Cuatro

– iPuagh! ¡Agh! ¡Qué asco!

Cogí las flores con intención de tirarlas, pero no conseguí hacerlo. Bastante me costaba ya tirar las flores secas como para tirar aquéllas, que estaban frescas, llenas de vida y preciosas. Arrojé la tarjeta al suelo y me puse a saltar encima de ella. Luego la rompí en trocitos muy pequeños y la tiré a la basura. Las flores seguían encima de la mesa, felices y multicolores, pero me ponían los pelos de punta. Las cogí y las saqué con cuidado al descansillo. Volví a entrar rápidamente en mi apartamento y cerré la puerta. Allí me quedé un par de segundos para ver qué tal me sentía.

– Vale, esto puedo soportarlo-le dije a Bob.

Bob no parecía tener formada una opinión muy clara al respecto.

Cogí una chaqueta del perchero de la entrada. Bob y yo salimos del apartamento, pasamos discretamente junto a las flores del descansillo, luego bajamos las escaleras con calma y nos dirigimos al coche.

Tras media hora de pasear en el coche por el Burg decidí que buscar el Cadillac era una tontería. Aparqué en Roebling y marqué el número de Connie en el teléfono móvil.

– ¿Qué hay de nuevo? -le pregunté. Connie estaba emparentada con la mitad del hampa de Jersey.

– Dodie Carmine se ha operado las tetas.

Era una buena información, pero no era lo que yo esperaba.

– ¿Algo más?

– No eres la única que está buscando a DeChooch. Me ha llamado mi tío Bingo para preguntarme si sabíamos algo. Después he hablado con mi tía Flo y me ha contado que pasó algo raro en Richmond cuando DeChooch fue allí a recoger los cigarrillos. No me ha dicho nada más.

– En el informe del arresto dice que estaba solo cuando le detuvieron. Es difícil de creer que no tuviera un socio.

– Por lo que yo sé, lo hizo él solo. Él lo negoció, alquiló el camión y lo condujo hasta Richmond.

– Un viejo cegato que conduce hasta Richmond para recoger unos cigarrillos.

– Exactamente.

Tenía a Metallica sonando a todo meter. Bob iba en el asiento del copiloto, disfrutando de la batería de Lars. En el Burg se cocían los negocios a puerta cerrada. Y, de repente, yo tuve una idea inquietante.

– ¿A DeChooch le arrestaron entre aquí y Nueva York?

– Sí. En el área de descanso de Edison.

– ¿Crees que pudo haber distribuido parte de los cigarrillos en el Burg?

Hubo un momento de silencio.

– Estás pensando en Dougie Kruper -dijo Connie.

Cerré el teléfono, metí la marcha del coche y me encaminé a casa de Dougie. No me molesté en llamar al llegar allí. Bob y yo irrumpimos directamente.

– Hola -dijo El Porreta, asomándose por la cocina con una cuchara en una mano y una lata abierta en la otra-. Estoy almorzando aquí. ¿Te apetece un poco de cosa naranja y marrón de lata? Tengo de sobra. Shop amp; Bag tenía una liquidacion de latas sin etiqueta, dos por una.

Yo ya había subido la mitad de las escaleras.

– No, gracias. Quiero echarle otro vistazo a las existencias de Dougie. ¿Tiene algo más que el envío ese?

– Sí, un vejete dejó un par de cajas hace un par de días. No era gran cosa. Sólo un par de cajas.

– ¿Sabes qué hay en esas cajas?

– Cigarrillos de primera. ¿Quieres unos cuantos?

Me abrí paso entre las mercancías del tercer dormitorio y encontré las cajas de cigarrillos. Joder.

– Esto es chungo -le dije a El Porreta.

– Ya lo sé. Pueden matarte, colega. Es mejor fumar hierba.

– Los superhéroes no fuman hierba -dije.

– ¡Qué dices!

– En serio. No se puede ser superhéroe si consumes drogas.

– Luego me dirás que tampoco beben cerveza. Asunto complicado.

– La verdad es que no sé nada de la cerveza.

– Qué muermo.

Intenté imaginarme a El Porreta sin estar colocado, pero no conseguí hacerme una idea. ¿Empezaría de repente a llevar trajes de tres piezas? ¿Se haría republicano?

– Tienes que deshacerte de estas cosas -dije.

– ¿Quieres decir, o sea, que lo venda?

– No. Que te deshagas de ellas. Si la policía entra aquí te acusarán de posesión de mercancía robada.

– La policía entra aquí todo el tiempo. Son algunos de los mejores clientes de Dougie.

– Me refiero a oficialmente. Por ejemplo, si vienen para investigar la desaparición de Dougie.

– Aaaaaah -dijo El Porreta.

Bob miraba la lata que El Porreta tenía en la mano. El contenido de la lata se parecía mucho a la comida de perro. Claro que cuando el perro es Bob, todo parece comida de perro. Empujé a Bob para que saliera y los tres bajamos las escaleras.

