Capítulo tres — Ruido Blanco

Las melodías que pueden escucharse son dulces, pero aquellas que no pueden escucharse lo son más.

JOHN KEATS Oda a una Urna Griega



Las mentiras más crueles a menudo se dicen en silencio.

ROBERT LOUIS STEVENSON Virginibus Puerísque (1881)



Durante los años los impulsos habían viajado por la oscuridad, entre las estrellas. De vez en cuando interceptaban alguna nube irregular de gas y polvo, y una pequeña parte de la energía se absorbía o se dispersaba. La energía restante seguía en su rumbo original. Adelante se divisaba un tenue resplandor amarillento, y éste lentamente adquiría más brillo en medio de otras luces que no variaban. Aunque para el ojo humano seguía siendo un punto, era, por lejos, el objeto más luminoso del negro firmamento. Los impulsos se habían topado con una multitud de gigantescas bolas de nieve.

Una delgada mujer de más de treinta años entró en el edificio de oficinas de Argos. Sus ojos, grandes y separados, suavizaban el contorno angular de su rostro. Llevaba el largo pelo negro sujeto con una hebilla de carey. Con su informal vestimenta de camiseta tejida y una falda color beige, cruzó el pasillo de la planta baja y abrió una puerta con la inscripción «E. Arroway. Directora». Cuando retiró el pulgar de la cerradura de contacto dactilar, cualquier observador le habría notado en la mano derecha un anillo con una extraña piedra roja rudimentariamente engarzada. La mujer encendió la lámpara del escritorio, abrió un cajón y sacó un par de auriculares. En la pared del fondo, se leía una cita de las Parábolas de Franz Kafka:

Las sirenas poseen un arma más letal aún que su canto: su silencio…

Es posible que alguien haya podido escapar de su canto pero de su silencio, jamás.

Apagó la luz y se encaminó a la puerta.

En la sala de control verificó que todo estuviera en orden. Por la ventana alcanzaba a ver varios de los ciento treinta y un radiotelescopios que se extendían por decenas de kilómetros a lo largo del desierto de Nuevo México como una especie extraña de flores mecánicas que se elevaban hacia el cielo. Eran las primeras horas de la tarde, y la noche anterior se había quedado despierta hasta tarde. La radioastronomía puede realizarse durante el día ya que el aire no dispersa las ondas del Sol. Para un radiotelescopio orientado hacia cualquier punto, salvo muy cerca del Sol, el cielo es de una negrura total.

Excepto las fuentes de emisión radioeléctrica.

Más allá de la atmósfera de la Tierra, del otro lado del cielo, existe un universo cargado de emisiones radioeléctricas. Estudiando las ondas de radio se puede adquirir conocimiento sobre los planetas, las estrellas y galaxias, sobre la composición de las grandes nubes de moléculas orgánicas que flotan entre las estrellas, sobre el origen, la evolución y la suerte del universo. Pero todas esas emisiones radioeléctricas son naturales, es decir, causadas por procesos físicos, por electrones que se mueven en círculos en el campo magnético galáctico, por moléculas interestelares que chocan unas con otras, o por los remotos ecos del Big Bang, la gran explosión primigenia de los rayos gamma en el origen del universo hasta las dóciles ondas de radio que llenan todo el espacio en nuestra época.

En las pocas décadas transcurridas desde que el hombre comenzó a dedicarse a la radioastronomía, jamás se recibió una señal desde las profundidades del espacio, algo fabricado, artificial, tramado por una mente extraña. Sí hubo falsas alarmas. Al principio se pensó que las variaciones regulares de tiempo de las emisiones radioeléctricas de los cuasar, pero sobre todo de los pulsar, podían ser una señal de anuncio proveniente de alguien, o tal vez una baliza de radionavegación para exóticas naves que surcaban el espacio interestelar. No obstante, resultaron ser otra cosa, tan exótica, quizá, como una posible señal emitida por habitantes del cielo nocturno. Los cuasar parecían ser estupendas fuentes de energía, vinculadas a lo mejor con enormes agujeros negros en el centro de las galaxias. Los pulsar son núcleos atómicos del tamaño de una ciudad, que giran a gran velocidad. Ha habido otros mensajes ricos y misteriosos que resultaron ser inteligentes, aunque no muy extraterrestres. Los cielos están ahora salpicados de radares militares secretos y satélites de comunicación radial a cargo de radioastrónomos civiles. A veces, éstos eran verdaderos delincuentes que hacían caso omiso de los convenios internacionales sobre telecomunicaciones. A nadie se podía recurrir para imponerles sanciones. De vez en cuando, todos los países negaban tener responsabilidad. Pero nunca hubo una señal extraña nítida, definida.

