, nadie parecía interesado en situarse tras ella. Al llegar a la entrada norte de la ciudad escogió la desviación hacia su barrio.
En un momento dado, mientras atravesaba Hortaleza, oyó el familiar timbre de su móvil. Miró hacia el asiento del copiloto: lo había guardado dentro del bolso, olvidándose de conectarlo a los altavoces. Aminoró la velocidad a la vez que introducía una de las manos en el bolso y tanteaba frenéticamente. Es la llamada. El timbre parecía reclamarla desde el centro de la Tierra. Sus dedos palpaban como los de una ciega: una cadenilla, un bolsillo, las aristas del teléfono… La llamada, la llamada…
Por fin encontró el aparato, pero al sacarlo se le resbaló entre los dedos sudorosos. Lo vio caer en el asiento y rebotar hacia el suelo. Quiso recogerlo.
De improviso, como surgida de la nada, una sombra se abalanzó sobre el parabrisas. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar: pisó el freno instintivamente y la inercia le aplastó el esternón contra el cinturón de seguridad. El tipo, un hombre joven, dio un salto hacia atrás y golpeó, enfadado, el capó del coche. Elisa se percató de que se trataba de un paso de cebra. No lo había visto. Levantó la mano para disculparse y oyó claramente los insultos del joven a través del cristal. Otros transeúntes la miraban con desaprobación. Calma. Así no lograrás nada. Conduce con calma y vete a casa.
El móvil había enmudecido. Con el coche detenido en el paso de cebra y haciendo caso omiso a las protestas de otros vehículos, Elisa se agachó, recogió el teléfono y examinó la pantalla: el número desde donde la habían llamado no había quedado grabado. No te preocupes: si era la llamada, volverán a intentarlo.
Dejó el teléfono en el asiento y prosiguió el viaje. Diez minutos después estacionó en el garaje comunitario de su edificio, en la calle Silvano. Descartó el ascensor. Subió a pie los tres pisos hasta su casa.
Aunque estaba segura de que resultaría inútil, cerró la puerta reforzada (la había ordenado colocar tres años antes y le había costado una fortuna) con los cuatro pestillos de seguridad y la cadena magnética, y dejó conectada la alarma de entrada. Luego recorrió la casa cerrando todas las persianas metálicas electrónicas, incluso la que daba al patio de la cocina, al tiempo que encendía las luces. Antes de cerrar la del comedor, apartó los visillos y miró hacia la calle.
Los coches pasaban, la gente se deslizaba como por un acuario de ruidos tamizados, había almendros y paredes con pintadas. La vida seguía. No vio a nadie que le llamara especialmente la atención. Cerró aquella última persiana.
Encendió también las lámparas del cuarto de baño y la cocina, así como la de la habitación donde hacía deporte, que carecía de ventanas. No olvidó las lamparitas de la mesilla de noche que flanqueaban una cama sin hacer, cubierta de revistas y apuntes de física y matemáticas.
Un burujo de seda negra se acumulaba a los pies de la cama. La noche previa había estado entregada a su juego del Señor Ojos Blancos, y aún no había recogido la ropa interior desperdigada por el suelo. La recogió entonces, sintiendo escalofríos (pensar en su «juego» la estremecía más que de costumbre en esos instantes), y la guardó desordenada en los cajones de la cómoda. Antes de salir, se detuvo en el gran cuadro enmarcado con la fotografía de la Luna, que era lo primero que veía al despertar cada mañana, y presionó el interruptor adosado al marco: el satélite se iluminó con una tonalidad blanca fosforescente. De vuelta al comedor, terminó de encender el resto de las luces con el control principal: la lámpara de pie, los adornos de la estantería… Hizo lo propio con dos lámparas especiales que funcionaban con baterías recargables.
En el contestador de su teléfono fijo parpadeaban dos mensajes. Los escuchó conteniendo el aliento: uno era de una editorial científica a cuya revista estaba suscrita y el otro de la empleada del hogar que trabajaba por horas en su casa. Elisa solo la citaba cuando ella podía estar también en el domicilio, ya que no quería que nadie invadiese en su ausencia la intimidad de su vida. La empleada le proponía un cambio de días para ir al médico. Elisa no le devolvió la llamada: simplemente, borró el mensaje.
Luego encendió la pantalla de cuarenta pulgadas de la televisión digital. En los múltiples canales de noticias ofrecían informes meteorológicos, deportes y datos económicos. Abrió un cuadro de diálogo, tecleó un par de palabras claves y el televisor inició una búsqueda automática de la noticia que le interesaba, pero no obtuvo resultados. Dejó puesto un informativo en inglés de la CNN y bajó el volumen.
Tras pensarlo un instante, corrió a la cocina y abrió un cajón electrónico debajo del programador de temperaturas. Encontró lo que buscaba al fondo. Lo había comprado un año antes con ese único propósito, pese a que también estaba convencida de la inutilidad de tal medida.
Observó por un momento sus propios ojos horrorizados, reflejados en la acerada superficie del cuchillo carnicero.
Esperaba.
Había regresado al comedor, y, tras asegurarse de que el teléfono funcionaba correctamente y el móvil tenía suficiente batería, se había sentado en una butaca frente al televisor con el cuchillo sobre los muslos.
Estaba esperando.
