Diez

– Puedes llevarte la moto que tengo ahí atrás -dijo Vinnie-. La acepté como pago de una fianza. Un tío estaba escaso de fondos y me pagó con la moto. Ya tengo el garaje lleno de mierdas y no tengo sitio para una moto.

La gente limpiaba las casas al mismo tiempo que pagaba sus fianzas. Vinnie aceptaba equipos de música, televisiones, abrigos de visón, ordenadores y aparatos de gimnasia. Una vez aceptó para pagar la fianza de Madame Zaretsky su látigo y su perro amaestrado.

Normalmente estaría feliz ante la perspectiva de llevar una moto. Me saqué el carnet hace un par de años, cuando salía con un chico que tenía una tienda de motos. De vez en cuando he deseado hacerme con una moto, pero nunca he tenido dinero para comprármela. El problema es que no es el vehículo ideal para una cazarrecompensas.

– No quiero la moto -dije-. ¿Qué voy a hacer con una moto? No puedo traer a un NCT en moto.

– Exacto, y además, ¿qué hago yo? -dijo Lula-. ¿Cómo vas a meter a una mujer de figura ampulosa como yo en una moto? ¿Y mi pelo? Tendría que ponerme uno de esos cascos y me chafaría el pelo.

– Lo tomas o lo dejas -dijo Vinnie.

Solté un profundo suspiro y puse los ojos en blanco.

– ¿La moto trae cascos?

– Están en el almacén.

Lula y yo salimos a ver la moto.

– Va a ser algo bochornoso -dijo Lula, abriendo la puerta del almacén-. Va a ser un… espera un momento, fíjate. ¡Hostia!

No es cualquier motocicleta de mierda. Es una señora máquina. Era una Harley-Davidson FXDL Dyna Low Rider. Negra, con llamaradas verdes pintadas y los tubos de escape rectificados. Lula tenía razón. No era una moto cualquiera. Era un sueño erótico.

– ¿Sabes manejarla? -preguntó Lula. Le sonreí.

– Ah, sí -dije-. Desde luego que sí.

Lula y yo nos ajustamos los cascos y sacamos la moto. Metí la llave en el contacto, pisé el pedal y la Harley rugió debajo de mí.

– Houston, hemos despegado -dije. Y tuve un pequeño orgasmo.

Recorrí el callejón de detrás de la oficina un par de veces, para tomarle el pulso a la moto y, luego, me dirigí al edificio de apartamentos de Mary Maggie. Quería volver a intentar hablar con ella.

– Parece que no está en casa -dijo Lula tras la primera vuelta por su garaje-. No veo su Porsche.

No me sorprendía. Seguramente estaba en algún lugar comprobando los daños sufridos por su Cadillac.

– Esta noche tiene combate -le dije a Lula-. Podemos hablar con ella allí.


Cuando entré en el aparcamiento de mi edificio me fijé en los coches. No vi ni Cadillacs blancos, ni limusinas negras, ni el coche de Benny y Ziggy, ni el Porsche del MMM-ÑAM, ni el coche supercaro y probablemente robado de Ranger. Sólo la camioneta de Joe.

Cuando entré en casa Joe estaba tirado en el sofá viendo la televisión con una cerveza en la mano.

– He oído que te has cargado el coche -dijo.

– Sí, pero estoy bien.

– También había oído eso.

– DeChooch está como una cabra. Dispara a la gente. La atropella intencionadamente. ¿Qué le pasa? No es un comportamiento normal…, ni siquiera para un antiguo hampón. Vamos, entiendo que está deprimido… pero ¡joder! -fui a la cocina y le di a Rex un trozo de galleta que me había guardado durante el almuerzo.

Morelli entró en la cocina detrás de mí.

– ¿Cómo has llegado a casa?

– Vinnie me ha dejado una moto.

– ¿Una moto? ¿Qué clase de moto?

– Una Harley. Una Dyna Low Rider.

Sus ojos y su boca se fruncieron en una sonrisa.

– ¿Vas por ahí en una Harley?

– Sí. Y ya he tenido mi primera experiencia sexual en ella.

– ¿Tú sola?

– Sí.

Morelli soltó una risotada y se acercó a mí, aplastándome contra el mostrador; sus manos rodearon mis costillas, su boca rozó mi oreja, mi cuello.

– Apuesto a que puedo mejorarlo.


El sol se había puesto y el dormitorio estaba a oscuras. Morelli dormía a mi lado. Incluso dormido, Morelli irradiaba energía controlada. Su cuerpo era esbelto y duro. Su boca, suave y sensual. Los rasgos de su cara se habían vuelto más angulosos con la edad. Sus ojos más recelosos. Como poli había visto muchas cosas. Tal vez demasiadas.

