Cinco

Pasarme la mañana ociosamente sentada degustando un café italiano no formaba parte de mis planes, así que opté por el autoservicio de McDonald's, en cuyo menú se podía encontrar café francés con vainilla y tortitas. No eran tortitas del calibre de las que hacen las abuelas, pero no estaban mal, y eran más fáciles de conseguir.

El cielo estaba cubierto y amenazaba con llover. Nada nuevo. La lluvia es permanente en Jersey en abril. Una llovizna constante y gris que propicia en todo el estado un pelo desastroso y una tendencia al sillonbol. En la escuela nos enseñaban que las lluvias de abril traen las flores de mayo. Las lluvias de abril también propician las colisiones de doce vehículos en las autopistas de Jersey y las sinusitis infecciosas. La parte positiva de todo esto es que en Jersey solemos tener motivos frecuentes para comprar coche nuevo y que se nos conoce en todo el mundo por nuestra particular versión nasal del inglés.

– Bueno, ¿cómo está tu cabeza? -le pregunté a El Porreta mientras volvíamos a casa.

– Llena de café con leche. Tengo la cabeza tranquila, colega.

– No. Me refiero a cómo están los doce puntos que te han dado en la cabeza.

El Porreta se pasó un dedo por el esparadrapo.

– Está bien.

Durante un momento se quedó con los labios separados y los ojos rebuscando entre los oscuros recovecos de su mente hasta que se hizo la luz.

– Ah, sí -dijo-. La anciana espantosa me pegó un tiro.

Eso es lo bueno que tiene fumar hierba toda la vida… te quedas sin memoria reciente. Si te pasa algo horrible, a los diez minutos ya no te acuerdas de nada.

Claro que eso también es lo malo que tiene fumar hierba, porque cuando ocurre un desastre, como que un amigo tuyo desaparece, existe la posibilidad de que algún recado o algún detalle importante se pierda entre la bruma. Y existe la posibilidad de que alucines y veas a una ancianita en la ventana, cuando en realidad el tiro ha sido disparado desde un coche.

En el caso de El Porreta, esta posibilidad era muy probable.

Pasé con el coche por delante de la casa de Dougie para asegurarme de que no había ardido mientras dormíamos.

– Parece que está en orden -dije.

– Parece muy solitaria -dijo El Porreta.


Cuando volvimos a mi apartamento Ziggy Garvey y Benny Colucci estaban en la cocina. Cada uno de ellos tenía en las manos una taza de café y una tostada.

– Espero que no le moleste -dijo Ziggy-. Queríamos probar la tostadora nueva.

Benny hizo un gesto con su tostada.

– Una tostada excelente. Fíjese qué dorado tan uniforme. No está quemada en los bordes en absoluto. Y está crujiente por todas partes.

– Debería comprar un poco de mermelada -dijo Ziggy-. Un poco de mermelada de fresa le iría bien a esta tostada.

– ¡Han vuelto a entrar en mi apartamento! Odio que hagan eso.

– No estaba en casa -dijo Ziggy-. Y no queríamos que diera la impresión de que tiene hombres merodeando por su descansillo.

– Claro. No queríamos ensuciar su buen nombre -dijo Benny-. No nos parecía que fuera esa clase de chica. Aunque desde hace años se escuchan ciertos rumores sobre usted y Joe Morelli. Debería tener cuidado con él. Tiene muy mala reputación.

– Eh, fíjate -dijo Ziggy-. Es el mariquita aquel. ¿Dónde tienes el uniforme, chaval?

– Sí, y ¿por qué llevas ese esparadrapo? ¿Te has caído de los zapatos de tacón? -preguntó Benny.

Ziggy y Benny se dieron codazos mutuamente y se rieron como si aquello fuera un gran chiste.

Una idea se encendió dentro de mi cabeza.

– ¿Ustedes no sabrán nada del motivo por el que tiene que llevar ese esparadrapo, verdad?

– Yo no -dijo Benny-. Ziggy, ¿tú sabes algo de ese asunto?

– No sé nada de ese asunto -dijo Ziggy.

Me apoyé en el mostrador de la cocina y crucé los brazos.

– Bueno, ¿y qué están haciendo aquí?

– Habíamos pensado pasar a informarnos -dijo Ziggy-. Hace ya tiempo que no hablamos y queríamos saber si ha habido alguna novedad.

– No han pasado ni veinticuatro horas -dije.

