Quince

La abuela suele arreglarse para los velatorios nocturnos. Tiene cierta preferencia por los zapatos de charol negro y las faldas de vuelo, por si acaso hay algún tío bueno presente. Como concesión a la moto, esta vez se puso pantalones y zapatillas de tenis.

– Necesito comprarme ropa de motorista -dijo-. Acabo de recibir el cheque de la Seguridad Social y mañana a primera hora me voy a ir de compras, ahora que sé que tienes esta Harley.

Sujeté la moto y papá ayudó a la abuela a montarse detrás de mí. Giré la llave de contacto, puse en marcha el motor y las vibraciones retumbaron por el tubo de escape.

– ¿Lista? -le grité a la abuela.

– Lista -me contestó ella, gritando a su vez.

Subí la calle Roosevelt hasta la avenida Hamilton y al poco rato ya estábamos en la funeraria de Stiva, estacionando en su aparcamiento.

Ayudé a bajar a la abuela y le quité el casco. Ella dio un paso hacia atrás y se arregló el pelo.

– Ahora entiendo por qué a la gente le gustan tanto las Harleys -dijo-. Es cierto que te despiertan algo por ahí abajo, ¿verdad?

Rusty Kuharchek estaba en la sala número tres, situación que indicaba que sus familiares habían ahorrado en su féretro. Los de las muertes horribles y aquellos que compraban los féretros de caoba tallados a mano más caros del catálogo eran colocados en la sala número uno.

Dejé a la abuela en compañía de Rusty y le dije que volvería a la funeraria al cabo de una hora y que me reuniría con ella en la mesa de las galletas.

Hacía una noche muy buena y me apetecía pasear. Bajé todo Hamilton y llegué al Burg. La noche no estaba demasiado oscura. Dentro de un mes la gente estaría sentada en los porches a estas horas de la noche. Me dije a mí misma que estaba paseando para relajarme, tal vez para pensar en las cosas. Pero antes de que me diera cuenta me encontraba frente a la casa de Eddie DeChooch y no me sentía nada relajada. Me sentía furiosa por no haber sido capaz de llevar a cabo la detención.

La mitad de DeChooch parecía absolutamente abandonada. En la mitad de Marguchí atronaba un concurso de la televisión. Me dirigí a la puerta de la señora Marguchi y llamé.

– Qué sorpresa tan agradable -dijo cuando me vio-. Me estaba preguntando cómo te habrían ido las cosas con DeChooch.

– Sigue por ahí -le dije.

Angela hizo un chasquido con la lengua.

– Es muy astuto.

– ¿Usted le ha visto? ¿Ha oído algún ruido en la casa de al lado?

– Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Ni siquiera he oído sonar el teléfono.

A lo mejor curioseo un ratito por aquí.

Recorrí el perímetro de la casa, miré en el garaje, me detuve en el cobertizo. No había ninguna señal de que DeChooch se hubiera pasado por allí. Un montón de correo sin abrir cubría la encimera de la cocina.

Volví a llamar a la puerta de Angela.

– ¿Mete usted el correo de DeChooch?

– Sí. Meto el correo todos los días y me aseguro de que todo esté en orden. No sé qué más hacer. Pensé que Ronald vendría a recoger el correo, pero no le he visto.

Cuando regresé a la funeraria de Stiva la abuela estaba junto a la mesa de las galletas charlando con El Porreta y Dougie.

– Colega -dijo El Porreta.

– ¿Habéis venido a ver a alguien? -pregunté.

– Negativo. Hemos venido por las galletas.

– La hora ha pasado volando -dijo la abuela-. Hay cantidad de gente a la que todavía no he visto. ¿Tienes prisa por volver a casa? -me preguntó.

– Podemos llevarte nosotros -le dijo Dougie a la abuela-. Nunca nos vamos antes de las nueve, porque a esa hora Stiva saca las galletas rellenas de chocolate.

Estaba indecisa. No quería quedarme, pero no sabía si podía confiar a la abuela a El Porreta y Dougie.

Me llevé a Dougie aparte.

– No quiero que nadie fume hierba.

– Nada de hierba -dijo Dougie.

– Y no quiero que la abuela vaya a bares de strip-tease.

– Nada de strip-tease.

– Y tampoco quiero que se vea envuelta en robos de coches.

– Oye, que soy un hombre rehabilitado -dijo Dougie.

– Vale -dije-. Cuento contigo.


A las diez de la noche me llamó mi madre.

– ¿Dónde está tu abuela? -preguntó-. ¿Y por qué no estás con ella?

– Iba a volver a casa con unos amigos.

– ¿Qué amigos? ¿Has vuelto a perder a tu abuela?

Maldición.

– Te vuelvo a llamar.

Colgué y entró otra llamada inmediatamente. Era la abuela.

