Capítulo trece — Babilonia

Con los seres más despreciados por compañía, recorrí las calles de Babilonia…

SAN AGUSTÍN Confesiones, II, 3


Se programó la principal computadora de Argos para que comparara diariamente la multitud de datos recibidos de Vega con los primeros registros del nivel tres del palimpsesto. En realidad, se cotejaba en forma automática una larga e incomprensible secuencia de ceros y unos, con otra secuencia similar anterior. Eso formaba parte de una imponente tarea de intercomparación estadística de varios tramos del texto, aún no descifrado. Había varios períodos breves de ceros y unos — que los analistas denominaban «palabras» — que se repetían una y otra vez. Muchas secuencias aparecían sólo una vez en miles de páginas de texto. Ellie conocía desde sus épocas de secundaria el enfoque estadístico para la decodificación de mensajes, pero las subrutinas que proveían los expertos de la Agencia Nacional de Seguridad, eran brillantes. Dichas subrutinas se obtenían exclusivamente por una orden de la Presidenta, y aun así estaban programadas para autodestruirse si se las examinaba muy en detalle.

Qué prodigiosos recursos de la inventiva humana, reflexionaba Ellie, se destinaban a poder leer la correspondencia de los demás. El enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética — no tan candente en los últimos tiempos — seguía devorando al mundo. Y no pensaba sólo en los recursos económicos que se designaban a gastos militares en todos los países, cifra que se aproximaba a los dos billones de dólares por año, desproporcionada teniendo en cuenta tantas otras necesidades humanas más urgentes. Lo peor, en su opinión, era el esfuerzo intelectual que se volcaba en la carrera armamentista.

Se calculaba que casi la mitad de los científicos del planeta trabajaba en alguno de los casi doscientos organismos militares del mundo. Y no eran la resaca de los programas doctorales en física y matemática. Muchos colegas de Ellie se consolaban pensando eso cuando no sabían qué decirle a alguien que hubiese obtenido su título de doctor y recibiese ofertas laborales, por ejemplo, de los laboratorios destinados a armamentos. «Si se tratara de un profesional mínimamente idóneo, lo menos que le ofrecerían sería una ayudantía de cátedra en la Universidad de Stanford», comentó Drumlin cierta vez. No; había que tener cierto temperamento, cierta disposición mental para que a uno le gustara la aplicación de la ciencia y la matemática en el campo militar; seguramente eran personas a las que les atraían las grandes explosiones; podían ser aquellos que no sentían predilección por la lucha personal pero que, para vengarse de alguna injusticia padecida en tiempos de estudiante, aspiraban al mando militar; o bien podía tratarse de esos individuos con tendencia a resolver acertijos, que ansiaban descifrar hasta los mensajes más complicados. En ocasiones, el aliciente era de tipo político; tenía que ver con litigios internacionales, con políticas de inmigración, con los horrores de la guerra, con la brutalidad de la policía o con la propaganda que una u otra nación pudiera haber hecho en décadas anteriores. Ellie sabía que muchos de esos científicos eran muy capaces, por más reservas que tuviera ella sobre las motivaciones que los animaban.

Deseaba tener alguna amiga en Argos con quien poder comentar lo dolida que se sentía por la conducta de Ken. Pero no la tenía, y tampoco era muy afecta a utilizar el teléfono, ni siquiera con ese propósito. Consiguió pasar un fin de semana en Austin con Becky Ellenbogen, una antigua compañera de estudios, pero Becky, cuyo concepto sobre los hombres solía ser acerbo, en ese caso se mostró sorprendentemente discreta en sus críticas.

— No le exijas tanto, Ellie — le aconsejó —. Después de todo, él es asesor de la Presidenta, y este descubrimiento es el más asombroso en la historia del mundo. Dale tiempo, y vas a ver que recapacita.

Pero Becky era una de las tantas que encontraban «encantador» a Ken, y sentía una marcada complacencia por el poder. Si Ken hubiese tratado a Ellie con semejante indiferencia cuando era apenas un profesor de biología molecular, Becky habría estado tentada de vapulearlo.

Luego de regresar de París, Der Heer inició una discreta campaña de petición de disculpas y manifestaciones de cariño. Adujo un exceso de tensiones y una gran variedad de responsabilidades, incluso problemas políticos inéditos y difíciles de resolver. No hubiera podido desempeñar correctamente su doble tarea de jefe de la delegación norteamericana y copresidente de la sesión plenaria si se hubiera hecho público el vínculo que lo unía a Ellie. Kitz había estado insoportable. Además, durante muchas noches seguidas sólo pudo dormir unas pocas horas. «Son demasiadas explicaciones», pensó Ellie, pero permitió que continuara la relación.