– Tengo que hacer unas cuantas llamadas -le dije a El Porreta-. Si se descubre algo te lo cuento.

– Sí, pero ¿y yo? -preguntó El Porreta-. ¿Qué podría hacer? Tendría que hacer algo como… ayudar.

– ¡Tú deshazte de las cosas del tercer dormitorio!


Las flores seguían en el descansillo cuando Bob y yo salimos del ascensor. Bob las olisqueó y se comió una rosa. Lo metí en el apartamento a tirones y lo primero que hice fue escuchar los mensajes del contestador. Los dos eran de Ronald. «Espero que te hayan gustado las flores -decía el primero-, me han costado unos pavos». En el segundo sugería que nos viéramos porque creía que había surgido algo entre nosotros.

Voy a vomitar.

Me preparé otro sándwich de mantequilla de cacahuete para quitarme a Ronald de la cabeza. Luego le preparé uno a Bob. Descolgué el teléfono de la mesa del comedor y llamé a todos los Kruper de la hoja de papel amarillo. Les dije que era una amiga y que estaba buscando a Dougie. Cuando me daban la dirección de Dougie en el Burg aparentaba sorprenderme de que hubiera vuelto a Jersey. No hacía falta asustar a sus parientes.

– No hemos ganado ni un punto con la cosa del teléfono -le dije a Bob-. ¿Y ahora qué hacemos?

Podía llevarme la foto de Dougie y enseñarla por ahí, pero las posibilidades de que alguien recordara haber visto a Dougie iban de escasas a inexistentes. A mí me costaba recordar a Dougie cuando lo tenía delante. Llamé para hacer una comprobación bancaria y descubrí que Dougie tenía una tarjeta Master. Hasta ahí llegaba el historial crediticio de Dougie.

Bueno, me estaba metiendo en un terreno muy resbaladizo. Había descartado amigos, familiares y cuentas bancarias. Ése era todo mi arsenal. Y, lo que es peor, tenía una sensación de vacío en el estómago. Era la sensación de «pasa algo malo». No quería pensar que Dougie estuviera muerto, pero la verdad era que no encontraba ni una prueba de que estuviera vivo.

«¡Vaya tontería!», me dije a mí misma. Dougie es un colgado. Podía estar de peregrinaje a Graceland. Podría estar jugando al hlackjack en Atlantic City. Podría estar perdiendo la virginidad con la cajera del turno de noche del 7-Eleven del barrio.

Y puede que la sensación de vacío en el estómago sea hambre. ¡Claro que sí! ¡Eso es! Menos mal que había ido de compras a Giovichinni. Saqué la bolsa de galletas surtidas y le di a Bob una cubierta de coco. Yo me comí el paquete de bizcochos de dulce de leche.

– ¿Qué te parece? -le pregunté a Bob-. ¿Ya te encuentras mejor?

Yo sí me encontraba mejor. Las galletas siempre hacen que me encuentre mejor. De hecho, me encontraba tan bien que decidí volver a salir en busca de Eddie DeChooch. Esta vez, por un barrio diferente. Ahora iba a probar suerte en el barrio de Ronald. Estaba el incentivo añadido de saber que Ronald no estaba en casa.

Bob y yo cruzamos la ciudad para llegar a Cherry Street. Esta calle forma parte de una zona residencial en la esquina noreste de Trenton. Es un barrio predominantemente de casas pareadas con una pequeña parcela y se parece un poco al Burg. Era la última hora de la tarde. La escuela había acabado. Las televisiones estaban encendidas en las salas de estar y en las cocinas bullían las ollas.

Pasé sigilosamente por delante de la casa de Ronald, buscando el Cadillac blanco, buscando a Eddie DeChooch. La casa de Ronald era unifamiliar, con fachada de ladrillo rojo. No tan pretenciosa como la de Joyce, con sus columnas, pero tampoco de tan buen gusto. La puerta del garaje estaba cerrada. Había una furgoneta aparcada a la entrada. El pequeño jardín estaba cuidadosamente distribuido alrededor de una figura de un metro de la Virgen María, blanca y azul. Se la veía serena y en paz encima de su pilastra de escayola. Más de lo que se podía decir de mí sobre mi Honda de fibra de vidrio.

Bob y yo recorrimos la calle, examinando las entradas, esforzándonos por distinguir las figuras en sombra que se movían detrás de las cortinas transparentes.

Recorrimos dos veces Cherry Street y luego empezamos a recorrer el resto del barrio, dividiéndolo en cuadrantes. Vimos un montón de coches viejos, pero ni un solo Cadillac blanco. Y tampoco vimos a Eddie DeChooch.

– Hemos mirado hasta debajo de las piedras -le dije a Bob, intentando justificar el tiempo perdido.

Bob me lanzó una mirada que significaba: «Lo que tú digas». Tenía la cabeza fuera de la ventanilla, en busca de caniches miniatura de buen ver.

