Los científicos no persiguen la verdad: es la verdad
la que les persigue a ellos
KARL SCHLECTA
Madrid,
21 de diciembre de 2011,
20.32 h
La noche era muy fría, pero la pantalla del climatizador de su apartamento se mantenía invariablemente en veinticinco grados. Ella estaba en la cocina preparándose la cena. Se hallaba descalza, las uñas de los pies y las manos cuidadosamente pintadas de rojo, el cabello negro y sedoso lanzando reflejos de peluquería reciente, maquillada, con una bata morada hasta las rodillas y ropa interior muy sexy de encaje negro, sin medias. Su teléfono móvil parloteaba por el altavoz, colocado sobre un pedestal electrónico. Era su madre: esas navidades las pasaría en la casa de Valencia junto a Eduardo, su actual compañero, y deseaba saber si Elisa iría a verlos por Nochebuena.
– No es que quiera presionarte, Eli, entiéndeme… Haz lo que quieras. Aunque supongo que siempre has hecho lo que has querido. Y también sé que las fiestas no te importan demasiado…
– Deseo ir, mamá, en serio. Pero no puedo decírtelo aún con seguridad.
– ¿Cuándo lo sabrás?
– Te llamaré el viernes.
Estaba haciendo escalivada, y en aquel momento conectó el extractor y volcó el contenido de un mortero en la sartén ya calentada. Un rabioso chisporroteo la hizo retroceder. Tuvo que subir el volumen del altavoz.
– No quiero estropearte ningún plan, Eli, pero me parece que, si no tienes nada en perspectiva… En fin, deberías hacer un esfuerzo… Y que conste que no lo digo por mí. No del todo. -La voz vaciló-. Eres tú la que necesitas compañía, hija. Siempre has sido un bicho solitario, pero lo que te ocurre ahora es diferente… Una madre nota esas cosas.
Apartó la sartén del fuego, sacó la fuente del horno y roció; las verduras con el contenido de la sartén.
– Llevas meses, más bien años, bastante apartada de todo. Pareces abstraída, como si estuvieras en otro sitio mientras te hablan. La última vez que viniste a casa, el domingo que almorzamos juntas, te juro que llegué a pensar que… no eras la misma.
– ¿La misma que quién, mamá?
Cogió una botella de agua mineral del frigorífico y una copa y se dirigió al salón pisando la mullida alfombra. Podía oír perfectamente el teléfono desde allí.
– La misma que eras cuando vivías conmigo, Elisa.
No tuvo necesidad de encender ninguna luz: todas las luces de su casa estaban encendidas, incluyendo las de las habitaciones que no pensaba utilizar en aquel momento, como el cuarto de baño o el dormitorio. Pulsaba los interruptores en cuanto el sol menguaba. Pagaba una fortuna por aquella costumbre, sobre todo en invierno, pero la oscuridad era una de las cosas que no podía soportar. Dormía siempre con un par de lámparas encendidas.
– Bueno, no me hagas mucho caso -decía su madre-, no te he llamado para criticarte… -Pues lo parece, pensó ella-. Tampoco quiero que te sientas forzada. Si ya tienes un plan con alguien… Ese chico del que me hablaste… Rentero… solo debes decírmelo y ya está. No me enfadaré, todo lo contrario.
Qué astuta eres, mamá. Dejó la copa y la botella en la mesa, frente al televisor de pantalla plana que mostraba imágenes sin voz. Luego regresó a la cocina.
Martín Rentero había sido profesor de informática en Alighieri hasta ese año, en que había obtenido una plaza en la Universidad de Barcelona y se había trasladado a esa ciudad. Pero la semana anterior había ido a Madrid para asistir a un congreso y Elisa había vuelto a verle. Era un tipo de espeso cabello y bigote negros, consciente de su atractivo. Durante los años en Alighieri había invitado a cenar a Elisa un par de veces y le había confesado cuánto le gustaba ella (no era la primera vez que un hombre le confesaba eso). Al encontrarse de nuevo con él, no le cupo duda alguna de que volvería a la carga. En efecto, nada más verla le propuso salir el fin de semana, pero ella tenía que asistir a la cena de Navidad con sus compañeros de Alighieri. Entonces Rentero había dado un paso decisivo: había planeado alquilar una casa en los Pirineos, podían pasar las fiestas allí. ¿Qué le parecía?
Eso sonaba demasiado fuerte para ella, se lo estaba pensando. Martín le agradaba, y sabía que necesitaba compañía. Pero, por otra parte, tenía miedo.
No miedo de Martín sino por Martín: miedo de lo que pudiese ocurrir con él si ella se alteraba, si sus «manías» la llevaban a perder los estribos, si sus cuantiosos temores la traicionaban.
Le daré largas, igual que a mamá. No quiero comprometerme con nadie. Apagó el horno y cogió la fuente de la escalivada.
– Si tuvieras algún plan, no harías mal en decírmelo.
– No, mamá, ninguno.
En ese instante el teléfono del salón repicó. Se preguntó quién podía ser. No esperaba ninguna otra llamada esa noche, y no la deseaba, porque pensaba dedicar algunas horas a «jugar» antes de acostarse. Consultó el reloj digital de la cocina y se tranquilizó: aún disponía de tiempo.
– Perdona, luego te llamaré, mamá. Me están llamando por el otro teléfono…
– No te olvides, Eli.
Desconectó el móvil y se dirigió al comedor mientras pensaba que lo más seguro era que se tratase de Rentero, a causa del cual su madre la estaba sometiendo a aquel tercer grado. Descolgó antes de que su contestador automático se pusiera en marcha.
Hubo una pausa. Un ligero zumbido.
– ¿Elisa…? -Una mujer joven, con acento extranjero-. ¿Elisa Robledo? -La voz temblaba, como si procediera de un lugar mucho más frío que el interior de su apartamento-. Soy Nadja Petrova.
De algún modo, por algún misterioso contagio a través de los kilómetros de cable y el océano de ondas, el frío de aquella voz se transmitió a su cuerpo apenas vestido.
– ¿Cómo se siente este mes?
– Como el anterior.
– ¿Eso significa «bien»?
– Eso significa «normal».
A decir verdad, no era que hubiese olvidado lo ocurrido en ningún momento. Pero el paso del tiempo tenía algo de capa forrada de lana para proteger un interior desnudo y aterido. El tiempo no mitigaba nada, creía comprender, esa idea era falsa: lo que hacía era ocultar. Los recuerdos seguían allí, intactos en su interior, sin aumentar ni disminuir de intensidad, pero el tiempo los disfrazaba, al menos a los ojos ajenos, como una superficie de hojas otoñales podría camuflar una tumba, o como la propia riqueza de la tumba cubre el ovillo de gusanos.
Sin embargo, no le daba demasiada importancia a todo eso. Habían pasado seis años, tenía veintinueve, había conseguido una plaza fija de profesora en una universidad y se dedicaba a enseñar lo que le gustaba. Vivía sola, cierto, pero independiente, con piso propio, sin deberle nada a nadie. Ganaba lo suficiente para permitirse cualquier clase de pequeño capricho, hubiese podido viajar de haber querido (no quería) o tener más amigos (tampoco). Lo demás… ¿A qué se reducía lo demás?
A sus noches.
– ¿Sigue con pesadillas?
– Sí.
– ¿Todas las noches?
– No. Una o dos cada semana.
– ¿Podría contárnoslas?
– ¿Elisa? ¿Podría contarnos sus pesadillas?
– No las recuerdo bien.
– Cuéntenos algún detalle que recuerde…
– ¿Elisa?
– Oscuridad. Siempre hay oscuridad.
¿Qué más? Tenía que vivir con las luces encendidas, claro, pero otras personas no podían entrar en ascensores ni atravesar plazas hormigueantes de gente. Había hecho instalar puertas reforzadas, persianas blindadas, cerraduras electrónicas y alarmas domóticas que la protegían de cualquier intento de intrusión. Pero, en fin, los tiempos eran muy malos. ¿Quién podía reprochárselo?
– ¿Y las «desconexiones»? ¿Recuerda este término? Esos momentos en los que se pone a soñar despierta…
– Sí, las tengo, pero mucho menos que antes.
– ¿Cuándo fue la última?
– Hace una semana, viendo la televisión.
Una vez al mes varios especialistas de Eagle viajaban a Madrid para someterla a un chequeo en secreto: análisis de sangre y orina, radiografías, pruebas psicológicas y una larga entrevista. Ella se dejaba hacer. El lugar donde la citaban no era una clínica sino un piso de Príncipe de Vergara con una decoración anodina. Los análisis y las radiografías se las hacía la semana previa en el consultorio de un médico particular, de modo que los especialistas contaban con los resultados cuando ella los veía. Aquellas citas le costaban mucho esfuerzo, porque se prolongaban durante casi todo el día (pruebas psicológicas por la mañana y entrevista por la tarde) obligándola a interrumpir las clases, pero había llegado a acostumbrarse, incluso a necesitarlas; al menos, eran gente con la que podía hablar.
Los especialistas atribuían sus pesadillas a efectos residuales, del Impacto. Afirmaban que a otros miembros del equipo les sucedía lo mismo, explicación que, para su sorpresa, lograba tranquilizarla.
No había vuelto a hablar con ninguno de sus compañeros,: no solo porque se había comprometido a no hacerlo, sino porque, a esas alturas, ya había dejado de importarle seguirles el rastro. Pero había ido coleccionando noticias dispersas a lo largo de los años. Por ejemplo, sabía que Blanes no daba señales de vida en el mundo científico y se hallaba recluido en Zurich; corría rumor de que estaba muy afectado por el cáncer que padecía su antiguo mentor, ya jubilado, Albert Grossmann. A Marini y Craig, por lo que a ella respectaba, bien podía habérselos tragado la tierra, aunque había oído que Marini ya no daba clases. Sus últimas informaciones apuntaban a que Jacqueline Clissot y Reinhard Silberg también se habían retirado de la circulación académica, y Clissot, en concreto, había caído «enferma» (pero qué podía ser su mal, nadie parecía saberlo). En cuanto a Nadja, le había perdido la pista del todo. Y ella misma…
– Se encuentra cada vez mejor, Elisa. Le vamos a dar una buena noticia: a partir del año que viene, nuestras visitas serán cada dos meses. ¿Le alegra?
– Sí.
– Feliz Navidad, Elisa. Que el año 2012 le traiga todo lo mejor.