Y sin embargo, el origen de la vida parecía en ese momento tan sencillo — había tantos sistemas planetarios, tantos miles de millones de años para la evolución biológica — que era fácil suponer que la Galaxia rebosaba de vida e inteligencia. Argos era el proyecto de mayor envergadura del mundo dedicado a la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre. Las ondas de radio se desplazaban a la velocidad de la luz, al parecer la velocidad más alta posible. Eran fáciles de generar y de detectar. Hasta una civilización tecnológicamente atrasada, como la Tierra, pudo descubrir la radio en el comienzo de su exploración del mundo físico. Incluso con la rudimentaria tecnología de radio existente — sólo habían transcurrido unas pocas décadas desde la invención del radiotelescopio — era casi posible comunicarse con una civilización idéntica que habitara el centro de la Galaxia.

Sin embargo, había tantos lugares del cielo por examinar, y tantas frecuencias en las cuales una civilización extraña podía estar emitiendo, que era menester contar con un paciente y sistemático programa de observación. Argos venía funcionando desde hacía más de cuatro años, lapso en el que hubo deslices, interferencias, señales vagas y falsas alarmas. Pero ningún mensaje.

— Buenas tardes, doctora.

El solitario ingeniero le sonrió amablemente, y Ellie le devolvió el saludo. Los ciento treinta y un telescopios del proyecto Argos eran controlados por computadoras. El sistema escrutaba lentamente el cielo por sus propios medios, verificando que no hubiese fallas mecánicas o electrónicas, y al mismo tiempo comparaba los datos que recogían los telescopios. Ellie echó un vistazo al analizador de mil millones de canales, un banco de electrónica que cubría una pared entera, y el indicador de imagen del espectrómetro.

En realidad, los astrónomos y técnicos no tenían mucho que hacer puesto que, a través de los años, eran los telescopios los que escudriñaban el cielo. Si detectaban algo de interés, automáticamente sonaba una alarma para alertar a los científicos y despertarlos de su sueño por la noche, si fuese necesario. Luego Arroway era la encargada de determinar si se trataba de una falla del instrumental o de algún objeto espacial soviético o norteamericano. Junto con los ingenieros, buscaba el modo de incrementar la sensibilidad del equipo para averiguar si había un esquema, algún tipo de regularidad en la emisión. A algunos radiotelescopios les delegaría la misión de examinar ciertos objetos astronómicos exóticos que hubieran sido captados por otros observatorios en los últimos tiempos. Ellie ayudaba también a los miembros del personal y a los visitantes que traían proyectos no vinculados con SETI. Viajaba a Washington con el fin de mantener vivo el interés del organismo que los financiaba, la Fundación Nacional para la Ciencia.

Pronunciaba conferencias públicas acerca del proyecto Argos — en el Rotary Club de Socorro o en la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque — y de vez en cuando recibía a algún periodista emprendedor que llegaba, en ocasiones sin anunciarse, al remoto Nuevo México.

Hacía lo imposible por evitar que el tedio se apoderara de ella. Sus compañeros de trabajo eran simpáticos, pero, aun dejando de lado lo incorrecto de mantener una relación personal con un subordinado, no se sentía tentada por las amistades íntimas. Había tenido algunos vínculos breves e intrascendentes con hombres de la región que nada tenían que ver con el proyecto Argos. También en ese aspecto de su vida la dominaba una suerte de indiferencia o lasitud.

Se sentó frente a una de las consolas y se calzó los auriculares. Sabía que era muy presuntuoso de su parte suponer que, escuchando uno o dos canales, podría llegar a detectar un esquema cuando no lo había logrado el complejo sistema de computadoras que examinaban miles de millones de canales. La idea, sin embargo, constituía al menos una modesta ilusión de sentirse útil. Se apoyó contra el respaldo con los ojos entrecerrados y una expresión casi soñadora en el rostro. «Es muy bonita», se permitió pensar el técnico.

Como de costumbre, oyó una especie de electricidad estática, el eco de un ruido aleatorio. En una ocasión, cuando escudriñaba un sector del cielo que incluía la estrella AC + 79 3888 en Casiopea, le pareció oír una especie de canto a ratos nítido, que luego desaparecía gradualmente. Se trataba de la estrella hacia la cual viajaría la nave espacial Voyager I, en ese momento en las inmediaciones de la órbita de Neptuno. La nave llevaba un disco de oro en el que se habían grabado saludos, imágenes y canciones de la Tierra.

¿Sería posible que ellos nos enviaran su música a la velocidad de la luz, mientras nosotros les mandábamos la nuestra a una diezmilésima de velocidad? En otras ocasiones, como en ese momento, en que la electricidad estática producía sonidos sin esquema alguno, recordaba las famosas palabras de Shannon sobre la teoría de la información en el sentido de que el mensaje mejor codificado era apenas un ruido ininteligible a menos que uno tuviera de antemano la clave de cifrado. Rápidamente oprimió varias teclas del panel y escuchó dos de las frecuencias de banda estrecha, una por cada auricular. Nada. Escuchó los dos planos de polarización de las ondas de radio, y luego el contraste entre la polarización lineal y la circular. Había miles de millones de canales para elegir. Uno podía pasarse la vida entera tratando de superar a la computadora, escuchando con oídos y cerebro patéticamente humanos, en busca de un esquema.

