Capítulo veintitrés — Reprogramación

Porque no os hemos dado a conocer fábulas por arte compuestas sino como habiendo con nuestros propios ojos visto su majestad.

Segunda Epístola de San Pedro, 1,16



Mira y recuerda.

Considera este cielo;

Mira profundamente en este aire translúcido,

Lo ilimitado, el fin de la plegaria

Habla ahora, y habla dentro de la bóveda sagrada.

¿Qué oyes? ¿Qué responde el cielo?

Los cielos están ocupados, éste no es tu hogar.

KARL JAY SHAPIRO Travelogue for Exiles


Se repararon las líneas telefónicas, se despejaron los caminos y se permitió que un selecto grupo de periodistas de todo el mundo pudiera inspeccionar brevemente las instalaciones. A unos pocos reporteros y fotógrafos se los hizo pasar por las aberturas de los benzels, atravesar la cámara de aire y entrar en el dodecaedro. Sentados en los sillones que antes ocuparon los Cinco tripulantes, los comentaristas de televisión hablaron al mundo entero sobre el fracaso del valiente intento por activar la Máquina. Ellie y sus colegas fueron fotografiados desde cierta distancia para demostrar que estaban vivos y bien, pero no concedieron entrevistas. Las autoridades del Proyecto se hallaban en esos momentos en tareas de evaluación para considerar las futuras medidas a tomar. El túnel que unía Honshu con Hokkaido estaba de nuevo en uso, pero el que conectaba la Tierra con Vega se había clausurado. Ellie se preguntó si, cuando los Cinco abandonaran por fin las instalaciones, la gente del Proyecto no intentaría poner de nuevo en marcha los benzels, pero creía lo que le habían advertido: que la Máquina nunca volvería a funcionar, que jamás se permitiría de nuevo el acceso a los túneles por parte de los terrestres.

«Podríamos hacer todos los cálculos que quisiéramos sobre tiempo-espacio, pero de nada nos serviría si no había nadie en el otro extremo del túnel. Se nos dio un breve pantallazo», reflexionó, «y después nos abandonaron para que nos salváramos solos. Si podemos».

Por último, los Cinco fueron autorizados a conversar entre ellos. Ellie se despidió de cada uno y nadie le reprochó que se le hubiesen borrado las películas.

— Las imágenes de las cassettes — le recordó Vaygay — están grabadas en cintas magnéticas. Había un potente campo eléctrico en los benzels, y éstos, además, se movían. Un campo eléctrico con variación de tiempo configura un campo magnético.

Piensa en las ecuaciones de Maxwell. Creo que fue por eso que se te borraron las películas; la culpa no fue tuya.

El interrogatorio que debió soportar Vaygay lo dejó desconcertado. Si bien no lo acusaron en forma directa, dejaron deslizar la posibilidad de que formara parte de una conspiración antisoviética en la que también habrían intervenido algunos científicos occidentales.

— Para mí, Ellie, el único interrogante que queda sin responder es si existe, o no, vida inteligente en el Politburó.

— Y en la Casa Blanca. Me cuesta creer que la Presidenta haya consentido que Kitz se saliera con la suya puesto que ella había dado todo su apoyo al proyecto.

— Este planeta está gobernado por locos. No te olvides de todo lo que ha habido que hacer para estar donde estamos. Tienen unas miras tan estrechas… tan breves. Todos piensan en un plazo de pocos años, o décadas, en el mejor de los casos. Lo único que les interesa es el período durante el cual ejercen el poder.

«Pero no tienen la certeza de que nuestra historia sea falsa porque no pueden demostrarlo. Por consiguiente, debemos convencerlos. En el fondo de su corazón se preguntan: «¿Y si fuera cierto lo que nos cuentan?» Algunos desean incluso que sea verdad, aunque se trata de una verdad peligrosa. Querrían contar con una certeza absoluta, y quizá nosotros podamos dársela. Podemos pulir la teoría de la gravedad, realizar nuevas observaciones astronómicas para corroborar lo que se nos dijo, en especial lo vinculado con el Centro Galáctico y Cygnus A. No van a suspender la investigación astronómica. Además, si nos permitieran el acceso, podríamos estudiar el dodecaedro. Ellie, vamos a lograr que cambien de opinión.

«Muy difícil si son todos locos», pensó ella.

— No veo cómo van a hacer los gobiernos para convencer al pueblo de que todo fue un engaño.

— ¿En serio lo dices? Piensa en todas las otras cosas que nos han hecho creer. Nos convencieron de que la única manera de estar seguros es invertir nuestras riquezas para que todos los habitantes de la Tierra puedan resultar muertos en un instante… cuando los gobiernos decidan que ha llegado el momento. A simple vista, no me parecería fácil hacer creer a la gente semejante tontería. No, Ellie; tienen un gran poder de convicción. Bastará con que anuncien que la Máquina no funciona y que nos hemos vuelto un poco locos.

— Si pudiéramos exponer todos juntos nuestra versión tal vez no nos considerarían locos. Aunque quizá tengas razón y primero será menester encontrar alguna prueba.

Vaygay, ¿no vas a tener problemas cuando regreses a tu país?

— ¿Qué pueden hacerme? ¿Exiliarme en Gorky? No me moriría por eso; además, ya tuve mi día en la playa… No, no me pasará nada. Tú y yo tenemos un pacto mutuo de seguridad, Ellie. Mientras sigas con vida, a mí me necesitan, y lo mismo a la inversa, por supuesto. Si se confirma la veracidad de la historia, se alegrarán de que haya participado un soviético. Y al igual que tu gente, comenzarán a estudiar los usos militares y económicos de lo que vimos.