Una vez más fue Willie, en el turno de noche, el primero en advertirlo. Con posterioridad, el técnico atribuía la rapidez del descubrimiento no tanto a la computadora supersensible ni a los programas de la NASA, sino más bien a los nuevos circuitos integrados Hadden para reconocimiento de contexto. Vega se hallaba en una posición baja en la esfera celeste una hora antes del amanecer, cuando la computadora emitió una alarma. Con cierto fastidio, Willie dejó el libro que estaba leyendo, y reparó en las palabras que aparecían en la pantalla:

REPET. TEXTO PÁGS. 4161741619: DESAJUSTE DE BITS 0/2271. COEFICIENTE DE CORRELACIÓN 0,99+ Enseguida el 41619 se convirtió en 41620, y luego en 41621. Los dígitos posteriores a la barra oblicua iban continuamente en aumento. Tanto el número de páginas como el coeficiente de correlación iban también creciendo, lo cual daba la pauta de lo improbable que era que la correlación se debiese al azar. Dejó pasar otras dos páginas antes de comunicarse por línea directa con el departamento de Ellie.

Como ella estaba profundamente dormida, durante un instante se desorientó, pero en el acto encendió la luz del velador y ordenó que se convocara al personal superior de Argos. Ella misma se encargaría de localizar a Der Heer, dijo, que se hallaba en algún sector del edificio. No le costó demasiado: bastó con que le tocara el hombro.

— Ken, despiértate. Me avisan que se ha repetido.

— ¿Qué?

— El Mensaje volvió al principio. Yo voy para allá. ¿Por qué no esperas unos diez minutos? Así no se dan cuenta de que estábamos juntos.

Cuando ya abría la puerta para salir, Ken le gritó:

— ¿Cómo es posible volver al comienzo si todavía no recibimos las primeras instrucciones?

En las pantallas se dibujaba una secuencia duplicada de ceros y unos, una comparación en tiempo real de los datos que se recibían en ese instante y los pertenecientes a una página anterior, registrada en Argos un año antes. El programa estaba en condiciones de advertir cualquier diferencia, pero como hasta el momento no había ninguna, sabían que no se trataba de aparentes errores de transmisión y que eran escasas las oportunidades de que alguna densa nube interestelar se interpusiera entre Vega y la Tierra. Argos contaba ya con una comunicación de tiempo real con decenas de otros telescopios que integraban el Consorcio Mundial para el Mensaje, y fue así como la noticia del reciclaje se propaló a las siguientes estaciones de observación hacia el oeste, a California, Hawaii, al Marshal Nedelin que surcaba en esos momentos el Pacífico Sur, y a Sidney. Si el descubrimiento se hubiera realizado cuando Vega se hallaba sobre alguno de los demás telescopios de la red Argos habría recibido la información al instante.

La ausencia de una cartilla de instrucciones era una angustiosa contrariedad, pero tampoco constituía la única sorpresa. La numeración de las páginas saltaba en forma discontinua desde la cuarenta mil a la diez mil, donde se había advertido la repetición.

Evidentemente Argos había captado la transmisión de Vega desde el primer momento de su llegada a la Tierra. La señal era muy potente, capaz de haber sido registrada hasta por pequeños telescopios omnidireccionales. Sin embargo, llamaba la atención la coincidencia de que la emisión arribara a la Tierra en el momento justo en que Argos exploraba Vega. Además, ¿por qué el texto comenzaba en la página diez mil? ¿No sería una costumbre anticuada de los terráqueos la de numerar los libros desde la página uno?

¿O acaso esas cifras no correspondían a números de páginas sino a otra cosa? Y lo que más preocupaba a Ellie, ¿existiría alguna diferencia fundamental entre la manera de pensar de los humanos y los extraterrestres? De ser así, el Consorcio se vería en figurillas para descifrar el Mensaje, llegara o no la cartilla de instrucciones.

El Mensaje se repitió exactamente, se completaron los blancos y todos siguieron sin entender ni una palabra. No parecía probable que a la civilización emisora, puntillosa en todos los detalles, se le hubiera pasado por alto la necesidad de remitir instrucciones. El interior de la Máquina daba la impresión de haber sido diseñado expresamente para seres humanos. Era muy raro que se hubiesen tomado semejante trabajo de elaborar y transmitir el Mensaje y luego no suministrar los datos imprescindibles para que los humanos pudiesen leerlo. En consecuencia, algo debían de haber omitido los humanos, quizás un cuarto nivel del palimpsesto. Pero, ¿dónde?