Sabía que el hombre es hábil para descubrir esquemas sutiles que están presentes, pero también para imaginarlos cuando en realidad no existen. Cierta secuencia de los pulsos, cierta configuración de la electricidad estática a veces daba la sensación de ser un ritmo sincopado o una breve melodía. Se conectó con un par de radiotelescopios que estaban recibiendo una fuente de emisión radioeléctrica galáctica ya conocida. Oyó entonces una perturbación silbante originada en la dispersión de ondas de radio producida por los electrodos del gas interestelar existente entre la fuente de emisión y la Tierra. Cuanto más pronunciado fuese el silbido, más electrones había en el camino y más lejos se hallaba de la Tierra la fuente emisora de ondas. Tantas veces había realizado esta operación que podía con sólo escuchar una vez la perturbación silbante, determinar con exactitud la distancia. Ésa en particular estaba a mil años luz de distancia, mucho más allá de las estrellas cercanas, pero aún dentro de la Galaxia de la Vía Láctea.

Ellie retomó el modo habitual de estudiar el firmamento que se empleaba en Argos, y tampoco advirtió esquema alguno. Se sentía como el músico que oye el tronar de una tormenta distante. Los ocasionales y pequeños trozos de esquema la perseguían, introduciéndose en su memoria con tal insistencia que a veces tenía necesidad de volver a pasar alguna cinta en particular para verificar si no había algo que su mente había captado y que las computadoras hubiesen pasado por alto.

Durante toda la vida los sueños habían sido sus amigos. Sus sueños eran increíblemente pormenorizados, bien estructurados, coloridos. Veía, por ejemplo, la cara de su padre desde corta distancia, o el interior de una radio vieja hasta en su más mínimo detalle. Siempre pudo rememorar sus sueños, salvo en las épocas de mayor tensión, como los días previos a su examen oral para obtener el doctorado o cuando decidió separarse de Jesse. Sin embargo en ese momento le resultaba difícil recordar las imágenes de los sueños y lo más desconcertante era que había comenzado a soñar sonidos, como suele sucederles a los ciegos de nacimiento. En las primeras horas de la mañana su mente inconsciente generaba algún tema o melodía que nunca antes había oído. Se despertaba, encendía la lamparilla, tomaba el lápiz que había dejado sobre la mesita de noche con ese fin, dibujaba un pentagrama y transcribía la música en papel. A veces, luego de un largo día de trabajo, la pasaba en su grabador y se preguntaba si la habrían oído en Serpentario o Capricornio. No tenía más remedio que reconocer que la obsesionaban los electrones, los huecos móviles que habitan en receptores y amplificadores, y los campos magnéticos del tenue gas que existe entre las lejanas estrellas titilantes.

Se trataba de una única nota repetida, aguda, y demoró un instante en reconocerla.

Luego tuvo la certeza de que hacía treinta y cinco años que no la oía. Era la polea de metal de la cuerda del tendedero que se quejaba cada vez que su madre daba un tirón cuando colgaba ropa recién lavada para secarse al sol. De niña, le encantaba ver el ejército de broches que avanzaba, y cuando nadie la observaba hundía el rostro entre las sábanas ya secas. El olor, dulce y penetrante a la vez, la fascinaba. Recordaba cómo se reía y se alejaba de las sábanas cuando en ese momento mamá, con un solo movimiento, la alzaba — hasta el cielo, le parecía — y la llevaba sobre un brazo, como si fuera un bultito de ropa que luego habría de guardar prolijamente en los cajones del dormitorio de sus padres.

— Doctora Arroway, Doctora Arroway —. El técnico notó el aletear de sus párpados y su respiración poco profunda. Ellie pestañeó, se quitó los auriculares y le sonrió como pidiéndole disculpas. En ocasiones sus colegas debían hablarle en voz muy alta si pretendían que los oyera por encima del ruido cósmico amplificado. Ella también les respondía a gritos puesto que odiaba tener que quitarse los audífonos para conversaciones breves. Cuando estaba preocupada, una charla cualquiera, en tono amable, podía parecerle al observador inexperto una áspera discusión originada en el silencio del observatorio. Esa vez, en cambio, sólo dijo:

— Lo siento. Me dejé transportar.

— Habla el doctor Drumlin por teléfono. Está en la oficina de Jack y dice que tiene una cita con usted.

— Dios Santo, me había olvidado.

