Siete

Llegué al garaje y di unas vueltas buscando el Cadillac blanco. Recorrí todos los pasillos arriba y abajo, pero no tuve suerte. Y menos mal, porque no sabía lo que iba a hacer si me encontraba con Choochy. No me sentía capaz de detenerle yo sola. Y la idea de aceptar la proposición de Ranger me produjo un orgasmo en el acto, seguido de un ataque de pánico.

Porque, a ver, ¿qué pasaba si dormía una noche con Ranger? ¿Qué pasaría? Supongamos que fuera tan increíble que ya no me interesara ningún otro hombre. Supongamos que fuera mejor en la cama que Joe. Y no es que Joe fuera un desastre en la cama. Pero es que Joe era simplemente mortal, y no estaba muy segura de Ranger.

Y ¿qué sería de mi futuro? ¿Me iba a casar con Ranger? No. Ranger no era de los que se casaban. ¡Qué coño!, Joe tampoco lo era mucho.

Y luego estaba el otro aspecto del asunto. Supongamos que yo no estuviera a la altura. Involuntariamente cerré los ojos con fuerza. ¡Agh! Sería horrible. Más que bochornoso.

¡Supongamos que él no estuviera a la altura! La fantasía estaría destrozada. ¿En qué pensaría entonces cuando estuviéramos a solas la ducha de masaje y yo?

Sacudí la cabeza para aclararme la cabeza. No quería planterame una noche con Ranger. Era demasiado complicado.


Ya era la hora de cenar cuando llegué a casa de mis padres. Valerie se había levantado de la cama y estaba sentada en la mesa con las gafas de sol puestas. Angie y El Porreta comían sándwiches de mantequilla de cacahuete delante de la televisión. Mary Alice galopaba por la casa, piafando y relinchando. La abuela estaba arreglada para ir al velatorio. Mi padre inclinaba la cabeza sobre el asado. Y mi madre estaba en el extremo opuesto de la mesa con un sofoco de primera. Tenía la cara sonrojada, el pelo humedecido en la frente y los ojos recorrían febrilmente la habitación, retando a cualquiera que se le ocurriera comentar que estaba en el umbral del cambio.

La abuela hizo caso omiso de mi madre y me pasó la salsa de manzana.

– Esperaba que te presentaras a cenar. Me vendría bien que me llevaras al velatorio.

– Claro que sí -dije-. Pensaba ir de todas formas.

Mi madre me dedicó una mirada sufriente.

– ¿Qué? -le pregunté.

– Nada.

– ¿Qué?

– La ropa que llevas. Si vas al velatorio de la Ricci vestida así no van a parar de llamarme durante una semana. ¿Qué le voy o decir a la gente? Pensarán que no tienes dinero para comprarte ropa decente.

Bajé la mirada a mis vaqueros y mis botas. A mí me parecían decentes, pero no estaba dispuesta a discutir con una mujer menopáusica.

– Tengo ropa que puedes ponerte -dijo Valerie-. De hecho, voy a ir contigo y con la abuela. ¡Será divertido! ¿Stiva sigue dando galletitas?

Seguro que hubo un error en el hospital. No es posible que yo tenga una hermana que piense que las funerarias son divertidas.

Valerie saltó de su silla y me arrastró de la mano escaleras arriba.

– ¡Sé exactamente lo que te vas a poner!

No hay nada peor que ponerse ropa de otros. Bueno, puede que el hambre en el mundo o una epidemia de tifus, pero, aparte de eso, la ropa prestada nunca sienta bien. Valerie es unos centímetros más baja que yo y pesa dos kilos menos. Calzamos exactamente el mismo pie y nuestros gustos en ropa no podían ser más opuestos. Vestirme con ropa de Valerie para ir al velatorio de la Ricci es como un Halloween en el infierno.

Valerie sacó una falda del armario.

– ¡Tachón! -cantó-. ¿A que es maravillosa? Es perfecta. Y también tengo la blusa perfecta. Y los zapatos perfectos. Va todo a juego.

Valerie siempre ha ido a juego. Sus zapatos y sus bolsos siempre combinan. Sus blusas y sus faldas combinan también. Y Valerie sabe llevar un foulard sin parecer una idiota.