– ¡Le tengo! -dijo. -¿A quién?

– A Eddie DeChooch. En la funeraria tuve una premonición, de repente me di cuenta de dónde estaría Choochy esta noche.

– ¿Dónde?

– Recogiendo el cheque de la Seguridad Social. En el Burg todo el mundo recibe el cheque el mismo día. Y fue ayer. Lo que pasa es que ayer DeChooch estaba demasiado ocupado destrozando el coche. Así que me dije a mí misma que él esperaría hasta que cayera la noche y entonces iría a recoger el cheque. Y, por supuesto, eso fue exactamente lo que hizo.

– ¿Dónde está ahora?

– Bueno, ésa es la parte complicada. Entró en su casa para recoger el correo y cuando intentamos arrestarle sacó una pistola y todos nos asustamos y salimos huyendo. Pero El Porreta no corrió lo suficiente, y ahora tiene a El Porreta.

Me golpeé la cabeza con la encimera de la cocina. Pensé que unos golpes en la cabeza me vendrían bien. Ponk, ponk, ponk, con la cabeza contra la encimera.

– ¿Habéis llamado a la policía? -pregunté.

– No sabíamos si eso sería una buena idea, dado que El Porreta puede llevar consigo algunas sustancias ilegales. Creo que Dougie mencionó algo de un paquete en el zapato de El Porreta.

Genial

– Voy para allá -dije-. No hagáis nada hasta que llegue.

Agarré el bolso, corrí por el pasillo y escaleras abajo hasta llegar a la puerta y salté sobre la moto. Frené en seco a la entrada de la casa de Angela Marguchi y busqué a la abuela por los alrededores. La descubrí junto a Dougie, escondidos detrás de un coche, al otro lado de la calle. Ambos llevaban Súper Trajes y toallas de baño sujetas con un imperdible al cuello, a modo de capas.

– Un toque muy bonito, las toallas -dije.

– Somos luchadores contra el crimen -dijo la abuela.

– ¿Siguen ahí dentro? -pregunté.

– Sí. He hablado con DeChooch por el móvil de El Porreta -dijo la abuela-. Ha dicho que sólo soltará a El Porreta si le conseguimos un helicóptero y, luego, un avión le espera en Newark para llevarle a Suramérica. Yo creo que está bebiendo.

Marqué su número en mi móvil.

– Quiero hablar contigo -dije.

– Nunca. A no ser que me traigan el helicóptero.

– No vas a conseguir que traigan un helicóptero con El Porreta como rehén. A nadie le importa que le pegues un tiro. Si dejas que se vaya El Porreta, entraré yo a ocupar su lugar. Yo soy mejor rehén para un helicóptero.

– Vale -dijo DeChooch-. Eso tiene sentido.

Como si algo de aquello tuviera sentido.

El Porreta salió con su Súper Traje y su toalla de baño. DeChooch mantuvo la pistola contra su sien hasta que yo entré en el porche.

– Esto es, no sé, algo embarazoso -dijo El Porreta-. O sea, cómo queda un superhéroe al que secuestra un colega viejo -miró a DeChooch-. Sin ánimo de ofender, tío.

– Lleva a la abuela a casa -le dije a El Porreta-. Mi madre está preocupada.

– ¿Quieres decir, o sea, ahora mismo?

– Sí, ahora.

La abuela estaba al otro lado de la calle y no quería gritar, así que la llamé al móvil.

– Voy a ver si arreglo esto con Eddie -dije-. El Porreta, Dougie y tú id a casa.

– A mí no me parece una buena idea -dijo la abuela-. Creo que debería quedarme.

– Gracias, pero será más fácil si me quedo sola.

– ¿Llamo a la policía?

Miré a DeChooch. No parecía ni furioso ni enloquecido. Sólo cansado. Si llamaba a la policía podría enfadarse y hacer alguna tontería, como matarme. Si le dedicara un rato de charla tranquila podría convencerle de que se entregara.

– Negativo.

Corté la comunicación y DeChooch y yo nos quedamos en el porche hasta que la abuela, El Porreta y Dougie se fueron.

– ¿Va a llamar a la policía? -preguntó DeChooch.

– No.

– ¿Crees que puedes arrestarme tú sola?

– No quiero que nadie se haga daño. Yo incluida -le seguí al interior de la casa-. No esperarás en serio el helicóptero, ¿verdad?

Hizo un gesto de desagrado y arrastró los pies hasta la cocina.

– Sólo lo he dicho para impresionar a Edna. Tenía que decir algo. Ella cree que soy un fugitivo muy importante -abrió el frigorífico-. No hay nada de comer. Cuando vivía mi mujer siempre había algo de comer.

