Seis

Aparqué en el descampado de casa y me arrastré hasta el apartamento dejando charcos a mi paso. Benny y Ziggy esperaban en el descansillo.

– Hemos traído mermelada de fresa -dijo Benny-. Y es de la buena. Es Smucker's.

Cogí la mermelada y abrí la puerta.

– ¿Qué pasa?

– Hemos oído que ha pillado a Choochy echando un trago con el padre Carolli.

Los dos sonreían, disfrutando del momento.

– Ese Choochy es un punto -dijo Ziggy-. ¿Es verdad que le pegó un tiro a Jesucristo?

Sonreí con ellos. Ciertamente, Choochy era un punto.

– Las noticias vuelan -dije.

– Estamos lo que se podría decir «conectados» -dijo Ziggy-. Pero queríamos saberlo directamente por usted. ¿Qué tal aspecto tenía Choochy? ¿Estaba bien?, ¿Parecía… en fin, loco?

– Le disparó un par de tiros a El Porreta, pero falló. Carolli me dijo que Choochy estaba muy alterado desde el ataque.

– Y tampoco oye muy bien -dijo Benny.

En ese momento intercambiaron miradas. Sin sonreír.

El agua chorreaba de mis Levi's, formando un estanque en el suelo de la cocina. Ziggy y Benny se mantenían fuera de él.

– ¿Dónde está aquel tiparraco extraño? -preguntó Benny- ¿Ya no va con usted?

– Tenía cosas que hacer.


Me quité la ropa en cuanto se fueron Benny y Ziggy. Rex corría en su rueda, deteniéndose de vez en cuando para mirarme, sin entender el concepto de lluvia. A veces se ponía debajo de su botella de agua y le caían unas gotas en la cabeza, pero su experiencia con el clima era bastante limitada.

Me puse una camiseta nueva y Levi's limpios y me alboroté el pelo con el secador. Al acabar tenía bastante volumen pero muy poca forma, así que, para despistar, me puse una raya azul en el ojo.

Me estaba calzando las botas cuando sonó el teléfono.

– Tu hermana va para allá -dijo mi madre-. Necesita hablar con alguien.

Valerie debía de estar realmente desesperada para que se le ocurriera hablar conmigo. No nos llevábamos mal, pero no éramos muy íntimas. Demasiadas diferencias personales básicas. Y cuando se trasladó a California nos distanciamos todavía más.

Es curioso cómo resultan las cosas. Todos creíamos que el matrimonio de Valerie era perfecto.

El teléfono volvió a sonar y era Morelli.

– Está tarareando -dijo Morelli-. ¿Cuándo vas a venir a por él?

– ¿Tarareando?

– Bob y yo estamos intentando ver el partido y este capullo no para de tararear.

– Puede que esté nervioso.

– Claro, ¿no te jode? Tiene motivos para estar nervioso. Si no deja de tararear le voy a estrangular.

– Prueba a darle algo de comer.

Y colgué.

– Me gustaría saber qué anda buscando todo el mundo -le dije a Rex-. Sé que está relacionado con la desaparición de Dougie.

Se oyeron unos golpes en la puerta y mi hermana irrumpió con un aire jovial a lo Doris Day-Meg Ryan. Probablemente era perfecto para California, pero en Jersey no somos joviales.

– Estás insoportablemente jovial -le dije-. No recuerdo que fueras tan jovial.

– No estoy jovial…, estoy alegre. No pienso volver a llorar, nunca más en mi vida. A nadie le gustan las lloronas. Voy a seguir adelante con mi vida y voy a ser feliz. Voy a ser tan asquerosamente feliz que Mary Sunshine a mi lado va a parecer una fracasada.

Puagh.

– ¿Y sabes por qué puedo ser feliz? Porque estoy bien adaptada.

Valerie había hecho bien en volver a Jersey. Aquí se lo arreglaríamos.

– Así que ¿éste es tu apartamento? -dijo ella mirando alrededor-. Nunca había estado aquí.