Giré en Olden Avenue y me dirigí a casa. Estaba a punto de cruzar Greenwood cuando Eddie DeChooch pasó por delante de mí en su Cadillac blanco, en dirección contraria.

Hice un giro de ciento ochenta grados en el cruce. La hora punta se acercaba y había mucho tráfico en la carretera. Una docena de personas se lanzó sobre sus bocinas y me hicieron gestos con las manos. Me metí como pude en la corriente del tráfico e intenté no perder de vista a Eddie. Iba unos diez coches detrás de el. Le vi salirse por State Street en dirección al centro de la c iudad. Cuando me llegó el momento de girar, le había perdido.


Llegué a casa diez minutos antes de que llegara Joe.

– ¿Qué significan esas flores en el descansillo? -quiso saber.

– Me las ha mandado Ronald DeChooch. Y no tengo ganas de hablar de eso.

Morelli se quedó mirándome un instante.

– ¿Voy a tener que pegarle un tiro?

– Actúa movido por el delirio de que nos sentimos atraídos el uno por el otro.

– Muchos de nosotros actuamos movidos por ese delirio.

Bob se acercó galopando a Morelli y se apretó contra él para llamar su atención. Morelli le dio un abrazo y un restregón por todo el cuerpo. Perro afortunado.

– Hoy he visto a Eddie DeChooch -dije.

– ¿Y?

– Se me volvió a escapar.

Morelli sonrió.

– Famosa cazarrecompensas pierde vejete… dos veces.

¡En realidad ya iban tres veces!

Morelli acortó el espacio que había entre nosotros y me puso los brazos alrededor.

– ¿Necesitas consuelo?

– ¿En qué estás pensando?

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

Solté un suspiro.

– No el suficiente.

Dios no permita que llegue cinco minutos tarde a cenar. Los espaguetis estarían pasados. El asado se habría secado. Y todo sería culpa mía. Yo habría estropeado la cena. Una vez más. Y lo que es peor, mi hermana perfecta, Valerie, nunca ha estropeado una cena. Mi hermana tuvo la sensatez de irse a vivir a miles de kilómetros. Ella es así de perfecta.


Mi madre nos abrió la puerta a Joe y a mí. Bob se coló con las orejas al viento y los ojos brillantes.

– Qué mono -dijo la abuela-. Es un encanto.

– Pon el pastel encima del frigorífico -dijo mi madre-. Y ¿dónde está el asado? No dejéis que se acerque al asado.

Mi padre ya estaba sentado a la mesa, sin quitarle el ojo al asado, eligiendo su trozo favorito de carne.

– Bueno, y ¿qué pasa con la boda? -preguntó la abuela cuando estuvimos todos sentados y sirviéndonos la comida-. He estado en el salón de belleza y las chicas querían saber la fecha. Y querían saber si ya teníamos alquilado el salón de banquetes. Marilyn Biaggi intentó alquilar el cuartel de bomberos para la fiesta de su hija Carolyn y ya estaba ocupado todo el año.

Mi madre echó una mirada furtiva a mi dedo anular. Un dedo anular sin anillo. Mi madre apretó los labios y cortó la carne en trozos pequeños.

– Estamos pensando la fecha -dije-, pero todavía no hemos decidido nada.

Mentirosa, mentirosa, cara de mariposa. Nunca hemos hablado de fechas. Hemos evitado el tema como si fuera la peste negra. Morelli me pasó un brazo por encima de los hombros.

– Steph ha sugerido que pasemos de la boda y nos vayamos a vivir juntos, pero no sé si es una idea muy buena.

Morelli tampoco se quedaba corto a la hora de contar mentiras, y a veces tenía un sentido del humor repugnante.

Mi madre inspiró profundamente y apuñaló un trozo de carne con tal fuerza que el tenedor resonó contra el plato.

– He oído que eso es lo moderno -dijo la abuela-. Yo no le veo nada malo. Si quisiera enrollarme con un hombre, sencillamente lo haría. ¿Qué significa un estúpido trozo de papel? De hecho, me habría liado con Eddie DeChooch, pero no le funciona el pene.

– Cristo bendito -dijo mi padre.

– No es que sólo me interesen los hombres por su pene -añadió la abuela-. Lo que pasa es que Eddie y yo sólo nos sentíamos atraídos físicamente. A la hora de hablar no teníamos mucho que decirnos.

Mi madre hacía gestos como si se estuviera apuñalando en el pecho.

– Mátame y ya está -dijo-. Sería lo más fácil.

– Es la retirada -nos susurró la abuela a Joe y a mí.