«No importa lo que nos ordenen hacer. Lo único que importa es que conservemos la vida. Después podremos contar nuestra versión — los cinco —, de una manera discreta, desde luego. Primero, sólo a los que nos merecen confianza, pero estas personas a su vez se lo contarán a otras, y el relato se difundirá, y no habrá forma de impedirlo. Tarde o temprano los gobiernos admitirán lo que nos sucedió en el dodecaedro, y hasta que llegue ese momento cada uno de nosotros será como una póliza de seguro para los demás.

Ellie, todo esto me hace muy feliz. Es lo más fascinante que me haya ocurrido amas.

— Dale un beso a Nina de mi parte — se despidió ella, antes de que su amigo partiera en el vuelo nocturno rumbo a Moscú.

Durante el desayuno le preguntó a Xi si se sentía desilusionado.

— ¿Desilusionado después de haber ido allí — alzó sus ojos hacia el cielo —, y de verlos? Yo soy un huérfano de la Larga Marcha. Sobreviví a la Revolución Cultural.

Durante seis años intenté cultivar patatas y remolachas a la sombra de la Gran Muralla.

Mi vida ha sido una sucesión de trastornos y por eso conozco el desencanto.

— Hemos asistido a un banquete y cuando regresamos a nuestra famélica aldea, ¿te parece que puedo sentirme desilusionado porque no me reciban con honores? De ninguna manera. Hemos perdido una escaramuza. Examina la… disposición de las fuerzas.

En breve plazo partiría hacia la China y había prometido no efectuar allí declaraciones públicas respecto de la experiencia en la Máquina. Sin embargo reanudaría la dirección de la excavación de Xian. La tumba de Tsin lo aguardaba.

— Perdóname por lo que voy a preguntarte, que quizá sea una impertinencia — dijo ella, al cabo de unos instantes —, pero de todos nosotros, tú fuiste el único que no se reunió con una persona… ¿No ha habido nadie a quien amaras en la vida?

Deseó haber encontrado una forma más feliz de formular el interrogante.

— Todos mis seres queridos me fueron arrebatados, se borraron. Yo vi llegar e irse a los emperadores del siglo XX y añoraba reunirme con alguien que no pudiese ser revisado ni rehabilitado. Son muy pocos los personajes históricos a los que no se puede hacer desaparecer.

Xi tenía la vista clavada en el mantel y jugueteaba con una cucharita.

— Dediqué mi vida entera a la revolución, y no lo lamento, pero no sé casi nada sobre mis padres, no los recuerdo. Tu madre vive aún. Te acuerdas de tu padre, y volviste a encontrarlo. No sabes lo afortunada que eres.

Percibió en Devi una pena que jamás le había notado, y supuso que sería una forma de reacción frente al escepticismo con que los gobiernos y los directivos del Proyecto habían tomado su historia. Sin embargo, Devi meneó la cabeza.

— Para mí no es demasiado importante que nos crean o no. Lo valioso fue la experiencia en sí. Ellie, eso sucedió, fue real. La primera noche posterior al regreso soñé que todo había sido una ilusión, pero no lo fue, en absoluto.

«Sí, estoy triste… ¿Sabes una cosa? Cuando estábamos allá arriba, se cumplió un viejo anhelo mío al volver a reunirme con Surindar al cabo de tantos años. Era una copia exacta de como le recordaba. Sin embargo cuando lo vi, cuando comprobé lo perfecta que era la reproducción me dije: Este amor significó tanto para mí porque me lo quitaron, porque tuve que renunciar a tantas cosas para casarme con él. Nada más. Surindar era un tonto. Si hubiéramos convivido diez años, seguro nos habríamos divorciado. Quizá a los cinco. Yo era en ese entonces muy joven e insensata.

— Lo siento muchísimo. Tengo cierta experiencia en eso de llorar por la pérdida del ser amado.

— Ellie, no me entiendes. Por primera vez en mi vida adulta no lloré por Surindar sino por la familia a la que renuncié por su culpa.

Sukhavati pasaría unos días en Bombay y luego iría a visitar su aldea de origen, en Tamil Nadu.

— Con el correr del tiempo comenzaremos a pensar que todo fue una ilusión. Cada mañana que nos despertemos el recuerdo será más lejano, más semejante a un sueño.

Hubiera sido mejor que los cinco permaneciéramos juntos para reforzar nuestros recuerdos. Ellos comprendieron este peligro y por eso nos llevaron a la orilla del mar, a un sitio parecido a nuestro planeta. Yo no he de permitir que nadie le reste importancia a nuestra experiencia. Recuerda, Ellie, que de veras sucedió. No fue un sueño. Ellie, no lo olvides nunca.

Teniendo en cuenta las circunstancias, Eda se hallaba muy tranquilo y Ellie pronto descubrió la razón. Mientras ella y Vaygay soportaban prolongados interrogatorios, él se había dedicado a realizar cálculos.

— Creo que los túneles son puentes de Einstein-Rosen — sostuvo —. La teoría de la relatividad admite una clase de soluciones, llamadas agujeros de gusanos — similares a los agujeros negros — pero sin ninguna conexión evolutiva, es decir, que no pueden ser producidos por el colapso gravitacional de una estrella. Pero una vez constituido el tipo más habitual de agujero de gusano, éste se expande y se contrae antes de que algo pueda atravesarlo; en consecuencia, pone en acción fuerzas desastrosas y también requiere — al menos para un observador que los estudie desde atrás — una infinita cantidad de tiempo para cruzarlos.