Eché una mirada al reloj. Las ocho. ¡Las ocho! ¡Caray! Yo también me había quedado dormida. ¡Un momento antes estábamos haciendo el amor y de repente eran las ocho! Sacudí a Morelli para que se despertara.

– ¡Son las ocho de la noche! -dije.

– ¿Uh?

– ¡Bob! ¿Dónde está Bob?

Morelli saltó de la cama.

– ¡Mierda! Me vine aquí directamente del trabajo. ¡Bob no ha cenado!

La idea implícita era que a estas alturas Bob se habría comido cualquier cosa… el sofá, la televisión, los rodapiés.

– Vístete -dijo Morelli-. Le damos de comer a Bob y salimos a cenar una pizza. Luego puedes pasar la noche en mi casa.

– No puedo. Tengo que trabajar esta noche. Lula y yo no hemos conseguido hablar con Mary Maggie y vamos a ir al Snake Pit. Tiene un combate a las diez.

– No tengo tiempo para discutir -dijo Morelli-. Probablemente Bob se ha comido un trozo de pared. Vente cuando acabes en el Snake Pit.

Me agarró, me dio un beso y salió corriendo al pasillo.

– De acuerdo -dije. Pero Morelli ya se había ido.

No estaba muy segura de qué se ponía una para ir al Pit, pero un peinado de zorra parecía una buena idea, así que me puse los rulos calientes y me hice un cardado. Aquello aumentó mi estatura de un metro sesenta y cinco a un metro setenta. Me emperifollé con una buena capa de maquillaje, añadí, para mayor efecto, una falda elástica negra y tacones de diez centímetros, y me sentí muy guerrera. Agarré la cazadora de cuero y las llaves del coche del mostrador de la cocina. Un momento. Aquéllas no eran las llaves del coche. Eran las llaves de la moto. ¡Mierda! Nunca lograría meter el cardado en el casco.

Que no cunda el pánico, me dije. Piénsalo un momento. ¿De dónde puedes sacar un coche? Valerie. Valerie tiene el Buick. La llamo y le digo que voy a ir a un sitio en el que hay mujeres semidesnudas. Eso es lo que quieren ver las lesbianas, ¿no?

Diez minutos más tarde, Valerie me recogía en el aparcamiento. Seguía llevando el pelo pegado para atrás y no llevaba nada de maquillaje, salvo el carmín rojo sangre. Llevaba zapatos de hombre con puntera reforzada, un traje pantalón mil rayas y camisa blanca abierta en el cuello. Me resistí al impulso de mirar si por la camisa abierta le asomaba pelo del pecho.

– ¿Qué tal te ha ido hoy? -le pregunté.

– ¡Me he comprado unos zapatos nuevos! Míralos. ¿A que son estupendos? Me parece que son unos zapatos perfectos para una lesbiana.

Había que reconocerle una cosa a Valerie. No dejaba nada a medias.

– Me refiero al trabajo.

– Lo del trabajo no ha salido bien. Supongo que era de esperar. Si no tienes éxito a la primera… -puso todo su peso sobre el volante y logró que el Buick tomara la curva-. Pero he matriculado a las niñas en el colegio. Supongo que eso es algo positivo.

Lula nos esperaba en la acera, enfrente de su casa.

– Ésta es mi hermana Valerie -le dije a Lula-. Viene con nosotras porque tiene el coche.

– Parece que hace las compras en la sección de caballeros.

– Está haciendo un período de prueba.

– Oye, a mí plin -dijo 1,ula.

El aparcamiento del Snake Pit estaba abarrotado, así que dejamos el coche en la misma calle, a quinientos metros. Cuando llegamos a la puerta los pies me estaban matando y pensaba que ser lesbiana tenía sus ventajas. Los zapatos de Valerie parecían deliciosamente cómodos.

Nos dieron una mesa del fondo y pedimos las bebidas.

– ¿Cómo vamos a conseguir hablar con Mary Maggie? -quiso saber Lula-. Desde aquí casi no podemos ni ver.

– Ya he inspeccionado el local. Sólo hay dos puertas; cuando Mary Maggie acabe con su número en el barro, cada una de nosotras se pondrá en una puerta y la pillaremos al salir.

– Me parece un buen plan -dijo Lula, y se bebió su copa de un trago y pidió otra.

Había algunas mujeres con sus parejas, pero la mayor parte del local estaba lleno de hombres de caras serias, con la esperanza de que uno de los tangas se rompiera en el fragor de la pelea, que supongo que es el equivalente a placar a un defensa de rugby.

Valerie miraba con los ojos muy abiertos. Era difícil saber si reflejaban excitación o histeria.

– ¿Estás segura de que aquí conoceré a alguna lesbiana? -gritó por encima de aquel alboroto.

Lula y yo echamos un vistazo alrededor. No vimos ninguna lesbiana. Al menos ninguna que fuera vestida como Valerie,

– Nunca se sabe cuándo van a aparecer las lesbianas -dijo Lula-. Creo que lo mejor es que te tomes otra copa. Estás un poco pálida.