– ¡No es la retirada! -aulló mi madre-. ¡Eres tú! ¡Tú me vuelves loca! -señaló con el dedo a mi padre-. ¡Y tú me vuelves loca! ¡Y tú también! -dijo mirándome furibunda-. Todos me volvéis loca. Por una sola vez me gustaría cenar sin conversaciones sobre órganos reproductores, alienígenas, ni disparos. Y quiero que haya nietos sentados en esta mesa. Los quiero aquí el año que viene y quiero que sean legales. ¿Creéis que me voy a quedar aquí para siempre? Me moriré muy pronto y entonces os arrepentiréis.

Todos nos quedamos boquiabiertos y paralizados. Nadie dijo ni pío durante sesenta segundos enteros.

– Nos vamos a casar en agosto -farfullé-. La tercera semana de agosto. Queríamos daros una sorpresa.

La cara de mi madre se iluminó.

– ¿De veras? ¿La tercera semana de agosto?

No. Era una mentira descarada. No sé de dónde salió. Sencillamente me salió de la boca. Lo cierto es que mi compromiso había sido bastante confuso, teniendo en cuenta que la proposición de matrimonio se hizo en un momento en el que era difícil distinguir entre el deseo de pasar el resto de nuestras vidas juntos y el deseo de practicar sexo con cierta regularidad. Dado que el impulso sexual de Morelli hace que el mío parezca insignificante, generalmente él suele estar con mayor frecuencia a favor del matrimonio que yo. Supongo que lo más acertado sería decir que estábamos prometidos para estar prometidos. Y ése es un terreno muy cómodo para los dos, porque es lo bastante impreciso para absolvernos a Morelli y a mí de una discusión seria sobre el matrimonio. Una discusión seria sobre el matrimonio acaba siempre con gritos y portazos.

– ¿Has ido a mirar vestidos? -preguntó la abuela-. No nos queda mucho tiempo para agosto. Necesitas un vestido de novia. Y además están las flores y el banquete. Y tienes que reservar la iglesia. ¿Has preguntado ya en la iglesia?

La abuela saltó de su silla.

– Tengo que llamar a Betty Szajack y a Marjorie Swit.

– ¡No, espera! -dije-. Todavía no es oficial.

– ¿Qué quieres decir con que… no es oficial? -preguntó mi madre.

– Hay mucha gente que no lo sabe.

Por ejemplo, Joe.

– ¿Y la abuela de Joe? -preguntó mi abuela-. ¿Lo sabe ella? No me gustaría que la abuela de Joe se enfadara. Sabe echar el mal de ojo.

– Nadie sabe echar el mal de ojo -dijo mi madre-. El mal de ojo no existe.

Al mismo tiempo que lo decía pude apreciar que se esforzaba por no hacerse la señal de la cruz.

– Y, además -dije yo-, no quiero una gran boda con vestido de novia y todo eso. Quiero… una barbacoa.

No podía ni creer que hubiera dicho aquello. Por si fuera poco haber anunciado la fecha de mi boda, ahora resultaba que la tenía perfectamente planeada. ¡Una barbacoa! ¡Dios! Era como si no tuviera control de mi boca.

Miré a Joe y vocalicé «¡ socorro!» sin sonido.

Joe me echó un brazo por encima de los hombros y sonrió. El mensaje silencioso era: «Cariño, en esto te has metido tú solita».

– Bueno, es un alivio verte por fin felizmente casada -dijo mi madre-. Mis dos niñas… felizmente casadas.

– Eso me recuerda una cosa -le dijo la abuela a mi madre-. Valerie llamó anoche cuando fuiste a la tienda. Dijo algo de hacer un viaje, pero no me enteré muy bien de lo que decía a causa de todos los gritos que se oían por detrás.

– ¿Quién gritaba?

– Me imagino que sería la televisión. Valerie y Steven nunca gritan. Son la pareja perfecta. Y las niñas son dos perfectas damitas.

Que alguien me pegue un tiro.

– ¿Te dijo si quería que la llamara yo? -preguntó mi madre.

– No me lo dijo. Pasó algo y se cortó la comunicación.

La abuela se estiró en su silla. Desde su sitio tenía una buena visión de la calle a través de la ventana y algo había captado su atención.

– Se está parando un taxi delante de la casa -dijo la abuela.

Todos estiramos el cuello para ver el taxi. En el Burg, un taxi que se para delante de una casa es todo un acontecimiento.

– ¡Por todos los Santos! -dijo la abuela-. Podría jurar que la que sale del taxi es Valerie.

Todos nos levantamos de un salto y fuimos a la puerta. Acto seguido mi hermana y sus dos niñas entraban en la casa.

Valerie es dos años mayor que yo y tres centímetros más baja. Las dos tenemos el pelo castaño rizado, pero ella se lo tiñe de rubio y lo lleva más corto, como Meg Ryan. Supongo que eso es lo que se hacen con el pelo en California.

Cuando éramos pequeñas, Valerie era puding de vainilla, buenas notas y zapatillas blancas limpias. Yo era bizcocho de chocolate, el perro se comió mis deberes y rodillas desolladas.

