Capítulo cinco — Algoritmo de descifrado

Oh, habla otra vez ángel resplandeciente…

WILLIAM SHAKESPEARE Romeo y Julieta


Las dependencias para alojar a científicos visitantes estaban completas — más aún, atiborradas —, ocupadas por selectas luminarias de la comunidad de SETI. Cuando empezaron a llegar las delegaciones oficiales de Washington, se encontraron con que no había aposentos para ellos en Argos, y hubo que acomodarlos en moteles de las proximidades de Socorro. La única excepción fue Kenneth der Heer, asesor presidencial sobre temas científicos, que había llegado el día anterior en respuesta a un llamado urgente de Eleanor Arroway. Durante los días siguientes fueron llegando funcionarios de la Fundación Nacional para la Ciencia, de la NASA, del Departamento de Defensa, del Comité de Asesores Presidenciales sobre temas de ciencia, del Consejo Nacional de Seguridad. Hubo también varios empleados del gobierno cuyas funciones precisas no quedaron muy en claro.

La noche anterior, algunos se instalaron al pie del telescopio 101 y se les señaló por primera vez la ubicación de Vega. Servicialmente, su luz blancoazulada titiló con nitidez.

— Yo ya la había visto antes, pero nunca supe cómo se llamaba — comentó uno de ellos. Vega parecía más brillante que las demás estrellas del firmamento, pero sin ninguna otra característica especial. Era simplemente, una de las tantas que podían advertirse a simple vista.

Los científicos asistían a un seminario de investigación acerca de la naturaleza y el origen del significado de los impulsos de radio. A la oficina de relaciones públicas del proyecto — más grande que la de cualquier observatorio, debido al manifiesto interés que despertaba la búsqueda de inteligencia extraterrestre — se le asignó la misión de ilustrar a los funcionarios de menor jerarquía. A cada persona que llegaba había que suministrarle información personal. Ellie, que tenía la obligación de instruir al personal superior, de supervisar la investigación y responder los escépticos interrogantes que planteaban algunos colegas, se sentía exhausta. Desde que se produjo el descubrimiento, no había podido darse el lujo de dormir una noche entera.

Al principio procuraron mantener oculto el hallazgo. Al fin y al cabo, no estaban del todo seguros de que se tratara de un mensaje extraterrestre. Un anuncio prematuro o equivocado podía significar un desastre para las relaciones públicas, pero peor aún, obstaculizaría el análisis de datos. Si intervenía el periodismo, la ciencia seguramente habría de sufrir las consecuencias. Tanto Washington como Argos deseaban guardar el secreto, pero los científicos se lo habían contado a sus familias, el telegrama de la Unión Astronómica Internacional se había enviado a todo el mundo, y los sistemas — aún rudimentarios — de análisis de datos astronómicos de Europa, Norteamérica y Japón ya se habían enterado del descubrimiento.

Si bien existían planes de contingencia que establecían la forma de dar publicidad a cualquier información, las circunstancias los tomaron desprevenidos. Redactaron una declaración lo más inocua posible que, como era de prever, produjo un gran revuelo.

Se le pidió paciencia a la prensa, pero sabían que el periodismo les daría apenas un mínimo respiro antes de arremeter con bríos. Trataron de impedir que los reporteros se presentaran en la planta, aduciendo que las señales que recibían en realidad no traían información, que sólo se trataba de una tediosa repetición de números primos. La prensa estaba impaciente ante la falta de noticias concretas. «No se pueden llenar muchas columnas hablando sobre las características de los números primos», le explicó a Ellie un periodista por teléfono.

Cámaras de televisión comenzaron a hacer pasadas rasantes en helicóptero sobre el escenario, generando en ocasiones una potente interferencia que los telescopios captaban con toda facilidad. Algunos periodistas acechaban a los funcionarios de Washington cuando éstos regresaban de noche a sus moteles. Varios de los más audaces intentaron entrar subrepticiamente en las instalaciones — en moto, triciclo de playa y, en una ocasión, a caballo —, y Ellie se vio en la necesidad de averiguar precios para levantar un cerco de protección.

