Epílogo

No había niebla ni oscuridad.

Sin embargo, dentro de sus mentes todo era distinto.

La destrucción a su alrededor era horrible. El interior de los barracones consistía en un caos de metal, cristal, madera y plástico, incluyendo a SUSAN, cuyo dorso de metal presentaba tantas abolladuras como si la mano de un niño gigantesco lo hubiese estrujado tras cansarse de jugar con él; en el exterior, los helicópteros habían sido arrasados como por el estallido de bombas. Aunque nada parecía verdaderamente quemado, todo despedía olor a humo y todo estaba inservible, como tras el paso de algún ejército devastador. Por fortuna, parte de las provisiones de los soldados eran utilizables. La mayoría eran latas y ellos no contaban con ningún abrelatas, pero él se las ingenió para agujerearlas y arrancar las tapas. Un problema insospechado fue la bebida: hallaron solo dos botellas de agua potable. Pero esa tarde la congregación de nubes soltó una descarga y pudieron recoger varios cubos de agua de lluvia. Se lavaron, y decidieron no retirarse a descansar. Ninguno de los dos lo dijo, pero no deseaban separarse.

Cuando cayó la noche, no resultó fácil moverse por ella: carecían de electricidad, ninguna batería había sobrevivido intacta y durante las primeras horas no quisieron hacer fuego. De modo que se sentaron afuera, junto a la pared del tercer barracón, y se dedicaron a buscar un reposo imposible.

Con las necesidades más básicas resueltas, ella le preguntó por los cadáveres. Habían encontrado varios, dentro y fuera de la estación científica. A los soldados y a Harrison solo fueron capaces de reconocerlos por el vestuario, ya que eran simples siluetas de ropa plana arrojadas al suelo. Pero a ella también le interesaba saber qué harían con los cuerpos de Víctor, Blanes y el soldado del pasillo, así como con los restos de Jacqueline.

Ambos estaban de acuerdo en que debían enterrarlos a todos, pero diferían sobre el momento más indicado para hacerlo. Él quería esperar (estaban agotados, esgrimió como excusa, y al día siguiente los rescatarían), ella no. Tuvieron la primera discusión. No fue muy intensa, pero los sumió en el silencio. Entonces ella le oyó decir, quizá para excusarse:

– ¿Cómo sigue la herida?

Se contempló el vendaje improvisado que él le había hecho en el muslo. Le dolía de manera espantosa, pero no quería quejarse. Estaba segura de que le quedarían marcas para siempre, durara cuanto durara ese «siempre». Pese a todo, dijo:

– Bien. -Y cambió de postura-. ¿Y la suya?

– Bah, apenas fue un rasguño. -Se palpó la venda que ceñía sus sienes.

Por un instante ninguno de los dos volvió a hablar. Tenían la vista perdida en el mar y la noche. Había dejado de llover y la atmósfera era despejada y tibia.

– Aún no comprendo cómo… cómo eso no acabó también con nosotros -dijo Carter suavemente.

Ella lo miró. Carter seguía igual que por la mañana, cuando se le apareció con aquel rifle y el mismo miedo que ella dibujado en el rostro, o quizá más. A esas alturas casi se reía al recordar su pálida expresión iluminada por un sol que apenas había avanzado, uno de los ojos cerrados y el otro puesto en la mira del rifle, al tiempo que le preguntaba a grito pelado qué demonios había sucedido.

Buena pregunta.

Ella no fue capaz de contárselo en aquel momento (sangraba, se sentía débil), solo le había dicho que creía que todo había terminado.

Carter le había explicado que Harrison había fallado al dispararle y ni siquiera se había dado cuenta. Él había permanecido inmóvil en el suelo, y cuando Harrison se alejó probó a levantarse. «En ese momento me pareció que todo se venía abajo… Empecé a oler a quemado. Entré en la sala de control y vi a su amigo muerto de un balazo y al viejo convertido en una especie de… ceniza en el suelo. Afuera había otros cadáveres de soldados en el mismo estado… Entonces fui a la playa y la vi a usted.»

Elisa ya se sentía capaz de ofrecerle su propia explicación.