Como a Ellie no le pareció una explicación convincente, le pidió que se la aclarara. El problema central era mantener abierto el agujero de gusano. Eda había hallado una clase de solución para sus ecuaciones de campo que sugerían un nuevo campo macroscópico, una especie de tensión que podía emplearse para impedir que un agujero de gusano se contrajera en su totalidad. Dicho agujero no presentaría ninguno de los demás problemas de los agujeros negros; sus fuerzas gravitacionales serían de menor envergadura, tendría acceso por ambas vías, permitiría un tránsito rápido según las mediciones de un observador externo, y no habría en él un nefasto campo radiactivo interior.

— No sé si el túnel se mantendría firme ante pequeñas perturbaciones — continuó Eda —: de no ser así, sería menester implementar un complejo sistema de retroalimentación para corregir las inestabilidades. Tendría que confirmar todo esto, pero si realmente los túneles fuesen puentes de Einstein-Rosen, podríamos proporcionar alguna respuesta cuando nos acusen de haber sufrido alucinaciones.

Eda estaba ansioso por regresar a Lagos y Ellie notó que, del bolsillo de la chaqueta, le asomaba el billete verde de Aerolíneas Nigerianas. Él no estaba del todo seguro de poder indagar sobre los nuevos conceptos de la física que traía aparejados la experiencia; quizá no fuera capaz de llevar a cabo la tarea, máxime debido a lo que él mismo describió como su edad avanzada para la física teórica. — Tenía treinta y ocho años —. Lo que más ansiaba, confesó, era volver a reunirse con su mujer y sus hijos.

Ellie lo abrazó y le dijo que estaba orgullosa de haberlo conocido.

— ¿Por qué hablas en pasado? Seguro que volveremos a vernos. Además, quiero pedirte un favor. Recuerda todo lo sucedido, hasta el más mínimo detalle, anótalo y luego me lo envías. Nuestra experiencia constituye un conjunto de datos experimentales.

Cualquiera de nosotros puede haber captado algo que los demás no vieron, algo fundamental para comprender los hechos en profundidad. Les he pedido a los demás que también me envíen sus apuntes.

Agitó un brazo, tomó su cartera y subió al coche que lo aguardaba.

Como cada uno partía hacia su país, Ellie experimentó la sensación de que se dispersaba su propia familia. El viaje en la Máquina la había transformado a ella también.

¿Cómo podía ser de otra manera?

Se habían exorcizado varios demonios. Y justo cuando se sentía con más capacidad que nunca para amar, de pronto se encontraba sola.

La retiraron de las instalaciones en helicóptero. Durante el largo vuelo a Washington, durmió tan profundamente que tuvieron que sacudirla para despertarla cuando subieron a bordo unos funcionarios de la Casa Blanca, con motivo de un breve aterrizaje en una remota isla de Hickam Field, en Hawaii.

Habían llegado a un acuerdo. Ellie podría retornar a Argos — aunque ya no en calidad de directora — y abocarse a la investigación científica de su agrado. Si quería, podían incluso otorgarle inamovilidad perpetua en el cargo.

— No somos injustos — expresó finalmente Kitz al proponerle el compromiso —. Si usted consigue una prueba concreta, convincente, la respaldaremos cuando la dé a publicidad.

Vamos a decir que le hemos pedido no dar a luz su historia hasta no estar absolutamente seguros. Dentro de un límite razonable, apoyaremos cualquier investigación que desee emprender. Si publicamos ahora la historia, va a producirse una primera ola de entusiasmo, hasta que empiecen a arreciar las críticas, lo cual la pondría a usted y a nosotros, en una situación molesta. Por eso lo mejor es obtener la prueba, si puede. — Tal vez la Presidenta lo hubiera hecho cambiar de opinión, ya que era harto difícil que Kitz acogiera ese trato con beneplácito.

A cambio de eso, ella no debería contar a nadie lo sucedido a bordo de la Máquina. Los Cinco se sentaron en el dodecaedro, conversaron un rato y luego descendieron. Si dejaba escapar una sola palabra, saldría a relucir el informe psiquiátrico falso, la prensa tomaría conocimiento de él, y lamentablemente ella sería despedida.

Se preguntó si habrían intentado comprar el silencio de Peter Valerian, el de Vaygay o el de Abonneba. No consideraba posible — salvo que dieran muerte a los equipos de interrogadores de los cinco países y al Consorcio Mundial — que pretendieran mantener el secreto oculto toda la vida. Era una cuestión de tiempo. «Por eso», pensó, «lo que están comprando es tiempo».

Le llamaba la atención que la amenazaran con tan leves castigos, aunque cualquier transgresión al convenio — si alguna vez ocurría —, ya no sería durante el lapso en que Kitz estuviese en funciones. Al cabo de un año, el gobierno de Lasker abandonaría el poder, y Kitz se jubilaría, para irse luego a trabajar a un bufete jurídico de Washington.

Supuso que Kitz habría de intentar algo más puesto que no parecía preocuparle nada de lo que, según ella, había sucedido en el Centro Galáctico. Lo que lo angustiaba sobremanera — estaba segura — era la posibilidad de que el túnel siguiera abierto aunque ya no fuera hacia, sino desde, la Tierra. Pensó que pronto desmantelarían la planta de Hokkaido. Los técnicos regresarían a sus industrias y universidades. ¿Qué versión darían ellos? Quizá se expusiera luego el dodecaedro en la Tsukuba, la Ciudad de la Ciencia.