– Si, eso es lo que he dicho. Hace ya tiempo.

– No ha habido ninguna novedad.

– Vaya, qué faena -dijo Benny-. Nos habían hablado muy bien de usted. Teníamos muchas esperanzas puestas en su ayuda. Ziggy se acabó el café, aclaró la taza en el fregadero y la puso en el escurridor.

– Tenemos que irnos.

– ¡Cerdo! -dijo El Porreta.

Ziggy y Benny se detuvieron junto a la puerta.

– Decir eso es una grosería -dijo Ziggy-. No vamos a tenerlo en cuenta porque eres amigo de la señorita Plum.

Miró a Benny en busca de apoyo.

– Exacto -dijo Benny-. No lo vamos a tener en cuenta, pero tendrías que aprender buenos modales. No está bien hablar así a los ancianos.

– ¡Me ha llamado mariquita! -gritó El Porreta.

– ¿Sí? -dijo Ziggy-. ¿Y?

– La próxima vez merodeen por el descansillo con toda libertad -dije. Cerré la puerta detrás de Ziggy y Benny y eché el pestillo. Luego le dije a El Porreta-: ¿Tienes alguna idea de

por qué te pudo pegar un tiro alguien? ¿Estás seguro de que viste la cara de la anciana en la ventana?

– No lo sé, tía. Me cuesta mucho pensar. Tengo la cabeza, no sé, como liada.

– ¿Y alguna llamada de teléfono extraña?

– Sólo hubo una llamada, pero no fue nada extraña. Una mujer me llamó cuando estaba en casa de Dougie y dijo que creía que yo tenía algo que no me pertenecía. Y yo me quedé tipo «pues vale».

– ¿No dijo nada más?

– No. Le pregunté si quería una tostadora o un traje de Súper Colega y ella colgó.

– ¿Eso es lo único que te queda? ¿Qué ha pasado con los cigarrillos?

– Me deshice de ellos. Conozco a un tío que fuma muchísimo…

Era como si El Porreta se hubiera quedado atrapado en el tiempo. Tenía recuerdos de él en el instituto con exactamente el mismo aspecto. Pelo castaño y fino con raya en medio y recogido atrás en cola de caballo. Piel pálida, constitución fina, altura media. Llevaba una camisa hawaiana y unos vaqueros que probablemente habrían llegado a casa de Dougie protegidos por la oscuridad. Había pasado por el instituto envuelto en una niebla de dulce bienestar inducida por el humo de la maría, hablando y riendo en el almuerzo y sesteando en las clases de inglés. Y así seguía… flotando por la vida. Sin trabajo. Sin responsabilidad. Ahora que lo pensaba, sonaba muy bien.

Connie solía trabajar los sábados por la mañana. La llamé a la oficina y esperé a que acabara con otra llamada.

– Estaba hablando con mi tía Flo -me dijo-. ¿Recuerdas que te dije que había pasado algo en Richmond cuando DeChooch estuvo allí? La tía cree que tiene algo que ver con que Louie D comprara la granja.

– Louie D se dedica a los negocios, ¿no?

– Es un hombre de negocios muy importante. Al menos lo era. Murió de un ataque al corazón mientras DeChooch estaba recogiendo su cargamento.

– Tal vez el ataque al corazón lo provocara una bala.

– No lo creo. Si se hubieran cargado a Louie D nos habríamos enterado. Esa clase de noticias vuelan. Sobre todo teniendo en cuenta que su hermana vive aquí.

– ¿Quién es su hermana? ¿La conozco?

– Estelle Colucci. La mujer de Benny Colucci.

¡Joder!

– El mundo es un pañuelo.

Colgué y llamó mi madre.

– Tenemos que elegir un vestido para la boda -dijo.

– No voy a llevar vestido.

– Al menos podrías echar un vistazo.

– Vale, echaré un vistazo.

No pienso.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. Ahora mismo estoy ocupada. Estoy trabajando.

– Es sábado -dijo mi madre-. ¿Qué clase de persona trabaja los sábados? Tienes que descansar más. Tu abuela y yo vamos ahora mismo para allá.

– ¡No!

Demasiado tarde. Ya había colgado.

– Tenemos que largarnos de aquí -le dije a El Porreta-. Es una emergencia. Tenemos que irnos.

– ¿Qué clase de emergencia? ¿No me irán a pegar otro tiro, verdad?