Los diagramas se publicaron en un libro de ocho tomos que muy pronto se reimprimieron en el mundo entero. En todo el planeta la gente procuraba descifrar la imagen del dodecaedro y las formas cuasibiológicas. El público presentó numerosas interpretaciones lúcidas, que luego analizaban los expertos de Argos. Se crearon industrias totalmente nuevas — que seguramente no previeron los inventores del Mensaje — dedicadas a utilizar diagramas para engañar a la población. Se anunció la formación de la Orden Mística del Dodecaedro. La Máquina era un OVNI. Un ángel reveló el significado del mensaje y de los diseños a un industrial del Brasil, quien se encargó de difundir por todo el orbe sus interpretaciones. Al haber tantos diagramas enigmáticos que descifrar, fue inevitable que muchas religiones reconocieran una parte de su iconografía en el Mensaje de las estrellas. Un corte longitudinal de la Máquina le daba un aspecto semejante a un crisantemo, hecho que despertó un enorme entusiasmo en Japón. De haber aparecido la figura de un rostro humano entre los diagramas, el fervor mesiánico habría alcanzado mayores proporciones aún.

Una cantidad asombrosa de personas arreglaban su situación, preparándose para la Venida. Muchos repartieron sus bienes a los pobres pero después, como el fin del mundo se demoraba, se vieron obligados a pedir subsidios de beneficencia. Dado que las donaciones de ese tipo constituían gran parte de los recursos de tales entidades benéficas, algunos filántropos terminaron siendo mantenidos por sus propias donaciones.

Algunos aseguraban que no existía ninguna cartilla de instrucciones, que el Mensaje sólo tenía por objeto inculcarnos la humildad, o llevarnos a la locura. Ciertos editoriales de diarios decían que no somos tan inteligentes como nos creemos; otros destilaban rencor por los científicos quienes, después de todo el apoyo recibido de los gobiernos, nos fallaban en el momento de necesidad. O quizá los humanos éramos mucho más tontos de lo que suponían los veganos. A lo mejor había algo que habían podido captar todas las civilizaciones con las que anteriormente se habían puesto en contacto los veganos, algo que nadie, en la historia de la Galaxia, se le había pasado por alto. Varios comentaristas apoyaron con verdadero entusiasmo esa teoría de la humillación cósmica porque era la prueba de lo que ellos siempre habían opinado sobre las personas. Pasado cierto tiempo, Ellie sintió la necesidad de buscar ayuda.

Entraron subrepticiamente por la Puerta de Enlil, con un acompañante enviado por el propietario. Los guardias estaban irritados pese, o tal vez debido a, la protección adicional.

A pesar de que aún había claridad, las calles estaban iluminadas por braseros, lámparas de aceite y alguna que otra antorcha. Dos ánforas, lo bastante grandes para contener a un adulto, flanqueaban la entrada de la tienda donde se expendía aceite de oliva. El cartel ostentaba caracteres cuneiformes. En un edificio público contiguo había un magnífico bajorrelieve de una cacería de leones del reino de Asurbanipal. Cuando se aproximaban al Templo de Asur, advirtieron una riña entre la multitud, razón por la cual el guardaespaldas realizó una maniobra para esquivar al gentío. Ellie pudo así apreciar el Zigurat, al fondo de una ancha avenida iluminada con teas. El espectáculo le resultó más imponente que en las fotos. Se oían sones marciales interpretados por un instrumento de bronce desconocido; un carruaje pasó a su lado. La cima del Zigurat se veía envuelta en nubes bajas, como en las ilustraciones medievales de alguna parábola admonitoria del Génesis. Entraron en el Zigurat por la calle lateral. Ya en el ascensor privado, su acompañante apretó el botón correspondiente al último piso: «Cuarenta», decía. Ningún número; sólo la palabra. Y después, como para aventar cualquier duda, se encendió un panel luminoso donde se leía «Los Dioses».

El señor Hadden la recibiría enseguida. Le ofrecieron algo de beber mientras aguardaba, pero ella no aceptó. Ante sus ojos se desplegaba Babilonia, la estupenda recreación de la ciudad de antaño. Durante el día llegaban autocares enviados por los museos, algunas escuelas y turistas en general que accedían por la Puerta de Ishtar, se colocaban el atuendo de rigor y se remontaban al pasado. Hadden astutamente donaba todo lo que se recaudara de día a obras benéficas de Nueva York y Long Island. Las visitas durante el día eran inmensamente populares, en parte porque constituían una oportunidad respetable de inspeccionar el lugar para aquellas personas que jamás se atreverían a recorrer Babilonia de noche.

Al caer el sol, Babilonia se convertía en una feria de diversiones para adultos. Su opulencia y esplendor superaban ampliamente el Reeperbahn de Hamburgo. Se trataba, con mucho, de la mayor atracción turística del área metropolitana de Nueva York, y la que producía ingresos mayores. Era por todos sabida la forma en que Hadden había convencido a las autoridades de Babilonia (Nueva York), y cómo había obtenido también que se «aliviara la severidad» de las leyes locales y nacionales sobre prostitución. El viaje en tren desde el centro de Manhattan llevaba una media hora; Ellie quiso tomar ese tren pese a la oposición de sus guardaespaldas, y allí notó que una tercera parte de los viajeros eran mujeres. No había inscripciones en las paredes ni peligro de ser asaltada, pero el vehículo producía un ruido blanco de calidad inferior al que emitían los subterráneos metropolitanos.