Al cabo de cinco minutos Valerie me había pertrechado por completo. La falda era malva y lima con un estampado de lirios rosas y amarillos. El tejido era vaporoso y el bajo me llegaba por media pantorrilla. Probablemente a mi hermana, en L. A., le quedaba genial, pero en mí parecía una cortina de ducha de los setenta. Arriba llevaba una camisa elástica de algodón blanco con mangas farol y cuello de encaje. En los pies me puso unas sandalias de tiras rosas con tacones de ocho centímetros.

Nunca en mi vida se me habría ocurrido ponerme zapatos rosas.

Me miré en el espejo de cuerpo entero e intenté no hacer una mueca.


– Fíjate -dijo la abuela cuando llegamos a la funeraria de Stiva-. Está abarrotado. Teníamos que haber venido antes. Todos los asientos buenos junto al féretro estarán ya cogidos.

Nos encontrábamos en la entrada, intentando atravesar a duras penas la multitud de deudos que entraban y salían de los velatorios. Eran exactamente las siete en punto, y si hubiéramos llegado a la funeraria de Stiva un rato antes habríamos tenido que hacer cola fuera como en un concierto de rock.

– No puedo respirar -dijo Valerie-. Me van a despachurrar como a un insecto. Mis niñas se quedarán huérfanas.

– Tienes que pisarle los pies a la gente y darle patadas en las pantorrillas -dijo la abuela-, para que se separen de ti.

Benny y Ziggy estaban de pie junto a la puerta de la sala uno. Si Eddie cruzaba la puerta ya lo tenían. Tom Bell, el encargado de llevar el caso Ricci, también estaba allí. Además de la mitad de la población del Burg.

Sentí una mano en el culo, me di la vuelta rápidamente y vi a Ronald DeChooch inclinándose hacia mí.

– Hola, nena -dijo-. Me encanta la falda vaporosa. Apuesto a que no llevas braguitas.

– Escucha, saco de mierda sin polla -le dije a Ronald DeChooch-, si vuelves a tocarme el culo buscaré a alguien para que te pegue un tiro.

– Tienes carácter -dijo Ronald-. Eso me gusta.

Mientras, Valerie había desaparecido, arrastrada por la muchedumbre que avanzaba. Y la abuela se abría camino hacia el féretro como un gusano. Un féretro cerrado es algo muy peligroso, ya que existen precedentes de tapas que se abren misteriosamente ante la presencia de la abuela. Lo mejor es no separarse de la abuela y vigilar que no saque la lima de uñas y se ponga a trabajar en la cerradura.

Constantine Stiva, el enterrador favorito del Burg, descubrió a la abuela y se lanzó a interceptarla, llegando junto a la difunta antes que ella.

– Edna -dijo agitando la cabeza y sonriendo con su sonrisa de enterrador comprensivo-, me alegro de volver a verte.

La abuela causa el caos en el negocio de Stiva una vez a la semana, pero él no iba a plantarle cara a una futura clienta que ya no era ninguna pollita y que le había echado el ojo para su descanso eterno a una caja tallada en caoba de primera clase.

– Me ha parecido que lo correcto era venir a presentarle mis respetos -dijo la abuela-. Loretta era de mi grupo de tercera edad.

El propio Stiva había tenido que interponerse entre Loretta y la abuela alguna vez.

– Por supuesto -dijo-. Eres muy amable.

– Por lo que veo es otro de esos rollos a féretro cerrado -dijo la abuela.

– Elección de la familia -dijo Stiva con la voz melosa como las natillas y la expresión complaciente.

– Supongo que es lo mejor, teniendo en cuenta que le pegaron un tiro y luego la rajaron entera en la autopsia.

Stiva mostró un destello de nerviosismo.

– Es una pena que tuvieran que hacerle la autopsia -dijo la abuela-. A Loretta le dispararon en el pecho y podía haber tenido el féretro abierto, si no fuera porque cuando te hacen la autopsia supongo que te sacan el cerebro, y supongo que eso complica bastante que te hagan un buen peinado.