Valerie se casó nada más acabar los estudios y se quedó embarazada inmediatamente. La verdad es que soy celosa. Yo me casé y me divorcié inmediatamente. Claro que yo me casé con un idiota mujeriego y Valerie se casó con un buen chico. Valerie sabe cómo encontrar a Don Perfecto.

Mis sobrinas se parecen muchísimo a Valerie antes de que se hiciera el rollo Meg Ryan. Pelo castaño rizado, grandes ojos marrones, un tono de piel más italiano que el mío. En el mapa genético de Valerie no intervino mucho la parte húngara. Y menos todavía les llegó a sus hijas, Angie y Mary Alice. Angie tiene nueve años, para cumplir cuarenta. Y Mary Alice cree que es un caballo.

Mi madre estaba toda sofocada y llorosa, con las hormonas revueltas, abrazando a las niñas, besando a Valerie.

– No me lo puedo creer -decía sin parar-. ¡No me lo puedo creer! Es una sorpresa enorme. No tenía ni idea de que ibais a venir a visitarnos.

– Te llamé. ¿No te lo ha dicho la abuela?

– No pude oír lo que estabas diciendo -dijo la abuela-. Había demasiado ruido y luego se cortó.

– Bueno, pues aquí estoy -dijo Valerie.

– Justo a tiempo para cenar -dijo mi madre-. He hecho un asado estupendo y hay tarta de postre.

Nos repartimos para poner más sillas, platos y vasos. Luego nos sentamos y empezamos a pasarnos el asado, las patatas y las judías verdes. La cena ascendió de repente a categoría de fiesta, la casa se llenó con un aire de celebración.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar con nosotros? -preguntó mi madre.

– Hasta que ahorre lo suficiente para comprar una casa -dijo Valerie.

Mi padre se puso pálido.

Mi madre estaba entusiasmada.

– ¿Os mudáis a Nueva Jersey?

Valerie se sirvió un solo trozo de carne limpia.

– Me parecía que era lo mejor.

– ¿Le han dado el traslado a Steve? -preguntó mi madre.

– Steve no viene -Valerie extirpó quirúrgicamente el único trocito de grasa pegado a su carne-. Steve me ha abandonado.

Se acabó la fiesta.

Morelli fue el único que no soltó el tenedor. Le dirigí una mirada y me di cuenta de que se esforzaba por no sonreír.

– En fin, vaya cagada, ¿no? -dijo la abuela.

– Te ha abandonado -repitió mi madre-. ¿Qué quieres decir con que te ha abandonado? Steve y tú sois la pareja perfecta.

– Yo también lo creía. No sé qué fue lo que pasó. Yo creía que todo iba bien entre nosotros y, de repente, paf, desaparece.

– ¿Paf? -dijo la abuela.

– Sin más -contestó Valerie-. Paf.

Se mordió el labio inferior para que dejara de temblar.

A mi madre, a mí padre, a mi abuela y a mí nos entró pánico ante aquel labio tembloroso. Nosotros no hacíamos esa clase de exhibiciones sentimentales. Teníamos mal genio e ironía. Cualquier cosa que fuera más allá del mal genio y la ironía era territorio virgen. Y, desde luego, no sabíamos cómo tomarnos aquello por parte de Valerie. Ella es la reina de hielo. Eso sin mencionar que su vida ha sido siempre perfecta. Esta clase de cosas sencillamente no le pasan a Valerie.

Los ojos se le pusieron rojos y húmedos.

– ¿Puedes pasarme la salsa? -le preguntó a la abuela Mazur.

Mi madre se levantó de la silla de un salto.

– Te voy a traer de la cocina salsa caliente.

La puerta batiente de la cocina se cerró detrás de mi madre. Se escuchó un chillido y el sonido de un plato al estrellarse contra la pared. Automáticamente busqué a Bob, pero estaba durmiendo debajo de la mesa. La puerta de la cocina volvió a abrirse y mi madre salió por ella tranquilamente, con la salsera.

– Estoy segura de que sólo se trata de algo temporal -dijo mi madre-. Estoy segura de que Steve recobrará la cordura.

– Creía que nuestro matrimonio iba bien. Hacía comidas ricas. Y tenía la casa limpia. Iba al gimnasio para mantenerme atractiva. Hasta me corté el pelo como Meg Ryan. No entiendo qué pudo ir mal.

Valerie siempre ha sido el miembro más comunicativo de la familia. Siempre bajo control. Sus amigas la llamaban Santa Valerie porque siempre estaba serena… como la estatua de la Vir gen de Ronald DeChooch. Y ahora el mundo que la rodeaba se venía abajo y no estaba exactamente serena, pero tampoco estaba enloquecida. Parecía más que nada triste y confundida.

Desde mi punto de vista, era un poco extraño, porque, cuando mi matrimonio se fue a pique, me oyeron gritar desde seis kilómetros a la redonda. Y cuando Dickie y yo fuimos a juicio, me contaron que hubo un momento en que la cabeza me daba vueltas como la de la niña de El exorcista. Dickie y yo no tuvimos un gran matrimonio, pero le sacamos todo el partido al divorcio.