Llené la cafetera de agua y eché unas cucharadas de café en el filtro. Rebusqué por los armarios y encontré una caja de galletas. Puse algunas en un plato y me senté a la mesa de la cocina con Eddie DeChooch.

– Pareces cansado -dije.

Asintió con la cabeza.

– Anoche no tuve dónde dormir. Pensaba recoger el cheque de la Seguridad Social esta noche y alquilar una habitación en un hotel, pero apareció Edna con esos dos payasos. Nada me sale bien -cogió una galleta-. Ni siquiera puedo suicidarme. Maldita próstata. Pongo el Cadillac encima de las vías. Me quedo esperando a la muerte y ¿qué pasa? Que tengo que ha- cer pis. Siempre tengo que hacer pis. Total, que salgo del coche y me voy a unos arbustos a echar una meada, y llega el tren. ¿Cuáles son las probabilidades de que ocurra eso? Luego no

sabía qué hacer y me acobardé. Salí corriendo como un puto cobarde.

– Fue un accidente terrible.

– Sí, lo vi. Madre mía, debió arrastrar el Cadillac casi medio kilómetro.

– ¿De dónde sacaste el coche nuevo?

– Lo robé.

– O sea, que todavía eres bueno en algunas cosas.

– Lo único que me funciona son los dedos. No veo. No oigo. No puedo mear.

– Esas cosas se pueden arreglar.

Jugueteó con una galleta.

– Hay cosas que no se pueden arreglar.

– La abuela me lo dijo.

Levantó la mirada, sorprendido.

– ¿Te lo dijo? Joder. Dios. Lo que yo te diga…, las mujeres son todas unas bocazas.

Serví dos tazas de café y le pasé una a DeChooch.

– ¿Lo has consultado con un médico?

– No voy a hablar con ningún médico. Antes de que te des cuenta te están toqueteando y diciéndote que te pongas una de esas prótesis. No me voy a poner una de esas malditas prótesis de pene -negó con la cabeza-. No puedo creer que esté hablando de esto contigo. ¿Por qué estoy hablando contigo?

Le sonreí.

– Es fácil hablar conmigo -y, además, tenía el aliento cargado de alcohol. DeChooch estaba bebiendo mucho-. Y ya que estamos hablando, ¿por qué no me cuentas lo de Loretta Ricci?

– Caray, aquello sí que fue tremendo. Vino a traerme una de esas Comidas Sobre Ruedas y no paraba de meterme mano. Yo no dejaba de decirle que ya no estaba para esas cosas, pero no me hacía caso. Ella decía que podía conseguir que cualquiera… ya sabes, pudiera. Así que pensé, qué demonios, no tengo nada que perder, ¿no? Y un momento después está ahí abajo, y teniendo bastante suerte. Y de repente, cuando creo que todo va a salir bien, se desploma y se muere. Supongo que le dio un infarto por el esfuerzo que estaba haciendo. Intenté reanimarla, pero estaba muerta del todo. Me dio tanta rabia que le pegué un tiro.

– Te vendría bien un cursillo de control de la ira -dije.

– Ya, mucha gente me lo dice.

– No había sangre por ningún sitio. Ni agujeros de bala.

– ¿Qué crees que soy, un aficionado? -la cara se le contrajo y una lágrima le recorrió la mejilla-. Estoy muy deprimido -dijo.

– Sé una cosa que estoy segura de que te va a animar.

Me miró como si no me creyera.

– ¿Te acuerdas del corazón de Louie?

– Sí.

– No era su corazón.

– ¿Me estas tomando el pelos?

– Lo juro por Dios

– ¿De quién era?

– Era el corazón de un cerdo. Lo compré en una carnicería.

DeChooch sonrió.

– ¿Le enterraron con el corazón de un cerdo?

Asentí con la cabeza.

Él empezó a reír ligeramente.

– Y ¿dónde está el corazón de Louie?

– Se lo comió un perro.

DeChooch soltó una carcajada. Se rió hasta que le dio un ataque de tos. Cuando consiguió recuperar el control y paró de reír y de toser se miró.

– Jesús, tengo una erección.

Los hombres tienen erecciones en los momentos más insólitos.

– Mírala -dijo-. ¡Mírala! Es una belleza. Está dura como una piedra.

Le eché un vistazo. Era una erección más que decente.

– Quién lo hubiera imaginado -dije-. Fíjate.

DeChooch estaba radiante.

– Supongo que no soy tan viejo después de todo.

Va a ir a la cárcel. No ve. No oye. No tarda menos de quince minutos en hacer pis. Pero tiene una erección y todos los demás problemas carecen de importancia. La próxima vez voy a ser hombre. Tienen las prioridades muy claramente definidas. Su vida es muy sencilla.

El frigorífico de DeChooch captó mi atención.