Apenas llegó Der Heer, se le presentó la primera versión de lo que luego se convertiría en la versión corriente de Ellie: la sorprendente intensidad de la señal, su ubicación en el cielo coincide con la de Vega, la naturaleza de los impulsos.

— El hecho de que yo sea asesor presidencial sobre temas científicos no quiere decir nada — dijo él —, puesto que mi campo es la biología. Por eso le pido que me explique todo muy despacio. Entiendo que, si la fuente emisora de radioondas se halla a veintiséis años luz, el mensaje debió haber sido enviado hace veintiséis años. Digamos que en la década de 1960, unos hombrecitos de aspecto extraño y orejas puntiagudas quisieron hacernos saber el gusto que sentían por los números primos. Sin embargo, los números primos no son difíciles, o sea que ellos no estarían haciendo alarde de nada. Esto más bien se parece a un curso de recuperación sobre matemática. Quizá deberíamos sentirnos ofendidos.

— No — sostuvo ella, con una sonrisa —. Píenselo de este modo. Todo esto no es más que una señal de anuncio para atraer nuestra atención. Constantemente recibimos impulsos insólitos provenientes de cuasar, pulsar y galaxias. Sin embargo los números primos son muy específicos, muy artificiales. Por ejemplo, ningún número par es también primo. Nos cuesta creer que alguna galaxia en explosión o plasma radiante pueda emitir un conjunto de señales matemáticas como éstas. Los números primos tienen como objeto despertar nuestra curiosidad.

— Pero, ¿para qué? — preguntó él, desconcertado.

— No lo sé, pero en estas cuestiones es preciso armarse de paciencia. A lo mejor, dentro de un tiempo dejan de enviarnos números primos para reemplazarlos por otra cosa, algo más significativo, el mensaje verdadero. No nos queda más remedio que seguir escuchando.

Ésa era la parte más difícil de explicar al periodismo: que las señales no contenían en esencia sentido alguno. Eran sólo los primeros centenares de números primos, en orden, para comenzar otra vez desde el principio. 1, 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17,19, 23, 29, 31…

El nueve no era número primo — sostenía Ellie —, porque era divisible por 3 (además de por 9 y 1, desde luego). El diez tampoco lo era porque era divisible por 5 y por 2 (además de por 10 y por 1). El once sí era número primo porque sólo era divisible por 1 y por sí mismo. Sin embargo, ¿por qué optaban por transmitir dichos números? Pensó en un idiot savant, una de esas personas que quizá son deficientes en destrezas comunes, verbales o sociales, pero también son capaces de realizar complicadísimas operaciones matemáticas mentalmente, tales como por ejemplo, calcular al momento en qué día de la semana va a caer el 1 de junio del año 11.977. No lo hacen para nada sino sólo porque les gusta, porque son capaces de hacerlo.

Sabía que habían pasado sólo unos pocos días desde que se recibiera el mensaje, y se sentía feliz y desilusionada al mismo tiempo. Después de tantos años, por fin había detectado una señal… una especie de señal, al menos, pero su contenido era hueco, poco profundo, vacío. Había supuesto que recibiría la Enciclopedia Galáctica.

Hemos desarrollado la radioastronomía apenas en las últimas décadas, recordó, en una galaxia donde el promedio de antigüedad de las estrellas es de miles de millones de años. La posibilidad de recibir una señal proveniente de una civilización exactamente tan adelantada como la nuestra debería ser ínfima. Sí estuvieran, aunque sólo fuera un poco, mas atrasados, carecerían por completo de la capacidad tecnológica como para comunicarse con nosotros. Así pues, lo más probable era que la señal se hubiera originado en una civilización mucho más avanzada. A lo mejor tenían la habilidad de componer melódicas fugas: el contrapunto sería el tema escrito al revés. No, decidió. Si bien eso era, sin lugar a dudas, la labor de un genio — cosa que por supuesto ella no sabía hacer —, se trataba de una minúscula extrapolación de aquello que los seres humanos eran capaces de hacer. Bach y Mozart habían realizado valiosos intentos en ese sentido.

