Capítulo uno — Números irracionales

Leve mosca, tu juego estival mi incauta mano barrió.

¿Mas acaso no soy una mosca como tú?

¿O no eres tú un hombre como yo?

Pues yo danzo y bebo y canto hasta que una ciega mano barra mi flanco.

WILLIAM BLAKE Songs of Experience «The Fly,» Stanzas 1–3 (1795)



Según los criterios humanos, era imposible que se tratara de algo artificial puesto que tenía el tamaño de un mundo. Empero, su apariencia era tan extraña y complicada, era tan obvio que estaba destinado a algún propósito complejo, que sólo podría ser la expresión de una idea. Se deslizaba en la órbita polar en torno de la gran estrella blanco azulada y se asemejaba a un inmenso poliedro imperfecto, que llevaba incrustadas millones de protuberancias enferma de tazones, cada uno de las cuales apuntaba hacia un sector en particular del cielo para atender a todas las constelaciones. El mundo poliédrico había desempeñado su enigmática junción durante eones. Era muy paciente.

Podía darse el lujo de esperar eternamente.

Al nacer no lloró. Tenía la carita arrugada. Luego abrió los ojos y miró las luces brillantes, las siluetas vestidas de blanco y verde, la mujer que estaba tendida sobre una mesa. En el acto le llegaron sonidos de algún modo conocidos. En su rostro tenía una rara expresión para un recién nacido: de desconcierto, quizá.

A los dos años, alzaba los brazos y pedía muy dulcemente: «Upa, papá». Los amigos de él siempre se sorprendían por la cortesía de la niña.

— No es cortesía. Antes lloraba cuando quería que la levantaran en brazos. Entonces, una vez le dije: «Ellie, no es necesario que grites. Sólo pídeme, 'Papá, upa'«. Los niños son muy inteligentes, ¿no, Pres?

Encaramada sobre los hombros de su padre y aferrada a su pelo ralo, sintió que la vida era mejor ahí arriba, mucho más segura que cuando había que arrastrarse en medio de un bosque de piernas. Allá abajo, uno podía recibir un pisotón, o perderse. Se sostuvo entonces con más fuerza.

Luego de dejar atrás a los monos, dieron vuelta en la esquina y llegaron frente a un animal de cuello largo y moteado, con pequeños cuernos en la cabeza.

— Tienen el cuello tan largo que no les puede salir la voz — dijo papá.

Ellie se condolió de la pobre criatura, condenada al silencio. Sin embargo, también se alegró de que existiera, de que fueran posibles esas maravillas.

— Vamos, Ellie — la alentó suavemente la mamá —. Léelo.

La hermana de su madre no creía que Ellie, a los tres años, supiera leer. Estaba convencida de que los cuentos infantiles los repetía de memoria. Ese fresco día de marzo iban caminando por la calle State y se detuvieron ante un escaparate donde brillaba una piedra de color rojo oscuro.

— Joyero — leyó lentamente la niña, pronunciando tres sílabas.

Con sensación de culpa, entró en la habitación. La vieja radio Motorola se hallaba en el estante que recordaba. Era enorme, pesada, y al sostenerla contra su pecho, casi se le cae. En la tapa de atrás, se leía la advertencia: «Peligro. No abrir». Sin embargo, ella sabía que, si no estaba enchufada, no corría riesgos. Con la lengua entre los labios, sacó los tornillos y contempló el interior. Tal como lo sospechaba, no había orquestas ni locutores en miniatura que vivieran su minúscula existencia anticipándose al momento en que el interruptor fuera llevado a la posición de encendido. En cambio, había hermosos tubos de vidrio que en cierto modo se parecían a las lamparitas de la luz. Algunos se asemejaban a las iglesias de Moscú que ella había visto en la ilustración de un libro. Las puntas que tenían en la base calzaban perfectamente en unos orificios especiales. Accionó la perilla de encendido y enchufó el aparato en un tomacorriente cercano. Si ella no lo tocaba, si ni siquiera se acercaba, ¿qué daño podría causarle?

Al cabo de unos instantes los tubos comenzaron a irradiar luz y calor, pero no se oyó sonido alguno. La radio estaba «rota», y hacía varios años que la habían retirado de circulación, al adquirir un modelo más moderno. Uno de los tubos no se encendía.