Yo también lo miré y no me impresionó lo que vi. Tengo miles de ideas estupendas para el apartamento, pero, no sé por qué, nunca llego a comprar los candelabros de cristal en Illuminations ni el frutero de bronce del Pottery Barn. Mis ventanas tienen persianas y cortinas de batalla. El mobiliario es relativamente nuevo, pero sin imaginación. Vivo en un minúsculo apartamento barato de los setenta exactamente igual que cualquier otro minúsculo apartamento barato de los setenta. Martlia Stewart tendría una vaca en mi apartamento.

– Oye -dije-. Siento mucho lo de Steve, de verdad. No sabía que teníais problemas.

Valerie se derrumbó en el sofá.

– Yo tampoco lo sabía. Me tuvo completamente engañada. Un día volví del gimnasio y descubrí que la ropa de Steve no estaba. Luego encontré una nota en la cocina en la que decía que se sentía atrapado y tenía que marcharse. Y al día siguiente recibí la notificación de embargo de la casa.

– Puf.

– Empiezo a pensar que puede que sea algo bueno. Quiero decir que esto podría abrirme a un montón de nuevas experiencias. Por ejemplo, tengo que buscar trabajo.

– ¿Se te ha ocurrido algo?

– Quiero ser cazarrecompensas.

Me quedé muda. Valerie, cazarrecompensas.

– ¿Se lo has dicho a mamá?

– No. ¿Te parece que debería hacerlo?

– ¡No!

– Lo bueno de ser cazarrecompensas es que tú misma te organizas tus horarios, ¿verdad? O sea que podría estar en casa cuando las niñas lleguen del colegio. Y los cazarrecompensas son bastante duros y eso es lo que quiero que sea la nueva Valerie…, alegre pero dura.

Valerie llevaba una chaqueta de punto rojo de Talbots, vaqueros de marca planchados y mocasines de piel de serpiente. Ser dura le quedaba muy lejos.

– No estoy muy segura de que des el tipo de cazarrecompensas -le dije.

– Claro que doy el tipo de cazarrecompensas -dijo entusiasmada-. Lo único que necesito es ponerme en situación mental.

Se enderezó en el sofá y empezó a cantar la canción de la hormiga del caucho.

– ¡Tiene metas muy altas… metas muy aaaaaltas!

Me alegré de tener la pistola en la cocina, porque sentía la necesidad imperiosa de pegarle un tiro a Valerie. Estaba llevando la jovialidad mucho más allá del límite soportable.

– La abuela me ha dicho que estás trabajando en un caso importante y he pensado que podría ayudarte -dijo Valerie.

– No sé… el tío ese es un asesino.

– Pero muy viejo, ¿no?

– Sí. Es un asesino viejo.

– A mí me parece que es una buena ocasión para empezar -dijo Valerie levantándose del sofá-. Vamos a por él.

– No sé exactamente dónde encontrarle -dije.

– Probablemente les esté echando migas a los patos en el estanque. Eso es lo que hacen los viejos. Por la noche ven la tele y por el día dan de comer a los patos.

– Está lloviendo. No creo que les dé de comer a los patos bajo la lluvia.

Valerie echó una mirada por la ventana.

– Buena observación.

Se oyó un golpe seco en la puerta y el ruido de alguien comprobando si estaba abierta. Después otro golpe.

Morelli, pensé. Devolviendo a El Porreta.

Abrí la puerta y Eddíe DeChooch se coló en mi recibidor. Llevaba la pistola en la mano y estaba muy serio.

– ¿Dónde está? -preguntó DeChooch-. Sé que está viviendo contigo. ¿Dónde está ese asqueroso hijo de puta?

– ¿Se refiere a El Porreta?

– Me refiero a ese tío mierda que me está jodiendo la vida. Tiene una cosa que me pertenece y quiero que me la devuelva.

– ¿Cómo sabe que la tiene El Porreta?

DeChooch me empujó y entró en el dormitorio y en el cuarto de baño.

– Su amigo no lo tiene. Yo no lo tengo. El único que queda es ese subnormal de Porreta -DeChooch abría las puertas de los armarios y las cerraba de golpe-. ¿Dónde está? Sé que le

tienes escondido en algún sitio.

Me encogí de hombros.

– Me dijo que tenía que hacer algunos recados y no le he vuelto a ver.

Le puso la pistola en la cabeza a Valerie.