Procuró dar un salto más largo para adentrarse en la mente de alguien increíblemente más inteligente que ella, que Drumlin, o incluso que Eda, el joven físico nigeriano que acababa de ganar el premio Nobel, pero le fue imposible. Podía imaginar que demostraba el último teorema de Fermat o la conjetura de Goldbach con sólo algunas ecuaciones; podía plantearse problemas que nos superaban totalmente y que debían de ser muy sencillos para ellos, pero no podía introducirse en su mente. No podía adivinar en qué forma pensaba un ser sumamente más capaz que el hombre. Desde luego. ¿Acaso no lo sabía? Era como tratar de visualizar un nuevo color primario o un mundo en el cual uno pudiera reconocer a varios centenares de personas sólo por el olor de cada una… Podía hablar sobre eso, pero no podía experimentarlo. Por definición, debe de ser tremendamente difícil entender el comportamiento de un ser muy superior a uno. Pero así y todo, ¿por qué usar sólo números primos?

Los radioastrónomos de Argos averiguaron en esos días que Vega posee un movimiento conocido, un componente conocido de su desplazamiento en dirección a la Tierra o alejándose de ella, y un componente conocido lateralmente, a través de la esfera celeste, contra el fondo que suministran estrellas más distantes. Los telescopios de Argos, trabajando juntamente con los radioobservatorios de Virginia del Oeste Occidental y Australia, habían determinado que la fuente emisora se desplazaba con Vega. Según los minuciosos cálculos efectuados por ellos, la señal provenía no sólo del lugar que ocupaba Vega en el firmamento sino que también poseía los movimientos peculiares y característicos de Vega. A menos que se tratara de un engaño de notables proporciones, los impulsos de números primos procedían del sistema de Vega. No había ningún efecto Doppler adicional debido al movimiento del transmisor, quizás unido a un planeta, alrededor de Vega. Los extraterrestres habían previsto el movimiento orbital. A lo mejor era una especie de cortesía interestelar.

— Es la cosa más maravillosa de que yo haya tenido noticias jamás, aunque no tiene nada que ver con lo nuestro — comentó un funcionario de la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación sobre Defensa, cuando se aprestaba para regresar a Washington.

Apenas se verificó el descubrimiento, Ellie asignó a un puñado de telescopios la tarea de examinar Vega en otras frecuencias. Desde luego, detectaron también la misma señal, la misma sucesión monótona de números primos en la línea de hidrógeno de 1420 megahertz, en la de oxhidrilo de 1667 megahertz y en muchas otras frecuencias. En todo el espectro radioeléctrico, acompañado por una orquesta electromagnética, Vega emitía sonidos de números primos.

— Esto no tiene sentido — opinó Drumlin, tocándose con aire indiferente la hebilla del cinturón —. No se nos puede haber escapado antes. Todo el mundo ha estudiado a Vega durante años. Arroway lo observó desde Arecibo hace una década. De pronto, el martes pasado, Vega comienza a propalar números primos… ¿Por qué ahora? ¿Qué tiene de particular este momento? ¿A qué se debe que comiencen a transmitir varios años después de que Argos haya comenzado a escuchar?

— A lo mejor su transmisor estuvo en reparaciones durante dos siglos — sugirió Valerian —, y acaban de volver a ponerlo en funcionamiento. También podría ser que un esquema de trabajo sea enviarnos una transmisión un año de cada millón. Usted sabe muy bien que puede haber vida en muchos otros planetas. — Sin embargo Drumlin, a todas luces insatisfecho, se limitó a menear la cabeza.

Si bien por naturaleza no le atraían las conspiraciones, Valerian creyó advertir cierta segunda intención en la última pregunta de Drumlin: ¿Acaso no sería todo un inesperado intento de los científicos de Argos para impedir que se diera por terminado el proyecto?

No, no era posible. Valerian sacudió la cabeza. Pasaron en ese momento a su lado dos de los más antiguos expertos en el problema de SETI quienes, en silencio, meneaban también la cabeza, desconcertados.