– Hubiese podido matarnos -dijo-. De hecho, lo iba a hacer. Extrajo la energía de las máquinas y me atacó. Yo era la siguiente, o quizá era David, pero David ya había muerto, y me atacó a mí… Sin embargo, tuvo que interrumpirse para extraer la energía de los seres vivos. A usted no le afectó, porque dentro de su cuerda de tiempo usted era su siguiente víctima… Lo curioso es que a Víctor tampoco le afectó: quizá estábamos equivocados al suponer que el desdoblamiento podía matarse a sí mismo. Sea como fuere, cuando interrumpió el ataque durante una fracción de segundo, Víctor recibió la bala y murió…

– Y esa cosa murió con él -asintió Carter-. Ya comprendo.

Elisa miró el cielo negro y sintió un gran peso en el pecho. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de liberarse de aquel peso, al menos del todo, pero podía intentarlo.

– Escuche -dijo-. Tiene razón, estoy extenuada. Pero voy a enterrarlos ahora, como pueda… No tiene que ayudarme.

– No voy a ayudarla -replicó Carter.

Sin embargo, se levantó junto con ella. Pero entonces ella descubrió que se encontraba muy mal. Le dolía demasiado la herida. Accedió a posponer aquellos funerales y volvieron a sentarse en la arena.

Tendrían que aguardar así a que viniera el nuevo día. Y, mientras tanto, ella rezaría por estar equivocada.

Porque, conforme la noche avanzaba, se sentía cada vez más segura de que no podrían salvarse.


– ¿Tiene hora?

– No. Mi reloj no tiene pila y los demás se han parado a las 10.31, ya se lo dije. Serán cerca de las cuatro de la madrugada. ¿No puede dormir? -Elisa no contestó. Después de una pausa él añadió-: De joven aprendí a conocer la hora sin reloj, por la altura del sol y la luna, pero es necesario que el cielo esté muy despejado… -Alzó el brazo hacia las nubes, que resplandecían débilmente-. Así es imposible.

Ella lo miró con el rabillo del ojo. Sentado en la arena con la espalda apoyada en la pared del barracón y envuelto en la oscuridad de la noche, Carter parecía casi irreal, aunque a ella le constaba que la forma en que había devorado las conservas nada tenía de ficticia.

– ¿Qué le preocupa? -dijo él de repente.

– ¿Cómo?

La mirada de Carter se clavó en la suya.

– Le aseguro que, en ocasiones, las personas son más fáciles de conocer que el cielo. Usted está preocupada por algo. No es solo el dolor por la pérdida de sus amigos. Está pensando en algo. ¿Qué es?

Elisa meditó la respuesta.

– Pensaba en cómo íbamos a salir de aquí. Ningún aparato eléctrico funciona, ni radios ni transmisores… Las provisiones aprovechables son escasas. Pensaba en eso. ¿De qué se ríe?

– No somos náufragos en una isla perdida. -Carter sacudió la cabeza y volvió a soltar aquella risita grave-. Ya se lo expliqué: Harrison esperaba que la delegación científica viniera mañana a primera hora… Eso, sin contar con que en la base deben de estar preguntándose por qué Harrison y su equipo no responden a las llamadas. Confíe en lo que le digo: como muy tarde, al amanecer vendrán a por nosotros. Si es que no aparecen antes.

Mañana. Antes. Elisa flexionó la única pierna que podía mover sin sentir dolor. Las rachas de viento procedente del mar empezaban a ser frías, pero por nada del mundo hubiese entrado en los barracones a pasar el resto de la noche. Si acaso, buscaría algo que ponerse sobre la camiseta, o le pediría a Carter que hiciera una fogata. No era el frío precisamente lo que le preocupaba.

– Ya sé que no confía en mí -dijo Carter tras un hosco silencio-, y no se lo reprocho. Si le sirve de algo, le diré que yo tampoco confío en usted. Yo soy para usted una especie de matón descerebrado, pero ustedes, los sabios, no son otra cosa para mí que un montón de mierda, y perdone mi franqueza. Y me quedo corto, teniendo en cuenta lo sucedido… De modo que más vale que nos contemos los secretitos, ¿de acuerdo? Las sospechas de cada cual. Usted sospecha algo.