Recogí los platos sucios del mostrador y los metí en el friegaplatos. A continuación cogí la manta y la almohada de El Porreta y las llevé al dormitorio. Mi abuela vivió conmigo una breve temporada y estaba segura de que todavía tenía las llaves del apartamento. Dios me libre de que mi madre entre en casa y se la encuentre hecha un desastre. La cama estaba sin hacer, pero no quería perder el tiempo haciéndola. Recogí a puñados ropa y toallas sucias y las metí en el cesto. Atravesé disparada el salón, entré en la cocina, cogí el bolso y la chaqueta y le grité a El Porreta que saliera corriendo.

Nos encontramos con mi madre y mi abuela en el portal.

¡Maldición!

– No hacía falta que nos esperaras en el portal -dijo mi madre-. Habríamos subido nosotras.

– No os estaba esperando -dije-. Me estaba yendo. Lo siento, pero esta mañana tengo que trabajar.

– ¿Qué tienes que hacer? -quiso saber la abuela-. ¿Estás tras la pista de algún asesino maníaco?

– Tengo que buscar a Eddie DeChooch.

– No andaba muy desencaminada -dijo la abuela.

– Puedes buscar a Eddie DeChooch en otro momento -dijo mi madre-. Te he cogido hora en la tienda de novias de Tina.

– Sí, y será mejor que vayas -dijo la abuela-. Hemos conseguido esta cita gracias a que ha habido una cancelación de última hora. Además, teníamos que irnos de casa porque ya no aguantábamos más galopes y más relinchos.

– No quiero un vestido de novia -dije-. Quiero una boda sencilla.

O nada.

– Sí, pero no te cuesta nada echar un vistazo -dijo mi madre. -La tienda de novias de Tina mola -dijo El Porreta.

Mí madre se volvió hacia él.

– ¿No eres Walter Dunphy? Dios mío, hacía años que no te veía.

– ¡Colega! -le dijo El Porreta a mi madre.

Luego él y la abuela Mazur se hicieron uno de esos apretones de manos tan complicados que yo nunca podía recordar.

– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo la abuela-. No queremos llegar tarde.

– ¡No quiero vestido!

– Sólo vamos a mirar -dijo mi madre-. No pasaremos más de media hora mirando y luego te puedes ir a tu aire.

– ¡Vale! Media hora. Y eso es todo. Se acabó. Y sólo vamos a mirar.

I.a tienda de novias de Tina está en el corazón del Burg. Ocupa la mitad de un edificio de ladrillos. Tina vive en un pequeño apartamento en la parte de arriba y tiene montado su negocio en la parte inferior de la casa. La otra mitad del edifio es una casa de alquiler propiedad de la propia Tina. Tina es famosa a lo largo y ancho del Burg por ser una casera muy perra y sus inquilinos casi siempre se marchan antes de que expire el año de contrato. Como los alquileres en el Burg son tan escasos como los dientes de una gallina, a Tina no le cuesta nada encontrar víctimas indefensas.

– Es tu estilo -dijo Tina retrocediendo y mirándome fijamente-. Es perfecto. Es deslumbrante.

Me encontraba ataviada con un vestido de seda largo hasta los pies. El cuerpo estaba ajustado a base de alfileres, el corte del escote mostraba nada más que el principio del pecho, y la falda acampanada tenía una cola de metro y medio.

– Es maravilloso -dijo mi madre.

– La próxima vez que me case puede que me compre un vestido exactamente igual -dijo la abuela-. O puede que me vaya a Las Vegas y me case en una de esas capillas de Elvis.

– Colega -dijo El Porreta-, a por ello.

Me giré ligeramente para verme mejor en el espejo de tres hojas.

– ¿No os parece que es demasiado… blanco?

– Para nada -dijo Tina-. Es crema. El crema no tiene nada que ver con el blanco.

La verdad, estaba guapísima con aquel vestido. Parecía Escarlata O'Hara preparándose para una boda grandiosa en Tara. Me moví un poquito como si bailara.

– Salta un poco para que veamos qué tal queda cuando bailes la «raspa» -dijo la abuela.

– Es muy bonito, pero no quiero llevar vestido -dije yo.

– Puedo pedirlo en su talla sin compromiso -dijo Tina.

– Sin compromiso -dijo la abuela-. Eso está muy bien.

– Mientras sea sin compromiso… -dijo mi madre.

Necesitaba comer chocolate. Un montón de chocolate.