Si bien Hadden integraba la Academia Nacional de Ingeniería, Ellie creía que jamás había asistido a una de sus reuniones, y nunca lo había visto en persona. Años antes, sin embargo, millones de norteamericanos conocieron el rostro de Hadden debido a una campaña publicitaria lanzada contra él. «El Antinorteamericano», rezaba el epígrafe debajo de una foto suya, nada favorecedora. Así y todo, se sobresaltó cuando interrumpió sus pensamientos un hombrecito bajo y gordo, que le hacía señas de que se acercara.

— Ah, perdóneme. No entiendo cómo la gente puede llegar a tenerme miedo.

Su voz era sorprendentemente musical, tanto que parecía hablar en quintas. No creyó necesario presentarse, y una vez más inclinó la cabeza hacia un costado, indicando la puerta que había dejado entreabierta. A Ellie le costaba creer que pudiese ser objeto de un crimen pasional dadas las circunstancias, y por eso entró con él, callada, en la otra habitación.

La condujo hasta una mesa donde había una bellísima maqueta de una ciudad antigua, de aspecto mucho menos pretencioso que Babilonia.

— Pompeya — dijo a guisa de explicación —. Aquí lo principal es el estadio. Con tantas restricciones que hay sobre el boxeo ya no quedan saludables deportes sangrientos en los Estados Unidos. Son muy importantes porque eliminan algunas toxinas del torrente sanguíneo nacional. Se hace toda la planificación, se consiguen los permisos, y ahora esto.

— ¿Qué es «esto»?

— Me acaban de avisar desde Sacramento que se prohíben los juegos de gladiadores.

La legislatura de California tiene en estudio un proyecto para suprimir tales juegos por considerarlos demasiado violentos. Autorizan un nuevo rascacielos sabiendo de antemano que morirán dos o tres obreros de la construcción, cosa que también lo saben los sindicatos, y el propósito no es más que edificar oficinas para compañías petroleras o para abogados de Beverly Hills. Claro que perderíamos a algunos luchadores, pero nos interesan más el tridente y la red que la espada corta. Esos legisladores no tienen idea de las prioridades.

Sonriendo, le ofreció algo de beber, y ella volvió a rehusar.

— Así que quiere hablar conmigo por el asunto de la Máquina, y yo también quiero conversar con usted sobre el mismo tema. Supongo que le interesa saber dónde está la cartilla de instrucciones.

— Hemos decidido solicitar ayuda a personas importantes que puedan darnos alguna idea. Como usted es famoso por sus inventos, y dado que pudimos descubrir la repetición del Mensaje gracias al circuito integrado de reconocimiento de contexto, de creación suya, le pedimos que se ponga en el lugar de los veganos y piense, desde esa perspectiva, dónde incluiría usted la cartilla. Sabemos que está muy ocupado, y…

— No, no tiene importancia. Sí, estoy muy ocupado. Me he propuesto regularizar mis cosas porque voy a tener un gran cambio en mi vida…

— ¿Se prepara para el Milenio? — Trató de imaginarlo donando S. R. Hadden y Compañía, la financiera de Wall Street Ingeniería Genética S.A.; Cibernética Hadden, y Babilonia a los pobres.

— No exactamente, no. Para mí es un honor que se me consulte. Estuve observando los diagramas. — Señaló con un ademán los ocho tomos de la edición comercial, desparramados sobre una mesa —. Encontré muchas cosas que son una maravilla, pero no creo que las instrucciones estén ocultas allí, en los diagramas. No sé por qué suponen que deben hallarse dentro del Mensaje. A lo mejor las dejaron en Marte o en Plutón, y las descubriremos dentro de unos siglos. Por el momento, tenemos esta Máquina fabulosa, sus correspondientes planos y treinta mil páginas de texto explicatorio. Lo que no sabemos es si vamos a ser capaces de construirla; por eso, esperemos unos siglos y perfeccionaremos nuestra tecnología, en la certeza de que, tarde o temprano, podremos construirla. El hecho de no contar con la cartilla de instrucciones nos comprometerá con las generaciones futuras. El hombre recibe un problema que demorará siglos en resolver, y no creo que eso sea tan malo. Quizá sea un error buscar las instrucciones, y hasta sería mejor no encontrarlas.