– ¿Quién es esta Miss Elegancia?

– Es mi hermana Valerie.

– A lo mejor debería cargármela.

Valerie miró de reojo el arma.

– ¿Es una pistola de verdad?

DeChooch desplazó la pistola diez centímetros a la derecha y disparó un tiro. La bala no pegó en la televisión por un milimetro y se alojó en la pared.

Valerie se puso blanca y soltó un chillido agudo.

– Caray, parece un ratón -dijo DeChooch.

– ¿Y ahora qué hago yo con esa pared? -le pregunté-. Le ha hecho un agujero enorme con la bala.

– Le puedes enseñar el agujero a tu amigo. Puedes decirle que su cabeza tendrá un agujero igual si no espabila.

– Yo podría ayudarle a recuperar esa cosa si me dice qué es.

DeChooch cruzó la puerta apuntándonos a Valerie y a mí.

– No me sigas -dijo- o te pego un tiro.

A Valerie le flaquearon las piernas y se sentó en el suelo.

Yo esperé un par de segundos antes de asomarme por la puerta y mirar al pasillo. Creía a DeChooch en lo de dispararnos.

Cuando por fin inspeccioné el descansillo DeChooch ya no estaba a la vista. Cerré la puerta con cerrojo y fui corriendo a la ventana. Mi apartamento está en la parte de atrás del edificio y las ventanas dan al aparcamiento. No es que sean muy buenas vistas, pero es útil para ver cómo se escapan los vejetes enloquecidos.

Vi cómo DeChooch salía del edificio y se marchaba en el Cadillac blanco. Le buscaba la policía, le buscaba yo y él iba por ahí en un Cadillac blanco. No era exactamente un fugitivo que se escondiera. ¿Y por qué no éramos capaces de pillarle? Yo sabía la respuesta en lo que a mí se refería. Era una inepta.

Valerie seguía en el suelo, igual de pálida.

– A lo mejor te apetece replantearte lo de ser cazarrecompensas -le sugerí. A lo mejor yo también debería replanteármelo.


Valerie regresó a casa de mis padres para buscar su Valium y yo volví a llamar a Ranger.

– Voy a dejar este caso -le dije a Ranger-. Te lo voy a pasar.

– Normalmente no abandonas -dijo Ranger-. ¿Qué te ha pasado en esta ocasión?

– DeChooch me está dejando como una idiota.

– ¿Y?

– Dougie Kruper ha desaparecido y creo que su desaparición tiene algo que ver con DeChooch. Me preocupa estar poniendo a Dougie en peligro por no dejar de darle el coñazo a DeChooch.

– Probablemente Dougie Kruper ha sido abducido por los alienígenas.

– ¿Quieres quedarte con el caso o no?

– No lo quiero.

– Vale. Vete al infierno -colgué y le saqué la lengua al teléfono. Agarré el bolso y la gabardina, y salí del apartamento y bajé las escaleras como una furia.

La deñora DeGuzman estaba en el vestíbulo. La señora DeGuzman es de las Filipinas y no habla una palabra de inglés.

– Humillante -le dije a la señora DeGuzman.

La señora DeGuzman sonrió y asintió con la cabeza como uno de esos perros que lleva la gente en la ventanilla trasera del coche.

Me metí en el CR-V y me quedé allí sentada, pensando cosas del tipo: Prepárate a morir, DeChooch. Y: Se acabó la señoritla amable, esto es la guerra. Pero resulta que no se me ocurría dónde encontrar a DeChooch, así que hice una pequeña excursión a la pastelería.

Eran cerca de las cinco cuando regresé al apartamento. Abrí la puerta y ahogué un alarido. Había un hombre en mi sala de estar. Tuve que mirar dos veces para darme cuenta de que era Ranger. Estaba sentado en una silla, con aspecto relajado, mirándome intensamente.

– Me has colgado el teléfono -dijo-. No me vuelvas a colgar el teléfono.

Su voz era tranquila pero, como siempre, su autoridad era incontestable. Llevaba pantalones negros de vestir, un jersey negro ligero de manga larga remangado hasta los codos y mocasines negros caros. Tenía el pelo muy corto. Yo estaba acostumbrada a verle con la ropa de faena de los cuerpos especiales y con pelo largo, y no le había reconocido de inmediato. Supongo que de eso se trataba.