Después, cuando la atención del mundo se hubiera centrado en otros temas, tal vez se produciría una explosión en la planta de la Máquina… nuclear, si Kitz lograba inventar una justificación plausible. En tal caso, la contaminación radiactiva sería un excelente pretexto para clausurar la zona, con lo cual se conseguiría impedir por lo menos la presencia de observadores y quizás hasta desconectar el extremo del túnel. Cabía suponer que, por más que se pensara en una explosión subterránea, la sensibilidad de los japoneses respecto de las armas nucleares obligaría a Kitz a optar por los explosivos convencionales. Ellie dudaba de que con cualquier explosión, ya fuera nuclear o convencional, se pudiera desconectar a la Tierra del túnel. Sin embargo, también era posible que nada de eso se le hubiera cruzado a Kitz por la mente. Al fin y al cabo, también él debía de sentir la influencia del Maquiefecto. Seguramente tenía familia, amigos, una persona amada. Un hálito del nuevo espíritu debía de haberse adueñado de él.

Al día siguiente, la Presidenta la condecoró con la Medalla Nacional a la Libertad, en una ceremonia pública efectuada en la Casa Blanca. Unos leños ardían en un hogar, empotrado en la pared de mármol. La Presidenta había empeñado un enorme capital político — y también del otro, más común — en la concreción del Proyecto de la Máquina, y estaba decidida a salvar las apariencias frente al país y el mundo. Se afirmaba que las inversiones realizadas por los Estados Unidos habían producido grandes utilidades. Las nuevas industrias y tecnologías que florecían era una promesa de un sinnúmero de beneficios para los pueblos, tal como lo habían sido los inventos de Thomas Edison.

— Descubrimos que no estamos solos, que otros seres, más inteligentes que nosotros, habitan en el espacio, y nos han hecho cambiar — expresó la primera mandataria — el concepto de quiénes somos.

Hablando en nombre de sí misma — pero también, pensaba, de la mayoría de los norteamericanos —, consideraba que el descubrimiento afianzaba nuestra fe en Dios y en su voluntad, en ese momento conocida, de crear vida e inteligencia en muchos mundos, conclusión que seguramente sería compatible con todas las religiones. No obstante, el mayor provecho que trajo aparejado la Máquina, dijo, fue el nuevo espíritu que se advertía en la Tierra, un entendimiento mutuo cada vez más notable en la comunidad humana, la sensación de que somos todos pasajeros en un peligroso viaje a través del tiempo y el espacio, el objetivo de una unidad global de propósito que todo el planeta denominaba Maquiefecto.

La señora de Lasker presentó a Ellie al periodismo escrito y la televisión, habló de su perseverancia durante doce largos años, de su talento para captar y descifrar el Mensaje.

La doctora había hecho todo lo humanamente posible y por eso merecía el agradecimiento de los norteamericanos y de todos los pueblos del orbe. Ellie era una persona muy reservada, pero a pesar de su natural reticencia, aceptó la carga de explicar todo lo concerniente al Mensaje cuando hubo necesidad de hacerlo. Había puesto de manifiesto una paciencia para con el periodismo que ella, la Presidenta, le admiraba. La doctora deseaba en ese momento volver al anonimato para reanudar su labor científica.

Ya había habido anuncios oficiales, comunicados y entrevistas al secretario Kitz y al asesor Der Heer. Por todo ello, solicitaba al periodismo se respetaran los deseos de la doctora Arroway en el sentido de no conceder conferencias de prensa. Hubo, sí oportunidad de tomarle fotografías. Ellie partió a Washington sin poder determinar cuánto era lo que sabía la jefa del Estado.

La enviaron de regreso en un pequeño jet militar, y aceptaron hacer una escala en Janesville durante el trayecto. La madre tenía puesta su vieja bata acolchada, y alguien le había dado un toque de color en las mejillas. Ellie apoyó la cara sobre la almohada, junto a su madre. La mujer había recuperado en parte el habla, y el uso de su brazo derecho, lo suficiente como para darle a su hija unas palmaditas en la espalda.

— Mamá, tengo que contarte una cosa importantísima, pero te pido que mantengas la calma. No quisiera ponerte nerviosa. Mamá… estuve con papá; lo vi, y te mandó cariños.

— Sí. — La anciana asintió lentamente —. Vino ayer.

Ellie sabía que John Staughton había ido a visitarla el día anterior. Ese día, sin embargo, se disculpó de acompañar a Ellie aduciendo un exceso de trabajo, aunque quizá sólo lo hubiese hecho para que pudieran estar solas.

— No, no. Me refiero a papá.

— Dile… — La mujer articulaba con dificultad. — Dile… vestido de chiffon… pase por la tintorería… al salir… ferretería.

Su padre seguía siendo gerente de una ferretería en el universo de su madre. Y en el propio también.

El largo cerco de protección se prolongaba, ya sin necesidad, de uno a otro horizonte, interrumpiendo la amplía extensión del desierto. Ellie se sentía feliz de regresar, de poder iniciar un nuevo, aunque mucho más reducido, programa de investigación.

Habían designado a Jack Hibbert director interino de Argos, y ella no tendría el peso de las responsabilidades administrativas. Dado que quedaba mucho tiempo libre para el uso de los telescopios desde que se interrumpiera la señal de Vega, se advertía en el ambiente un renovado aire de progreso en ciertas disciplinas de la radioastronomía que habían quedado relegadas. Los colaboradores de Ellie no daban la menor muestra de aceptar la idea de Kitz en el sentido de que el Mensaje fuera una patraña. Ellie se preguntó qué explicaciones darían Der Heer y Valerian a sus colegas acerca del Mensaje y de la Máquina.