Desenchufó la radio y extrajo la lámpara rebelde. Dentro tenía un cuadradito de metal, unido a unos diminutos cables. «La electricidad pasa por los cables», recordó, «pero primero tiene que entrar en una lámpara». Una de las patitas parecía torcida, y con cierto esfuerzo logró enderezarla. Volvió a calzar la válvula, enchufó el aparato y comprobó, feliz, que la radio se encendía. Miró en dirección a la puerta cerrada, y bajó el volumen.

Movió la perilla que indicaba «frecuencia», y encontró una voz que hablaba en tono animado acerca de una máquina rusa que se hallaba en el espacio, dando vueltas sin cesar alrededor de la Tierra. «Sin cesar», pensó. Cambió la ubicación del dial en busca de otras estaciones. Al rato, por miedo a que la descubrieran, desconectó la radio, volvió a colocarle la tapa sin ajustar demasiado los tornillos y, con gran dificultad, levantó el aparato y lo puso de nuevo en su estante.

Cuando salía, agitada, de la habitación, se topó con su madre.

— ¿Todo bien, Ellie?

— Sí, mamá.

Puso cara de indiferencia, pero le latía el corazón y sentía las manos húmedas. Se dirigió a su rincón favorito del patio y, con las rodillas apretadas contra el mentón, pensó en el mecanismo de la radio. ¿Eran necesarios todos esos tubos? ¿Qué pasaría si uno extraía de a uno por vez? En una oportunidad, su padre los había llamado «tubos vacíos».

¿Qué sucedía dentro de ellos? ¿Cómo hacían para entrar en la radio la música de las orquestas y la voz de los locutores? Éstos solían decir: «En el aire». ¿Acaso la radio se transmitía por el aire? ¿Qué pasaba dentro del receptor cuando uno cambiaba de estación? ¿Qué era la «frecuencia»? ¿Por qué había que enchufarla para que funcionara?

¿Se podría dibujar una especie de mapa para ver por dónde circulaba la electricidad dentro de la radio? ¿Sería peligroso desarmar una radio? ¿Se podría luego volver a armarla?

— ¿En qué andabas, Ellie? — le preguntó la madre, que regresaba en ese momento de recoger la ropa tendida.

— En nada, mamá. Pensaba, nada más.

Cuando tenía diez años, la llevaron en verano a visitar a dos primos odiados, en un grupo de cabañas junto a un lago de la península de Michigan. No entendía por qué, viviendo junto al lago de Wisconsin, decidían viajar cinco horas en auto para llegar a un lago similar, en Michigan, máxime para ver a dos chicos antipáticos, de diez y once años.

Unos verdaderos pesados. ¿Por qué su padre, que la comprendía tanto en otros aspectos, pretendía que jugara día tras día con esos idiotas? Se pasó las vacaciones esquivándolos.

Una calurosa noche sin luna, después de cenar, salió a caminar sola hasta el muelle de madera. Acababa de pasar una lancha, y el bote de remo de su tío, amarrado al embarcadero, se mecía suavemente en el agua iluminada por las estrellas. A excepción de unas lejanas cigarras y un grito casi subliminal que resonó por el lago, la noche estaba totalmente calma. Levantó la mirada hacia el cielo brillante y sintió que se le aceleraban los latidos del corazón.

Sin bajar los ojos, extendió una mano para guiarse, rozó el césped suave y allí se tendió. En el firmamento refulgían miles de estrellas, casi todas titilantes, algunas con una luz firme. Esa tan brillante, ¿no era azulada?

Tocó nuevamente la tierra bajo su cuerpo, fija, sólida, que inspiraba confianza. Con cuidado se incorporó, miró, a diestra y siniestra, toda la extensión del lago. Podía divisar ambas márgenes. «El mundo parece plano», pensó, «pero en realidad es redondo». Es como una gran pelota que da vueltas en medio del cielo… una vez al día. Trató de imaginar cómo giraba, con millones de personas adheridas a su superficie, gente que hablaba idiomas distintos, todos pegados a la misma esfera.