— No; yo quisiera tenerlas ya mismo. No sabemos si van a esperarnos eternamente. Si cortan la comunicación porque nadie les responde, sería mucho peor que si jamás nos hubiesen llamado.

— Tal vez en eso tenga razón. Bueno, yo traté de analizar todas las posibilidades que se me ocurrieron, algunas de ellas bastante triviales y otras no. La trivial número uno: el Mensaje contiene la cartilla, pero en una velocidad de transferencia de datos muy distinta.

Si hubiera otro mensaje allí, a un bit por hora, ¿ustedes podrían registrarlo?

— Por supuesto. Controlamos continuamente el desplazamiento del receptor. Pero además, a un ritmo de un bit por hora, sólo tendríamos diez o veinte mil bits antes del nuevo comienzo del Mensaje.

— Eso tendría sentido sólo si las instrucciones fueran mucho más fáciles que el Mensaje. Usted piensa que no lo son, y yo también. ¿Y si la velocidad de transferencia fuese más elevada? ¿Cómo sabe si debajo de cada bit del Mensaje no hay millones de otros bits correspondientes a las instrucciones?

— Porque habría anchos de banda monstruosos. Nos daríamos cuenta al instante.

— De acuerdo. Tenemos entonces una emisión rápida de datos, de vez en cuando.

Piénselo como si fuera un microfilm. Hay un minúsculo puntito de microfilm que se aloja en partes repetitivas del Mensaje. Me lo imagino como una cajita que dijera «Yo soy la cartilla de instrucciones». Y a continuación viene un punto, y ese punto son cien millones de bits, muy veloces. Usted podría fijarse a ver si detecta alguna cajita.

— Créame que lo hubiéramos notado.

— Está bien. ¿Qué me dice de la modulación de fase? Nosotros la usamos en telemetría de radar y naves espaciales, y no desordena el espectro en absoluto. ¿No incorporó un dispositivo de correlación de fase?

— No. Ésa es una idea útil, que voy a estudiar.

— Ahora le planteo el tema no trivial: si alguna vez se fabrica la Máquina y varias personas se sientan ahí dentro, alguien va a oprimir un botón y esos cinco tripulantes se irán a alguna parte. No importa a dónde. Tampoco sabemos si van a poder regresar o no.

¿Y si la Máquina hubiera sido inventada por ladrones de cadáveres? Podrían ser estudiantes de medicina, de Vega, antropólogos o cualquier cosa. Necesitan varios cuerpos humanos, pero es muy complicado venir a buscarlos a la Tierra… hacen falta permisos, pases emitidos por la autoridad de tránsito… no vale la pena molestarse por tan poco. Les resultaría mucho más sencillo enviar un Mensaje a nuestro planeta, para que los terráqueos hicieran todo el gasto del esfuerzo y les remitieran los cinco cuerpos.

«Eso me hace acordar de la pasión por la filatelia. Yo de niño coleccionaba estampillas.

Mandábamos cartas a personas del extranjero, y la mayoría de veces nos contestaban.

En realidad, no nos interesaba lo que nos decían, porque lo único que queríamos era el sello. Trazando un paralelo, suponga que hay varios filatelistas en Vega. Cuando tienen ganas, envían cartas, y luego reciben cuerpos que les llegan volando desde todo el espacio.

Esbozó una sonrisa, para luego continuar:

— Bueno. ¿Y qué tiene que ver esto con la posibilidad de encontrar la cartilla? Nada. Si mi planteo fuera erróneo, si las cinco personas retornaran a la Tierra, entonces sería una gran cosa que hubiéramos inventado los vuelos espaciales. Por inteligentes que ellos sean, va a ser muy difícil hacer aterrizar la Máquina. Sólo Dios sabe qué sistema de propulsión empleará. Cuando la Máquina regrese, va a llegar a un punto del espacio próximo a la Tierra, pero no sobre ella. Por eso ellos tienen que estar seguros de que contemos con naves espaciales, así podremos rescatar a los tripulantes. Están apurados, y no pueden sentarse a esperar recibir en Vega nuestros noticieros del año 1957.

Entonces, ¿qué hacen? Deciden que una parte del mensaje sólo podrá ser detectada desde el espacio. ¿Y de qué parte se trata? De la cartilla de instrucciones. Si captamos las instrucciones y contamos con naves espaciales, podremos regresar sanos y salvos.

Por consiguiente, me imagino que la cartilla la envían en la frecuencia de la absorción del oxígeno en el espectro de microondas, o en el cercano infrarrojo, en alguna parte del espectro que no puede detectarse hasta no haber sobrepasado ampliamente la atmósfera de la Tierra…

— Hemos destinado el telescopio de Hubble a estudiar Vega en todo el espectro ultravioleta, el de luz visible, el infrarrojo, y no encontramos nada. Los rusos repararon su instrumento de ondas milimétricas. No han explorado otra cosa que Vega, y tampoco averiguaron nada, pero seguiremos observando. ¿Alguna otra posibilidad?