Tenía la certeza de que Kitz no había dejado trascender ni una palabra fuera del recinto de su oficina del Pentágono que pronto habría de abandonar.

Willie se había encargado de traerle el Thunderbird desde Wyoming, pero se había convencido que sólo podría conducirlo dentro del predio de la planta de por sí suficientemente espacioso para poder pasear por allí. Sin embargo, no habría más paisajes téjanos, no más guardias de honor de conejos, no más ascensos a la montaña para contemplar las estrellas. Eso era lo único que lamentaba de la reclusión, pero de todas maneras, los conejos no realizaban sus formaciones durante el invierno.

Al principio, nutridos contingentes de periodistas recorrieron la zona con la esperanza de poder hacerle alguna pregunta a gritos o fotografiarla con lentes telescópicos. No obstante, ella mantuvo obstinadamente su aislamiento. El recientemente incorporado personal de relaciones públicas era muy eficiente en su misión de desalentar los deseos de interrogarla. Al fin y al cabo, la Presidenta misma había solicitado que se respetara la intimidad de la doctora.

En el curso de las semanas y meses siguientes, el ejército de reporteros se redujo a una compañía y luego a un mero pelotón. Sólo permaneció un grupo de los más tenaces, en su mayoría integrantes del plantel de El Holograma Mundial y otros semanarios sensacionalistas, de las publicaciones milenaristas y un único corresponsal de una publicación llamada Ciencia y Dios. Nadie sabía a qué secta pertenecía y el periodista tampoco lo dio a conocer.

Los comentarios que se publicaban hablaban de doce años de esforzada labor, que culminó con el trascendental descifrado del Mensaje y la posterior fabricación de la Máquina. Lamentablemente, cuando las expectativas mundiales alcanzaban su punto más alto, el proyecto fracasó, y por eso era comprensible que la doctora Arroway se sintiese desilusionada, quizás incluso deprimida.

Muchos editorialistas comentaban sobre la conveniencia de esa pausa. El ritmo de los nuevos descubrimientos y la obvia falta de replanteamientos en el plano filosófico y religioso hacían necesario un período para la reflexión. Tal vez la Tierra no estuviera preparada aún para el contacto con civilizaciones extrañas. Algunos sociólogos y educadores sostenían que debían pasar varias generaciones antes de que se pudiera asimilar como corresponde la mera existencia de seres más inteligentes que el hombre.

Se trataba de un golpe mortal para la autoestima de los humanos, aseguraban. Al cabo de unas décadas estaríamos en mejores condiciones para comprender los principios básicos de la Máquina. Entonces nos daríamos cuenta del error cometido, de que, por apresuramiento y negligencia, habíamos impedido que funcionara la Máquina en ocasión del primer ensayo, efectuado en 1999.

Algunos analistas de temas religiosos aseguraban que el fracaso de la Máquina era un castigo por el pecado de orgullo, por la arrogancia del hombre. En un sermón televisivo propalado a todo el país, Billy Jo Rankin expresó que el Mensaje procedía de un infierno llamado Vega reiterando de ese modo su conocida opinión sobre el tema. El Mensaje y la Máquina, dijo, eran una Torre de Babel del último día. Siguiendo un impulso desatinado y trágico, el hombre había aspirado a alcanzar el trono de Dios. En la antigüedad había existido una ciudad donde imperaban la fornicación y la blasfemia, llamada Babilonia, que Dios había decidido destruir. En nuestra época, también había una ciudad del mismo nombre. Los que se entregaban a la palabra de Dios habían cumplido también allí la voluntad divina. El Mensaje y la Máquina representaban otro embate de la perversidad contra los hombres justos y rectos. También en eso habíamos podido contrarrestar los planes diabólicos; en Wyoming, mediante un accidente de inspiración divina, y en la Rusia hereje, a través de la divina providencia que logró frustrar los planes de los científicos comunistas.

Pese a esas claras advertencias de Dios, continuó Rankin, el ser humano había intentado por tercera vez construir la Máquina. Dios se lo permitió, pero luego, de una manera sutil, hizo que la Máquina fallara, desbarató los planes diabólicos y una vez más demostró su amor por los rebeldes y pecadores — y más aún, indignos — hijos de la Tierra. Era hora de reconocer nuestros pecados y, antes de la llegada del verdadero Milenio — que comenzaría el 1.° de enero del 2001 — volviéramos a encomendarnos a Dios.

Había que destruir las Máquinas, todas, y hasta el último de sus componentes. Era preciso extirpar de raíz, antes de que fuese demasiado tarde, la idea de que podíamos sentarnos a la diestra de Dios con sólo fabricar una máquina, en vez de mediante la purificación de nuestros corazones.

En su pequeño departamento, Ellie escuchó el sermón entero. Luego apagó el televisor y reanudó su trabajo de programación.

Las únicas llamadas de afuera que le permitían recibir eran las provenientes de Janesville (Wisconsin). Todas las demás debían pasar por censura, y por lo general se las rechazaba con amables disculpas. Ellie archivó, sin abrir, las cartas de Valerian, Der Heer y de Becky Ellenbogen, su antigua compañera de universidad. Palmer Joss le envió varias esquelas por correo expreso, y luego un mensajero. Sintió deseos de leer estas últimas, pero no cedió a la tentación. En cambio, le mandó a él una notita con un breve texto:

Estimado Palmer: Todavía no. Ellie, y la despachó sin remitente, razón por la cual nunca supo si había llegado a sus manos.