– ¿No te llevarías por casualidad un asado del frigorífico de Dougie?

– Sí. Al principio creí que era el corazón. Estaba envuelto en plástico y la cocina estaba a oscuras. Pero enseguida me di cuenta de que era demasiado grande y cuando lo miré más de cerca vi que era una pieza de carne para asar. Pensé que no la echarían de menos y que sería agradable hacerme un asado. Pero nunca llegué a cocinarlo.

– Odio sacar este tema -le dije a DeChooch-, pero tendrías que dejarme que te arreste.

– No puedo hacerlo -dijo él-. Piénsalo. Cómo quedaría… Eddie DeChooch arrestado por una chica.

– Pasa continuamente.

– En mi profesión no. No sobreviviría. Caería en desgracia. Soy un hombre. Necesito que me arreste alguien duro, como Ranger.

– No. Ranger no puede ser. No está disponible. No se encuentra bien.

– Bueno, pues eso es lo que quiero. Quiero que sea Ranger. Si no es él no voy a ceder.

– Me gustabas más antes de que tuvieras la erección.

DeChooch sonrió.

– Sí, cabalgo de nuevo, nena.

– ¿Y si te entregas tú solo?

– Los tipos como yo no se entregan. Quizá lo hagan los jóvenes. Pero mi generación tiene normas. Tenemos un código -su pistola había estado todo el tiempo encima de la mesa, delante de él. La agarró y amartilló una bala-. ¿Quieres ser responsable de mi suicidio?

Ay, madre.

En el salón había una lámpara de mesa encendida y en la cocina estaba dada la luz del techo. El resto de la casa estaba a oscuras. DeChooch se sentaba de espaldas a la puerta que daba al comedor oscuro. Como un fantasma de horrores pasados, con apenas unos jirones encima, Sophia apareció en el umbral. Allí se quedó por un momento, balanceándose levemente, y pensé que realmente era una aparición, una quimera de mi imaginación sobreexcitada. Llevaba una pistola a la altura de la cintura. Me miro fijamente, apuntó y antes de que yo pudiera reaccionar, disparo. ¡PAM!

La pistola de DeChooch voló de su mano, de su sien brotó la sangre y cayó al suelo.

Alguien gritó. Creo que fui yo.

Sophia se rió suavemente, con las pupilas del tamaño de un alfiler.

– Os he sorprendido a los dos, ¿eh? Os he estado observando por la ventana, a DeChooch y a ti comiendo galletas.

No dije nada. Temía que si intentaba hablar tartamudearía y farfullaría, o a lo mejor sólo me saldrían sonidos guturales ininteligibles.

– Hoy han enterrado a Louie -dijo Sophia-. No he podido estar a su lado por tu culpa. Lo has fastidiado todo. Tú y Choochy. Él fue quien lo empezó todo y va a pagar por ello. No podía ocuparme de él hasta que devolviera el corazón, pero ya ha llegado su hora. Ojo por ojo -más risa floja-. Y tú vas a ser quien me ayude. Si haces un trabajo lo bastante bueno, puede que te deje marcharte. ¿Te gustaría?

Creo que es posible que asintiera, pero no estoy muy segura. Nunca me dejaría marcharme. Las dos lo sabíamos.

– Ojo por ojo -repitió Sophia-. Es la palabra de Dios.

El estómago se me revolvió.

Ella sonrió.

– Veo por tu expresión que sabes lo que hay que hacer. Es la única manera, ¿no? Si no lo hacemos estaremos malditas para siempre, condenadas para siempre.

– Usted necesita un médico -susurré-. Ha sufrido demasiada tensión nerviosa. No tiene la cabeza en condiciones.

– ¿Y tú qué sabes de tener la cabeza en condiciones? ¿Hablas tú con Dios? ¿Te guía su palabra?

Me quedé mirándola fijamente, sintiendo el pulso latir en la garganta y en las sienes.

– Yo hablo con Dios -dijo-. Hago lo que Él me dice que haga. Soy su instrumento.

– Vale, de acuerdo. Pero Dios es un buen tipo -dije-. No quiere que se hagan cosas malas.

– Yo hago lo correcto -dijo Sophia-. Acabo con la maldad en su origen. Mi alma es la de un ángel vengador.

– ¿Cómo lo sabe?

– Dios me lo ha dicho.

Una terrible idea nueva surgió en mi cabeza.

– ¿Louie sabía que usted hablaba con Dios? ¿Que era su instrumento?

Sophia se quedó paralizada.

– Aquel cuarto del sótano… la habitación de cemento donde encerró a El Porreta y a Dougie, ¿Louie la encerró alguna vez en ella?

La pistola le temblaba en la mano y los ojos le destelleaban bajo la luz.