El gran oso de peluche que le habían regalado los compañeros por su cumpleaños el año anterior se hallaba en una esquina del sofá frente a ella. Llevaba un babero con las palabras
«Feliz cumpleaños» bordadas en rojo y el logotipo de la Universidad Alighieri debajo (el aguileño perfil de Dante). En su vientre, en letras doradas, el lema de la universidad: «Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado». Sus ojos de plástico parecían espiar a Elisa y su boca en forma de corazón semejaba hablarle.
Puedes hacer lo que quieras, protegerte cuanto quieras, engañarte a ti misma pensando que te defiendes. Pero lo cierto es que estás muerta.
Desvió la vista hacia la pantalla, que mostraba el lanzamiento de una nueva sonda espacial europea.
Muerta, Elisa. Tan muerta como los otros.
El grito del teléfono casi la hizo saltar del asiento. Pero entonces le ocurrió algo que le sorprendió: tendió la mano sin titubeos y descolgó el auricular en un estado muy similar a la calma absoluta. Ahora que por fin había recibido la llamada, se sentía inconcebiblemente serena. Su voz no tembló un ápice al responder.
– ¿Diga?
Durante una eternidad nadie dijo nada. Luego oyó:
– ¿Elisa? Soy Víctor…
La decepción la dejó completamente aturdida. Era como si hubiese puesto todas sus fuerzas en aguardar un golpe para encontrarse de repente con que el combate se había interrumpido. Tomó aliento mientras una irracional oleada de odio hacia su amigo la invadía de repente. Víctor no tenía la culpa de nada, pero en aquel momento era la voz que menos deseaba escuchar. Déjame, déjame, cuelga y déjame.
– Quería saber qué tal estabas… Te noté… En fin, con mala cara. Ya sabes…
– Estoy bien, no te preocupes. Solo es un dolor de cabeza… Ni siquiera creo que sea gripe.
– Me alegro. -Un carraspeo. Una pausa. La lentitud de Víctor, a la que tan acostumbrada estaba, le resultaba ahora exasperante-. Lo del seminario ya está arreglado. Noriega dice que no pasa nada. Si no puedes venir esta semana… tú… solo avisa con tiempo a Teresa…
– De acuerdo. Muchas gracias, Víctor. -Se preguntó qué pensaría Víctor si la viera en aquel momento: sudorosa, temblando, encogida en el asiento, con un cuchillo de cuarenta y cinco centímetros de afilado acero inoxidable en la mano derecha.
– Te… Te llamaba también porque… -dijo él entonces-. Es que en la tele están dando una noticia… -Elisa se puso en tensión-. ¿Tienes encendido el televisor?…
Frenéticamente, buscó con el mando a distancia el canal que Víctor le indicó. Contempló un edificio de apartamentos y un locutor hablando ante un micrófono.
– …en su casa de este barrio universitario de Milán, ha conmocionado a toda Italia…
– Creo que tú lo conocías, ¿no?-dijo Víctor.
– Sí -repuso Elisa tranquilamente-. Qué pena.
Muéstrate indiferente. Por teléfono no se te ocurra delatarte.
La voz de Víctor iniciaba otra difícil escalada hacia una nueva frase. Elisa decidió que ya era tiempo de interrumpirlo.
– Perdona, tengo que colgar… Te llamaré más tarde… Gracias por todo, de veras. -Ni siquiera se preocupó de aguardar la respuesta. Le dolía ser tan brusca con una persona como Víctor, pero no podía hacer otra cosa. Subió el volumen del televisor y devoró cada palabra. El locutor aseguraba que la policía no descartaba ninguna posibilidad, siendo el robo el móvil más probable.
Se aferró a aquella estúpida esperanza con todas sus fuerzas. Sí, quizá se trate de eso. Un robo. Si no he recibido aún la llamada…
El locutor portaba un paraguas abierto. En Milán el cielo era gris. Elisa tenía la angustiosa sensación de estar contemplando el fin del mundo.
Las ventanas del Istituto di Medizina Legale de la Universitá degli Studi de Milán permanecían iluminadas, pese a que hacía tiempo que casi todos sus empleados se habían marchado. Llovía tenue pero constantemente en la noche milanesa, y la bandera italiana que colgaba de un asta a la entrada del sobrio edificio dejaba caer desde su apelmazado extremo un hilo incesante de agua. Bajo esa bandera se detuvo el automóvil oscuro que había llegado a la Vía Mangiagalli. Flotó la sombra de un paraguas. Un individuo que aguardaba en el umbral recibió a las dos siluetas que salieron de los asientos traseros del vehículo. No hubo palabras por parte de nadie: todos parecían saber quiénes eran los otros y qué querían. El paraguas se cerró. Las siluetas desaparecieron.
Los pasillos del instituto resonaron con las pisadas de los tres hombres. Vestían trajes de colores oscuros, aunque los recién llegados llevaban también abrigos. Quien encabezaba la marcha era el sujeto que había aguardado en la puerta: joven, muy pálido, tan nervioso que casi andaba a saltitos. Hablaba moviendo mucho las manos. Su inglés tenía un ostensible acento italiano.
– Están haciendo un estudio detallado… Todavía no hay conclusiones definitivas. El hallazgo se produjo ayer por la mañana… Solo hoy hemos podido reunir a los especialistas.
Se detuvo para abrir la puerta que daba paso al Laboratorio de Antropología e Odontología Forense. Inaugurado en 1995 y remozado en 2012, contaba con tecnología punta y en él trabajaban algunos de los mejores forenses europeos.
Los recién llegados apenas repararon en las esculturas y fotos que adornaban aquel pasillo. Cruzaron junto a un grupo de tres cabezas humanas elaboradas en yeso.