Cuando pedimos las siguientes copas le mandé una nota a Mary Maggie. Le dije en qué mesa estábamos y que quería que le pasara a DeChooch un mensaje de mi parte.

Media hora después aún no había recibido respuesta de Mary Maggie. Lula se había empujado cuatro Cosmopolitans y estaba preocupantemente sobria y Valerie había tomado dos Chablís y parecía muy contenta.

En el cuadrilátero, las mujeres se zurraban unas a otras. De vez en cuando metían en el lodo a algún desdichado borracho, que patinaba fuera de control hasta que tragaba un litro de barro y el árbitro le echaba de allí. Se daban tirones de pelo, se propinaban bofetadas y resbalaban sin cesar. Me imagino que el barro es resbaladizo. Hasta el momento ninguna había perdido el tanga, pero se veían abundantes pechos desnudos a punto de estallar por los implantes de silicona rebozados en barro. En conjunto, la cosa no resultaba muy atractiva y yo me alegré de tener un trabajo en el que la gente me pegara tiros. Era mejor que revolcarse en el barro medio desnuda.

Anunciaron el combate de Mary Maggie y ella apareció vestida con un bikini plateado. Estaba empezando a descubrir unas ciertas señas de identidad. Porsche plateado, bikini plateado. El público la vitoreó. Mary Maggie es famosa. Luego salió otra mujer. Se llamaba Animal y, entre nosotras, me preocupé por la integridad de Mary Maggie. Los ojos de Animal eran rojos brillantes y, aunque era difícil de decir desde lejos, estoy bastante segura de que tenía serpientes entre el pelo.

El árbitro tocó la campana y las dos mujeres se movieron en círculo y, luego, se embistieron la una a la otra. Tras un rato de empujarse sin mucho éxito, Mary Maggie resbaló y Animal cayó encima de ella.

Esto puso en pie a toda la sala, incluidas Lula, Valerie y yo. Todas gritábamos, animando a Mary Maggie a que destripara a Animal. Por supuesto, Mary Maggie tenía demasiada clase para destripar a Animal, de modo que se limitaron a revolcarse en el barro durante unos minutos y luego empezaron a provocar al público en busca de borrachos para pelear.

– Tú -dijo Mary Maggic señalándome.

Miré alrededor esperando ver a mi lado a un tío cachondo agitando en la mano un billete de veinte. Mary Maggie agarró el micrófono.

– Esta noche tenemos una invitada muy especial. Está con nosotros la Cazarrecompensas. También conocida como La Destroza Cadillacs. También conocida como La Acosa dora.

¡Madre mía!

– ¿Quieres hablar conmigo, Cazarrecompensas? -preguntó Mary Maggie-. Pues sube aquí.

– Puede que más tarde -dije, pensando que la personalidad de Mary Maggie en el escenario no tenía nada que ver con el ratón de biblioteca que había conocido antes-. Ya hablaremos después del espectáculo -le dije-. No quiero quitarte tu valioso tiempo en escena.

De repente estaba volando por el aire en manos de dos tíos enormes. Me llevaban, todavía sentada en mi silla, a dos metros de suelo, al escenario.

– ¡Socorro! -grité-. ¡Socorro!

Me colocaron encima del cuadrilátero. Mary Maggie sonrió. Animal rugió y giró la cabeza. Entonces volcaron la silla y sufrí una caída libre sobre el barro.

Animal me puso de pie tirándome del pelo.

– Relájate -dijo-. Esto no te va a doler.

Entonces me arrancó la camisa. Menos mal que llevaba el sujetador de encaje bueno de Victoria's Secret.

Al segundo siguiente las tres rodábamos por el barro hechas una pelota. Mary Maggie Mason, Animal y yo. Y entonces intervino Lula.

– Eh -dijo Lula-. Sólo hemos venido a hablar y le estáis destrozando la falda a mi amiga. Os vamos a cobrar la cuenta de la tintorería.

– ¿Ah, si? Pues cobra esto -dijo Animal mientras tiraba del pie de Lula, haciéndola caer de culo en el barro.

– Ahora sí que me he cabreado -dijo Lula-. Estaba intentando explicarte las cosas, pero ahora sí que me has cabreado.

Conseguí ponerme de pie mientras Lula peleaba con Animal. Estaba limpiándome el barro de los ojos cuando Mary Maggie Mason saltó sobre mí y me volvió a tirar boca abajo en el barro.

– ¡Socorro! -grité-. ¡Socorro!

– Deja de meterte con mi amiga -dijo Lula. Y agarró a Mary Maggie del pelo y la lanzó fuera del cuadrilátero como si fuera una muñeca de trapo. ¡Zas! Directamente encima de una mesa cercana al ring.