Entre los científicos y los burócratas existía una suerte de fricción, de mutuo malestar, un antagonismo respecto de premisas fundamentales. Uno de los ingenieros electrotécnicos lo denominaba «desadaptación de impedancia». Los científicos eran demasiado especulativos y hablaban con demasiada ligereza de cualquiera, para el gusto de los burócratas. Estos burócratas por su parte, eran demasiado poco imaginativos y comunicativos, en opinión de los científicos. Ellie y en especial Der Heer trataban de tender puentes para superar la brecha, pero los pontones no hacían más que ser arrastrados por la corriente.

Esa noche había colillas de cigarrillos y tazas de café por doquier. Los científicos, con atuendo informal, los funcionarios de Washington, de traje, y algunos militares llenaban la sala de control y el pequeño auditorio y rebosaban por las puertas donde, iluminados por los cigarrillos y la luz de las estrellas, continuaban algunos de los debates. Pero los ánimos estaban gastados. Comenzaba a percibirse el efecto de tanta tensión.

— Doctora Arroway, éste es Michael Kitz, secretario adjunto de Defensa del «C3I».

Al hacer las presentaciones y ubicarse un paso detrás de él, Der Heer, estaba comunicando… ¿qué? Una extraña mezcla de emociones. Parecía apelar a la moderación. ¿Acaso la consideraba una exaltada? «C3I» — que se pronunciaba «ce al cubo I» — significaba Comando, Control, Comunicaciones e Inteligencia, importantes responsabilidades en un momento en que los Estados Unidos y la Unión Soviética se habían lanzado a reducir sus arsenales estratégicos nucleares. Era un trabajo para un hombre cauto.

Kitz tomó asiento en uno de los sillones que había frente al escritorio de Ellie, se inclinó hacia delante, leyó la cita de Kafka y no demostró quedar impresionado.

— Doctora, quiero ir directo al grano. Nos preocupa que el hecho de divulgar ampliamente esta información pueda redundar en un perjuicio para nuestro país. No nos dejó demasiado felices que haya enviado aquel telegrama al mundo entero.

— ¿Se refiere usted a China, a Rusia, a la India? — Pese a su esfuerzo por contenerse, su voz trasuntaba fastidio —. ¿Pretendía mantener en secreto los primeros doscientos setenta y un números primos? ¿Acaso supone, doctor Kitz, que los extraterrestres tenían pensado comunicarse sólo con los norteamericanos? ¿No cree usted que un mensaje procedente de otra civilización pertenece a todo el mundo?

— Podría habernos pedido consejo.

— ¿Aun a riesgo de perder la señal? Mire, algo importantísimo y fundamental puede haber sido propalado después de que Vega se puso aquí, pero mientras todavía estaba en lo alto del cielo, sobre Beijing. Estas señales no son una llamada de persona a persona a la Tierra. Es una señal de estación a estación, a cualquier planeta del sistema solar.

Nosotros sólo tuvimos la suerte de atender el teléfono.

Der Heer de nuevo irradiaba algo. ¿Qué trataba de decirle? ¿Que le gustaba su analogía elemental, pero que fuera más condescendiente con Kitz?

— De cualquier modo — continuó Ellie —, es demasiado tarde. Ya todos saben que existe cierto tipo de vida inteligente en Vega.

— No estoy tan seguro de que sea tarde, doctora. Usted supone que va a recibir una transmisión rica en información, un mensaje que aún no ha llegado. El doctor Der Heer me adelantó la opinión de usted en el sentido de que esos números primos son una suerte de anuncio, algo destinado a llamar nuestra atención. Si es que hay un mensaje y es sutil (algo que los otros países no deban conocer de inmediato), deseo que guarde el secreto hasta que podamos conversar al respecto.

— Somos muchos los que tenemos deseos, doctor Kitz — dijo ella en tono amable, haciendo caso omiso de las cejas que enarcaba Der Heer. Había algo irritante, casi provocativo, en la manera de ser de Kitz. Y probablemente en la de ella también —. Yo, por ejemplo, siento la necesidad de comprender el sentido de esa señal, de saber qué está pasando en Vega y qué significa esto para la Tierra. Es probable que, para llegar a entenderlo, precise de la ayuda de los científicos de otras naciones. Tal vez me hagan falta los datos que ellos poseen, o sus cerebros. Podría ser que el problema fuera demasiado grave como para que lo resolviera un solo país por su cuenta.