– ¿Cuántos testigos lo vieron? -preguntó uno de los hombres, el de más edad, de pelo completamente blanco y escaso en la coronilla, aunque compensado con una discreta melena. Hablaba un inglés neutro, una mezcla de varios acentos.
– Solo la mujer que iba a limpiar su piso todas las mañanas. Ella fue quien lo descubrió. Los vecinos apenas vieron nada.
– ¿Qué significa «apenas»?
– Oyeron los gritos de la mujer y la interrogaron, pero nadie entró en el apartamento. Llamaron a la policía enseguida.
Se habían detenido junto a un concienzudo dibujo anatómico que mostraba el cuerpo de una mujer desollada con un feto en el interior del vientre abierto. El joven abrió una puerta metálica.
– ¿Y la mujer? -indagó el de pelo blanco.
– Sedada en el hospital, bajo custodia.
– No debe salir de allí hasta que la examinemos.
– Ya me he encargado de todo.
El hombre de pelo blanco hablaba con aparente indiferencia, sin modificar su semblante ni sacar las manos de los bolsillos del abrigo. El joven respondía en el tono apresurado del lacayo. El otro hombre parecía absorto en sus propios pensamientos. Era de fuerte complexión: el traje, y aun el abrigo, semejaban ser dos tallas inferiores a la suya. No aparentaba tanta edad como el del pelo blanco, ni tan escasa como el joven. Tenía el pelo cortado a cepillo, los ojos muy verdes y claros y un círculo de barbita grisácea sobre un cuello enorme como una columna gótica. Viéndole resultaba indudable que era el único de los tres que no estaba acostumbrado a la ropa de ejecutivo. Se movía con decisión balanceando los brazos. Tenía un característico aire militar.
Atravesaron otro pasillo y llegaron a una nueva sala. El joven cerró la puerta tras ellos.
Hacía frío allí dentro. Las paredes y el suelo tenían un color suave y reflectante, verde manzana, como el interior de un cristal tallado. Varios individuos con trajes quirúrgicos permanecían de pie en hilera rodeados de mesas con instrumentos científicos. Miraban hacia la puerta por la que habían entrado los tres hombres, como si su misión no fuese otra que formar una especie de comité de bienvenida. Uno de ellos, de pelo plateado con raya a un lado y la curiosa presencia de camisa y corbata bajo la ropa verde de cirujano, se adelantó separándose del grupo. El joven hizo las presentaciones.
– Los señores Harrison y Carter. El doctor Fontana. -El doctor movió la cabeza a modo de saludo y lo mismo hicieron el hombre de pelo blanco y el corpulento-. A ellos puede brindarle toda la información sin ninguna reserva, doctor.
Se hizo el silencio. Una ligera sonrisa, casi una mueca, tensaba el rostro blanco y brillante del médico, como hecho de cera. Un tic contraía su párpado derecho. Al hablar, semejó un muñeco de ventrílocuo manejado desde algún lugar remoto.
– Esto no lo he visto nunca… en toda mi vida como forense.
Los demás médicos se apartaron, como invitando a los visitantes a acercarse. Tras ellos había una mesa de exploración. Las luces cenitales se desplomaban sobre un área central, un montículo cubierto por una sábana. Uno de los médicos la apartó.
Salvo el hombre de pelo blanco y el corpulento, nadie más miró lo que había bajo la sábana. Todos observaban las facciones de los dos visitantes, como si fueran ellas lo único que precisara ser examinado con detenimiento.
El hombre de pelo blanco abrió la boca, pero enseguida la cerró y desvió la vista.
Durante un instante, solo el hombre corpulento siguió mirando hacia la mesa.
Permaneció así, con el ceño fruncido y el cuerpo rígido, como si obligara a sus ojos a contemplar lo que nadie más en aquella sala quería seguir contemplando.
Se había hecho de noche alrededor de Elisa. Su piso era una isla de luz, pero en los demás empezaba a reinar la oscuridad. Seguía sentada en la misma posición frente al televisor apagado, con el enorme cuchillo en el regazo. No había comido en todo el día, ni descansado. Deseaba más que nada entregarse a sus ejercicios físicos y al placer de una ducha larga y adormecedora, pero no se atrevía a moverse.
Esperaba.
Esperaría lo que fuese necesario, aunque no sabía bien cuánto tiempo abarcaba esa ambigua expresión.
Te han abandonado. Te mintieron. Estás sola. Y eso no es lo peor. ¿Sabes qué es lo peor?
El oso de peluche abría los brazos y sonreía con su boca de corazón. Los botones negros de sus ojos reflejaban una diminuta y pálida Elisa.
Lo peor no es lo que ha ocurrido. Lo peor está por venir. Lo peor va a sucederte a ti.
De repente su móvil repicó. Como tantas cosas que ansiamos (o tememos), la llegada del suceso esperado (o temido) representó para ella el paso a otra situación, a otro nivel de pensamientos. Incluso antes de contestar, su cerebro ya había empezado a emitir y descartar hipótesis, a dar por hecho aquello que aún no había ocurrido.
Contestó al segundo timbre, confiando en que no fuese Víctor.
No lo era. Era la llamada que esperaba.
La comunicación no duró más de dos segundos. Pero aquellos dos segundos la hicieron estallar en llanto cuando colgó.
Ya lo sabes. Ya lo sabes, por fin.