– ¿Vas disfrazado? -le pregunté.

Me miró sin responder.

– ¿Qué llevas en la bolsa?

– Un bollo de canela de emergencia. ¿Qué haces aquí?

– He pensado que podíamos hacer un trato. ¿Hasta qué punto te interesa atrapar a DeChooch?

Ay, madre.

– ¿En qué estás pensando?

– Tú encuentra a DeChooch. Si necesitas ayuda para traerle, me llamas. Si yo logro atraparle, pasas una noche conmigo.

El corazón me dejó de latir. Ranger y yo llevamos años jugando a ese juego, pero nunca lo habíamos expresado con tanta claridad hasta ahora.

– Estoy medio comprometida con Morelli -dije.

Ranger sonrió.

Mierda.

Se oyó el ruido de una llave entrando en la cerradura de la puerta principal y ésta se abrió de par en par. Morelli entró a grandes zancadas y él y Ranger se saludaron con un gesto de cabeza.

– ¿Se ha acabado el partido? -le pregunté a Morelli. Él me lanzó una mirada asesina.

– Se acabó el partido y se acabó el trabajo de niñera. No quiero ni volver a ver a ese tío.

– ¿Dónde está?

Morelli se giró para mirar. El Porreta no estaba.

– ¡Joder! -dijo Morelli.

Volvió a salir al descansillo y metió a El Porreta en el apartamento arrastrándolo del cuello de la camisa, el equivalente policial de Trenton a una gata madre que recoge a un cachorro extraviado del cogote.

– Colega -dijo El Porreta.

Ranger se levantó y me pasó una tarjeta en la que había escrito un nombre y una dirección.

– La dueña del Cadíllac blanco -dijo.

Se colocó una chaqueta de cuero y se fue. Don Sociable. Morelli sentó a El Porreta en una silla delante de la televisión, le señaló con el dedo y le dijo que se estuviera quieto. Miré a Morelli y levanté las cejas.

– Con Bob funciona -dijo Morelli. Encendió la televisión y me hizo un gesto para que le siguiera al dormitorio-. Tenemos que hablar.

Hubo un tiempo en que la idea de entrar en un dormitorio con Morelli me daba un miedo de muerte. Ahora lo que hace es ponerme los pezones duros.

– ¿Qué pasa? -le dije cerrando la puerta.

– El Porreta me ha dicho que hoy has elegido un vestido de novia.

Cerré los ojos y me dejé caer de espaldas en la cama.

– ¡Es verdad! Me he dejado convencer -gruñí-. Mi madre y mi abuela se presentaron aquí y, de repente, me estaba probando un vestido en la tienda de Tina.

– Si nos fuéramos a casar me lo dirías, ¿verdad? Quiero decir que no aparecerías en la puerta de mi casa un día por las buenas, vestida de novia, y me dirías que teníamos que estar en la iglesia antes de que pasara una hora.

Me incorporé y le miré con los ojos entrecerrados.

– No hace falta ponerse susceptible por eso.

– Los hombres no nos ponemos susceptibles. Los hombres nos cabreamos. Las mujeres se ponen susceptibles.

Me levanté de la cama de un salto.

– ¡Es típico de ti hacer un comentario tan sexista como ése!

– A ver si te enteras -dijo Morelli-. Soy italiano. Tengo que hacer comentarios sexistas.

– Esto no va a salir bien.

– Bizcochito, será mejor que aclares las cosas antes de que tu madre reciba la factura de la Visa por ese vestido.

– Bueno, ¿y tú qué quieres hacer? ¿Quieres casarte?

– Claro que sí. Vamos a casarnos ahora mismo -echó la mano hacia atrás y cerró el pestillo del dormitorio-. Quítate la ropa.

– ¿Qué?

Morelli me tumbó en la cama y se echó encima de mí.

– El matrimonio es un estado mental.

– En mi familia no.

Me levantó la camiseta y miró lo que había debajo.

– ¡Quieto! ¡Espera un minuto! -le dije-. ¡No puedo hacerlo con El Porreta en el cuarto de al lado!