Otras dos luchadoras salieron de entre bambalinas y se metieron en el cuadrilátero. Lula despidió a una y se sentó encima de la otra. Animal saltó sobre Lula desde las cuerdas, ella soltó un alarido que helaba la sangre y rodó por el barro con Animal.

Mary Maggie había vuelto al ring. La otra luchadora también había vuelto al ring. Además se añadió un tipo borracho. Éramos siete en el barro, rodando entrelazados. Yo me aferraba a cualquier cosa que encontrara, intentando no escurrirme en el barro, y, no sé cómo, me agarré al tanga de Animal. De pronto todo el mundo silbaba y aullaba y los árbitros se metieron en el ring y nos separaron.

– Eh -dijo Lula, sin bajar la guardia-. He perdido un zapato. Será mejor que alguien encuentre mi zapato o no pienso volver aquí nunca más.

El encargado sujetaba a Lula de un brazo.

– No se preocupe. De eso nos encargamos nosotros. Venga por aquí. Por esta puerta.

Y antes de que nos diéramos cuenta de lo que estaba pasando, estábamos en la calle. Lula con un zapato y yo sin camisa.

La puerta se volvió a abrir y Valerie salió disparada junto con nuestros abrigos y bolsos.

– Esa tal Animal era muy rara -dijo Valerie-. Cuando le arrancaste las bragas, estaba calva por ahí abajo.


Valerie me dejó en casa de Morelli y se despidió de mí agitando la mano.

Morelli abrió la puerta y dijo lo que era obvio.

– Estás cubierta de barro.

– La cosa no salió exactamente como estaba planeada.

– Me gusta esa moda de no llevar camisa. Me podría acostumbrar a ella.

Me desnudé en el vestíbulo y Morelli se llevó mi ropa directamente a la lavadora. Cuando regresó, yo seguía allí de pie. Llevaba unos tacones de diez centímetros, barro y nada más.

– Me gustaría darme una ducha -le dije-, pero si no quieres que deje un reguero de barro por las escaleras puedes echarme un cubo de agua por encima en el patio de atrás.

– Sé que probablemente esto es enfermizo -dijo Morelli-. Pero se me está poniendo dura.


Morelli vive en unas casas adosadas en Slater, no muy lejos del Burg. Heredó esta casa de su tía Rose y la convirtió en su hogar. ¿Quién lo iba a suponer? El mundo está lleno de misterios. Su casa era muy parecida a la de mis padres, estrecha y con pocos lujos, pero llena de recuerdos y aromas entrañables. En el caso de Morelli, los aromas eran los de la pizza recalentada, perro y pintura reciente. Morelli estaba arreglando los marcos de las ventanas poco a poco.

Estabamos sentados a la mesa de su cocina… yo, Morelli y Bob. Morelli se estaba comiendo una tostada de canela y pasas y bebiendo café. Bob y yo nos comíamos todo lo demás que había en el frigorífico. No hay nada como un desayuno abundante después de una noche de lucha libre en el barro.

Yo llevaba puesta una camiseta de Morelli, unos pantalones de chándal prestados e iba descalza, puesto que mis zapatos seguían empapados por dentro y por fuera y probablemente los tendría que tirar a la basura.

Morelli se había vestido para ir a trabajar con su ropa de policía de paisano.

– No lo entiendo -le dije a Morelli-. Ese tío va por ahí en un Cadillac blanco y la policía no le detiene. ¿Cómo es eso?

– Probablemente no sale tanto por ahí. Se le ha visto un par de veces, pero no por alguien en condiciones de seguirle. Una vez Mickey Green, mientras patrullaba en moto. Otra, un coche de policía atascado en el tráfico. Y no es un caso prioritario. No sería lo mismo si hubiera alguien asignado con dedicación plena a buscarle.

– Es un asesino. ¿Eso no es prioritario?

– No se le busca exactamente por asesinato. Loretta Ricce murió de un ataque cardíaco. En este momento sólo se le busca para interrogarle.

– Creo que robó un asado del frigorífico de Dougie.

– Ah, eso le sube de categoría. Seguro que eso le pone en la lista de más buscados.

– ¿No te parece extraño que robara un asado?

– Cuando llevas en la policía tanto tiempo como yo, nada te parece demasiado extraño.

Morelli se acabó el café, enjuagó la taza y la puso en el lavaplatos.

– Tengo que irme. ¿Te quedas aquí?

– No. Necesito que me lleves a mi apartamento. Tengo que hacer cosas y visitar a alguna gente -y no me vendrían mal un par de zapatos.

Morelli me dejó frente a la puerta de mi edificio. Entré descalza, con la ropa de Morelli y la mía en la mano. El señor Morganstern estaba en el portal.

– Debe de haber sido una noche memorable -dijo-. Le doy diez dólares si me cuenta los detalles.

– De ninguna manera. Es usted demasiado joven.