Bueno, allí estaba, aquella noche de diciembre, vestida con una bata y unos encajes de Victoria's Secret, disponiéndose a tomar escalivada para cenar antes de dedicarse a su «juego» del Señor Ojos Blancos, y escuchando, de repente, la voz de su pasado.
Había una foto. Mostraba a un hombre aún joven pero de aspecto demacrado, rala barba gris y gafas de montura de alambre, junto a una mujer bonita, aunque de cara algo redonda, que cargaba a un niño de pelo revuelto y rubio de unos cinco años de edad. El niño, desafortunadamente, había heredado la misma redondez facial de su madre. La madre y el niño sonreían sin reparos (al niño le faltaban dientes), mientras que el hombre permanecía serio, como si se hubiese visto forzado a posar para no enfadar a nadie. Habían sido fotografiados en un jardín; al fondo había una casa.
Imaginaba escenas al mirar aquella foto. Por descontado, la noticia no ofrecía tales detalles, y ella sabía que su fantasía los inventaba, como inventaba las perversas palabras del Señor Ojos Blancos, pero aun así aquellas escenas saltaban a su conciencia como fotos con flash.
Le sacaron los ojos. Cortaron sus genitales. Le amputaron brazos y piernas. El niño lo vería todo. Le obligarían a mirar. «Mira lo que hacemos con papá… ¿Reconoces a papá ahora?»
Estaba sentada en la alfombra, frente al televisor, con las piernas encogidas y entrelazadas cubiertas a medias por la bata, como si se dispusiera a adoptar la postura del loto. Pero no usaba la televisión sino el teclado de Internet adosado al receptor. La página pertenecía a un canal británico de noticias de última hora. Era el único lugar donde había aparecido, le había dicho Nadja, quizá porque se trataba de un suceso reciente.
– Qué horror, pobre Colin… Pero… -Se detuvo sin querer añadir: «Pero no entiendo por qué me llamas tres días antes de Navidad para decirme esto».
– Hay cosas que la noticia no especifica y que a Jacqueline le contaron -dijo Nadja desde el altavoz del teléfono inalámbrico-. A la esposa de Colin la encontraron de madrugada corriendo por la carretera, gritando… Así fue como supieron que había ocurrido algo. Al niño lo hallaron en el jardín trasero de la casa: había pasado toda la noche a la intemperie y presentaba síntomas graves de congelación… Es lo que no entiendo, Elisa. ¿Por qué abandonó a su hijo pequeño en la casa sin llamar a la policía ni a nadie? ¿Qué clase de… de cosa ocurrió?
– Aquí dice que entraron unos hombres y los amenazaron. Eran criminales peligrosos, ex convictos… Estaban drogados y querían dinero… Quizá ella pudo huir.
– ¿Abandonando a su hijo en la casa?
– Los que atacaron a Colin la obligarían a hacerlo. O sintió pánico. O enloqueció. Determinadas experiencias pueden… pueden…
Sangre por todas partes: en el techo, las paredes, el suelo. El niño en el jardín, abandonado. La madre corriendo por el arcén. ¡Ayuda, por favor! ¡Ayuda! ¡Ha entrado una sombra en mi casa!¡ Una sombra que quiere devorarnos! ¡No veo su rostro, solo su boca! ¡Y es ENOOOOOORMEEEEE!
– A Jacqueline le han dicho que la casa está rodeada de soldados.
– ¿Qué?
– Soldados -repitió Nadja-. Nadie sabe qué hacen allí. Policías de paisano, pero también soldados, personal sanitario, gente con mascarilla… Las ventanas han sido bloqueadas y no te puedes acercar ni a un kilómetro. Y todo se ha agravado con el corte de luz. Anoche hubo un apagón en los alrededores de Oxford. Todavía dura. Afirman que fue debido a un cortocircuito en la planta que abastece a la ciudad. ¿Te suena de algo, Elisa?
Entró la oscuridad, y el abeto se apagó. Se apagaron las bombillas que rodeaban el calcetín del niño, donde Father Christmas iba a dejar sus regalos la noche del 24. La familia Craig estaba en casa, y la oscuridad penetró como un ciclón.
Seguía vivo mientras le arrancaban el rostro. El niño lo vio todo.
– Con Rosalyn se apagaron las luces de la estación… y con Cheryl Ross las de la despensa… Y hay otro detalle en el que no habíamos caído, Elisa: la luz del cuarto de baño de Rosalyn, la mía y la tuya… ¿Recuerdas? Las tres tuvimos aquel sueño… y las tres sufrimos cortes de luz en nuestros baños…
Coincidencias. Voy a contarte otra coincidencia.
– No podemos extraer conclusiones sobre eso, Nadja… La física no relaciona los sueños con la energía eléctrica.
– ¡Lo sé! Pero el miedo no depende de la lógica… Tú razonas mucho, y me tranquilizas con tu lógica, pero cuando Jacqueline me llamó para contarme lo de Colin, yo… He pensado que… lo de la isla no ha terminado todavía… -Un sollozo.
– Nadja…
– Ahora le ha tocado a Colin… como antes a Rosalyn, a Cheryl y a Ric… Pero es lo mismo, y tú lo sabes.
– Nadja, cielo… ¿Lo has olvidado? Fue Ric Valente quien hizo aquello. Ahora está muerto.
Hubo un silencio. La voz de Nadja surgió como un gemido:
– ¿Realmente crees que fue él quien las mató, Elisa? ¿Realmente lo crees?
No, no lo creo. Decidió no contestar. Se frotó los muslos desnudos. Los números que destellaban en la pantalla de la televisión le indicaban que solo le quedaba una hora antes de que él «llegara». Su «juego» era un ritual que no podía posponer, un hábito, como morderse las uñas. Solo debía quitarse la bata y aguardar. Tengo que colgar.
– Jacqueline y yo hemos hablado de algo más. -El cambio de tono de su antigua amiga la alarmó-. Dime una cosa. Dímela con toda sinceridad, con el corazón en la mano… Dime si no es verdad que tú… tú te… te preparas… para él. -Ella escuchaba, sentada en la alfombra, inmóvil-. Elisa, dímelo, por lo que más quieras, por nuestra antigua amistad… ¿Te da vergüenza? A mí también, mucha… Pero, ¿sabes qué? ¡El miedo, Elisa! ¡El miedo que tengo supera mi vergüenza… -Ella escuchaba: no podía moverse, ni siquiera pensar, solo escuchar aquellas palabras-. Ropa interior especial…, quiero decir, provocativa, y siempre de color negro… Quizá te gustase antes usarla o quizá no, pero ahora la usas con mucha frecuencia, ¿verdad? Y a veces no te pones nada… Dime si no es cierto que a veces sales a la calle sin ropa interior, sin haber tenido jamás esa costumbre… Y por las noches… ¿no sueñas con…?
No, lo que Nadja insinuaba no era cierto. Sus «juegos» eran meras fantasías, por supuesto. Podían estar influidos por ciertas experiencias desagradables ocurridas seis años antes, pero solo eran fantasías, al fin y al cabo. Y el hecho de que Nadja «jugara» a cosas parecidas, o de que a Craig lo hubiesen asesinado la noche previa, no tenía nada que ver con ella. Nada en absoluto.
– ¿Sabes… sabes cómo es ahora la vida de Jacqueline? -continuó Nadja-. ¿Sabías que abandonó a su familia hace cuatro años, Elisa? A su esposo y a su hijo… Incluso su profesión… ¿Quieres saber cómo ha sido su vida desde entonces? ¿Y la mía? -Ahora Nadja también lloraba abiertamente-. ¿Te cuento todo lo que hago? ¿Quieres saber cómo vivo, y qué hago a solas?
– Se supone que no debemos hablar, Nadja -interrumpió Elisa-. Tenemos entrevistas mensuales. En ellas puedes…
– ¡Nos mienten, Elisa! ¡Sabes que nos están engañando desde hace años!
Si él llega y no estás preparada… Si no lo aguardas como debes…
Miró hacia un punto del salvapantallas, que mostraba las fases de una luna blanca, casi espectral. Blanca como unos ojos blancos. Un escalofrío la recorrió, haciéndola tiritar bajo la bata, el costoso peinado de peluquería y el maquillaje. Pero es absurdo. Se trata de un juego. Puedo hacer lo que me apetezca.
– ¡Elisa, estoy muy asustada!
Tomó la decisión en ese mismo instante.
– Nadja, me has dicho que estás en Madrid, ¿verdad?
– Sí… Una amiga española me ha dejado su apartamento por navidades… Pero me marcho este viernes a pasar la Nochebuena en San Petersburgo, con mis padres.
– Pues mejor. Iré a buscarte esta noche y cenaremos en un buen restaurante. ¿Qué te parece? Invito yo. -Oyó una risita. Nadja seguía riéndose como cuando se habían conocido, con idéntica y cristalina transparencia.
– De acuerdo.
– Pero con una condición: que me prometas que no vamos a charlar de cosas desagradables.
– Te lo prometo. ¡Tengo tantas ganas de verte, Elisa!
– Y yo a ti. Dime dónde estás. -Abrió el callejero de su ordenador. Era un piso en Moncloa, podía llegar allí en media hora.
Cuando se despidieron, apagó la televisión, guardó la escalivada intacta en la nevera y se dirigió al dormitorio. Mientras se quitaba la ropa interior que destinaba al «juego» y la guardaba en el armario titubeó un poco, ya que prácticamente nunca cambiaba de planes cuando sentía deseos de «recibirle». (Si él llega y no estás preparada… Si no lo aguardas como debes…) Pero aquella llamada y la terrible noticia de Colin le habían dejado un poso de extraños interrogantes que necesitaban respuesta.
Eligió un conjunto de sujetador y bragas color beige, un jersey y unos vaqueros.
Iría a ver a Nadja.
Tenía mucho que hablar con ella.
La luz surgió tras un parpadeo. Procedía de una gruesa barra fluorescente en lo alto del espejo del lavabo y revelaba cada ángulo, cada resquicio del azulejo naranja. Sin embargo, Nadja Petrova encendió, además, una lámpara portátil con bombilla de cinco vatios y batería recargable, y la depositó sobre un taburete junto a la ducha. Nunca viajaba sin aquellas lámparas, y disponía también de tres linternas preparadas en su maleta.