– El Porreta está viendo la tele.

Su mano me cubrió el hueso púbico, hizo algo mágico con el dedo índice, los ojos se me nublaron y un poco de baba me resbaló por la comisura de la boca.

– La puerta está cerrada, ¿verdad?

– Verdad -dijo Morelli. Me había bajado los pantalones hasta las rodillas.

– Tendrías que vigilar.

– ¿Vigilar qué?

– A El Porreta. Comprobar que no esté escuchando junto a la puerta.

– No me importa que esté escuchando junto a la puerta.

– A mí sí.

Morelli suspiró y se separó de mí.

– Tenía que haberme enamorado de Joyce Barnhardt. Ella habría invitado a El Porreta a mirar -abrió un poco la puerta y echó un vistazo. Entonces la abrió del todo-. ¡Mierda!

Me levanté y me subí los pantalones

– ¿Qué? ¿Qué?

Morelli ya había salido de la habitación y estaba recorriendo la casa, abriendo y cerrando puertas.

– El Porreta se ha ido.

– ¿Cómo puede haberse ido?

Morelli se detuvo y se encaró a mí.

– ¿Nos importa algo?

¡Si!

Otro suspiro.

– Sólo hemos estado un par de minutos en el dormitorio. No puede haber ido muy lejos. Voy a buscarle.

Crucé la habitación hasta la ventana y miré al aparcamiento. Se estaba yendo un coche. Era difícil verlo debajo de la lluvia, pero me pareció que era el de Ziggy y Benny. Un coche oscuro, de tamaño medio y fabricación norteamericana. Cogí el bolso, cerré la puerta y corrí por el pasillo. Alcancé a Morelli en el vestíbulo. Salimos por las puertas del aparcamiento y nos quedamos parados. Ni rastro de El Porreta. Ya ni se veía el coche oscuro.

– Me parece que puede estar con Ziggy y Benny -dije-. Podíamos probar en su club social.

No se me ocurría a qué otro sitio podrían llevar a El Porreta. Suponía que no se lo llevarían a su casa.

– Ziggy, Benny y DeChooch son socios del de Dominó de la calle Mulberry -dijo Morelli mientras ambos subíamos a su camioneta-. ¿Por qué crees que El Porreta puede estar con Benny y Ziggy?

– Me ha parecido ver su coche saliendo del aparcamiento. Y tengo la sensación de que Dougie y DeChooch y Benny y Ziggy están todos metidos en algo que empezó con un negocio de cigarrillos.

Atravesamos el Burg zigzagueando hasta llegar a la calle Mulberry y, como era de esperar, el coche azul oscuro de Benny estaba aparcado delante del club social de Dominó. Me apeé y puse una mano sobre el capó. Estaba caliente.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Morelli-. ¿Quieres que te espere en la camioneta o prefieres que te abra paso a golpes?

– El hecho de que sea una mujer liberada no quiere decir que sea idiota. Ábreme paso.

Morelli llamó a la puerta y un viejito la abrió sin quitar la cadena de seguridad.

– Me gustaría hablar con Benny -dijo Morelli. -Benny está ocupado.

– Dile que soy Joe Morelli.

– Aun así va a estar ocupado.

– Dile que si no sale a la puerta ahora mismo le voy a pren der fuego a su coche.

El viejo desapareció y regresó en menos de un minuto.

– Benny dice que si le das fuego a su coche va a tener que matarte. Además, se lo va a chivar a tu abuela.

– Dile a Benny que será mejor que no tenga a Walter Dunphy ahí dentro, porque Dunphy está bajo la protección de mi abuela. Si le pasa algo a Dunphy, le echará un mal de ojo a Benny.

Dos minutos después la puerta se abría por tercera vez y El Porreta salía disparado.

– Caramba -le dije a Morelli-. Estoy impresionada.

– Colega -dijo Morelli.

Metimos a El Porreta en la camioneta y le llevamos otra vez al apartamento. A medio camino le dio un ataque de risa, y Morelli y yo nos dimos cuenta de lo que había usado Benny como cebo para pescarle.

– Qué suerte he tenido -dijo El Porreta, sonriente y embobado-. Salgo un minuto a comprar un poco de mierda y esos dos tíos están directamente en el aparcamiento. Y ahora les gusto.