Tres personas que estaban a su lado resollaron y se fueron hacia la puerta a toda prisa.

– Bueno, ¿y cómo estaba? -le preguntó la abuela a Stiva-. ¿Habrías podido hacer algo con ella de no ser por lo del cerebro?

Stiva tomó a la abuela por el codo.

– ¿Por qué no vamos a la antecámara, que no está tan llena, y comemos unas galletitas?

– Es una buena idea -dijo la abuela-. Me vendría bien una galleta. De todas formas, aquí no hay nada que ver.

Les seguí y, por el camino, me detuve a charlar con Benny y Ziggy.

– No va a aparecer por aquí -les dije-. No está tan loco.

Ziggy y Benny se encogieron de hombros a la vez.

– Por si acaso -dijo Ziggy.

– ¿Qué pasó ayer con El Porreta?

– Quería ver el club -dijo Ziggy-. Salió del edificio de su apartamento a respirar un poquito de aire y nos pusimos a charlar, y una cosa llevó a la otra.

– Sí, no teníamos intención de secuestrar al pobre chaval -dijo Benny-. Y no queremos que la anciana señora Morelli nos eche mal de ojo. No creemos nada de esas supersticiones antiguas, pero ¿por qué arriesgarse?

– Hemos oído decir que le echó mal de ojo a Carmine Scallari y a partir de entonces ya no pudo… humm… funcionar más -dijo Ziggy.

– Según cuentan, probó incluso esa nueva medicina, pero no le sirvió de nada -dijo Benny.

Ambos tuvieron un escalofrío involuntario. No querían encontrarse en la misma situación que Carmine Scallari.

Eché una mirada al vestíbulo entre Benny y Ziggy y vi a Morelli. Estaba apoyado en la pared, observando a la multitud.

Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte negras y una camiseta negra debajo de la chaqueta de sport de mezclilla. Tenía un as pecto fuerte y demoledor. Los hombres se le acercaban para hablar de deportes y se iban al cabo de un rato. Las mujeres le observaban de lejos, preguntándose si sería tan peligroso como parecía, si era tan malo como su reputación.

Me miró desde el otro lado de la estancia y movió un dedo, haciendo el gesto internacional de «ven aquí». Cuando llegué a su lado me echó un posesivo brazo por encima y me besó en el cuello, justo debajo de la oreja.

– ¿Dónde está El Porreta?

– Viendo la televisión con las niñas de Valerie. ¿Estás aquí porque esperas atrapar a Eddie?

– No. Estoy aquí porque esperaba atraparte a ti. Creo que deberías dejar que El Porreta pase la noche en casa de tus padres y tú deberías venir a mi casa.

– Tentador, pero estoy con la abuela y Valerie.

– Acabo de llegar. ¿Ha conseguido la abuela abrir el féretro?

– Stiva la ha interceptado.

Morelli pasó un dedo por el ribete de encaje de la camisa.

– Me gusta el encaje.

– ¿Qué me dices de la falda?

– La falda parece una cortina de ducha. Bastante erótica. Me hace pensar en si llevarás ropa interior.

Ohdiosmio.

– Es lo mismo que me ha dicho Ronald DeChooch.

Morelli miró alrededor.

– No le he visto al llegar. No sabía que Ronald y Loretta Ricci se movieran en los mismos círculos.

– Puede que Ronald esté aquí por el mismo motivo por el que están Ziggy, Benny y Tom Bell.

La señora Dugan vino hacia nosotros, toda sonrisas.

– Enhorabuena -dijo-. Me he enterado de la boda. Estoy muy emocionada por vosotros. Y tenéis mucha suerte de haber conseguido el Salón de la PNA para el banquete. Tu abuela debe de haber tocado algunos palos para lograrlo.

¿El Salón de la PNA? Miré a Morelli y puse los ojos en blanco y él me dedicó una silenciosa sacudida de cabeza.

– Discúlpeme -le dije a la señora Dugan-. Tengo que encontrar a la abuela Mazur.

Bajé la cabeza y embestí a la multitud en busca de la abuela.

– La señora Dugan acaba de decirme que hemos alquilado el Salón de la PNA para el banquete -le susurré audiblemente-. ¿Es cierto?