Se alegraba de haber llamado a Elisa, aunque no le había resultado fácil hacerlo. Pese a que la verdadera razón de haber aceptado la invitación de Eva, la dueña del piso, había sido la de encontrarse con su antigua amiga, ya llevaba una semana en Madrid y solo había decidido telefonearle tras enterarse de la muerte de Colin Craig. Incluso entonces albergaba dudas. No debería haberlo hecho. Nos comprometimos a no hablar entre nosotros. Su culpa se atenuaba, sin embargo,.con la urgencia de la situación. Si antes había pretendido reanudar una amistad, ahora necesitaba de la presencia de Elisa y de sus consejos. Quería oír su opinión siempre tranquilizadora sobre lo que tenía que contarle.
Una explicación lógica: eso necesitaba. Algo que pudiese explicar todo lo que le estaba ocurriendo.
Se dirigió a su cuarto, cuya luz se hallaba encendida, como las del resto de la casa. Eva lo lamentaría a fin de mes, pero ella se había propuesto compensarla con algo de dinero. Dos años antes, en el edificio de París donde vivía, hubo un apagón que la horrorizó. Había permanecido inmóvil y acurrucada en el suelo durante los cinco minutos que había durado la avería. Ni siquiera había podido gritar. Desde entonces disponía de varias lámparas portátiles y linternas a su alrededor, siempre preparadas. Odiaba la oscuridad.
Se desnudó. Al abrir el armario se contempló en el espejo, Los espejos la inquietaban desde que era niña. Al mirarse en ellos no podía evitar pensar en la aparición de alguien a su espalda, una criatura inesperada asomando la cabeza sobre su hombro, un ser que solo pudiera descubrirse allí, en el azogue Pero, claro está, se trataba de un temor sin fundamento.
Ahora tampoco vio nada: solo a sí misma, su piel lechosa sus senos menudos, los pezones de un rosa desvaído… Su imagen de siempre. O no «de siempre», pero con los cambios habituales. Cambios que ya sabía que compartía con Jacqueline y quizá también con Elisa.
Eligió la ropa que iba a ponerse y consultó la hora. Aún disponía de unos veinte minutos para ducharse y arreglarse. Caminó desnuda hacia el cuarto de baño mientras se preguntaba qué opinaría su amiga sobre aquellos cambios en su aspecto. Qué opinaría, por ejemplo, de su largo pelo teñido de negro.
Decidió dar un rodeo por la M 30 pensando que atravesar Madrid cuatro días antes de Navidad, y a esas horas, era correr el riesgo de toparse con un espantoso atasco. Pero cuando llegó la avenida de la Ilustración una densa pedrería de luces de frenos la hizo detenerse. Era como si todas las guirnaldas púrpuras de la decoración navideña hubiesen sido arrojadas al asfalto. Maldijo entre dientes, y en consonancia con su maldición sonó el móvil.
Pensó: Es Nadja. Y de inmediato: No. No le di el número de mi móvil.
Mientras avanzaba a pasos milimétricos entre una muchedumbre de coches renqueantes, sacó el aparato y contestó.
– Hola, Elisa.
Las emociones viajan por nuestro interior con mucha rapidez. Y no solo ellas: por nuestros circuitos cerebrales se desplazan millones de datos cada segundo sin que se produzca un atasco como el que soportaba en aquel instante el coche de Elisa. En cuestión de uno o dos parpadeos, sus emociones recorrieron un trayecto considerable: desde la indiferencia a la sorpresa, de ésta a una súbita alegría, de la alegría a la inquietud.
– Estoy en Madrid -explicó Blanes-. Mi hermana vive en El Escorial, y voy a pasar estos días con ella. Quería felicitarte las fiestas, hace años que no hablamos. -Y añadió, en tono alegre-: Te llamé a casa y saltó tu contestador. Me acordé de que trabajabas en Alighieri, llamé a Noriega y él me dio tu número de móvil.
– Me alegro mucho de oírte, David -dijo ella sinceramente.
– Y yo a ti. Después de tantos años…
– ¿Cómo te va? ¿Estás bien?
– No puedo quejarme. Allí en Zurich tengo una pizarra y unos cuantos libros. Soy feliz. -Hubo un titubeo, y ella supo lo que iba a decir antes de oírlo-. ¿Te has enterado de lo del pobre Colin?
Hablaron de la tragedia de manera superficial. Enterraron a Craig a lo largo de diez segundos de frases corteses. Durante ellos, el coche de Elisa apenas se movió un par de metros.
– Reinhard Silberg me llamó desde Berlín para decírmelo -comentó Blanes.
– A mí me lo contó Nadja. Recuerdas a Nadja, ¿verdad? También se encuentra en Madrid de vacaciones, en casa de una amiga.
– Ah, qué bien. ¿Cómo le va a nuestra querida paleontóloga?
– Dejó la profesión hace años… -Elisa carraspeó-. Dice que le fatigaba mucho… -Igual que Jacqueline y Craig. Hizo una pausa mientras aquellos pensamientos la aturdían. Blanes acababa de decirle que Craig había pedido una excedencia en la universidad-. Ahora tiene un pequeño empleo en un departamento de estudios eslavos, o algo así, en la Sorbona. Dice que ha sido una suerte para ella saber ruso.
– Comprendo.
– Hemos quedado en vernos esta noche. Me ha dicho que está… asustada.
– Ya.
Aquel «ya» le sonó como si a Blanes no solo no le hubiese intrigado el estado de Nadja, sino que incluso se lo esperase.
– Algunos detalles de lo sucedido con Colin le trajeron recuerdos -añadió ella.
– Sí, Reinhard también me ha contado algo.
– Pero se trata de una desafortunada coincidencia, ¿verdad?
– Sin duda.
– Por más que lo pienso, no puedo ni plantearme la posibilidad de… de una relación con lo… con lo que nos pasó… ¿Y tú, David?
– Eso está fuera de toda discusión, Elisa.
La esposa de Colin Craig corre despavorida por el arcén, quizá en bata o en camisón. Ha visto cómo atacaron y torturaron salvajemente a su marido y secuestraron a su hijo, pero ella ha logrado escapar y pide ayuda.
Eso está fuera de toda discusión, Elisa.
– Me pregunto -dijo Blanes, y adoptó un tono distinto, una melodía de «cambio de tema»- si te apetecería que nos viéramos un día de éstos… Comprendo que son fechas muy ajetreadas pero, no sé, quizá podamos quedar para tomarnos un café. -Se echó a reír. O más bien hizo ruidos que indicaban: «Me estoy riendo»-. Podría venir Nadja también, si le apetece…
Y de pronto Elisa creyó comprender el sentido último de la llamada de Blanes, lo que se agitaba tras el decorado.
– La verdad es que me atrae el plan. -«El plan» era una expresión doblemente acertada, consideró-. ¿Mañana jueves, por ejemplo?
– Perfecto. Mi hermana me ha dejado su coche y podría pasar a recogerte a las seis y media, si te viene bien. Luego decidimos el sitio.
Hablaban en tono intrascendente. Eran dos amigos que, tras varios años de no verse el pelo, quedan una tarde cualquiera. Pero ella captó todos los datos. Hora: seis y media. Lugar: no vamos a decidirlo por teléfono. Motivo: eso está fuera de toda discusión.
– Dime dónde puedo localizarte -pidió ella-. Le preguntaré a Nadja y te llamaré.
Ejemplo de motivo: un niño de cinco años congelado en el jardín de su casa, boca y ojos vendados de nieve, aguardando a sus papás en vano, porque mamá se ha ido a pedir ayuda y papá está en casa, pero en aquel momento se halla ocupado.
Más ejemplos: soldados y cortes de luz.
Ciertamente, tenemos muchos motivos.
– De acuerdo, Elisa. Llamadme cuando queráis. Suelo acostarme tarde.
En la carretera del Pardo el tráfico se hizo más fluido. Elisa se despidió de Blanes, guardó el móvil y cambió de marcha. De repente tenía mucha prisa por estar con Nadja.
Se duchaba siempre pensando que iba a morir.
En los últimos años aquel temor había cobrado una fuerza vertiginosa, y el simple hecho de hallarse desnuda bajo la incesante lluvia tibia se le antojaba más una prueba de coraje que una necesidad higiénica. No porque no estuviese acostumbrada a encontrarse sola -al fin y al cabo, así vivía en París-, sino por lo contrario: porque creía, o sospechaba, o intuía, que nunca estaba sola del todo.
Incluso cuando no había nadie a su alrededor.
No seas tonta. Ya te lo dijo Elisa: lo que le ha sucedido a Colin Craig es horrible, pero no tiene nada que ver con Nueva Nelson. No pienses en eso. Quítatelo de la cabeza. Se frotó los brazos. Luego se enjabonó el vientre y el pubis depilado. Se había depilado axilas y pubis hacía años, completa, definitivamente. Al principio lo había considerado un capricho banal, incluso le había divertido mantenerse así, pese a que nadie la había animado a ello y ninguna de sus hermanas se había atrevido a tanto. Después… ya no supo qué pensar. Cuando compró toda aquella lencería negra (que jamás le había gustado y que le quedaba tan chocante en su cuerpo casi albino), o cuando decidió teñirse el pelo, también lo atribuyó a sus fantasías íntimas. Suponía que procedían de malas experiencias. En cualquier caso, se trataba de su vida privada.
O eso creía. Hasta que esa tarde había hablado con Jacqueline.
Durante los primeros meses tras su regreso de Nueva Nelson había intentado restablecer sin éxito el contacto con su antigua profesora. Había llamado a la universidad, al laboratorio incluso a su casa. Lo primero que supo fue que Jacqueline había resultado «herida» en la explosión de la isla. Luego le dijeron que había pedido una baja indefinida en la universidad. Los técnicos de Eagle le reprocharon aquellas llamadas, recordándole que estaba prohibido comunicarse con otros miembros del proyecto por razones de seguridad. Eso no hizo más que irritarla, y su estado empeoró. Entonces la táctica de ellos cambió: le daban noticias de Jacqueline casi cada mes. La profesora Clissot se encontraba bien, aunque había abandonado el ejercicio de su profesión. Más tarde se enteró de que se había divorciado. Escribía libros, era una mujer independiente que había decidido darle un nuevo rumbo a su vida.
Nadja había terminado aceptando que nunca más la vería. A fin de cuentas, ella también le había dado un nuevo rumbo a su vida.