Miró a Carter a los ojos y pudo distinguir el fiero brillo de sus pupilas en la oscuridad. Oía una respiración, pero solo era la suya, como si Carter la estuviera conteniendo hasta que ella hablara.

– Sea sincera -la instó él-. Usted cree que… eso… esa cosa… no ha muerto…

– Sí, ha muerto. -Elisa desvió la vista hacia las nubes y la muralla negra del mar-. Zigzag era un desdoblamiento de Víctor, y Víctor ha muerto. De eso no me cabe duda.

– ¿Entonces?

Ella tomó aire y cerró los ojos. A fin de cuentas, necesitas contárselo a alguien.

– No sé lo que ha podido… ocurrir -gimió.

– ¿Ocurrir? ¿Con qué?

– Con todo. -Hizo esfuerzos por no echarse a llorar.

– No entiendo.

– Zigzag extendió el área de su cuerda de tiempo hasta una distancia inconcebible: la isla, el mar, el cielo… Ignoro si ese entrelazamiento ha tenido algún efecto sobre el tiempo presente… Ningún reloj funciona, estamos aislados… No podemos saber si algo ha cambiado fuera, ¿comprende?

– Espere un momento… -Carter se removió, acercándose más a ella-. ¿Quiere decir que estamos viviendo en otro… mundo u otra época… o algo así? -Elisa no respondió. Mantenía los ojos cerrados-. Use su sentido común, por Dios. Míreme a mí. ¿Acaso he cambiado? No soy más viejo ni más joven. ¿No le basta con eso?

Por un instante el silencio entre ambos se asemejó a la oscuridad: lo llenaba todo, cada forma, cada resquicio; se agolpaba en sus rostros.

– Soy física -dijo Elisa entonces-. Solo conozco las leyes de la física. El universo se rige por ellas, no por nuestra intuición o sentido común… Mi sentido común y mi intuición me dicen que… estoy en Nueva Nelson, en el año 2015, junto a usted, y que solo han pasado trece o catorce horas desde el ataque de Zigzag. Pero el problema consiste en que… -Hizo una pausa y tomó aliento-. Si las cosas han cambiado, las leyes físicas pueden haber cambiado también. Así que no puedo saber lo que dicen ahora. Y necesito saberlo, porque solo ellas dicen la verdad.

Tras otra larga pausa, oyó la voz de Carter casi remota:

– ¿Acaso cree que esto que nos rodea… no es real? ¿Cree que yo tampoco soy real, que voy a desaparecer de un momento a otro, que soy un sueño suyo?

Elisa no respondió. Ignoraba qué podía decir. De improviso el ex militar se levantó y desapareció por la esquina del barracón. Regresó poco después, silencioso, y arrojó a la arena un objeto. Ella lo miró: un reloj de manecillas.

– Se ha parado -dijo Carter-. Era el reloj de su amigo, me acordé de que me dijo que era de cuerda… Pero también se ha parado a las diez y un minuto. Quizá se golpeó cuando cayó al suelo… Mierda… -Se acercó a Elisa y le habló al oído, la voz convertida en un susurro violento-. ¿Cómo quiere que se lo demuestre…? ¿Cómo quiere que le demuestre mi realidad, profesora? Se me ocurren un par de cosas que… quizá se lo demostrarían sin lugar a dudas… ¿Eh? ¿Eh?

De pronto escuchó algo que la dejó completamente petrificada.

Llanto.

Permaneció inmóvil mientras oía llorar a Carter. Era horrible oírle llorar. Pensó que a él también debía de parecerle horrible. Se entregaba al llanto como si fuese una bebida, una botella que deseara apurar hasta el final. Lo vio alejarse por la arena: una forma robusta subrayada por líneas blancas, débiles pinceladas de luna.

– La odio… -murmuró Carter entre las pausas de las lágrimas. Súbitamente, se puso a gritar-: ¡Los odio a todos ustedes, putos científicos! ¡Quiero vivir! ¡Dejadme vivir en paz!

Mientras veía a Carter alejarse, Elisa cerró los ojos por fin y cayó en el sueño como si se hubiese desmayado.