Se tendió una vez más sobre el césped y procuró sentir la rotación. A lo mejor la percibía, aunque fuera un poco. En la margen opuesta del lago, una estrella brillante titilaba entre las ramas más altas de los árboles. Entrecerrando los ojos, daba la impresión de que de ella partían unos rayos de luz. Cerrándolos aún más, los rayos dócilmente cambiaban de longitud y de forma. ¿Lo estaría imaginando…? No, decididamente la estrella estaba sobre los árboles. Unos minutos antes había aparecido y desaparecido entre las ramas.

En ese momento, sin duda, estaba más alta. «Esto debe de ser de lo que la gente habla cuando dice que sale una estrella», se dijo. La Tierra estaba girando en el otro sentido. En un extremo del cielo, salían las estrellas. A eso se lo llamaba el este. En el otro extremo, detrás de ella, detrás de las cabañas, se ponían las estrellas. A eso se lo denominaba el oeste. Una vez al día la Tierra daba una vuelta completa, y las mismas estrellas salían en el mismo sitio.

Pero si algo tan inmenso como la Tierra daba un giro entero en un solo día, debía de moverse con suma rapidez. Todas las personas a las que conocía debían estar girando a una impresionante velocidad. Le dio la impresión de sentir el movimiento de la Tierra… no sólo de imaginárselo, sino de sentirlo en la boca del estómago. Algo parecido a bajar en un ascensor veloz. Echó la cabeza hacia atrás para que nada se interpusiera en su campo visual hasta que sólo vio el cielo negro y las estrellas fulgurantes. Experimentó una gratificante sensación de vértigo que la impulsó a aferrarse del césped con ambas manos, como si, de lo contrario, fuera a remontarse hasta el firmamento, su cuerpo diminuto empequeñecido por la inmensa esfera oscura de abajo.

Lanzó una exclamación, pero logró ahogar un grito con la mano. Así fue como la encontraron los primos. Al bajar penosamente la cuesta, los niños notaron en su rostro una extraña expresión, mezcla de vergüenza y asombro, que rápidamente registraron, ansiosos como estaban por buscar la más mínima indiscreción para volver y contársela a sus padres.

El libro era mejor que la película, fundamentalmente porque era más completo, y algunas de las ilustraciones eran muy distintas de las del cine. Pero en ambos, Pinocho — un muñeco de madera, de tamaño natural, que por arte de magia cobra vida —, usaba una suerte de cabestro y tenía clavijas en las articulaciones. Cuando Geppetto está por terminar de fabricar a Pinocho, le da la espalda al títere y resulta despedido por un poderoso puntapié. En ese instante llega un amigo del carpintero y le pregunta qué hace, ahí tendido en el suelo. Con la mayor dignidad, Geppetto le responde: «Estoy enseñándoles el abecedario a las hormigas».

Eso le pareció a Ellie sumamente ingenioso y gozaba en narrar la historia a sus amigos. No obstante, cada vez que la relataba quedaba una pregunta dando vueltas por su mente: ¿Podría uno enseñar el alfabeto a las hormigas? ¿Quién podía tener deseos de hacerlo? ¿Echarse en el suelo en medio de cientos de insectos movedizos, capaces de trepar sobre la piel de uno o incluso picarlo? Y además, ¿qué podían saber las hormigas?

A veces se levantaba de noche para ir al baño y encontraba allí a su padre, con pantalón de pijama, con el cuello subido, una especie de gesto de patricio desdén que acompañaba a la crema de afeitar sobre su labio superior. «Hola, Pres», la saludaba.

«Pres», era el diminutivo de «preciosa», y a ella le encantaba que la llamara así. ¿Por qué se afeitaba de noche, cuando nadie se daba cuenta de si tenía la barba crecida o no?

«Porque tu madre sí lo sabe», respondía él, sonriendo. Años más tarde Ellie descubriría que sólo había entendido en parte la jovial explicación. Sus padres estaban enamorados.

Después del colegio, fue en bicicleta hasta un pequeño parque que había sobre el lago.

Sacó de una mochila El manual del radioaficionado y Un yanqui en la corte del rey Arturo.