– Anda, fíjate -dije-, mira qué hora es. Tengo que marcharme.

– Genial -dijo El Porreta-. ¿Nos vamos ya a combatir la delincuencia? He pensado que necesito un cinturón de herramientas para el Súper Traje. Podría poner en él todo mi equipo anticrimen.

– ¿De qué equipo anticrimen estás hablando?

– Todavía no lo he decidido del todo, pero me imagino que serán cosas como calcetines antigravedad que me permitan subir por las paredes de los edificios. Y un spray que me haga invisible.

– ¿Estás seguro de que el tiro no te ha afectado a la cabeza? ¿No tienes dolor de cabeza ni estás mareado?

– No. Me encuentro muy bien. Puede que con un poco de hambre.


Cuando El Porreta y yo salimos de la tienda de Tina caía una ligera llovizna.

– Ha sido una experiencia total -dijo El Porreta-. Me he sentido como una dama de honor.

Yo no estaba segura de cómo me había sentido. Intenté sentirme novia, pero me di cuenta de que imbécil integral me cuadraba mejor. No podía creer que me hubiera dejado convencer por mi madre para probarme vestidos de novia. ¿En qué estaba pensando? Me di un manotazo en la frente y solté un gruñido.

– Colega -dijo El Porreta.

¡Mierda! Giré la llave de contacto y metí un disco de Godsmack en el reproductor de CD. No quería ni pensar en el asunto de la boda y no hay nada como el metal para barrer de la cabeza cualquier atisbo de pensamiento. Dirigí el coche hacia la casa de El Porreta y cuando llegamos a Roebling, El Porreta y yo estabamos agitando las cabezas a todo meter.

Ibamos pateando el suelo y sacudiendo la melena y casi se me pasa el Cadillac blanco. Estaba aparcado delante de la casa del padre Carolli, junto a la iglesia. El padre Carolli es tan viejo como la Tierra y lleva en el Burg desde que yo recuerdo. Era lógico que él y Eddie DeChooch fueran amigos y que éste acudiera al otro en busca de consuelo.

Recé una breve oración para que DeChooch estuviera dentro de la casa. Allí podría detenerle. En la iglesia ya era otra cosa. Dentro de la iglesia había que tener en cuenta todo ese rollo del santuario. Y si mi madre se enteraba de que había violado el santuario iba a ser un infierno.

Me acerqué a la puerta de Carolli y llamé con los nudillos. No hubo respuesta.

El Porreta se coló entre los arbustos y miró por una de las ventanas.

– No veo a nadie por ahí, colega.

Ambos miramos a la iglesia.

¡Maldición! Seguramente DeChooch se estaba confesando. Perdóneme, padre, porque me he cargado a Loretta Ricci.

– Bueno -dije-. Vamos a ver en la iglesia.

– Tal vez debería irme a casa y ponerme mi traje de Súper Colega.

– No estoy muy segura de que sea lo más indicado para la iglesia.

– ¿No es lo bastante elegante?

Abrí la puerta de la iglesia y miré en su interior sombrío. En los días soleados la iglesia deslumbraba con la luz que entraba por las vidrieras de colores. Los días de lluvia, se veía apagada y sin color. Hoy la única calidez provenía de las escasas lamparillas votivas encendidas que parpadeaban delante de la imagen de la Virgen María.

La iglesia parecía estar vacía. No se oían susurros en los confesionarios. Nadie rezaba. Nada más que las velas y el olor a incienso.

Estaba a punto de irme cuando oí una risita. El sonido venía de la zona del altar.

– Hola -dije en voz alta-. ¿Hay alguien por ahí?

– Sólo nosotras, las gallinas.

Parecía la voz de DeChooch.

El Porreta y yo recorrimos cautelosamente el pasillo central y nos asomamos al otro lado del altar. DeChooch y Carolli estaban sentados en el suelo con las espaldas apoyadas en el altar, compartiendo una botella de vino tinto. Había una botella vacía tirada en el suelo a un par de metros de ellos.

El Porreta les hizo el signo de la paz.

– Colegas -dijo.

El padre Carolli le devolvió el signo y repitió el mantra:

– Colega.

– ¿Qué queréis? -preguntó DeChooch-. ¿No veis que estoy en la iglesia?

– ¡Está bebiendo!

– Es terapéutico. Estoy deprimido.

– Tiene que acompañarme al juzgado para renovar la fianza -le dije a DeChooch.