– Lucille Stiller lo tenía alquilado para el cincuenta aniversario de boda de sus padres y su madre murió anoche. En cuanto nos enteramos nos lanzamos a pillarlo. ¡Estas cosas no pasan todos los días!

– No quiero dar un banquete en el Salón de la PNA.

– Todo el mundo quiere dar su banquete en el Salón de la PNA -dijo la abuela-. Es el mejor sitio del Burg.

– No quiero dar un gran banquete. Quiero una fiesta en el jardín de casa.

O nada en absoluto. ¡Si ni siquiera sé si va a haber boda!

– ¿Y si llueve? ¿Dónde vamos a meter a toda esa gente?

– No quiero que haya mucha gente.

– Deben de ser unos cien sólo de la familia de Joe -dijo la abuela.

Joe estaba detrás de mí.

– Me va a dar un ataque de pánico -le dije-. No puedo respirar. La lengua se me está inflamando. Me voy a asfixiar.

– Puede que asfixiarte sea lo mejor que te pueda pasar -dijoJoe.

Miré el reloj. Al velatorio todavía le quedaba hora y media.

Con mi suerte, en cuanto me fuera él entraría.

– Necesito aire -dije-. Me voy fuera un par de minutos.

– Todavía no he hablado con alguna gente -dijo la abuela-. Luego te veo.

Joe me siguió afuera y nos quedamos en el porche, respirando el aire del exterior, encantados de huir de los claveles y disfrutando del humo de los coches. Las farolas estaban encendidas y en la calle había un flujo constante de tráfico. Detrás de nosotros, la funeraria emitía un ruido festivo. No era música rock, pero sí muchas conversaciones y risas. Nos sentamos en un escalón y miramos el tráfico en silencio compartido. Allí estábamos, tan tranquilos, cuando el Cadillac blanco pasó por delante.

– ¿Era Eddie DeChooch? -le pregunté a Joe.

– A mí me lo ha parecido -dijo él.

Ninguno de los dos se movió. No podíamos hacer gran cosa al respecto. Nuestros coches estaban aparcados a dos manzanas.

– Deberíamos hacer algo para arrestarle -le dije a Joe.

– ¿Qué se te ocurre?

– Bueno, ahora ya es demasiado tarde, pero podías haberle pegado un tiro en una rueda.

– Lo recordaré la próxima vez.

Cinco minutos más tarde seguíamos allí y DeChooch volvió a pasar.

– ¡Jesús! -dijo Joe-. ¿Qué le pasa a ese tío?

– A lo mejor está buscando un sitio para aparcar.

Morelli se levantó.

– Voy a por la camioneta. Tú entra y díselo a Tom Bell.

Morelli se fue y yo fui a buscar a Bell. En las escaleras me crucé con Myron Birnbaum. Un momento. Myron Birnbaum se iba. Dejaba libre la plaza de su coche y DeChooch estaba buscando donde aparcar. Y conociendo a Myron Birnbaum, podía asegurar que había aparcado cerca. No tenía más que vigilar el sitio de Birnbaum hasta que apareciese DeChooch. Él aparcaría y yo le atraparía. Caramba, qué lista era.

Seguí a Birnbaum y, tal y como yo esperaba, había aparcado en la esquina, a tres coches de la funeraria, limpiamente encajado entre un Toyota y un Ford SUV. Esperé a que saliera, me coloqué en el espacio vacío y empecé a echar a la gente que intentaba aparcar. Eddie DeChooch apenas veía más allá del parachoques de su coche, así que no tenía que preocuparme porque me reconociera de lejos. Mi plan era guardarle el sitio y, en cuanto viera el Cadillac, esconderme detrás del SUV.

Oí unos tacones repiqueteando en el pavimento y, al volverme, vi a Valerie trotando hacia mí.

– ¿Qué está pasando? -dijo Valerie-. ¿Le estás guardando el sitio a alguien? ¿Quieres que te ayude?

Una anciana conduciendo un Oldsmobile de diez años se paró cerca del sitio reservado y puso la luz de giro a la derecha.