Hasta donde puedo recordar, mi madre y mi abuela han ido a misa todos los domingos por la mañana. Y de camino a casa, mi madre y mi abuela hacen una parada en la pastelería para comprarle un paquete de donuts de mermelada a mi padre, el pecador. Si El Porreta y yo nos sincronizábamos bien, llegaríamos uno o dos minutos después de los donuts. Mi madre se sentiría feliz porque había ido a visitarla. El Porreta se sentiría feliz porque le darían un donut. Y yo me sentiría feliz porque mi abuela se habría enterado de los últimos cotilleos de todo y de todos, incluido Eddie DeChooch.

– Tengo grandes novedades -dijo la abuela en cuanto abrió la puerta-. Stiva recibió ayer a Loretta Ricci y hoy a las siete va a ser el primer velatorio. Va a ser uno de esos de féretro cerrado, pero aun así merecerá la pena. A lo mejor hasta aparece Eddie DeChooch. Yo me voy a poner el vestido rojo nuevo. Esta noche va a haber llenazo. Todo el mundo estará allí.

Angie y Mary Alice estaban en el cuarto de estar delante de la televisión con el volumen tan alto que las ventanas vibraban. Mi padre también estaba en la sala de estar, repantingado en su sillón favorito, leyendo el periódico con los nudillos blancos por el esfuerzo.

– Tu hermana está en la cama con migraña -dijo la abuela-. Me imagino que mantenerse tan jovial es demasiado agotador. Y tu madre está haciendo rollitos de repollo. Hay donuts en la cocina, pero si eso no te vale, tengo una botella en mi dormitorio. Esta casa es un manicomio.

El Porreta cogió un donut y se fue a la sala a ver la televisión con las niñas. Yo me serví un café y me senté en la mesa de la cocina con mi donut.

La abuela se sentó enfrente de mí.

– ¿Qué estás haciendo hoy?

– Tengo una pista sobre Eddie DeChooch. Se le ha visto conduciendo un Cadillac blanco y acabo de conseguir el nombre de la dueña. Mary Maggie Mason -saqué la tarjeta del bolsillo y la miré detenidamente-. ¿Por qué me resultará fa miliar ese nombre?

– Todo el mundo conoce a Mary Maggie Mason -dijo la abuela-. Es una estrella.

– Yo no sé nada de ella -dijo mí madre.

– Porque tú nunca vas a ningún sitio -dijo la abuela-. Mary Maggie es una de las luchadoras en el barro del SnakcPit. Es la mejor.

Mi madre levantó la mirada de la cazuela de carne con arroz y tomate.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Elaine Barkolowsky y yo vamos al Snake Pit algunas veces después del bingo. Los jueves tienen lucha libre masculina y sólo llevan unos pequeños suspensores en sus partes. No son tan buenos como La Roca, pero no están nada mal.

– Es repugnante -dijo mi madre.

– Sí -dijo la abuela-. Te cobran cinco dólares por entrar, pero merece la pena.

– Tengo que irme a trabajar -le dije a mi madre-. ¿Puede quedarse El Porreta con vosotras un rato?

– Ya no consume drogas, ¿verdad?

– No. Está limpio -desde hace doce horas-. Aunque tal vez sea mejor que escondas el pegamento y el jarabe de la tos, por si acaso.

La dirección de Mary Maggie Mason que Ranger me había dado correspondía a un edificio de apartamentos muy alto y de lujo que daba al río. Recorrí el aparcamiento subterráneo observando los coches. Ni un Cadillac blanco, pero había un Porsche plateado con matrícula MMM-ÑAM.

Aparqué en una zona reservada para visitantes y subí en el ascensor al piso séptimo. Llevaba vaqueros y botas y una cazadora de cuero negro encima de una camisa de punto negra, y no me sentía vestida adecuadamente para aquel edificio. El edificio pedía seda gris y tacones altos y una piel tratada con láser y cuiada hasta la perfección.

Mary Maggie Mason abrió al segundo golpe. Iba vestida con chandal y llevaba el pelo castaño recogido en una coleta.