Lloró largo rato, encorvada, con el teléfono en la mano. Tras desahogarse, se levantó y miró su reloj: disponía de algún tiempo antes de la reunión. Haría un poco de ejercicio, se ducharía, comería algo… Y entonces afrontaría la difícil decisión de seguir sola o buscar ayuda. Había pensado en recurrir a alguien, alguien de fuera, una persona que lo ignorara todo y a quien ella pudiera contarle las cosas ordenadamente, una opinión más neutral. Pero ¿quién?
Víctor. Sí, él quizá.
Sin embargo, resultaba arriesgado. Y debía resolver un grave problema añadido: ¿cómo iba a decirle que necesitaba su ayuda urgentemente? ¿De qué manera lograría hacérselo saber?
Ante todo, tenía que tranquilizarse y reflexionar. La inteligencia había sido siempre su mejor arma. De sobra sabía que la inteligencia humana era más peligrosa que el cuchillo que sostenía.
Pensó que, al menos, ya había recibido la llamada que había estado aguardando desde aquella mañana, la que decidiría su destino a partir de entonces.
Casi no había reconocido la voz, debido a lo temblorosa y vacilante que había sonado, como si su interlocutor se hallara tan aterrorizado como ella misma. Pero no le cabía duda alguna de que se trataba de la llamada, porque la única palabra que el hombre había pronunciado había sido la que ella ya esperaba:
– Zigzag.
La pregunta trascendental que Víctor Lopera se hacía en aquel momento era si sus aralias aeropónicas formaban o no parte de la naturaleza. A primera vista así era, ya que se trataba de criaturas vivas, verdaderas dizygotheca elegantissima que respiraban y absorbían luz y nutrientes. Pero, por otro lado, la naturaleza nunca habría podido reproducirlas con exactitud. Llevaban la firma de la mano del hombre, y eran hijas de la tecnología. Víctor las mantenía enterradas en plástico transparente para observar los asombrosos fractales de las raíces, y controlaba su temperatura, pH y crecimiento con instrumentos electrónicos. Para impedir que se desarrollaran hasta cerca del metro y medio que solían alcanzar, usaba fertilizantes específicos. Por todo ello, aquellas cuatro aralias de hojas en color bronce casi plateado y altura no superior a los quince centímetros eran, en gran medida, creaciones suyas. Sin él, y sin la ciencia moderna, jamás hubiesen existido. De modo que la pregunta sobre si formaban parte de la naturaleza parecía pertinente.
Concluyó que sí. Con todas las reservas que se quiera, pero, categóricamente, sí. Para Víctor, la cuestión abarcaba límites más amplios que el mundo vegetal. Responder a aquella pregunta implicaba declarar nuestra fe o escepticismo en la tecnología y el progreso. Él era de los que apostaban por la ciencia. Creía firmemente que la ciencia era otra forma de naturaleza, e incluso una manera nueva de ver la religión, al estilo Teilhard de Chardin. Su optimismo vital había comenzado en su infancia, al comprobar que su padre, que era cirujano, podía modificar la vida y corregir sus errores.
Con todo, aunque admiraba aquella cualidad paterna, no había optado por una carrera «biológica», a diferencia de su hermano, también cirujano, o su hermana, que era veterinaria, sino por la física teórica. Consideraba los trabajos de sus hermanos como demasiado agitados, mientras que él amaba la paz. Al principio incluso había querido dedicarse al ajedrez profesional, porque sus capacidades para las matemáticas y la lógica eran notables, pero pronto había descubierto que competir también era agitado. No es que le gustara no hacer nada: ansiaba la paz exterior para poder declarar la guerra mental a los enigmas, hacerse preguntas como aquélla o entregarse a la resolución de complicados acertijos.
Rellenó uno de los aspersores con la nueva mezcla fertilizante que iba a probar exclusivamente en Aralia A. Las había dividido mediante compartimientos estancos para experimentar con cada una de modo individual. Al principio había jugado con la idea de llamarlas de alguna forma más poética, pero terminó optando por las primeras cuatro letras del alfabeto,-.
– ¿Por qué pones esa cara? -le susurró cariñosamente a la planta mientras cerraba la tapa del aspersor-. ¿No te fías de lo que hago? Deberías aprender de C, que se toma tan bien todos los cambios… Hay que aprender a cambiar, chiquita. Ojalá tú y yo aprendiéramos de la compañera C.
Se quedó un instante pensando por qué acababa de decir aquella tontería. Últimamente le daba por manifestar más melancolía que de costumbre, como si necesitara, él también, un nuevo fertilizante. Pero, qué caramba, eso era psicología barata. Se consideraba un hombre feliz. Le gustaba dar clases, y disponía de mucho tiempo libre para leer, cuidar sus plantas y resolver jeroglíficos. Tenía la mejor familia del mundo, y sus padres, aunque mayores y jubilados, gozaban de buena salud. Ejercía de tío ejemplar con sus dos sobrinos, los hijos de su hermano, que lo adoraban. ¿Quién podía presumir de disfrutar de tranquilidad y cariño a partes iguales?
Estaba solo, cierto. Pero tal circunstancia se debía, ni más ni menos, a su propia voluntad. Era dueño de su destino. ¿Por qué amargarse la vida apresurándose a vivir con una mujer que no pudiera hacerle feliz? A sus treinta y cuatro años aún era joven y no había perdido el optimismo. La vida era cuestión de esperar: una aralia no se desarrollaba en dos minutos, y un amor tampoco. El azar era quien mejor disponía esas cosas. Un buen día conocería a alguien, o alguien conocido le llamaría…
– Y, chas, creceré como C -dijo en voz alta, y se rió.