Con el correr de los años, Drumlin seguía siendo el notable profesional de siempre, pero en ese momento exhibía ciertas particularidades que Ellie no le había notado en el breve período que trabajó con él. Por ejemplo, tenía la desconcertante costumbre de controlar, cuando creía que nadie lo miraba, si no se le había bajado el cierre de la bragueta. Cada vez estaba más convencido de que no existían los extraterrestres, o por lo menos que estaban demasiado lejos para que se pudiera descubrirlos. Había llegado a Argos para dirigir el coloquio científico semanal. Sin embargo, Ellie se enteró de que también lo traía otra razón. Drumlin había escrito a la Fundación Nacional para la Ciencia solicitando que Argos diera por terminada la búsqueda de inteligencia extraterrestre y se dedicara a la radioastronomía más convencional. Sacó la carta del bolsillo y se la entregó para que ella la leyera.

— Pero si hace apenas cuatro años y medio que comenzamos esto. Hemos estudiado menos de la tercera parte del cielo boreal. Esta es la primera investigación que puede cubrir la totalidad del ruido mínimo radioeléctrico en pasos de bandas óptimos. ¿Por qué habríamos de suspenderla?

— Ellie, esto no tiene fin. Al cabo de una década no va a encontrar signos de nada.

Seguramente va a pedir que se construya otro observatorio como el de Argos en Australia o la Argentina, a un costo de cientos de millones de dólares, para examinar el cielo austral. Y si no lo consigue, propondrá algún paraboloide de alimentación libre en la órbita terrestre para obtener ondas milimétricas. Siempre se le ocurrirá algún tipo de observación que aún no se ha inventado o inventará alguna razón para explicar por qué los extraterrestres tienen tendencia a realizar emisiones en sitios donde no hemos explorado.

— Oh, Dave, esto lo hemos conversado miles de veces. Si fracasamos, habremos aprendido algo sobre lo rara que es la vida inteligente, o al menos la vida inteligente que piense como nosotros y desee comunicarse con una civilización atrasada como la nuestra. Y si tenemos éxito, habremos logrado el mayor descubrimiento de que se tenga noticia.

— Hay proyectos excelentes a los que no se les asigna tiempo de uso de los telescopios. Trabajos sobre la evolución de los cuasar, los pulsar binarios, incluso sobre esas insólitas proteínas interestelares. Todos esos proyectos están en lista de espera debido a que este observatorio — de lejos el mejor equipado del mundo — se utiliza exclusivamente para SETI.

— Sólo el setenta y cinco por ciento, Dave. El resto es radioastronomía de rutina.

— No la llame de rutina. Tenemos la oportunidad de remontarnos a la época en que se formaron las galaxias, o quizás incluso antes. Podemos estudiar el núcleo de las gigantescas nubes moleculares y los agujeros negros que hay en el centro de las galaxias. Se está por producir una revolución en la astronomía, y usted obstaculiza el camino.

— Dave, trate de no personalizar. Jamás se habría construido Argos si SETI no hubiese contado con el apoyo popular. La idea de Argos no es mía. Usted sabe que a mí me nombraron directora cuando aún se estaban erigiendo los últimos cuarenta reflectores parabólicos. Detrás de esto está la Fundación Nacional para la Ciencia…

— No tanto. Esto no es más que una forma de alentar a los locos de los OVNI y a los adolescentes débiles mentales.

A esta altura, Drumlin casi gritaba, y Ellie se sintió tentada de no prestarle más atención. Dada la naturaleza de su trabajo, constantemente se encontraba en situaciones en las que ella era la única mujer presente, salvo las secretarias o las mujeres que servían el café. Pese a los enormes esfuerzos por su parte, todavía había científicos hombres que sólo hablaban entre ellos, que tenían por costumbre interrumpirla y, en cuanto podían, hacían caso omiso de lo que ella pudiera decir. De vez en cuando había alguno como Drumlin, que demostraba una positiva antipatía, pero al menos le daba el mismo trato que a muchos de sus colegas varones. Drumlin se enfurecía de la misma manera con los científicos de ambos sexos. Apenas unos pocos de sus colegas hombres no exhibían cambios de personalidad en presencia de ella. Sería conveniente que alternara más con ellos, pensó Ellie. Gente como Kenneth der Heer, por ejemplo, el biólogo molecular del Instituto Salk, que acababa de ser nombrado asesor presidencial sobre temas científicos. Y Peter Valerian, desde luego.

Sabía que eran muchos los astrónomos que compartían el fastidio de Drumlin ante Argos. Durante las largas horas de vigilia se producían acalorados debates respecto de las intenciones de los supuestos extraterrestres. Era imposible adivinar en qué medida serían diferentes del ser humano. Ya bastante difícil era adivinar las intenciones de los legisladores electos, de Washington. ¿Qué designios tendrían esos seres fundamentalmente distintos, que habitaban mundos físicamente diferentes, a cientos de miles de años luz? Algunos creían que la señal no podría transmitirse en el espectro radioeléctrico, sino en el infrarrojo, en el visible o quizás entre los rayos gamma. O tal vez los extraterrestres estuvieran enviando potentes señales con una tecnología que el ser humano sólo llegaría a desarrollar dentro de mil años.

