Capítulo ocho — Acceso directo

El teólogo puede dedicarse a la agradable tarea de describir la religión tal como ésta descendió de los cielos, revestida de su pureza original. Al historiador, sin embargo, le cabe una misión más deprimente, como lo es el descubrir la inevitable mezcla de error y corrupción que ella adquirió durante su larga residencia sobre la tierra, en medio de una raza de seres débiles y depravados.

EDWARD GIBBON Caída del Imperio Romano, XV


Ellie fue pasando los canales de televisión. Había un animado partido de baloncesto entre los «Gatos Monteses» de Johnson City y los «Tigres» de Union-Endicott. Las chicas y muchachos baloncestistas ponían todo de su parte. En el siguiente canal, alguien disertaba en idioma parsi sobre la adecuada observancia del Rabadán. Después venía uno de los canales cerrados; éste, en particular, dedicado a las prácticas sexuales universalmente aborrecibles. Luego encontró uno de los primeros canales computarizados que emitía juegos de psicodrama. Conectando la computadora del hogar, podía tenerse acceso a una nueva aventura, en la esperanza de que a uno le resultara lo suficientemente atractiva como para comprar luego el correspondiente disco. El canal tomaba precauciones mediante un dispositivo electrónico para que nadie pudiera grabar el programa. En su mayoría, esos juegos de vídeo, pensó Ellie, eran intentos fallidos de preparar a los adolescentes para un futuro incierto.

Le llamó luego la atención ver a un comentarista de uno de los viejos canales que describía, con enorme preocupación, el ataque de un torpedero norvietnamita contra naves norteamericanas de la Séptima Flota en el golfo de Tonkin, y la petición que realizó el presidente de la nación para que se autorizase a «tomar todas las medidas necesarias»

como reacción. El programa era uno de los pocos del agrado de Ellie. Las noticias del Ayer, y en él se pasaban noticieros televisivos de años anteriores. En la segunda mitad del programa se analizaba punto por punto la desinformación de la primera parte, y la obstinada credulidad de las agencias de noticias hacia todo lo que afirmara cualquier gobierno, por más que no hubiera fundamentos que lo avalaran. Otros programas del mismo estilo eran Promesas, Promesas — dedicado a repasar todas las promesas de campaña electoral no cumplidas, en el plano local y nacional —, y Engaños y Estafas, una emisión semanal que tenía por fin echar por tierra los mitos y prejuicios de mayor difusión.

Al ver la fecha que figuraba al pie de la pantalla, 5 de agosto de 1964 una oleada de recuerdos — nostalgia no era la palabra indicada — de sus épocas de secundaria se abatió sobre ella.

Siguió cambiando los canales y así se topó con una clase de cocina oriental; la propaganda del primer robot para uso doméstico, producido por Cibernética Hadden: un programa de noticias y comentarios en idioma ruso, auspiciado por la embajada soviética; varias frecuencias destinadas a los niños; el canal de la matemática exhibía en ese momento el nuevo curso de geometría analítica de Cornell; el canal local de las propiedades inmobiliarias y varias execrables telenovelas, hasta que llegó a los canales religiosos en los que, con sostenido entusiasmo, se debatía el tema del Mensaje.

En todo el país había aumentado notablemente la concurrencia a las iglesias. En opinión de Ellie, el Mensaje era una suerte de espejo en el cual cada persona veía confirmadas, o desafiadas, sus creencias. Se lo consideraba una reivindicación de doctrinas escatológicas y apocalípticas, mutuamente excluyentes. En Perú, Argelia, México, Zimbabwe y el Ecuador, se llevaban a cabo serias discusiones públicas acerca de si las civilizaciones progenitoras procedían del espacio; dichas ideas eran atacadas por los colonialistas. Los católicos discutían sobre el estado de gracia extraterrestre. Los protestantes mencionaban posibles misiones anteriores de Cristo a los planetas cercanos, y por supuesto un regreso a la Tierra. A los musulmanes les preocupaba que el Mensaje pudiera contravenir el mandamiento que prohibía las imágenes esculpidas. En Kuwait surgió un hombre que afirmaba ser el Imán Oculto de los shiítas. Los hebreos jasidistas se dejaron atrapar por el fervor mesiánico. En otras congregaciones de judíos ortodoxos hubo un repentino resurgimiento del interés por Astruc, un fanático temeroso de que el conocimiento pudiese minar la fe, que en 1305 logró que el rabino de Barcelona prohibiera a los menores de veinticinco años estudiar ciencia o filosofía, bajo pena de excomunión. Similares corrientes se advertían en el Islam. Un filósofo tesalonicense, de nombre Nicholas Polydemos, concitaba atención con argumentos en pro de lo que él denominaba la «reunificación» de las religiones, gobiernos y pueblos del mundo. Los adversarios comenzaron a dudar del «re».