Hasta aquella misma tarde, hacía unas horas, en que su teléfono móvil había sonado y había averiguado que los «rumbos» de Jacqueline y de ella (y quizá de Elisa) eran muy parecidos: soledad, angustia, obsesión por cuidar el aspecto y ciertas fantasías relacionadas con…
Ni siquiera recordaba quién de las dos había dicho la primera palabra sobre él y sobre las cosas que las «obligaba» a hacer. Una regla primordial de sus fantasías consistía en la prohibición de hablar de aquello con nadie. Pero había advertido en Jacqueline un titubeo, una ansiedad (muy similar a la de Elisa después), y eso la había decidido a confesarse… O quizá se debiera a la noticia de la muerte de Colin Craig que, de alguna forma, había agrietado la muralla de silencio. Y con cada nueva palabra que se filtraba por ella comprendían la pesadilla que las unía…
Pero es posible que haya una explicación psicológica. Algún tipo de trauma que sufrimos en la isla. Deja de preocuparte.
Entre los azulejos anaranjados de la cabina de la ducha discurría una hilera de pájaros de colores pintados en la cerámica. Nadja los contempló para distraerse mientras sostenía el grifo con la mano izquierda apuntando hacia la espalda.
Deja de preocuparte. Debes…
Las luces se apagaron de manera tan suave e inesperada que casi siguió viendo aquellos pájaros cuando las tinieblas la envolvieron.
Estaba llegando a Moncloa. Su ansiedad, sin embargo, había empeorado. Le entraron ganas de tocar el claxon, pedir paso, apretar el acelerador.
De pronto se sentía muy angustiada.
Podía resultar increíble, pero tenía la extraña certidumbre de que era vital que se apresurase.
Respiró aliviada al ver que el edificio parecía tranquilo. Sin embargo, aquel aspecto de normalidad también la agobiaba. Encontró un espacio para estacionar, entró en el portal y subió la escalera atropelladamente, pensando que algo malo había sucedido.
Pero Nadja misma le abrió la puerta, sonriendo. Toda la gélida inquietud que había sentido durante el trayecto se derritió bajo la calidez del saludo. No pudo evitar llorar de alegría mientras abrazaba a su amiga con fuerza. Luego se apartó y la miró detenidamente.
– ¿Qué rayos te has hecho en el pelo?
– Me lo he teñido.
Estaba muy maquillada, guapa, elegante. Despedía olor a perfume. Hizo pasar a Elisa a un salón acogedor y luminoso, con un abeto con bombillas en una esquina, y le ofreció algo de beber antes de salir a cenar. Ella aceptó una cerveza. Nadja trajo una bandeja con dos vasos rebosantes de espuma, la depositó en una mesa de centro, se sentó frente a Elisa y dijo:
– La verdad, me arrepiento de haberte molestado. Soy tonta, Elisa. No debí llamarte.
– Para mí no ha sido ninguna molestia, al contrario. Quería verte.
– Ya me estás viendo. -Nadja cruzó las piernas revelando la abertura de la minifalda y la liga negra de la media. Estaba muy sexy. Elisa advirtió que hablaba un castellano perfecto, incluso sin acento. Iba a decírselo cuando Nadja añadió-: Sinceramente, pensé que te estaba obligando a venir.
– ¿Cómo pudiste pensar eso?
– Bueno, llevas seis años sin intentar ponerte en contacto conmigo. Habrías podido hacerlo, sabías que vivía en París… Pero quizá yo no te importaba.
– Tú tampoco me llamaste -se defendió ella.
– Es verdad, no me hagas caso. Lo que me pasa es que he vivido muy sola todo este tiempo. -De repente su voz se endureció-. Muy sola. Preocupada por gustarle. Cuidándome para él. Porque ya sabes cuánto nos desea…
– Sí, ya lo sé.
Aquella última frase la había hundido, impidiéndole enfadarse por los no tan velados reproches de su amiga. Tiene razón: me marché de casa sin esperarle como debía. Se levantó inquieta, y dio un breve paseo por la habitación mientras hablaba.
– Lo siento de veras, Nadja. Me hubiese gustado mantener el contacto entre ambas, te lo juro, pero tenía miedo… Sé perfectamente que él quiere que tenga miedo. Eso le gusta, y, teniéndolo, le complazco. No creo haber hecho nada malo: sigo con mi trabajo, doy clases, intento olvidar, y me preparo para recibirle… Te aseguro que trato de hacerlo lo mejor que puedo. Lo que ocurre es que tengo la sensación de estar detenida en algún sitio, esperando… ¿Qué? No lo sé. Es la sensación de esperar la que no soporto… No sé si me entiendes. -Se volvió hacia Nadja-. ¿No te ocurre lo…?
Nadja ya no estaba en el sofá. Ni en ninguna otra parte del salón.
En ese instante todas las luces se apagaron, incluyendo las del abeto. No se preocupó demasiado: sin duda se trataba de un cortocircuito en la planta que abastecía la ciudad. En cualquier caso, sus ojos empezaron a acostumbrarse a las tinieblas. Cruzó la habitación a tientas y distinguió el comienzo de un pasillo.
Llamó a Nadja, pero se sintió mal al oír el eco de su propia voz. Avanzó algunos pasos. De repente su zapato hizo crujir algo. Cristales. ¿Una bola del futuro hecha trizas? ¿La bola de su futuro? Miró hacia arriba y creyó distinguir que la lámpara del techo formaba un garabato negro. Ahí estaba la explicación del corte de luz.
Más tranquila, siguió caminando por el oscuro pasillo hasta alcanzar una suerte de encrucijada: una puerta abierta a la izquierda, otra cerrada a la derecha, esta última de vidrio esmerilado. Quizá fuera la entrada a la cocina. Se volvió hacia la de la izquierda y quedó rígida.
No estaba abierta sino arrancada. Las bisagras, cubiertas de polvo o serrín, sobresalían del marco como clavos torcidos. Más allá, la oscuridad era total. Se adentró en ella.
– ¿Nadja?
No oía nada, salvo sus pasos. En un momento dado un borde romo le golpeó el vientre. Un lavabo. Estaba en un cuarto de baño. Siguió caminando. Era un baño inmenso.
De repente comprendió que no se trataba de un baño, ni de una casa. El suelo lo formaba una capa espesa de algo que podía ser barro. Alargó una mano y tocó una pared que se hallaba como recubierta de moho. Tropezó con un objeto, oyó un chapoteo, se agachó. Era un trozo de cosa blanca, quizá un sofá roto. Y ahora distinguía, esparcidos a su alrededor, otros fragmentos de muebles destrozados. La temperatura era gélida y apenas había olores; solo uno, sutil pero persistente: mezcla de caverna y cuerpos, carne y cueva juntas.
Aquél era el lugar. Allí era. Ya había llegado.
Siguió caminado por aquella soledad arrasada y volvió a tropezar con otro de los muebles despedazados.
Entonces se dio cuenta.
No eran muebles.
Sin poderlo evitar, un hilo cálido se precipitó por sus muslos y formó un charco a sus pies. También quería vomitar, pero un nudo en la garganta le impedía la emisión de cosas o palabras. Sintió un mareo. Al tender la mano para apoyarse en la pared comprendió que lo que había tomado al principio por moho era la misma sustancia espesa y húmeda del suelo. Llenaba cada resquicio, cada lugar, incluso creyó distinguir que partes de aquella cosa colgaban del techo como telarañas.
Otra pared se había alzado en su camino, y se asombró al comprobar que podía trepar por ella. Pero se trataba del suelo, aunque no recordaba haberse caído. Se incorporó, quedó de rodillas. Se frotó los brazos y notó la piel desnuda. En algún momento del trayecto debía de haberse quitado toda la ropa, aunque ignoraba por qué lo había hecho. Quizá le había dado asco ensuciársela un rato antes.
De repente alzó la cabeza y la vio.
No le costó reconocerla, pese a la oscuridad: distinguía los bucles de su pelo blanco (aunque creía recordar que antes lo llevaba negro) y el contorno de su silueta. Pero notó enseguida que a Nadja le ocurría algo extraño.
Sin abandonar su postura arrodillada -no quería levantarse, sabía que él la estaba observando- tendió las manos: no percibió ni un atisbo de movimiento en aquellas piernas de mármol, pero tampoco daba la sensación de que estuviera paralizada. Su piel seguía tibia. Era como si bajo la carne de Nadja no hubiese nada que pudiera ejercer el oficio de moverse.
Súbitamente, una especie de puñado de arena le cayó en los ojos. Bajó la cabeza y se los frotó. Algo rozó su pelo. Volvió a levantar la cara y un grumo se estrelló contra su boca, haciéndola toser.
Fue consciente de la horrenda verdad: el cuerpo de Nadja se desmenuzaba como si estuviese hecho de azúcar en polvo y ella, al tocarlo, hubiese provocado un alud. Las mejillas, ojos, cabello, pechos…, todo se desprendía con un ruido como de viento barriendo nieve.
Quiso apartarse de aquel granizo que era la carne de Nadja, pero descubrió que no podía. La avalancha se lo impedía, era enorme, iba a quedar enterrada, se asfixiaría…
Y entonces, alzándose detrás de la figura que se desplomaba, surgió él.
– ¡Oiga, señora!
– Parece drogada…
– ¿Por qué nadie avisa a la policía?
– ¡Señora! ¿Se siente bien?
– ¿Puede apartar el coche, por favor? ¡Está estorbando el tráfico!
Otros rostros se sumaban a los más cercanos y decían otras cosas, pero Elisa observaba, sobre todo, al hombre que ocupa ha más de dos tercios de la ventanilla y a la mujer joven que se repartía el resto del cristal. Lo demás era el parabrisas, donde empezaban a aterrizar pequeñas gotas de lluvia nocturna.
Enseguida comprendió su situación: se hallaba detenida ante un semáforo en rojo, aunque solo Dios sabía cuántos verdes y amarillos habían desfilado antes de que despertara. Por que intuía que se había quedado dormida dentro del coche y había soñado que visitaba a Nadja y todo lo demás, incluyendo (por suerte, era un sueño) el horrible hallazgo de su cuerpo. Pero no, no se había dormido: lo supo al percibir la humedad en la pernera de su pantalón y el hedor a orines. Había sufrido una «desconexión», un «sueño de vigilia». Ya le había sucedido en otras ocasiones, aunque era la primera vez que le ocurría fuera de casa y que se orinaba encima.
– Lo siento… -dijo, aturdida-. ¡Lo siento, perdonen!