Al cabo de un momento de vacilación se decidió por este último. El héroe de Twain había recibido un golpe en la cabeza y se despertaba en la Inglaterra de Arturo. Quizá fuese todo un sueño o una fantasía, aunque a lo mejor era real. ¿Era posible remontarse al pasado? Con el mentón apoyado sobre las rodillas, buscó uno de sus pasajes preferidos, cuando el héroe es recogido por un hombre vestido con armadura, a quien toma por un evadido de algún manicomio. Cuando llegan a la cima de la colina ven una ciudad que se despliega al pie.

— ¿Bridgeport? — pregunté.

— Camelot — me respondió.

Clavó su mirada en el lago azul mientras trataba de imaginar una ciudad que pudiera ser tanto Bridgeport, del siglo XIX como Camelot, del XVI. En ese instante llegó corriendo su madre.

— Estuve buscándote por todas partes. ¿Por qué desapareces siempre de mi vista?

Oh, Ellie — murmuró —, ha pasado algo terrible.

En séptimo grado estaba estudiando «pi», una letra griega que se parecía a los monumentos de piedra de Stonehenge, en Inglaterra: dos pilares verticales con un palito en la parte superior: π. Si se mide la circunferencia del círculo, y luego se la divide por el diámetro del círculo, eso es pi. En su casa, Ellie tomó la tapa de un frasco de mayonesa, le ató un cordel alrededor, estiró luego el cordel y con una regla midió la circunferencia. Lo mismo hizo con el diámetro, y posteriormente dividió un número por el otro. Le dio 3,21.

La operación le resultó sencilla.

Al día siguiente, el maestro, el señor Weisbrod, dijo que π era 22/7, aproximadamente 3,1416, pero en realidad, si se quería ser exacto, era un decimal que continuaba eternamente sin repetir un período numérico. Eternamente, pensó Ellie. Levantó entonces la mano. Era el principio del año escolar y ella no había formulado aún ninguna pregunta en esa materia.

— ¿Cómo se sabe que los decimales no tienen fin?

— Porque es así — repuso el maestro con cierta aspereza.

— Pero, ¿cómo lo sabe? ¿Cómo se pueden contar eternamente los decimales?

— Señorita Arroway — dijo él consultando la lista de alumnos —, ésa es una pregunta estúpida. No les haga perder el tiempo a sus compañeros.

Como nadie la había llamado jamás estúpida, se echó a llorar. Billy Horstman, que se sentaba a su lado, le tomó la mano con dulzura. Hacía poco tiempo que a su padre lo habían procesado por adulterar el cuentakilómetros de los autos usados que vendía, de modo que Billy estaba muy sensible a la humillación en público. Ellie huyó corriendo de la clase, sollozando.

Al salir del colegio, fue en bicicleta hasta una biblioteca cercana a consultar libros de matemáticas. Por lo que pudo sacar en limpio de la lectura, su pregunta no había sido tan estúpida. Según la Biblia, los antiguos hebreos parecían crecer que pi era igual a tres. Los griegos y romanos, que sabían mucho de matemáticas, no tenían idea de que las cifras de pi continuaran infinitamente sin repetirse. Eso era un hecho descubierto apenas doscientos cincuenta años antes. ¿Cómo iba ella a saber las cosas si no se le permitía formular preguntas? Sin embargo, el señor Weisbrod tenía razón en cuanto a los primeros dígitos. Pi no era 3,21. A lo mejor la tapa de la mayonesa estaba un poco aplastada y no era un círculo perfecto. O tal vez ella hubiera medido mal el cordel. No obstante, aun si hubiera obrado con más cuidado, no se podía esperar que pudiese medir un número infinito de decimales.

Sin embargo, cabía otra posibilidad: podía calcularse pi con la precisión que uno quisiera. Sabiendo cálculo, podían probarse fórmulas de π que permiten obtener tantos decimales como uno desee. El libro traía fórmulas de pi dividido por cuatro, algunas de las cuales no entendió en lo más mínimo. Otras, en cambio, la deslumbraron: pi/4, decía el texto era igual a 1 — 1/3 + 1/5 — 1/7…, y las fracciones se prolongaban hasta el infinito.

Rápidamente trató de resolverlo, sumando y restando las fracciones en forma alternada.