Los que creían en los OVNIS organizaron vigilias durante las veinticuatro horas del día en la base de Brooks de la Fuerza Aérea, cerca de San Antonio, donde decían que se guardaban en congeladoras los cuerpos de cuatro ocupantes de un platillo volante que se había estrellado en 1947 en la Tierra. En la India se informaba sobre nuevas apariciones de Visnú, y de Amida Buda en el Japón. En Lourdes se producían centenares de curas milagrosas. Una nueva secta ingresó en Australia, procedente de Nueva Guinea, que predicaba la construcción de réplicas de radiotelescopios para atraer las dádivas de los extraterrestres. La Unión Mundial de Librepensadores consideró que el Mensaje constituía una prueba de la no existencia de Dios. La Iglesia mormona habló de una segunda revelación del ángel Moroni.

Diferentes grupos lo tomaron como muestra de muchos dioses, de uno o de ninguno.

Había quienes predecían el Milenio para 1999, como inversión cabalística de 1666, el año que Sabbatai Zevi había fijado para su milenio; otros optaban por 1996 o 2033, el supuesto aniversario número dos mil del nacimiento o la muerte de Jesús. El gran ciclo de los antiguos mayas habría de culminar en el año 2011, fecha en que, según esa tradición cultural independiente, terminaría el cosmos. La predicción maya y el milenarismo cristiano estaba produciendo una suerte de locura apocalíptica en México y América Central. Algunos milenaristas que creían en las primeras fechas, habían comenzado a donar su fortuna a los pobres, en parte porque dentro de poco tiempo ésta carecería de valor, y en parte como forma de sobornar a Dios antes de la Venida.

El fanatismo, el temor, la esperanza, el ardiente debate, la oración callada, la generosidad ejemplar, la intolerancia estrecha de miras y la necesidad profunda de nuevas ideas, todo era como una epidemia que recorría febrilmente la superficie del minúsculo planeta Tierra. De este poderoso fermento, Ellie creía ver surgir lentamente la actitud de reconocer que el mundo era sólo un hilo de un vasto tapiz cósmico. Entretanto, el Mensaje resistía todo intento por descifrarlo.

En uno de los canales combativos, Vaygay, ella, Der Heer — y en menor medida, Peter Valerian — eran acusados de diversos delitos, como por ejemplo, ser ateos y comunistas, y de guardarse el Mensaje para sí mismos. Para Ellie, Vaygay no era demasiado comunista, y Valerian poseía una profunda y compleja fe cristiana. Si tenían suerte de decodificar el Mensaje, ella estaba dispuesta a entregárselo personalmente a ese mojigato comentarista de televisión. Sin embargo, Dave Drumlin, el hombre que había descifrado los números primos y la filmación de las Olimpíadas, era calificado como héroe. Ésa era la clase de científicos que precisaban. Ellie lanzó un suspiro y volvió a cambiar de estación.

Sintonizó entonces TABS, el Turner-American Broadcasting System, la única red comercial que sobrevivió hasta el advenimiento de las emisiones directas por satélite y el cable de ciento ochenta canales. En ese canal, Palmer Joss realizaba una de sus escasas apariciones por televisión. Ellie reconoció de inmediato su voz potente, su aspecto atractivo aunque algo desaliñado, las oscuras ojeras que daban a entender que el hombre jamás dormía de tanto que se preocupaba por la humanidad.

— ¿Qué ha hecho la ciencia por nosotros? — preguntó —. ¿Realmente somos más felices? Y no me refiero a los rayos láser o a las uvas sin semilla. ¿Somos en esencia más felices? ¿O acaso los científicos nos sobornan con juguetes, con baratijas tecnológicas, y al mismo tiempo van minando nuestra fe?