Movió la mano en un gesto de disculpa y el hombre y la mujer se dieron por satisfechos y se apartaron. El retrovisor mostraba toda una fila de airadas máquinas que se esforzaban por salvar el obstáculo que ella representaba. Se apresuró a maniobrar y aceleró. Justo a tiempo, se dijo al advertir en uno de los espejos laterales un chaleco fosforescente bajo una pelliza oscura: lo último que deseaba era que un policía la entretuviese.
Se encontraba ya en Moncloa, pero la densidad del tráfico en aquella noche de caos navideño y su propio deseo de llegar parecían haberse aliado para demorarla. En un momento dado se detuvo en medio de una calle de doble dirección entre un griterío de frenéticas bocinas y sirenas remotas. Estaba lloviznando, y eso empeoraba la situación. Giró el volante de su Peugeot hacia la acera. No quedaba ni un sitio libre, pero estacionó en doble fila, abandonó el vehículo y echó a correr por la acera con el bolso sujeto de las correas como un perro pequeño.
Estaba tan asustada que su propio susto la atemorizaba aún más, lo cual no hacía sino incrementarlo, en una especie de juego de apuestas donde mínimas cantidades se transformaran en enormes debido a la contribución de infinitos jugadores. Tenía la boca abierta y seca: solo la llovizna la humedecía por dentro.
No le ha pasado nada. Fue una de tus crisis. A ella no le ha pasado nada…
Se detuvo en un par de ocasiones a leer las placas en forma de lápidas con el nombre de las calles. Se había confundido. Le preguntó, casi gritando, a un viejo de cara amarillenta que la contemplaba con curiosidad desde un portal. El viejo ignoraba a qué calle se refería. Lo discutió con una señora que salía en ese instante.
Entonces oyó la sirena.
Dejó al viejo y a la señora discutiendo y echó a correr.
No sabía por qué corría. No sabía adónde iba ni por qué tenía que llegar tan deprisa. Corrió esquivando sombras enfundadas en abrigos y escudos de paraguas negros. Corrió tan deprisa que el aliento que soltaba, convertido en vaho, iba más lento que ella y le golpeaba el rostro al quedar atrás.
El vehículo era un todoterreno y llevaba luces giratorias. Armaba un escándalo infernal mientras se introducía por las calles. Debido a la aglomeración de coches, sin embargo, ella no lo perdía de vista.
De repente todo el mundo empezó a correr y todos los coches parecían llevar luces en el techo y todas las sirenas y alarmas se habían puesto a sonar al mismo tiempo. Encontró la calle que buscaba, pero estaba bloqueada por furgonetas oscuras. Frente al portal de Nadja había más furgonetas, ambulancias del SAMUR y coches de policía. Figuras con casco que semejaban unidades antidisturbios pedían a la gente que retrocediera.
Un embrión de frío crecía y pataleaba en la boca de su estómago. Avanzó hasta la primera fila, la traspasó y un guante se enroscó en su brazo. El hombre que le habló no parecía un hombre: llevaba casco y máscara; solo sus ojos aparentaban vida allí al fondo, ocultos bajo capas y capas de ley y orden.
– Señora, no puede pasar.
– Allí… hay una… amiga… -gimió ella, jadeando.
– Retroceda, por favor.
– Pero ¿qué es lo que ocurre? -preguntó una mujer junto a ella.
– Terroristas -dijo el policía. Elisa intentaba recobrar el aliento.
– Una amiga… Quiero verla…
– ¿Elisa Robledo? -oyó de repente-. ¿Es usted?
Era otro hombre, aunque mucho más real. Bien vestido, con traje y corbata, pelo negro engominado y peinado hacia atrás. Un desconocido, pero Elisa se agarró a su sonrisa y sus ademanes amables como a una rama colgando de un abismo.
– La he reconocido -dijo el hombre acercándose sin dejar de sonreír-. La señorita puede pasar -agregó hacia el enmascarado-. Acompáñeme, profesora, por favor.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó ella sin tiempo apenas para recuperar el resuello, siguiendo los pasos apresurados de su guía a través de un caos ensordecedor de luces y radios chillonas.
– En realidad, nada. -El hombre cruzó frente al portal del edificio pero no entró. Siguió caminando por la acera con rapidez-. Estamos aquí solo…
– ¿Cómo ha dicho? -Ella no había entendido la última palabra.
– Como protección -repitió el hombre alzando la voz-. Hemos venido como protección.
– ¿Entonces, Nadja…?
– Se encuentra perfectamente, aunque muy asustada. Y después de lo ocurrido con el profesor Craig, hemos decidido que lo mejor sería trasladarla a un lugar seguro.
Se sintió aliviada al oírle. Habían llegado al otro extremo de la calle, el hombre siempre delante. Una furgoneta se hallaba aparcada en la acera con las dos hojas de la puerta trasera entornadas. El hombre las abrió, y por un instante Elisa lo vio desaparecer entre ellas. Oyó su voz:
– Señorita Petrova, ha venido su amiga.
El hombre volvió a salir y se apartó para dejar paso a Elisa. Ella se asomó con una sonrisa de ansiedad.
En el interior de la furgoneta había otro hombre de traje blanco sentado junto a una camilla. La camilla estaba vacía. Una mano cubrió su nariz y sus labios, que aún sonreían.
¿Y entonces?
Aparqué el coche donde pude y eché a correr…
– Perdón. ¿No sucedió algo antes? ¿No es cierto que mientras iba en el coche tuvo una «desconexión»?
– Sí, creo que sí.
– ¿Qué es lo que vio…? Vamos, cálmese… Hoy habíamos empezado bien… ¿Por qué, al llegar a este punto…?
Era un día precioso para pasear. Por desgracia, se trataba de un patio muy pequeño, pero resultaba preferible a la habitación. A través de los rombos de las alambradas veía más alambradas, y a lo lejos la playa y el mar infinito. Una brisa oceánica removió el borde inferior de su bata. Llevaba una bata de papel (por Dios, una bata de papel, qué tacañería), pero al menos podía cubrirse, y el viento no era tan frío como había creído en un principio. Te acostumbrabas.
Le habían dicho que había olivos e higueras en la ladera oeste, que era invisible desde allí. De todas formas, con aquel paisaje ya tenía bastante: las retinas le dolieron ante el banquete de imágenes, pero fue una molestia momentánea. Logró dar varios pasos sin sentirse mareada, aunque al fin tuvo que apoyarse en los hilos de metal. Tras la segunda alambrada se movía un muñeco. Era un soldado, pero desde la distancia y con aquella forma de andar podría haber pasado por una aceptable versión de androide de película de efectos especiales. Cargaba un arma considerable al hombro y se desplazaba como si quisiera dejar claro que podía sobrellevar aquel peso sin problemas.
De pronto todo se ensombreció. Fue tal el cambio que pensó que el paisaje que contemplaba había mudado también. Pero solo era una nube cubriendo el sol.
– Volvamos a cuando tuvo esa visión del cuerpo de Nadja desmoronándose… ¿Recuerda?
– Sí…
– ¿Vio a alguien más? ¿Al sujeto a quien usted llama «él»? ¿El mismo de sus fantasías eróticas?
– ¿Por qué llora?
– Elisa, aquí no puede sucederle nada malo… Cálmese…
Pensó que había emergido de un inframundo, una caverna. Recordaba los últimos días como una sucesión de sombras inconexas. Le dolían las articulaciones y sus antebrazos mostraban huellas de punzadas: estaba llena de ellas, como rastros de diminutos piercings. Pero ya le habían explicado el motivo de aquellas inyecciones. La prioridad, en el estado en que se encontraba cuando la trajeron a la base, había sido sedarla. Le habían administrado grande dosis de tranquilizantes.
Era 7 de enero de 2012; le había preguntado la fecha al joven que vino a buscarla a la habitación. Llevaba traje a rayas y era muy simpático. Le informó que había pasado allí más de dos semanas. Luego la acompañó hacia la sala.
– No sé si sabe que «Dodecaneso» significa, en teoría, que tendría que haber solo doce islas -decía el joven con voz de cicerone mientras atravesaban pasillos que, inevitablemente, se bloqueaban en algún punto exigiendo tarjetas de identificación-. Pero en realidad hay más de medio centenar. Ésta se llama Imnia, creo que ya estuvo usted una vez… Es un centro muy completo: contamos con un laboratorio y un helipuerto. La estructura es semejante a las bases que posee en el Pacífico la DARPA, la Defense Advanced Research Projects Agency norteamericana. De hecho, colaboramos con el Departamento de Defensa Conjunta de la Unión Europea… -Se detenía a cada rato para mirarla, siempre atento-. ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Tiene apetito? Le serviremos algo enseguida, podrá cenar con los demás… Cuidado, aquí hay un peldaño… Sus compañeros se encuentran perfectamente, no debe preocuparse. ¿Tiene frío?
Elisa sonrió. No podía sentir frío con aquella rebeca de lana sobre la blusa de tirantes de color negro. También llevaba vaqueros negros.
– No, gracias, es que… Es solo que… acabo de darme cuenta de que se trata de mi propia ropa.
– Sí, se la trajimos de casa. -El joven le mostró una dentadura tan perfecta que a ella por un instante casi le resultó desagradable.
– Caramba, gracias.
Desde una habitación con las puertas abiertas emergía el laberinto de una música barroca interpretada al piano. Elisa se estremeció.
– A nuestro profesor lo hemos premiado con su hobby favorito… Ya se conocen todos, de modo que no perderemos el tiempo con presentaciones.
Pensó que la afirmación era verdad hasta cierto punto: en aquellas miradas ojerosas y cuerpos fatigados envueltos en bata y pijama o ropa de calle le costaba reconocer a Blanes, Marini, Silberg y Clissot, y supuso que otro tanto sucedería con ella. De hecho, apenas hubo saludos. Solo Blanes (que, por cierto, se había dejado barba) le dirigió una débil sonrisa tras interrumpir el recital.
Dos individuos más entraron mientras ella ocupaba un asiento frente a la larga mesa de centro. Al primero no lo reconoció de inmediato, porque se había afeitado el bigote y su cabello se había quedado completamente blanco. En cambio, al otro lo recordó enseguida: siempre aquel pelo cortado a cepillo, la barbita gris, el cuerpo robusto al que tan mal sentaban los trajes y la mirada de intensa concentración, como si le interesaran muy pocas cosas pero a cada una dedicara una pasión especial.
