Doce

Eddie DeChooch tenía a la abuela en algún sitio. Probablemente no en el Burg, porque a estas alturas ya me habría enterado de algo. Pero era en el área de Trenton. Las dos llamadas de teléfono eran locales.

Joe había prometido no hacer un informe, pero yo sabía que se pondría a trabajar de tapadillo. Se dedicaría a hacer preguntas y pondría en danza a un montón de polis a buscar a DeChooch con más dedicación. Connie, Vinnie y Lula también recurrieron a todos sus informadores. Pero yo no esperaba ningún resultado. Eddie DeChooch trabajaba solo. Podía ir a visitar al padre Carolli de vez en cuando. Y podía dejarse caer por un velatorio ocasionalmente. Pero era un solitario. Yo estaba absolutamente convencida de que nadie conocía su guarida. Con la posible excepción de Mary Maggie Mason.

Dos días antes DeChooch había ido a ver a Mary Maggie por alguna razón.

Recogí a Lula en la oficina y fuimos en la moto hasta el edificio de apartamentos de Mary Maggie. Era media mañana y el tráfico estaba muy tranquilo. Las nubes se acumulaban sobre nuestras cabezas. Se esperaba que lloviera a última hora. En Jersey a nadie le importaba un pito. Era jueves. Que lloviera. En Jersey sólo nos preocupaba el tiempo del fin de semana.

La Low Rider recorrió rugiendo el garaje subterráneo; las vibraciones retumbaban contra las paredes y el techo de cemento. No vimos el Cadillac blanco, pero el Porsche plata con la matrícula MMM-ÑAM ocupaba su puesto habitual. Aparqué la Harley dos calles más abajo.

Lula y yo nos miramos. No teníamos ninguna gana de subir.

– Me da no sé qué hablar con Mary Maggie -dije-. Aquella movida en el barro no fue precisamente un momento glorioso para mí.

– Fue culpa suya. Ella empezó.

– Podía haberlo resuelto mejor, pero me pilló por sorpresa -dije.

– Sí -dijo Lula-. Me di cuenta por cómo gritabas «¡Socorro!» sin parar. Sólo espero que no quiera demandarme por romperle la espalda, o algo por el estilo.

Llegamos a la puerta de la casa de Mary Maggie y nos quedamos calladas. Respiré profundamente y llamé al timbre. Mary Maggie abrió la puerta y, nada más vernos, intentó cerrarla de golpe. Regla número dos del cazarrecompensas: si una puerta se abre, mete la bota a toda prisa.

– ¿Qué pasa ahora? -dijo Mary Maggie, intentando quitar mi bota de en medio.

– Quiero hablar contigo.

– Ya has hablado conmigo.

– Necesito hablar contigo otra vez. Eddie DeChooch ha secuestrado a mi abuela.

Mary Maggie dejó de pelearse con mi bota y me miró.

– ¿Lo dices en serio?

– Tengo algo que quiere. Y ahora él tiene algo que quiero yo.

– No sé qué decir. Lo siento.

– Esperaba que pudieras ayudarme a encontrarla.

Mary Maggie abrió la puerta y Lula y yo nos invitamos a entrar. No es que pensara que me iba a encontrar a la abuela escondida en el armario, pero tenía que echar un vistazo. El apartamento era bonito pero no demasiado grande. Era un espacio abierto con salón, comedor y cocina. Un dormitorio. Un baño completo y un servicio. Estaba elegantemente decorado con muebles clásicos. Colores suaves. Grises y beiges. Y, por supuesto, había libros por todas partes.

– Sinceramente, no sé dónde está -dijo Mary Maggie-. Me pidió prestado el coche. Lo ha hecho otras veces. Si el dueño del club te pide algo prestado lo más sensato es dejárselo. Además, es un ancianito muy agradable. Cuando os fuisteis de aquí me acerqué a casa de su sobrino y le dije que quería que me devolviera el coche. Eddie lo traía para devolvérmelo cuando tú y tu amiga le tendisteis la emboscada en el garaje. Desde entonces no he vuelto a saber nada más de él.