Me dejé arrastrar por el momento y le dediqué a Morelli una mirada de «los hombres son unos cabrones».

Sus ojos se oscurecieron y el principio de una sonrisa le tensó la boca. Me pasó la yema de un dedo por la nuca y una oleada de calor me recorrió desde el estómago hasta allí mismo.

– ¡Jesus! -dije.

Su sonrisa se ensanchó.

– Por lo menos estarás bien económicamente -dije-. Según las leyes de California, ¿no te corresponde la mitad de todo?

– La mitad de nada es nada dijo Valerle-. La casa está hipotecada por más de lo que vale. Y en la cuenta corriente no hay nada porque Steve ha estado transfiriendo nuestro dinero a las Caimán. Es un hombre de negocios maravilloso. Eso dice todo el mundo. Era una de las cosas que me lo hacían más atractivo.

Respiró profundamente y le cortó la carne a Angíe. Luego le cortó la carne a Mary Alice.

– La manutención de las niñas -dije-. ¿Qué pasa con la manutención de las niñas?

– En teoría, supongo que Steve tendría que ayudar a mantener a las niñas, pero, bueno, ha desaparecido. Me imagino que estará en las Caimán con nuestro dinero.

– ¡Qué horror!

– La verdad es que Steve se ha fugado con la niñera.

Todos nos quedamos sin respiración.

– Cumplió dieciocho años el mes pasado -dijo Valerie-. Le compré un Beanie Baby de regalo de cumpleaños.

Mary Alice relinchó.

– Quiero heno. Los caballos no comen carne. Los caballos tienen que comer heno.

– Qué monada -dijo la abuela-. Mary Alice sigue creyendo que es una yegua.

– Soy un caballo hombre -dijo Mary Alice.

– No seas un caballo hombre, cariño -le dijo Valerie-. Los hombres son una basura.

– Algunos hombres están bien -dijo la abuela.

– Todos los hombres son basura -dijo Valerie-. Salvo papá, por supuesto.

No mencionó a Joe en la exclusión de la basura.

– Los caballos hombres galopan más deprisa que los caballos señoras -dijo Mary Alice, y, acto seguido, le lanzó una cucharada de puré de patata a su hermana. El puré pasó volando por delante de Angie y aterrizó en el suelo. Bob salió disparado de debajo de la mesa y se lo comió.

Valerie miró enfadada a Mary Alice.

– No es de buena educación lanzar puré de patatas.

– Eso -dijo la abuela-. Las señoritas no tiran puré a sus hermanas.

– No soy una señorita -dijo Mary Alice-. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡Soy un caballo! -y le lanzó un puñado de puré a la abuela.

La abuela entornó los ojos y le tiró una judía verde a Mary Alice a la cabeza.

– ¡La abuela me ha pegado con una judía! -chilló Mary Alice-. ¡Me ha pegado con una judía! Que no me tire más judías.

Hasta aquí llegaron las perfectas damitas. Bob se comió la judía inmediatamente.

– No le deis de comer al perro -dijo mi padre.

– Espero que no os moleste que me presente en casa de esta manera -dijo Valerie-. Será sólo hasta que encuentre trabajo.

– Sólo tenemos un cuarto de baño -dijo mi padre-. Tengo que disponer del baño a primera hora de la mañana. Las siete es mi hora de baño.

– Será maravilloso teneros a las niñas y a ti en casa -dijo mi madre-. Y puedes ayudarnos a preparar la boda de Stephanie. Stephanie y Joe acaban de anunciar la fecha.

Valerie se atragantó y los ojos se le volvieron a poner rojos y llorosos.

– Enhorabuena -dijo.

La ceremonia de matrimonio de la tribu Tuzi dura siete días y acaba con la perforación ritual del himen -dijo Angie-. Entonces, la novia se va a vivir con la familia de su marido.

– Vi un programa especial sobre alienígenas en televisión -dijo la abuela-. Y no tenían himen. No tenían nada en absoluto ahí abajo.

– ¿Los caballos tienen himen? -quiso saber Mary Alice.

– Los caballos hombres no -dijo la abuela.

– Qué bien que te vayas a casar -dijo Valerie.

Y entonces rompió a llorar. No a sollozar ni a derramar lágrimas contenidas. Valerie se puso a llorar a chorros, gimiendo a lo grande, hipando y volcando toda su desgracia en lamentos. Las dos damitas también se pusieron a llorar, con unos gemidos a pleno pulmón como sólo un niño puede emitir. Y de repente, también lloraba mi madre, resollando en la servilleta. Y Bob se puso a aullar. Aaaauuuuuuu, aaaauuuuuuu.

– Nunca me volveré a casar -dijo Valerie entre sollozos-. Nunca, nunca, nunca. El matrimonio es obra del diablo. Los hombres son el Anticristo. Me voy a hacer lesbiana.