En un programa especial de televisión, filmado sin su consentimiento, se habló sobre su reclusión, más estricta aún que la de Neil Armstrong o incluso que la de Greta Garbo.

Ellie no lo tomó a mal sino que, por el contrario, reaccionó con una gran serenidad puesto que otros eran los temas que la mantenían ocupada. De hecho, trabajaba día y noche.

Dado que las restricciones para comunicarse con el mundo exterior no abarcaban la colaboración puramente científica, mediante la telerred asincrónica de canal abierto pudo organizar con Vaygay un programa de investigación de largo plazo. Entre los puntos a estudiarse se hallaban los alrededores de Sagitario A en el centro de la Galaxia, y la poderosa fuente extragaláctica emisora de radioondas, Cygnus A. Los telescopios de Argos se utilizaban como parte de una red de antenas de fase, enlazados con sus similares soviéticos de Samarkand. La red conjunta de antenas norteamericanosoviética funcionaba como si fuera un único radiotelescopio del tamaño de la Tierra. Al operar en una longitud de onda de unos pocos centímetros, podían captar radiaciones tan mínimas como las del sistema solar interno, aun si provinieran de enormes distancias, como por ejemplo, del centro mismo de la Galaxia. O tal vez de las dimensiones de la Estación.

Dedicaba gran parte de su tiempo a escribir, a modificar los programas existentes y a redactar, con la mayor precisión posible de detalles, los hechos salientes que acaecieron en los veinte minutos — hora de la Tierra — posteriores a la puesta en marcha de la Máquina. En la mitad de la tarea emprendida tomó conciencia de que su trabajo era samizdat, tecnología de máquina de escribir y papel carbónico, como el sistema que empleaban los rusos para hacer circular manuscritos clandestinos. Guardó entonces el original y dos copias en su caja fuerte, escondió una tercera copia debajo de un tablón flojo en el sector de electrónica del Telescopio 49, y quemó el carbónico. Al cabo de un mes y medio había concluido la reprogramación, y justo cuando sus pensamientos se dirigían a Palmer Joss, éste se presentó en la verja de entrada de Argos.

Había logrado el acceso mediante unas llamadas telefónicas por parte de un asesor presidencial de quien Joss era amigo, por supuesto desde hacía mucho tiempo. Aun en esa región sureña, donde todo el mundo adoptaba un aire informal en su indumentaria, Joss vestía su habitual camisa blanca, chaqueta y corbata. Ellie le regaló la hoja de palmera, le agradeció el colgante y — pese a la prohibición de Kitz de que relatara su fantasiosa experiencia — en seguida le contó todo.

Siguieron la costumbre de los científicos soviéticos quienes, cuando tenían que expresar alguna idea políticamente no ortodoxa, sentían la necesidad de salir a dar un paseo. De vez en cuando Joss se detenía y se inclinaba hacia Ellie y ella reaccionaba tomándolo del brazo para reanudar la marcha.

El la escuchó haciendo gala de una gran inteligencia y generosidad, máxime por tratarse de una persona con ideas religiosas que podían resultar erosionadas en su base por el relato… si él les daba el menor crédito. Contrariamente a lo que ocurrió en ocasión de su primer encuentro, esa vez Ellie pudo mostrarle las instalaciones de Argos. Ellie sentía un gran placer al compartir con él esos momentos.

Al parecer de casualidad encararon la angosta escalera exterior del Telescopio 49. El espectáculo de los ciento treinta radiotelescopios — la mayoría de ellos que giraban sobre sus propias vías de ferrocarril — no tenía igual sobre la Tierra. Ya en el sector de electrónica, Ellie levantó el tablón flojo y retiró un sobre grueso que llevaba escrito el nombre de Joss. Él se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, y a simple vista se advertía el bulto.

Ellie le explicó luego el sistema de observación de Sagitario A y Cygnus A, y el programa de computación por ella preparado.

— Lleva muchísimo tiempo calcular pi, y además tampoco estamos seguros de que lo que buscamos esté en pi. Ellos insinuaron que no lo está. Podría ser e o uno de los números irracionales que le mencionaron a Vaygay. También podría tratarse de un número totalmente distinto. Por eso una manera sencilla de encarar el problema — como por ejemplo, calcular los números irracionales hasta el infinito — sería una pérdida de tiempo. No obstante, aquí en Argos poseemos algoritmos de decodificación altamente sofisticados, diseñados para encontrar esquemas periódicos en una señal, para sacar a luz todo dato que no parezca fortuito. Por eso volví a confeccionar los programas…

A juzgar por la expresión del rostro masculino, Ellie temió no haberse explicado con claridad.

— …pero no para calcular las cifras de un número como pi imprimirlas y presentarlas para su estudio. No hay tiempo para eso. En cambio, el programa recorre todos los dígitos de pi, y se detiene sólo cuando aparece alguna secuencia anómala de ceros y unos. ¿Me entiende? Algo que no parezca ser accidental. Saldrán algunos ceros y unos, desde luego. El diez por ciento de las cifras serán ceros, y otro diez por ciento serán unos; hablo de un término medio. Cuantas más cifras agreguemos, más secuencias de ceros y unos deberíamos obtener por azar. El programa sabe qué es lo que se espera en términos estadísticos, y sólo presta atención a las secuencias largas, e inesperadas, de ceros y unos. Y no sólo investiga en base diez.

— No comprendo. Si se toman suficientes números aleatorios, ¿no van a encontrar cualquier esquema periódico que deseen simplemente por casualidad?