– Lo siento -dije con un gesto para que se fuera-, este sitio está ocupado.

La anciana respondió con un gesto para que yo me quitara de su camino.

Negué con la cabeza.

– Inténtelo en el aparcamiento.

Valerie estaba a mi lado, agitando los brazos, igual que uno de esos tíos que guían los aviones en las pistas. Iba vestida casi exactamente igual que yo, con la única diferencia de una ligera variación cromática. Sus zapatos eran de color lila.

La anciana me tocó la bocina y empezó a avanzar hacia la plaza de aparcamiento. Valerie retrocedió de un salto, pero yo me puse las manos en las caderas, le lancé a la mujer una mirada feroz y me negué a moverme.

Había otra anciana en el asiento del pasajero. Ésta bajó su ventanilla y sacó la cabeza.

– Éste es nuestro sitio.

– Es una operación policial -dije-. Tendrán que aparcan en otro sitio.

– ¿Es usted agente de policía?

– Soy de fianzas.

– Exacto -dijo Valerie-. Es mi hermana y es agente de libertad bajo fianza.

– Ser de Fianzas no es lo mismo que ser de la Policía -dijo la mujer.

– La policía está en camino -le dije.

– A mí me parece que eres una fresca. Yo creo que le estás reservando el sitio a tu novio. Ningún policía se vestiría como tú.

El Oldsmobile ya tenía una tercera parte dentro del aparcamiento y la parte de atrás bloqueaba la mitad de la calle Hamilton. Con el rabillo del ojo vi un destello blanco y antes de que pudiera reaccionar DeChooch había chocado con el Oldsmobile. El Oldsmobile dio un salto adelante y se estrelló contra la trasera del SUV, pasando a un centímetro de mí. El Cadillac maniobró a toda prisa para separarse de la parte trasera izquierda del Oldsmobile y vi a DeChooch intentando recuperar el control. Se volvió y me miró directamente. Durante un instante todos parecimos estar suspendidos en el tiempo, y luego salió corriendo.

¡Puñetas!

Las dos ancianas abrieron con esfuerzo las puertas del Oldsmobile y salieron como pudieron.

– ¡Mira mi coche! -dijo la conductora revoloteando a mi alrededor-. ¡Está hecho una ruina! Ha sido por tu culpa. Lo has hecho tú. ¡Te odio!

Y me pegó con el bolso en el hombro.

– !Ay! -dije-. Eso duele.

Era unos centímetros más baja que yo, pero me ganaba en algunos kilos. Tenía el pelo corto y con la permanente recién hecha. Parecía tener unos sesenta años. Llevaba los labios pintados de rojo brillante, se había dibujado las cejas con lápiz negro y las mejillas iban decoradas con manchones de colorete rosado. Definitivamente, no era del Burg. Probablemente del barrio de Hamilton.

– He debido atropellarte cuando tenía la oportunidad -dijo.

Me volvió a pegar con el bolso y esta vez se lo agarré por el asa y se lo arranqué de la mano.

Oí a Valerie dar un gritito de sorpresa detrás de mí.

– ¡Mi bolso! -chilló la mujer-. ¡Ladrona! ¡Socorro! ¡Me ha robado el bolso!

Alrededor de nosotras se había empezado a formar una multitud. Conductores y asistentes al funeral. La anciana asió a uno de los hombres que estaba en la primera fila.

– Me ha robado el bolso. Ha provocado el accidente y ahora me roba el bolso. Llame a la policía.

La abuela se abrió paso entre la gente.

– ¿Qué ha pasado? Acabo de llegar. ¿Por qué todo este escándalo?

– Me ha robado el bolso -dijo la anciana.

– Mentira -contesté yo.

– Verdad.

– ¡Mentira!

– ¡Verdad! -dijo la mujer, y me dio un empujón en el hombro.

– No le ponga la mano encima a mi nieta -dijo la abuela.

– Eso. Y además es mi hermana -contribuyó Valerie.

– Métanse en sus asuntos -gritó la anciana a la abuela y a Valerie.

La mujer empujó a la abuela y la abuela le devolvió el empujón y, de repente, se estaban dando de bofetadas la una a la otra, con Valerie chillando a su lado.