– ¿Sí? -preguntó mirándome desde el otro lado de sus gafas de concha, con un libro de Nora Roberts en la mano. Mary Maggie, la luchadora en el barro, lee novela romántica. En realidad, por lo que se veía al otro lado de la puerta, Mary Maggie se lo leía todo. Había libros por todas partes.

Le entregué mi tarjeta y me presenté.

– Estoy buscando a Eddíe DeChooch -le dije-. Me ha llaamado la atención que vaya por la ciudad conduciendo su coche.

– ¿El Cadillac blanco? Sí. Eddie necesitaba un coche y yo nunca llevo el Cadillac. Lo heredé cuando murió mi tío Ted. Seguramente debería venderlo, pero me produce nostalgia.

– ¿Cómo conoció a Eddie?

– Es uno de los dueños del Snake Pít. Eddie, Pinwheel Soba y Dave Vincent. ¿Por qué está buscando a Eddie? ¿No le irá a arrestar, verdad? Es un viejecito encantador.

– No se presentó el día de su juicio y hay que renovar la fianza. ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

– Lo siento. Se pasó por aquí la semana pasada. No recuerdo qué día. Quería que le prestara el coche. Su coche es un trasto Viejo. Siempre tiene algo estropeado. Por eso le dejo el Cadíllac muy a menudo. Le gusta llevarlo porque es grande y blanco y lo encuentra con facilidad por la noche en los aparcamientos. Eddie ya no ve demasiado bien.

No es asunto mío, pero yo no le prestaría el coche a un tío cegato.

– Al parecer le gusta mucho leer.

– Soy adicta a los libros. Cuando me retire de la lucha voy a abrir una librería de libros de misterio.

– ¿Se puede vivir vendiendo sólo libros de misterio?

– No. Nadie vive sólo de vender libros de misterio. Todas las tiendas son tapaderas de actividades de juego ilegal.

Estábamos de pie en el recibidor y yo husmeaba alrededor todo lo que podía para descubrir alguna prueba de que Mary Maggie estaba escondiendo allí a Chooch.

– Este edificio es magnífico -dije-. No sabía que la lucha en el barro diera para tanto.

– La lucha en el barro no da para nada. Vivo gracias a las promociones. Y tengo un par de empresas patrocinadoras -Mary Maggie miró su reloj de pulsera-. Caramba, qué tarde es. Tengo que irme. He de estar en el gimnasio dentro de media hora.

Saqué el coche del subterráneo y lo aparqué en una calle adyacente para hacer unas llamadas. La primera fue al teléfono móvil de Ranger.

– ¿Sí? -dijo Ranger.

– ¿Sabes que DeChooch tiene un tercio del Snake Pit?

– Sí. Lo ganó en una partida ilegal hace dos años. Creía que lo sabías.

– ¡Pues no lo sabía!

Silencio.

– Bueno, ¿y qué más sabes que yo no sepa?

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

Le colgué a Ranger y llamé a la abuela.

– Quiero que me busques un par de nombres en la guía de teléfonos -le dije-. Necesito saber dónde viven Pinwheel Soba y Dave Vincent.

Oí cómo la abuela pasaba hojas y por fin volvió a hablar.

– Ninguno de los dos viene en la guía.

¡Mierda! Morelli estaría en condiciones de proporcionarme las direcciones, pero no le iba a gustar que me metiera con los dueños del Snake Pit. Morelli me daría una insoportable charla sobre que tengo que tener cuidado y acabaríamos a grito pelado y luego tendría que comer una enorme cantidad de pasteles para tranquilizarme.

Respiré hondo y volví a marcar el teléfono de Ranger.

– Necesito unas direcciones -le dije.

– A ver si adivino -dijo él-. Pinwheel Soba y Dave Vinnt. Pinwheel está en Miami. Se mudó el año pasado. Ha abierto un club en South Beach. Vincent vive en Princeton. Parece ser que hay mal rollo entre DeChooch y Vincent.

Me dio la dirección de Vincent y cortó la comunicación.