DeChooch dio un largo trago de la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Estoy en la iglesia. No me puedes arrestar en la iglesia. Dios se cabrearía. Te pudrirías en el infierno.

– Es uno de los mandamientos -dijo Carolli.

El Porreta sonrió.

– Esstos dos están pedo.

Rebusqué en mi bolso y saqué las esposas.

– Huy, esposas -dijo DeChooch-. Qué miedo tengo.

Le cerré las esposas alrededor de la muñeca izquierda y le cogí la otra mano. DeChooch sacó una nueve milímetros del bolsillo de la chaqueta, le dijo a Carolli que sujetara el brazalete libre y disparó contra la cadena. Los dos hombres respingaron cuando la bala cortó la cadena, sacudiendo sus brazos huesudos con ondas violentas.

– Eh -dije-, que esas esposas costaron sesenta dólares.

DeChooch entrecerró los ojos y miró a El Porreta.

– ¿Te conozco?

– Soy El Porreta, colega. Me ha visto en la casa de Dougie -El Porreta levantó dos dedos firmemente unidos-. Dougie y yo somos uña y carne. Somos un equipo.

– ¡Ya sabía que te conocía! -dijo DeChooch-. Os odio a ti y al asqueroso ladrón de tu socio. Tenía que haber imaginado que Kruper no podía estar en esto él solo.

– Colega -dijo El Porreta.

DeChooch apuntó a El Porreta con la pistola.

– ¿Te crees muy listo, verdad? Crees que puedes aprovecharte de un pobre viejo. Pedirme más dinero… ¿eso es lo que quieres?

El Porreta se dio con los nudillos en la frente.

– Aquí no hay serrín.

– Quiero que me los des, ya -dijo DeChooch.

– Será un placer hacer negocios con usted -dijo El Porreta-. ¿De qué estamos hablando? ¿De tostadoras o de Súper Trajes?

– Gilipollas -dijo DeChooch. Entonces disparó un tiro que estaba destinado a la rodilla de El Porreta pero falló por unos diez centímetros y rebotó en el suelo.

– Caray -dijo Carolli-, me vas a dejar sordo. Guarda ese cacharro.

– Lo guardaré cuando le haya hecho hablar -dijo DeChooch-. Tiene algo que me pertenece.

DeChooch volvió a levantar el arma y El Porreta salió corriendo por el pasillo de la iglesia como alma que lleva el diablo.

Dentro de mi cabeza, yo era una heroína y desarmaba a DeChooch de una patada. En la realidad, estaba paralizada. Ponme una pistola debajo de la nariz y mi cuerpo entero se vuelve líquido.

DeChooch disparó otro tiro que adelantó a El Porreta y arrancó una esquirla de la pila bautismal.

Carolli le dio a DeChooch un pescozón en el cogote con la mano plana.

– ¡Basta ya!

DeChooch se tambaleó y la pistola se le disparó haciendo un agujero en un cuadro de una Crucifixión de metro y medio que colgaba en la pared más lejana.

Nos quedamos todos boquiabiertos. Y todos hicimos la señal de la cruz.

– Hostia -dijo Carolli-. Le has pegado un tiro a Jesús. Eso te va a costar un montón de avemarías.

– Ha sido sin querer -dijo DeChooch. Escudriñó el cuadro-. ¿Dónde le he dado?

– En la rodilla.

– Es un alivio -dijo DeChooch-. Al menos no ha sido en un sitio mortal.

– Y respecto a su comparecencia en el juzgado -le dije-, si se viniera conmigo para que le dieran nueva fecha lo tomaría como un favor personal.

– Madre mía, eres como un grano en el culo -dijo DeChooch-. ¿Cuántas veces tengo que decirte… que te olvides? Estoy deprimido. No voy a sentarme en un calabozo con esta depresión. ¿Has estado alguna vez en la cárcel?

– No exactamente.

– Bueno, pues puedes creerme, no es un sitio al que apetezca ir cuando estás deprimido. Y, por otro lado, tengo que hacer una cosa.

Yo, mientras, rebuscaba en mi bolso. En algún sitio tenía que tener el spray de pimienta. Y probablemente la pistola eléctrica.

– Además, hay gente buscándome y son mucho más peligrosos que tú -dijo DeChooch-. Y encerrarme en el calabozo se lo pondría muy fácil.

– ¡Yo soy peligrosa!