Me adelanté para separarlas y, en medio de aquella confusión de brazos volando y gritos amenazadores, alguien me dio un golpe en la nariz. Mi campo de visión se llenó de lucecitas parpadeantes y caí sobre una rodilla. La abuela y la otra mujer dejaron de pegarse y me ofrecieron pañuelos de papel y consejos para cortar la sangre que manaba de mi nariz.

– Que alguien pida una ambulancia -gritó Valerie-. Llamad al uno uno dos. Traed un médico. Llamad al enterrador.

Llegó Morelli y me ayudó a levantarme.

– Creo que podemos tachar el boxeo de la lista de posibles profesiones alternativas.

– Empezó esa anciana.

– Por cómo te sangra la nariz yo diría que también lo ha terminado.

– Un golpe de suerte.

– Me he cruzado con DeChooch en dirección contraria a cien por hora -dijo Morelli-. No he podido girar a tiempo para seguirle.

– Es la historia de mi vida.


Cuando me dejó de sangrar la nariz Morelli nos metió a la abuela, a Valerie y a mí en mi CR-V y nos siguió hasta casa de mis padres. Allí se despidió de nosotras agitando las manos, para no estar presente cuando mi madre nos viera. Yo tenía manchas de sangre en la blusa y la falda de Valerie. La falda tenía, además, un pequeño desgarrón. La rodilla estaba desollada y sangrando. Y uno de mis ojos empezaba a ponerse morado. La abuela estaba más o menos en la misma condición, sin el ojo morado y la falda rasgada. Y algo le había pasado en el pelo, que se le había puesto de punta, lo que hacía que se pareciera a Don King.

Como las noticias vuelan en el Burg, cuando llegamos a casa mi madre ya había recibido seis llamadas de teléfono sobre el asunto y conocía hasta el menor detalle de la escaramuza. Cuando entramos en casa apretó la boca con fuerza y fue a por hielo para mi ojo.

– No ha sido para tanto -le dijo Valerie a mi madre-. Los de urgencias dijeron que no creían que Stephanie se hubiera roto la nariz. De todas maneras, tampoco pueden hacer gran cosa cuando te rompes la nariz, ¿verdad, Stephanie? Tal vez ponerte una tirita -le quitó la bolsa de hielo de las manos a mi madre y se la puso ella en la cabeza-. ¿Hay alguna bebida alcohólica en casa?

El Porreta se separó de la televisión.

– Colega -dijo-. ¿Qué ha pasado?

– Una pequeña disputa por un sitio para aparcar.

Asintió con la cabeza.

– Si es que hay que ponerse a la cola, ¿no es verdad?

Y se volvió a ver la televisión.

– No me lo vas a dejar aquí, ¿verdad? -preguntó mi madre-. No se va a quedar a vivir conmigo también éste, ¿no?

– ¿Crees que resultaría? -le pregunté esperanzada.

– ¡No!

– Entonces supongo que no te lo voy a dejar.

Angie retiró la mirada de la televisión.

– ¿Es verdad que te ha pegado una ancianita?

– Ha sido un accidente -le dije.

– Cuando una persona recibe un golpe en la cabeza se le inflama el cerebro. Eso mata neuronas que no se vuelven a regenerar.

– ¿No es demasiado tarde para que estés viendo la televisión?

– No tengo que ir a la cama porque no tengo que ir a la escuela mañana -dijo Angie-. No nos hemos matriculado en la escuela nueva. Y, además, estamos acostumbradas a acostarnos tarde. Mi padre tiene muchas cenas de negocios y nos dejan estar levantadas hasta que vuelve a casa.

– Pero ahora se ha marchado -dijo Mary Alice-. Nos ha abandonado para poder dormir con la niñera. Una vez les vi dándose un beso y papá tenía un tenedor en los pantalones y se le estaba saliendo.

– Es lo que tienen los tenedores -dijo la abuela.

Recogí mi ropa y a El Porreta y nos pusimos en marcha hacia casa. Si hubiera estado en mejores condiciones habría dirigido el coche hacia el Snake Pit, pero aquello tendría que dejarlo para otro día.