– Siempre es difícil para los creyentes. Para los mártires. Para los santos. Estás intentando distraerme, pero no te va a dar resultado. Sé lo que debo hacer. Y tú me vas a ayudar. Quiero que te arrodilles y le desabroches la camisa.

– ¡De ninguna manera!

– Vas a hacerlo. Hazlo o te pego un tiro. Primero en un pie y luego en el otro. Y luego otro tiro en la rodilla. Y seguiré disparándote hasta que hagas lo que te digo o mueras.

Me apuntó y supe que hablaba en serio. Me dispararía sin pensárselo dos veces. Y seguiría haciéndolo hasta matarme. Me levanté, apoyándome en la mesa para no caerme. Fui hasta DeChooch caminando con las piernas rígidas y me arrodillé a su lado.

– Hazlo -dijo-. Desabrochale la camisa.

Le puse las manos sobre el pecho y sentí la tibieza de su cuerpo, y una leve inspiración.

– ¡Aún está vivo!

– Mejor todavía -dijo Sophia.

Tuve un estremecimiento incontrolable y empecé a desabrocharle la camisa. Botón por botón. Lentamente. Ganando tiempo. Con dedos torpes y descontrolados. Apenas capaces de realizar la tarea.

Cuando acabé de desabrocharle la camisa Sophia buscó detrás de ella y sacó un cuchillo de carnicero del bloque de madera que había sobre la encimera. Lo tiró al suelo, al lado de DeChooch y dijo:

– Córtale la camiseta.

Agarré el cuchillo y sentí su peso. Si aquello fuera la televisión, en un hábil movimiento le habría clavado el cuchillo a Sophia. Pero era la vida real, y no tenía ni idea de cómo lanzar un cuchillo o de cómo moverme lo bastante rápido para esquivar una bala.

Acerqué el cuchillo a la camiseta blanca. Mi cabeza daba vueltas. Las manos me temblaban y me corría sudor por las axilas y el cuero cabelludo. Hice una primera incisión y, a continuación, rasgué la camiseta todo a lo largo, exponiendo el esquelético pecho de DeChooch. Mi pecho lo sentía ardiendo y dolorosamente rígido.

– Ahora sácale el corazón -dijo Sophia con voz tranquila y estable.

Levanté la mirada y vi que su cara estaba serena… salvo por aquellos ojos aterradores. Se la veía convencida de estar haciendo lo que debía. Probablemente, mientras yo me arrodillaba junto a DeChooch, oía voces dentro de su cabeza que así se lo aseguraban.

Algo goteó sobre el pecho de DeChooch. O estaba babeando o se me caían los mocos. Estaba demasiado asustada para saber de qué se trataba.

– No sé hacerlo -dije-. No sé cómo llegar al corazón.

– Ya encontrarás el camino.

– No puedo.

– ¡Hazlo!

Negué con la cabeza.

– ¿Te gustaría rezar antes de morir?

– Aquel cuarto del sótano… ¿la metía allí a menudo? ¿Rezaba usted allí dentro?

La serenidad la abandonó.

– Decía que yo estaba loca, pero era él quien estaba loco. Él no tenía fe. A él Dios no le hablaba.

– No debería haberla encerrado en el sótano -dije, sintiendo un acceso de ira contra el hombre que encerraba a su esposa esquizofrénica en una celda de cemento, en vez de proporcionarle atención médica.

– Ha llegado la hora -dijo Sophia levantando la pistola hacia mí.

Miré a DeChooch preguntándome si sería capaz de matarle para salvar mi vida. ¿Cómo era de fuerte mi instinto de supervivencia? Desvié la mirada hacia la puerta del sótano.

– Tengo una idea. DeChooch tiene algunas herramientas mecánicas en el sótano. A lo mejor puedo abrirle las costillas con una sierra eléctrica.

– Eso es ridículo.

– No -dije levantándome de un salto-. Eso es exactamente lo que necesito. Lo vi en la televisión. En uno de esos programas de medicina. Ahora vuelvo.

– ¡Quieta!

Ya estaba junto a la puerta del sótano.

Sólo tardaré un minuto.

Abrí la puerta, encendí la luz y bajé el primer escalón.

Ella estaba algunos pasos detrás de mí.

– No tan deprisa -dijo-. Voy a bajar contigo.

Bajamos las escaleras juntas, despacito, con cuidado de no tropezarnos. Recorrí el sótano y me hice con una sierra eléctrica que tenía DeChooch en el banco de trabajo. Las mujeres quieren tener niños. Los hombres quieren tener herramientas eléctricas.

– Vamos arriba -dijo ella, nerviosa por estar en el sótano y deseando salir de allí.

Volví a subir las escaleras lentamente, arrastrando los pies, sintiéndola intranquila detrás de mí. Notaba la pistola contra mi espalda. Estaba demasiado cerca. Quería salir del sótano a toda costa. Llegué a lo más alto de la escalera y me di la vuelta, atizándola con la sierra en medio del pecho.