– ¿Cómo se hace eso? -preguntó la abuela-. Siempre he querido saberlo. ¿Tienes que llevar un pene falso? Una vez vi un programa de televisión y las mujeres llevaban unas cosas hechas de cuero negro que tenían la forma de enormes…

– ¡Matadme! -gritó mi madre-. Por favor, matadme. Me quiero morir.

Mi hermana y Bob retomaron sus gemidos y aullidos. Mary Atice se puso a relinchar a todo volumen. Y Angie se tapaba los oídos para no oír.

– La, la, la, la… -cantaba Angie.

Mi padre retiró su plato y miró alrededor. ¿Dónde estaba su café? ¿Dónde estaba su tarta?

– Esto te va a suponer una gran deuda conmigo -me susurró Morelli al oído-. Esto es una noche de sexo a lo perro.

– Me está empezando a doler la cabeza -dijo la abuela-. No puedo soportar este alboroto. Que alguien haga algo. Poned la televisión. Sacad los licores. ¡Haced algo!

Me levanté de la silla, fui a la cocina y saqué el pastel. Tan pronto como estuvo encima de la mesa, todo el llanto cesó. Si hay algo a lo que se concede atención en esta familia es… al postre.


Morelli, Bob y yo regresamos a casa en silencio; ninguno sabíamos qué decir. Morelli aparcó delante de casa, giró la llave de contacto y se volvió hacia mí.

– ¿Agosto? -preguntó con una voz más aguda que la habitual, incapaz de contener su incredulidad-. ¿Quieres casarte en agosto?

– ¡Me salió sin querer! Fue por culpa de ese rollo de morirse de mi madre.

– Tu familia hace que la mía parezca la Tribu de los Brady.

– ¿Me estás tomando el pelo? Tu abuela está loca. Le echa mal de ojo a la gente.

– Es un rollo italiano.

– Es un rollo de loca.

Un coche se acercó al aparcamiento, frenó en seco, se abrió la puerta y El Porreta cayó rodando al pavimento. Joe y yo corrimos hacia él al mismo tiempo. Cuando llegamos a su lado, El Porreta ya había conseguido incorporarse hasta quedar sentado. Se estaba agarrando la cabeza y le salía sangre por entre los dedos.

– Eh, colega -dijo El Porreta-, creo que me han pegado un tiro. Estaba viendo la televisión cuando oí un ruido en el porche, así que me di la vuelta y vi una cara espantosa mirándome por la ventana. Era una ancianita aterradora, con unos ojos verdaderamente espantosos. Estaba, o sea, oscuro, pero pude verla a través del cristal. Y de repente, sacó una pistola y me disparó. Y rompió la ventana de Dougie y todo. Tendría que haber una ley contra ese tipo de cosas, colega.

El Porreta vivía a dos manzanas del Hospital de St. Francis, pero lo había pasado de largo y había venido a pedirme ayuda a mí. ¿Por qué a mí?, me pregunté. Y entonces me di cuenta de que estaba pensando como mi madre y me di un pescozón mental en el cogote.

Volvimos a meter a El Porreta en su coche. Joe lo condujo hasta el hospital y yo les seguí en la camioneta de Joe. Dos horas más tarde habíamos cumplido con todas las formalidades médicas y policiales y El Porreta llevaba un espectacular esparadrapo en la frente. La bala le había rozado justo encima de la ceja y se había incrustado en la pared de la sala de Dougie.

De pie, en la sala de la casa de Dougie, examinamos el agujero de la ventana.

– Tenía que haberme puesto el Súper Traje -dijo El Porreta-. Eso les habría desconcertado, colega.

Joe y yo nos miramos. Desconcertado. Sí, desde luego.

– ¿Crees que estará seguro en esta casa? -le pregunté a Joe.

– Es difícil decir lo que será seguro para El Porreta -contestó Joe.

– Amén -dijo El Porreta-. La seguridad vuela con alas de mariposa.

– No tengo ni idea de qué coño significa eso -dijo Joe.

– Significa que la seguridad es inconsistente, colega.

Joe me llevó aparte.

– A lo mejor deberíamos meterle en rehabilitación.

– Lo he oído, colega. Esa idea es un muermo. La gente esa de rehabilitación es superrara. Son, o sea, unos muermos. Son todos, no sé, como drogatas.

– Vaya por Dios, no nos gustaría dejarte en medio de una pandilla de drogatas -dijo Joe.

El Porreta asintió con la cabeza.

– Joder, tío, total.

– Supongo que se puede quedar en mi casa un par de días -dije. Y nada más decirlo… ya me estaba arrepintiendo. ¿Qué me pasaba a mí hoy? Era como si no tuviera la boca conectada con el cerebro.

– Guau, ¿harías eso por El Porreta? Es impresionante -El Porreta me dio un abrazo-. No te arrepentirás. Voy a ser un compañero de piso excelente.