— Sí, claro, pero puede calcularse la probabilidad. Si hallamos un mensaje muy complejo al comienzo del estudio, sabemos que no puede ser por azar. Por eso las computadoras analizan este problema durante las primeras horas de la mañana. Allí no entra ningún dato del mundo exterior y hasta ahora no ha salido dato alguno del mundo interior. Lo único que hace es recorrer las cifras de pi, ver pasar los dígitos. No da aviso a menos que encuentre algo.

— Yo no soy experto en matemáticas. ¿Podría darme algún ejemplo?

— Cómo no. — Buscó infructuosamente un papel en los bolsillos de su mono. Se le ocurrió entonces pedirle el sobre que acababa de entregarle para escribir en él, pero le pareció muy arriesgado hacerlo tan abiertamente. Joss se dio cuenta de lo que pasaba y en el acto sacó una libretita de espiral —. Gracias. Pi comienza con 3,1415926… Usted verá que las cifras varían en forma muy aleatoria. El uno aparece dos veces en las cuatro primeras cifras, pero después de cierto tiempo se puede establecer un promedio. Cada cifra — O, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9 — aparece casi exactamente el diez por ciento de las veces una vez que se han acumulado suficientes dígitos. Ocasionalmente saldrán varias cifras iguales y consecutivas. Por ejemplo, 4444, pero no más de lo que cabría esperar en términos estadísticos. Supongamos que hacemos correr alegremente todas estas cifras y de pronto nos topamos sólo con cuatros, cientos de cuatros en hilera. Esa particularidad no puede acarrear, en sí, información alguna, pero tampoco puede ser una casualidad estadística. Se podrían calcular las cifras de pi por toda la edad del universo, y si los dígitos son aleatorios, jamás encontraríamos una serie de cien cuatros consecutivos.

— Esto me recuerda la búsqueda que hicieron ustedes del Mensaje con los radiotelescopios.

— Sí, lo que pretendíamos hallar era una señal que se distinguiera del ruido, que no pudiese ser una casualidad de la estadística.

— Sin embargo, no tienen por qué ser cien cuatros, ¿verdad? ¿Podría ser algo que nos hable?

— En efecto. Supóngase que, al cabo de un tiempo, obtengamos una larga secuencia sólo de ceros y unos. En tal caso, y como lo hicimos con el Mensaje, podríamos transformarlo en un dibujo, si lo hay. Es decir, puede ser cualquier cosa.

— ¿Dice usted que podrían decodificar una figura oculta en pi y que resultara ser una maraña de letras hebreas?

— Por supuesto. Letras grandes y negras, grabadas en piedra. La miró con aire extraño.

— Perdóneme, Eleanor, pero ¿no le parece que está obrando de una forma quizá demasiado indirecta? Usted no pertenece a una orden de monjas budistas. ¿Por qué no da a conocer su historia?

— Palmer, si tuviera pruebas concretas, las daría a luz, pero como no las tengo, la gente como Kitz va a acusarme de mentirosa o de loca. Por eso le entregué a usted el manuscrito que guarda en su bolsillo. Quiero que lo haga registrar ante notario, que se selle y lo guarde en una caja de seguridad. Si llega a pasarme algo, puede publicarlo. Le autorizo para que haga lo que quiera con él.

— ¿Y si no le pasa nada?

— ¿Si no me sucede nada? Cuando encontremos lo que estamos buscando, ese manuscrito corroborará mi teoría. Si hallamos pruebas de que existe un doble agujero negro en el Centro Galáctico, o una inmensa construcción artificial en Cygnus A, o un mensaje oculto en pi, esto — le dio una palmadita en el pecho — me servirá de demostración. Entonces haré oír mi voz. Entretanto… no lo pierda.

— Sigo sin entender — confesó Joss —. Sabemos que el universo se rige por un orden matemático, la ley de la gravedad y todo eso. ¿Qué diferencia tiene esto? ¿De qué nos serviría saber que existe un orden en las cifras de pi?

— ¿No se da cuenta? Esto sería distinto. No se trata sólo de comenzar el universo con algunas leyes matemáticas precisas que determinan la física y la química. Esto es un mensaje. Quienquiera que haya creado el universo, ocultó mensajes en números irracionales para que se descifren quince mil millones de años después, cuando por fin haya evolucionado la vida inteligente. La otra vez que nos reunimos critiqué a Rankin y usted por no comprenderlo. ¿Recuerda que les pregunté que, si Dios quisiera hacernos conocer su existencia, por qué entonces no nos enviaba un mensaje concreto?

— Me acuerdo muy bien. Usted piensa que Dios es un matemático.

— Algo por el estilo. Si lo que nos cuentan es verdad; si esto no es una quimera; si hay un mensaje escondido en pi y no uno de los otros infinitos números irracionales.

— Usted pretende hallar la revelación divina en la aritmética, pero yo conozco un método mejor.

— Palmer, ésta es la única manera, el único modo de convencer a un escéptico.

Imagínese que encontramos algo, y no tiene por qué ser algo tremendamente complicado; por ejemplo un período de cifras dentro de pi. No necesitamos más que eso. Los matemáticos del mundo entero podrían encontrar el mismo esquema, o mensaje, o lo que fuere. Entonces no habría divisiones sectarias. Todos comenzarían a leer las mismas Escrituras. Nadie podría afirmar que el milagro fundamental de una religión fue un sortilegio mágico, o que con posterioridad los estudiosos falsearon la historia, o que sólo se trata de una ilusión o de un padre sustituto para cuando alcanzamos la madurez.

Todos podrían ser creyentes.