– Jovencita, tú eres una aficionada -dijo DeChooch.

Saqué un bote de laca para el pelo, pero no logré encontrar el spray de pimienta. Tenía que organizarme mejor. Probablemente lo mejor sería poner el spray de pimienta y la pistola eléctrica en el bolsillo de la cremallera, pero entonces tendría que encontrarles otro sitio al chicle y a los caramelos de menta.

– Bueno, yo me voy -dijo DeChooch-. Y no quiero que me sigas o tendré que pegarte un tiro.

– Sólo una pregunta más. ¿Qué quería de El Porreta?

– Eso es una cosa privada entre él y yo.

DeChooch salió por una puerta lateral y Carolli y yo nos quedamos mirándole.

– Acaba de dejar que se escape un asesino -le dije a Carolli-. ¡Estaba tan tranquilo bebiendo con un asesino!

– No. Choochy no es un asesino. Nos conocemos desde hace mucho. Tiene un corazón de oro.

– Ha intentado pegarle un tiro a El Porreta.

– Se puso nervioso. Desde que tuvo el ataque ha estado muy excitable.

– ¿Tuvo un ataque?

– Uno pequeñito. Apenas se puede tener en cuenta. Yo los he tenido peores.

Madre mía.

Alcancé a El Porreta a media manzana de su casa. Iba medio escondiéndose, corriendo y andando, mirando para atrás por encima de su hombro, haciendo la versión Porreta de un conejito huyendo de la jauría. Cuando por fin aparqué El Porreta ya había cruzado la puerta, había localizado una colilla y la estaba encendiendo.

– Hay gente que te dispara -le dije-. No deberías fumar canutos. Los canutos te dejan atontado y necesitas estar muy espabilado.

– Colega -dijo El Porreta exhalando.

Diosss.

Saqué a El Porreta a rastras de su casa y me lo llevé a la de Dougie. Ahora teníamos un nuevo ingrediente. DeChooch estaba detrás de algo y creía que lo tenía Dougie. Y pensaba que ahora lo tenía El Porreta.

– ¿De qué estaba hablando DeChooch? -le pregunté a El Porreta-. ¿Qué está buscando?

– No lo sé, tía, pero no es una tostadora.

Estábamos en la sala de la casa de Dougie. Dougie no es el mejor amo de casa del mundo, pero la habitación parecía extrañamente desordenada. Los cojines del sofá estaban amontonados y la puerta del armario abierta. Metí la cabeza en la cocina y encontré una escena semejante. Las puertas de los armarios y los cajones estaban abiertos. La puerta del sótano también estaba abierta, así como la de la pequeña despensa. No recordaba que las cosas estuvieran así la noche anterior.

Dejé el bolso en la mesa de la cocina y revolví entre su contenido para sacar el spray de pimienta y la pistola eléctrica.

– Aquí ha entrado alguien -le dije a El Porreta.

– Si, me pasa con frecuencia.

Me volví y le miré fijamente.

– ¿Con frecuencia?

– Esta semana es la tercera vez. Me imagino que alguien quería llevarse nuestros ahorros. Y al viejo ese, ¿qué le pasa? Era muy amigo de Dougie, vino a casa más de una vez y todo. Y ahora se pone a gritarme. Es, no sé, como desconcertante, colega.

Me quedé pasmada, con la boca abierta y los ojos desencajados durante unos segundos.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que DeChooch volvió después de dejar los cigarrillos?

– Sí. Sólo que yo no sabía que era DeChooch. No sabía cómo se llamaba. Dougie y yo le llamábamos el vejete. Yo estaba aquí cuando entregó los cigarrillos. Dougie me llamó para que le ayudara a descargar las cajas. Y un par de días después vino a ver a Dougie. La segunda vez yo no le vi. Lo sé porque me lo dijo Dougie -El Porreta dio una última calada a la colilla-. Fíjate lo que son las coincidencias. ¡Quién me iba a decir que estábamos buscando al vejete!

Pescozón mental.

– Voy a revisar el resto de la casa. Tú quédate aquí. Si me oyes gritar, llama a la policía.

¿Soy valiente o no? De hecho estaba completamente segura de que no había nadie en la casa. Llevaba lloviendo por lo menos una hora, si no más, y no había señales de que hubiera entrado nadie con los pies mojados. Lo más probable era que la casa hubiera sido registrada la noche anterior.