– ¿Y si le doy veinte? Pero tendrá que esperar a primeros de mes, cuando reciba el cheque de la Seguridad Social.

Diez minutos después salía por la puerta ya vestida. Quería alcanzar a Melvin Baylor antes de que se fuera a trabajar. En honor a la Harley, me había puesto vaqueros, camiseta y la chupa de cuero. Salí rugiendo del aparcamiento y pillé a Melvin intentando abrir su coche. La cerradura estaba oxidada y Melvin no conseguía girar la llave. Por qué razón se empeñaba en cerrar aquel coche se escapaba a mi comprensión. Nadie querría robarlo. Iba vestido con traje y corbata y, salvo por los oscuros círculos que rodeaban sus ojos, tenía mucho mejor aspecto.

– Detesto molestarle -le dije-, pero tiene que ir al juzgado a renovar la fecha de juicio.

– ¿Y qué pasa con el trabajo? Tengo que ir a trabajar.

Melvin Baylor era un hombrecito encantador. Cómo tuvo el valor de mear en la tarta de bodas era un misterio.

– Tendrá que llegar tarde. Voy a llamar a Vinnie para que nos espere en el ayuntamiento y con un poco de suerte no tardaremos mucho.

– No puedo abrir el coche.

– Pues ha tenido suerte, porque le voy a llevar en mi moto.

– Odio este coche -dijo Melvin. Retrocedió y le propinó una patada a la puerta del coche, de la que cayó un trozo de metal oxidado. Agarró el espejo retrovisor, lo arrancó y lo tiró al suelo-. ¡Puto coche! -dijo lanzando el retrovisor de una patada al otro lado de la calle.

– Ha estado bien -dije-. Pero ahora deberíamos irnos.

– No he terminado -dijo Melvin intentando abrir el maletero, con la misma falta de éxito-. ¡Joder! -gritó. Se subió por el parachoques al maletero y se puso a pegar saltos. Luego subió al techo y allí siguió saltando.

– Melvin -dije-, creo que está un poquito fuera de control.

– Odio mi vida. Odio mi coche. Odio este traje -se bajó del coche, medio cayéndose, y volvió a intentar abrir el maletero. Esta vez lo consiguió. Rebuscó un poco en su interior y sacó un bate de béisbol-. ¡Ajá! -dijo.

¡Ay, madre!

Melvin se retiró y le atizó al coche con el bate. Y le atizó otra vez y otra vez, rompiendo a sudar. Destrozó una ventanilla y los cristales saltaron por los aires. Retrocedió y se miró una mano. Tenía un gran corte. Había sangre por todas partes.

¡Mierda! Me bajé de la moto y senté a Melvin en el bordillo. Todas las amas de casa del vecindario estaban en la calle contemplando el espectáculo.

– Necesito una toalla -dije. Luego llamé a Valerie y le dije que trajera el Buick a casa de Melvin.

Valerie llegó al cabo de un par de minutos. Melvin tenía la mano envuelta en una toalla, pero el traje y los zapatos estaban salpicados de sangre. Valerie salió del coche, vio a Melvin y se desplomó, crac, en el césped de los Selig. Dejé a Valerie tirada en el césped y me llevé a Melvin a urgencias. Le dejé ingresado y volví a la casa de los Selig. No tenía tiempo para esperar a que le cosieran. A no ser que la pérdida de sangre le provocara un shock, probablemente estaría allí durante horas antes de que le viera un médico.

Valerie estaba de pie junto al bordillo, con expresión confusa.

– No sabía qué hacer -me dijo-. No sé conducir la moto.

– No te preocupes. Te devuelvo el Buick.

– ¿Qué le pasaba a Melvin?

– Una explosión de temperamento. Se recuperará.


Lo siguiente de la lista era pasarme por la oficina. Yo creía que me había vestido para la ocasión, pero Lula me dejó como una aficionada. Llevaba botas de la tienda Harley, pantalones de cuero, chaleco de cuero y las llaves en una cadena sujeta al cinturón. Y colgada en el respaldo de la silla tenía una chaqueta de cuero con flecos en las mangas y el escudo de Harley cosido en la espalda.

– Por si tenemos que salir en la moto -dijo.

«Aterradora motorista negra vestida de cuero provoca el caos en las autopistas. Kilómetros de atasco debido a conductores con tortícolis.»

– Será mejor que te sientes para que te cuente lo que sé de DeChooch -me dijo Connie.

Miré a Lula.

– ¿Tú ya sabes lo de DeChooch?

La cara de Lula se iluminó con una sonrisa.

– Sí. Connie me lo ha contado al llegar esta mañana. Y tiene razón, será mejor que te sientes.

– Esto sólo lo sabe la gente de la familia -dijo Connie-. Se ha mantenido en estricto secreto, o sea, que tienes que guardártelo para ti sola.