Lo malo era que yo la creía. Lo bueno, que Ronald DeChooch estaba en contacto con su tío.

– Lo siento por tu zapato -le dijo Mary Maggie a Lula-. Lo buscamos por todas partes pero no pudimos encontrarlo.

– Bah -dijo Lula.

Lula y yo no dijimos nada hasta que llegamos al garaje.

– ¿Qué te parece? -me preguntó ella.

– Me parece que tenemos que hacerle una visita a Ronald DeChooch.

Arranqué la moto, Lula se montó detrás y salimos del garaje como una exhalación en dirección al local de Ace Paver.

– Tenemos suerte de tener un buen trabajo -dijo Lula cuando nos detuvimos ante el edificio de ladrillos donde Ronald DeChooch tenía su negocio-. Podríamos trabajar en un sitio como éste, oliendo todo el día a alquitrán, con pegotes de pastuja negra siempre pegada a las suelas de los zapatos.

Me bajé de la moto y me quité el casco. El aire estaba impregnado del denso olor del asfalto caliente, y más allá de la verja cerrada las apisonadoras ennegrecidas y los camiones tiznados soltaban ondulantes oleadas de calor. No había obreros a la vista, pero era evidente que el equipo acababa de volver de un trabajo.

– Vamos a ser profesionales pero contundentes -le dije a Lula.

– Lo que quieres decir es que no vamos a pasarle ni una a ese capullo de mierda de Ronald DeChooch.

– Has vuelto a ver lucha libre -le dije a Lula.

– La tengo grabada para poder ver a La Roca siempre que quiera -dijo ella.

Lula y yo sacamos pecho y entramos en la oficina sin llamar a la puerta. No nos iban a achicar una pandilla de tarados jugando a las cartas. Esta vez íbamos a sacarles respuestas. íbamos a hacer que nos respetaran.

Cruzamos el pequeño vestíbulo de entrada y, otra vez sin llamar, entramos directamente al despacho. Al abrir la puerta de par en par nos dimos de cara con Ronald DeChooch, que estaba jugando a «esconder el salami» con la secretaria.

En realidad, no nos dimos de cara, porque DeChooch estaba de espaldas a nosotras. Más exactamente, nos daba su culo grande y peludo porque se lo estaba haciendo a lo perro con aquella pobre mujer. Él llevaba los pantalones por las rodillas y ella estaba doblada sobre la mesa de las cartas, aferrándose a ella como si le fuera la vida en ello.

Hubo un momento de embarazoso silencio; luego Lula rompió a reír.

– Deberías considerar la posibilidad de hacerte la cera en el culo -le dijo Lula a DeChooch-. Qué trasero tan feo.

– ¡Dios! -dijo DeChooch, subiéndose los pantalones-. Uno no puede ni tener intimidad en su despacho.

La mujer se incorporó de un salto, se arregló la falda e intentó meter los pechos en el sujetador. Apartaba la mirada con una expresión de mortal bochorno, con las braguitas en la mano. Espero que la estuvieran compensando bien.

– ¿Qué pasa ahora? -dijo DeChooch-. ¿Habéis venido por algo en especial o solamente a ver el espectáculo?

– Tu tío ha secuestrado a mi abuela.

– ¿Qué?

– Se la llevó ayer. Quiere el corazón como rescate.

La expresión de sorpresa de sus ojos llegó al máximo.

– ¿Sabes lo del corazón?

Lula y yo intercambiamos miradas.

– Yo… hum, yo tengo el corazón -dije.

– ¡Dios santo! ¿Cómo coño te has hecho con el corazón?

– Cómo se haya hecho con él no tiene importancia-dijo Lula.

– Exacto -dije yo-. Lo que importa es que acabemos de arreglar todo esto. Primero quiero que mi abuela vuelva a casa, luego, que vuelvan El Porreta y Dougie.