Lanzó una pequeña exclamación, soltó un disparo a lo loco y cayó rodando por las escaleras. No me quedé para ver las consecuencias. Salí por la puerta, la cerré por fuera y salí corriendo de la casa. Crucé corriendo la puerta principal que tan descuidadamente había dejado abierta cuando seguí a DeChooch al interior de la casa.

Llamé con los puños a la puerta de Angela Marguchi, gritándole que me abriera. La puerta se abrió y casi arrollo a Angela con mi prisa por entrar.

– Cierre la puerta -dije-. Cierre todas las puertas y tráigame la escopeta de su madre.

Luego corrí hacia el teléfono y marqué el 911.

La policía llegó antes de que hubiera recuperado el control suficiente para regresar a la casa. No tenía sentido entrar en la casa mientras las manos me temblaban tanto que no podía sujetar un arma.

Dos polis de uniforme entraron en la mitad de DeChooch y unos minutos más tarde les dieron a los enfermeros de la ambulancia la señal de «todo en orden» para que entraran. Sophia seguía en el sótano. Se había fracturado una cadera y probablemente tenía algunas costillas rotas. Lo de las costillas rotas me pareció escalofriantemente sarcástico.

Seguí al equipo de urgencias y me quedé helada cuando llegamos a la cocina. DeChooch no estaba en el suelo.

El primero de los de uniforme era Billy Kwiatkovsky.

– ¿Dónde está DeChooch? -le pregunté-. Le dejé en el suelo, junto a la mesa.

– Cuando entramos la cocina estaba vacía -dijo él.

Ambos miramos el reguero de sangre que llevaba hasta la puerta de atrás. Kwiatkovsky encendió su linterna y se adentró en el jardín. Regresó unos instantes después.

– Es difícil seguir el rastro de la sangre entre la hierba y de noche, pero hay un poco de sangre en el callejón, cerca del garaje. A mí me parece que tenía un coche y que se ha ido en él.

Increíble. Increíble, joder. Aquel hombre era como una cucaracha… encendías la luz y desaparecía.

Hice mi declaración y me largué. Estaba preocupada por la abuela. Quería asegurarme de que estaba en casa y a buen recaudo. Y quería sentarme en la cocina de mi madre. Y más que nada, quería una magdalena.

Cuando llegué a casa de mis padres todas las luces estaban encendidas. Todo el mundo estaba en el salón viendo las noticias. Y si conocía a mi familia, todos esperaban a Valerie.

La abuela saltó del sofá al verme entrar.

– ¿le has atrapado? ¿Has atrapado a DeChooch?

Negue con la cabeza.

– Se escapó -no me apetecía dar una explicación detallada.

– Es duro de roer -dijo la abuela, hundiéndose de nuevo en el sofá.

Me fui a la cocina a por una magdalena. Oí abrirse la puerta principal y volver a cerrarse, y Valerie entró en la cocina y se derrumbó en una silla. Llevaba el pelo pegado con fijador a los lados y algo levantado por delante. Transformista lesbiana rubia imita a Elvis.

Puse el plato de magdalenas delante de ella y me senté.

– Bueno, ¿qué tal tu cita?

– Un desastre. No es mi tipo.

– ¿Cuál es tu tipo?

– Al parecer, las mujeres no -le quitó el papel a una magdalena de chocolate-. Janeane me besó y no sentí nada. Luego me volvió a besar, esta vez de forma más… apasionada.

– ¿Cómo de apasionada?

Valerie se puso colorada.

– ¡Con lengua!

– ¿Y?

– Raro. Fue muy raro.

– ¿O sea que no eres lesbiana?

– Eso diría yo.

– Oye, lo has intentado. Quien no arriesga no gana -dije.

– Pensé que podía ser un gusto adquirido. Como los espárragos. ¿te acuerdas que de pequeña los odiaba? Y ahora me encantan los espárragos.

– Puede que necesites insistir más. Tardaste veinte años en que te gustaran los espárragos.

Valerie lo pensó mientras se comía la magdalena.

La abuela entró en la cocina.

– ¿Qué pasa aquí? ¿Qué me estoy perdiendo?

– Estamos comiendo magdalenas -dije.

La abuela cogió una magdalena y se sentó.

– ¿Has montado ya en la moto de Stephanie? -le preguntó a Valerie-. Yo he montado esta noche y me ha hecho titilar mis partes.

Valerie casi se atraganta con la magdalena.

– A lo mejor te conviene dejar de ser lesbiana y comprarte una Harley -le dije yo.

Entonces entró mi madre. Miró la bandeja de magdalenas y suspiró.