– ¿De qué familia estamos hablando?

– De la familia.

– Entendido.

– Pues ésta es la cosa…

Lula ya se estaba riendo, incapaz de contenerse.

– Lo siento -dijo-. Es que me parto. Cuando lo oigas te caerás de la silla, ya verás.

– Eddie DeChooch se comprometió a hacer contrabando de cigarrillos dijo Connie-. Pensó que era una operación pequeña y que la podría llevar a cabo él solo. Alquiló un camión y lo condujo hasta Richmond, donde recogió los cartones de cigarrillos. Mientras está allí Louie D tiene un ataque cardíaco fatal. Como probablemente sepas, Louie D es de Jersey. Ha vivido en Jersey toda su vida, hasta que, hace un par de años, se trasladó a Richmond para ocuparse de ciertos negocios. Por eso, cuando Louie estira la pata, DeChooch coge el teléfono y lo notifica inmediatamente a la familia de Jersey.

»A la primera persona que llama DeChooch es a Anthony Thumbs -Connie hizo una pausa, se inclinó hacia delante y bajó la voz-. ¿Sabes a quién me refiero cuando hablo de Anthony Thumbs?

Asentí. Anthony Thumbs controla Trenton. Lo que dudo que sea un gran honor, dado que Trenton no es exactamente el centro de las actividades del hampa. Su verdadero nombre es Anthony Thumbelli, pero todo el mundo le llama Anthony Thumbs. Puesto que Thumbelli no es un apellido italiano muy frecuente, me imagino que fue fabricado en Ellis Island, como el apellido de mi abuelo Plum fue abreviado de Plumerri por un funcionario desbordado de trabajo.

Connie continuó.

– Anthony Thumbs nunca le ha tenido mucho cariño a Louie D, pero Louie D está muy bien relacionado, de alguna manera poco clara, y Anthony sabe que la cúpula de la familia está en Trenton. Así que Anthony Thumbs hace lo más sensato como cabeza de familia y le dice a DeChooch que acompañe al cuerpo de Louie D hasta Jersey para que lo entierren. Lo que pasa es que Anthony Thumbs, que no se distingue por ser el hombre más elocuente de la tierra, le dice a Eddie DeChooch, que no oye nada: "Tráeme a ese cabrón aquí". Cito textualmente. Anthony Thumbs le dice a Eddie DeChooch "Tráeme a ese cabrón aquí".

»DeChooch sabe que entre Louie D y Anthony Thumbs no existía precisamente amor. Y cree que es una vendetta y piensa que Anthony Thumbs le ha dicho: "Tráeme el corazón a mí".

Me quedé boquiabierta.

– ¿Qué?

Connie sonreía y por las mejillas de Lula corrían lágrimas de risa.

– Me encanta esta parte -dijo Lula-. Me encanta esta parte.

– Lo juro por Dios -dijo Connie- DeChooch creyó que Anthony Thumbs quería el corazón de Louie D. Total, que DeChooch se cuela en la funeraria por la noche y, haciendo un trabajo fino de carnicería, raja a Louie D y le saca el corazón. Al parecer, tuvo que romperle un par de costillas. El director de la funeraria… -Connie tuvo que detenerse un instante para recomponerse-. El director de la funeraria dijo que nunca había visto un trabajo tan profesional.

Lula y Connie se reían tanto que tuvieron que apoyarse en el escritorio con ambas manos para no caer rodando por el suelo.

Me puse una mano sobre la boca, sin saber si unirme a la risa del grupo o seguir mi propio impulso y vomitar.

Connie se sonó la nariz y se secó las lágrimas con un pañuelo de papel limpio.

– Vale. Total, que DeChooch mete el corazón en una nevera portátil con un poco de hielo y se pone en camino hacia Trenton con los cigarrillos y el corazón. Le lleva la nevera a Anthony Thumbs y le dice, henchido de orgullo, que le ha traído el corazón de Louie D.

Como es logico, Anthony se pone como una fiera y le dice a DeChooch que se lleve el puto corazón a Richmond y que haga que el enterrador se lo devuelva a Louie D.

»Les hacen jurar silencio a todos, porque no sólo es una situación embarazosa, además es una peligrosa falta de respeto entre dos facciones de la familia que, incluso en los mejores momentos, no se llevan demasiado bien. Y para colmo, la mujer de Louie D, que es una mujer muy religiosa, está alucinando porque han profanado el féretro de su marido. Sophia DeStephano se ha erigido en protectora del alma inmortal de Louie y está decidida a enterrarle completo, caiga quien caiga. Le ha dado un ultimátum a DeChooch: o devuelve el corazón de Louie o lo convierte en hamburguesas.

– ¿En hamburguesas?

– Una de las actividades de Louie es una planta procesadora de carne.

No pude controlar un escalofrío.

– Y aquí es donde las cosas se ponen confusas. DeChooch, no se sabe cómo, pierde el corazón.