— Usted no sabe con certeza si va a hallar algo. Puede quedarse recluida aquí y seguir trabajando eternamente con sus computadoras. O bien, tiene la posibilidad de salir al mundo y plantear su teoría. Tarde o temprano tendrá que optar.

— Espero no tener que llegar a tomar esa decisión, Palmer. Primero quiero la prueba física; después vendrá el anuncio público. De lo contrario… ¿Acaso no ve lo vulnerable que sería nuestra posición?

Joss meneó la cabeza en forma casi imperceptible. Una breve sonrisa se insinuaba en la comisura de sus labios.

— ¿Por qué tiene tanto interés en que dé a conocer mi historia?

Tal vez él lo tomó como una pregunta retórica porque no le respondió.

— ¿No cree que se han invertido extrañamente nuestros papeles? Ahora soy yo la poseedora de una profunda experiencia religiosa que no puedo demostrar, y usted el escéptico empedernido que procura — con mucho más éxito del que jamás tuve yo — ser condescendiente con los crédulos.

— No, no, Eleanor. Yo no soy un escéptico, sino un creyente.

— ¿Sí? La historia que yo puedo contar no trata exactamente sobre el castigo y la recompensa. No menciono a Jesús en lo más mínimo. Una parte de mi mensaje es que el hombre no ocupa un lugar central en el propósito del Cosmos. La aventura que viví nos vuelve a todos muy pequeños.

— Sí, pero también engrandece a Dios.

Ella le lanzó una breve mirada antes de proseguir.

— Usted sabe que la Tierra gira alrededor del Sol; sin embargo, los poderes de este mundo — poderes religiosos, seculares — en una época sostenían que la Tierra no se movía. Ellos se dedicaban nada más que a ser poderosos, o al menos creían serlo, y la verdad los hacía sentir muy pequeños. Como la verdad los atemorizaba y socavaba su poder, decidieron suprimirla: les resultaba peligrosa. ¿Usted está seguro de lo que implica creer en mis palabras?

— Yo he estado siempre en la búsqueda, Eleanor, y después de tantos años, créame que sé distinguir la verdad cuando la veo. Cualquier fe que admite la verdad, que se esfuerce por conocer a Dios, debe ser lo suficientemente valerosa como para dar cabida al universo, y me refiero al verdadero universo. Todos esos años luz… todos esos mundos… Cuando pienso en la magnitud de su universo, en las oportunidades que le da al Creador, me lleno de asombro. Nunca me gustó la idea de que la Tierra fuera, para Dios, como una banqueta para apoyar los pies. Esa versión es demasiado tranquilizadora, como un cuento infantil… como un sedante. Sin embargo, el universo suyo tiene espacio suficiente, y tiempo suficiente, para la clase de Dios en que yo creo.

«Estoy convencido de que usted no necesita más pruebas, que le basta con las que ya tiene. Las teorías sobre Cygnus A y todo lo demás son para los científicos. Usted supone que le costaría mucho persuadir al hombre común de que no miente, pero yo opino que le sería muy fácil. Usted piensa que su historia es demasiado extraña y peculiar; sin embargo, yo ya la he escuchado antes, la conozco perfectamente. Y apuesto que usted también.

Cerró los ojos y, al cabo de un instante, recitó:

— «Él soñó y contempló una escalera apoyada sobre la tierra, cuyo extremo llegaba al cielo: y contempló a los ángeles de Dios subiendo y bajando por ella… Seguramente el Señor se encuentra en este lugar, pero sabía que no era así… Ésta no es otra que la Casa de Dios, y ésta es la puerta el cielo.»

Se había dejado transportar, como si se hallara predicando desde el pulpito de una catedral. Abrió luego los ojos y esbozó una sonrisita como si con ella quisiera pedirle disculpas. Siguieron caminando por una ancha avenida flanqueada a ambos lados por inmensos telescopios. Al rato, Joss retomó la palabra.

— Su historia ya fue profetizada, ya ha sucedido. En algún rinconcito de su ser, quizá ya lo sabía. Los detalles que me presenta no figuran en el Génesis, desde luego. El relato del Génesis era el adecuado para los tiempos de Jacob, tal como el suyo lo es para nuestra era. La gente le va a creer, Eleanor. Millones de personas del mundo entero le creerán, se lo aseguro.

Ella sacudió la cabeza y continuaron el paseo en silencio. Luego él prosiguió.

— Está bien; la comprendo. Tórnese el tiempo que desee. Pero, si hay algún modo de apresurarlo, hágalo… por mí. Falta menos de un año para el Milenio.

— Yo también lo entiendo. Espéreme unos meses más. Si para ese entonces no hemos hallado nada dentro de pi, voy a considerar la idea de dar a conocer la experiencia que vivimos allá arriba. Antes del 1.° de enero. Quizás Eda y los demás también estén dispuestos a hacer oír su voz. ¿De acuerdo?

Regresaron callados al edificio administrativo de Argos. Los aspersores regaban el magro césped y ellos debieron sortear un charquito que, en esa tierra tan reseca, parecía fuera de lugar.

— ¿Nunca se casó?

— No, nunca. Tal vez haya estado demasiado ocupada.

— ¿Tampoco se enamoró?

— A medias, varias veces. Pero — miró en dirección al telescopio más próximo —, siempre había tanto ruido que me costaba detectar la señal. ¿Y usted?

— Jamás. — Se produjo una pausa, tras la cual añadió con un atisbo de sonrisa —. Pero tengo fe.

Ellie decidió no pedirle explicaciones sobre esa ambigüedad y juntos subieron la escalinata para ir a ver la computadora principal.

Загрузка...