— ¿Seguro que no quiere algo de beber? — Ellie una vez más declinó la invitación —.

No, ninguna otra. Ahora quisiera pedirle yo algo a usted, aunque nunca tuve mucha habilidad para pedir las cosas. La imagen que tiene la gente de mí es la de un hombre rico, de aspecto extraño, inescrupuloso, una persona atenta para encontrar los puntos débiles del sistema y así alzarse rápidamente con dinero. Y no me diga que usted misma no cree algo de todo eso. Quizá ya se haya enterado de lo que voy a decirle, pero déme diez minutos para contarle cómo empezó esto. Quiero que sepa algo sobre mí.

Ellie se acomodó en su asiento, intrigada por saber qué quería de ella.

Años atrás, Hadden había inventado un módulo que, conectado a un televisor, automáticamente apagaba el sonido cuando aparecían los comerciales. No se trataba de un dispositivo de reconocimiento de contexto, sino que simplemente controlaba la amplitud de la onda portadora) Los anunciantes de televisión habían tomado la costumbre de pasar sus avisos a mayor volumen que los programas mismos. La noticia del módulo de Hadden se corrió de boca en boca y la gente experimentó una sensación de alivio, de que le quitaran un enorme peso de encima al poder librarse de la carga que significaba la publicidad durante las seis u ocho horas diarias que el norteamericano medio pasaba frente al televisor. Antes de que la industria de la publicidad lograra coordinar una reacción, Publicinex se había vuelto ya tremendamente popular. El nuevo producto obligó a anunciantes y teledifusoras a adoptar otras estrategias, a cada una de las cuales Hadden respondía con un nuevo dispositivo. A veces inventaba circuitos para superar estrategias que sus adversarios aún no habían descubierto. Sostenía que les ahorraba el trabajo de realizar inventos, muy costosos para los accionistas de sus empresas, y que por otra parte estaban condenados al fracaso. A medida que incrementaba sus ventas, iba reduciendo sus precios. Se trataba de una especie de guerra electrónica, y él ganaba.

Intentaron demandarlo ante la justicia acusándolo de conspiración por poner obstáculos al comercio. Contaban con suficiente respaldo político para que el juez no rechazara la causa por falta de mérito, pero no la suficiente influencia para ganar el litigio. Con motivo del juicio, Hadden debió estudiar los códigos pertinentes. Acto seguido, encargó a una conocida empresa de la avenida Madison de la cual era socio comanditario, que publicitara su producto en la televisión comercial. Al cabo de varias semanas de polémicas, no le aceptaron los anuncios. Él a su vez demandó a las tres redes de teledifusoras, y en ese juicio pudo demostrar la existencia de una conspiración para obstaculizar el libre comercio. Recibió una abultada indemnización que fue todo un récord para este tipo de demandas y contribuyó, modestamente, al ocaso de las redes originales.

Desde luego, siempre hubo gente a la que le gustaban los comerciales, y ellos no necesitaban usar Publicinex. Sin embargo, se trataba de una minoría en extinción.

Hadden amasó una gran fortuna al desenmascarar a la publicidad comercial. También se granjeó muchos enemigos.

Cuando logró la comercialización masiva de los circuitos integrados de reconocimiento de contexto, ya tenía listo Predicanex, un submódulo que podía acoplarse a Publicinex, que tenía por fin cambiar de canal si, por casualidad, uno sintonizaba un programa de adoctrinamiento religioso.

Bastaba con elegir de antemano palabras tales como «Venida» o «Éxtasis» para poder seleccionar otra programación. Predicanex recibió una calurosa acogida por parte de una sufrida pero importante minoría de televidentes. Se comentaba, a veces no demasiado en serio, que el siguiente submódulo de Hadden se denominaría Pamplinex, y funcionaría sólo en presencia de disertaciones públicas a cargo de presidentes y primeros ministros.

A medida que avanzaba en el desarrollo de sus circuitos integrados de reconocimiento de contexto, Hadden comenzó a percatarse de que podía destinárselos a un uso mucho más amplio, por ejemplo en el campo de la educación, la ciencia, la medicina, los servicios militares de inteligencia y el espionaje industrial. Fue debido a una cuestión que le iniciaron el famoso juicio etiquetado Los Estados Unidos contra Cibernética Hadden. A raíz de que uno de los circuitos integrados de Hadden fue considerado demasiado bueno como para que los civiles adoptaran su uso, y siguiendo la recomendación de la Agencia Nacional de Seguridad, el gobierno se hizo cargo de las instalaciones y del personal superior que se dedicaba a la producción de los más avanzados circuitos de reconocimiento de contexto. La posibilidad de leer la correspondencia de los rusos era demasiado importante. Sólo Dios sabe, pretendieron justificarse, qué pasaría si los rusos lograran leer la nuestra.