En ese instante sonó el teléfono.
Mientras se dirigía a la estantería de su pequeño comedor para contestar, hacía cábalas sobre la llamada. A esas horas de la noche lo más probable era que fuese su hermano, que desde hacía unos meses le daba la lata para que revisara las cuentas de la clínica quirúrgica privada que dirigía. «Tú que eres el genio familiar de las matemáticas, ¿qué trabajo te cuesta echarme una mano?…» Luis «Lo-opera» (la vieja broma familiar de pronunciar el apellido de los cirujanos Lopera) no se fiaba de los ordenadores y quería que Víctor diese el visto bueno. Víctor estaba harto de decirle que las matemáticas tenían sus especialidades, como la cirugía: alguien que extirpaba glándulas no podía ponerse a trasplantar corazones. Del mismo modo, él solo practicaba las matemáticas de las partículas elementales, no el cálculo de la lista de la compra. Pero si algo necesitaba su hermano que le extirpasen era la glándula de la testarudez.
Pescó el auricular entre un mar de retratos enmarcados: de sus sobrinos, de su hermana, de sus padres, de Teilhard de Chardin, del abad y científico Georges Lemaître, de Einstein. Dijo: «¿Sí?» tras reprimir un bostezo.
– ¿Víctor? Soy Elisa.
Todo el aburrimiento que sentía se hizo trizas como si hubiese sido de cristal. O como si se tratase de un sueño al despertar.
– Hola… -La mente de Víctor iba a todo gas-. ¿Cómo te encuentras?
– Mejor, gracias… Al principio pensé que era una alergia, pero ahora creo que se trata de un simple resfriado…
– Caramba… me alegro. ¿Lograste ver la noticia?
– ¿Qué noticia?
– Lo de la muerte de Marini.
– Ah, sí, pobre hombre -se lamentó ella.
– Creo que coincidiste con él en Zurich, ¿verdad? -comenzó a decir Víctor, pero las palabras de Elisa pasaron por encima de las suyas, como si tuviese prisa por llegar al meollo de la cuestión.
– Sí. Oye, Víctor, te llamaba… -Se oyó una risita-. Seguro que vas a pensar que es una chorrada… Pero para mí es muy importante. Muy importante. ¿Comprendes?
– Sí.
Frunció el ceño y se puso tenso. La voz de Elisa denotaba total alegría y despreocupación. Y eso era justo lo que alarmaba a Víctor, porque él creía conocerla, y jamás la voz de Elisa le había sonado así.
– Verás, se trata de mi vecina… Tiene un hijo adolescente, un chaval muy majo… De repente ha descubierto que le encantan los jeroglíficos y se ha comprado libros, revistas… Yo le he dicho que conozco al experto número uno en ese campo. El caso es que ahora está intentando resolver uno en concreto y no lo logra. Se ha puesto muy nervioso y la madre teme que abandone esta sana afición y se dedique a cosas menos saludables. Cuando me lo comentó, caí en la cuenta de que yo ya conocía ese jeroglífico, porque un día me hablaste de él, pero he olvidado la solución. Y me he dicho: «Necesito ayuda. Y solo Víctor es capaz de ayudarme». ¿Comprendes?
– Claro, ¿de cuál se trata? -Víctor no había dejado de percibir el especial acento que Elisa había puesto en sus últimas palabras. Sintió que los escalofríos lo visitaban como misteriosos e inesperados seres de otro mundo. ¿Era solo su imaginación o ella estaba intentando decirle algo diferente, algo que solo podía comprender leyendo entre líneas?
– Ese de la pierna humana y la hembra del mono… -Ella soltó una carcajada-. Lo recuerdas, ¿verdad?
– Sí, es…
– Escucha -lo cortó ella-. No es preciso que me digas la solución. Tan solo haz lo que dice esta misma noche. Es urgente. Haz lo que dice en cuanto puedas. Confío en ti. -Y de repente, volvió a sonar su risa-. También confía en ti la madre de ese chaval… Gracias, Víctor. Adiós.
Se oyó un clic, la comunicación se cortó.
El vello en la nuca de Víctor se había erizado como si el auricular le hubiese soltado una descarga eléctrica.
Se había sentido pocas veces así en su vida.
Las manos sudorosas le resbalaban por el volante, el pulso se le aceleraba cada vez más, tenía un dolor en el pecho y le parecía que, por mucho esfuerzo que hiciera, no iba a poder llenar por completo los pulmones de aire. En Víctor, tales sensaciones habían significado casi siempre una cita sexual.
Las raras ocasiones en las que había salido con chicas con las que sabía, o sospechaba, que podía acabar en la misma cama había experimentado una angustia similar. Por desgracia, o por fortuna, ninguna había llegado a insinuarle nada, y las noches habían finalizado con un beso y un «te llamaré».
¿Y ahora? ¿En qué clase de cama podía acabar aquella noche? Su cita esa vez era nada menos que con Elisa Robledo.
Guau.
Él ya había estado en su casa, por supuesto (en realidad, eran amigos, o se consideraban así), pero nunca a esas horas y casi siempre acompañado de otro colega, con el fin de celebrar algo (navidades, final de curso) o preparar algún seminario en común. Llevaba soñando con un momento semejante desde que se habían conocido, hacía diez años, en una inolvidable fiesta en el campus de Alighieri, pero jamás se lo había imaginado de aquella forma.
Y habría jurado que no era sexo precisamente lo que le esperaba en casa de Elisa.