Der Heer daba muestras de estar algo alarmado.

— Doctora, la sugerencia del secretario Kitz no es tan irrazonable. Seguramente solicitaríamos la colaboración de otros países. Lo único que le pedimos es que hable primero con nosotros, y sólo si se recibe un nuevo mensaje.

Su tono era tranquilizador, pero no servil. Ellie volvió a estudiarlo con la mirada. Si bien no se trataba de un hombre extremadamente apuesto, tenía un rostro amable, inteligente.

Vestía traje azul y una pulcra camisa. La calidez de su sonrisa atemperaba su aspecto serio y aplomado. ¿Por qué, entonces, apoyaba a ese otro idiota? ¿Era parte de su trabajo? ¿Podía ser que Kitz tuviera razón?

— De todas formas, sería una remota contingencia — expresó Kitz con un suspiro, y se puso de pie —. El secretario de Defensa agradecería mucho su colaboración. — Trataba de convencerla —. ¿De acuerdo?

— Déjeme pensarlo — respondió ella, tomando la mano que él le tendía como si fuese un pescado muerto.

— En un minuto estoy con usted, Mike — anunció Der Heer en tono jovial.

Con la mano apoyada en el marco de la puerta, Kitz de pronto recordó algo, sacó un papel de su bolsillo, regresó y lo dejó en una esquina del escritorio.

— Ah, casi me olvidaba. Aquí tiene una copia de la Resolución Hadden, que usted probablemente conoce, acerca del derecho que le asiste al gobierno para clasificar material que sea vital para la seguridad de los Estados Unidos. Por más que no proceda de un organismo secreto.

— ¿Pretende usted darles carácter confidencial a los números primos? — preguntó Ellie, fingiendo incredulidad.

— Lo espero afuera, Ken.

Ellie empezó a hablar apenas Kitz se marchó.

— ¿Qué es lo que anda buscando? ¿Los rayos letales de los veganos? ¿Seres que pretendan hacer volar el mundo en pedazos?

— Sólo trata de ser prudente, Ellie. Sé que no piensa que aquí se acaba la historia.

Supongamos que haya algún mensaje con contenido, y que incluya algo ofensivo para los musulmanes por ejemplo, o los metodistas. ¿No le parece que habría que ser muy cuidadosos al darlo a publicidad?

— Ken, no diga tonterías. Ese tipo es secretario adjunto de Defensa. Si tanto les preocupan los musulmanes o los metodistas, habrían enviado al secretario adjunto de Estado, o a alguno de esos fanáticos religiosos que comparten los desayunos con la Presidenta. Usted, que es el asesor sobre temas de ciencia, ¿qué es lo que le aconseja a la Presidenta?

— No le he dicho nada. Desde que vine aquí, he hablado con ella apenas una vez, y brevemente, por teléfono. Le voy a ser sincero: ella no me dio ninguna instrucción respecto de la conveniencia de clasificar la información. Creo que Kitz lo propuso por su cuenta.

— ¿Quién es él?

— Tengo entendido que es abogado. Era un importante ejecutivo de la industria de la electrónica antes de ingresar en el gobierno. Conoce a fondo «C3I», pero eso no quiere decir que sea un erudito en otras cuestiones.

— Ken, yo confío en usted. Supongo que la intención de Kitz no habrá sido amenazarme con esta Resolución Hadden. — Blandió el documento frente a los ojos masculinos, y buscó expresamente su mirada —. ¿Sabía que, en opinión de Drumlin, hay otro mensaje en la polarización?

— No entiendo.

— Hace apenas unas horas, Dave terminó un estudio estadístico preliminar sobre la polarización. Representó los parámetros de Stokes mediante esferas de Poincaré y obtuvo una hermosa película en la que se ve que varían en tiempo.

Der Heer la miró con cara de desconcierto. ¿Acaso los biólogos no utilizan la luz polarizada en sus microscopios? — se preguntó ella.