– Lo de tu abuela puede que consiga solucionarlo -dijo Ronald-. No sé dónde se esconde mi tío Eddie, pero hablo con él de vez en cuando. Tiene un teléfono móvil. Lo de los otros dos ya es otra cosa. No sé nada de ellos. Que yo sepa, nadie sabe nada de ellos.

– Eddie dijo que me llamaría esta tarde, a las siete. No quiero que nada salga mal. Le voy a dar el corazón y quiero que devuelva a mi abuela. Si le pasara algo malo a mi abuela o si no me la entrega a cambio del corazón, las cosas se van a poner feas.

– Entendido.

Lula y yo nos fuimos. Cerramos las dos puertas detrás de nosotras, subimos a la Harley y arrancamos. A dos manzanas de distancia tuve que pararme, porque nos estábamos riendo tanto que temía que nos cayéramos de la moto.

– ¡Ha sido genial! -dijo Lula-. Si quieres que un hombre te preste atención, píllale con los pantalones bajados.

– ¡Nunca había visto a nadie haciéndolo! -le dije a Lula. Mi cara estaba ardiendo por la risa- Ni siquiera me he mirado en un espejo.

– A nosotras no nos gusta mirarnos en los espejos -dijo Lula-. A los hombres les encanta. Se miran a sí mismos haciendo guarrerías y creen que son Rex, el Caballo Maravilla. Las mujeres se miran y piensan en que tienen que renovar la inscripción del gimnasio.

Estaba intentando recuperarme de la risa cuando mi madre me llamó al móvil.

– Está pasando algo raro -dijo mi madre-. ¿Dónde está tu abuela? ¿Por qué no ha vuelto a casa?

– Volverá esta noche.

– Eso dijiste anoche. ¿Quién es el hombre con el que está? Esto no me gusta ni un poquito. ¿Qué va a decir la gente?

– No te preocupes. La abuela se está comportando con mucha discreción. Pero es que tenía que hacerlo -no sabía qué más decir, así que me puse a hacer ruidos por el teléfono-. Vaya -grité-, me parece que te estoy perdiendo. Voy a colgar.

Lula miraba por encima de mi hombro.

– Tengo una buena vista de la calle -me dijo-, y un coche grande negro acaba de salir del aparcamiento de la empresa de pavimentos. Y tres hombres acaban de salir por la puerta y juraría que nos están señalando.

Miré hacia allí para ver qué pasaba. Desde aquella distancia era imposible verlo con detalle, pero uno de ellos podría estar señalándonos. Aquellos hombres se metieron en el coche y giraron hacia nosotras.

– A lo mejor Ronald ha olvidado decirnos algo.

Yo sentía algo raro dentro del pecho.

– Podría habernos llamado.

– La otra opción es que quizá no deberías haberle dicho que tenías el corazón.

Mierda.

Lula y yo nos subimos a la moto a toda prisa, pero el coche estaba ya a una manzana y seguía acercándose.

– Agárrate -grité, y salimos disparadas. Aceleré en la curva y la tomé muy abierta. Todavía no era tan buena con la moto como para arriesgarme.

– Joder! -gritó Lula-. Los tienes pegados al culo.

Con la visión periférica vi que el coche se acercaba a mi lado. Íbamos por una calle de dos carriles y nos faltaban dos manzanas para llegar a Broad. Las calles adyacentes estaban vacías, pero Broad estaría abarrotada a estas horas. Si lograba llegar a Broad conseguiría despistarles. El coche nos adelantó, se separó un poco de nosotras e hizo un giro para bloquear la calle, cortándonos el paso. Las puertas del Lincoln se abrieron, los cuatro hombres se apearon de él y yo frené poco a poco. Sentí la mano de Lula en mi hombro y por el rabillo del ojo alcancé a ver su Glock.

Se hizo un gran silencio.

Por fin, uno de los hombres se acercó.