El ruido que la despertó provenía de la verja: vio a Carter saliendo en dirección a la playa cargado con algo. Había amanecido ya, y la temperatura era algo más fría, pero ella estaba cubierta con una manta de mochila. El ex militar, al parecer, deseaba mostrarle su amabilidad, y de alguna manera Elisa sintió remordimientos al recordar su llanto de la noche previa.

Apartó la manta y se levantó, pero casi gritó cuando el dolor del muslo le dijo que también se había despertado con ella y se disponía a hacerle compañía durante todo el tiempo que fuese preciso. No sabía cómo tenía la herida, sin duda peor. En todo caso, no quería saberlo. Un mareo repentino la obligó a buscar la muleta de la pared. Sentía un hambre violenta, incontenible.

Se dirigió a los barracones guiada por la reciente claridad. El sol consistía en un punto concreto del horizonte y las nubes más densas se habían apartado hacia el sur revelando un cielo cada vez más azul. Pero aún debía de ser muy temprano.

En el barracón, algunas mochilas habían sido abiertas. Por lo visto, Carter también había sentido hambre. Encontró galletas y chocolatinas, y las devoró con auténtica ansia. Luego halló agua en una cantimplora. Tras resolver aquellas necesidades, se dirigió cojeando a la playa.

El mar estaba tranquilo y despejado. La luz revelaba distintas franjas de azul sobre su dorso. Frente a ese inmenso decorado, Carter se afanaba como una hormiga. Había hecho dos fogatas y se disponía a encender una tercera. Las tres se hallaban en línea frente a la orilla. Elisa se acercó y lo vio trabajar.

– Siento lo de anoche -dijo él por fin, sin mirarla, concentrado en su tarea.

– Olvídelo -dijo Elisa-. Gracias por la manta. ¿Qué está haciendo?

– Tomando precauciones, simplemente. Supongo que saben dónde nos encontramos, pero una ayuda adicional nunca está de más, ¿no cree? ¿Le importaría situarse delante de mí? Con este viento es muy difícil encender las cerillas…

– A estas horas ya deberían haber llegado -dijo ella escrutando el azul en el límite de su mirada.

– Depende de muchas circunstancias. Pero estoy seguro de que aparecerán.

Las ramas empezaron a arder. Carter las contempló un instante; luego se levantó y se reunió con ella en la orilla.

Elisa miraba el mar, hipnotizada: el mecanismo incesante de la ola que llega y se repliega dejando un joyero de espuma que la siguiente ola se encarga de recubrir. Recordó aquel mar paralizado en el tiempo, de aristas de cristal y alambres de nieve, y se estremeció de horror y asco. Se preguntó qué habría pensado Carter de haber visto algo parecido.

– ¿Aún sigue creyendo que todo es un sueño suyo, profesora? -dijo Carter. Había desenvuelto una barra de chocolate y le daba grandes mordiscos. Restos de chocolate destacaban sobre su barba y bigote-. Bah, piense lo que quiera. Yo no soy científico, pero sé que estamos en 2015, y que hoy es lunes dieciséis de marzo, y que vendrán a por nosotros… Usted piense lo que quiera con su privilegiada cabeza. Yo le digo lo que sé.

Elisa siguió mirando el horizonte vacío. Recordaba las palabras de uno de sus profesores de física de la universidad: «La ciencia es la única que sabe, la única que emite un veredicto. Sin ella, seguiríamos creyendo que el sol gira a nuestro alrededor y la Tierra no se mueve».

– ¿Quiere que apostemos algo? -continuó Carter-. Estoy seguro de que ganaré. A usted le habla el cerebro, a mí el corazón. Hasta ahora hemos estado confiando en el primero, y ya ve en qué lío nos ha metido… -Hizo un gesto con la cabeza hacia los barracones-. Ya ha comprobado de qué cosas es capaz su maravilloso cerebro. ¿No le parece que ya es hora de confiar en el corazón, profesora?

Elisa no respondió.

La ciencia es la única que sabe.

Oyó a Carter reír suavemente, pero no lo miró.

Siguió oteando el cielo, que continuaba tan inmóvil y vacío como si el tiempo se hubiese detenido.

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