— Cuando una onda de luz viene hacia uno (luz visible, radioeléctrica, de cualquier clase), lo hace vibrando en ángulos rectos con respecto a nuestra línea de mirada. Si esa vibración gira, se dice que la onda está polarizada elípticamente. Si gira en sentido de las agujas del reloj, la polarización se denomina derecha, si lo hace en sentido inverso, izquierda. Sí, ya sé que es una manera muy tonta de designarlo, pero lo importante es que, haciendo variaciones entre ambos tipos de polarización, se puede transmitir información. Una mínima polarización equivale a uno. ¿Me sigue? Es perfectamente posible. Contamos con amplitud y frecuencia moduladas, pero nuestra civilización directamente no se ha abocado a modular la polarización.

«Todo parecería indicar que la señal de Vega tiene polarización modulada, lo cual estamos tratando de determinar en este momento. Sin embargo, Dave averiguó que no había una cantidad igual de las dos clases de polarización. Tiene un grado menor de polarización izquierda que derecha con lo cual sería posible que hubiera otro mensaje en la polarización que hasta ahora no hemos detectado. Por eso le tengo tanta desconfianza a su amigo. Kitz no me está dando simplemente un consejo gratuito. Él presiente que quizás hayamos descubierto algo distinto.

— Tranquilícese, Ellie. Hace cuatro días que no duerme. Ha tenido que enfrentarse con la ciencia, el gobierno, el periodismo. Ya ha logrado uno de los más grandes descubrimientos del siglo, y si le entendí bien, quizás esté a punto de revelar algo más importante aún. Está en todo su derecho al sentirse impaciente. La amenaza de militarizar el proyecto fue una torpeza por parte de Kitz, y entiendo perfectamente que le tenga desconfianza. No obstante, lo que él dice no es tan desatinado.

— ¿Conoce bien a Kitz?

— He participado con él en algunas reuniones, pero eso no me basta para asegurar que lo conozco. Ellie, si hay una posibilidad de recibir un mensaje verdadero, ¿no sería buena idea despejar un poco la multitud?

— Sí, claro. Déme una mano con los inútiles de Washington.

— De acuerdo. Y si deja ese documento en su escritorio, puede entrar alguien y sacar conclusiones equivocadas. ¿Por qué no lo esconde en alguna parte?

— ¿Va a ayudar?

— Si la situación se mantiene como hasta ahora, la ayudaré. No vamos a esforzarnos demasiado si a esto, al final, lo clasifican como confidencial.

Sonriendo, Ellie se arrodilló delante de su pequeña caja fuerte y pulsó la combinación de seis dígitos: 314159. Echó un último vistazo al documento con grandes caracteres negros Los ESTADOS UNIDOS C/HADDEN CYBERNETICS, y luego lo guardó.

El grupo estaba formado por una treinta personas, incluidos técnicos, científicos vinculados con el proyecto Argos y altos funcionarios gubernamentales, como el subdirector de la Agencia de Inteligencia, vestidos de civil. Entre ellos se hallaba Valerian, Drumlin, Kitz y Der Heer. Ellie era la única mujer. Habían instalado un inmenso proyector de televisión, enfocado sobre una pantalla de dos metros cuadrados. Ellie se dirigía simultáneamente al grupo y a la computadora de descifrado, con los dedos apoyados sobre el panel que tenía ante sí.

— A través de los años nos hemos preparado para que la computadora decodifique grandes cantidades de posibles mensajes. Acabamos de enterarnos por el análisis del doctor Drumlin de que existe información en la polarización modulada. Todos esos cambios frenéticos entre izquierda y derecha significan algo. No se trata de un ruido aleatorio. Es como si tiráramos una moneda. Por supuesto, esperaríamos sacar tantas veces cara como cruz, pero en cambio obtenemos el doble de caras que de cruces. Esto nos llevaría a la conclusión de que la moneda está cargada o, en nuestro caso, que la modulación de la polarización no es aleatoria, que tiene contenido… Ah, miren eso. Lo que la computadora acaba de decirnos es aún más interesante. La secuencia precisa de caras y cruces se repite… Es una secuencia larga, de modo que el mensaje es sumamente complejo; la civilización emisora seguramente quiere cerciorarse de que lo recibamos con precisión.