Se rió al pensarlo. La risa le sentó bien, atenuó sus nervios. Imaginó a Elisa en ropa interior abrazándolo al llegar, besándolo y diciéndole sensualmente: «Hola, Víctor. Captaste el mensaje. Pasa». La risa creció en su interior como un globo que alguien inflara en su estómago, hasta que, a modo de estallido, retornó a su seriedad de siempre. Recordó todas las cosas que había hecho, pensado o fantaseado desde que había recibido la extraña llamada casi una hora antes: las dudas, titubeos, tentaciones de telefonearla y pedir una aclaración (pero ella le había dicho que no lo hiciera), el jeroglífico. Este último era, paradójicamente, lo más diáfano de todo. Se acordaba muy bien de la solución, pese a lo cual no había dudado en buscarlo en el álbum de recortes correspondiente. Se había publicado hacía poco, y mostraba una pierna humana con un trayecto venoso, un mono con ostensibles tetas y la sílaba «SA». La pregunta era: «¿Qué quieres que haga?» En su día no había tardado ni cinco minutos en resolverlo. Las palabras «Vena», «Mica» (por hembra del mico, un nombre que había hecho mucha gracia a Elisa) y «Sa» constituían la frase: «VEN A MI CASA».
Eso era fácil. El problema, el temor que sentía, tenía otro origen. Se preguntaba, por ejemplo, por qué Elisa no había podido decirle a las claras que necesitaba que acudiera a su domicilio esa noche. ¿Qué le sucedía? ¿Acaso había alguien con ella (no, por Dios) que la estaba amenazando…?
Existía otra posibilidad. La que más pánico le daba. Elisa está enferma.
Y aun había una última, sin duda la mejor, pero tampoco le dejaba indiferente. Se la imaginaba así: él llegaría a su casa, ella le abriría la puerta y tendría lugar una ridícula conversación. «Víctor, ¿qué haces aquí?» «Me dijiste que viniera.» «¿Yo?» «Sí: que hiciera lo que dice el jeroglífico.» «¡No, por favor!», ella se partiría de risa. «¡Te dije que hicieras el jeroglífico, o sea, que lo resolvieras esta noche!» «Pero me dijiste que no te llamase…» «Te lo dije para que no tuvieras que molestarte: yo pensaba llamarte después…» Él, quieto en el umbral, se sentiría estúpido mientras ella seguiría riéndose…
No.
Se equivocaba. Esa posibilidad era absurda.
A Elisa le pasaba algo. Algo terrible. De hecho, él sabía que llevaba pasándole algo terrible desde hacía años.
Siempre lo había sospechado. Como todos los seres reservados, Víctor era un termómetro infalible de las cosas que le interesaban, y pocas cosas le habían interesado más en este mundo que Elisa Robledo Morandé. La veía caminar, hablar, moverse, y pensaba: Le sucede algo. Sus ojos giraban como imanes tras el paso de su atlético cuerpo y su largo pelo negro, y no lo dudaba ni un segundo: Esconde un secreto.
Incluso creía saber de dónde procedía ese secreto. La temporada de Zurich.
Atravesó una rotonda y penetró en la calle Silvano. Aminoró la velocidad y fue buscando un lugar libre para aparcar. No había ninguno. En uno de los coches estacionados descubrió a un hombre tras el volante, pero éste le hizo señas de que no pensaba marcharse.
Cruzó frente al portal de la casa de Elisa y siguió avanzando. De repente advirtió un sitio flamante, espacioso. Frenó y puso la marcha atrás.
En ese instante sucedió todo.
Poco después se preguntó por qué el cerebro tenía aquella forma especial de comportarse en los momentos extremos. Porque lo primero que pensó cuando ella apareció de improviso y golpeó la ventanilla del asiento contiguo no fue en la expresión despavorida de su rostro, tan blanco como un trozo de queso a la luz de la luna; tampoco en la manera que tuvo de entrar, casi saltando, cuando él le abrió la portezuela; ni en el gesto que hizo al mirar atrás mientras le gritaba: «¡Arranca! ¡Rápido, por favor!».
No pensó, igualmente, en el bullicio de bocinas que desató su violenta maniobra, ni en los faros que cegaron su retrovisor, ni en aquel chirrido de neumáticos que escuchó detrás y que le trajo a su memoria -extrañamente- el coche aparcado con las luces apagadas y el hombre sentado al volante. Todo eso lo vivió, pero nada logró superar la barrera de su médula espinal.
Allí, en el cerebro, en el centro de su vida intelectual, solo alcanzaba a concentrarse en una cosa.
Sus pechos.
Elisa llevaba una camiseta escotada bajo la cazadora, una prenda rápida, descuidada, demasiado veraniega para el relente nocturno de marzo. Tras ella, sus redondos y magníficos pechos sobresalían de forma tan visible como si no llevara sujetador. Cuando se inclinó en la ventanilla antes de entrar, él se los miró. Incluso ahora, con ella sentada a su lado, olfateando el olor a cuero de su cazadora y a gel perfumado de su cuerpo y sumido en un vértigo angustioso, no podía dejar de mirarlos de refilón, aquellos dulces y firmes senos.
No le pareció, sin embargo, un mal pensamiento. Sabía que era la única forma que tenía su cerebro de volver a encajar el mundo en sus goznes tras haber sufrido la brutal experiencia de ver a su amiga y colega saltar al coche, agacharse en el asiento y gritarle instrucciones desesperadas. En ciertas ocasiones, un hombre necesita agarrarse a cualquier cosa para conservar la cordura: él se había agarrado a los pechos de Elisa. Corrijo: me baso en ellos para calmarme.