He aquí un hombre, pensó Ellie, que anhela una existencia más sencilla, un hombre que se ha pasado la vida tratando de reconciliar lo irreconciliable. Un hombre que ha criticado las más flagrantes desviaciones de la religión, y por eso se cree con derecho a atacar la teoría de la evolución y de la relatividad. ¿Por qué no atacar la existencia del electrón? Palmer Joss jamás vio uno, y la Biblia no habla de electromagnetismo. ¿Por qué, entonces, creer en los electrones? Si bien nunca lo había oído hablar, sabía que, tarde o temprano, iba a tocar el tema del Mensaje. Y así fue.

— Los científicos ocultan sus descubrimientos; a nosotros sólo nos dan fragmentos para tenernos callados. Nos consideran demasiado estúpidos como para entender lo que ellos hacen. Nos presentan conclusiones sin pruebas, hallazgos como si fueran palabra santa y no teorías, especulaciones, hipótesis, lo que la gente suele denominar suposiciones.

Nunca preguntan si una nueva teoría es tan buena para la gente como la creencia a la que intenta reemplazar. Sobreestiman sus conocimientos y subestiman los nuestros.

Cuando se les piden explicaciones nos responden que harían falta muchos años para comprender. Yo de eso sé bastante porque en la religión también hay cosas que sólo se comprenden con el correr de los años.

Podemos dedicar toda una vida y jamás llegar a desentrañar la naturaleza del Todopoderoso. Sin embargo, nadie ve que los científicos acudan a sus líderes religiosos y les pregunten sobre los años que han dedicado ellos al estudio y la oración.

«Ahora dicen tener un mensaje de la estrella Vega. Sin embargo, las estrellas no mandan mensajes. Hay alguien que lo envía. ¿Quién? ¿El propósito del Mensaje es divino o satánico? Cuando los científicos nos cuenten el contenido, ¿nos dirán toda la verdad? ¿O guardarán algo porque suponen que no podemos entenderlo, o porque no se ajusta a lo que ellas creen? ¿No son éstas las personas que nos enseñaron cómo aniquilarnos?

«Yo les digo, mis amigos, que la ciencia es demasiado importante como para dejarla en manos de los científicos. Debería haber representantes de los principales grupos religiosos en el proceso de decodificación. Deberíamos tener la posibilidad de examinar toda esa nueva información. De lo contrario, nos contarán apenas un poco acerca del Mensaje. Quizá sea lo que realmente creen, o no. Y no tendremos más remedio que aceptar lo que nos digan. Hay ciertos temas que los científicos dominan, pero también hay otros — les doy mi palabra —, de los que no tienen ni idea. A lo mejor recibieron un mensaje de otro ser del cosmos. ¿Pueden estar seguros de que el Mensaje no es un Becerro de Oro? Ésta es la gente que inventó la bomba de hidrógeno. Perdóname, Señor, por no sentirme más agradecido ante esas almas beneméritas.

«Yo he visto el rostro de Dios. Confío en Él, lo amo con toda mi alma y todo mi ser. No creo que nadie pueda ser más creyente que yo. Y sé que los científicos no pueden creer en la ciencia más de lo que yo creo en Dios.

«Están dispuestos a renegar de sus «verdades» cuando aparece una idea nueva, y lo hacen con orgullo. Piensan que el saber no tiene límites. Se imaginan que estamos atrapados en la ignorancia hasta el final de los tiempos, que la naturaleza no nos brinda ninguna certidumbre. Newton destronó a Aristóteles. Einstein destronó a Newton.

Mañana, algún otro destronará a Einstein. Apenas terminamos de entender una teoría, otra nueva la reemplaza. No me molestaría mucho si nos hubieran advertido que las ideas viejas eran provisorias. La ley de la gravedad de Newton, la llamaban, y aún se denomina así. Pero, si se trataba de una ley de la naturaleza, ¿cómo pudo haber estado equivocada? ¿Cómo pudieron desplazarla? Sólo Dios puede abolir las leyes de la naturaleza, no los científicos. Si Albert Einstein tenía razón, entonces Newton era un aficionado, un chapucero.

«Recuerden que los científicos no siempre entienden bien las cosas. Ellos pretenden despojarnos de nuestra fe, de nuestras creencias, y no nos ofrecen a cambio nada que tenga valor espiritual. Yo no pienso abandonar a Dios porque los científicos hayan escrito un libro y sostengan que es un mensaje de Vega. No voy a idolatrar la ciencia. No voy a desafiar el primer mandamiento. No me voy a postrar ante un Becerro de Oro.