Hadden se negó a colaborar y prometió diversificar la producción para abarcar áreas que no tuvieran ninguna repercusión posible sobre la seguridad nacional. Protestó porque el gobierno nacionalizaba la industria. Ellos afirman ser capitalistas, decía, pero si se ven en aprietos, muestran su perfil socialista. Había sabido detectar un descontento del público, y se valía de nuevas tecnologías legales para satisfacer sus deseos. Su actitud era la del capitalismo clásico. Sin embargo, muchos capitalistas sensatos opinaban que Hadden se había sobrepasado ya con Publicinex, y que constituía una verdadera amenaza contra el estilo norteamericano de vida. Un artículo de Pravda firmado por V.

Petrov, calificó el hecho como un ejemplo concreto de las contradicciones del capitalismo.

El Wall Street Journal le salió al cruce, quizás en forma algo tangencial, acusando al Pravda — que en ruso significa «verdad» — de ser un concreto ejemplo de las contradicciones del comunismo.

Hadden sospechaba que la incautación de su empresa había sido un mero pretexto, que lo que realmente los había ofendido era su osadía de haber atacado a la publicidad y al evangelismo de vídeo. Publicinex y Predicanex, no cesaban de argumentar, constituían la esencia de la economía capitalista. La idea central del capitalismo era proporcionar alternativas al consumidor.

— Bueno la ausencia de publicidad es una alternativa, les dije. Sólo se destinan abultados presupuestos para publicidad cuando no hay diferencia entre los productos. Si los productos fueran realmente distintos, la gente compraría el mejor. La propaganda le enseña al hombre a no confiar en su propio criterio, a comportarse como un estúpido. Un país poderoso requiere personas inteligentes; por lo tanto, Publicinex es patriótico. Los fabricantes podrían derivar una parte de su presupuesto publicitario para mejorar sus productos, y así saldría beneficiado el consumidor. Las revistas, los diarios y las ventas directas por correo prosperarían, aliviando de ese modo la labor de las agencias de publicidad. Por eso no entiendo cuál es el problema.

El cierre de las redes televisivas comerciales fue ocasionado directamente por Publicinex, mucho más que por los innumerables juicios por calumnias que Hadden inició contra ellas. Durante un tiempo comenzó a deambular un pequeño ejército de publicitarios sin empleo, directivos de televisión venidos a menos y religiosos empobrecidos, que juraron vengarse de Hadden. También existía un número cada vez mayor de adversarios más formidables aún. Sin lugar a dudas, pensó Ellie, Hadden era un personaje interesante.

— Por eso creo que ha llegado el momento de hacer algo. Tengo más dinero del que jamás podría gastar, mi mujer me odia y me he granjeado enemigos por todas partes.

Quiero hacer algo digno de encomio, algo de valor, como para que, dentro de unos siglos, la gente recuerde que yo existí.

— ¿Desea…?

— Construir la Máquina porque estoy plenamente capacitado para hacerlo. Cuento con lo más avanzado en el campo de la cibernética, mejores elementos de los que hay en MIT, en Stanford, en Santa Bárbara. Y si hay algo fundamental para la concreción de estos planes, es que no se trata de una labor de un fabricante del montón. Va a hacer falta recurrir a la ingeniería genética, y no va a encontrar a nadie más dedicado a ese campo. Además lo haría a precio de costo.

— Señor Hadden, la decisión acerca de a quién se le encomendará la construcción, si es que se llega a ese punto, no depende de mí sino que se trata de una decisión internacional que traerá aparejadas arduas negociaciones políticas. Todavía se sigue discutiendo en París sobre si debería fabricarse o no la Máquina, en caso de que lográramos decodificar el Mensaje.

— ¿Acaso cree que no lo sé? También estoy tendiendo mis redes por los habituales canales de la influencia y corrupción, pero pienso que no vendría mal que los ángeles me dieran una recomendación, por los motivos adecuados. Y hablando de los ángeles, usted se las ingenió muy bien para hacer flaquear a Palmer Joss y Billy Jo Rankin. Nunca en la vida los había visto tan agitados. Que Rankin haya llegado a afirmar que hubo mala fe al citar sus palabras acerca de la idea de apoyar la construcción de la Máquina… Dios mío.

Sacudió la cabeza con fingido aire de consternación. Era muy probable que existiera una enemistad personal de varios años entre esos proselitistas y el inventor de Predicanex, y por alguna razón Ellie sintió la necesidad de salir a defenderlos.

— Son mucho más inteligentes de lo que usted cree. Y Palmer Joss… me dio una profunda impresión de sinceridad. No es un farsante.