– Cuéntame otra vez por qué todo el mundo anda detrás de ese tal Eddie DeChooch -dijo El Porreta.

– Yo le busco porque no se presentó el día que le tocaba el juicio. Y la policía le busca porque creen que podría estar implicado en un asesinato.

– Y cree que yo tengo algo que le pertenece.

– Sí.

Observé a El Porreta mientras conducía y me pregunté si no habría algo suelto en su cabeza, si no emergería de pronto a la superficie alguna importante información.

– ¿Y a ti qué te parece? -dijo El Porreta-. ¿Crees que Samantha puede hacer todas esas cosas mágicas sin mover la nariz?

– No -dije-. Creo que tiene que mover la nariz.

El Porreta lo pensó concienzudamente.

– Yo también lo creo.


Era lunes por la mañana y me sentía como si me hubiera atropellado un camión. Se me había hecho una postilla en la rodilla y me dolía la nariz. Salí de la cama a rastras y repté hasta el cuarto de baño. ¡Aaah! Tenía los dos ojos morados. Uno estaba considerablemente más morado que el otro. Me metí en la ducha y me quedé en ella lo que me parecieron un par de horas. Cuando salí la nariz me dolía menos, pero los ojos estaban peor que antes.

Nota mental. Dos horas de ducha caliente no son buenas para los ojos morados en primera fase.

Me revolví el pelo con el secador y lo recogí en una cola de caballo. Me vestí con el uniforme habitual de vaqueros y camiseta y fui a la cocina a hacerme el desayuno. Desde que había aparecido Valerie mi madre había estado demasiado ocupada para prepararme la bolsa de comida habitual, o sea que no había bizcocho de piña en el frigorífico. Me serví un vaso de zumo de naranja y metí una rebanada de pan en la tostadora. El apartamento estaba muy silencioso. Tranquilo. Apacible. Demasiado apacible. Demasiado tranquilo. Salí de la cocina y eché un vistazo. Todo parecía estar en orden. Salvo por la almohada y la manta revuelta en el sofá.

¡Mierda! El Porreta no estaba. ¡Joder, joder, joder!

Corrí hacia la puerta. Estaba cerrada y con el cerrojo echado. La cadena de seguridad colgaba suelta, sin cerrar. Abrí la puerta y miré afuera. No había nadie en el descansillo. Miré por la ventana de la sala al aparcamiento. El Porreta no estaba allí. Ni personajes o coches sospechosos. Llamé a casa de El Porreta. No hubo respuesta. Garabateé una nota para El Porreta diciéndole que enseguida volvía y que me esperara. Podía esperar en el descansillo o colarse en el apartamento. Al fin y al cabo, todo el mundo se colaba en mi apartamento. Pegué la nota en la puerta y me fui.

Mi primera parada fue en casa de El Porreta. Dos compañeros de piso. El Porreta no estaba. Segunda parada, la casa de Dongie. Allí no hubo suerte. Pasé por el club social, la casa de Eddie y la casa de Ziggy. Volví a mi apartamento. Ni rastro de El Porreta.

Llamé a Morelli.

– Ha desaparecido -le dije-. Cuando me levanté esta mañana había desaparecido.

– ¿Y eso es malo?

– Sí, es malo.

– Tendré los ojos abiertos.

– No habrá habido nada de… uh…

– ¿Cadáveres arrastrados por la marea? ¿Cuerpos encontrados en el vertedero? ¿Miembros descuartizados echados en el buzón de devolución nocturna del videoclub? No. Ha sido una noche tranquila. Ninguna de esas cosas.

Colgué y llamé a Ranger.

– Socorro -le dije.

– He oído que una ancianita te dio una paliza anoche -dijo él-. Vamos a tener que darte unas lecciones de defensa personal, cariño. No es bueno para tu imagen que una anciana te dé una paliza.

– Tengo problemas más importantes que ése. Estaba vigilando a El Porreta y ha desaparecido.

– Puede que se haya marchado, sencillamente.

– Puede que no.

– ¿Se ha llevado un coche?

– Su coche sigue en el aparcamiento de mi casa.