De joven, Palmer Joss llegó a ser muy conocido y admirado por su trabajo en ferias itinerantes. El dato no era ningún secreto puesto que hasta lo había publicado Timesweek en su biografía. Para ganarse la vida, se hizo tatuar en el torso un mapa de la Tierra en proyección cilíndrica, y solía exhibirse en ferias de atracciones desde Oklahoma hasta Misisipí, uno de los últimos vestigios de la época de entretenimientos rurales ambulantes.

En la gran extensión de mar azul estaban los cuatro dioses de los vientos, con sus mejillas hinchadas. Flexionando los pectorales, conseguía que soplara el viento norte sobre el Atlántico medio. A continuación, declamaba ante su azorada audiencia, un pasaje de la Metamorfosis, de Ovidio.

Con ayuda de las manos, demostraba el desplazamiento de los continentes, apretando el África Occidental contra Sudamérica, de modo que se reunían, como piezas de un rompecabezas, casi en la longitud perfecta de su ombligo. En los letreros lo anunciaban como «Geos, el Hombre de la Tierra».

Joss tenía gran afición por la lectura. Como su educación formal no había ido más allá de la escuela primaria, nadie le había dicho que la ciencia y los clásicos no atraían demasiado a la gente común. En cada pueblo donde llegaba, se hacía amigo de las bibliotecarias del lugar y averiguaba qué libros serios debía leer para cultivarse. Fue así como se instruyó acerca de la forma de ganar amigos, de invertir en bienes raíces y de intimidar a las personas sin que éstas lo notaran, pero esos libros le resultaban poco profundos. Por el contrario, en la literatura antigua y la ciencia moderna le parecía hallar calidad. Cuando la estancia en un pueblo se prolongaba varios días, buscaba en seguida a la bibliotecaria de la zona. Son salidas de trabajo, le explicaba a Elvira, la Chica Elefante, que lo interrogaba sobre sus frecuentes ausencias. Ella sospechaba que tenía romances por todas partes — una bibliotecaria en cada puerto, llegó a decir —, pero no podía dejar de reconocer que Joss mejoraba cada día su espectáculo. El contenido seguía siendo muy elevado, pero las explicaciones resultaban sencillas.

Asombrosamente, el pequeño número de Joss comenzó a dejar pingües ganancias para la feria.

Un día estaba demostrando al público la colisión de la India con Asia y el consiguiente plegamiento que dio origen a los montes Himalaya cuando, del cielo azul, cayó un rayo que le dio muerte. Había habido tornados en el sudeste de Oklahoma y extrañas manifestaciones meteorológicas en todo el sur. Joss experimentó con toda lucidez la sensación de abandonar su cuerpo — tristemente desplomado sobre la tarima cubierta de aserrín, observado con asombro por la escasa concurrencia —, y de elevarse en una suerte de largo túnel oscuro que lentamente se dirigía hacia una luz brillante. En medio del resplandor distinguió una figura de heroicas, y por cierto divinas, proporciones.

Al despertarse, una parte de sí sintió desilusión por el hecho de estar vivo. Se hallaba tendido en un catre, en un dormitorio de modesto mobiliario. Sobre él se inclinaba el reverendo Billy Jo Rankin, no la persona posteriormente conocida por ese nombre sino su padre, venerable predicador de los últimos años del siglo XX.

En un segundo plano, a Joss le pareció distinguir una decena de siluetas encapuchadas que entonaban el Kyrie Eleison, pero no estaba muy seguro.

— ¿Voy a vivir o morir? — preguntó el joven en un susurro.

— Las dos cosas, hijo mío — le respondió el reverendo.

Muy pronto tuvo la impresión de que comenzaba a descubrir la existencia del mundo.

Pero en cierto sentido esa sensación se oponía a la imagen beatífica que antes había contemplado, y la infinita felicidad que esa imagen presagiaba. Percibía ambas sensaciones en pugna dentro de su pecho. En varias ocasiones, a veces en la mitad de una oración, tomaba conciencia de alguna de las dos sensaciones. Al cabo de un tiempo, sin embargo, aprendió a convivir con ambas.

Realmente había estado muerto, le aseguraron con posterioridad. Un médico lo declaró muerto. Pero los demás oraron por él, entonaron himnos e incluso trataron de revivirlo con masajes (principalmente en la zona de Mauritania), y le devolvieron la vida. Literalmente había renacido. Dado que la explicación encajaba tan bien con su propia percepción de la experiencia, aceptó de buen grado el relato, convencido de lo importante que había sido el suceso. No había muerto por nada. Había resucitado para algo.