– Se suponía que eran para las niñas.

– Nosotras somos niñas -dijo la abuela.

Mi madre se sentó y pilló una magdalena. Eligió una de las de vainilla con anises de colorines. Todas nos quedamos mirándola alucinadas. Mi madre casi nunca comía una magdalena entera con anises. Siempre comía las sobras y las estropeadas. Comía las galletas rotas y las tortitas quemadas por los lados.

– Increíble -le dije-, te estás comiendo una magdalena entera.

– Me la merezco -dijo mi madre.

– Seguro que has estado viendo a Oprah otra vez -le dijo la abuela-. Siempre te lo noto cuando ves a Oprah.

Mi madre jugueteó con el papel.

– Y hay otra cosa…

Todas dejamos de comer y observamos a mi madre.

– Voy a volver a estudiar -dijo-. Me he presentado a la Universidad Estatal de Trenton y acabo de recibir la noticia de que me han aceptado. Voy a ir a tiempo parcial. Tienen clases nocturnas.

Solté un suspiro de alivio. Temía que fuera a comunicarnos que se iba a hacer un piercing en la lengua o un tatuaje. O quizás que se iba de casa para enrolarse en un circo.

– Es genial -dije-. ¿Qué vas a estudiar?

– De momento es general -dijo mi madre-. Pero algún día me gustaría ser enfermera. Siempre he pensado que sería una buena enfermera.


Eran casi las doce cuando volví al apartamento. El subidón de adrenalina se me había pasado y lo había reemplazado el agotamiento. Estaba llena de magdalenas y leche, y estaba lista para meterme en la cama y dormir una semana. Subí en el ascensor y cuando las puertas se abrieron en mi piso y salí de él me quedé de una pieza, sin creer lo que veía. Al final del pasillo, frente a mi puerta, estaba sentado Eddie DeChooch.

Llevaba una toalla sujeta a la cabeza con un cinturón, con la hebilla firmemente instalada en la sien. Levantó la mirada cuando me dirigí a él, pero no se levantó, ni sonrió, ni me disparó, ni me dijo hola. Se quedó sentado, mirándome.

– Debes de tener un dolor de cabeza increíble.

– No me vendría mal una aspirina.

– ¿Por qué no has entrado? Todos los demás lo hacen.

– No tengo herramientas. Hacen falta herramientas para eso.

Le ayudé a levantarse y a entrar en el apartamento. Le senté en el cómodo sillón de la sala y le acerqué la botella de licor casero que la abuela había escondido en el armario una noche que se quedó a dormir.

DeChooch se bebió tres dedos y recuperó un poco el color de la cara.

– Dios, creía que me ibas a trinchar como el pollo del domingo.

– Estuvo cerca. ¿Cuándo recuperaste la conciencia?

– Cuando estabais diciendo lo de abrir las costillas. Jesús. Sólo de pensarlo se me arrugan las pelotas -le dio otro meneo a la botella-. Me largué en cuanto bajasteis al sótano.

Tuve que sonreír. Salí de la cocina tan deprisa que ni siquiera me había dado cuenta de que DeChooch ya no estaba allí.

– ¿Y ahora qué pasa?

Se repantingó en el sillón.

– Llevo mucho tiempo corriendo. Iba a huir, pero me duele la cabeza. El tiro me ha arrancado la mitad de la oreja. Y estoy cansado. Joder si estoy cansado. Pero ¿sabes una cosa? Ya no estoy tan deprimido. Así que he pensado, qué demonios, a ver qué es capaz de hacer mi abogado por mí.

– Quieres que te entregue.

DeChooch abrió los ojos.

– ¡Demonios, no! Quiero que me entregue Ranger. Pero no sé cómo ponerme en contacto con él.

– Después de todo lo que he pasado, al menos me merezco la medalla.

– Oye, ¿y yo qué? ¡Sólo me queda media oreja!

Solté un largo suspiro y llamé a Ranger.

– Necesito ayuda -le dije-. Pero es un poco extraño.

– Siempre lo es.

– Estoy con Eddie DeChooch y no quiere que le entregue una chica.

Oí a Ranger reír suavemente al otro lado.

– No tiene gracia.

– Es perfecto.

– Bueno, ¿me vas a ayudar o no?

– ¿Dónde estás?

– En mi apartamento.

Ésta no era la clase de ayuda que yo había solicitado y me parecía que el trato no debía mantenerse. Pero con Ranger una nunca sabe. Por otra parte, ni siquiera estaba muy segura de que hubiera dicho en serio lo del precio por la ayuda.

Ranger estaba en la puerta veinte minutos más tarde. Iba vestido con un mono negro y un cinturón de faena completamente pertrechado. Sólo Dios sabe de dónde lo habría sacado.

Me miró y sonrió.