– ¿Nos… nos sigue alguien? -balbució al llegar a Campo de las Naciones.
Ella torcía la cabeza para mirar atrás, y al hacerlo proyectaba aquellos pechos hacia él.
– No lo sé.
– ¿Por dónde voy ahora?
– Carretera de Burgos.
Y de repente ella se encorvó, y sus hombros se agitaron entre espasmos.
Fue un llanto terrorífico. Al verla, hasta la imagen de sus pechos se esfumó de la mente de Víctor. Nunca había visto llorar así a un adulto. Se olvidó de todo, también de su propio miedo, y habló con una firmeza de la que él mismo se asombraba:
– Elisa, por favor, tranquilízate… Escúchame: me tienes a mí, siempre me has tenido… Voy a ayudarte… Sea lo que sea lo que te pase, te ayudaré. Te lo juro.
Ella se recobró de repente, pero a él no le pareció que fuera efecto de sus palabras.
– Lamento haberte metido en esto, Víctor, pero no he podido remediarlo. Tengo un miedo espantoso, y el miedo me vuelve rastrera. Me vuelve hija de puta.
– No, Elisa, yo…
– De todas formas -cortó ella y echó su largo pelo hacia atrás- no voy a perder el tiempo disculpándome.
Fue entonces cuando él sé percató del objeto plano, alargado y envuelto en plástico que ella llevaba. Podía tratarse de cualquier cosa, pero la forma en que lo aferraba era intrigante: con la mano derecha cerrada en un extremo, la izquierda apenas rozándolo.
Los dos hombres, recién llegados al aeropuerto de Barajas, no tuvieron que pasar por ningún control ni mostrar identificación alguna. Tampoco utilizaron el mismo túnel de acceso al aeropuerto que el resto de los pasajeros, sino una escalerilla adyacente. Allí los esperaba una furgoneta. El joven que la conducía era educado, cortés, simpático y deseaba practicar un poco su inglés de academia nocturna:
– En Madrid no hay tanto frío, ¿eh? Me refiero en esta época.
– Y que lo diga -respondió de buen humor el mayor de los dos hombres, un tipo alto y delgado de cabellos níveos, escasos en la coronilla, pero con algo de melena-. Me encanta Madrid. Vengo siempre que puedo.
– Por lo visto, en Milán sí que hacía frío -dijo el conductor. Sabía bien de dónde procedía el avión.
– Ciertamente. Pero, sobre todo, mucha lluvia. -Y luego, en un castellano chapurreado, el hombre mayor añadió-: Es agradable volver a buen tiempo español.
Ambos rieron. El conductor no escuchó la risa del otro hombre, el corpulento. Y, a juzgar por el aspecto y la expresión del rostro que había observado cuando subía a la furgoneta, decidió que casi era mejor no escucharla.
Si es que aquel tipo se reía alguna vez.
Empresarios -sospechó el conductor-. O un empresario y su guardaespaldas.
La furgoneta había dado un rodeo por la terminal. En aquel punto aguardaba otro tipo de traje oscuro, que abrió la portezuela y se apartó para dejar paso a los dos hombres. La furgoneta se alejó y el conductor no volvió a verlos.
El Mercedes tenía los cristales opacos. En el momento en que se acomodaron en los amplios asientos de piel, el hombre mayor recibió una llamada en el móvil que acababa de conectar.
– Harrison -dijo-. Sí. Sí. Espere… Necesito más datos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Quién es? -Extrajo del bolsillo del abrigo una pantalla flexible de ordenador, bastante menos gruesa que el propio abrigo, la desplegó sobre las rodillas como un mantel y pulsó en la superficie táctil mientras hablaba-. Sí. Ya. No, sin cambios: seguimos igual. Muy bien.
Pero cuando cortó la comunicación, nada parecía «muy bien». Arrugó los labios formando casi un punto mientras examinaba la pantalla iluminada y flácida sobre sus piernas. El hombre corpulento desvió la vista de la ventanilla y la observó también: mostraba una especie de mapa en color azul con puntos rojos y verdes que se movían.
– Tenemos un problema -dijo el hombre de pelo blanco.
– No sé si nos siguen -observó ella-, pero toma esa desviación y callejea un poco por San Lorenzo. Son calles estrechas. Quizá los confundamos.
Obedeció sin rechistar. Abandonó la autopista a través de un camino paralelo que le llevó a una urbanización laberíntica. Su coche era un Renault Scenic anticuado que carecía de ordenador y GPS, por lo que Víctor no sabía por dónde iba. Leyó los letreros de las calles como en un sueño: Dominicos, Franciscanos… El nerviosismo le llevó a relacionar aquellos nombres con alguna clase de designio divino. De repente un recuerdo asaltó por sorpresa su atribulada conciencia: los días en que llevaba a Elisa a su casa en su antiguo coche, el primero de los que había tenido, al salir de la Universidad Alighieri, cuando asistían al curso de verano de David Blanes. Eran tiempos más felices. Ahora las cosas habían cambiado un poco: tenía un coche mayor, daba clases en una universidad, Elisa estaba loca y, al parecer, armada con un cuchillo y ambos huían a toda leche de un peligro desconocido. Vivir significa esto -supuso-. Que las cosas cambien.
Entonces oyó el ruido del plástico y advirtió que ella había sacado a medias el cuchillo de la envoltura. Las luces de la calle arrancaban chispas de la hoja de acero inoxidable.