Bajo la tutela de su protector, comenzó a estudiar las Escrituras. Lo conmovió enormemente la idea de la resurrección y la doctrina de la salvación.

Al principio ayudaba al reverendo Rankin en tareas menores, y con el tiempo llegó a reemplazarlo cuando le tocaba ir a predicar a los sitios más lejanos, en especial cuando el joven Billy Jo Rankin partió rumbo a Odessa (Texas) respondiendo a la llamada de Dios.

Muy pronto Joss encontró su propio estilo oratorio. Con un lenguaje sencillo y metáforas comunes, explicaba el bautismo y la vida en el más allá, la relación entre la revelación cristiana y los mitos de la Grecia y la Roma clásicas, la idea del plan de Dios para el mundo y la concordancia entre la ciencia y la religión cuando a ambas se las entendía como corresponde. No era una predicación convencional — quizá demasiado ecuménica para el gusto de muchos —, pero sí misteriosamente popular.

— Como tú has renacido, Joss — le dijo un día Rankin —, tendrías que cambiarte de identidad, pero Palmer Joss es un nombre tan adecuado para un predicador, que sería muy tonto no conservarlo.

Al igual que los médicos y los abogados, los vendedores de religión no suelen criticar la mercancía de sus colegas, observó Joss. No obstante una noche concurrió a una iglesia a escuchar a Billy Jo Rankin hijo, que gloriosamente había regresado de Odessa y tenía que dirigir una homilía ante una multitud. Billy enunciaba una severa doctrina de recompensa, castigo y éxtasis. Sin embargo, esa noche estaba destinada a las curaciones. El instrumento de curación — según se le dijo a la feligresía — era la más santa de las reliquias, más sagrada que una astilla de la verdadera cruz, incluso que el hueso del brazo de Santa Teresa de Ávila que el generalísimo Francisco Franco guardaba en su despacho para intimidar a los piadosos. Lo que Billy Jo Rankin exhibía era, ni más ni menos, el líquido amniótico que había rodeado a Nuestro Señor, cuidadosamente conservado en un antiguo recipiente de barro que perteneció — se decía — a Santa Ana.

La más mínima gota de ese líquido, prometía el reverendo, servía para sanar todas las dolencias mediante un acto especial de la gracia divina. Esa noche estaba ahí presente la más bendita de las aguas.

Joss quedó anonadado, no tanto por el hecho de que Rankin fraguara un engaño tan obvio, sino porque los fieles fueran tan crédulos como para aceptarlo. En su vida anterior, había presenciado numerosos intentos de estafar al público. Pero aquello era entretenimiento, y esto, supuestamente, religión. La religión era demasiado importante para colorear la verdad, y mucho menos para inventar milagros. Así, pues, se consagró a denunciar esa mentira desde el pulpito.

A medida que crecía su fervor, comenzó a denostar otras formas desviadas del fundamentalismo cristiano, incluso a los aspirantes a herpetólogos que ponían a prueba su fe acariciando víboras para cumplir con el precepto bíblico según el cual los puros de corazón no deben temer al veneno de las serpientes. En un sermón que fue ampliamente citado, parafraseó a Voltaire. Nunca pensó — sostuvo — que conocería clérigos tan venales como para prestar su apoyo a los blasfemos para quienes el primer sacerdote había sido el primer delincuente que se topó con los dedo en el aire.

Joss aseguraba que cada culto tenía una línea doctrinaria que no había que sobrepasar para no insultar la inteligencia de los creyentes. Las personas sensatas quizá no se pusieran de acuerdo respecto de dónde debía trazarse tal línea, pero las religiones se excedían en su marcación, y eso constituía un riesgo. La gente no era tonta, decía. El día antes de morir, cuando ponía sus asuntos en orden, el mayor de los Rankin le mandó a avisar a Joss que no quería volver a verlo jamás.

Al mismo tiempo, Joss comenzó a predicar que tampoco la ciencia tenía todas las respuestas. Encontraba puntos débiles en la teoría de la evolución. Según su parecer, las cosas que los científicos no podían explicarse, las barrían debajo de la alfombra. No tenían cómo probar que la Tierra tuviese cuatro mil seiscientos millones de años de antigüedad. Nadie había visto suceder la evolución ni nadie había marcado el tiempo desde la creación.