— ¿Está segura de que no es más que una cara bonita? Perdóneme, pero es fundamental que la gente sepa la opinión que a ellos les merece este tema. Yo conozco a esos payasos. Cuando se sienten arrinconados, son unos verdaderos chacales. A mucha gente la religión le resulta atractiva en el plano personal, sexual. Tendría que ver las cosas que suceden en el Templo de Ishtar.

Ellie contuvo un leve estremecimiento.

— Creo que ahora sí le acepto una copa.

Desde el sitio elevado donde se encontraban, Ellie alcanzó a divisar las escalinatas del Zigurat, adornadas con flores verdaderas y artificiales, según la estación. Se trataba de la reconstrucción de los Jardines Colgantes de Babilonia, una de las Siete Maravillas de la Antigüedad. De milagro se había conseguido que la decoración no se asemejara a la de un moderno hotel. Al pie del monumento, observó una procesión con antorchas que partía del Zigurat en dirección a la Puerta de Enlil. Encabezaba la marcha una especie de silla de manos transportada por cuatro hombres fornidos, con el torso descubierto. No pudo distinguir qué, o quién, iba sobre la silla.

Es una ceremonia en honor de Gilgamesh, uno de los héroes de la cultura sumeria.

— Sí; lo he oído mencionar.

— La inmortalidad era su ocupación. — Esto lo dijo como si tal cosa, a modo de explicación, y luego miró la hora —. Los reyes solían subir a la cima del Zigurat para recibir instrucciones de los dioses, especialmente de Anu, el dios del cielo. A propósito, investigué lo que ellos denominaban Vega, y así supe que era Tirana, la Vida de los Cielos. Curiosa manera de llamarla.

— ¿Y no recibió usted instrucción alguna?

— No; ésas se las envían a usted, no a mí. A las nueve va a haber otra procesión de Gilgamesh.

— Lamentablemente no podré quedarme hasta esa hora. Pero quisiera hacerle una pregunta. ¿Por qué eligió Babilonia y Pompeya? Es usted una de las personas con mayor inventiva que conozco. Fundó varias empresas de gran envergadura; derrotó a la industria publicitaria en su propio terreno. Podría haber hecho muchas otras cosas. ¿Por qué…

esto?

A lo lejos, la procesión había llegado ya al Templo de Asur.

— ¿Por qué no algo más… mundano? — preguntó él a su vez —. Sólo trato de satisfacer necesidades de la sociedad, que el gobierno pasa por alto sin prestarles la menor atención. Esto es capitalismo y es legal. Hace feliz a mucha gente, y creo que constituye una válvula de escape para algunos de los locos que esta sociedad no deja de producir.

«Sin embargo, en un primer momento no analicé a fondo toda esta cuestión. Es muy sencillo. Recuerdo exactamente cuándo se me cruzó la idea de Babilonia. Me hallaba en Disneylandia, navegando por el Misisipí con mi nieto Jason, quien en ese entonces tenía cuatro o cinco años. Yo pensaba qué astutos habían estado los organizadores de Disneylandia al no vender más boletos individuales para cada paseo, y en cambio ofrecer un vale de un día entero para disfrutar de todo lo que uno quisiera. Así se ahorraban sueldos; por ejemplo, los de las personas que recibían las entradas. Pero lo más importante era que la gente sobreestimaba su apetencia de tomar parte en los paseos. Le parecía muy bien pagar una suma adicional para tener derecho a todo, pero después se conformaba con mucho menos.

«Junto a nosotros iba un chico de unos ocho o nueve años, con expresión ausente. Su padre le hacía preguntas y él contestaba con monosílabos. El niño acariciaba el cañón de un rifle de juguete que había sobre su asiento. Lo único que quería era que lo dejaran en paz para poder acariciar el rifle. Detrás de él se elevaban las torres y capiteles del Reino Mágico. De pronto lo comprendí todo. ¿Sabe a qué me refiero?

Se sirvió una bebida dietética y entrechocó su vaso con el de Ellie.

— ¡Una gran confusión para sus enemigos! — deseó en el brindis —. Diré que la acompañen a la salida por la Puerta de Ishtar ya que la de Enlil va a estar bloqueada por la procesión.

Aparecieron los guardaespaldas como por arte de magia. Era obvio que Hadden la estaba despidiendo; y ella no sentía deseos de permanecer allí.

— No se olvide de la modulación de fase y de analizar las líneas de oxígenos. Y aun si me equivocara respecto de dónde se halla la cartilla de instrucciones, recuerde que yo soy el único que puede construir la Máquina.

Potentes reflectores, iluminaban la Puerta de Ishtar, adornada con dibujos, en cerámica, de unos animales azules. Los arqueólogos los llamaban dragones.

Загрузка...