– Ronnie nos ha pedido que te entregue su tarjeta por si necesitas ponerte en contacto con él. Lleva el número de su teléfono móvil.

– Gracias -dije, recogiendo la tarjeta-. Ha sido una buena idea pensar en esto.

– Sí. Es un tío muy listo.

Luego se montaron en el coche y se fueron.

Lula volvió a ponerle el seguro a la pistola.

– Creo que me he manchado los pantalones -dijo.


Ranger estaba en el despacho cuando llegamos.

– Esta noche a las siete -le dije-. En el restaurante Silver Dollar. Morelli lo sabe pero ha prometido no avisar a la policía.

Ranger se quedó mirándome.

– ¿También me necesitas esta vez?

– No me vendría mal.

Se levantó.

– Ponte el micrófono. Enciéndelo a las seis y media.

– ¿Y qué hago yo? -preguntó Lula-. ¿Estoy invitada?

– Tú vienes de escolta -dije-. Necesito que alguien lleve la nevera.


El restaurante Silver Dollar se encuentra en Hamilton Township, no muy lejos del Burg, y todavía más cerca de mi apartamento. Está abierto las veinticuatro horas del día y tiene una carta que se tardaría doce horas en leer. Dan de desayunar a cualquier hora y sirven un delicioso y grasiento queso a la parrilla a las dos de la mañana. Está rodeado por toda la fealdad que hace de Jersey una ciudad tan genial. Tiendas de veinticuatro horas, oficinas de bancos, almacenes de ultramarinos, videoclubes, galerías comerciales y tintorerías. Y luces de neón y semáforos hasta donde alcanza la vista.

Lula y yo llegamos allí a las seis y media con el corazón congelado traqueteando en la nevera portátil y el micrófono molestándome y rascándome por debajo de la camisa de franela de cuadros. Nos sentamos a una mesa y pedimos unas hamburguesas con queso y patatas fritas y nos quedamos mirando por la ventana el tráfico que discurría por delante.

Hice la prueba con el micrófono y Ranger me devolvió la llamada para confirmar su funcionamiento. Estaba cerca… en algún sitio. Vigilaba el restaurante. Y era invisible. Joe también andaba por allí. Probablemente se habían puesto en contacto. Ya les había visto trabajar juntos en otras ocasiones. Los hombres como Ranger y Joe tenían normas que regían sus comportamientos. Normas que yo nunca he entendido. Normas que permitían a dos hombres rivales colaborar en aras de un bien común.

El restaurante todavía estaba abarrotado con los clientes del segundo turno. Los del primer turno eran las personas mayores que venían por los precios especiales de primera hora. A las siete el sitio empezaba a vaciarse. Aquello no era Manhattan, donde la gente cena en plan elegante a las ocho o las nueve. En Trenton se trabajaba mucho, y la mayoría de la gente estaba en la cama a las diez de la noche.

Mi móvil sonó a las siete y el corazón me hizo unos pasos de claqué al escuchar la voz de DeChooch.

– ¿Tienes el corazón ahí? -preguntó.

– Sí. Lo tengo aquí mismo, a mi lado, en la nevera. ¿Cómo está la abuela? Quiero hablar con ella.

Se oyeron unos ruidos y unas palabras sofocadas y la abuela se puso al teléfono.

– ¿Qué tal? -dijo la abuela.

– ¿Estás bien?

– Estoy chanchi piruli.

Parecía demasiado feliz.

– ¿Has bebido algo?

– Eddíe y yo puede que hayamos tomado un par de cócteles antes de cenar, pero no te preocupes… estoy despejada como un gato.

Lula, qne estaba sentada frente a mí, sonreía y sacudía la cabeza. Yo sabía que Ranger estaría haciendo lo mismo en algún lugar.

Volvió a ponerse Eddie.

– ¿Estás preparada para que te dé las instrucciones?

– Sí.

– ¿Sabes cómo llegar a Nottingham Way?