Tampoco se había demostrado la teoría de la relatividad, de Einstein, quien había asegurado que es imposible viajar a más velocidad que la de la luz. ¿Cómo lo supo? ¿A qué velocidad cercana a la luz había viajado él? La relatividad era sólo un modo de entender el mundo. Einstein no podía poner límites a lo que el hombre fuese capaz de hacer en el futuro. Y por cierto, tampoco podía ponerle límites a las acciones de Dios.

¿Acaso Dios no podría viajar más rápido que la luz si lo deseara? ¿Acaso Dios no podría hacernos viajar a nosotros más rápido que la luz si lo deseara? Había excesos en la ciencia tanto como en la religión. El hombre sensato no debía dejarse atemorizar por ninguna de las dos. Había muchas interpretaciones de las Escrituras y otras tantas de la naturaleza. Dado que ambas habían sido creadas por Dios, no podían contradecirse una a otra. Si se produce cualquier discrepancia, eso quiere decir que un científico o un teólogo — quizás ambos — no han hecho bien su trabajo.

Palmer Joss empleó un estilo de crítica imparcial a la ciencia y la religión, unido a una ardiente defensa de la rectitud moral y respeto por la inteligencia de su grey. Poco a poco fue adquiriendo fama en el plano nacional. En los debates sobre la enseñanza del «creacionismo científico» en las escuelas, sobre el aspecto ético del aborto y los embriones congelados, o sobre la licitud de la ingeniería genética, procuraba a su manera encontrar un punto medio de conciliación entre la religión y la ciencia. Los partidarios de ambas fuerzas contendientes se indignaban con sus intervenciones, pero su popularidad iba en aumento. Llegó a ser confidente de primeros mandatarios. Los periódicos escolares publicaban fragmentos de sus sermones. Sin embargo, rechazó muchas invitaciones y la sugerencia de fundar una iglesia electrónica. Siguió llevando una vida sencilla, y raras veces abandonaba la zona rural del sur, salvo cuando lo convocaba algún presidente o cuando debía asistir a congresos ecuménicos. No se metía en política; hasta el punto de que apenas hacía gala de un convencional patriotismo. En un campo minado de competidores, muchos de dudosa probidad, Palmer Joss se convirtió — por su erudición y autoridad moral — en el más importante predicador fundamentalista cristiano de su época.

Der Heer le había anticipado su deseo de que cenaran juntos en algún lugar tranquilo cuando llegara para asistir a la reunión que tendrían que celebrar con la delegación soviética. No obstante, la región del centro y sur de Nuevo México rebosaba de periodistas, y no había en kilómetros a la redonda un restaurante donde pudieran conversar sin que nadie los observara o escuchara. Ellie decidió entonces cocinar en el modesto departamento que ocupaba en las instalaciones de Argos. Tenía mucho de que hablar. A veces parecía que el destino de todo el proyecto pendía de un delgado hilo en manos de la Presidenta. Sin embargo, sabía que la ansiedad que sentía antes de la llamada de Ken se debía a algo más. Joss no era tema relacionado con el trabajo, pero hablaron acerca de él cuando llegó el momento de llenar el lavaplatos.

— Ese hombre está aterrorizado — opinó Ellie —. No tiene una amplia perspectiva. Cree que el Mensaje será una exégesis bíblica inaceptable o algo que ponga en duda su fe. No tiene idea de cómo un nuevo paradigma científico incluye al anterior. Se pregunta qué ha hecho la ciencia por él en los últimos tiempos. Y a un hombre así se lo considera la voz de la razón.

— Comparado con los Milenaristas del Día del Juicio Final, Palmer Joss es el rey de la moderación — repuso Der Heer —. Quizá no hayamos explicado los métodos de ciencia como corresponde. Últimamente me preocupa mucho todo esto. Y además, Ellie, ¿estás segura de que no puede tratarse de un mensaje de…?

— ¿De Dios o del Demonio? Ken, supongo que no hablas en serio.

— ¿Y si hubiera seres avanzados, que se dedicaran a lo que nosotros conocemos como el bien o el mal, y un tipo como Joss interpretara el mensaje como procedente de Dios o del diablo?