Accioné el interruptor de la luz del sótano y empecé a bajar las escaleras. Era una casa pequeña con un sótano pequeño y no tuve que adentrarme mucho para ver que el sótano también había sido objeto de un concienzudo registro. Las cajas que había en el trastero y en el otro dormitorio habían sido abiertas y vaciadas en el suelo.

Estaba claro que El Porreta no sabía qué era lo que buscaba DeChooch. El Porreta no era tan listo como para crear pistas falsas.

– ¿Ha desaparecido algo? -le pregunté a El Porreta-. ¿Ha notado Dougie alguna vez la falta de algo después de que le registraran la casa?

– Un asado.

– ¿Perdona?

– Lo juro por Dios. Había un asado en el congelador y alguien se lo llevó. Era pequeño. De un kilo. Era una sobra de un corte de buey que Dougie se encontró por casualidad. Ya sabes… que se cayó de un camión. Era lo último que quedaba. Nos lo quedamos nosotros por si nos apetecía cocinar algún día.

Volví a la cocina y revisé el frigorífico y el congelador.

– Esto es un muermo total. Esta casa no es lo mismo sin el Dougster aquí.

Detestaba admitirlo, pero necesitaba ayuda para atrapar a DeChooch. Tenía la sospecha de que él era la clave de la desaparición de Dougie y no paraba de escapárseme.


Connie se disponía a cerrar la oficina cuando entramos El Porreta y yo.

– Me alegro de que hayáis venido -dijo-. Tengo un NCT para vosotros. Roseanne Kreiner. Mujer empresaria de tipo puti. Tiene su oficina en la esquina de Stark con la Doce. Acu sada de darle una paliza de muerte a uno de sus clientes. Imagino que no querría pagarle los servicios prestados. No será muy difícil de encontrar. Probablemente no quería perder tiempo de trabajo yendo a juicio.

Le cogí la carpeta a Connie y la metí en mi bolso.

– ¿Sabes algo de Ranger?

– Entregó a su hombre esta mañana.

¡Hurra! Ranger había vuelto. Podría ayudarme con lo mío. Marqué su número, pero no hubo respuesta. Le dejé un mensaje y probé en su buscapersonas. Un instante después mi móvil sonó y un estremecimiento me recorrió el estómago. Era Ranger.

– Hola -dijo Ranger.

– Me vendría bien un poco de ayuda con un NCT.

– ¿Qué te pasa?

– Es viejo y yo quedaría como una inútil si le disparara.

Oí cómo Ranger se reía al otro lado de la línea.

– ¿Qué ha hecho?

– De todo. Es Eddie DeChooch.

– ¿Quieres que hable con él?

– No. Quiero que me des algunas ideas para traerle sin cargármelo. Tengo miedo de que, si le doy una descarga con la pistola eléctrica, estire la pata.

– Haz equipo con Lula. Acorraladle y esposadle.

– Eso ya lo he intentado.

– ¿Se os escapó a Lula y a ti? Cariño, debe tener unos ochenta años. No ve. No oye. Tarda hora y media en vaciar la vejiga.

– Fue complicado.

– La próxima vez puedes probar a pegarle un tiro en un pie -dijo Ranger-. Eso suele funcionar.

Y así cortó la comunicación.

Genial.

A continuación llamé a Morelli.

– Tengo noticias para ti -me dijo-. Me encontré con Costanza cuando salí a por el papel. Me dijo que ya había llegado el resultado de la autopsia de Loretta Ricci y que había muerto de un ataque al corazón.

– ¿Y le dispararon después?

– Lo has cogido, Bizcochito.

Demasiado retorcido.

– Ya sé que es tu día libre, pero me preguntaba si me harías un favor -le dije a Morelli.

– Ay, madre.

– Quería pedirte que cuidaras de El Porreta. Está implicado en este lío de DeChooch y no sé si es seguro dejarle solo en mi apartamento.

– Bob y yo ya estamos preparados para ver el partido. Llevamos toda la semana planeándolo.

– El Porreta puede verlo con vosotros. Os lo llevo.

Colgué antes de que Morelli pudiera decir que no.


Roseanne Kreiner estaba de pie en su esquina, bajo la lluvia, completamente empapada y con cara de malas pulgas. Si yo hubiera sido un tío no le habría dejado que se acercara ni a diez metros de mi pito. Iba vestida con botas negras de tacón alto y una bolsa negra de basura. Era difícil de distinguir lo que llevaba debajo de la bolsa. Puede que nada. Paseaba y saludaba con la mano a los coches que pasaban y, cuando los coches no se paraban, les sacaba el dedo. Su expediente decía que tenía cincuenta y dos años.