– ¿Rubia?

– Fue uno de esos impulsos míos.

– ¿Alguna sorpresa más?

– Ninguna que te quiera contar por ahora.

Entró en el apartamento y levantó una ceja al ver a DeChooch.

– Yo no he sido -dije.

– ¿Es muy grave?

– Sobreviviré -dijo DeChooch-, pero duele del demonio.

– Sophia se presentó y le arrancó la oreja de un tiro -le expliqué a Ranger.

– ¿Y dónde está ahora?

– Bajo custodia policial.

Ranger le pasó un brazo por debajo a DeChooch y le levantó.

– Tengo a Tank ahí fuera, en el SUV Vamos a llevar a DeChooch a urgencias y les pediremos que le ingresen esta noche. Estará más cómodo allí que en el calabozo. Pueden ponerle vigilancia en el hospital.

DeChooch había sido muy listo en pedir a Ranger. Ranger tenía medios para lograr lo imposible.

Cerré la puerta detrás de Ranger y eché el cerrojo. Encendí la televisión y paseé por todos los canales. No había ni lucha ni hockey. Ni ninguna película interesante. Cincuenta y ocho canales y nada que ver.

Tenía muchas cosas en la cabeza y no quería pensar en ninguna de ellas. Deambulé por la casa, furiosa y aliviada al mismo tiempo de que Morelli no hubiera llamado.

No tenía nada pendiente. Había encontrado a todos. No quedaban casos abiertos. El lunes cobraría la recompensa de Vinnie y podría pagar las facturas de otro mes. Mi CR-V estaba en el taller. Todavía no había previsto ese gasto. Con un poco de suerte lo cubriría el seguro.

Me di una larga ducha caliente y al salir me pregunté quién era la rubia del espejo. Yo no, pensé. Probablemente la próxima semana iría al centro comercial a que me tiñeran el pelo de su color original. Una rubia en la familia es suficiente.

El aire que entraba por la ventana del dormitorio olía a verano, así que me decidí a dormir en ropa interior y camiseta. Se acabaron los camisones de franela hasta noviembre próximo. Me puse una camiseta blanca y me metí debajo del cobertor. Apagué la luz y me quedé así, tumbada en la oscuridad, largo rato, sintiéndome sola.

Había dos hombres en mi vida y no sabía qué pensar de ninguno de los dos. Es raro cómo salen las cosas. Morelli lleva entrando y saliendo de mi vida desde que tenía seis años. Es como un cometa que cada diez años entra en mi campo gravitatorio, me circunvala furiosamente y vuelve a salir despedido al espacio. Nuestras necesidades nunca parecen alinearse del todo.

Ranger es nuevo en mi vida. Es un elemento desconocido, que empezó como mentor y ha acabado como… ¿qué? Es difícil saber exactamente lo que Ranger quiere de mí. O lo que yo quiero de él. Satisfacción sexual. Más allá de esto no estoy segura. Me dio un escalofrío al pensar en una relación sexual con Ranger. Sé tan poco de él que, en cierto sentido, sería como hacer el amor con los ojos vendados…, pura sensación y exploración físicas. Y confianza. Ranger tiene algo que transmite confianza.

Los número azules de mi reloj digital flotaban en la oscuridad de la habitación. Era la una en punto. No podía dormir. Una imagen de Sophia apareció en mi cabeza. Cerré los ojos con fuerza para borrarla. Siguieron pasando los minutos de insomnio. Los números azules decían 1.30.

Y entonces, en el silencio del apartamento, oí el lejano click del cerrojo al abrirse. Y el leve rozar de la cadena de seguridad rota colgando de la puerta de madera. El corazón se me detuvo en el pecho. Cuando volvió a latir lo hizo tan fuerte que me nublaba la vista. Había alguien en el apartamento.

Los pasos eran ligeros. Descuidados. No se detenían periódicamente para escuchar, para observar en la oscuridad del apartamento. Intenté controlar la respiración, calmar el corazón. Sospechaba que conocería la identidad del intruso, pero aquello no lograba disminuir el pánico.

Se detuvo en la puerta del dormitorio y golpeó suavemente en el quicio.

– ¿Estás despierta?

– Ahora sí. Me has dado un susto de muerte.

Era Ranger.

– Quiero verte -dijo-. ¿Tienes una luz de noche?

– En el baño.

Trajo la luz del baño y la enchufó en una toma de corriente del dormitorio. No daba mucha luz, pero era suficiente para verle claramente.

– Bueno -dije chascándome los nudillos mentalmente-. ¿Qué pasa? ¿Está bien DeChooch?

Ranger se quitó el cinturón y lo dejó caer al suelo.

– DeChooch se encuentra perfectamente, pero tú y yo tenemos asuntos sin resolver.

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