— Ken, sean lo que fueren esos seres que habitan en el sistema de Vega, te aseguro que no crearon el universo. Y no se parecen en nada al Dios del Antiguo Testamento. No te olvides de que Vega, el Sol y las demás estrellas de la zona solar, se hallan en una especie de remanso de una galaxia absolutamente común. ¿Por qué tendríamos que pensar en eso de «Yo soy el que soy»? Él debe de haber tenido cosas más importantes que hacer.

— Ellie, estamos en un brete. Tú sabes que Joss es una persona muy influyente. Ha tenido estrecho contacto con tres primeros mandatarios, incluso con la Presidenta actual.

Ella desea hacerle ciertas concesiones, aunque no creo que se le ocurra nombrarlo a él y a otros predicadores para que integren el comité de descifrado junto contigo, Valerian y Drumlin… por no mencionar a Vaygay y sus colegas. No me imagino a los rusos congeniando con los clérigos fundamentalistas en una misma organización. ¿Por qué no vas y hablas tú con él? La Presidenta sostiene que a Joss le fascina la ciencia. ¿Y si lo ganáramos para nuestra causa?

— ¿Supones que podríamos convertir a Palmer Joss?

— Seguramente no va a cambiar de religión, pero puede llegar a comprender lo que es Argos, que no hay por qué responder el Mensaje si no nos gusta el contenido, que las distancias interestelares nos aíslan de Vega.

— Ken, ni siquiera cree que la velocidad de la luz es el límite máximo de velocidad cósmica. Ninguno de los dos aceptaría las explicaciones del otro. Además, yo tengo una larga historia de incapacidad personal para dar cabida a las religiones convencionales. Me indignan sus incoherencias e hipocresías. No creo que un encuentro entre Joss y yo sea lo más aconsejable para ti. Ni para la Presidenta.

— Ellie, yo sé por quién apostaría mi dinero, y tampoco creo que el hecho de reunirte con Joss vaya a empeorar demasiado las cosas.

Ellie se permitió devolverle la sonrisa.

Al estar ya ubicadas las naves de rastreo, y con algunos radiotelescopios instalados en sitios tales como Reikjavik y Jakarta, podía cubrirse sobradamente la señal de Vega en todas las longitudes. Se convocó a una reunión en París del Consorcio Mundial para el Mensaje. Era natural que, a modo de preparación, los países que contaban con mayor cantidad de datos realizaran un coloquio científico preliminar. Se reunieron durante cuatro días. La sesión final de conclusiones tenía por objeto documentar a aquellas personas, como Der Heer, que actuaban de intermediarios entre los científicos y los políticos. La delegación soviética, presidida nominalmente por Lunacharsky, incluía también a varios técnicos y hombres de ciencia de igual nivel. Entre ellos, Genrikh Arkhangelsky, recientemente designado jefe de Intercosmos, el organismo internacional dedicado al espacio, y Timofei Gotsridze, que figuraba como ministro de Industrias Semipesadas y miembro del Comité Central.

Era evidente que Vaygay sentía una enorme presión: había vuelto a fumar un cigarrillo tras otro.

— Entiendo que haya una adecuada superposición en longitud, pero hay otras cosas que me preocupan. Si se produce alguna falla a bordo del Marshal Nedelin o un corte de energía en Reykjavik, peligrará la continuidad del Mensaje. Supongamos que el Mensaje se prolongue durante dos años, tendríamos que esperar dos años más para completar lo que quede en blanco. Y no se olviden de que tampoco sabemos si el Mensaje habrá de repetirse. Si no hubiera repetición, jamás completaríamos los tramos que nos faltan. Creo que deberíamos prepararnos para cualquier contingencia.

— ¿Qué es lo que propone? — preguntó Der Heer —. ¿Grupos electrógenos de emergencia en todos los observatorios?

— Sí, además de amplificadores y espectrómetros independientes en cada estación.

También habría que organizar algún servicio de transporte aéreo rápido de helio con destino a observatorios remotos, si fuese necesario.

— Ellie, ¿estás de acuerdo?

— Totalmente.

— ¿Algo más?