Era tan alucinante que no estaba segura de si Connie me estaba contando la verdad o si ella y Lula se habían inventado todo aquello para gastarme una broma.

– ¿Perdió el corazón? -dije-. ¿Cómo pudo perder el corazón?

Connie levantó las palmas de las manos como si no se lo acabara de creer.

– Eso es lo que me ha contado la tía Flo, y es todo lo que ella sabe.

– No me extraña que DeChooch esté deprimido.

– Claro… -dijo Lula.

– ¿Y qué tiene que ver Lorena Ricci con todo esto?

Connie volvió a levantar las manos.

– No lo sé.

– ¿Y El Porreta y Dougie?

– Tampoco lo sé -dijo Connie.

– O sea, que lo que busca DeChooch es el corazón de Louie D.

Connie no dejaba de sonreír. Aquello le encantaba.

– Eso parece.

Me quedé pensando un minuto.

– En algún momento, DeChooch supuso que el corazón lo tenía Dougie. Y luego, que lo tenía El Porreta.

– Sí -dijo Lula-, y ahora cree que lo tienes tú.

Una miríada de puntitos negros me nublaron la vista, y en mi cabeza se pusieron a sonar campanas.

– Huy, huy -dijo Lula-, no tienes muy buena pinta.

Puse la cabeza entre las piernas e intenté respirar profundamente.

– ¡Cree que tengo el corazón de Louie D! -dije-. Cree que voy por ahí con un corazón. Dios mío, ¿qué clase de persona se pasea por ahí con el corazón de un muerto? Creía que se trataba de drogas. Creía que estábamos negociando con cocaína de El Porreta. ¿Cómo voy a hacer un trato con un corazón?

– No me parece que eso deba preocuparte -dijo Lula-, puesto que DeChooch no tiene ni a El Porreta ni a Dougie.

Le conté a Connie lo de la limusina y El Porreta.

– ¿A que es increíble? -dijo Lula-. A El Porreta lo ha secuestrado una ancianita. Puede que fuera la mujer de Louie D intentando recuperar el corazón de su marido.

– Más vale que no haya sido la mujer de Louie D -dijo Connie-. En comparación con ella la madre de Morelli parece cuerda. Por ahí se cuenta que una vez pensó que una de sus vecinas la despreciaba, y al día siguiente encontraron a aquella mujer muerta, con la lengua cortada.

– ¿Le dijo a Louie que la matara?

– No -dijo Connie-. Louie no estaba en casa en aquel momento. Estaba en viaje de negocios.

– Dios mío.

– De todas formas no creo que haya sido Sophia, porque he oído que lleva encerrada en casa desde que murió Louie, encendiendo velas y maldiciendo a DeChooch -Connie reflexionó un instante-. ¿Sabes quién más pudo secuestrar a El Porreta? La hermana de Louie D, Estelle Colucci.

En cualquier caso, secuestrar a El Porreta no era muy difícil. Basta con ofrecerle un porro para que te siga hasta los confines de la Tierra.

– Tal vez deberíamos ir a hablar con Estelle Colucci -le dije a Lula.

– Estoy dispuesta a todo -dijo Lula.


Benny y Estelle Colucci vivían en una casa de dos pisos del Burg primorosamente limpia. En realidad, todas las casas del Burg están primorosamente limpias. Es imprescindible para la supervivencia. El gusto en la decoración puede variar, pero las ventanas tienen que estar bien limpias siempre.

Aparqué la moto enfrente de la casa de los Colucci, llegué hasta la puerta y llamé. Nadie respondió. Lula se metió entre los arbustos que había debajo de las ventanas y echó una mirada dentro.

– No se ve a nadie -dijo-. No hay luces encendidas. La tele está apagada.

Luego probamos en el club. Benny no estaba. Seguí dos calles más en dirección a Hamilton y reconocí el coche de Benny en la esquina de Hamilton con Craed, aparcado delante del Tip Top Sandwich Shop. Lula y yo husmeamos a través de la cristalera. Benny y Ziggy estaban desayunando dentro.

El Tip Top es un café oscuro y estrecho que ofrece comidas caseras a precios razonables. El linóleo verde y negro del suelo está agrietado, las lámparas del techo dan una luz mortecina por la grasa que las cubre y los asientos de polipiel de las mesas están reparados con cinta de embalar. Mickey Spritz fue cocinero del ejército durante la guerra de Corea. Abrió el Tip Top cuando volvió del frente, hace treinta años, y desde entonces no ha cambiado nada. Ni el suelo, ni los asientos, ni el menú. Mickey y su mujer se encargan de la cocina. Y un deficiente mental, Pookie Potter, sirve las mesas y lava los platos.

Benny y Ziggy estaban concentrados comiéndose su desayuno cuando Lula y yo nos acercamos a ellos.