Los astrónomos de otros institutos estaban realizando extraordinarios descubrimientos entre las estrellas y galaxias dedicándose a aquellos objetos que, mediante cualquier mecanismo, generaban intensas radioondas. Otros radioastrónomos publicaban trabajos científicos, asistían a congresos, experimentaban una gratificante sensación de progreso.

Los astrónomos de Argos no tenían por costumbre publicar nada y, por lo general, nadie reparaba en ellos cuando se invitaba a presentar monografías en la reunión anual de la Sociedad Astronómica Norteamericana o el simposio trienial y sesiones plenarias de la Unión Astronómica Internacional. Por consiguiente, luego de consultarlo con la Fundación Nacional para la Ciencia, los directivos de Argos reservaron el veinticinco por ciento del tiempo de observación para proyectos no vinculados con la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Se habían producido algunos descubrimientos de importancia, por ejemplo, respecto a los objetos extragalácticos que, paradójicamente, parecían moverse a mayor velocidad que la luz; también, sobre Tritón, el gran satélite de Neptuno, y sobre la materia oscura de las galaxias más próximas donde no se podían ver estrellas. Comenzaron entonces a sentir que se les levantaba la moral puesto que estaban realizando una contribución en el plano de los descubrimientos astronómicos. Cierto era que les habían prolongado el tiempo para la investigación del cielo, pero en ese momento podían desempeñar su carrera profesional con la tranquilidad de contar con una suerte de red de seguridad. Quizá no hallaran indicios de la existencia de otros seres inteligentes, pero tal vez podrían extraer otros secretos del tesoro de la naturaleza.

La búsqueda de la inteligencia extraterrestre — que todos abreviaban con las siglas SETI, salvo los más optimistas que pensaban en la comunicación con otros seres (CETI) —, implicaba, fundamentalmente, una observación de rutina, el motivo principal para el cual se había construido el observatorio. Sin embargo, una cuarta parte del tiempo de uso de los radiotelescopios más potentes del mundo se destinaba a otros proyectos.

También se reservaba otra pequeña cantidad de tiempo para astrónomos de otros organismos. Si bien había mejorado notablemente el estado de ánimo general, había muchos que coincidían con Drumlin, que contemplaban con añoranza el milagro tecnológico que representaban los ciento treinta y un radiotelescopios de Argos y anhelaban poder usarlos para sus propios programas, indudablemente meritorios. Ellie adoptó frente a Dave un tono a ratos conciliador, a ratos polémico, pero de nada le sirvió.

El hombre no estaba de buen humor.

El coloquio de Drumlin tuvo por fin demostrar que no existían extraterrestres por ninguna parte. Si el ser humano había avanzado tanto en unos pocos miles de años de alta tecnología, cuánto más profundos debían de ser los conocimientos — conjeturó — de una especie más adelantada. Seguramente serían capaces de mover las estrellas, de cambiar la configuración de las galaxias. Y, sin embargo, no había en toda la astronomía ni el menor fenómeno que no pudiese explicarse por procesos naturales o que hubiera que atribuir a la acción de seres más inteligentes. ¿Por qué Argos no había captado ninguna señal radioeléctrica hasta el presente? Acaso suponían que debía haber un solo radiotransmisor en todo el espacio? ¿No se daban cuenta de los miles de millones de estrellas que ya llevaban estudiadas? El experimento sin duda era valioso, pero había concluido. Ya no tendrían que examinar el resto del firmamento puesto que conocían la respuesta: ni el espacio más remoto, ni cerca de la Tierra, había el menor indicio de vida de extraterrestres. Esos seres no existían.

En el período asignado para formular preguntas, uno de los astrónomos de Argos quiso saber la opinión de Drumlin acerca de la teoría según la cual los extraterrestres existen, pero prefieren no dar a conocer su presencia para que los humanos no sepan que hay seres más inteligentes en el cosmos, tal como un especialista en el comportamiento de los primates puede querer observar a un grupo de chimpancés del bosque, pero sin interferir en sus actividades. A modo de respuesta, Drumlin planteó un interrogante distinto: ¿Es posible que, habiendo millones de civilizaciones en la Galaxia, no haya ni un solo cazador furtivo? ¿Se puede suponer que todas las civilizaciones de la Galaxia tengan la ética de no interferencia? ¿Acaso podemos suponer que ninguno de ellos se va a acercar a husmear alrededor de la Tierra?

— En la Tierra — repuso Ellie —, los cazadores furtivos y los guardabosques están prácticamente en un mismo nivel tecnológico. Pero si el guardabosque diera un gran paso adelante — si contara por ejemplo con radar y helicópteros —, los cazadores furtivos ya no podrían operar.