– Ya conocen a los señores Harrison y Carter, nuestros coordinadores de seguridad -dijo el joven. Los recién llegados saludaron con cabeceos y Elisa les sonrió. Cuando todos se sentaron, el joven hizo una especie de reverencia-. Por mi parte, nada más, salvo que me ha encantado recibirlos aquí. No duden, por favor, en llamarme si necesitan algo antes de marcharse.
Después de que el joven saliera, y tras unos cuantos segundos de miradas y sonrisas, el de pelo blanco se volvió hacia ella.
– Profesora Robledo, me alegra verla de nuevo. Se acuerda de mí, ¿verdad? -Se acordó entonces. Nunca le había resultado simpático aquel hombre, aunque suponía que se trataba de incompatibilidad de caracteres. Le devolvió la sonrisa, pero se abrochó la rebeca sobre la ligera blusa que llevaba y cruzó las piernas-. Bueno, vamos a lo que interesa. Paul, cuando quieras.
Carter parecía traer su discurso en la boca como si fuese agua hirviendo.
– Hoy regresarán a sus domicilios. Lo llamamos «reintegración». Será como si no se hubiesen ausentado: sus facturas han sido pagadas; sus reuniones, pospuestas; sus tareas inmediatas, canceladas sin perjuicio alguno, y sus familiares y amigos, tranquilizados. Las fechas tan especiales en las que se ha desarrollado la operación nos han obligado a utilizar excusas distintas en cada caso. -Repartió un pequeño dossier-. Con esto podrán ponerse al día.
Ella ya sabía que su madre había recibido, dos semanas antes, un mensaje en el contestador en el que ella misma, o al menos «su propia voz», se excusaba por no poder pasar la Nochebuena en Valencia. En el trabajo no había tenido que pedir ningún permiso: contaba con vacaciones legales.
– Desde Eagle Group queremos disculparnos por haberlos hecho pasar las fiestas aquí. -Harrison sonrió como si se tratara de un vendedor pidiendo perdón por un error en la venta-. Espero que sean capaces de comprender nuestros motivos. Aunque sé que han estado recibiendo información durante los últimos días, el señor Carter tendrá mucho gusto en contarles las conclusiones. ¿Paul?
– No hemos encontrado pruebas de que la muerte del profesor Craig se relacione con lo sucedido en Nueva Nelson ni con ustedes -dijo Carter y sacó otros papeles de su cartera-. En cuanto al suicidio de Nadja Petrova, por desgracia, sí creemos que se relaciona directamente con la noticia de la muerte de Craig…
Elisa cerró los ojos. Ya había asimilado aquella horrenda tragedia, pero no podía evitar sentirse afectada cada vez que la rememoraba. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me llamó y luego hizo eso? Los detalles de aquella llamada no lograba recordarlos bien, pero sí recordaba la angustia de Nadja, lo necesitada que se hallaba de su compañía…
– Por esa razón les advertimos que no se comunicaran entre sí -terció Harrison en tono reprobador, y miró a Jacqueline-. Profesora Clissot, no estoy culpándola de nada. Usted hizo lo que creyó correcto: llamó a la señorita Petrova porque la habían llamado a usted, y quería desahogarse con alguien. Lamentablemente, eligió a la persona equivocada.
Jacqueline Clissot ocupaba un asiento en el extremo de la mesa. Estaba vestida con un pijama azul celeste y un batín, pese a lo cual y a los años transcurridos, seguía siendo una mujer deslumbrante. Elisa se fijó en un detalle: se había teñido el pelo de negro.
– Lo siento -dijo Jacqueline casi sin voz, bajando los ojos-. Lo siento tanto…
– Oh, no se culpe, repito -dijo Harrison-. Usted no sabía que la señorita Petrova iba a reaccionar de la forma en que lo hizo. Pudo ocurrir con cualquiera. Tan solo recuérdelo para no repetirlo en otra ocasión.
Jacqueline siguió con la cabeza gacha y los hermosos labios temblorosos, como si nada de lo que Harrison pudiera decirle lograra despojarla de la convicción de merecer el mayor de los castigos. Elisa sintió temor: pensó que ella también había hecho mal en hablar con Nadja.
– Hemos reconstruido lo sucedido. -Carter estaba repartiendo más papeles: fotocopias de noticias de periódicos internacionales-. Nadja Petrova habló con la profesora Clissot a las siete de la tarde. Luego llamó a la profesora Robledo cerca de las diez de la noche. A las diez y media se había cortado las venas de ambos brazos. Murió desangrada en el cuarto de baño.
– Después de que usted le propusiera salir a cenar juntas -indicó Harrison en dirección a Elisa. Ella tuvo que esforzarse por no soltar las lágrimas.
– Aquí pueden consultar la información de prensa en ambos casos -señaló Carter, y cedió de nuevo el turno a Harrison, como dos actores que ensayaran juntos.
– Desde luego, no todo se cuenta. Es cierto que nosotros intervinimos, pero les diré por qué. Cuando el profesor Craig fue asesinado, nos intrigamos. Enviamos unidades especiales a casa de Craig y volvimos a vigilarlos a todos ustedes: fue así como escuchamos las llamadas telefónicas que hicieron. La señorita Petrova estaba muy nerviosa, de modo que ordenamos a uno de nuestros agentes que se asegurara de que se hallaba bien. Pero cuando se presentó en su casa, descubrió que se había suicidado. Entonces acordonamos la zona y decidimos traerlos a todos aquí, para evitar otra tragedia…
– El método no fue muy ortodoxo, pero se trataba de una emergencia.
Harrison retomó la frase de Carter:
– El método no fue ortodoxo, pero lo volveremos a hacer, que quede claro, con cualquiera de ustedes o con todos, si fuera preciso. -Los miró por turno. Se detuvo en Elisa, que bajó los ojos. Luego en Jacqueline, que no lo miraba-. ¿Me explico, profesora? Jacqueline se apresuró a contestar:
– Perfectamente.
– Han pasado una temporada aislados por su propia seguridad y la de aquellos que los rodean. Ya lo hemos dicho muchas veces: sufrieron el Impacto. Hasta que no comprendamos mejor qué ocurre con un ser humano que ha contemplado el pasado, tendremos que tomar medidas tajantes cada vez que la situación lo requiera. Supongo que me explico con claridad. -Volvió a mirar a Elisa, que asintió de nuevo. La mirada de Harrison la estremecía, con aquellos ojos azules que casi parecían puntiagudos-. Son ustedes gente culta, una élite de inteligencias… Estoy seguro de que me entienden.
Todos asintieron.
– ¡Pero… barajaban la hipótesis de que un grupo organizado hubiese matado a Colin! -saltó Marini de repente. Su tono llamó la atención de Elisa: como si tal posibilidad le pareciera deseable. Tenía los ojos enrojecidos y un tic le irritaba el párpado izquierdo.
– No hay indicios que apunten a ninguna clase de organización-dijo Carter.
– El profesor Craig murió fortuitamente a manos de un par de peligrosos criminales del Este buscados por Scotland Yard -agregó Harrison-. Se dedicaban a entrar en las casas, torturar y matar a sus habitantes y llevarse todos los objetos de valor. Ya han sido atrapados. Fue una tragedia, pero pudo terminar ahí, de no ser porque ustedes empezaron a contarse la noticia unos a otros, angustiados… y la señorita Petrova no pudo soportar la angustia.
– De todas formas, no regresarán a sus casas desprotegidos -dijo Carter-. Seguiremos vigilándolos, al menos durante unos meses, por su propia seguridad. Y continuaremos con las entrevistas con equipos especializados…
– ¿Y si no queremos regresar? -exclamó Marini-. ¡Tenemos derecho a vivir protegidos!
– Es su elección, profesor. -Harrison abrió las manos-. Podemos retenerle el tiempo que quiera, como en una burbuja, si eso es lo que desea… Pero no hay ninguna razón objetiva para hacerlo. Nuestro consejo es que continúen con su vida normal.
Aquella expresión hizo que Elisa apretara los dientes. Ignoraba el significado de «vida normal», y sospechaba que nadie -menos aún Carter y el relamido de Harrison podría explicárselo.
Todos estaban muy fatigados y regresaron a sus habitaciones tras la comida. Por la tarde, antes de llevarla al avión, le devolvieron sus objetos personales. Echó un vistazo al calendario del reloj: sábado, 7 de enero de 2012.
Ocho meses después, la mañana del martes 11 de septiembre, recibió un mensaje de propaganda en su reloj-ordenador. Mostraba un plano de las calles céntricas de Madrid con un reloj en la esquina superior. El reloj era el producto que se anunciaba: un prototipo de reloj-ordenador de pulsera que contaba con un sistema Galileo incorporado, el novedoso y avanzado método europeo de localización por satélite. Para demostrarlo, el usuario podía desplazar el puntero por el mapa, y en los sitios señalados con un círculo rojo se ofrecían datos de localización y sonaba una música distinta. El eslogan decía: «Dedicado a ti». Elisa estaba a punto de borrarlo cuando se percató de un detalle.
La música que se escuchaba en todos los puntos, salvo en uno, era la misma. La reconoció de inmediato: la partita que él tocaba siempre. Nunca la olvidaría.
Se intrigó. Situó el puntero en el único círculo donde no se oía aquella melodía. Escuchó otra, también para piano, pero en este caso muy popular. Hasta ella sabía cuál era.
De súbito sufrió un escalofrío. Dedicado a ti.
Comprobó entonces que cuando situaba el puntero en aquel círculo, el reloj del anuncio cambiaba de hora: de 17.30 a 22.30.
Decidió borrar el mensaje, asustada.
Últimamente se asustaba por todo. A decir verdad, había pasado aquel horrible verano convertida en un flan que temblaba a la mínima ocasión y que solo servía para cultivar un aspecto cada vez más espectacular, comprar ropa que nunca se le hubiese ocurrido ponerse en otros tiempos, decir que no a todos los hombres que deseaban salir con ella (muy numerosos y con invitaciones muy sugerentes), encerrarse en casa tras los pestillos y alarmas e intentar vivir tranquila. Pese a que no había sido la mejor de sus vacaciones de verano, había empezado a recuperar el ánimo tras la horrible experiencia navideña, y no deseaba dar un paso atrás.
Esa tarde volvió a recibir el mismo mensaje. Lo borró. Lo recibió otra vez.
Al llegar a casa sentía pánico. Aquel correo tan minucioso, tan bien preparado (si es que se trataba de lo que ella creía, y estaba segura de no equivocarse), le traía horrendos recuerdos.