– ¡Demontres! -dijo Benny, levantando la mirada de los huevos y viendo a Lula con su modelo de cuero-. ¿De dónde saca a esta gente?

– Hemos pasado por su casa -le dije a Benny-. No había nadie.

– Claro. Porque estoy aquí.

– ¿Y Estelle? Estelle tampoco estaba en casa.

– Ha habido un fallecimiento en la familia -dijo Benny-.

Estelle va a estar fuera de la ciudad un par de días.

– Me imagino que se refiere a Louie D -dije-. Y a la pifia.

Había logrado captar la atención de Benny y Ziggy.

– ¿Sabe lo de la pifia? -preguntó Benny.

– Sé lo del corazón.

– ¡Santo Cristo Bendito! -dijo Benny-. Creí que estaba tirándose un farol.

– ¿Dónde está El Porreta?

– Ya le he dicho que no sé dónde está, pero, joder, mi mujer me está volviendo loco con el rollo del corazón. Tiene que darme el corazón. No oigo hablar de otra cosa… que tengo que conseguir el corazón. Soy humano, ¿sabe lo que quiero decir? No puedo soportarlo más.

– Benny tampoco está muy bien -dijo Ziggy-. También tiene sus enfermedades. Debería darle el corazón para que pueda descansar. Sería lo mejor que podría hacer.

– Y piense en Louie D, enterrado sin corazón -dijo Benny-. No está bien. Uno debe tener el corazón cuando lo entierran.

– ¿Cuándo se fue Estelle a Richmond?

– El lunes.

– El mismo día en que desapareció El Porreta -dije.

Benny se me acercó.

– ¿Qué está sugiriendo?

– Que Estelle secuestró a El Porreta.

Benny y Ziggy se miraron el uno al otro. No habían considerado aquella posibilidad.

– Estelle no hace ese tipo de cosas -dijo Benny.

– ¿Cómo se fue a Richmond? ¿Alquiló una limusina?

– No. Se llevó su coche. Iba a Richmond a visitar a la mujer de Louie D, Sophia, y luego se iba a Norfolk. Tenemos una hija allí.

– Me imagino que no llevará una foto de Estelle encima.

Benny sacó la cartera y me enseñó una fotografía de Estelle.

Era una mujer de aspecto agradable, con la cara redonda y el pelo corto y canoso.

– Bueno, yo tengo el corazón y ahora les corresponde a ustedes averiguar quién tiene a El Porreta -le dije a Benny.

Lula y yo nos fuimos.

– ¡Hostia! -dijo Lula cuandn estuvimos en la moto-. Te has portado muy fríamente con ellos. Me has hecho creer que de verdad sabías lo que hacías. Vamos, como que casi me he

creído que tenías el corazón.

Lula y yo regresamos a la oficina y mi teléfono móvil sonó en el momento en que cruzábamos la puerta.

– ¿Está tu abuela contigo? -me preguntó mi madre-. Se fue a la panadería esta mañana a primera hora, a comprar unos bollos, y todavía no ha vuelto.

– No la he visto.

– Tu padre ha salido a buscarla, pero no la ha podido encontrar. Y yo he llamado a todas sus amigas. Hace horas que desapareció.

– ¿Cuántas horas?

– No lo sé. Un par de horas. Pero es que no suele hacer algo así. Siempre vuelve a casa directamente desde la panadería.

– De acuerdo -dije-, me voy a buscar a la abuela. Llámame si aparece.

Corté la comunicación y el teléfono sonó otra vez inmediatamente.

Era Eddie DeChooch.

– ¿Sigues teniendo el corazón? -quería saber.

– Sí.

– Bueno, pues yo tengo algo para negociar.

Tuve una mala sensación en el estómago.

– ¿El Porreta?

– Inténtalo de nuevo.

Se oyeron unos ruidos y la abuela se puso al teléfono.

– ¿Qué es todo ese rollo del corazón? -preguntó la abuela.

– Es bastante complicado. ¿Estás bien?

– Hoy tengo un poco de artritis en la rodilla.

– No. Me refiero a si Choochy te está tratando bien.

Oí como DeChooch apuntaba a la abuela lo que tenía que decir. «Dile que estás secuestrada -decía-. Díle que te voy a volar la cabeza si no me da el corazón».

– No le voy a decir tal cosa -dijo la abuela-. ¿Cómo le sonaría? Y tampoco te hagas ideas raras. El que me hayas secuestrado no significa que sea fácil. No voy a hacer nada contigo a no ser que tomes precauciones. No les voy a dar la menor oportunidad a esas enfermedades.

DeChooch volvió a coger el teléfono.

– Éste es el trato: lleva el teléfono móvil y el corazón de Louie D al Centro Comercial Quaker Bridge y yo te llamaré a las siete en punto. Si metes en esto a la policía, tu abuela morirá.

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