— Pienso que deberíamos seguir observando a Vega en un margen muy amplio de frecuencias. Es preciso estudiar también otras regiones de la esfera celeste. A lo mejor la clave del Mensaje no proviene de Vega sino de otra parte…

— Permítanme recalcar por qué es tan importante lo que propone Vaygay — le interrumpió Valerian —. Éste es un momento excepcional. Estarnos recibiendo un mensaje pero no hemos adelantado nada en su decodificación puesto que no tenemos experiencia en esta materia. Por consiguiente, es preciso prever todas las eventualidades. No quisiéramos que dentro de un par de años nos entraran ganas de suicidarnos por habernos olvidado de tomar una mínima precaución o por algún minúsculo detalle que se nos pasó por alto. La idea de que el Mensaje se repetirá no es más que una conjetura. No hay nada en el Mensaje mismo que lo dé a entender. Si dejamos pasar ahora la oportunidad, quizá la hayamos perdido para siempre. Concuerdo además en que es necesario tomar otras medidas. Bien podría ser que hubiera un cuarto nivel en el palimpsesto.

— También está la cuestión del personal — continuó Vaygay —. Supongamos que este mensaje no continúa uno o dos años más, sino varias décadas, o que fuera sólo el primero de una larga serie de mensajes procedentes del cosmos. En el mundo hay apenas unos pocos cientos de radioastrónomos verdaderamente capaces. La cifra es muy reducida, teniendo en cuenta lo que está en juego. Los países industrializados deben comenzar a capacitar más radioastrónomos de excelente nivel.

Ellie advirtió que Gotsridze, que hablaba muy poco, tomaba nota de todo: Una vez más pensó cuánto más dominaban los soviéticos el inglés que los norteamericanos el ruso. A comienzos del siglo, los científicos del mundo entero hablaban — o al menos leían — el alemán. Antes había sido el francés, y aún antes, el latín. En el futuro, quizás hubiese algún otro idioma científico obligatorio, el chino tal vez. Por el momento era el inglés, y los científicos de todo el orbe se esforzaban por aprender sus ambigüedades y casos irregulares.

Encendiendo un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior prosiguió Vaygay.

— Hay algo más que decir. Se trata apenas de una teoría, ni siquiera tan factible como la idea de que el Mensaje habrá de repetirse, idea que muy adecuadamente el profesor Valerian definió como una conjetura. Normalmente yo no me inclinaría por manifestar semejante hipótesis tan al comienzo, pero si fuera válida, habría que ir pensando de inmediato en futuras medidas. No tendría coraje para plantear esta posibilidad si el académico Arkhangelsky no hubiese llegado a la misma conclusión. Él y yo hemos discrepado respecto del corrimiento al rojo de los cuasar, respecto de la física del cuar en las estrellas de neutrón… muchas veces no hemos coincidido. Debo reconocer que en ocasiones tenía razón él, y a veces yo. Tengo la sensación de que casi nunca hemos estado de acuerdo en la etapa teórica de ningún tema. Sin embargo, en esto pensamos igual.

— Genrik Dmit'ch, ¿por qué no explica por favor?

Arkhangelsky parecía tolerante, casi divertido. Hacía años que tenía con Lunacharsky una rivalidad personal, traducida en acaloradas discusiones científicas y una celebrada controversia acerca del apoyo que debía prestársele a la investigación soviética sobre la fusión.

— Nosotros suponemos que el Mensaje contiene las instrucciones para fabricar una máquina. Por supuesto, no sabemos cómo hacer para descifrarlo, pero la prueba está en las referencias internas. Les doy un ejemplo. En la página 15441 hay una clara alusión a una página anterior, la 13097, que, por suerte, tenemos. Esta última página se recibió aquí, en Nuevo México, y la primera en nuestro observatorio de Tashkent. En la página 13097 hay otra referencia a algo que no conocemos porque en esa época no cubríamos todas las longitudes. Hay muchos casos de estas citas de páginas anteriores. En general, y esto es lo importante, vienen instrucciones complicadas en la página reciente, y otras más sencillas en la anterior. En un caso hay, en una sola página, ocho citas de material previo.

— A lo mejor — sugirió Ellie — son ejercicios matemáticos que se resuelven graduando progresivamente las dificultades. También podría ser una novela — deben de vivir una existencia mucho más larga que la nuestra — en la que los hechos se relacionen con las experiencias de la niñez, o como fuere que se llame en Vega el primer período de vida.

Tal vez sea incluso un manual religioso.

— Los Diez Millones de Mandamientos — acotó Der Heer, riéndose.

— Sí, puede ser — admitió Lunacharsky mirando por la ventana por entre una nube de humo. Los telescopios parecían contemplar anhelantes el firmamento —. Pero observando el esquema de tantas citas, convendrán conmigo en que se asemejan más a un manual de instrucciones para fabricar una máquina que quién sabe para qué será.

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