«Aquí tienen. ¿Ven? Se trata de la primera repetición del mensaje. Cada bit de información, cada punto, cada raya es idéntico a lo que recibimos en el primer bloque de datos. Entonces analizamos la cantidad total de bits y obtuvimos un número de decenas de miles de millones. Y ¡oh, casualidad! Es el producto de tres números primos.

Pese a que Drumlin y Valerian exhibían una sonrisa, Ellie tuvo la sensación de que experimentaban sensaciones muy distintas.

— ¿Y qué? — preguntó un visitante de Washington —. ¿Qué significa otros números primos más?

— Tal vez significa que nos están enviando un dibujo. Este mensaje está compuesto por una enorme cantidad de bits de información. Supongamos que esa cantidad es el producto de tres números más pequeños; es una cantidad de veces otra cantidad de veces un número. Entonces, el mensaje tendría tres dimensiones. Yo me aventuro a creer que estamos ante una imagen estática tridimensional semejante a un holograma inmóvil, o bien se trata de una imagen bidimensional que cambia con el tiempo… una película. Si es un holograma, nos llevará más tiempo exhibirlo. Tenemos un algoritmo de descifrado ideal para eso.

En la pantalla se advirtió un dibujo borroso inmóvil, compuesto por puntos blancos y negros perfectos.

— Willie, agregue, por favor, un programa de interpolación gris… algo razonable, y trate de hacerlo girar noventa grados en el sentido inverso a las agujas del reloj.

— Doctora, parece haber un canal de banda lateral auxiliar. Quizá sea el audio correspondiente a la película.

— Márquelo.

El único uso práctico de los números primos que se le ocurría era para la criptografía, de amplia utilización en el plano comercial y nacional con fines de seguridad. Un uso era para esclarecer a los ignorantes; el otro, para evitar que comprendieran los mensajes los moderadamente inteligentes.

Ellie escudriñó los rostros que tenía frente a sí. Kitz parecía incómodo. Tal vez pensara en algún extraño invasor o, peor aún, en el diseño de un arma demasiado secreta como para que pudiera confiársele al personal comandado por Ellie. Willie ponía una cara muy seria y tragaba saliva a cada instante. Un dibujo es mucho más que unos meros números.

La posibilidad de recibir un mensaje visual despertaba temores y fantasías en el corazón de muchos. Der Heer ostentaba una maravillosa expresión: por el momento, tenía mucho menos aspecto de funcionario burócrata, de asesor presidencial, y mucho más de científico.

Junto con la imagen, aún ininteligible, se oía una concatenación de sonidos que recorría todo el espectro del audio, primero hacia arriba y luego hacia abajo, hasta posarse por último en la octava inferior a do menor. Lentamente el grupo fue percibiendo música tenue. La imagen giró, se rectificó, quedó un foco.

Ellie clavó la mirada en la imagen en blanco y negro de… un importante palco adornado con un enorme águila art déco. El animal asía entre sus garras de cemento…

— ¡Esto es un truco! ¡Es un truco! — Hubo exclamaciones de asombro, de incredulidad, risas, cierta manifestación de histeria.

— ¿No se da cuenta? ¡Nos han engañado! — le comentó Drumlin a Ellie en tono casi informal. Sonriendo, agregó —: Es una broma muy compleja. Nos ha hecho perder el tiempo a todos.

Entre las garras del águila, Ellie alcanzó a distinguir con nitidez una esvástica. La cámara enfocaba luego el rostro sonriente de Adolf Hitler, que saludaba con un brazo frente a las rítmicas aclamaciones de la multitud. Su uniforme, desprovisto de condecoraciones militares, transmitía una imagen de modesta sencillez. La gruesa voz de barítono de un locutor, algo difusa, resonó en la habitación. Der Heer se acercó a Ellie.

— ¿Sabe alemán? — preguntó ella —. ¿Qué dice?

— El Führer — tradujo él lentamente —, le da la bienvenida al mundo en la patria alemana con motivo de la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936.

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