Para despejarse, Ellie tenía por costumbre salir sola a dar una vuelta en su extravagante coche, un Thunderbird 1958 descapotable muy bien conservado. A menudo plegaba la capota y corría de noche a alta velocidad por el desierto, con las ventanillas bajas y el pelo al viento. Tenía la sensación de que, a través de los años, ya conocía hasta el pueblecito más misérrimo, todos los cerros y valles, y también hasta el último policía caminero del sur de Nuevo México. Luego de uno de esos paseos nocturnos, le encantaba pasar volando frente al puesto de guardia de Argos (eso era antes de que se hubiera levantado el cerco de protección contra ciclones), haciendo rápidos cambios de marcha, y dirigirse hacia el norte. En las proximidades de Santa Fe, podían divisarse las primeras luces del alba desde las montañas Sangre de Cristo. (¿Por qué — se preguntaba —, una religión denomina los lugares con el cuerpo y la sangre, el corazón y el páncreas de su figura más venerada? ¿Por qué no mencionar el cerebro, entre otros órganos prominentes?) En esa ocasión puso rumbo al sudeste, hacia los montes Sacramento. ¿Tendría razón Dave? ¿No sería que SETI y Argos eran una especie de engaño colectivo de un puñado de astrónomos de mente poco práctica? ¿Sería cierto eso de que, por muchos años que transcurrieran sin recibirse un mensaje, el proyecto continuaría, que siempre se inventaría una estrategia nueva para la otra civilización, que se seguiría inventando un instrumental cada vez más moderno y costoso? ¿Cuál sería un signo convincente del fracaso?

¿Cuándo estaría dispuesta ella a darse por vencida y dedicarse a una investigación más segura, algo que tuviera más posibilidades de culminar con éxito? El observatorio Nobeyama, de Japón, acababa de anunciar que había descubierto la adenosina, una molécula orgánica compleja, uno de los principales elementos del ADN, dentro de una densa nube molecular. Si abandonara la búsqueda de inteligencia extraterrestre, seguramente podría encarar la búsqueda, dentro del espacio, de moléculas relacionadas con la vida.

Mientras transitaba por el alto camino de montaña, levantó la mirada y divisó la constelación de Centauro. Los antiguos griegos habían visto en esas estrellas una criatura quimérica mitad hombre, mitad caballo, que impartió sabiduría a Zeus. Sin embargo, Ellie jamás pudo distinguir un diseño ni remotamente parecido a un centauro. La estrella que más le fascinaba era Alfa del Centauro, la más brillante de la constelación. Se trataba de la más cercana, apenas a cuatro y cuarto años-luz. En realidad, Alfa del Centauro constituía un sistema triple, de dos soles que giraban uno alrededor del otro, y un tercero que lo hacía abarcando a ambos. Desde la Tierra, las tres estrellas se fundían en un solo punto luminoso. Las noches particularmente claras — como ésa —, solía verlo suspendido sobre México. En ocasiones, cuando el aire estaba cargado de arena del desierto, acostumbraba subir a la montaña para alcanzar un poco más de altura y transparencia atmosférica, se bajaba del auto y contemplaba el sistema estelar más próximo. Allí era posible la existencia de planetas, aunque resultaba difícil detectarlos. Algunos quizá giraran en órbitas cercanas a cualquiera de los tres soles. Una órbita más interesante, con cierta estabilidad mecánica celestial, era una figura de ocho, en trazo envolvente alrededor de los dos soles interiores. ¿Cómo sería, se preguntó, vivir en un mundo con tres soles en el firmamento? Probablemente más caluroso aún que Nuevo México.

Había conejos a lo largo de toda la carretera de asfalto. Ya los había visto antes, en ocasión de salir de viaje hacia el oeste de Texas. Se los veía agazapados, ocupando las banquinas, pero en el momento en que los iluminaba con los nuevos faros de cuarzo del Thunderbird, se levantaban sobre las patas traseras y dejaban colgar las manitas fláccidas, transfigurados.

Durante kilómetros hubo una guardia de honor de conejos del desierto que se cuadraban — al menos eso parecía — cuando el coche pasaba raudamente frente a ellos.

Los animales levantaban la mirada, mil narices rosadas se fruncían, dos mil ojos brillaban en la oscuridad cuando la extraña aparición se abalanzaba hacia ellos.

«A lo mejor se trata de una especie de experiencia religiosa», pensó Ellie. Casi todos daban la impresión de ser conejos jóvenes. Quizá no hubiesen visto nunca faros de auto, dos potentes haces de luz que avanzaban a ciento treinta kilómetros por hora. Pese a que eran miles los conejos que se alineaban al costado del camino, no vio ni uno solo salido de la fila, en medio de la calzada, ni un solo animal muerto. ¿Por qué sería que se ubicaban en hilera a lo largo de la ruta? «Quizá tenga algo que ver con la temperatura del asfalto», pensó. O tal vez hubieran estado merodeando entre la vegetación cercana, y sintieron curiosidad por ver qué eran esas enormes luces que se acercaban. No obstante, ¿era razonable que ninguno cruzara a saltitos para visitar a sus primos de enfrente? ¿Qué imaginaban que era un camino? ¿Una presencia extraña en medio de ellos, construida quién sabe con qué fin, por criaturas a quienes la mayoría de ellos nunca había visto?