De haber sido la llamada de alguien, fuera quien fuese, se habría negado a aceptar. Pero el mensaje la atraía y repelía a la vez: le parecía como cerrar el círculo de su vida. Todo había empezado para ella con un mensaje en clave, y quizá todo podía terminar igual.
Tomó una decisión.
La hora señalada era las 22.30. Disponía de casi dos horas, tiempo de sobra para llegar. Se vistió maquinalmente: no se puso sujetador, eligió un vestido de una pieza de color marfil;, ceñido como una malla, que le dejaba cuello y brazos desnudos, botas blancas de caña y un brazalete plateado (usaba muchos brazaletes y pulseras). Cogió un bolso pequeño donde guardó un frasquito del perfume que había comprado recientemente, pintalabios y otros útiles de maquillaje. Se había arreglado el, pelo y lo llevaba revuelto adrede formando bucles, siempre negro, su color natural, que tanto le gustaba. Antes de salir, abrió el mensaje y punteó en el círculo donde sonaba esa otra melodía tan famosa. Se cercioró de la dirección y salió de casa.
A lo largo del trayecto estuvo pensando en aquella música y en la leyenda del mensaje: «Dedicado a ti». Eso le había dado la pista.
Era Para Elisa, de Beethoven.
Sin saber muy bien la razón, decidió ir en metro. Estaba tan ansiosa que ni siquiera percibió las miradas que le dedicaban los pasajeros a su alrededor. Se bajó en Atocha, en una noche aún cálida que, sin embargo, preludiaba la llegada del otoño. Mientras caminaba hacia el lugar del mapa recordó aquella otra noche seis años atrás, en que Valente la había citado mediante una argucia similar para explicarle que existía un escenario con falsas paredes y que ella era una de las protagonistas de la farsa.
Ahora las cosas habían cambiado. Sobre todo ella.
No solían importarle las frases obscenas que le dedicaban algunos hombres en la calle, pero en aquel momento las brutalidades que un grupo de chavales le gritaron al pasar la dejaron pensativa. Observó de reojo su figura en los cristales de los escaparates: alta, estilizada, de silueta color marfil y botas con tacones. Se detuvo frente a uno de los comercios, extrañada. La malla la desnudaba casi más que si no llevara nada encima y el brazalete ceñido en su bíceps y las botas de caña le otorgaban una apariencia muy distinta de la que ella, en realidad, quería ofrecer.
¿Cómo era posible aquel giro de ciento ochenta grados? El recuerdo de la noche en que había conocido a Valente le había hecho pensar en los profundos cambios que había sufrido su personalidad desde entonces: la estudiante Elisa, tan descuidada en aspecto y vestuario, se había transformado en la profesora Robledo, ridícula aspirante a modelo de pasarela o actriz de cabaret. Hasta su madre, la elegantísima Marta Morandé, solía decirle que no parecía ella misma. Como si fuese otra persona.
El corazón le retumbaba mientras se observaba en el cristal. ¿Para quién se arreglaba así? ¿Por influencia de quién había cambiado tanto? Se le ocurrió algo muy raro. A Valente le hubiese gustado.
Reanudó la marcha sintiéndose extraña. Extraña y misteriosa, como si parte de su voluntad escapara a su control. Pero terminó aceptando que la fantasía de sentirse deseada también le pertenecía. Podía resultar enigmática y hasta repulsiva, pero procedía de ella, sin duda, y la Elisa de antaño no tenía ningún derecho a protestar.
Los tacones de sus botas blancas repiqueteaban en la acera al acercarse al lugar de la cita. Tenía miedo, y al mismo tiempo experimentaba un deseo intenso de que aquella cita fuese algo real. En los últimos meses, miedo y deseo confabulaban dentro de ella con frecuencia.
La dirección era una simple esquina. No había nadie allí. Miró a su alrededor y recibió la ráfaga de los faros de un coche estacionado en una callejuela perpendicular. Sintiendo que el corazón se le aceleraba, se acercó. Alguien tras el volante le abrió la portezuela del asiento contiguo. El coche arrancó de inmediato y buscó la salida hacia el Paseo del Prado. El conductor dijo:
– Dios mío, nunca te hubiese reconocido. Estás… tan diferente…
Ella apartó la vista, enrojecida.
– Por favor, deja que me vaya -le pidió-. Para y déjame salir.
– Elisa: desde hace dos semanas han abandonado la vigilancia. Me consta.
– No me importa. Déjame salir. No debemos hablar entre nosotros.
– Concédeme una oportunidad. Necesitamos reunirnos sin que ellos lo sepan. Una sola oportunidad.
Elisa le miró. Blanes tenía mucho mejor aspecto que en la base de Eagle. Llevaba una camisa holgada y vaqueros; seguía con barba, quizá exactamente la misma cantidad de pelos que había perdido en la cabeza. Pero era obvio que parecía distinto. Ella también parecía distinta. Se sintió absurda así vestida. Toda su frágil existencia se desplomó de golpe ante ella. Pensó que quizá él tenía razón: era preciso que hablaran.
– La verdad, me alegro de verte -agregó él, sonriendo-. No estaba seguro al cien por cien de la eficacia de ese mensaje musical… Ya te he dicho que han abandonado la vigilancia, pero quise tomar precauciones. Además, sospechaba que no ibas a venir de otra forma. A Jacqueline también tuvimos que… ponerle un cebo.
No dejó de notar aquel plural: «tuvimos». ¿A quién más se refería? Pese a todo, la presencia de Blanes, su proximidad, era sólida y la reconfortaba. Mientras contemplaba el desfile luminoso del Madrid nocturno le preguntó por los demás.
– Se encuentran bien: Reinhard ha viajado en tren con un billete sacado por uno de sus alumnos, y Jacqueline ha venido en avión. Sergio Marini no podrá venir. -Y, ante la expresión interrogante de Elisa, añadió-: No te preocupes, no le ocurre nada, pero no vendrá.
El resto del viaje, a través de autopistas de luz amarilla y carreteras negras, fue silencioso. La casa se hallaba en pleno campo, cerca de Soto del Real, y parecía grande incluso en la oscuridad. Blanes le explicó que se trataba de una vieja posesión de su familia, ahora propiedad de su hermana y su cuñado, que habían pensado en convertirla en albergue rural. Agregó que Eagle no tenía conocimiento de su existencia.
El salón en el que penetraron poseía los muebles justos para que los invitados no se sentaran en el suelo. Silberg se levantó a saludarla, Jacqueline no. El aspecto de Jacqueline la hizo parpadear, pero desvió la vista cuando percibió que el efecto que provocaba su mirada en la ex profesora era muy similar al que ella había experimentado cuando Blanes la observó. Y Jacqueline también parecía haber visto en ella un espejo que la reflejara. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué estaba ocurriéndoles?
– Me alegro mucho de que hayáis venido -dijo Blanes acercando una silla de hierro forjado para ella; luego ocupó otra-. Vayamos al grano. Ante todo debo deciros que comprenderé perfectamente vuestra sorpresa, incluso vuestra incredulidad, cuando oigáis lo que vamos a contaros. No puedo reprochároslo: solo os pido un poco de paciencia. -Se hizo el silencio. Blanes, que entrelazaba los dedos apoyando los codos en los muslos, declaró abruptamente-: Eagle Group nos está engañando. Nos engaña desde hace años. Reinhard y yo hemos encontrado pruebas. -Llevó la mano hacia el cajón de un mueble próximo y sacó unos papeles-. Otorgadnos un voto de confianza. Los recuerdos irán viniendo, os lo aseguro. Así ha ocurrido con nosotros…
– ¿Los recuerdos? -dijo Jacqueline.
– Hemos olvidado muchas cosas, Jacqueline. Nos han drogado.
– Cuando estuvimos en la base del Egeo -intervino Silberg-. Y cada vez que nos entrevistan esos «especialistas» nos administran drogas…
Elisa se inclinó hacia delante, incrédula.
– ¿Por qué lo hacen?
– Buena pregunta dijo Blanes-. En principio, están intentando ocultar que las muertes de Craig y Nadja se relacionan con las de Cheryl, Rosalyn y Ric. Resultan sorprendentes los esfuerzos de Eagle por ocultar cosas. Están gastando millones en conservar la cortina de humo, pese a que el caso se les está yendo de las manos: cada vez hay más testigos, personas a las que deben ingresar y «tratar», periodistas a los que es preciso confundir… En Madrid, cuando lo de Nadja, las autoridades desalojaron a todo el bloque con la excusa de una amenaza de bomba y luego filtraron la noticia de que una joven rusa había enloquecido y se había suicidado tras amenazar con volar el edificio.
– Tenían que contar alguna historia creíble, David -dijo Elisa.
– Cierto, pero observad esto. -Deslizó uno de los papeles hacia ella-: La dueña del piso, amiga de Nadja, de vacaciones en Egipto, quiso regresar de inmediato al enterarse. No llegó a tiempo: dos días después, unos chavales de otro de los pisos del mismo bloque, jugando con bengalas navideñas, produjeron un incendio. Los vecinos fueron evacuados, no hubo víctimas, pero el edificio quedó carbonizado.
– Sí, se especuló mucho sobre eso. -Elisa leyó los titulares de los periódicos-. Pero fue una desgraciada coincidencia que…
Eso está fuera de toda discusión. Te contaré otra coincidencia.
Miró a Blanes, inquieta.
– Tampoco han quedado testigos ni escenarios en lo de Colin Craig -prosiguió Blanes-: su esposa se suicidó dos días después en el hospital, y el niño murió a las pocas horas de ser encontrado, con síntomas de congelación. Ni la familia de Colin ni la de su esposa quisieron quedarse con la casa y la pusieron a la venta a través de intermediarios. La compró un joven ejecutivo de una empresa informática llamada Techtem.
– Es una empresa tapadera de Eagle Group -aclaró Silberg.
– Enseguida la echaron abajo hasta los cimientos -completó Blanes-. Lo mismo en ambos casos: sin testigos, sin escenarios.
– ¿Cómo habéis conseguido todos estos datos? -preguntó Elisa, hojeando los papeles.
– Reinhard y yo hemos hecho algunas averiguaciones.
– De todas formas, no prueban que las muertes de Colin y Nadja se relacionen con lo sucedido en Nueva Nelson, David.
– Ya lo sé, pero míralo de esta forma. Si lo de Colin y Nadja no tiene ninguna relación con Nueva Nelson, ¿por qué armar este montaje para hacer desaparecer los escenarios de los crímenes? ¿Y por qué secuestrarnos y drogarnos a todos?