– Sí.

– Muy bien. Ve por Nottingham hasta la calle Mulberry y gira en Cherry.

– Un momento. Su sobrino Ronald vive en Cherry.

– Sí. Le vas a llevar el corazón a Ronald. Él se encargará de que vuelva a Richmond.

Maldición. Me iban a devolver a la abuela, pero no iba a conseguir atrapar a Eddie DeChooch. Tenía la esperanza de que Ranger o Joe lo pillaran al hacer el intercambio.

– ¿Y qué pasa con la abuela?

– Tan pronto como me llame Ronald dejo a tu abuela en libertad.

Guardé el móvil en el bolsillo de la cazadora y les conté el plan a Lula y a Ranger.

– Es muy precavido para ser un vejete -dijo Lula-. No es un mal plan.

Ya había pagado la comida, así que deje algo de propina y Lula y yo nos levantamos. El negro y verde que rodeaba mis ojos se había transformado en amarillo, que ahora ocultaba tras unas gafas oscuras. Lula no llevaba sus cueros. Llevaba botas, vaqueros y una camiseta con un estampado de vacas que anunciaba el helado de Ben amp; Jerry. Éramos un par de mujeres normales que han salido a cenar una hamburguesa. Incluso la nevera portátil parecía inocua. No daba motivos para sospechar que contuviera un corazón para canjear por mi abuela.


Y todas aquellas personas que picoteaban patatas fritas y ensalada de col o pedían arroz con leche de postre, ¿qué secretos tendrían? ¿Quién podría estar seguro de que no fueran espías, o criminales, o ladrones de joyas? Eché una mirada alrededor. Y ya puestos, ¿quién podría estar seguro de que fueran humanos?

Tardé un rato en llegar a la calle Cherry. Estaba preocupada por la abuela y nerviosa ante la perspectiva de entregarle a Ronald un corazón de cerdo. O sea que fui conduciendo con mucha calma. Tener un accidente con la moto se cargaría gran parte del esfuerzo invertido en el rescate. De todas formas hacía una noche muy agradable para pasear en la Harley. Sin bichos ni lluvia. Notaba la presencia de Lula detrás de mí, fuertemente aferrada a la nevera.

La casa de Ronald DeChooch tenía la luz del porche encendida. Supongo que me estaba esperando. Confiaba en que tuviera espacio en el congelador para un órgano. Dejé a Lula en la moto, con su Glock en la mano, me acerqué andando a la puerta con la nevera y llamé al timbre.

Ronald abrió la puerta y me miró primero a mí y luego a Lula.

– ¿También dormís juntas?

– No -dije-. Yo duermo con Joe Morelli.

Aquello dejó a Ronald un tanto desarmado, ya que Morelli es un poli antivicio y Ronald es un mercader de vicio.

– Antes de entregarte esto quiero que llames y hagas que deje libre a la abuela -dije.

– Por supuesto. Pasa.

– Prefiero quedarme aquí. Y quiero oír cómo la abuela me dice que se encuentra bien.

Ronald se encogió de hombros.

– Lo que tú quieras. Enséñame el corazón.

Retiré la tapa y Ronald miró en el interior.

– Dios -dijo- está congelado.

Yo también miré en el inlterior de la nevera. Lo que vi era una bola repugnante de hielo marrón envuelta en plástico.

– Sí -le respondí-, empezaba a ponerse un poco raro. No se puede llevar un corazón por ahí durante mucho tiempo, ¿sabes? Tuve que congelarlo.

– Pero lo viste antes de que estuviera congelado, ¿verdad? ¿Estaba bien?

– No soy precisamente una experta en este tipo de cosas.

Ronald desapareció y regresó con un teléfono inalámbrico.

– Toma -dijo alargándome el teléfono-. Aquí tienes a tu abuela.

– Estoy en Quaker Bridge con Eddie -dijo la abuela-. He visto en Macy's una chaqueta de punto que me gusta, pero tengo que esperar a que me llegue el cheque de la Seguridad Social.