Me arrimé a la acera y bajé la ventanilla.

– ¿Te lo haces con mujeres?

– Cariño, me lo hago con cerdos, vacas, patos y mujeres. Si tú pones la lana yo pongo la gana. Veinte por un trabajito manual. Te cobro horas extras si te pasas de tiempo.

Le mostré un billete de veinte y se subió al coche. Cerré las puertas con el mando centralizado y puse rumbo a la comisaría de policía.

– Nos vale cualquier callejón -dijo.

– Tengo que confesarte algo.

– Mierda. ¿Eres poli? Dime que no eres poli.

– No soy poli. Soy agente de fianzas. No apareciste el día del juicio y tienen que volver a citarte.

– ¿Me puedo quedar con los veinte?

– Sí, te puedes quedar los veinte.

– ¿Quieres que te haga alguna cosita a cambio?

– ¡No!

– Jopé. No hace falta que grites. Es que no quería que te sintieras timada. Yo le doy a la gente lo que paga.

– ¿Y qué me dices del tipo que machacaste?

– Intentó estafarme. ¿Tú crees que me paso la vida en esa esquina por mi gusto? Tengo a mi madre en una residencia. Si no pago todos los meses se viene a vivir conmigo.

– ¿Y eso sería tan terrible?

– Preferiría follar con un rinoceronte.

Aparqué en el estacionamiento de la policía, intenté esposarla y ella se puso a mover las manos de un lado a otro.

– No me vas a poner las esposas -decía-. Para nada.

Y entonces, no sé cómo, con todo aquel manoteo y el forcejeo, abrí el cierre automático y Roseanne salió del coche de un salto y echó a correr por la calle. Me llevaba ventaja, pero también llevaba tacones altos y yo zapatillas de deporte, y la cogí tras una persecución de dos manzanas. Ninguna de las dos estaba en buena forma. Ella jadeaba y yo tenía la sensación de estar respirando fuego. Le puse las esposas y se sentó en el suelo.

– No te sientes -le dije.

– Lo tienes claro. No voy a ir a ningún sitio.

Había dejado el bolso en el coche y éste parecía estar muy lejos. Si iba corriendo hasta allí a por mi teléfono móvil, cuando volviera Roseanne ya no estaría allí. Ella sentada, de morros, y yo de pie, furiosa.

Algunos días era mejor no levantarse de la cama.

Sentía una urgente necesidad de darle una buena patada en los riñones, pero probablemente le saldrían moretones y podría denunciar a Vinnie por violencia de cazarrecompensas. A Vinnie no le gustaba nada que pasara eso.

Había empezado a llover con más fuerza y las dos estábamos empapadas. Tenía el pelo pegado a la cara y mis Levi's estaban chorreando. Ambas nos manteníamos en nuestra postura. Nuestra postura se acabó cuando Eddie Gazarra pasó con su coche para irse a comer. Eddie es un poli de Trenton y está casado con mi prima Shirley La Llorona.

Eddie bajó la ventanilla, sacudió la cabeza y chasqueó la lengua repetidamente.

– Tengo un problema con una NCT.

Eddie sonrió.

– No jodas.

– ¿Por qué no me ayudas a meterla en tu coche?

– ¡Está lloviendo! Se me mojaría.

Le miré con los ojos entrecerrados.

– Lo vas a pagar -dijo Gazarra.

No voy a ir a cuidar a tus niños.

Sus hijos eran encantadores, pero la última vez que fui a cuidarlos me quedé dormida y me cortaron dos dedos de pelo. Soltó otro chasquido.

– Oye, Roseanne -gritó-. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?

Roseanne se levantó y le observó, considerando su decisión.

– Si te metes en el coche Stephanie te dará diez pavos -dijo Gazarra.

– De eso nada -grité-. Ya le he dado veinte.

– ¿Te ha hecho un trabajito a cambio? -preguntó Gazarra.

– ¡No!

Hizo otro chasquido con la lengua.

– Bueno, ¿qué?-dijo Roseanne-, ¿te decides?

Me retiré el pelo de la cara.

– Me voy a decidir por darte una patada en los riñones si no metes el culo en ese coche de la policía.

Si te ves acorralada… prueba con una falsa amenaza.

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