Dudaba de que alguno se lo hubiese planteado jamás.

El chirrido de las cubiertas sobre el asfalto producía una especie de ruido blanco, y Ellie se dio cuenta de que, involuntariamente, aguzaba el oído, como si pretendiera descubrir alguna suerte de esquema. Últimamente se había acostumbrado a prestar atención a muchas fuentes emisoras de ruido blanco: el motor del refrigerador que se ponía en funcionamiento a media noche, el agua que caía para llenar la bañera, la máquina de lavar, el rugir del océano durante un breve viaje para bucear en una isla cercana a Yucatán, viaje que ella acortó debido a lo impaciente que estaba por volver a su trabajo.

Todos los días escuchaba estos ruidos aleatorios y trataba de determinar si había en ellos menos esquemas aparentes que en la electricidad estática interestelar.

Ellie había estado en Nueva York el mes de agosto anterior para asistir a una reunión de URSI, siglas en francés para denominar a la Unión Radio Científica Internacional. Le habían advertido que los subterráneos eran peligrosos, pero el ruido blanco que producían le resultó irresistible. Como en el traqueteo del tren creyó entrever una clave, decidió perder medio día de deliberaciones para viajar de la calle Treinta y Cuatro hasta Coney Island, de regreso al centro de Manhattan, para tomar luego una línea diferente que habría de llevarla hasta el apartado barrio de Queens. Cambió de tren en una estación de la zona de Jamaica, y retornó, jadeante — después de todo, era un día tórrido de verano —, al hotel donde se desarrollaba la convención. A veces, cuando el subterráneo describía una curva, se apagaban las lamparitas interiores, y Ellie podía ver una sucesión regular de luces azules que pasaban raudamente, como si volara en alguna nave espacial, transitando en medio de estrellas azules supergigantescas. Después, cuando el tren encaraba una recta volvían a encenderse las lámparas interiores, y una vez más tomaba conciencia del olor acre, de los pasajeros de pie, de las diminutas cámaras de televisión (encerradas en jaulas protectoras, que con posterioridad el público había anulado con pintura de spray), del atractivo mapa multicolor que mostraba la red subterránea completa de la ciudad de Nueva York, el chirrido de alta frecuencia de los frenos al entrar en las estaciones.

Sabía que su actitud era bastante excéntrica, pero ella siempre había tenido una intensa vida de fantasía. Reconocía que exageraba un poco en eso de prestar atención a los ruidos, pero consideraba que no le ocasionaba perjuicio. Nadie parecía darse demasiada cuenta. Además, era algo relacionado con su trabajo. Si se lo hubiera propuesto, seguramente habría podido deducir de su declaración de réditos el costo de su viaje a Yucatán aduciendo que el propósito era estudiar el sonido de la rompiente del mar.

Bueno, a lo mejor se estaba poniendo realmente obsesiva.

Sobresaltada, comprobó que había llegado a la estación de Rockefeller Center.

Rápidamente caminó en medio del montón de diarios abandonados en el piso del vagón.

Un titular le llamó la atención: GUERRILLEROS COPAN RADIO EN JOBURG. «Si nos gustan, los llamamos soldados de la libertad», pensó. «Si no nos caen bien, son terroristas. En el improbable caso de que no atináramos a decidirnos, les llamamos provisionalmente guerrilleros.» En otro trozo de diario había una enorme foto de un señor con cara de confiado, y el titular: CÓMO TERMINARÁ EL MUNDO. FRAGMENTOS DEL NUEVO LIBRO DEL REVERENDO BILLY JO RANKIN. EXCLUSIVAMENTE ESTA SEMANA EN EL NEWS-POST. Había echado apenas una rápida ojeada a los títulos, y rápidamente trató de olvidarlos. Se abrió paso entre la multitud para regresar al hotel, con la esperanza de llegar a tiempo para escuchar el trabajo de Fujita acerca del diseño homofórmico de los radiotelescopios.

Sobre el ruido que producían los neumáticos se superponía un periódico golpeteo al pasar sobre las uniones del pavimento, que había sido reparado por diferentes cuadrillas viales de Nuevo México, en distintas épocas. ¿Y si Argos estuviera recibiendo un mensaje interestelar pero muy lentamente, por ejemplo, un bit por hora, por semana o por década?

¿Y si hubiera murmullos muy antiguos y pacientes, emitidos por civilizaciones que no tenían por qué saber que nos cansamos de reconocer esquemas al cabo de segundos o minutos? Supongamos que ellos vivieran durante decenas de miles de años, y que haaablaaaaraaan muuuuy despaaaaacio.

Argos jamás llegaría a enterarse. ¿Era posible que existieran seres de tan larga vida?