Eddie se puso al teléfono.

– La voy a dejar en la pizzería del centro comercial. Puedes recogerla cuando quieras.

Lo repetí para que lo oyera Ranger:

– Vale, a ver si lo he entendido. Va a dejar a la abuela en la pizzería del centro comercial Quaker Bridge.

– Sí -dijo Eddie-, ¿qué pasa? ¿Llevas un micrófono?

– ¿Quién, yo?

Le devolví el teléfono a Ronald y le entregué la nevera.

– Yo que tú metería el corazón en el congelador, por ahora; y para el viaje a Richmond lo mejor sería llevarlo en hielo seco.

Asintió con la cabeza.

– Eso haré. No me gustaría devolverle a Louie D un corazón lleno de gusanos.

– Sólo por curiosidad morbosa -dije-, ¿fue idea tuya traer el corazón aquí?

– Tú dijiste que no querías que nada saliera mal.

Mientras volvía a la moto saqué el móvil y llamé a Ranger.

– Ya voy para allá -dijo él-. Estoy a unos diez minutos de Quaker Bridge. Te llamo en cuanto la tenga.

Asentí con la cabeza y corté la comunicación, incapaz de decir una palabra. A veces la vida es la hostia.


Lula vive en un diminuto apartamento en una parte del gueto que es bastante agradable para ser un gueto. Recorrí la avenida Brunswick, callejeé un poco, crucé las vías del tren y llegué al barrio de Lula. Las calles eran estrechas y las casas pequeñas. Probablemente se había construido en su día para albergar a los inmigrantes que se traían a trabajar a las fábricas de porcelana y a las metalúrgicas. Lula vivía en medio de un edificio, en el segundo piso de una de aquellas casas.

Mi teléfono sonó en el mismo momento en que apagaba el motor.

– Tengo a tu abuela a mi lado, cariño -dijo Ranger-. La voy a llevar a casa. ¿Te apetece una pizza?

– De pepperoni, doble de queso.

– Tanto queso te va a matar -dijo Ranger antes de cortar. Lula se bajó de la moto y me miró.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí. Estoy de maravilla.

Se acercó a mí y me dio un abrazo.

– Eres una buena persona.

Le devolví la sonrisa, parpadeé con fuerza y me sequé la nariz con la manga. Lula también era una buena persona.

– Ah-ah -dijo Lula-. ¿Estás llorando?

– No. Creo que se me ha metido un bicho un par de manzanas atrás.

Tardé diez mínutos mas en llegar a casa de mis padres. Aparqué una calle antes y apagué las luces. De ninguna manera iba a entrar antes que la abuela. Probablemente, a estas alturas mi madre estaba desquiciada. Sería mejor explicarle que habían secuestrado a la abuela una vez que ella estuviera ya allí, en carne y hueso.

Me senté en el bordillo y aproveché la espera para llamar a Morelli. Le localicé en su teléfono móvil.

– La abuela está a salvo -le dije-. Ahora está con Ranger. Él la ha recogido en el centro comercial y la está trayendo a casa.

– Ya lo sabía. Estaba detrás de ti en casa de Ronald. Me quedé allí hasta que Ranger me confirmó que tenía a tu abuela. Ahora ya me voy a casa.

Morelli me pidió que pasara la noche en su casa, pero le dije que no. Tenía cosas que hacer. La abuela había regresado, pero El Porreta y Dougie seguían perdidos.

Al cabo de un rato, unos faros parpadearon al final de la calle y el reluciente Mercedes de Ranger se detuvo suavemente delante de la casa de mis padres. Ranger ayudó a salir a mi abuela y me sonrió.

– Tu abuela se ha comido tu pizza. Me imagino que ser rehén da mucha hambre.

– ¿Vas a entrar conmigo?

– Antes tendrías que matarme.

– Necesito hablar contigo. No tardaré mucho. ¿Me esperas?