Joe no parecía estar tan contento como El Porreta. Joe tenía planes para la noche. Durante la cena había comentado que le debía una noche de sexo a lo perro. Probablemente estaba de broma; pero puede que no. Con los hombres nunca se sabe. Tal vez lo mejor era irme con El Porreta.

Le hice un gesto con los hombros a Joe que significaba: «Oye, ¿qué puede hacer una?».

– Vale -dijo Joe-, vamos a salir de aquí y a cerrar con llave. Tú llévate a El Porreta y yo me llevo a Bob.


El Porreta y yo estábamos en el descansillo delante de mi apartamento. El Porreta llevaba una pequeña bolsa de deportes en la que imaginé que habría una muda de ropa y un buen surtido de drogas.

– Muy bien dije-, aquí estamos. Te doy la bienvenida a mi casa, pero nada de drogas aquí.

– Colega -dijo El Porreta.

– ¿Hay alguna droga en la bolsa?

– Oye, ¿de qué tengo pinta?

– Tienes pinta de colgado.

– Bueno, sí, pero eso es porque me conoces.

– Vacía la bolsa en el suelo.

El Porreta volcó el contenido de la bolsa en el suelo. Yo volví a meter la ropa y confisqué todo lo demás. Pipas y papelillos y una selección de sustancias ilegales. Entramos en el apartamento, tiré los contenidos de las bolsas de plástico por el retrete y las herramientas al cubo de la basura.

– Nada de drogas mientras vivas aquí -le dije.

– Eh, de buen rollo -dijo El Porreta-. El Porreta no necesita drogas. El Porreta es un consumidor recreativo.

Huy, huy.

Le di a El Porreta una almohada y una manta y me fui a la cama. A las 4.00 de la mañana me despertó la televisión de la sala de estar a todo volumen. Salí arrastrando los pies, con mi camiseta y los boxers de franela y miré furiosa a El Porreta.

– ¿Qué pasa? ¿No puedes dormir?

– Normalmente duermo como un tronco. No sé lo que me pasa hoy. Me encuentro como el culo, tía. ¿Sabes a lo que me refiero? Atacado.

– Sí. A mí me parece que necesitas un canuto.

– Es terapéutico, colega. En California puedes comprar la hierba con receta.

– Olvídalo.

Me volví al dormitorio, cerré la puerta, eché el pestillo y me puse la almohada encima de la cabeza.


Cuando salí del dormitorio eran las siete. El Porreta estaba dormido en el suelo y en la tele estaban poniendo los dibujos animados del sábado. Puse en marcha la cafetera, le di a Rex un poco de agua fresca y de comida y metí una rebanada de pan en mi flamante tostadora nueva. El olor del café levantó a El Porreta del suelo.

– Eh -dijo-, ¿qué hay para desayunar?

– Café y tostadas.

– Tu abuela me habría hecho tortitas.

– Mi abuela no está aquí.

– Estás decidida a ponérmelo difícil, tía. Seguro que te has puesto ciega de donuts y a mí sólo me das tostadas. Esto afecta a mis derechos -no estaba gritando exactamente, pero tampoco hablaba en un susurro-. Soy un ser humano y tengo mis derechos.

– ¿De qué derechos estás hablando? ¿Del derecho a comer tortitas? ¿Del derecho a comer donuts?

– No me acuerdo.

Ay, madre.

Se desmoronó en el sofá.

– Este apartamento es deprimente. Me pone, o sea, como nervioso. ¿Cómo puedes soportar vivir aquí?

– ¿Quieres café o no?

– ¡Sí! Quiero café y lo quiero ahora mismo -su voz ascendió un tono. Ahora sí estaba gritando-. ¡¿Qué quieres, que me pase la vida esperando el café?!

Puse una taza de golpe en la encimera de la cocina, la llené de café y se la tiré a El Porreta. Luego marqué el teléfono de Morelli.

– Necesito drogas -le dije a Morelli-. Tienes que traerme drogas.

– ¿Quieres decir, antibióticos o algo así?

– No. Marihuana o algo así. Anoche tiré todas las drogas de El Porreta por el retrete y ahora le odio. Tiene un mono alucinante.

– Creía que querías limpiarle.

– No merece la pena. Me gusta más cuando está colocado.

– No te muevas de ahí -dijo Morelli, y colgó.

– Este café es como aguachirle, colega -dijo El Porreta-. Necesito un café italiano.

– ¡Vale! Vamos a por un puñetero café italiano.

Cogí el bolso y las llaves y empujé a El Porreta al descansillo.

– Eh, tengo que ponerme unos zapatos, tía -dijo El Potreta.

Puse los ojos en blanco exageradamente y solté un suspiro desmedido mientras El Porreta volvía a entrar en el apartamento a coger los zapatos. Genial. Yo ni siquiera estaba enganchada y también tenía el mono.

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