Sintió que el corazón le daba un vuelco. Peor: que se derretía o estiraba como un chicle empapado de saliva, aurículas y ventrículos formando una sola masa. Está loca -le vociferó el sentido común-. Y tú has dejado que entre en tu coche y te obligue a llevarla a donde quiera. Al día siguiente su automóvil aparecería en una cuneta, y él estaría dentro. ¿Qué le habría hecho ella? Quizá decapitarlo, a juzgar por el tamaño del arma. Le cortaría el cuello, aunque puede que antes lo besara. «Siempre te amé, Víctor, pero nunca te lo dije.» Y rrrrrrizzzzzsss, él oiría (antes de sentirlo realmente) el ruido del tajo en su carótida, el filo rebanando su gaznate con la precisión inesperada de una hoja de papel cortando la yema de un dedo.
Aun así, si está enferma, debo intentar ayudarla.
Giró por otra calle. Dominicos de nuevo. Estaban dando vueltas, como sus pensamientos.
– ¿Y ahora?
– Creo que ya podemos regresar a la autopista -dijo ella-. Dirección Burgos. Si aún nos siguen, me da igual. Solo necesito un poco de tiempo. -¿Para qué?, se preguntó él. ¿Para matarme? Pero ella se lo dijo de repente-: Para contártelo todo. -Hizo una pausa y agregó-: Víctor, ¿crees en el mal?
– ¿En el mal?
– Sí, tú que eres teólogo, ¿crees en el mal?
– No soy teólogo -murmuró Víctor, algo ofendido-. Leo cosas, tan solo.
Era cierto que al principio había querido matricularse oficialmente en alguna universidad y estudiar teología, pero luego había descartado la idea y decidido hacerlo por su cuenta. Leía a Barth, Bonhoeffer y Küng. Se lo había comentado a Elisa, y en otras circunstancias le habría halagado que ella sacara el tema. Pero en aquel momento lo único que pensaba era que la hipótesis de la locura estaba ganando puntos.
– Sea como sea -insistió ella-, ¿crees que hay algo maligno que va más allá de lo que pueda conocer la ciencia?
Víctor meditó la respuesta.
– Nada hay más allá de lo que pueda conocer la ciencia, salvo la fe. ¿Me estás preguntando por el diablo?
Ella no contestó. Víctor se detuvo en un cruce y volvió a girar hacia la autopista mientras pensaba a mucha más velocidad de la que imprimía a su vehículo.
– Soy católico, Elisa -añadió-. Creo que… existe un poder maligno y sobrenatural que la ciencia jamás podrá explicar.
Esperó cualquier clase de reacción preguntándose si habría metido la pata. ¿Quién podía saber lo que deseaba oír una persona trastornada? Pero la respuesta de ella le dejó desconcertado:
– Me alegra oírte decir eso, porque así creerás con más facilidad lo que voy a contarte. No sé si tiene que ver con el diablo, pero es un mal. Un mal espantoso, inconcebible, que la ciencia no puede explicar… -Por un instante pareció como si fuese a llorar de nuevo-. No tienes idea… No puedes comprender qué clase de mal, Víctor… No se lo he contado a nadie, juré no hacerlo… Pero ahora ya no puedo soportarlo más. Necesito que alguien lo sepa y te he elegido a ti…
A él le hubiese gustado responder como un héroe de película: «¡Hiciste lo correcto!». Aunque no le gustaban las películas, en aquel momento se sentía viviendo en una de terror. Pero lo cierto era que no podía hablar. Temblaba. No era nada figurado, ningún escalofrío interior, ningún tipo de hormigueo: temblaba, literalmente. Aferraba el volante con las dos manos, pero notaba que sus brazos se sacudían como si estuviese desnudo en medio de la Antártida. De repente le entraban dudas sobre la locura de Elisa. Ella hablaba con tanta seguridad que le horrorizaba oírla. Descubrió que era peor, mucho peor, que no estuviese loca. La locura de Elisa resultaba temible, pero su cordura era algo que Víctor aún no sabía si sería capaz de afrontar.
– No te pediré otra cosa, salvo que me escuches -continuó ella-. Son casi las once de la noche. Disponemos de una hora. Te agradecería que luego me dejaras en un taxi, si es que… eliges no acompañarme. -Él la miró-. Debo asistir a una reunión muy importante a las doce y media de esta noche. No puedo faltar. Tú puedes hacer lo que quieras.
– Te acompañaré.
– No… No lo decidas antes de oírme… -Se detuvo y respiró hondo-. Después puedes darme una patada y echarme del coche, Víctor. Y olvidar lo sucedido. Te juro que me parecerá bien silo haces…
– Yo… -susurró Víctor y tosió-. No voy a hacer eso. Adelante. Cuéntamelo todo.
– Empezó hace diez años -dijo ella.
Y de improviso, de forma muy fugaz pero inapelable, Víctor tuvo una intuición. Va a contarme la verdad. No está loca: lo que va a contarme es la verdad.
– Fue en aquella fiesta, a comienzos del verano de 2005, cuando tú y yo nos conocimos, ¿recuerdas?
– ¿La fiesta de inauguración de los cursos de verano de Alighieri? -Cuando me conoció a mí y a Ric, pensó-. Me acuerdo bien, pero… no sucedió nada en aquella fiesta…
Elisa lo miraba con los ojos muy abiertos. Su voz tembló:
– Esa fiesta fue el comienzo, Víctor.