Nuestras miradas se quedaron fijas y el silencio se hizo denso entre nosotros.

Mentalmente, me humedecí los labios y me abaniqué. Sí. Me esperaría.

Me giré para dirigirme a casa y él me hizo volver. Sus manos se deslizaron por debajo de mí camisa y yo me quedé sin respiración.

– El micro -dijo, despegando el esparadrapo, rozando con la cálida punta de los dedos la parte de mi pecho no cubierta por el sujetador.

La abuela ya había cruzado la puerta cuando la alcancé.

– Chica, estoy deseando ir mañana al salón de belleza y contarle a todo el mundo lo que me ha pasado.

Mi padre levantó la mirada del periódico y mi madre tuvo un estremecimiento incontrolable.

– ¿Quién ha estirado la pata? -preguntó la abuela a mi padre-. No he visto un periódico desde hace un par de días. ¿Me he perdido algo importante?

Mi madre entornó los ojos.

– ¿Dónde estabas?

– Que me aspen si lo sé -dijo la abuela-. Cuando entré y cuando salí llevaba un saco en la cabeza.

– La han secuestrado -le dije a mi madre.

– ¿Qué quieres decir con… secuestrado?

– Resulta que yo tenía una cosa que Eddie DeChooch quería y secuestró a la abuela para cambiarla.

– Gracias a Dios -dijo mi madre-. Creí que se había liado con un hombre.

Mi padre reanudó la lectura de su periódico. Otro día cualquiera en la vida de la familia Plum.

– ¿Le sacaste algo a Choochy? -le pregunté a la abuela-. ¿Tienes alguna idea de dónde pueden estar El Porreta y Dougie?

– Eddie no sabe nada de ellos. Él también quería encontrarles. Dice que Dougie es el culpable de todo. Dice que Dougie le robó el corazón. Aunque, la verdad, todavía no me he enterado de qué va todo ese asunto del corazón.

– ¿Y no tienes ni idea de dónde te ha tenido encerrada?

– Me ponía una bolsa por la cabeza cuando entrábamos y salíamos. Al principio no me di cuenta de que estaba secuestrada. Creía que era un rollo de perversión sexual. Lo que sí sé es que fuimos en coche un buen rato y luego entramos en un garaje. Lo sé porque oí las puertas del garaje abrirse y cerrarse. Luego entramos en la planta baja de la casa. Era como si el garaje diera a un sótano, pero a un sótano acondicionado. Había un salón con televisión, dos dormitorios y una cocinita. Y otra habitación con la caldera, la lavadora y la secadora. Y no se podía ver nada de fuera, porque sólo había esas ventanítas de sótano que tenían las contraventanas cerradas por el exterior -la abuela bostezó-. Bueno, me voy a la cama. Estoy hecha polvo y mañana me espera un día muy duro. Tengo que sacarle todo el partido al secuestro. Tengo que contárselo a un montón de gente.

– Pero no cuentes nada del corazón -le dije a la abuela-. Lo del corazón es un secreto.

– Me parece bien, puesto que, después de todo, no sabría qué contar sobre eso.

– ¿Vas a presentar una denuncia?

La abuela pareció sorprendida.

– ¿Contra Choochy? No, por Dios. ¿Qué pensaría la gente?

Ranger me esperaba apoyado en el coche. Iba todo vestido de negro. Pantalones de vestir negros, náuticos negros con pinta de ser muy caros, camiseta de manga corta negra, chaqueta negra de cachemir. Yo sabía que la chaqueta no era para abrigarse. La chaqueta ocultaba la pistola. Aunque eso daba igual. Era una chaqueta muy bonita.

– Seguramente Ronald llevará el corazón a Richmond mañana -le dije a Ranger-. Y me preocupa que descubran que no es el de Louie D.

– ¿Y?

– Y me da miedo que se les ocurra mandar un mensaje haciéndoles algo terrible a El Porreta o a Dougie.

¿Y?