Jacqueline Clissot cruzó las largas piernas, que llevaba descubiertas hasta el muslo con el increíble vestido sin mangas dividido en tres partes (gargantilla, top y falda central) con aberturas entre cada nivel. Elisa la encontraba muy sensual y maquillada hasta la exageración, con el pelo negro atado en un moño.
– ¿Qué pruebas tienes de que nos han drogado? -preguntó, impaciente.
Blanes habló con calma.
– Jacqueline: tú examinaste el cadáver de Rosalyn Reiter. Y después de la explosión bajaste a la despensa porque Carter te llamó para que vieras algo. ¿Recuerdas todo eso?
Por un instante Jacqueline pareció convertirse en otra cosa: su rostro perdió toda expresión y su cuerpo quedó rígido en el asiento. Su sensual apariencia contrastaba tanto con aquella reacción de muñeco de cuerda estropeado que Elisa sintió temor. Vio la respuesta en el desconcierto de la ex profesora antes de oírla hablar.
– Yo… Creo que… Un poco…
– Drogas -dijo Silberg-. Nos han borrado los recuerdos con drogas. Puede hacerse hoy día, ya lo sabes. Existen derivados del ácido lisérgico que incluso crean falsos recuerdos.
Elisa intuyó que Silberg tenía razón. En medio de la bruma de su memoria creía entrever que había recibido varias inyecciones mientras se hallaba confinada en la base del Egeo.
– Pero ¿por qué? -insistió-. Supongamos que las muertes de Colin y Nadja se relacionan con las de Rosalyn, Ric y Cheryl. ¿Qué les interesa de nosotros? ¿Por qué nos llevan allí, nos drogan y nos devuelven? ¿Qué información podemos darles? ¿O qué recuerdos quieren borrarnos?
– Es la cuestión clave -apuntó Silberg-. Nos han drogado a todos, no solo a Jacqueline, pero los demás no hemos examinado ningún cadáver ni sido testigos de ningún crimen…
– Y no sabemos nada -dijo Elisa. Blanes alzó una mano.
– Eso quiere decir que sí sabemos algo. Tenemos algo que ellos necesitan, y lo primero de todo es averiguar qué es. -Los miró, uno a uno-. Debemos saber qué es lo que compartimos, lo que tenemos en común, aun sin darnos cuenta.
– Estuvimos en Nueva Nelson y vimos el pasado -dijo Jacqueline.
– Pero ¿qué información podrían extraer de eso? ¿Y qué recuerdos pretenden borrarnos? Todos nos acordamos del Proyecto Zigzag y las imágenes del Lago del Sol Y la Mujer de Jerusalén…
– No las olvidaré nunca -susurró Silberg, y por un instante pareció envejecer.
– Entonces, ¿qué es lo que compartimos? ¿Qué hemos compartido todos estos años, desde Nueva Nelson, que a ellos les interesa conocer y luego borrarnos?
Elisa, que había estado contemplando a Jacqueline, sintió de improviso que temblaba.
– Él… -musitó. Por un momento pensó que no la entenderían, pero el súbito cambio que se produjo en la expresión de los demás la impulsó a continuar-: Eso con lo que soñamos… Yo lo llamo «Señor Ojos Blancos».
Blanes y Silberg descolgaron la boca a la vez. Jacqueline, que se había vuelto hacia ella, asintió.
– Sí -dijo-. Así son sus ojos.
Esa sensación de enfermedad. De plaga, había dicho Jacqueline. Tú también la sientes, ¿verdad, Elisa? Ella había movido la cabeza en un gesto de reconocimiento. «Plaga» era la palabra correcta. La sensación de estar «manchada», como si hubiese restregado su cuerpo contra un moho en la superficie de un vasto cenagal. Sin embargo, era más que la pura sensación física: era la idea. Jacqueline la tradujo apropiadamente, y Elisa sospechó hasta qué punto la paleontóloga la había sufrido quizá más que ella:
– Es como si estuviese esperando algo terrible… Formo parte de eso y no puedo huir. Estoy sola. Y eso me llama. Nadja también lo sentía, ahora lo recuerdo…
Elisa había perdido el aliento. Me llama, y yo quiero obedecer. Deseaba decir aquello, pero le parecía tan repulsivo que ni siquiera se atrevía a concederle la ventaja de la voz. Una presencia. Algo que me quiere a mí.
Y a Jacqueline.
Quizá a todos, pero sobre todo a nosotras.
Tras una pausa muy, larga, Blanes alzó la vista. Elisa nunca lo había visto tan pálido, tan desconcertado.
– No es preciso… que me digáis nada si no queréis -murmuró-. Os contaré mi experiencia, y solo debéis decirme si es similar o no. -Se dirigía sobre todo a ellas, y Elisa se preguntó si ya había hablado con Silberg al respecto-. A él lo veo en mis pesadillas, mis «desconexiones»… Y cuando aparece… me veo a mí mismo haciendo cosas espantosas. -Bajó la voz y en sus mejillas despuntó una mancha de color-. Tengo que hacerlas, como si él me obligara. Cosas con… mi hermana o mi madre. No placer, aunque a veces hay placer. -El silencio era enorme y Elisa comprendió el esfuerzo que Blanes hacía al hablar-. Pero siempre hay… daño.
– Mi esposa -dijo Silberg-. Ella es mi víctima en sueños. Aunque decir «víctima» es quedarme corto. -De pronto aquel hombretón arrugó el rostro y se levantó, dándoles la espalda. Lloró largo rato, y nadie fue capaz de consolarlo. Otro recuerdo súbito hizo estremecer a Elisa: aquella vez, frente a la trampilla de la despensa, en que lo había visto llorar igual. Cuando volvió a mirarlos, Silberg se había quitado las gafas y tenía el rostro brillante-: Me he separado de ella… No nos hemos divorciado: nos seguimos queriendo. De hecho, la amo más que nunca, pero no podría seguir viviendo a su lado… Tengo tanto miedo de hacerte daño… De que él me obligue a hacérselo…
Jacqueline Clissot también se había puesto en pie y había caminado hacia la ventana. En el salón había oscuridad y silencio.
– Podéis consideraros afortunados -dijo sin volverse, mirando la noche a través de los sucios cristales. Lo que más horrorizó a Elisa de su confesión fue que su voz siguió siendo la misma: no lloró, no gimió. Si Silberg había hablado como un condenado a muerte, Jacqueline Clissot lo hizo como alguien que ya hubiese sido ejecutado-. Nunca hablo de esto con nadie, salvo con los médicos de Eagle, pero supongo que no hay por qué seguir ocultándolo. Hace años que pienso que estoy enferma. Lo pensé cuando me separé de mi esposo y de mi hijo, un año después de volver de Nueva Nelson, y decidí dejar las clases y la profesión. Ahora estoy sola, vivo en un estudio que ellos me pagan, en París. Lo único que piden a cambio es que les cuente mis sueños… y mis conductas. -Hablaba completamente inmóvil, su cuerpo moldeado bajo el breve y extravagante vestido. Elisa estaba segura de que solo llevaba aquella prenda encima-. Pero no es cierto que viva sola. Vivo con él, si entendéis lo que quiero decir. Él me dice lo que tengo que hacer. Me amenaza. Me hace desear cosas y me castiga a través de mí misma, con mis propias manos… Llegué a creer que estaba loca, pero ellos me convencieron de que era un resultado del Impacto… ¿Cómo lo llaman? «Delirio traumático.» Yo no lo llamo así. Cuando me atrevo a ponerle nombre, lo llamo «Diablo» -susurró-. Y me vuelve loca de terror.
Hubo un silencio. Las miradas se dirigieron a Elisa. Le costaba esfuerzo hablar, pese a la confesión que acababa de hacer Jacqueline.
– Siempre he creído que eran fantasías -dijo con la boca seca-. Me lo imagino visitándome casi cada noche, a una hora determinada. Debo esperarle… apenas vestida. Entonces él llega y me dice cosas. Cosas horribles. Cosas que me hará, o hará, a las personas a las que quiero si no le obedezco… A mí también me aterra. Pero pensaba que… que se trataba de una fantasía íntima…
– Es lo más horrible -asintió Jacqueline-: que queríamos pensar que éramos nosotras, pero sabíamos que no era cierto.
– Tiene que haber una explicación. -Blanes se frotaba las sienes-. No me refiero a una explicación racional. La mayoría de nosotros somos físicos, y sabemos que la realidad no es necesariamente racional… Pero tiene que haber una explicación, algo que podamos probar. Una teoría. Debemos buscar una teoría para entender lo que nos ocurre…
– Existen varias posibilidades. -La voz de Silberg no parecía proceder de él. Poseía una cualidad que la asemejaba con el silencio de toda la casa y los campos nocturnos-. Vamos a descartarlas. En primer lugar: que Eagle sea la única responsable. Nos han drogado y nos han convertido en esto.
– No -negó Blanes-. Es cierto que nos ocultan información, pero ellos mismos parecen tan desorientados como nosotros.
Y atemorizados, pensó Elisa.
– El Impacto es la segunda posibilidad. Me consta que el Lago del Sol y la Mujer de Jerusalén nos produjeron cosas. Y en este punto Eagle tiene razón, sus efectos son completamente desconocidos. Quizá es el Impacto lo que nos hace estar obsesionados con… con esa figura. Quizá sea un producto de nuestro inconsciente alterado… Supongamos que Valente enloqueció y se las arregló para matar a Rosalyn y a Ross… No quiero discutir cómo lo hizo sino plantear el hecho en sí. Y suponed que ahora le ocurre lo mismo a otro de nosotros. Podría ser uno de los que estamos en esta habitación, o bien Sergio… Suponed, por increíble que parezca, que uno de nosotros sea… el responsable de las muertes de Colin y Nadja.
La idea de Silberg había sembrado la inquietud.
– En todo caso -observó Blanes-, el Impacto podría explicar la semejanza entre nuestras visiones y el cambio operado en nuestra vida… ¿Hay alguna otra posibilidad?
– La última -asintió Silberg-: un misterio, como la fe. Lo incomprensible. La incógnita de la ecuación.
– En matemáticas se suelen despejar incógnitas -dijo Blanes-. Tendremos que despejar ésta si queremos sobrevivir…
La voz de Jacqueline atrajo de nuevo toda la atención.
– Os aseguro una cosa: sea lo que sea, estoy segura de que es un mal consciente y real. Algo perverso. Y nos acecha.