La suma pasaba de ser mayor que pi/4 a ser menor que pi/4, pero al rato se advertía que la serie de números llevaba directamente hacia la respuesta correcta. Era imposible llegar allí exactamente, pero con una gran paciencia se podía llegar a lo más cerca que uno deseara. Le parecía un milagro que la forma de todos los círculos del mundo tuviera relación con esa serie de fracciones. ¿Qué sabían los círculos de fracciones? Decidió, entonces, estudiar cálculo.

El libro decía algo más: que pi se denominaba un número «¡irracional!».

No existía una ecuación con números racionales que diera como resultado pi, a menos que fuese infinitamente larga. Como ya había aprendido por su cuenta algo de álgebra, comprendió lo que eso significaba. De hecho, había una cantidad infinita de números irracionales, más aún, había una cantidad infinitamente mayor de números irracionales que de números racionales, pese a que pi era el único que conocía. En más de un sentido, pi se vinculaba con el infinito.

Había podido vislumbrar algo majestuoso. Ocultos en medio de todos los números, había una cantidad infinita de números irracionales, cuya presencia uno nunca habría sospechado, a menos que se hubiera adentrado en el estudio de la matemática. De vez en cuando, en forma inesperada, uno de ellos — como pi — aparecía en la vida cotidiana.

Sin embargo, la mayoría — una cantidad infinita de ellos — permanecía escondida sin molestar a nadie, casi con certeza sin ser descubierta por el irritable señor Weisbrod.

A John Staughton lo caló de entrada. Le resultaba un misterio insondable cómo su madre pudo siquiera contemplar la idea de casarse con él… no importaba que sólo hiciese dos años desde la muerte de su padre. De aspecto era pasable, y si se lo proponía, era capaz de simular interés por uno. Pero era un ser rígido. Los fines de semana hacía ir a sus alumnos a arreglar el jardín de la nueva casa a la que se habían mudado y, cuando se habían ido, se burlaba de ellos. A Ellie, que estaba por comenzar su secundaria, le advirtió que no debía ni mirar siquiera a sus brillantes alumnos. Era un individuo engreído.

Ellie estaba convencida de que, por ser profesor, despreciaba secretamente a su padre muerto por haber sido sólo un comerciante. Staughton le hizo saber que su interés por la radio y la electrónica era indecoroso para una mujer, que así no conseguiría nunca un marido, y que su amor por la física era un capricho aberrante, «presuntuoso». Que carecía de condiciones para eso, y le convenía aceptar ese hecho objetivo porque se lo decía por su propio bien. Cuando fuera mayor iba a agradecérselo. Al fin y al cabo, él era profesor adjunto de física y sabía de qué hablaba. Esos sermones la indignaban, aunque hasta ese momento — pese a que Staughton se resistía a creerlo — jamás había pensado en dedicarse a la ciencia.

No era un hombre amable como lo había sido su padre y carecía por completo de sentido del humor. Cuando alguien daba por sentado que era hija de Staughton, se ponía furiosa. Su madre y su padrastro nunca le insinuaron que se cambiara el apellido puesto que sabían cuál habría de ser su respuesta.

Ocasionalmente el hombre demostraba algo de afecto, como por ejemplo cuando a ella le practicaron una amigdalotomía y él le llevó al hospital un maravilloso calidoscopio.

— ¿Cuándo van a operarme? — preguntó Ellie, algo adormilada.

— Ya te operaron — respondió Staughton —. Y todo salió bien. — Le resultaba inquietante que hubieran podido robarle bloques enteros de tiempo sin que ella se diera cuenta y le echó la culpa a él, aunque sabía que su reacción era infantil.

Era inconcebible que su madre pudiera estar verdaderamente enamorada de esa persona. Seguramente había vuelto a casarse por razones de soledad, por flaqueza.

Necesitaba que alguien se ocupara de ella. Ellie juró no aceptar jamás una posición de dependencia. Su padre había muerto, su madre se había vuelto distante, y ella se sentía una exiliada en la casa de un tirano. Ya no había nadie que la llamara «Pres».

Ansiaba poder escapar.

« — ¿Bridgeport? — pregunté.

— Camelot — me respondió.»

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