– Y creo que El Porreta y Dougie están en Richmond. Creo que la hermana y la mujer de Louie D están trabajando juntas. Y creo que tienen a El Porreta y a Dougie.

– Y te gustaría rescatarles.

– Sí.

Ranger sonrió.

– Puede ser divertido.

Ranger tiene un sentido del humor un poco raro.

– Connie me ha proporcionado la dirección de la casa de Louie D. Se supone que su mujer lleva encerrada allí desde que él murió. Estelle Colucci, la hermana de Louie, también está con ella. Se fue a Richmond el mismo día que desapareció El Porreta. Me da la sensación de que esas dos señoras secuestraron a El Porreta y se lo llevaron a Richmond. Y apostaría a que Dougie también está en Richmond. Es posible que Estelle y Sophia se hartaran de que Benny y Ziggy no dieran una y decidieran tomar cartas en el asunto.

Desgraciadamente, mi teoría se iba poniendo más y más confusa a partir de ese punto. Uno de los motivos de dicha confusión era que Estelle Colucci no se ajustaba a la descripción de la mujer con la mirada extraviada. De hecho, ni siquiera se ajustaba a la descripción de la mujer de la limusina.

– ¿Quieres pasar antes por casa para algo? -preguntó Ranger-. ¿O quieres que nos vayamos ahora mismo?

Le eché una mirada a la moto. Tenía que dejarla en algún sitio. Seguramente no era una buena idea decirle a mi madre que me iba a Richmond con Ranger. Y no me sentía del todo a gusto con la idea de dejar la moto en el aparcamiento de casa. Los ancianos del edificio tienen cierta tendencia a arrollar cualquier cosa que sea menor que un Cadillac. Y Dios sabe que no quería dejársela a Morelli. Él se empeñaría en ir a Richmond.

Morelli era posiblemente tan competente como Ranger en este tipo de asuntos. De hecho, es posible que fuera aún mejor que Ranger, porque no estaba tan loco como él. El problema era que aquello no era una operación policial. Era una operación de cazarrecompensas.

– Tengo que hacer algo con la moto -le dije a Ranger-. No quiero dejarla aquí.

– No te preocupes por eso. Le diré a Tank que se ocupe de ella hasta que volvamos.

– Necesitará las llaves.

Ranger me miró como si me faltara un hervor.

– Vale -dije-. ¿En qué estaría pensando?

Tank no necesitaba las llaves. Tank era uno de los compinches de Ranger y los compinches de Ranger tenían mejores dedos que Ziggy.

Salimos del Burg en dirección sur y entramos en la autopista de peaje por Bordentown. Empezó a llover unos minutos más tarde, al principio como una ligera bruma, arreciando a medida que íbamos recorriendo kilómetros. El Mercedes zumbaba siguiendo la línea de la carretera. La noche nos envolvió en una oscuridad sólo rota por las luces del salpicadero.

Toda la comodidad de un útero materno con la tecnología de la cabina de mandos de un reactor. Ranger pulsó un botón del CD y la música clásica inundó el aire. Una sinfonía. No eran Godsmack, pero no estaba mal.

Según mis cálculos, sería un viaje de unas cinco horas. Ranger no era de los que pierden el tiempo charlando. Ranger se reservaba su vida y sus pensamientos para él solo. De modo que recliné el asiento y cerré los ojos.

– Si te cansas y quieres que conduzca yo, avísame -dije.

Me relajé en mi asiento y me puse a pensar en Ranger. Cuando nos conocimos era sólo músculos y fanfarronería callejera.

Hablaba y andaba como se habla y se anda en la parte hispana del gueto, siempre vestido con sudaderas y ropa militar. Y ahora vestía de cachemir y escuchaba música clásica más cercana a la facultad de derecho de Harvard que a Coolio.

– No tendrás por casualidad un hermano gemelo, ¿verdad? -le pregunté.

– No -contestó con suavidad-. No hay otro como yo.

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