Ranger se quedó en silencio un instante.

– Voy a hacer unas preguntas y te vuelvo a llamar.

Llamé a mi madre.

– No habrás visto a El Porreta, ¿verdad? -le pregunté.

– ¿Qué? -gritó-. ¿Qué has dicho?

Pude oír a Angie y a Mary Alice correteando por detrás. Estaban gritando y parecía que daban golpes en cacerolas.

– ¿Qué está pasando ahí? -grité al teléfono.

– Tu hermana se ha ido a una entrevista de trabajo y las niñas están haciendo un desfile.

– Pues parece que están haciendo la Tercera Guerra Mundial. ¿Ha pasado El Porreta por ahí esta mañana?

– No. No le he visto desde anoche. Es un poquito raro, ¿no? ¿Estás segura de que ha dejado las drogas?


Volví a dejar la nota para El Porreta pegada en la puerta y fui en el coche a la oficina. Connie y Lula estaban sentadas en la mesa de la primera, mirando la puerta de la guarida de Vinnie.

Connie me hizo un gesto para que me estuviera callada.

– Joyce está dentro con Vinnie -susurró-. Ya llevan diez minutos dale que te pego.

– Tenías que haber estado aquí cuando Vinnie se puso a mugir como una vaca. Creo que Joyce ha debido ordeñarle -dijo Lula.

Detrás de la puerta cerrada se oían gruñidos y gemidos en tono grave. Los gruñidos cesaron y Lula y Connie se estiraron expectantes.

– Ésta es mi parte favorita -dijo Lula-. Ahora empiezan con los azotes y Joyce ladra como un perro.

Me incliné igual que ellas para escuchar los azotes y los ladridos de Joyce, avergonzada pero incapaz de alejarme.

Sentí un fuerte tirón en la coleta. Ranger se me había acercado por detrás y me tenía agarrada por el pelo.

– Me alegro de verte trabajando tan duramente para encontrar a El Porreta.

– Shhh. Quiero oír a Joyce ladrando como un perro.

Ranger estaba pegado a mí y podía sentir el calor de su cuerpo contra el mío.

– No estoy seguro de que compense la espera.

Se oyeron unas palmadas y algunos gemidos y se hizo el silencio.

– Bueno, ha sido muy entretenido -dijo Lula-, pero la diversión tiene su precio. Joyce sólo entra ahí cuando quiere algo. Y en este momento sólo hay un caso pendiente que merezca la pena.

Miré a Connie.

– ¿Eddie DeChooch? ¿Vinnie no le pasaría el caso de Eddie DeChooch a Joyce, verdad?

– Normalmente sólo cae tan bajo cuando hay caballos por medio -dijo Connie.

– Sí, el sexo equino es lo máximo -dijo Lula.

Se abrió la puerta y Joyce salió por ella.

– Necesito los papeles de DeChooch -dijo.

Fui hacia ella pero Ranger todavía me tenía asida del pelo, o sea que no llegué muy lejos.

– ¡Vinnie! -grité-. ¡Sal ahora mismo!

La puerta del despacho de Vinnie se cerró y oímos el sonido del pestillo al desplazarse.

Lula y Connie miraron furiosas a Joyce.

– Nos va a llevar algún tiempo recopilar todos sus papeles -dijo Connie-. Puede que varios días.

– No pasa nada -dijo Joyce-. Volveré -se volvió hacia mí-. Bonitos ojos. Muy atractivo.

No me iba a quedar más remedio que hacerle otro Bob en el jardín. A lo mejor encontraba un medio de colarme en su casa y hacerle un Bob en la cama.

Ranger me soltó la coleta pero dejó la mano sobre mi cuello. Intenté parecer tranquila, pero su roce vibraba a través de mi cuerpo hasta llegar a los dedos de los pies, y a los puntos intermedios.

– Ninguno de mis contactos ha visto a nadie que se ajuste a la descripción de El Porreta -dijo Ranger-. He pensado que podíamos charlar del tema con Dave Vincent.

Lula y Connie me miraron.

– ¿Qué le ha pasado a El Porreta?

– Ha desaparecido -dije-. Como Dougie.

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