¿Habría habido suficiente tiempo en la historia del universo como para que ciertas criaturas, de lenta reproducción, desarrollaran un elevado grado de inteligencia? ¿Acaso el análisis estadístico de las afinidades químicas, el deterioro de sus cuerpos de que habla la segunda ley de la termodinámica, no los obligaría a reproducirse con la misma frecuencia que el ser humano y a tener una expectativa de vida como la nuestra? ¿No sería que residen en algún mundo antiguo y gélido, donde hasta el choque molecular se produce a una velocidad extremadamente lenta? Se imaginó un radiotransmisor de conocido diseño, instalado en un promontorio de hielo de metano iluminado tenuemente por un distante y minúsculo sol rojo, mientras las olas del océano de amoníaco golpeaban sin cesar contra la orilla… generando, de paso, un ruido blanco semejante al que producía el oleaje en Yucatán.

También era posible lo contrario: seres que hablaran de prisa, seres ansiosos, que se desplazaran en movimientos breves, con pequeñas sacudidas, capaces de transmitir un mensaje completo de radio — el equivalente de un texto de cien páginas en inglés — en un nanosegundo. Claro que si uno tuviera un receptor con paso de banda estrecho, y escuchara sólo un mínimo margen de frecuencias, estaría obligado a aceptar la constante de tiempo larga. Jamás podríamos detectar una modulación rápida. Eso era una simple consecuencia del Teorema Integral de Fourier, estrechamente vinculado con el Principio de la Incertidumbre de Heisenberg. Así, por ejemplo, con un paso de banda de un kilohertz, no se podría recibir una señal modulada a mayor velocidad de un milisegundo porque se produciría un ruido ambiguo. Las bandas de Argos eran más estrechas que un hertz, de modo que, para poder ser detectados, los transmisores debían modular muy lentamente, a menos de un bit por segundo. Las modulaciones más lentas podían captarse fácilmente, siempre y cuando uno estuviera dispuesto a apuntar un telescopio hacia la fuente, y se armara de una paciencia excepcional. Había tantos sectores del cielo por estudiar, tantos cientos de miles de millones de estrellas para examinar. Podríamos pasarnos la vida entera estudiando sólo unas pocas. A Ellie le preocupaba que, en el apuro por realizar una investigación total del espacio en el término de una vida humana, en el afán por escuchar todo el cielo en millones de frecuencias, hubieran dejado de lado a los ansiosos que hablaban rápido y a los lentos o lacónicos.

Pero seguramente, pensó, ellos deben de saber mejor que nosotros cuál es la modulación de frecuencias adecuada. Debían de tener experiencia anterior con la comunicación interestelar y con civilizaciones en sus primeras etapas de surgimiento. Si la civilización receptora adoptara un margen amplio de frecuencias de recepción de impulsos, la civilización transmisora utilizaría dicho margen. ¿Qué les costaría modular por microsegundos u horas? Era de suponer que contaba con un alto nivel de ingeniería y con enormes recursos, según los criterios del ser humano. Si quisieran comunicarse con nosotros, nos facilitarían la recepción de los mensajes. Enviarían señales en numerosas frecuencias distintas. Como debían de saber lo atrasados que estamos, se compadecerían de nosotros.

Entonces, ¿por qué no habíamos recibido señal alguna? ¿Tendría razón Dave al sostener que no existe ninguna civilización extraterrestre, que sólo hay seres inteligentes en este oscuro rincón del vasto universo? Por mucho que lo intentara no podía aceptar seriamente tal posibilidad. Esa teoría justificaba perfectamente los temores humanos, las doctrinas no demostradas respecto de la vida después de la muerte, las pseudociencias como la astrología. Se trataba de la encarnación moderna del solipsismo geocéntrico, la vanidad que había atrapado a nuestros mayores, la idea de que nosotros somos el centro del universo. El argumento de Drumlin era sospechoso por esa sola razón. Y nos desesperábamos por creerlo.

«A ver, un momento», se dijo. «No hemos investigado siquiera los cielos boreales con el sistema Argos. Si dentro de siete u ocho años todavía no oímos nada, entonces será el momento de empezar a preocuparse. Ésta es la primera vez en la historia humana en que podemos buscar a los habitantes de otros mundos. Si fracasamos, habremos llegado a captar algo de lo rara y valiosa que es la vida en nuestro planeta, hecho que, si se concretara, valdría la pena que supiéramos. Y si tenemos éxito, habremos modificado la historia de nuestra especie, quebrando las cadenas del atraso. Habiendo tanto en juego, se justifica correr algún riesgo profesional.» Salió a la margen del camino, giró rápidamente, hizo dos cambios de marcha y aceleró para emprender el regreso a Argos.

Alineados aún en la banquina, pero en ese momento iluminados por la luz rosada del amanecer, los conejos giraron la cabeza para observarla partir.

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