Un destello plateado me llamó la atención y al mirar vi a Mary Maggie doblando la esquina en su Porsche. Salí detrás de ella. Sin seguirla exactamente, pero sin perderla de vista. Las dos ibamos en la misma dirección. Hacia el norte. Fui detrás de ella un rato y me pareció que se alejaba demasiado para ir al gimnasio. Dejé atrás mi desviación y atravesé el centro tras ella hacia el norte de Trenton. Si hubiera estado atenta me habría visto. Es muy difícil que un solo coche haga un seguimiento en condiciones. Afortunadamente, Mary Maggie no esperaba que nadie la siguiera.

Me alejé de ella cuando entró en la calle Cherry. Aparqué en una esquina de la casa de Ronald DeChooch y vi a Mary Maggie salir del coche, dirigirse a la puerta y tocar el timbre. La puerta se abrió y ella entró en la casa. Diez minutos después la puerta principal se volvió a abrir y Mary Maggie Mason salió. Permaneció uno o dos minutos en el porche charlando con Ronald. Luego se metió en su coche y se fue de allí. Esta vez fue al gimnasio. Vi cómo aparcaba y se metía en el edificio y me fui.

Tomé la autopista 1 hasta Princeton, saqué un mapa y localice la casa de Vincent. Princeton no forma realmente parte de Nueva Jersey. Es una pequeña isla de riqueza y excentricidad intelectual que flota en el Mar de la Megápolis Central. Es un pueblo de bondad infinita en la tierra del centro comercial. En Princeton el aire es más ligero, los tacones más bajos y los culos más apretados.

Vincent poseía una enorme casa colonial amarilla y blanca con medio acre de terreno en un extremo del pueblo. Había un garaje separado para dos coches. Ningún coche en el paseo. Ninguna bandera que proclamara que Eddie DeChooch residía allí. Aparqué a una casa de distancia, en la acera opuesta de la calle y me quedé mirando la casa. Muy aburrido. No pasaba nada. No entraban coches. No se veían niños jugando en la acera. No sonaba ensordecedor el heavy metal en ningún altavoz gigantesco del segundo piso. Un bastión de respetabilidad y decoro. Y un poquito sobrecogedora. Saber que estaba comprada con los beneficios del Snake Pit no alteraba la sensación de superioridad de la opulencia. Pensé que a Dave Vincent no le haría ninguna ilusión que una cazarrecompensas en busca de Eddie DeChooch perturbara su tranquilidad dominical. Y puede que me lo estuviera inventando, pero no creo que la señora Vincent aceptara la posibilidad de mancillar su estatus social albergando a tipos como Choochy.

Tras una hora de vigilancia sin resultados, un coche de la policía apareció en la calle y aparcó detrás de mí. Genial. Me iban a echar a patadas del barrio. Si alguien del Burg me pillara sentada vigilando su casa mandarían al perro para que se meara en las ruedas del coche. Como acción de apoyo, me gritarían una serie de improperios para que me largara de una vez. En Princeton te mandaban un agente de las fuerzas de orden público perfectamente planchado y bien educado para indagar. ¿Tiene clase o no?

No parecía tener mucho sentido discutir con el Agente Perfecto, así que salí del coche y fui hacia él mientras estaba examinando mi matrícula. Le entregué una tarjeta mía y el contrato de fianza que me autorizaba a detener a Eddie DeChooch. Y le di la explicación clásica de la vigilancia rutinaria.

Entonces él me explicó a mí que la buena gente de aquel vecindario no estaba acostumbrada a estar bajo vigilancia y que, probablemente, me iría mejor si llevara a cabo la vigilancia de manera más discreta.

– Por supuesto -le dije. Y me fui.

Si un policía es amigo tuyo, es el mejor amigo que puedas tener en tu vida. Pero, por otro lado, si no tienes cierta intimidad con un policía, lo mejor es no cabrearle.

De todas maneras, vigilar la casa de Vincent no me estaba sirviendo de nada. Si quería hablar con Dave Vincent lo mejor sería ir a verle al trabajo. Además, tampoco me vendría mal echar un vistazo al Snake Pit. No sólo podría hablar con Vincent; además tendría otra oportunidad con Mary Maggie Mason. Parecía una persona bastante agradable, pero estaba claro que sabía más de aquella historia.

Tomé la autopista 1 en dirección sur y, de repente, decidí echarle otro vistazo al garaje de Mary Maggie.

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